JESÚS, UN DIOS QUE SE HACE CERCANO Aproximación al ser y al actuar de Jesús Matilde Eugenia Pérez Tamayo
El amor de Dios por nosotros no es algo abstracto o genĂŠrico, el amor de Dios por nosotros tiene nombre y rostro: Jesucristo. Papa Francisco
CONTENIDO INTRODUCCIÓN 1. Los evangelios, una fuente segura e inagotable 2. Jesús es Dios-con-nosotros 3. Jesús es Dios como su Padre y hombre como nosotros - La divinidad de Jesús - La humanidad de Jesús 4. Jesús y su conciencia de Dios 5. Jesús, un Mesías con estilo propio 6. Jesús es un Dios humilde 7. Jesús es un Hijo que cree en su Padre 8. Jesús ora y nos enseña a orar - La oración de Jesús - Jesús nos enseña a orar 9. Las palabras de Jesús - El Estilo de Jesús - Las parábolas - Los dichos o sentencias 10. Los milagros de Jesús - Significado teológico de los milagros - Los milagros a la luz de la Resurrección 11. Jesús, el Dios de los encuentros 12. Jesús y los enfermos
- Significado de la enfermedad en la cultura judía - La compasión de Jesús por los enfermos - Jesús y el sufrimiento 13. Jesús y las mujeres - Situación de la mujer israelita en tiempos de Jesús 14. Jesús y los pecadores 15. La Buena Noticia de Jesús - El Reino de Dios en el Antiguo Testamento - El Reino de Dios, una realidad misteriosa - Programa de vida para quienes acogen el Reino de Dios - Algunas palabras de Jesús en el Sermón de la Montaña - El Reino de Dios hoy 16. El Gran Mandamiento - Jesús y su conciencia del Dios Amor - Una parábola que lo dice todo - El desafío del amor 17. Nadie me quita la vida 18. Creer en la resurrección de Jesús 19. Testigos de Jesús 20. Jesús, el corazón de Dios.
ACLARACIÓN El presente texto no pretende ser un estudio riguroso y exhaustivo de la persona de Jesús, ni del significado de su presencia y de su acción en el mundo. No es un texto con pretensiones filosóficas, teológicas, apologéticas, históricas, ni nada por el estilo. Sólo busca ser una ayuda catequética, sencilla y asequible, para quienes sienten la necesidad interior de profundizar en el conocimiento del Maestro, desde una fe que se reconoce humilde y pobre, pero que también tiene el deseo sincero de crecer y profundizarse cada día. Espero que con la ayuda de Dios, cumpla su propósito. La autora
INTRODUCCIÓN Conocer a Jesús es el trabajo más importante de nuestra vida. Papa Francisco Conocer a Jesús, su persona y su mensaje. Conocerlo para amarlo con un amor cada vez más grande, más profundo, más limpio, más generoso. Conocerlo para seguirlo, como sus discípulos. Conocerlo para vivir nuestra vida de cada día tomados de su mano, que nos sirve de apoyo y nos comunica su amor, su fuerza y su valentía. Conocerlo para anunciarlo a otros, para decirlo a otros, para llevar a otros a que lo conozcan y lo amen también. Porque Jesús llena nuestra vida de sentido. El pasado que ya vivimos, el presente que estamos viviendo, y el futuro que vendrá.
Porque sabemos que con él y por él, nuestra vida tiene dimensión de eternidad. Jesús es – como Dios y como hombre -, absolutamente inagotable y sorprendente. Siempre hay algo más de él para saber, para “gustar”, para “saborear”, para contemplar, para amar. Siempre hay en sus enseñanzas algo nuevo para descubrir, para aprender y también para enseñar. Su Belleza es la más grande y atrayente belleza que puede existir. Su Verdad es la más luminosa verdad; la Verdad que está por encima de todas nuestras pequeñas verdades; la Verdad que es sabiduría infinita. Su Bondad es la más hermosa y dulce bondad; el Bien absoluto, fuente de todo bien.
Su Amor es el amor más sublime y profundo que puede existir. En él tiene su origen todo amor verdadero. Jesús es – como Dios y como hombre -, absolutamente inagotable. Todo lo que digamos de él siempre será superable. Pero tenemos que decirlo, porque la verdad de Jesús, su belleza, su bondad, su santidad y su amor, son para proclamarlos. ¡Todos los hombres y mujeres del mundo deben poder conocerlo, porque Jesús es el fundamento y la razón de nuestro existir!
Jesús es el único que puede dar sentido pleno a nuestra vida. Papa Francisco
El Evangelio te permite conocer al Jesús verdadero; te lleva a conocer a Jesús vivo; te habla al corazón y te cambia la vida. ¡Piensen bien, un Evangelio pequeño a la mano, siempre; se abre casualmente y se lee que cosa dice Jesús. Y Jesús está ahí… Papa Francisco
1. LOS EVANGELIOS, UNA FUENTE SEGURA E INAGOTABLE “Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la Palabra, he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido” (Lucas 1, 1-4). Cuando queremos conocer a Jesús, su persona y su mensaje, la fuente más segura y confiable, y también la que está más cerca de nosotros, son sin duda, los cuatro evangelios. Los tres evangelios sinópticos: según san Mateo, según san Marcos, y según san Lucas, llamados así porque son escritos paralelos, que narran, en general, los mismos acontecimientos con algunas variaciones en el contenido y en los detalles, y el Evangelio según san Juan, que es el último que se escribió y el más elaborado teológicamente.
Ahora bien. Acercarnos a los evangelios nos exige tener en cuenta algunas premisas, para “entender” adecuadamente su contenido. Estas premisas son:
1. Los evangelios no son una biografía de Jesús, al estilo de las que conocemos como tales. No tienen como objetivo fundamental la comunicación exhaustiva de datos concretos sobre la vida de Jesús en el mundo, ni nos presentan el record estricto de todo lo que Jesús hizo y dijo. Su finalidad es otra bien clara; nos la presenta san Juan al final de su relato: “Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran en este libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre” (Juan 20, 30-31). 2. Los evangelios son, ante todo, y muy especialmente, una profesión de fe en Jesús hecha por sus apóstoles y sus discípulos, y por las primitivas
comunidades cristianas; por lo tanto, su contenido no es algo que pueda ser comprobado “científicamente”, como en efecto lo son otros acontecimientos de la historia humana, pero podemos estar seguros, por el testimonio de varios historiadores cristianos y no cristianos, que Jesús es un personaje que existió realmente, en un lugar y en un tiempo determinado, y que su vida y su muerte se desarrollaron en los acontecimientos principales, como lo refieren los evangelios. 3. Como profesión de fe de las primeras comunidades, los evangelios no fueron escritos por una sola persona, sino por un grupo de personas, y sus diferencias en algunos aspectos obedecen precisamente, a las necesidades especiales y a las características particulares de las comunidades a quienes iban dirigidos originalmente. 4. Lo mismo que en los demás libros de la Sagrada Escritura, en los evangelios existen los llamados géneros o formas
literarias, que son modos de expresión especiales, que nos permiten acercarnos a la realidad de Dios, tan superior a nuestro entendimiento humano, y expresar lo que en gran medida es inexpresable. Jesús mismo utilizaba estos géneros literarios en su predicación, por ejemplo, cuando hablaba en parábolas. 5. Por la fe creemos que quienes escribieron los evangelios: comunidades y personas sencillas, fueron iluminados y fortalecidos por el Espíritu Santo, quien con su luz y su fuerza les ayudó a cumplir a cabalidad su tarea de dar a conocer al mundo la realidad única y maravillosa de Jesús, el Hijo de Dios encarnado, nuestro Señor y nuestro Salvador. En la sencillez de los evangelios, resplandece Jesús. Su humanidad perfecta, que muchas veces olvidamos, y también su perfecta divinidad; ambas son objeto de nuestra fe.
Cada uno de los sucesos en los que Jesús interviene, y cada una de sus palabras, es expresión clara y directa de su ser completo, y también de lo que vino a hacer al mundo: liberarnos de una vez y para siempre, de la esclavitud del mal y del pecado. Los evangelios revelan a Jesús, y en él y por él a Dios Padre, de quien Jesús procede, y también, lo que Dios quiere de nosotros, los hombres y mujeres de aquí y de allá, de ayer, de hoy, de mañana y de siempre. Por eso es imposible afirmar que uno es cristiano y católico, que conoce y ama a Jesús por encima de todo y de todos, si no conoce los evangelios, si no los lee con frecuencia, si no medita en ellos, si no ora con ellos, si no confronta su propia vida con su mensaje.
¡Qué gran misterio la encarnación de Dios! Su razón es el amor divino; un amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no duda en darse y sacrificarse por las criaturas a las que ama. Jesús vino al mundo para aprender a ser hombre, y siendo hombre caminar con los hombres. Papa Francisco
2. JESÚS ES DIOS-CON-NOSOTROS “El Señor habló a Ajaz en estos términos: - Pide para ti un signo de parte del Señor, en lo profundo del abismo,o arriba, en las alturas. Pero Ajaz respondió: - No lo pediré ni tentaré al Señor. Isaías dijo: - Escuchen, entonces, casa de David: ¿Acaso no les basta cansar a los hombres, que cansan también a mi Dios? Por eso el Señor mismo les dará un signo. Miren, la joven está embarazada y dará a luz un hijo, y lo llamará con el nombre de Emanuel, que significa Dios-con-nosotros” (Isaías 7, 10-14) Los evangelios nos dan testimonio claro y cierto, de que Jesús, el hijo de María y de José, el sencillo carpintero de Nazaret, es a su vez el Hijo Eterno de Dios, hecho carne de nuestra carne, en el seno virginal de María, por obra del Espíritu divino. Este testimonio proviene de los apóstoles, que lo conocieron personalmente y trataron íntimamente con él, y de las primeras comunidades cristianas que se formaron
alrededor de ellos, después de la resurrección del Maestro. Jesús es Dios que se encarna; Dios que se hace hombre igual a nosotros; Dios que vive en medio de nosotros y como uno cualquiera de nosotros. Jesús es Dios que toma nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, para enseñarnos a vivir como verdaderos hombres y mujeres, según el plan de Dios Padre al crearnos. En el comienzo del Evangelio según san Marcos, el primero que se escribió, hacia el año 65 de nuestra era, leemos: “Comienzo de la Buena Noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios” (Marcos 1,1). Y en Evangelio según san Juan, escrito hacia el año 100: “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios…. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1, 1.14).
¿Cómo sucedió este acontecimiento maravilloso de la encarnación? ¿Cómo llegó Dios a hacerse carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, en la persona de Jesús?
No lo sabemos. Es para nosotros un misterio, un “secreto” de Dios, que no podemos comprender plenamente, ni explicar racionalmente, a causa de las limitaciones propias de nuestro ser de criaturas. Un misterio que sólo podemos contemplar y adorar en el silencio de nuestro corazón, como lo hicieron María y José. Las únicas referencias directas que tenemos al respecto, son los relatos de la infancia de Jesús, presentes en el Evangelio según san Mateo, y en el Evangelio según san Lucas, pero ambos exponen el hecho sin dar muchas explicaciones. El más amplio es el relato de san Lucas, que incluye el episodio de la
Anunciación (cf. Lucas 1, 26-38), en el que el evangelista sigue el estilo de otros relatos del Antiguo Testamento. Es determinante. Cuando nos situamos frente a Jesús, la fe juega un papel único e insustituible. Creer en Jesús, tener fe en Jesús implica, para quienes nos decidimos a hacerlo, un riesgo. Nos exige dejar atrás los raciocinios y la lógica, que nos dan tanta seguridad – al menos aparentemente -, y aventurarnos a recorrer un camino distinto, que no conocemos, y en el que podemos encontrar obstáculos de todo orden; obstáculos que debemos saber enfrentar, pero que podemos superar, iluminados y fortalecidos por la gracia de Dios, que viene en nuestra ayuda. La fe es también una promesa, porque abre para nosotros un campo nuevo, lleno de posibilidades, en el que nuestras capacidades humanas, los dones que Dios nos dio al crearnos, pueden llegar a su nivel más elevado, a su desarrollo más pleno.
La fe da sentido a nuestro ser de hombres y de mujeres, y a nuestra vida humana entera. Creer que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios hecho hombre, es el primer reto que tenemos que enfrentar. La encarnación de Dios en él, es la primera verdad que tenemos que aceptar a pie juntillas. Y debemos hacerlo con total sinceridad y absoluta decisión. De aquí parte todo. ¡No hay de otra! La fe es, ciertamente, un don de Dios. Implica una respuesta nuestra, pero inicialmente es una gracia que Dios nos da, un don gratuito; un don, una gracia que hay que pedir con insistencia, seguros de que Dios que nos ama tanto nos la va a conceder. Pide a Dios que fortalezca tu fe y que te ayude a profundizarla, a hacerla más firme, más segura, y sigue adelante, sin miedo, porque Jesús está contigo.
El niño de Belén es frágil, como todos los recién nacidos. No sabe hablar y sin embargo es la Palabra que se ha hecho carne, que ha venido a cambiar el corazón y la vida de los hombres. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura. Papa Francisco
3. JESÚS ES DIOS COMO SU PADRE Y HOMBRE COMO NOSOTROS “Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él.Y una voz que salía de los cielos decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”” (Mateo 3, 16-17). Jesús es un ser humano pleno y total, pero es también el Hijo Eterno de Dios y Dios como su Padre. Esto es lo que nos dice nuestra fe cristiana católica; lo que confesamos creer cuando rezamos el Credo, resumen de las verdades que fundamentan nuestra esperanza, y dan luz a nuestra vida.
LA DIVINIDAD DE JESÚS “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.
En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron... La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre... Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1, 1-5.9-12.14). En Jesús se conjugan perfectamente, de una manera misteriosa pero real y efectiva, en perfecta armonía, la humanidad y la divinidad, sin detrimento ni primacía de ninguna de las dos. Los apóstoles y los primeros cristianos tuvieron clara experiencia de esto, a partir del acontecimiento de su resurrección de entre los
muertos. San Pablo lo expresa bellamente, en su Carta a los Filipenses: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: “¡Jesucristo es el Señor!”” (Filipenses 2, 5-11). Jesús es Dios con rostro humano. Dios que se acerca a los seres humanos, para establecer con nosotros una relación de amor e intimidad. Jesús es Dios que nos revela su misericordia y su verdad más profundas, de una manera inusitada pero contundente.
Por Jesús y en él, podemos percibir a Dios de un modo claro y directo, porque como nos dice la Carta a los Hebreos,“él es el resplandor de su gloria y la impronta de su ser” (Hebreos 1, 3). Jesús nos muestra que estamos equivocados cuando concebimos a Dios como un poder o una fuerza superiores a todos los demás, y nos habla de Él – de Dios -, como un Dios que es ante todo bondad y misericordia. Jesús nos muestra con lujo de detalles, que Dios está más cerca de nosotros de lo que podemos imaginar, porque es nuestro Padre y nos ama. Y que actúa siempre movido por el amor que cuida y protege, como lo hace un buen Padre con sus hijos, y con la ternura y la delicadeza de una buena Madre. Jesús nos muestra que podemos establecer con Dios un diálogo constante, porque Él está siempre ahí para acogernos y ayudarnos. Jesús nos muestra que Dios es infinitamente humilde; un Dios que se agacha, un Dios que se pone de rodillas frente a su criatura, para
levantarla y estrecharla contra su corazón, como lo hacen las madres con sus hijos. Jesús nos muestra que Dios no cataloga a los seres humanos, ni los estratifica, porque para Él todos somos iguales en dignidad, pues somos sus hijos muy queridos. Jesús nos muestra que Dios no excluye a nadie de su trato, porque no hace acepción de personas. Jesús nos muestra que Dios se compadece de nuestras debilidades y de nuestros pecados, y que siempre está dispuesto a ayudarnos a salir del abismo de nuestras angustias y nuestras flaquezas. Jesús nos muestra que Dios ama con amor especial a los más pobres y débiles de la sociedad; a los que son rechazados, a los que son perseguidos, a los que son discriminados; porque son precisamente ellos los que más necesitan de su amor y de su ayuda para superar sus limitaciones y dificultades.
Jesús nos muestra que Dios es infinitamente generoso con sus criaturas, y no escatima esfuerzos con tal de conquistar nuestro corazón para su amor: “Porque Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Juan 3, 16). Tenemos que hacer todo lo posible por dejar atrás la imagen de un Dios ajeno a nuestra realidad humana. Tenemos que hacer todo lo posible para dejar atrás la imagen de un Dios que se define sobre todo por el poder y la perfección; y asumir esta nueva imagen que Jesús nos revela y anuncia:
Dios es Padre y Madre, nuestro Padre del cielo que nos ama profundamente, con un amor tierno y delicado como el amor de una madre. Dios está más cerca de nosotros de lo que solemos pensar, llena nuestro corazón de alegría y esperanza, y da sentido pleno a nuestra vida humana y a nuestro quehacer de cada día.
LA HUMANIDAD DE JESÚS “En el sexto mes, el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: -¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo. Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Ángel le dijo: - No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin. María dijo al Ángel: - ¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre? El Ángel le respondió: - El Espíritu Santo descenderá sobre tiy el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra.
Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios. María dijo entonces: - Yo soy la servidora del Señor,que se cumpla en mí lo que has dicho. Y el Ángel se alejó” (Lucas 1, 26-39). Jesús es perfecto en su humanidad, del mismo modo que es perfecto en su divinidad. Lo muestran los Evangelios a lo largo y a lo ancho, y lo confirma la Carta a los Hebreos cuando dice: “Por tanto, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él de los mismos, para aniquilar mediante la muerte, al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud… Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote, fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo. Pues,
habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados” (Hebreos 2, 14-18). Jesús nació y vivió como un niño cualquiera, en cualquier lugar del mundo y en cualquier época de la historia; fue un joven como los jóvenes de su tiempo y su cultura; llegó a la edad adulta como llegamos nosotros; tuvo que trabajar para mantenerse como lo hacemos nosotros; y, finalmente, murió como todos morimos. Jesús amó como nosotros amamos, y sufrió como nosotros sufrimos. Sintió hambre, sed, cansancio, sueño, como los sentimos nosotros. Tuvo anhelos y deseos como nosotros los tenemos. Experimentó el miedo y la angustia, como nosotros los experimentamos; en fin. Los evangelistas no tuvieron ningún reparo en constatarlo con total claridad en diversos pasajes: “A la mañana temprano, mientras regresaba a la ciudad, Jesús tuvo hambre. Al ver una higuera cerca del camino, se acercó a ella, pero no encontró más que hojas.” (Mateo 21, 18-19).
“Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: “Dame de beber” “ (Juan 4, 6-7). “Jesús, al ver llorar a María, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: “¿Dónde lo pusieron?”. Le respondieron: “Ven, Señor, y lo verás”. Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: “¡Cómo lo amaba!” “ (Juan 11, 33-36). “Jesús se alejó de ellos, más o menos a la distancia de un tiro de piedra, y puesto de rodillas, oraba: “Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”…. En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo” (Lucas 22, 41-42.44). “Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: “¡Tengo sed!”. Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca. Después de
beber el vinagre, dijo Jesús: “Todo se ha cumplido”. E inclinando la cabeza, entregó su espíritu” (Juan 19, 28-30). Esta humanidad perfecta y total de Jesús, lo hace muy cercano a nosotros; muy próximo a nuestra propia realidad y a todo lo que ella comprende y significa. Jesús es alguien que conoce las angustias y dificultades de nuestra vida cotidiana, porque las ha experimentado en carne propia. Alguien que sabe cuáles son nuestras necesidades más urgentes, porque él mismo las ha padecido. Alguien que nos comprende perfectamente, porque es uno de los nuestros. Tal vez nuestra formación religiosa no tuvo esto en cuenta, y por eso nos acostumbramos a mirarlo como un ser lejano y ausente, parapetado en su dignidad divina, ajeno, en cierto sentido a lo que nos agobia y nos duele; alguien de quien sólo se pueden esperar milagros, en circunstancias muy especiales.
Pero la verdad es bien distinta: Jesús desea y busca que comencemos a mirarlo de otra manera, a verlo con otros ojos. Jesús quiere que lo tratemos como una persona muy próxima a nuestro corazón, con absoluta confianza; que nos entreguemos plenamente a él; que le permitamos penetrar en nuestra vida para sanarla, para orientarla, para darle su verdadero valor. La humanidad perfecta de Jesús, asumida por él en toda su integridad, con absoluta naturalidad, diviniza nuestra condición humana, frágil y limitada. El Papa Francisco nos dice a este respecto: “Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra carne humana significa que cada persona humana ha sido elevada al corazón mismo de Dios (La alegría del Evangelio N. 178). Tomemos conciencia de esto. Es una gran alegría para nosotros. Un regalo inmenso de su bondad, y un compromiso que no podemos eludir.
Jesús es el Amor hecho carne. No es solamente un maestro de sabiduría, no es un ideal al que tendemos y del que nos sabemos distantes. Es el sentido de la vida y de la historia, que ha puesto su tienda entre nosotros. Jesús es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Papa Francisco
4. JESÚS Y SU CONCIENCIA DE DIOS “Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, Jesús subió con ellos a la fiesta, y, al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo su padres. Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca.Y sucedió que, al cabo de tres días, lo encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándolos y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas. Cuando le vieron, quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: - Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?Mira, tu padre y yo, angustiados, andábamos buscándote. Él les dijo: - Y ¿por qué me buscaban?¿No sabían que yo debía estar en la casa de mi Padre?
Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lucas 2, 41-52). Seguramente te has preguntado muchas veces, si Jesús sabía, si tenía conciencia, de que era el Hijo de Dios, y también de la misión que le había sido encomendada por su Padre. Es una pregunta que a todos nos ha pasado alguna vez por la cabeza. La respuesta nos la da el Evangelio según san Lucas, en el relato de lo que sucedió cuando Jesús tenía 12 años y fue con María y José a Jerusalén, para la celebración de la fiesta de Pascua, que acabas de leer. Las palabras de Jesús a su madre, cuando ella le reclamó por haberse quedado en el Templo sin decirles nada, ni a ella ni a José, nos lo demuestran:
“¿Por qué me buscaban?… ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?”(Lucas 2, 49). Ese “padre” a quien Jesús se refiere es evidentemente Dios mismo y no José. Sin embargo, podemos afirmar, apoyados en el versículo que remata la narración: “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lucas 2, 52), que esta conciencia que tenía Jesús sobre su divinidad, no se dio de una vez, sino que fue progresiva, es decir, que fue surgiendo en él y profundizándose, a medida que crecía y se desarrollaba como ser humano integral, y también gracias a su oración constante. En el Evangelio según san Juan podemos constatar que ya en su vida pública, Jesús se acepta muy claramente como el enviado de Dios, el esperado de los tiempos, aunque sin hacer alarde de ello. En su despedida de los apóstoles les dijo con claridad:
“La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió” (Juan 16, 24). Y también se reconoce como su Hijo muy querido, su amado, su predilecto: En una ocasión dijo a quienes lo escuchaban: “Es mi Padre el que me glorifica, el mismo al que ustedes llaman “nuestro Dios”” (Juan 8, 54). Más aún. Jesús ve una clara diferencia entre la manera de ser él, Hijo de Dios, y la manera en que lo son sus discípulos y todas las demás personas; por eso se atreve a llamarlo “mi Padre”: “Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna” (Juan 6, 40). Hasta llegó a afirmar en varias ocasiones: “El Padre y yo somos una sola cosa” (Juan 10, 30), para mostrar la relación de intimidad que tiene con Él, su “procedencia” de Él.
Fue precisamente por todo esto, que los sumos sacerdotes y el sanedrín en pleno, promovieron un juicio en contra de Jesús, lo condenaron como blasfemo, y decretaron para él la pena de muerte, que luego ratificaron por medio de Pilatos, porque ellos no tenían potestad para condenar a muerte a nadie (cf. Juan 18, 31). Sin embargo, es también muy claro a todo lo largo de los cuatro evangelios, que esta conciencia que Jesús tenía de ser el enviado de Dios y también su Hijo, no lo llevó en ningún momento, a hacer sentir a los demás su superioridad y su poder, y mucho menos a actuar con vanidad o con soberbia. Jesús se distinguió siempre por su sencillez, por su humildad, por su capacidad de servicio. Trató a todas las personas con gran respeto y consideración, pero de una manera especial a quienes eran los más pobres y débiles de la sociedad de entonces: los niños, las mujeres, los enfermos y los pecadores. Decía a quienes lo escuchaban:
“Hagan como el Hijo del hombre, que no vino a ser servido, sino a servir, y a dar su vida como rescate por muchos” (Mateo 20, 28). Todo esto es muy especial, porque nos muestra que aunque cuando hablamos de Dios siempre le adjudicamos calificativos como “omnipotente” – que todo lo puede -, “omnisciente” – que todo lo sabe -, “omnipresente”- que está en todas partes -, y otros semejantes, las actitudes de Jesús nos manifiestan que Dios, nuestro Dios, el Dios que Jesús vino a revelarnos, a hacernos presente, es ante todo un Dios amoroso, un Dios humilde y sencillo, un Dios compasivo, un Dios que se pone a nuestro alcance, un Dios que se hace nuestro servidor. En Jesús y con él, el poder y la fuerza son superados por la bondad, la amabilidad, la delicadeza, la ternura. La grandeza y la perfección por la generosidad, el servicio, la entrega total. La justicia por la misericordia. El conocimiento intelectual por la sabiduría del corazón. En Jesús y con él, Dios es Dios a su manera. Una manera que siempre nos sorprende, y
muchas veces nos desconcierta, pero que sobre todo, nos encanta y llena nuestro corazĂłn de alegrĂa y esperanza.
Dios no se revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la pobreza.
JesĂşs se ha hecho el Rey de los siglos, el SeĂąor de la historia, con la sola omnipotencia del amor, que es la naturaleza de Dios, su misma vida, y que no pasarĂĄ nunca. Papa Francisco
5. JESÚS, UN MESÍAS CON ESTILO PROPIO Le dice la mujer: - Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo. Jesús le dice: - Yo soy, el que te está hablando. (Juan 4, 25-26) En tiempos de Jesús, los judíos esperaban la llegada del Mesías, el enviado de Dios, su ungido, prometido por Él y anunciado por los profetas, desde épocas remotas, como el salvador de Israel. La presencia de los romanos en su territorio, con sus abusos en todos los sentidos, aumentaba en los corazones de todos los buenos judíos, el ansia de su venida. Muchos judíos pensaban, incluso, que esta llegada del Mesías era ya una cosa inminente, y que estaban contados los días para que hiciera su aparición, y por lo tanto también, para que los romanos abandonaran definitivamente su país, dejándolos en libertad para vivir según sus propias costumbres y deseos.
¿Cómo era ese Mesías que los judíos esperaban?… ¿Qué características debía tener?… ¿Cuál era, en concreto, la tarea que debía realizar, y cuál su método para actuar?…
Los estudiosos de los textos bíblicos coinciden en afirmar, que con el transcurrir del tiempo, la idea original del Mesías había sufrido grandes cambios, en la conciencia de los judíos. Conocedores de la historia de su pueblo, los judíos del tiempo de Jesús habían asimilado en buena medida su figura con la de un jefe político que devolvería a Israel su independencia total de la dominación extranjera, cualquiera que ella fuera, y además, la gloria que había tenido en el pasado. El Mesías haría que Israel volviera a ser lo que había sido en los mejores momentos de su historia, como aquel cuando David era Rey, y los israelitas eran respetados y temidos por todos los pueblos vecinos.
Era claro entonces, para ellos, que tal Mesías tenía que ser alguien con características especiales; alguien que hablara y obrara con autoridad, con fuerza, con decisión, con poder, como un verdadero enviado de Dios. El Mesías debía ser un jefe político con la sabiduría y el poder necesarios para imponerse como autoridad frente a su propio pueblo, y además, para derrotar, de una vez y para siempre, a los invasores romanos, y hacer desistir de su afán de conquista a cualquier otro imperio que quisiera apoderarse de su pequeño gran país. Jesús conocía esta situación, y por eso trató siempre de esquivar las circunstancias que lo ponían en riesgo de ser proclamado Mesías en este sentido. En el Evangelio según san Marcos, por ejemplo, se destaca de un modo especial esta actitud de Jesús de manera constante, con lo que los estudiosos han llamado “el secreto mesiánico”.
Diversos pasajes de este Evangelio nos muestran que cuando, después de realizar un milagro, Jesús era alabado como Mesías por su beneficiario, o por quienes estaban con él, Jesús les pedía: “No digan nada a nadie” (cf. Marcos 7, 31-37). Y a los demonios, que al ser arrojados fuera de quienes eran poseídos, lo proclamaban como tal, les mandaba inmediatamente a callar: “Cállate y sal de este hombre”… (cf. Marcos 1, 23-28). Algo semejante sucedió con los discípulos, cuando – según los evangelios sinópticos -, estando en Cesarea de Filipo, Pedro confesó su fe en Jesús, proclamando: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús asumió tácitamente la verdad proclamada por Pedro, y les ordenó a todos que no dijeran a nadie nada de lo que habían hablado en esta ocasión (cf. Mateo 16, 13- 20). San Juan, por su parte, nos cuenta que después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, “Jesús, sabiendo que
querían apoderarse de él para hacerlo rey, se retiró otra vez solo a la montaña” (Juan 6, 15). Jesús entendió su condición de enviado de Dios, de una manera totalmente distinta a aquella de un Mesías político como esperaban los judíos que fuera. Él la asimiló, o la refirió a la figura del Siervo de Yahvé, que está presente en el libro del profeta Isaías (capítulos 42, 49, 50 y 52); y anunció que realizaría su misión, no ejerciendo el poder, que tantos en el mundo buscan con afán, sino por la entrega total de su vida (Marcos 8, 31), porque “El Hijo del hombre no ha venido al mundo a ser servido, sino a servir, y a dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10, 45). Sólo cerca ya del fin, cuando entendió que había llegado “su hora”, el momento definitivo en el que habría de dar testimonio concreto de la misión que el Padre le había confiado, Jesús quiso revelar a sus discípulos y al pueblo en general, parte de su misterio, presentándose como un Mesías pacífico, al entrar en la ciudad santa de Jerusalén, montado no en un caballo,
como lo hacían los poderosos de su tiempo, sino en un borrico, que es un animal de trabajo. La plena manifestación de la identidad de Jesús como Mesías, sólo tuvo lugar después de la resurrección, el día de Pentecostés, cuando Pedro, iluminado por la luz del Espíritu Santo, proclamó ante la multitud que lo escuchaba sorprendida: “Todo el pueblo de Israel debe reconocer que a ese Jesús que ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías” (Hechos 2, 36). En definitiva, la gloria de Jesús como Hijo de Dios y como su Mesías – Salvador, no era una gloria temporal, porque su misión tampoco lo era, y él lo sabía perfectamente, por eso vivió toda su vida con sencillez y humildad, sin alardes de ninguna clase. Algo verdaderamente admirable. Jesús fue enviado por el Padre para liberarnos de las cadenas del pecado que nos esclaviza de una manera más radical que las cadenas que imponen los hombres. Su salvación abarca mucho más que la mera “salvación” política,
que puede lograr un líder de un país o una comunidad cualquiera. Tenemos que ser muy conscientes de esta verdad de Jesús, porque de la misma manera que sucedió en su tiempo, ella hará la diferencia en nuestra relación personal con él. Si lo que buscamos es el bienestar temporal que Jesús pueda darnos, todo se reducirá a pedirle cosas; pero si lo aceptamos como lo que es realmente: el Hijo amado de Dios, su enviado, nuestro Señor y nuestro Salvador, intimaremos con él de una manera evidentemente más profunda y fuerte, y por lo tanto también, más decisiva para nosotros y para nuestra vida.
La grandeza del misterio de Dios, se conoce solamente en el misterio de Jesús, y el misterio de Jesús es precisamente el misterio del abajarse, del aniquilarse, del humillarse. Jesús no ha venido a conquistar a los hombres, como los reyes y los poderosos de este mundo, sino que ha venido a ofrecer amor con mansedumbre y humildad. Así se definió a sí mismo: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”. Papa Francisco
6. JESÚS ES UN DIOS HUMILDE “Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos” (Marcos 9, 31). Si leemos con atención los evangelios, podemos darnos cuenta, muy claramente, que en Jesús, Dios no se define por su poder, o por su fuerza, como pensaban los israelitas y como esperaban que fuera su enviado. En Jesús, Dios se nos ha revelado como un Dios esencialmente humilde. La humildad es uno de sus muchos atributos. Esta humildad de Dios se nos hace presente de una manera radical, en el Misterio de la Encarnación: Dios toma nuestra carne y nuestra sangre, y se hace hombre como nosotros, en el vientre de una mujer virgen y pobre, en un pueblito apartado de la región de Galilea, al norte de Israel, que ni siquiera figuraba en los mapas de entonces, y que tiene que cargar con la mala fama de ser un lugar donde viven personas incultas y poco fieles a la Ley de Moisés.
Jesús es Dios que se viene a vivir a nuestro mundo, se integra en nuestra historia humana, y comparte plenamente lo que somos y lo que tenemos, incluyendo las limitaciones propias de nuestra condición. Así lo proclamaban los primeros cristianos, en uno de sus himnos, que recoge san Pablo en su Carta a los creyentes de la ciudad de Filipos, y que ha sido de gran significación para la Iglesia: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz…” (Filipenses 2, 5-8). Jesús, Dios-con-nosotros, es un Dios que se “agacha”, que se “abaja”, que se “humilla”, que se anonada.
Jesús, Dios-con-nosotros, es un Dios que se inclina delante de nosotros – sus criaturas para servirnos. Dios que se pone a nuestra disposición y hace todo lo que está a su alcance para liberarnos de todo aquello que nos esclaviza, y así elevarnos a nuestra dignidad de hijos suyos, aún a pesar de nosotros mismos. Jesús es Dios con nosotros y para nosotros; Dios que nos enseña que lo más importante no es situarse uno por encima de los demás y dominarlos, sino hacernos mutuamente servidores unos de otros. Por eso nos dice: “El que quiera llegar a ser grande entre ustedes, será su servidor, y el que quiera ser el primero entre ustedes, sea su esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20, 26-28). Una representación clara y concreta de esta humildad de Dios en Jesús, la tenemos en el episodio de la Última Cena que nos narra san Juan en su Evangelio: Jesús se inclina delante de cada uno de sus discípulos para lavarles los
pies; un trabajo que correspondía en aquel tiempo a los esclavos (cf. Juan 13, 2-15). Precisamente, de aquí se deriva, que la humildad sea una característica fundamental de nuestro seguimiento de Jesús. Una humildad activa y efectiva; de pensamiento, de palabra y de obra; una humildad que se hace entrega generosa al servicio de los demás. “Ustedes me llaman el “Maestro” y el “Señor”, y dicen bien porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Porque les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes” (Juan 13, 13-15). Jesús, Hijo de Dios, su enviado, su Mesías, pone la humildad en el primer lugar de las virtudes humanas y cristianas. Como él, también nosotros, si queremos ser verdaderos discípulos y seguidores suyos, tenemos que ser personas humildes, capaces de servir a los demás, en todo lo que nos sea posible.
Dios nos ama; nos ama tanto que nos ha dado a su Hijo como nuestro hermano, como luz para nuestras tinieblas. JesĂşs vino al mundo para aprender a ser hombre, y siendo hombre, caminar con los hombres. Papa Francisco
7. JESÚS ES UN HIJO QUE CREE EN SU PADRE “Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu, y su fama se extendió por toda la región. Él iba enseñando en sus sinagogas, alabado por todos. Vino a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: - Esta Escritura, que acaban de oír, se ha cumplido hoy” (Lucas 4, 14-21).
Hay un tema que no solemos tocar cuando hablamos de Jesús, tal vez porque pensamos que siendo el Hijo de Dios, su relación con su Padre es totalmente distinta a la nuestra, y no involucra los elementos que en nosotros son absolutamente necesarios. Este tema es LA FE. Sin embargo, la realidad es otra bien distinta. Como Jesús fue (es), un ser humano pleno y total, un ser humano con todo lo que ello implica y significa, es perfectamente claro, que su conocimiento de Dios, su relación con Dios, fue, en este mundo, totalmente semejante a la nuestra; y esto quiere decir, que tuvo que “creer sin ver”, creer y esperar sin que en su vida sucedieran acontecimientos extraordinarios que le facilitaran el camino, como sucede con el común de los seres humanos. En este sentido podemos decir, que la fe fue para Jesús, como lo es para nosotros, un camino, algunas veces amplio, bien trazado e iluminado, y otras, las más, un camino tortuoso y estrecho, sumido en la penumbra. Los evangelios nos muestran con lujo de detalles, que Jesús no tuvo una vida hecha,
como a veces imaginamos; una vida decidida hasta en los más mínimos detalles, sino que tuvo que luchar y esforzarse como tenemos que hacer nosotros. Jesús no vino a nuestro mundo con todo sabido. Jesús no vino a nuestro mundo con un conocimiento mayor del que puede tener cualquiera de nosotros. De haber sido así, es casi seguro que no le hubiera sucedido lo que le sucedió, en su búsqueda y realización de la Voluntad del Padre. No hubiera encontrado la oposición que encontró, ni el rechazo de que fue objeto, por parte de los jefes religiosos de su pueblo. No hubiera padecido lo que padeció, tan injustamente, ni hubiera muerto como murió, porque todo lo habría previsto y solucionado de antemano, de acuerdo con el propósito de su venida. Sí. Aunque nos parezca extraño, Jesús tuvo que creer; Jesús tuvo que abrir su corazón a Dios para encontrarlo; para sentirlo como un Padre amoroso y tierno; para escuchar su voz. Tuvo que cerrar los ojos y los oídos a muchas
cosas que veía y oía, para confiar en Él, para ponerse en sus manos totalmente, para dedicar su vida entera a la búsqueda y realización de su Voluntad salvadora. Como hombre perfecto, como ser humano a carta cabal, Jesús fue “artífice” de su vida y de su historia – como lo somos también nosotros -, y en este sentido podemos decir que ésta fue producto, no de la simple conjugación de sucesos, determinados de antemano, sino, de un modo muy especial, el resultado de sus acciones y decisiones, libres y voluntarias. Nos lo indica él mismo en el Evangelio de Juan, cuando afirma: “Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre” (Juan 10, 18). Jesús creyó con una fe firme y profunda, una fe que fue creciendo y desarrollándose poco a poco, como crece y se desarrolla nuestra fe, a partir de las enseñanzas y el ejemplo de nuestros padres, cuando somos niños, y más adelante, por decisión propia, en la relación
íntima y constante con Dios, que nos da su gracia. Jesús creyó con una fe humilde y perseverante, que lo hizo capaz de descubrir la Voluntad de Dios para con él, en los acontecimientos que iban sucediéndose alrededor suyo, y que poco a poco iban configurando su misión, y mostrándole el camino por el que debía transitar. Jesús creyó con una fe profunda y valiente, que lo capacitó para enfrentar las circunstancias más difíciles, con la certeza de que Dios Padre estaba con él, fortaleciéndolo y acompañándolo. Jesús creyó con una fe sencilla y generosa, que le permitió entregarse totalmente a Dios Padre y a su plan de salvación de la humanidad entera, y realizarlo con lujo de competencia. Sólo la claridad de pensamiento que da la fe, puede explicar que Jesús haya sido capaz de penetrar en el conocimiento de Dios y de su amor por nosotros, como lo hizo, y también que haya podido expresarlo con tanta contundencia, belleza, y claridad.
Sólo la luz de la fe que ilumina el alma con la Verdad que procede de Dios, pudo haber dado a Jesús la claridad de pensamiento que necesitaba para resistir las tentaciones del demonio, que desde el comienzo de su vida pública quiso desviarlo del camino trazado por el Padre, según nos lo refieren los evangelios (cf. Mateo 4, 1 ss y paralelos). Sólo la fortaleza de espíritu que comunica la fe, puede explicar que Jesús haya sido capaz de enfrentar con tanta dignidad, las falsas acusaciones que le hicieron en los juicios del Sanedrín y de Pilatos, y que siendo inocente haya aceptado hacerse o parecer culpable, en perfecta obediencia y absoluta coherencia (cf. Relatos de la Pasión en los cuatro evangelios). Sólo la seguridad que da la fe, puede explicar que Jesús haya sido capaz de entregar su vida en la cruz, por nosotros, con tanta serenidad, con tanta paz, con tanta mansedumbre, y a la vez, con tanta decisión, en medio de intensos y profundos dolores físicos y espirituales, como se deduce de las narraciones evangélicas.
El amor auténtico nos lo da Jesús: Él nos ofrece su Palabra que ilumina nuestro camino; nos da el Pan de Vida, que nos sostiene en las fatigas de cada día. Jesús está ante el Padre, rezando por nosotros… ¡Y esto debe darnos coraje! Es su trabajo de hoy rezar por nosotros, por su Iglesia… ¡Esta es nuestra fuerza! Papa Francisco
8. JESÚS ORA Y NOS ENSEÑA A ORAR “Sucedió que por aquellos días Jesús se fue al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios” (Lucas 6, 12). Cuando leemos los evangelios con atención, podemos darnos cuenta de que la oración es un elemento de primera importancia en la vida de Jesús. Todos los acontecimientos centrales de su historia personal van acompañados de ella, así como sus decisiones más trascendentales, y de un modo muy especial su vivir de cada día. Jesús ora y nos enseña a orar, porque siente en su corazón de creyente, que sólo con la oración y por la oración, en el contacto directo con su Padre que está en los cielos, tanto él como nosotros, podremos conseguir la fuerza que necesitamos para vencer el mal con el bien, y para vivir nuestra vida como Dios quiere que la vivamos. En el Evangelio según san Mateo lo escuchamos de sus propios labios, como una
recomendación clave para fortalecer nuestra fe y nuestra práctica cristiana: “Velen y oren para que no caigan en tentación; porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mateo 26,41).
LA ORACIÓN DE JESÚS Jesús oraba en todos los lugares y en todos los momentos; es lo que podemos deducir de los relatos evangélicos, aunque no tenemos datos concretos sino de los tres años escasos de su vida pública. Sin embargo, la intensidad de su oración en estos tres años, nos hace pensar que una realidad tan clara en esta etapa de su vida entre nosotros, tuvo que tener como principio, un crecimiento gradual que se inició en Nazaret, al lado de sus padres, María y José, y que fue profundizándose y expandiéndose, a medida que Jesús “crecía en sabiduría y en gracia”, y tomaba conciencia de sí mismo y conciencia de Dios, a quien amaba y sentía como su verdadero Padre.
Jesús oraba con María y José, como cualquier niño israelita de su edad, y de su entorno social, pero tuvo una primera experiencia fuerte de oración personal, a los 12 años, cuando, según el relato de san Lucas, fue con sus padres a Jerusalén, a celebrar la Fiesta de Pascua (Lucas 2, 41-50). Después de aquella vinieron seguramente muchas otras fiestas y celebraciones, que permanecen en el secreto de la historia; muchas otras experiencias religiosas que lo fueron madurando espiritualmente, hasta llegar el día en que, habiendo tenido noticia de la predicación de Juan el Bautista, Jesús salió a su encuentro, para escucharlo y ser bautizado por él. Allí, en el Jordán, mientras Jesús estaba en oración, “Se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo que dijo: “Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado”” (Lucas 3, 21-22). Después, Jesús “llevado por el Espíritu”, se fue al silencio y la soledad del desierto, donde,
según nos dicen los tres evangelios sinópticos, permaneció durante cuarenta días en ayuno, y donde fue tentado por Satanás. Aunque no lo especifican los evangelistas, podemos suponer que este ayuno fue acompañado por la oración, y que fue precisamente ella la que le dio las fuerzas que necesitaba para vencer las tentaciones que pretendían desviarlo de la misión que el Padre le había encomendado, y del modo concreto en el que el Padre deseaba que realizara esta misión. A partir de este momento, los cuatro evangelios refieren una y otra vez, cómo Jesús se alejaba periódicamente de los discípulos y “se retiraba a orar”, “subía a la montaña” para entrar en intimidad con su Padre, y “pasaba la noche entera en oración”. “Su fama se extendía cada vez más numerosa multitud acudía para oírle curados de sus enfermedades. Pero retiraba a los lugares solitarios, oraba”(Lucas 5, 16).
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“De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario donde se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron en su busca; al encontrarle, le dicen: “Todos te buscan” (Marcos 1, 35-37). Aunque estaba totalmente entregado al servicio de la gente, Jesús no se dejaba vencer por el activismo, la prisa, la agitación, sino que sabía reservarse para sí mismo un tiempo especial; un tiempo en el que, en contacto directo con su Padre, respiraba y tomaba fuerzas para seguir realizando su tarea de la mejor manera posible La oración constante, fervorosa y callada, daba a Jesús un aire nuevo; en ella calmaba su sed ardiente de infinito, y recibía de su Padre el amor que necesitaba para continuar sirviéndole con fidelidad, en medio de las dificultades que se le iban presentando. Aparte de esto, Jesús asistía con regularidad a la liturgia que se realizaba en la sinagoga cada sábado, cantaba los salmos en la celebración del sabbath, el día de Yahvé, celebraba las fiestas del calendario judío, que tenían como centro la Pascua, y también cuatro veces al día
repetía el shemá, profesión de fe de los israelitas en un solo y único Dios. Pero hay algo más: Jesús no solamente buscaba el contacto con Dios en momentos de oración y de celebración, aparte de sus actividades diarias, sino que todas sus acciones iban acompañadas por la oración. Curaba a los enfermos y expulsaba a los demonios, por medio de la oración ferviente y confiada, que se convertía así en oración liberadora; y también expresaba su alegría aclamando a Dios por su bondad y su amor, en oraciones de alabanza y de acción de gracias espontáneas, que hacían presente a quienes lo veían y escuchaban, la profundidad de su fe. En una ocasión, cuando los discípulos regresaban alegres porque habían podido curar a muchos enfermos, Jesús, nos dice san Lucas, “se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: ‘Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito'” (Lucas 10, 21).
Y cuando fue a Betania, para resucitar a su amigo Lázaro, rodeado por la multitud expectante, se recogió en oración, y levantando sus ojos al cielo, dijo: “Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas, pero lo he dicho por éstos que me rodean, para que crean que tú me has enviado” (Juan 11, 41). Esto sucedió a lo largo de toda su vida y hasta su muerte, porque aún estando en la cruz, en medio de horribles sufrimientos físicos y espirituales, Jesús fue capaz de elevar su corazón a Dios, para ponerse definitivamente en sus manos de Padre. Una experiencia singular de oración, la tuvo Jesús en el episodio de la Transfiguración, en la que estuvieron como testigos Pedro, Santiago y Juan, y que fue para ellos una prueba directa de su gloria. San Lucas nos narra este acontecimiento de la vida de Jesús, con gran precisión de detalles: “Y ocurrió que mientras Jesús oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de
una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos hombres, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en su gloria, y hablaban de su partida, que se iba a cumplir en Jerusalén… Se formó una nube y los cubrió con su sombra… Y vino una voz desde la nube, que decía: “Este es mi Hijo, mi Elegido, escúchenlo” “(Lucas 9, 28-36). También Pedro, Santiago y Juan, fueron testigos excepcionales de la Oración de Jesús en Getsemaní, que marca el comienzo de su Pasión, y que nos hace palpable su perfecta humanidad, sumida en el dolor y la angustia, y también el poder sanador y fortalecedor que el contacto con Dios Padre tenía para él. En la Última Cena, Jesús hizo una larga oración a Dios Padre, que san Juan llama La Oración Sacerdotal. En ella, Jesús manifiesta la disposición de su corazón en esta hora difícil de su vida, en la que va a consumar su entrega a la Voluntad del Padre, en el sacrificio de la cruz que ya se le anuncia, por los acontecimientos que están ocurriendo a su alrededor. Es una bellísima oración que podemos encontrar en el capítulo 17 del Evangelio según san Juan.
Y, finalmente, Jesús murió como vivió: sumergido en Dios, en constante y profunda comunicación con Él. En oración permanente, humilde y confiada: invocando a su Padre que lo había enviado al mundo con una misión que ya había cumplido a cabalidad; pidiendo perdón por sus enemigos; fortaleciendo la fe de Dimas, el discípulo de la última hora; entregándonos a María como Madre, e invitándonos a seguirle con fidelidad.
JESÚS NOS ENSEÑA A ORAR La centralidad de la oración en la vida de Jesús, y lo que esta oración obraba en él, hizo que los discípulos sintieran en su corazón el deseo de orar como su Maestro. Entonces Jesús les enseñó el Padre Nuestro, y además, introdujo en su predicación algunas indicaciones prácticas, que siguen siendo válidas para nosotros hoy: “Cuando oren, no sean como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, bien plantados para ser vistos de los hombres. Tú, en cambio, cuando
vayas a orar, entra en tu cuarto, y después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará” (Mateo 6, 5 -6). “Y al orar, no oren como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No sean como ellos, porque su Padre sabe lo que necesitan antes de pedírselo” (Mateo 6, 7-8). “Ustedes, oren así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánoslo hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Amén” (Mateo 6, 9-13). Lo que le importa a Jesús es que nuestra oración sea siempre un encuentro sincero, íntimo, claro y profundo con él, pues sólo esto
garantiza que nuestra oración sea escuchada en su verdadera dimensión, y también, que realice en nosotros lo que tiene que realizar: llenarnos cada día más del amor de Dios, que es lo único que nos puede ayudar a crecer en el bien y a derrotar el mal. Muchas más cosas podríamos decir de la oración de Jesús, y de lo que podemos aprender de ella. Por ahora puede bastarnos esto, para comenzar a buscar que nuestra oración supere la rutina, y empiece a caminar por el camino que Jesús nos señaló con su ejemplo.
Puesto que Jesús resucitó de entre los muertos, sabemos que tiene “palabras de vida eterna”, y que su palabra tiene el poder de tocar cada corazón, de vencer el mal con el bien, y de cambiar y redimir al mundo. ¡Las palabras de Jesús dan siempre esperanza! Papa Francisco
9. LAS PALABRAS DE JESÚS "Y todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca” (Lucas 4, 22). Jesús no fue sólo un hombre de acción – hacía milagros -, sino también un hombre de palabra – sus seguidores lo llamaban “Maestro”. Jesús hacía y decía, y conjugaba en su justa proporción lo uno y lo otro, y tanto hablando como actuando, hacía presente en mundo el Reino de Dios, que es un reino de verdad, de justicia, de libertad, de amor y de paz. San Mateo, en su Evangelio, nos dice a este respecto: “Y sucedió que cuando acabó Jesús, estos discursos, la gente quedaba admirada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mateo 7, 28-29).
¿Qué significaba para la gente del tiempo de Jesús, “hablar con autoridad”?
¿Por qué “sentían” que Jesús “hablaba con autoridad”? ¿Qué diferencia había entre Jesús y los escribas de Israel, con quienes lo comparan sus oyentes?...
Para un israelita contemporáneo de Jesús, “hablar con autoridad” significaba muy claramente, tres cosas: 1. Decir siempre palabras verdaderas, palabras en perfecta concordancia con su fe en Yahvé, su Dios, de quien procede toda autoridad; 2. Decir palabras claras, directas; palabras que comunican una idea o una enseñanza firme y segura; una idea o una enseñanza que construye en lugar de destruír, y que ilumina el corazón y la mente de quien la escucha, motivándolo a hacerla realidad en su vida personal; 3. Hablar con coherencia, o mejor, que quien habla sea coherente, es decir, que lo que diga esté plenamente respaldado por lo que hace, por su manera de ser y de actuar, y viceversa.
Todas estas condiciones las cumplía Jesús, que se definió a sí mismo como “el Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14,6), totalmente distinto a los escribas o maestros de la Ley, que decían una cosa y hacían otra, daban un mandamiento a la gente y ellos no lo cumplían. En alguna ocasión, dijo Jesús a quienes lo escuchaban: “Hagan, pues, y observen, todo lo que les digan; pero no imiten su conducta, porque dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas.” (Mateo 23, 3-4). Jesús hablaba con autoridad, pero también hablaba con sencillez. La gente entendía fácilmente lo que decía, porque no utilizaba palabras rebuscadas, sino las palabras propias del diario vivir, las que decía el común de las personas en sus conversaciones cotidianas. Las palabras de Jesús eran comprensibles para los campesinos que labraban la tierra; para los pastores que cuidaban los rebaños; para los artesanos a cuyo gremio perteneció buena parte de su existencia en el mundo; para los
pescadores con quienes compartió su vida pública; para las mujeres ocupadas en los quehaceres de la casa; para los ciudadanos comunes y corrientes, que tenían que pagar impuestos a Roma; para los marginados de la sociedad, que no tenían estudios de ninguna clase; para los niños tan poco tenidos en cuenta; para los enfermos que se debatían entre su enfermedad y la miseria a la que ella los conducía; para los pecadores rechazados por los que se consideraban “buenos”, pero también, para los “sabios y entendidos”, como Nicodemo, que era miembro del Sanedrín, y para los escribas y fariseos, estudiosos de la Ley y de las escrituras sagradas.
EL ESTILO DE JESÚS Jesús anunciaba su mensaje de dos maneras o con dos estilos, que pueden distinguirse claramente uno de otro, pero que también se complementan; estos dos estilos son: las parábolas y los dichos o sentencias.
LAS PARÁBOLAS
Una parábola es, según el diccionario, “la narración de un hecho fingido, del que se deduce una enseñanza, generalmente de orden moral”. En términos coloquiales, podríamos decir, que la parábola es una comparación entre dos realidades, que permite la deducción de un mensaje concreto y claro, importante para la vida del ser humano, cualquiera sea su condición. Los evangelios nos muestran que Jesús era un hombre realista, alguien que estaba en contacto directo con el mundo, con la naturaleza, con la vida, y por supuesto, también con las personas; muy distinto a un teórico, a un filósofo que se mueve en el campo de lo abstracto. Por esta razón, su modo de expresión preferido eran las parábolas, en las que, a partir de las realidades concretas y cotidiana que todos los que lo escuchaban podían identificar plenamente, enseñaba las verdades trascendentes que dan sentido y valor a nuestra vida humana. Un escritor católico de nuestro tiempo, afirma: “Jesús narra parábolas que reflejan la vida diaria de su tiempo”. Y añade: “Jesús se nos ofrece como un hombre cercano a la
naturaleza, atento a la vida del campo, en actitud abierta y simpática al mundo que lo rodea. En sus palabras está inmediatamente presente la creación, sin idealismo, sin adornos románticos, tal como puede ser observada por un hombre atento al mundo que lo rodea”. (José A. Pagola: Jesús de Nazaret, el hombre y su mensaje). Las parábolas nos muestran que Jesús ha mirado con cuidado los pájaros del cielo, los lirios del campo, los granos de trigo, los viñedos, las nubes del atardecer, las gallinas cuidando sus pollitos, y también, por supuesto, los campesinos en sus labores de siembra y de cosecha, los pescadores tirando las redes al mar, las mujeres en sus tareas domésticas, los pastores y sus ovejas, los padres con sus hijos, los patrones y sus empleados, en fin. Pero no sólo los miró de manera distraída, como tantas veces lo hacemos nosotros, sino con cuidado y atención, con inteligencia y con fe, y esas realidades tan sencillas y “mundanas”, lo remitieron a otras realidades superiores, y le permitieron descubrir y anunciar con claridad y de manera provocadora, el Reino
de Dios, el reinado de Dios, que constituia el centro mismo de su mensaje. Las parábolas hacían que el contenido del mensaje de Jesús estuviera al alcance de todas las personas que lo escuchaban, ya fueran personas sin mayor instrucción, o personas estudiosas e instruídas; y han permitido también, que sus enseñanzas hayan llegado hasta nosotros con la misma fuerza y vitalidad con las que el Maestro las presentó a sus contemporáneos, a pesar del tiempo transcurrido y la diferencia de nuestras costumbres. Entre las más bellas parábolas de Jesús, podemos contar sin duda: la parábola del Hijo pródigo, también llamada la parábola del Padre misericordioso, o la parábola de los Dos hermanos (Lucas 15, 11 y ss), y la parábola del Buen samaritano (Lucas 10, 29-37). Ambas parábolas son propias del Evangelio según san Lucas, y resumen maravillosamente la enseñanza de Jesús sobre el amor que Dios siente por nosotros, y el amor con el que nosotros debemos amar a las demás personas.
También están la parábola del grano de mostaza (Mateo 13, 31-32), la de la levadura (Lucas 13, 20-21), la de las Diez vírgenes (Mateo 25, 1-12), la parábola del sembrador (Marcos 4, 3-9), la de la red (Mateo 13, 47-50), la de la cizaña y el trigo (13, 24-30), y muchas más. En todas ellas, Jesús nos muestra la realidad de Dios, y nos enseña a vivir nuestra vida con la mirada puesta siempre en Él.
LOS DICHOS O SENTENCIAS Una “sentencia” es, “una máxima, un pensamiento, o un dicho, que presenta de manera concisa y clara, una enseñanza de orden doctrinal o moral”. Las sentencias son, generalmente, una frase sencilla y corta, pero su contenido es siempre importante y profundo. Jesús no fue un hombre de largos discursos. Su auditorio era muy variado, y esto habría hecho que su mensaje no llegara con la
claridad que requería, a la inteligencia y al corazón de quienes lo escuchaban. Además, las frases concretas y directas son más fáciles de recordar y de transmitir a otros, que las largas disquisiciones. Los dichos o sentencias de Jesús, fueron lo primero que los apóstoles y las primeras comunidades de cristianos, recopilaron por escrito, y que más adelante integraron a los relatos de la Pasión y de la Resurrección, y a las narraciones de los milagros. Todos juntos formaron lo que hoy conocemos como los evangelios. Recordemos algunos de estos dichos de Jesús, tan claros y tan llenos de contenido, tanto en su tiempo como en el nuestro: “Nadie puede servir a dos señores… No pueden servir a Dios y al dinero” (Mateo 6, 24). “Todo cuanto quieran que les hagan los hombres, háganlo también ustedes a ellos” (Mateo 7, 12).
“Entren por la puerta estrecha, porque amplia es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición” (Mateo 7, 13). “El que se ensalce será humillado y el que se humille será enaltecido” (Lucas 14, 11) “Buena es la sal, pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se la salará?” (Marcos 9, 50). “Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo” (Lucas 17, 3). Todos estos dichos los encontramos a lo largo y ancho de los cuatro evangelios, unas veces solos, y otras agrupados en “discursos”, y es un buen ejercicio para nosotros, buscarlos, reflexionar sobre ellos, orar con ellos, y también tratar de memorizarlos. Nos dan orientaciones claras para vivir nuestra fe cristiana de manera coherente. Finalmente, podemos decir que el estilo, el modo de hablar de Jesús, tan claro, tan natural, tan vital, unido a su modo de actuar, invitaba a sus oyentes en su tiempo y nos invita a
nosotros hoy, al encuentro de cada uno consigo mismo, y también al encuentro con Dios. Un encuentro que debe llegar a transformarnos interior y exteriormente; un encuentro que es el punto de partida de una nueva manera de ser y de vivir. La palabra de Jesús es una palabra llena de fuerza, de verdad, y de vida. Una palabra creadora; una palabra salvadora; una palabra sanadora; porque él mismo – Jesús – es la Palabra de Dios encarnada. Escucharla – escuchar a Jesús – no puede motivar en nosotros una mera reflexión teórica, ni una simple actitud devota, sino, sobre todo, una decisión práctica, que implique hacernos verdaderamente discípulos y seguidores suyos, misioneros de su amor y de su verdad en medio del mundo en el que nos ha tocado vivir y creer.
De los relatos evangélicos podemos captar la cercanía, la bondad, la ternura, con la que Jesús se acercaba a las personas sufrientes y las consolaba, les daba alivio, y a menudo las sanaba. Los milagros que hacía Jesús con tantos enfermos, eran un signo grande del milagro que cada día hace el Señor con nosotros cuando tenemos la valentía de levantarnos e ir hacia Él. Papa Francisco
10. LOS MILAGROS DE JESÚS “En aquel momento Jesús curó a muchos de sus enfermedades y dolencias, y de malos espíritus, y dio vista a muchos ciegos” (Lucas 7, 21). Cuando leemos los evangelios, encontramos que sus autores dedicaron buena parte de ellos, a relatar con algún detalle, las acciones extraordinarias que Jesús realizaba en favor de las personas que se acercaban a él. A estas acciones nosotros las llamamos - en general “milagros”, y san Juan en su Evangelio las denomina “signos”. Frente a esta realidad innegable de la vida de Jesús, podemos preguntarnos:
¿Por qué o para qué obraba milagros Jesús? ¿Qué sentido daba Jesús a los milagros que realizaba?
Intentaremos dar una respuesta clara a estas preguntas.
Muchas veces, cuando pensamos en Dios y hablamos de Él, lo que más nos llama la atención y proclamamos con más fuerza, es su poder. Dios es para nosotros, fundamentalmente, “el todopoderoso”, porque tiene pleno dominio sobre el mundo y nada escapa a su Voluntad. Si no lo reconociéramos así, no estaríamos hablando de Dios. Sin embargo, al acercarnos más detenidamente a lo que los evangelios anuncian, llegamos a otra conclusión que es muchísimo más bonita y también más justa con lo que Dios nos reveló de sí mismo en la persona de Jesús: la grandeza de Dios, su majestad, no está en su poder, en su fuerza, y tampoco en el dominio que puede ejercer sobre el mundo, las personas y los acontecimientos, como tantas veces suponemos. El verdadero poder de Dios es el Amor: su amor infinito por los seres humanos; y es precisamente ese amor lo que Jesús quiere ayudarnos a conocer, lo que quiere hacernos presente, no sólo con sus palabras, sino también y muy especialmente con sus obras, y más concretamente con sus milagros.
¿Por qué o para qué hacía milagros Jesús?
El contexto general de los evangelios nos muestra que Jesús no hizo nunca un milagro en favor de sí mismo. Recordemos por ejemplo, el pasaje del Evangelio según san Mateo, que nos cuenta que cuando Jesús estaba ayunando en el desierto, después de su bautismo en el Jordán, el demonio se le presentó proponiéndole que convirtiera las piedras en panes para que saciara su hambre. Jesús le respondió sin dudarlo: “El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4, 1 ss). Tampoco hizo ningún milagro para castigar a alguien por sus pecados. Al contrario. Se opuso a que los discípulos “hicieran caer fuego del cielo” sobre un pueblo de Samaría donde no los habían recibido (cf. Lucas 9, 51-55). Y, finalmente, Jesús tampoco hizo milagros para satisfacer la curiosidad de quienes no creían en él, o para ganarse el favor de las autoridades. Pensemos, por ejemplo, en la señal que los doctores de la ley y los fariseos le
pidieron para poder aceptarlo como Mesías, según nos lo refiere san Mateo: “Algunos maestros de la Ley y fariseos, le dijeron: “Maestro, queremos verte hacer un milagro”. Pero él contestó: “Esta raza perversa y adúltera pide una señal, pero sólo se le dará la señal de Jonás…” (Mateo 12, 38-39). O el milagro que Herodes le solicitó cuando lo llevaron los soldados de Pilato, para que lo juzgara: “Al ver a Jesús, Herodes se alegró mucho. Hacía tiempo que deseaba verlo por las cosas que oía de él, y esperaba que Jesús hiciera algún milagro en su presencia. Le hizo un montón de preguntas, pero Jesús no contestó nada…” (Lucas 23, 8-9). Todos los milagros de Jesús fueron obrados en favor de las personas más débiles, y tenían como primera intención ayudarles en sus necesidades más urgentes. Jesús se acercaba a las personas movido íntimamente por el amor que el Padre había
puesto en su corazón de Hijo. Un amor compasivo y misericordioso como el suyo; un amor creador y salvador a la vez; un amor que se conduele siempre del sufrimiento humano y busca la manera de devolver a quien sufre, su fe, su esperanza y su libertad. Podemos constatarlo, por ejemplo, en el pasaje del Evangelio según san Lucas que nos refiere la resurrección del hijo de la viuda de Naín: “Jesús se dirigió poco después a un pueblo llamado Naín, y con él iban sus discípulos y un buen número de personas. Cuando llegó a la puerta del pueblo, sacaban a enterrar a un muerto: era el hijo único de su madre, que era viuda, y mucha gente del pueblo lo acompañaba. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Dijo Jesús entonces: “Joven, yo te lo mando, levántate”. Se incorporó el muerto inmediatamente, y se puso a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre” (Lucas 7, 11-15).
¿Qué sentido daba Jesús a los milagros que realizaba?
San Juan llama a todas estas acciones extraordinarias de Jesús, “signos” o “señales”, porque ellas nos dan a entender quién es realmente Jesús, y cuál es la misión que le ha sido encomendada. Esta misma idea la encontramos en el Evangelio según san Lucas, cuando Jesús en la sinagoga de Nazaret, lee el texto de Isaías, que luego se aplica a sí mismo; y en el Evangelio según san Mateo, cuando Jesús responde a los enviados de Juan Bautista: “Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”. Jesús les respondió: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!”” (Mateo 11, 2-6).
SIGNIFICADO TEOLÓGICO DE LOS MILAGROS
Profundizando un poco en lo que los milagros de Jesús nos enseñan, podemos ver varias cosas que son muy interesantes.
1. Lo primero es que los milagros que Jesús realiza no son considerados por los evangelistas de manera aislada, sino que están conectados con su predicación y al servicio de ella. San Mateo nos dice, por ejemplo: “Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos; enseñaba en sus sinagogas, proclamaba la Buena Nueva del Reino y curaba todas las dolencias y las enfermedades” (Mateo 9, 35). 2. De aquí podemos deducir que la intención que Jesús tenía al obrar un milagro, no era simplemente causar una impresión fuerte en la gente que lo veía y escuchaba, sino que buscaba abrir el corazón de las personas a su misión como enviado de Dios, y a su mensaje salvador.
3. Por otra parte, los evangelistas nos presentan
los
milagros,
como
un
elemento de la proclamación del Reino de Dios, que era el tema central de la predicación de Jesús. En este sentido, los milagros son signo de que el Reino de Dios, o mejor, el reinar de Dios, ya ha comenzado, y que es un acontecimiento poderoso, dinámico, lleno de fuerza salvadora, que se hace realidad en medio de los hombres. En el Evangelio de san Lucas leemos: “Si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ya ha llegado a ustedes el Reino de Dios” (Lucas 11, 20). Los milagros son como “palabras eficaces” de Jesús, que comunican a quien los recibe, la salvación y la vida de Dios. Son un mensaje en acción, una buena noticia. Y por lo tanto, Jesús que los realiza, es alguien muy especial. Recordemos a los mismos discípulos, que después de la tempestad en el lago, exclamaron: “¿Quién es este, que esta el viento y el mar le obedecen?” (Marcos 4, 41). Los milagros nos muestran también que la salvación que Jesús nos trae de parte de Dios Padre, es una salvación integral, una salvación
que cobija al ser humano entero. Por esta razón, en la narración de muchos milagros podemos ver que se repiten indistintamente los verbos “curar”, “sanar”, y “salvar”. Jesús cura, pero también perdona los pecados, porque es portador de una salvación integral. A un paralítico que le llevaron para que lo sanara de su enfermedad, Jesús le dijo: ”¡Ánimo, hijo; tus pecados quedan perdonados!” y ante la extrañeza de algunos de los presentes, le repitió: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mateo 9, 1-7).
LOS MILAGROS A LA LUZ DE LA RESURRECCIÓN Solamente en los encuentros con Jesús resucitado, los discípulos llegaron a tener la certeza de que su Maestro era el hombre en quien Dios había actuado, de manera decisiva y definitiva, para la salvación de todos los hombres y mujeres del mundo. Cuando esto sucedió, confesaron abierta y decididamente su fe en él, y pudieron descubrir el sentido salvador de su vida y de su muerte, y
también, por supuesto, el verdadero significado de aquellos gestos extraordinarios que había realizado en favor de muchas personas y de los cuales ellos eran testigos directos. Entendieron que los milagros de Jesús no habían sido simplemente, prodigios espectaculares, sino que eran acciones en las que se hacía presente la fuerza salvadora de Dios; acciones que revelaban por anticipado lo que más tarde se habría de manifestar en la resurrección: que Jesús es el Cristo, el ungido de Dios, por quien nos llega a los hombres la salvación. Podemos recordar las palabras que en este sentido dijo san Pedro a la multitud, el día de Pentecostés, y que aparecen en el libro de los Hechos de los apóstoles: “Israelitas, escuchen mis palabras: Dios acreditó entre ustedes a Jesús de Nazaret. Hizo que realizara entre ustedes milagros, prodigios, y señales que ya conocen…” (Hechos 2, 22).
Los milagros de Jesús son signos claros y contundentes, de la salvación que vino a traernos en nombre de Dios, su Padre. Con su amor hasta el extremo Jesús nos libera de todas nuestras esclavitudes, nos purifica de nuestros pecados, y nos salva dándonos una vida nueva. Él mismo es para nosotros el más maravilloso milagro; un milagro de amor y de esperanza; un milagro de Vida eterna. No tenemos que pedir una señal mayor para creer. Ya todo está hecho y dicho. La presencia salvadora de Jesús en el mundo y en nuestra vida personal, es el signo, la señal, de que Dios nos ama con un amor sin límites, y que en él y por él, obra verdaderas maravillas. Sólo tenemos que abrir el corazón para recibirlo y acogerlo, y dejarlo ser Dios en nosotros.
La cosa más importante que le puede suceder a una persona es encontrar a Jesús: este encuentro con Jesús que nos ama, que ha dado su vida por nosotros, que nos ha salvado. Jesús es el camino abierto delante de cada hombre para encontrarse con Dios, para entrar en relación y comunión con Él, y así, encontrarse verdaderamente a sí mismo. Papa Francisco
11. JESÚS, EL DIOS DE LOS ENCUENTROS "Llega, pues, Jesús a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dice: - Dame de beber" (Juan 4, 5 ss). La vida de todos los seres humanos, nace, crece, se desarrolla y llega a su madurez, en, por, y para el “encuentro”. El “encuentro” de los padres comunica la vida al hijo; el “encuentro” de los padres y los hijos, y de los hermanos entre sí, constituye la familia, principio y fundamento de la sociedad y de la Iglesia. El “encuentro” con las personas cercanas abre nuestra mente y nuestro corazón al mundo, da lugar a la amistad, y hace posible que la sociedad crezca y se desarrolle con vitalidad. “Encontrarse” con otro implica situarse frente a él, cara a cara con él, para conocerlo, para amarlo y recibir su amor, para establecer con él
una relación de amistad en la que cada uno comunica al otro, da al otro, lo que él mismo es, lo que siente y vive en su corazón, su esencia humana, su intimidad personal. Jesús es Dios que se encarna porque quiere “encontrarse” con nosotros, los seres humanos de todos los tiempos y de todos los lugares; Dios que se abaja, Dios que se anonada porque desea ponerse en nuestra situación para mirarnos cara a cara, desde nuestra misma altura, conocernos y darse a conocer, amarnos y establecer con nosotros una relación de amistad íntima y profunda, comunicarnos lo que él es – su divinidad -, para hacer florecer nuestra humanidad. Si damos una mirada inteligente a los evangelios, podemos decir con certeza y seguridad, que toda la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte - e incluso sus apariciones después de la resurrección -, fue una larga serie de “encuentros personales”, en los cuales comunicó a los hombres y mujeres con quienes compartió su existencia en el mundo, su fe, su amor y su esperanza.
María Magdalena y Simón Pedro, Zaqueo y la mujer adúltera, la cananea y su hija, la hemorroísa y el ciego Bartimeo, Jairo y su hija, Lázaro, Marta y María de Betania, Mateo y Tomás, Felipe y Andrés, el joven rico y la mujer encorvada, Juan y Santiago, el hombre de la mano seca y el endemoniado de Gerasa, la viuda pobre y el sordomudo, José de Arimatea y Dimas, el buen ladrón, Nicodemo y el leproso agradecido, la suegra de Pedro y el centurión romano, Simón de Cirene y todos los hombres y mujeres que se cruzaron en su camino, nos dan su testimonio: su “encuentro” con Jesús marcó para cada uno de ellos y de manera definitiva, su vida. Jesús los liberó de su pecado, de sus miedos, de su cobardía, de su soledad, de sus ambiciones, de sus debilidades, y llenó su corazón con la verdad y con el amor de Dios, iluminándolos, de una vez y para siempre, con su luz que no se apaga. Guiados por los evangelios, podemos hacer un recorrido imaginario por la vida de estas personas, escuchar con atención lo que cada una de ellas tiene para decirnos, y acoger su
testimonio. Sus palabras pueden ser para nosotros – hoy y siempre – una inspiración. Han pasado 2.000 años, pero los seres humanos seguimos siendo los mismos. Tal vez ellos puedan decirnos lo que estamos necesitando para ponernos en camino; lo que nos está haciendo falta para buscar con entusiasmo el encuentro personal y profundo con Jesús, que cambiará nuestra vida de manera definitiva, y llenará nuestro corazón de alegría y de paz; la alegría y la paz que el mundo no puede dar y que tampoco nos podrá quitar.
JesĂşs ha abierto su corazĂłn a la miseria del hombre.
En JesĂşs, cada dolor humano, cada angustia, cada padecimiento, ha sido asumido por amor, por la pura voluntad de estar con nosotros. Papa Francisco
12. JESÚS Y LOS ENFERMOS “Al desembarcar, Jesús vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos” (Mateo 14, 14). Los cuatro evangelios nos dan a conocer, en diversos pasajes, como un hecho real e histórico, la preocupación que Jesús tenía frente a los enfermos, y su actitud siempre compasiva con ellos; y nos narran, en algunos casos con lujo de detalles, los milagros que realizó en su favor. Jesús curó a la suegra de Pedro que estaba en cama y padecía fiebre; a la mujer que padecía flujo de sangre desde hacía cuarenta años; a la hija de la mujer siro-fenicia que padecía ataques; a Bartimeo que era ciego de nacimiento; al criado del centurión romano que estaba a las puertas de la muerte; a los diez leprosos que encontró en su camino hacia Jerusalén y a dos ciegos que pedían limosna a la salida de la ciudad de Jericó; a la mujer encorvada que vio en la sinagoga de Cafarnaún; al paralítico que sus amigos descolgaron por el techo de la casa donde él
estaba enseñando; al hombre de la mano paralizada; al endemoniado epiléptico; al tartamudo sordo; al paralítico que permanecía cerca de la piscina de Siloé, y a muchísimos enfermos más. Y como si esto fuera poco, revivió a la hija de Jairo, al hijo de la viuda de Naín, y a su amigo Lázaro. En el Evangelio de san Lucas leemos: “Saliendo de la sinagoga entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con mucha fiebre, y le rogaron por ella. Inclinándose sobre ella conminó a la fiebre, y la fiebre la dejó; ella, levantándose al punto, se puso a servirles. A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y, poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba.” (Lucas 4, 38-40). Pero para comprender el verdadero sentido y la verdadera profundiad de esta actitud sanadora de Jesús, debemos conocer la concepción que los israelitas tenían de la enfermedad.
SIGNIFICADO DE LA ENFERMEDAD EN LA CULTURA JUDÍA
Distintos textos bíblicos nos muestran cómo era vista y entendida la enfermedad en el pueblo de Israel; de ellos podemos sacar las siguientes conclusiones: 1. La enfermedad es una situación de debilidad y agotamiento, en la que el enfermo sufre el abandono de su fuerza vital. Todo enfermo es una persona que va camino de la muerte. 2. El enfermo vive una situación de paro forzoso, no puede trabajar, depende totalmente de los otros, de tal manera que la enfermedad implica no sólo la pérdida de la salud, sino también la condición de máxima pobreza. 3. Por su misma condición, la enfermedad es considerada como un castigo de Dios. Se entiende que es Dios mismo quien abandona y rechaza al enfermo, por sus pecados. Todo enfermo es sospechoso de infidelidad a Dios. 4. Como consecuencia de lo anterior, el enfermo se ve a sí mismo como culpable de algo – ante Dios y ante la sociedad -, aunque muchas veces no sabe bien qué es lo que ha hecho. Este
sentimiento de culpabilidad hunde al enfermo en la desesperanza, y en la marginación. Ritualmente se le considera impuro, indigno de presentarse ante Dios. Es un hombre totalmente perdido.
LA COMPASIÓN DE JESÚS POR LOS ENFERMOS Conocedor de su tiempo y su cultura, Jesús percibía con inmenso dolor, la difícil situación que vivían las personas enfermas, quienes, aparte de sus dolores físicos, tenían que enfrentar la marginación y la carencia de los bienes indispensables para su vida; esto lo llevó a sentir en lo más profundo de su corazón, una inmensa compasión por todas ellas, sin importar su enfermedad, su condición social, su sexo o su lugar de origen. Pero Jesús no se acercaba a los enfermos, con la preocupación de un médico, que simplemente deseaba resolver el problema biológico creado por la enfermedad como tal, sino que su intención fundamental era recuperar y “reconstruir”, plenamente, a estos
hombres y mujeres hundidos en el dolor físico, y también en el dolor espiritual que implicaba para ellos sentirse condenados por la sociedad y por la religión. Los datos evangélicos nos muestran que Jesús no fue simplemente un curador de enfermedades, sino también, y sobre todo, un rehabilitador de hombres y mujeres destruídos, un verdadero liberador. Por eso no se detenía ante nada; ni siquiera ante las leyes y normas religiosas, que mandaban “no trabajar” el sábado, día dedicado a Dios, y también, tocar a los enfermos, particularmente a los leprosos, para no contaminarse de su supuesta impureza. Jesús consideraba que compadecerse de las personas marginadas por la enfermedad, acercarse a ellas y sanarlas, era parte importante de su misión de Mesías – Salvador. Fue precisamente esto lo que dijo a los discípulos de Juan Bautista cuando le preguntaron quién era y a qué venía. Nos lo refiere san Mateo en su Evangelio:
“Juan, que en la cárcel había oído hablar de las obras de Cristo, envió a sus discípulos a decirle: – ¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro? Jesús les respondió: – Vayan y cuenten a Juan lo que oyen y ven: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva…” (Mateo 11, 2-6). Jesús no actuaba como un profesional de la medicina, ni como un sacerdote a quien correspondía realizar ritos de purificación. Los únicos motivos que lo llevaban a actuar en favor de los enfermos, eran su pasión liberadora y su amor absoluto e incondicional a los necesitados. Un amor y una pasión que nacían en su corazón humano y divino a la vez, y crecían y se fortalecían en su contacto directo con Dios, su Padre, fuente de todo amor verdadero. Jesús se compadecía de todos aquellos a quienes veía sufrir por la enfermedad o por la muerte, enjugaba cariñosamente las lágrimas de sus ojos, y con un gesto sencillo o una palabra aparentemente simple pero
profundamente elocuente y llena de fe y de confianza en su Padre, cambiaba su dolor en gozo, su tristeza en alegría, movido por su amor y con su poder de Dios. “Y sucedió que a continuación Jesús se fue a una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaban a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla, el Señor tuvo compasión de ella, y le dijo: – No llores. Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaba se pararon, y él dijo: – Joven, a ti te digo: Levántate. El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre” (Lucas 7, 1115). Jesús se sentía llamado a acercarse no a los sanos y justos, sino a los enfermos y a los pecadores, para infundirles fe, aliento, esperanza. Por eso los acogía. los escuchaba, y los hacía sentir comprendidos, amados por Dios con gran ternura; esto les ayudaba a creer de nuevo en la vida, en el perdón de Dios, y en la posibilidad de restablecer plenamente sus
relaciones con Él y con la sociedad de la que formaban parte. Jesús invitaba a los enfermos sanados, a reiniciar su vida, con frases como: “Toma tu camilla y anda”, o, “vé y preséntate al sacerdote”, para que testifique tu curación.
JESÚS Y EL SUFRIMIENTO Esta actitud de Jesús respecto a los enfermos, nos muestra que el sufrimiento, cualquiera que sea, no es de ninguna manera deseable; y también, que no existe un nexo directo entre el sufrimiento – y más concretamente la enfermedad – y el pecado, como muchos creían en aquel tiempo, y como muchos piensan todavía hoy. Pero fue más allá. Afirmó en varias ocasiones, que el sufrimiento, cuando es aceptado y vivido con fe, puede convertirse en una bienaventuranza, en un motivo de alegría y esperanza, porque prepara a quien lo padece con fe y con amor, para acoger el Reino de Dios que él vino a instaurar en el mundo: el reinado de Dios en el corazón de cada hombre
y de cada mujer y en el mundo entero. Recordemos sus palabras al comienzo del Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados… Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos… Bienaventurados serán cuando los injurien y los persigan y digan con mentira toda clase de mal contra ustedes por mi causa. Alégrense y regocíjense porque su recompensa será grande en los cielos…” (Mateo 5, 5. 10-12). Y también dijo, que el sufrimiento es una situación, una circunstancia de la vida de los seres humanos, en la que se revela de modo especial la gloria y el poder de Dios, y su amor infinito por cada uno de nosotros: “Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta; María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decirle a Jesús: – Señor, aquel a quien tú
quieres está enfermo. Al oírlo Jesús, dijo: – Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Juan 11, 1-4). Cuatro días después de recibir el mensaje, Jesús se dirigió a Betania. Al llegar encontró que Lázaro ya había muerto, y que, como era costumbre, ya había sido sepultado. Frente a la tumba de Lázaro Jesús lloró por su muerte, porque Lázaro era su amigo, pero luego, ante el asombro de todos los presentes, lo revivió. Esta resurrección de Lázaro desencadenó dos acontecimientos que fueron definitivos para Jesús: mucha gente creyó en él, y por este motivo los fariseos y los sumos sacerdotes, confirmaron su decisión de llevarlo a muerte (cf. Juan 11). Todo esto que Jesús hizo en su tiempo, lo hace también hoy con cada uno de nosotros. Aunque no podamos verlo ni tocarlo, Jesús está con nosotros, a nuestro lado, en nuestra enfermedad y en nuestra vejez; acompañándonos, apoyándonos, guiándonos, protegiéndonos, cuidándonos. Nos lo dice la fe.
No hace falta que realice un milagro y nos cure; muy bueno si éste ocurre – ¡y puede ocurrir! -, pero no es lo importante. Lo realmente importante, es sentir que Jesús está con nosotros y que nos comunica su amor y su fuerza para ayudarnos a vivir con paciencia y buen ánimo todos nuestros padecimientos grandes y pequeños. Así vamos preparándonos para el encuentro con Dios, al final de nuestra vida en el mundo.
Jesús mismo era un hombre de la periferia... Encontró pobres, enfermos, endemoniados, pecadores, prostitutas; reunió a su alrededor un pequeño número de discípulos y algunas mujeres que lo escuchaban y lo servían. Sin embargo, su palabra fue el inicio de un punto de inflexión en la historia, el comienzo de una revolución espiritual y humana. Cada encuentro con Jesús, nos cambia la vida, siempre un paso más adelante, un paso más cerca de Dios. ¡Siempre es así! Papa Francisco
13. JESÚS Y LAS MUJERES “Había también unas mujeres mirando desde lejos, entre ellas, María Magdalena, María la madre de Santiago el menor y de Joset, y Salomé… y otras muchas que habían subido con él…”(Marcos 15 40). Uno de los elementos característicos de la manera de ser y de actuar de Jesús, tal y como nos lo muestran los evangelios, es, sin duda, su relación con las mujeres, particularmente en los años de su vida pública. Pero para entender la grandeza y profundidad de esta relación, y todo lo que ella implicó en aquel tiempo y en aquella sociedad, y sus repercusiones en la historia humana, tenemos que conocer al menos someramente, la situación en la que vivían las mujeres entonces.
SITUACIÓN DE LA MUJER ISRAELITA, EN TIEMPOS DE JESÚS En Israel, como en todos los pueblos del Oriente Medio, la mujer era, en tiempos de Jesús, una ciudadana de segunda categoría; se
le consideraba, en todos los aspectos, como una persona menor de edad, y su única función en la sociedad era llegar a ser esposa, y sobre todo, madre. La mujer no participaba en la vida pública; ni siquiera podía salir de su casa cuando lo deseaba; si por alguna circunstancia necesitaba hacerlo, debía llevar el rostro cubierto, y no podía detenerse a hablar con ningún hombre. Hasta los doce años, las mujeres no tenían ningún derecho, y estaban totalmente dominadas por el padre, que podía arreglar su matrimonio con quien quisiera. Al celebrar el matrimonio, la joven quedaba bajo el poder de su esposo, a quien debía complacer en todo. En el hogar, la mujer tenía el deber de asegurar el bienestar de su esposo y de sus hijos, por encima de todo, y su horario laboral comprendía las 24 horas del día. Además, podía ser repudiada por su marido, por cualquier causa que él considerara justa. La mujer no tenía los mismos derechos del hombre en cuanto a la herencia de los bienes
familiares; su testimonio tampoco era tenido en cuenta en los juicios; y no podía, por supuesto, ocupar ningún cargo o función pública. En el campo religioso, también la mujer era marginada. En la sinagoga debía ocupar un lugar aparte, lejos de los hombres. No participaba directamente en las celebraciones litúrgicas, y su papel era el de simple espectadora. No tenía la obligación de recitar el shemá – la profesión de fe de los judíos -, cuatro veces al día, como los hombres, y tampoco, ir a Jerusalén en peregrinación, para celebrar las distintas fiestas. No se les enseñaba la Torá – las escrituras sagradas -, ni eran admitidas en las escuelas rabínicas. Además, era constantemente sospechosa de impureza, por su misma condición física. Aunque Jesús participaba directamente de esta tradición cultural, porque era un judío en el pleno sentido de la palabra, los evangelios nos muestran con abundancia de detalles, su relación amplia, profunda, y muy especial con las mujeres, a quienes distinguió siempre con una actitud respetuosa y acogedora a la vez,
que sentó un precedente importante entre sus seguidores. De ciudadanas de segunda categoría, dedicadas exclusivamente al hogar y a los hijos, las mujeres pasamos a ser, gracias a Jesús, primero destinatarias, y luego testigos privilegiados de su bondad inigualable y de su amor sin condiciones.
PENSAMIENTO Y ACCIONES DE JESÚS RESPECTO A LAS MUJERES En la mentalidad de Jesús, las mujeres tienen la misma dignidad esencial que los varones, y por lo tanto, gozan del mismo derecho que ellos a escuchar la Palabra de Dios y el Mensaje de salvación. Y lo mismo ocurre en la vida matrimonial. Jesús defiende a la mujer, condenando la poligamia y el divorcio, que era un recurso al que sólo podían acceder los hombres. Por otra parte, el Evangelio según san Lucas nos refiere, como dato importante, que al lado de los apóstoles, a quienes Jesús había elegido como sus compañeros más cercanos, existía
también un grupo de mujeres que lo seguía, y nos da incluso los nombres de algunas de ellas: “Jesús recorría las ciudades y los pueblos, predicando y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana, y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes” (Lucas 8, 1-3). Fue ésta, sin duda, una circunstancia totalmente nueva y seguramente incómoda para muchos. Los maestros de la fe judía – y Jesús era considerado por sus coterráneos como uno de ellos -, no solían tener discípulas mujeres. Además, como dijimos anteriormente, el ámbito religioso, era, en aquel entonces, casi exclusivo de los hombres, porque sólo ellos podían leer las Escrituras y aprenderlas de memoria, participar en la oración que se realizaban cada tarde en la sinagoga, y ser parte integrante de las ceremonias y sacrificios
que se llevaban a cabo en el gran templo de Jerusalén. Con su actitud permanentemente abierta y acogedora, Jesús se ganó el corazón de las mujeres, su confianza y su amor, derramó sobre ellas su misericordia, y transformó radicalmente su vida:
Amplió su conciencia de sí mismas; Les mostró su valor como mujeres y la gran importancia de su misión en la familia y en la sociedad; Abrió para ellas nuevos horizontes de realización personal; Las comprometió vitalmente con él y con su mensaje de salvación; Reconoció la fortaleza de su fe; Y las hizo portadoras de amor, de esperanza y de paz, en un mundo constantemente afligido por el dolor que proviene del pecado.
Marta y María de Betania (Lucas 10, 38-42; Juan 11, 1 ss; Juan 12, 1-8), a quienes Jesús distinguió con su amistad profunda y sincera,
nos dan testimonio de su trato siempre delicado y amable para con las mujeres. La mujer de Samaría con quien Jesús estableció un diálogo profundo en el brocal del pozo de Sicar (Juan 4, 1-29), es testigo claro y cierto de la sabiduría de sus palabras y de la profundidad de su mensaje. María Magdalena (Juan 20, 11-18), la pecadora arrepentida (Lucas 7, 36-50), y la mujer adúltera (Juan 8, 1-11), a quienes Jesús defendió con decisión, de aquellos que pretendían condenarlas, nos dan testimonio de la dulzura de su mirada, de la delicadeza de sus palabras, y de la misericordia que brota a raudales de su corazón, para todos los que necesitan ser perdonados. La suegra de Pedro (Marcos 9, 29-31), la mujer que padecía flujo de sangre y la hija de Jairo (Lucas 8, 40-56), la sirofenicia y su hija (Marcos 7, 24-30), la mujer encorvada (Lucas 13, 10-17) y la viuda de Naím (Lucas 7, 11-17), en cuyo favor Jesús realizó diferentes milagros, nos dan fe de su solicitud y sus cuidados con todas las personas que sufren en
el alma o en el cuerpo, e imploran con fe su protección y su ayuda. Jesús es el gran liberador de la mujer, en su tiempo y en el nuestro. Él nos da la verdadera libertad; la que nace en el corazón y llena la vida entera. Una libertad muy diferente a la que muchas mujeres pretenden hoy, y que es, en realidad, una esclavitud aún mayor, porque olvida la condición esencial de la mujer como portadora y protectora de la vida, dones con los que Dios la distinguió.
La misericordia se revela como la misión fundamental de Jesús… Su compartir con aquellos que la ley consideraba pecadores, nos permite comprender hasta dónde llegaba su misericordia. En Jesús, el amor ha vencido al odio, la misericordia al pecado, el bien al mal, la verdad a la mentira, la vida a la muerte. Papa Francisco
14. JESÚS Y LOS PECADORES “Todos los publicanos y pecadores se acercaban a él para oírle…” (Lucas 15, 1). Lo hemos dicho en varias ocasiones y lo hemos constatado con ejemplos concretos: cuando miramos con detenimiento los evangelios, que son la fuente principal para nuestro conocimiento de Jesús y su mensaje de salvación, no podemos dejar de notar algo que es totalmente claro y muy diciente: Jesús tenía una manera especial y muy propia de acercarse a las personas, particularmente a aquellas que por su condición social, su situación económica, o las circunstancias particulares de su vida, eran rechazadas, marginadas y hasta perseguidas, por los que se consideraban a sí mismos mejores personas que ellos. Jesús amaba con un amor en especial a los niños, a las mujeres, a los enfermos, y a quienes eran considerados pecadores, por las autoridades religiosas de su tiempo. Algunos ejemplos particularmente dicientes de de esta relación especial de Jesús con los
pecadores los encontramos en las historias de Mateo (Mateo 9, 9-12), Zaqueo (Lucas 19, 1 10), la pecadora que lavó sus pies en casa de un fariseo (Lucas 7, 36 ss), la mujer adúltera (Juan 8, 1-11) y el buen ladrón (Lucas 23, 3943). Y también, en la parábola del fariseo y el publicano (Lucas 18, 9-14), la parábola del hijo pródigo, la parábola de la oveja perdida y la parábola de la moneda perdida (Lucas 15).
¿Por qué actuaba Jesús así?… ¿Qué lo movía interiormente a acercarse a estas personas, rechazadas por los demás?… ¿Cómo entendía Jesús el pecado?… ¿Qué buscaba conseguir con sus palabras y con su modo de proceder?…
Desde el comienzo de su vida pública, Jesús entendió que su misión, la tarea que el Padre le había encomendado, era proclamar la buena noticia de la llegada al mundo del Reino de Dios, el reinado de Dios, que ya habían anunciado los profetas de Israel desde tiempos antiguos.
El Reino de Dios, o el reinado de Dios, que tiene como principio y fundamento el amor misericordioso que Él – Dios - siente por cada uno de nosotros; su perdón y su gracia, para todos los hombres y mujeres del mundo sin excepciones ni exclusiones; su justicia, su verdad, la libertad y la paz que nos comunica; por eso las palabras con las cuales inició su predicación, fueron: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Marcos 1, 15). “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos, y proclamar un año de gracia del Señor” (Lucas 4, 18-19). “No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores” (Lucas 5,31-32).
En el cumplimiento de esta misión, Jesús encontró muchas dificultades, la mayoría de las cuales procedían de los fariseos, los doctores de la ley, y los sacerdotes, que eran las autoridades religiosas de aquel tiempo, y tenían su manera propia de ver las cosas, y de enseñarlas y exigirlas a la gente del común, que estaba sometida a sus dictámenes. A pesar de sus diferencias en otros aspectos, los fariseos, los doctores de la Ley y los sacerdotes, habían llegado a la conclusión unánime, de que lo más importante para los judíos, como el pueblo de Dios que eran, era cumplir al pie de la letra la Ley de Moisés y los 613 preceptos añadidos a lo largo de los siglos para complementarla. Quien no lo hiciera así, era considerado pecador, y quedaba condenado a llevar sobre sus hombros esta carga pesada, a menos que cambiara de actitud de una manera radical. Habían llegado incluso al punto, de determinar que algunas profesiones u oficios eran en sí mismos pecaminosos, porque implicaban contactos prohibidos por los preceptos de pureza que se habían inventado. Tal era el
caso, por ejemplo, de la medicina, porque suponía y exigía relación directa y contacto físico con los enfermos, que por su situación eran tenidos además como pecadores, a quien Dios castigaba su pecado o el pecado de sus padres con la enfermedad. Lo mismo ocurría con las mujeres en determinadas circunstancias de su vida, como el parto y el período menstrual, que las hacían impuras a ellas y a todo objeto, animal o persona que las tocara. A todo esto se opuso Jesús, de una manera radical, anunciando con sus palabras y su modo de proceder la verdad fundamental: Dios nos ama a todos como un padre ama a sus hijos, quiere siempre lo mejor para nosotros, y sabe perdonarnos cuando le fallamos y somos capaces de reconocer con humildad nuestro pecado, poniendo nuestro empeño en superarlo, porque su corazón es infinitamente misericordioso. Es lo que nos pone de presente la hermosa parábola que hemos conocido como la Parábola del Hijo pródigo, pero que hoy los
estudiosos llaman más adecuadamente: Parábola del Padre misericordiosos. La encontramos en el Evangelio de san Lucas: “Dijo Jesús: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde.” Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a
uno de tus jornaleros”. Y, levantándose, partió hacia su padre. Estando él todavía lejos, le vió su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus siervos: “Traigan aprisa el mejor vestido y vístanle, pónganle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traigan el novillo cebado, mátenlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”. Y comenzaron la fiesta” (Lucas 15, 11-24). Dios es, sin duda, como este padre que apesar de haber sido ofendido gravemente por su hijo menor, es capaz de perdonar su ofensa cuando regresa arrepentido, y olvidándolo todo lo abraza, lo besa, le devuelve su condición de hijo querido, y hace una fiesta para anunciarlo a todos. Para respaldar sus palabras, Jesús compartió su vida con aquellos que eran considerados como pecadores, se solidarizó con ellos no sólo
delante de Dios, sino frente a quienes los rechazaban y condenaban, los liberó de su experiencia de culpabilidad, los invitó al cambio de vida, les dio la oportunidad de reincorporarse a la sociedad, y de esta manera anticipó en las comidas y banquetes en los que participaba con ellos, la fiesta final del su encuentro con Dios. Jesús buscaba que quienes se sentían pecadores, tomaran conciencia de su pecado, y del mal que sus acciones equivocadas implicaba para ellos mismos y para la sociedad a la que pertenecían, y los invitaba luego a arrancarlo de su corazón, porque es allí, en el corazón mismo del ser humano, y no fuera de él, donde el pecado tiene su origen y su raíz. Recordemos sus palabras: “Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen
de dentro y contaminan al hombre” (Marcos 7, 21-23). Todas las acciones y todas las palabras de Jesús tienen esta motivación central: hacer entender a quienes lo escuchan, y en ellos a nosotros, que cuando actuamos, no movidos por el amor, como hijos de Dios que somos, sino dejándonos llevar del egoísmo, de la ambición, o de la violencia, nos deshumanizamos, y por lo tanto, nos alejamos de Él y de su Voluntad al crearnos, que debe ser nuestro punto de referencia permanente. Jesús se acercaba a los pecadores, hablaba con ellos, comía con ellos, y de esta manera, sin acusarlos, sin ofenderlos, sin discriminarlos ni marginarlos, les ayudaba a tomar conciencia de su situación, les hacía presente el amor que Dios sentía por ellos, y los invitaba a convertirse, a cambiar de vida. Podemos verlo muy claramente en la historia de Zaqueo, que nos refiere san Lucas en su Evangelio: “Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente,
porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: “Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa”. Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. Al verlo, todos murmuraban diciendo: “Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador”. Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: “Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo”. Jesús le dijo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”” (Lucas 19, 2-10). Con sencillez, pero también con firmeza, Jesús nos enseña:
Que todos somos débiles y pecamos, lo cual significa, que no tenemos derecho a juzgar y a condenar a los demás. Decía: “No juzguen, para que no sean juzgados. Porque con el juicio con que juzguen serán juzgados, y con la
medida con que midan se les medirá. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo?¿O cómo vas a decir a tu hermano: “Deja que te saque la brizna del ojo”, teniendo la viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano” (Mateo 7, 1-5).
Que los “pecadores” no son para excluirlos de nuestro trato, para rechazarlos, sino para acogerlos con amor, a la manera de Dios, que nos ama infinitamente, a pesar de nuestras debilidades y de nuestros pecados. Por eso dijo: “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tienen necesidad de conversión” (Lucas 15,7).
Esta es la maravillosa noticia de Jesús, la Buena Nueva que vino a comunicarnos, con el deseo de que la aceptemos en nuestra vida y la
pongamos en práctica, y también que la anunciemos a los demás, porque estamos llamados a ser discípulos y misioneros suyos.
Jesús no ha venido a enseñar una filosofía, una ideología... sino un “camino”, una senda para recorrerla con él, y la senda se aprende haciéndola, caminándola. En toda su vida, desde el nacimiento en la gruta de Belén, hasta la muerte en la cruz y la resurrección, Jesús encarnó las Bienaventuranzas. Todas las promesas del Reino de Dios se han cumplido en él. Papa Francisco
15. LA BUENA NOTICIA DE JESÚS “Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mateo 4, 23). Los estudiosos de los evangelios y de la vida de Jesús, coinciden en afirmar, que el tema central de su ministerio público, la buena noticia que vino a comunicarnos con su palabra y con sus acciones, fue “el Reino de Dios”. En el Evangelio según san Marcos leemos: “Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: - El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Marcos 1, 14-15). La pregunta es, entonces: ¿Qué significaba para quienes escuchaban a Jesús, esta expresión “Reino de Dios?… ¿Habían oído hablar de ella antes?…
¿Qué es para Jesús el Reino de Dios que él vino a anunciar como una realidad ya presente y actuante? ¿Qué valor tiene para nosotros hoy, este tema del Reino de Dios?…
EL REINO DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO Hablar de Dios como Rey, es una idea común de las antiguas religiones orientales. El rey o gobernante era considerado como el lugarteniente terrestre del Dios del cielo, que era, a su vez, el Rey y Señor de todo cuanto existe. Para los israelitas, concretamente, la idea de Yahvé-rey, no aparece en el comienzo de su historia. El Dios que se reveló primero a Abrahán, Isaac y Jacob, y luego a Moisés, no tiene las características de un rey. Esta imagen sólo se hizo presente cuando se establecieron en Canaán, y se constituyeron como un pueblo con territorio propio – la tierra prometida -, como los demás pueblos de la tierra.
Sólo entonces los israelitas empezaron a hablar de Yahvé, su Dios, como el Rey del cielo y de la tierra, que ejerce su soberanía sobre todos los pueblos del mundo, pero de una manera muy especial sobre Israel, a quien ha constituído como “su pueblo”, el pueblo de su propiedad. Nos lo dice el libro del Éxodo: “Moisés subió hacia Dios. Yahvé lo llamó desde el monte, y le dijo: - Así dirás a la casa de Jacob y esto anunciarás a los hijos de Israel: “Ya han visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a ustedes los he llevado sobre alas de águila y los he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escuchan mi voz y guardan mi alianza, ustedes serán mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; serán para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”” (Éxodo 19, 3-6). La principal exigencia de Yahvé a los israelitas, como su Dios y su Rey, fue el cumplimiento de la Ley que Él mismo comunicó a Moisés en el Sinaí; esto manifiesta que su realeza era de orden moral, y no de orden político.
Más adelante en su desarrollo histórico, los israelitas tuvieron gobernantes y reyes, pero consideraron siempre que todos ellos estaban subordinados al poder supremo de Yahvé, porque Dios mismo los había elegido y les había dado la misión de dirigir a su pueblo. De este modo, cuando parecía, por alguna circunstancia, que unos u otros habían olvidado el origen de su autoridad y su poder, Yahvé se los recordaba por medio de los profetas. Luego, cuando el Reino de Israel se derrumbó, y los israelitas fueron llevados al exilio, los guías religiosos comenzaron a hablar de un rey futuro, el Mesías, el Hijo de David, que restauraría la grandeza de Israel, y también, de Yahvé como Pastor de su pueblo, que lo haría regresar a su tierra, lo reuniría como un rebaño, y lo salvaría definitivamente de sus enemigos: “Voy a reunir a Israel todo entero, voy a recoger al Resto de Israel; los agruparé como ovejas en el aprisco, como rebaño en medio del pastizal, harán estrépito lejos de los hombres. El que abre brecha subirá delante de ellos; abrirán brecha, pasarán la puerta, y por ella saldrán; su
rey pasará delante de ellos, y Yahvé a su cabeza” (Miqueas 2, 12-13). Además, previeron una extensión progresiva de este reinado de Dios a toda la tierra: “Y será Yahvé rey sobre toda la tierra: ¡el día aquel será único Yahvé y único su nombre!” (Zacarías 14, 9).
EL REINO DE DIOS UNA REALIDAD MISTERIOSA Jesús nunca dio una definición teórica de lo que es en sí mismo el Reino de Dios, o el Reinado de Dios que él anunciaba, pero todas sus palabras y todas sus acciones, sus enseñanzas y sus milagros, respondían de un modo u otro a esta realidad, a esta verdad de Dios, que busca siempre que los seres humanos caminemos unidos por el camino que nos lleva a la verdadera vida, a la plenitud de nuestro ser como hijos suyos, al desarrollo pleno de nuestras capacidades humanas. Las llamadas Parábolas del Reino – la parábola del grano de mostaza, la de la levadura, la del
tesoro escondido, la de la perla preciosa, la del trigo y la cizaña, y la de la red (cf. Mateo 13, 24 ss) – nos presentan el Reino de Dios, el reinado de Dios, como un proceso que está en marcha en el mundo, y que va creciendo, desarrollándose y profundizándose, paso a paso, movido por la fuerza de Dios que está presente en todo y en todos. La vida, nuestra vida humana, no es algo estático. Está enraizada en Dios y Dios es dinámico. Todo en la creación, y en la historia del hombre, se mueve hacia el reinado pleno de Dios en los corazones de los seres humanos, y en la totalidad del universo. Es una equivocación vivir en la superficie de la vida y contentarnos con la mediocridad. Tenemos que cavar hasta encontrar el tesoro escondido del Reino de Dios (Mateo 13, 44); trabajar para que apesar de nuestra fragilidad y de nuestros límites, se haga presente y activa en el mundo, la fuerza humilde pero poderosa de Dios, que conduce todo a su salvación. Jesús mostraba claramente, en su trato con las personas y también en los milagros que hacía,
las posibilidades que tiene quien permite que Dios se acerque a él para liberarlo de sus angustias y sus miedos, del mal y del pecado, y de todas las esclavitudes que lo desvían del camino de su realización como persona y como hijo amado de Dios.
PROGRAMA DE VIDA PARA QUIENES ACOGEN EL REINO DE DIOS El Reino de Dios, el reinado de Dios, no es una realidad que se da así nada más; una realidad que Dios nos impone por la fuerza. Al contrario. El Reino de Dios, el reinado de Dios, es un don que Dios nos ofrece, y que nosotros podemos acoger o rechazar, con absoluta libertad; una realidad que tenemos que construir en nuestra vida personal y en el mundo, a partir de nuestras obras. Y Jesús fue bien claro en hacérnoslo saber, con sus palabras, con sus acciones, y con su ejemplo de vida. San Mateo nos presenta en su Evangelio, en el llamado Sermón de la Montaña, que abarca los capítulos 5, 6 y 7, una colección de enseñanzas de Jesús, que son - para quienes queremos
participar activamente en esta tarea -, un programa de vida concreto y claro, al alcance de todos; un programa de vida que debemos conocer con precisión, para poder ponerlo en práctica, con la certeza de que si lo respetamos, caminaremos con seguridad y firmeza por el camino que conduce al Padre. En el Sermón de la Montaña, Jesús nos enseña esencialmente, que:
La sociedad humana sólo se puede construir con efectividad desde el compartir y no desde el poseer, como pregona el mundo. El servicio es una condición básica para construir una sociedad nueva; una sociedad en la que Dios reine desde el corazón de los seres humanos que la conforman; una sociedad en la que Dios sea a la vez, la meta y el camino, el principio y el fin, y el centro en el que todo confluye. La verdadera felicidad no nos la dan los bienes materiales que poseamos, sino la presencia de Dios en nuestro corazón y en nuestra vida, porque somos sus
hijos, y esta es nuestra realidad más íntima y verdadera. El amor a Dios y el amor por los demás es la clave de la esencia humana. Cuando amamos de verdad somos más humanos, y al hacernos más humanos nos hacemos también mejores hijos e hijas de Dios.
ALGUNAS PALABRAS DE JESÚS EN EL SERMÓN DE LA MONTAÑA Sin lugar a dudas, el corazón del Sermón de la Montaña son las Bienaventuranzas, en las que Jesús nos invita a vivir nuestra vida teniendo siempre en el centro de nuestros pensamientos y de nuestras acciones a Dios, nuestro Padre; un Dios que nos ama infinitamente y que ante todo nos pide obrar siempre con sinceridad, dando el primer lugar a lo que nos hace más semejantes a Él, porque en ello está nuestra verdadera felicidad. "Bienaventurados los pobres de espíritu… Bienaventurados los mansos… Bienaventurados los que lloran…
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia… Bienaventurados los misericordiosos… Bienaventurados los limpios de corazón… Bienaventurados los que trabajan por la paz… Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia… Bienaventurados serán cuando los injurien, y los persigan y digan con mentira toda clase de mal contra ustedes por mi causa. Alégrense y regocíjense, porque su recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a ustedes” (Mateo 5, 3- 13). Para ser verdaderamente felices no necesitamos más bienes materiales que los estrictamente indispensables para mantener nuestra vida con dignidad y decoro. La verdadera felicidad viene de Dios y lleva a Dios. La verdadera felicidad tiene como base la sencillez, la humildad y la limpieza de corazón, y es enriquecida por la misericordia que es reflejo del amor de Dios. Sus frutos son la paz y la justicia.
“Ustedes son la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponende bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así su luz delante de los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los cielos” (Mateo 5, 14-16). Quienes somos cristianos, seguidores de Jesús, tenemos la misión de vivir de tal manera que nuestras acciones y nuestras palabras no sean motivo de escándalo para nadie, sino que, al contrario, estimulen a todos a hacer siempre el bien. “Han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo les digo: no resistan al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra: al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar
una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda” (Mateo 5,38-42). La antigua Ley del Talión, queda superada por la Ley del Amor, que no tiene límites. “Han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo les digo: Amen a sus enemigos y rueguen por los que los persigan, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si aman a los que los aman, ¿qué recompensa van a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludan más que a sus hermanos, ¿qué hacen de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Ustedes, pues, sean perfectos como es perfecto su Padre que está en los cielos” (Mateo 5, 43-48). Nuestro amor no puede excluir a nadie, como no excluye a nadie el amor de Dios. “Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se
entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero” (Mateo 6, 24). Entregar el corazón a Dios y mantenernos fieles a esa entrega, es nuestro único y verdadero programa de vida. Los bienes materiales son apetecibles sólo en la medida en que nos permiten alcanzar nuestro objetivo. "No juzguen, para que no sean juzgados. Porque con el juicio con que juzguen serán juzgados, y con la medida con que midan se les medirá” (Mateo 7, 1-2). A nosotros no nos corresponde juzgar sobre la bondad o maldad de las acciones y comportamientos de los demás. Es una tarea que sólo compete a Dios, porque Él es el único que conoce el corazón de las personas. “Todo cuanto quieran que les hagan los hombres, háganselo también ustedes a ellos” (Mateo 7, 12). La regla de oro es comportarnos siempre como queremos que los demás se comporten con nosotros; amar como queremos que nos amen,
ayudar como queremos que nos ayuden, respetar como queremos que nos respeten. No hay ninguna exclusión. Es muy importante leer una y otra vez, con el corazón abierto y bien dispuesto, el Sermón de la Montaña y confrontar nuestra vida con él. Nos dará la pauta para cambiar lo que tenemos que cambiar, de modo que cada día seamos mejores hijos de Dios, y mejores discípulos de Jesús, nuestro Maestro y Modelo, y también, participar activamente en la construcción del Reino de Dios en la tierra, para bien de toda la humanidad.
EL REINO DE DIOS HOY También nosotros, cristianos católicos del siglo XXI, somos parte del proceso de liberación de la humanidad, del proceso de salvación en el que Dios está comprometido, y que se hizo presente en el mundo en la persona de Jesús; un proceso de salvación que se orienta a conseguir la felicidad integral del hombre, no sólo en el más allá y en el tiempo futuro, sino también aquí y ahora.
Por eso tenemos que empezar a pensar y a actuar de una manera nueva, para construir una sociedad nueva. Una sociedad que acepte y acoja a Dios como su verdadero y Ăşnico SeĂąor; una sociedad en la que la persona humana sea tenida en cuenta y respetada, como imagen y semejanza de Dios, llena de dignidad; una sociedad en la que el poder y el dinero no sean lo mĂĄs importante; una sociedad en la que reinen la vida, el amor, la justicia, la verdad, la libertad y la paz. Somos constructores del Reino de Dios en el mundo, y esperamos con ansia que este Reino llegue a su plenitud en la Vida eterna.
Imitemos a Jesús: él va por las calles y no ha planificado ni a los pobres, ni a los enfermos, ni los inválidos que se le cruzan a lo largo del camino; pero se detiene ante el primero que encuentra, convirtiéndose en presencia que socorre, señal de la cercanía de Dios que es bondad, providencia y amor. Quien sigue a Jesús, recibe la verdadera paz, aquella que solo él, y no el mundo, nos puede dar. Papa Francisco
16. EL GRAN MANDAMIENTO “Dijo Jesús: - Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que, como yo los he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros. En esto conocerán todos que son discípulos míos: si se tienen amor los unos a los otros”(Juan 13, 34-35). “Dios es Amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él”, dice el apóstol Juan en su Primera Carta a los cristianos de su tiempo (1 Juan 4, 16b). Este fue, sin duda, el gran descubrimiento de Jesús, y también su gran motivación y su gran anuncio, a lo largo de su vida en el mundo, y constituye para nosotros una verdadera novedad, cuyos beneficios recibimos agradecidos y gozosos. “Dios es amor”, es decir, su naturaleza, su esencia, su realidad, es el amor, y su tarea, su oficio, su misión, hoy y desde siempre, es amar. Todo lo hizo y lo sigue haciendo por amor, en el amor y con amor. El Amor con mayúscula, porque es el verdadero amor, el amor supremo, el amor original, el amor fundante, el amor
donde nacen todos los amores que son verdaderos. Los israelitas – y Jesús lo era por nacimiento, por familia, y por educación – creían en Dios y tenían una relación profunda con Él, pero no habían llegado al conocimiento pleno de su realidad divina. Creían en Dios, se relacionaban con Él, pero consideraban que lo más importante, lo que lo hacía ser Dios era su grandeza, su poder, su fuerza, los que lo colocaban, sin duda, en el primer lugar frente a los dioses de los demás pueblos; y aunque en algunos momentos de su historia, con la guía de los profetas, percibieron su amor paternal, no alcanzaron a darle su verdadera dimensión.
JESÚS Y SU CONCIENCIA DEL DIOS AMOR Poco a poco, y a medida que Jesús fue creciendo y desarrollándose como ser humano, la realidad de Dios se hizo presente en su mente y en su corazón, y en su contacto íntimo y personal con Él, percibió la verdadera esencia de su ser de Hijo, de un Padre maravilloso, que lo amaba con amor infinito. Un Padre amoroso
y tierno, tambien para todos los hombres y mujeres del mundo que eran sus hijos muy queridos, a quienes amaba con todo el corazón, y cuyo bien deseaba por encima de cualquier otra cosa. Esta verdad inmensa llenó de alegría el corazón de Jesús, y sintió la necesidad de proclamarla abiertamente, para que todos sus contemporáneos la conocieran y la asumieran como fundamento de su vida. Toda la vida de Jesús, desde su encarnación hasta su muerte, y luego su resurrección gloriosa de entre los muertos, es para nosotros la proclamación detallada y contundente, de cuánto nos ama Dios, que, como dice también san Juan: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él” (1 Juan 4, 9). Y luego añade:
“Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos… Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud” (1 Juan 4, 11.12b). Los cuatro evangelios están llenos de textos que proclaman de una manera admirable, el quehacer amoroso de Jesús, y también su preocupación fundamental, de ayudarnos a entender y a asumir en nuestra vida, esta verdad de Dios, que se convierte a su vez en exigencia para nosotros. Sólo hay que tener ojos para ver, oídos para escuchar, y un corazón grande para apropiarnos de ella y hacerla realidad.
UNA PARÁBOLA QUE LO DICE TODO Lucas, el evangelista de la misericordia, nos narra una parábola de Jesús, que con sencillez, como es propio de este estilo de hablar y de enseñar, nos presenta el modo de pensar del Maestro y su invitación clara y directa a comenzar a vivir de un modo nuevo, distinto, mejor.
Porque el amor que Dios nos tiene, y del cual nos habló en la Parábola del Padre misericordioso y el Hijo pródigo, tiene que florecer en el amor y el servicio a los demás, como lo enseña la Parábola del Buen samaritano. “Se levantó un legista, y dijo para ponerle a prueba: - Maestro, ¿que, he de hacer para tener en herencia vida eterna? Él le dijo: - ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees? Respondió: - Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Jesús le dijo entonces: - Bien has respondido. Haz eso y vivirás. Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: - Y ¿quién es mi prójimo? Jesús respondió: - Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándolo medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verlo, dio un rodeo.
De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio lo vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verlo tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándolo sobre su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: - Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva. - ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores? Él dijo: - El que practicó la misericordia con él. Díjole Jesús: - Vete y haz tú lo mismo”(Lucas 10, 25-37). Jesús es el Buen samaritano, que con sus palabras y su ejemplo, nos enseña que el amor a los demás es el principio que da valor a todo lo que hacemos y decimos. El amor es una fuerza que, como la fe, es capaz de mover montañas, derribar obstáculos, vencer todos los miedos, y encender el fuego que purifica y salva.
El amor que procede de Dios es una fuerza arrolladora, imposible de medir, imposible de limitar, imposible de detener, imposible de derrotar. Cuando uno ama con amor verdadero, nacido del amor mismo de Dios, fuente de todo amor, todos los sacrificios son posibles. Cuando uno ama con amor verdadero, la oscuridad se convierte en luz, el temor en fortaleza, la tristeza en alegría, y el dolor en lugar de esperanza. Cuando uno ama con amor verdadero, no hay sitio para otra cosa que no sea Dios mismo, en cuya compañía todo es bueno, y todo conduce al bien.
EL DESAFÍO DEL AMOR Una novedad absoluta en el Evangelio, la constituye la enseñanza de Jesús sobre el amor a los enemigos.
La primera ley, la ley de Moisés, hablaba del amor a Dios y al prójimo, pero consideraba que ese prójimo era sólo aquel que estaba cerca, en sentido geográfico, al alcance de la mano, y aquel que además compartía la misma nacionalidad, la misma raza, la misma fe en Yahvé. Jesús, que nos da la segunda ley, la ley que purifica y plenifica la primera, nos invita a amar también, y de una manera preferencial, a quienes están lejos de nuestro corazón, es decir, a aquellos que por una u otra razón, podríamos considerar como nuestros enemigos. En el Evangelio según san Lucas nos dice: “Pero yo les digo a los que me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odien, bendigan a los que los maldigan, rueguen por los que los difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames.
Y lo que quieras que te hagan los hombres, hazlo tú a ellos. Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? Pues también los pecadores aman a los que les aman. Si hacen bien a los que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? ¡También los pecadores hacen otro tanto! Si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Más bien, amen a sus enemigos; hagan el bien, sin esperar nada a cambio; y su recompensa será grande, y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los perversos. Sean compasivos, como su Padre es compasivo” (Lucas 6, 27-36). Nuestro modelo de amor es Dios mismo, y ya sabemos a quién o a quiénes ama Dios, y cómo los ama a ellos y cómo nos ama a nosotros a pesar de ser como somos y hacer lo que hacemos.
Dios nos ama intensa y generosamente, con un amor que ninguno de nosotros merece, pero que a pesar de todo, Él nos da a manos llenas. Su amor es siempre un amor tierno y delicado, profundo y acogedor, sencillo y protector, limpio y desinteresado, generoso y paciente. Su amor no tiene límites. Su amor no pone barreras. Su amor no excluye a nadie. Es un amor eterno. Un amor que permanece en el tiempo, a pesar de nuestros pecados. Un amor siempre fiel. “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que, como yo los he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros. En esto conocerán todos que son discípulos míos: si se tienen amor los unos a los otros” (Juan 1, 34-35).
Dios se hace cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz. Se abaja entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el mal, el egoísmo y la muerte. Pensemos en el dolor de Jesús, y digámonos a nosotros mismos: “¡Y esto es por mí! Aunque yo hubiera sido la única persona en el mundo, Él lo habría hecho. ¡Lo ha hecho por mí!...” Y besemos el Crucifijo y digamos: “Gracias Jesús”. Papa Francisco
17. NADIE ME QUITA LA VIDA Jesús no murió en la cruz por mera casualidad. Y tampoco porque Dios Padre deseara o necesitara que muriera tan cruelmente. Jesús murió crucificado porque aceptó plenamente el proyecto salvador del Padre, y su participación en él; entonces, su manera de ser y de actuar, sus enseñanzas y sus milagros, no fueron del gusto de las autoridades de su pueblo, y ellas lo condenaron a muerte. Jesús entregó su vida en la cruz por mantenerse fiel su Padre, por amarlo con todo el corazón, y por amarnos a nosotros los hombres y las mujeres: a ti, a mí, a todos. Jesús entregó su vida en la cruz para salvarnos del pecado que destruye la vida, que mata la vida. “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo…” (Juan 10, 18)
“Nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando” (Juan 15, 13-14) Morir por amor no es morir. Morir por amor es darle a la muerte un sentido nuevo, un valor especial. Morir por amor es entregarse, darse, en favor del otro, de los otros. Es redimir, salvar, liberar del pecado y de todas las esclavitudes, abrir caminos nuevos, señalar nuevos retos. Morir por amor es dar paso a un nuevo modo de ser, a un nuevo modo de existir, a un nuevo modo de vivir. Es abrir las puertas a la resurrección que es promesa de una vida nueva y eterna. Morir por amor es dar un lugar a la esperanza. Con su muerte por amor, Jesús: nos hace presente el maravilloso amor que Dios nos tiene; nos muestra cómo es su amor, su compasión, su misericordia con nosotros;
 fortalece nuestra fe, nos devuelve la esperanza, nos capacita para amar de verdad, con un amor que nos vivifica;  nos comunica su propia vida que es Vida de Dios, Vida eterna.
Jesús no está muerto, ha resucitado, es el Viviente. No es simplemente que haya vuelto a vivir, sino que es la Vida misma, porque es el Hijo de Dios que es el que vive... Jesús es el “Hoy” eterno de Dios. Cristo resucitado ya no muere más, sino que está vivo y activo en la Iglesia y en el mundo. Esta certeza habita en los corazones de los creyentes desde la mañana de pascua, cuando las mujeres fueron a la tumba de Jesús y los ángeles les dijeron: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lucas 24,5). Papa Francisco
18. CREER EN JESÚS RESUCITADO Creer en la resurrección de Jesús, no es, simplemente, aceptar con la inteligencia una verdad de la Iglesia, un dogma de fe. Ni es tampoco decir con los labios: “yo creo”. La verdadera fe no es cuestión de palabras, es sobre todo cuestión de vida. Creer es ir mucho más allá de los conceptos. Es aceptar con la mente y sentir con el corazón. Es hacer vida lo que se acepta, lo que se siente. Creer es comprometerse. Creer es hacer presente a Dios en la vida, en las obras de cada día. Creer es a hacer presente a Jesús en nuestro mundo, en nuestra historia, haciendo realidad en nuestra vida personal y en nuestra integración con la comunidad, sus enseñanzas y su ejemplo. Creer en la resurrección de Jesús es: Sentir en el corazón que Jesús vive, que está con nosotros y que actúa en nuestra historia personal.
Tener la certeza de que suceda lo que suceda en nuestra vida y en la historia del mundo, todo será para el bien. Mantenernos alegres aún el las circunstancias difíciles. Conservar la esperanza, contra toda esperanza. Trabajar por lo que parece imposible. Estar seguros de que el bien triunfará sobre el mal. Creer en la resurrección de Jesús es: Recibir las penas que trae la vida con humildad, con paz, con fe. No tener miedo a nada ni a nadie, porque Jesús resucitado es nuestra fuerza. Luchar contra la tristeza, enfrentar la depresión, sonreír en medio del dolor. Estar seguros de que la vida es más fuerte que la muerte, el bien más fuerte que el mal, el amor más fuerte que el odio. Creer en la resurrección de Jesús es: Hacerlo todo por amor y con amor.
Creer en la bondad, buscar siempre el bien. Abrir el corazón para acoger a los que necesitan ser acogidos. Luchar con todas nuestras fuerzas, iluminados por el Espíritu, contra el mal y el pecado, que nos esclavizan y nos llevan a la muerte. Estar dispuestos a morir a todo lo que nos separa de él, para recuperar la Vida. Tú… ¿Crees en la resurrección de Jesús?… ¿Cómo manifiestas tu fe?…¿Cómo la hace presente en el medio en el que vives y te desarrollas como persona?
Los dos discípulos de Emaús, en la ida eran errantes, no sabían dónde terminarían. Pero al regreso... eran testigos de la esperanza que es Cristo. Porque lo habían encontrado a él, el caminante resucitado. Hemos de volver a Galilea... para ver a Jesús resucitado, y convertirnos en testigos de su resurrección. No es un volver atrás, no es una nostalgia. Es volver al primer amor, para recibir el fuego que Jesús ha encendido en el mundo y llevarlo a todos, hasta los confines de la tierra. Papa Francisco
19. TESTIGOS DE JESÚS Conocer a Jesús, creer en él y amarlo, implica para nosotros ser sus testigos ante el mundo, es decir, anunciar su nombre y su mensaje, en el ambiente en el que nos ha correspondido vivir, como discípulos y misioneros suyos. Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de Dios, hecho hombre como nosotros, tu vida tiene que ser distinta a la vida de quienes no creen. Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de Dios, su Mesías, su Enviado, tienes que elevar tu mirada a él para conocerlo en profundidad, para contemplarlo y adorarlo. Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de Dios, nuestro Señor y Salvador, tienes que abrir la mente y el corazón para escuchar su mensaje de amor, de vida, de justicia, de libertad, de paz y de esperanza para todos. Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de Dios, nuestro hermano y amigo, tienes que hacerte sensible a su presencia en ti, acogerlo
como el mejor de los amigos, y dejarte amar por él. Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de Dios, por quien Dios, su Padre, cumple sus promesas a los hombres, tienes que permitir que su amor y su verdad te penetren y te transformen. Si tienes fe, si crees que Jesús es Dios en medio de nosotros, tienes que hacerte como él, servidor de tus hermanos. Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de Dios, que murió y resucitó para liberarnos del pecado y de la muerte, tienes que entregarle tu vida para que él mismo destruya todas las cadenas que te atan y no te dejan ser libre y feliz. Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de Dios, por quien Dios, su Padre y nuestro Padre, nos comunica todas sus gracias, tienes que pedirle que bendiga tu vida y te adorne con los dones infinitos de su amor y su bondad.
Si tienes fe, si crees que Jesús es el Hijo de Dios, igual en todo a nosotros, menos en el pecado, tienes que hacer todo lo que esté a tu alcance para sacar el pecado de tu vida, de modo que cada día te parezcas más a él. Creer en Jesús, tener fe en Jesús, tiene que hacernos distintos, tiene que hacernos especiales: con el corazón lleno de amor, de alegría y de esperanza, limpios y puros, comprensivos y misericordiosos, generosos y amables, justos y libres, sinceros y honestos, activos y contemplativos, fuertes y valientes, pacientes y pacíficos, sencillos y humildes, capaces de perdonar de corazón a quien nos ha ofendido, capaces de vivir en permanente actitud de conversión, capaces de anunciar a Jesús con las obras y las palabras de cada día, con la vida entera. Creer en Jesús, tener fe en Jesús, tiene que darle a nuestra vida un sabor nuevo, distinto, mejor: el sabor de Dios, la sabiduría de Dios. Creer en Jesús, tener fe en Jesús, tiene que convertirnos en verdadera imagen suya,
transparencia suya, como él mismo es reflejo del Padre que está en los cielos. Creer en Jesús, tener fe en Jesús, tiene que hacernos fieles seguidores y propagadores de su mensaje, un evangelio viviente y palpitante para el mundo en el que vivimos.
Jesús experimentó en este mundo la aflicción y la humillación. Ha recogido los sufrimientos humanos, los ha asumido en su carne, los ha vivido hasta el fondo uno a uno. Ha conocido todo tipo de aflicción, morales y físicas: ha experimentado el hambre y el cansancio, la amargura de la incomprensión, ha sido traicionado y abandonado, flagelado y crucificado. Invito a todos a mirar a Jesús crucificado, para entender que el odio y el mal son derrotados con el perdón y el bien; para comprender que la respuesta de la guerra sólo aumenta el mal y la muerte. Papa Francisco
20. JESÚS, EL CORAZÓN DE DIOS Hablar del Corazón de Jesús no es otra cosa que hablar del amor de Dios, presente y actuante en medio de nosotros, en la persona de Jesús, su Hijo encarnado. Dios nos ama infinitamente, con un amor “compasivo y misericordioso”, “lento a la cólera y rico en piedad”, y ese amor que nos tiene se hace concreto y real, en Jesús de Nazaret, a quien los Evangelios nos presentan como una persona esencialmente amorosa, que “pasó por el mundo haciendo el bien” a todos. Jesús es el amor de Dios hecho carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. El amor de Dios que vela por nuestra integridad y nuestra felicidad en todo momento, aunque no nos demos cuenta de ello, y no percibamos su presencia a nuestro lado. Jesús es el amor de Dios que se acerca a nosotros para compartir nuestras limitaciones y nuestras debilidades, nuestras alegrías y nuestras penas, nuestros triunfos y nuestras derrotas. Dios que quiere vivir en nuestro
mundo, para comprendernos mejor y ayudarnos a ser lo que somos desde el primer momento de nuestra existencia: hijos de Dios, creados “a su imagen y semejanza”. Jesús es el amor de Dios que cura nuestras heridas, Dios que sana nuestras angustias y tristezas; Dios que goza con nuestras alegrías, y que quiere llevarnos por el camino de la verdadera felicidad. Jesús es el amor de Dios que nos libera de todo lo que nos esclaviza, de todo lo que nos separa de él y de su bondad infinita. Jesús es Dios que perdona nuestros pecados, Dios que nos salva y nos da la Vida eterna, si somos dóciles a sus enseñanzas y hacemos realidad cada día, su Mandamiento del amor. Abramos nuestro propio corazón a este Amor maravilloso que se nos da sin reservas.
A.M.D.G