Mapocho, torrente urbano.

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Mapocho Torrente Urbano




Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada, transmitida en modo alguno, por ningún medio, sin previa autorización. Todas las fotografías publicadas en este libro están protegidas por las leyes

de derechos de autor de Chile y de todos los países suscritos a Convención de Berna. Toda infracción será motivo de acciones legales.

Primera Edición. Esta primera edición se realizó gracias al aporte de Aguas Andinas S.A. a través de la Ley de Donaciones Culturales y el patrocinio de la Corporación del Patrimonio de Chile.

ISBN Nº: 978-956-319-647-4 Edición limitada. Prohibida su venta. Proyecto acogido a la Ley de Donaciones Culturales. Santiago, Chile. Año 2008.


Mapocho Torrente Urbano

Textos: Gonzalo Piwonka F., Luis Cornejo B. , Miguel Laborde D., Cristina Felsenhardt R. y Mario Pérez de Arce L. Fotografías: Cristóbal Correa M., José Luis Ibáñez G., Guy Wenborne H. y Felipe Coddou M. Edición: Diego Matte P.



Presentación Recorrer la historia de un río urbano es un regalo para el patrimonio cultural del país, en

especial cuando este cauce es la columna vertebral de nuestra capital.

La invitación que hace dos años nos hiciera Diego Matte y la Corporación Patrimonio Cultural

de Chile, nos aventuró en un viaje por el río Mapocho; travesía iniciada en lo alto, donde brota como manantial cordillerano y que, fundido al Maipo, finaliza adentrándose en el mar.

A lo largo de su recorrido, por canales y acequias se desvían sus aguas, permitiendo los cultivos

de hortalizas, frutas y verduras que abastecen la zona central. Y es que la historia de Santiago se forja en compañía del Mapocho, acompañando desde siempre a los pobladores de este fértil valle.

Toda esta relevancia sumada a que es el elemento geográfico ineludible de nuestra imagen

urbana, nos impulsó a estudiarlo con especial dedicación y seriedad.

La gran cantidad de imágenes históricas con que se ilustran los distintos artículos, son fruto

de un amplio registro fotográfico y una acuciosa investigación, muestran un Santiago que apreciaba y crecía en armonía junto a su río, admirando su particular belleza.

Con el tiempo nos alejamos de su ribera y le perdimos el respeto ancestral, entregándolo al

olvido, sin considerar que es mucho más que un curso de agua, pues su presencia es vida para la urbe.

Nuestra misión es recuperar el río, para devolver a la ciudad el Mapocho de siempre, aquel de

descontaminadas aguas que tanto añoramos.

Hemos volcado nuestros esfuerzos para convertirlo nuevamente en el río capitalino que

fue, engrandeciéndolo tal y cómo se merece, para que así los santiaguinos vuelvan a mirarlo y disfrutarlo.

Vaya a quienes han colaborado en este proyecto nuestro agradecimiento, porque nos permite

entregar a la ciudadanía un importante aporte a la memoria y por cierto, una gran contribución a la cultura.

Joaquín Villarino H. Vicepresidente Aguas Andinas S.A.

Felipe Larraín A. Gerente General Aguas Andinas S.A.



Presentación Siguiendo el curso gravitacional de sus aguas, que diáfanas y casi tímidas gorgotean por las quebradas andinas, el río Mapocho trazó su curso por el valle del Maipo, donde siglos después se fundara la honorable Santiago de Nueva Extremadura. O para ser más exactos, es la ciudad la que debió amoldar su trama a los desbordes fluviales, que estacionalmente causaban enormes daños. Sólo la construcción de los tajamares –nuestro primer y más importante adelanto hidráulico– logró contener su torrente y devolver la tranquilidad a los ciudadanos. Respetado y temido durante siglos, por su gastado cauce han pasado más que piedras y líquidos; testigo impávido de nuestra historia, inspirador de poetas y pintores. Solíamos pasear por su ribera, disfrutar de su sonido, apreciando su fuerza en invierno y su apocamiento veraniego, ya que su fluir era comprendido sin pedirle más que fuera característico. Parte sustancial de nuestra imagen ciudadana, cuya riqueza hídrica alimentó hasta hace pocas décadas los prados circundantes, el Mapocho suena siempre cerca, a pesar de que no queramos escucharlo. Hacía falta poner atención a su llamado de valoración y reflexión, el que tiene por respuesta la presente edición, que –dirigida por Diego Matte– cuenta con el patrocinio de la Corporación del Patrimonio Cultural de Chile, el apoyo de la Ley de Donaciones Culturales y el generoso aporte de Aguas Andinas. A ellos, nuestros agradecimientos más sinceros, al permitirnos volver la mirada hacia nuestro río, a quien prometemos no volver a olvidar.

Ilonka Csillag P. Gerenta Corporación del Patrimonio


Despliegue del Mapocho en el valle. A lo lejos, el gran Aconcagua.


ÍNDICE prÓlogo

| Diego Matte P. | Página trece

I | ANTES, MUCHO ANTES QUE PEDRO DE VALDIVIA

| Luis Cornejo B. | Página diecisiete

II | EL MAPOCHO NUESTRO

| Miguel Laborde D. | Página treinta y nueve

III | las aguas dEL MAPOCHO

| Gonzalo Piwonka F. | Página sesenta y uno

IV | El Silencio del olvido, una identidad perdida | Cristina Felsenhardt R. | Página noventa y tres

V | EL RÍO MAPOCHO EN la ciudad de HOY | Mario Pérez de Arce L. | Página ciento diecisiete

BibliografÍa y agradecimientos | Página ciento cincuenta y cuatro



Prólogo

La ciudad de Santiago comenzó su vida siendo un pequeño poblado, donde sus habitantes realizaron grandes sacrificios para prosperar en su fundación. Es conocida la historia de aquellos primeros 150 hombres que acompañaron al bravo Pedro de Valdivia, los que una vez instalados debieron sufrir los sorpresivos ataques de indígenas de la zona, los sucesivos terremotos y las abrumadoras inundaciones. Estoicamente e inspirados por el sueño del futuro de esta ciudad, permanecieron en sus lugares, en espera de conquistar el territorio en forma definitiva, para ellos y nosotros, sus descendientes. La zona donde Santiago se fundó estaba ubicada a las orillas del Mapocho, que en diciembre de 1540, cuando Pedro de Valdivia llegó, debe de haber parecido sereno y amable. Su amplia caja, el suave sonido del paso del agua y el telón de fondo de una grandiosa cordillera, probablemente, fueron elementos suficientes para seducir al grupo de hombres ya exhaustos. Por otro lado, cuentan los cronistas, a Valdivia le recomendó expresamente un jefe indígena ocupar los terrenos al sur del Mapocho, sin que se haya podido tener por cierto si acaso tal recomendación fue una propuesta honesta o alevosamente inducida. Para desgracia de aquellos primeros conquistadores y buenaventura nuestra, Valdivia tomó el consejo. A partir de esos momentos, la ciudad comenzó una tormentosa relación con el Mapocho, la que hasta el día de hoy no ha logrado ser pacífica. Para el común de los santiaguinos, el río ha encarnado durante largos años una presencia negativa en la ciudad. Todo lo que le rodea y atañe pareciera no ser más que pobreza, suciedad, mal olor y fealdad. Sin embargo, esta imagen no se condice con la realidad del río. Las aguas del Mapocho provienen directamente de las altas cumbres de nuestra cordillera, de sus glaciares, lagunas y afluentes. Sus aguas son puras como las aguas de cualquier río silvestre; es cierto que traen minerales por naturaleza y que en invierno se tornan barrosas, pero son aptas para el desarrollo de la flora y fauna silvestre, como aptas para el baño. El mal olor, la basura y la saturación de heces de sus aguas han sido producto exclusivamente de la desidia e ignorancia


de los habitantes de Santiago. Hubo una época en que entrar al cauce era el acto más temerario que se podía llevar a cabo en la ciudad; la probabilidad de contraer una enfermedad se daba por un hecho cierto. Así y todo, se toleraba que personas vivieran en sus orillas o que se regaran los cultivos que, luego, la misma ciudad consumía. Alegremente, esto ha ido cambiando y hoy en día se trabaja en extinguir los desagües de aguas servidas, lo que permitirá a los ciudadanos de esta ciudad renovar su valoración del Mapocho, comenzando a verlo en su adecuada perspectiva. Pero la contaminación de sus aguas no ha sido el único elemento que ha provocado esta falta de empatía con el río. Su fisonomía y características le han dado una apariencia, para muchos, perturbadora. El cauce del Mapocho es, en esencia, pedregoso, sus aguas corren a gran velocidad en sucesivos meandros, en sus orillas crecen melancólicos sauces, pequeñas flores silvestres, etc., todos elementos que le otorgan una identidad rural y campesina, asociada a los orígenes de la ciudad, similares a los paisajes que podemos encontrar en algunos pueblos de provincia. Esto, sin duda, se contradice con los impulsos de desarrollo y progreso urbano más sofisticados que hoy imperan y arrasan. Una ciudad moderna, se piensa, debiera tener un río moderno. Y el aspecto del Mapocho se asemeja más a un simple potrero por el que escurre un delgado hilo de agua en verano y un ingrato torrente en invierno, que al Sena o al Támesis, paradigmas de urbanidad. El paisaje natural del río no es un valor, y no se entiende como un aporte a la ciudad, sino más bien como un problema. Sin embargo, el río actúa acorde con sus propias reglas. La canalización del río en el casco histórico de Santiago logró transformar su paso en un elemento urbano positivo, en armonía con la arquitectura y diseño afrancesado de sus paseos. Sin embargo, luego de 50 o 60 años, el río volvió a traer sus piedras y tierras, los que dieron lugar a aquellos enormes sauces que por años permanecieron tranquilamente en su interior. Con los últimos trabajos en la losa del sector


para las autopistas, se retiraron los árboles y las toneladas de rocas y sedimentos. El panorama de esos árboles en mitad de la ciudad eran, sin duda, perturbadores. La ciudad no parecía poder domeñar al río que imponía su paisaje. En la actualidad, cuando se han planteado desafíos urbanos de gran complejidad, el cauce del Mapocho ha sido la respuesta perfecta: las autopistas se instalan en ambas orillas. No es una preocupación el cauce del río, es un lugar al que nadie quiere acceder o acercarse demasiado. Su espacio es visto como un potrero sin urbanizar, un terreno baldío, de bajo costo y disponible para las autoridades. Sin embargo, esto es también una idea muy alejada de la realidad del Mapocho. El cauce del Mapocho fue, y aún lo es, un lugar lleno de vida silvestre, en que pequeñas y coloridas flores adornan sus orillas en primavera, en donde liebres y culebras hacían del lugar su hogar. Aún en sectores como Vitacura y Lo Barnechea es posible apreciar durante primavera la belleza de su flora que crece de forma espontánea. Dentro de su cauce, corre además una brisa única y se puede gozar del sonido de la corriente que golpea infinitamente cada piedra, generando un murmullo incesante, cíclico, lleno de vida y energía. El Mapocho es un regalo de la cordillera para la ciudad. Su cauce es pura naturaleza que la atraviesa, trayendo alegría a través de sus aguas, de las aves que lo visitan y de las flores que brotan en primavera. Santiago debe transformar su relación con el Mapocho desde algo negativo a ser un ejemplo de desarrollo urbano. De esto trata este libro, de reconocer su historia, su belleza, los errores cometidos y sobre todo de la oportunidad que tenemos en nuestras manos para renovar nuestra relación con el torrente del Mapocho y su cauce, otorgándole la dignidad que tanto Santiago como el río se merecen.

Diego Matte Palacios Matte Editores Ltda.


Imรกgenes presente y posterior: sector de Isla de Maipo donde el Mapocho y el Maipo se unen para correr juntos hacia el mar.


Antes, mucho antes que Pedro de Valdivia Prehistoria del valle del rĂ­o Mapocho Luis Cornejo B.

CapĂ­tulo

I





Presentación Era una tarde tibia de verano cuando el grupo acampó por primera vez entre los dos brazos de un torrentoso río que bajaba de las altas montañas. Los habían atraído hasta aquí las innumerables riquezas del Nuevo Mundo que habían conocido durante su conquista de los territorios ubicados más al norte. En ese momento, ellos no lo sabían, pero mucho tiempo después, en torno a este mismo río, crecería una compleja ciudad, donde vivirían millones de personas. Esta escena no transcurre en el año 1541, ni sus protagonistas son las huestes de Pedro de Valdivia, y si bien no sabemos con certeza la fecha exacta, se estima que pudo desarrollarse hace más de 12.000 años, cuando los primeros pobladores llegaron al fértil valle del río Mapocho para fundar el dominio humano sobre este territorio. En este capítulo intentaremos dar cuenta de la larga e ignorada historia de estos primeros habitantes del Mapocho y de sus descendientes, que, en buena parte, se encuentra oculta bajo las casas, calles o edificios de la ciudad, en los campos agrícolas que la rodean o en las escarpadas montañas donde nace el río. Nuestra principal fuente de información provendrá del trabajo de los arqueólogos, aunque, desafortunadamente, el valle del Mapocho no ha sido estudiado de manera integral, ya que la mayor parte de la investigación arqueológica de esta cuenca ha estado enfocada en el estudio de sitios específicos, por lo que, para brindar un panorama general, tendremos que integrar esta información puntual con el marco general del conocimiento de la prehistoria del valle de Santiago.

Los descubridores Las evidencias más antiguas de presencia humana en territorio chileno datan de hace unos 14.000 años y han sido registradas cerca de Puerto Montt, en una localidad llamada Monte Verde. Dada su antigüedad, los restos arqueológicos de estos primeros colonizadores son muy escasos y no se han encontrado en el valle del río Mapocho. No obstante, los datos del sitio Tagua Tagua, localizado en la ribera de una laguna hoy desecada, unos 180 kilómetros al sur de la capital, nos permiten suponer que todo este territorio fue inicialmente poblado, al menos, hace unos 12.000 años. Estas primeras poblaciones –conformadas por descendientes directos de quienes entraron a América desde Asia por el estrecho de Bering– arribaron en medio de uno de los cambios climáticos más importantes de la historia de la Tierra: la transición entre el Pleistoceno, o Edad de Hielo, y el Holoceno, era geológica en la que actualmente vivimos. Esta transición se caracterizó por el paulatino aumento de la temperatura y la gradual extinción de la flora y fauna adaptadas a las condiciones más frías y húmedas del Pleistoceno. 21


De la nieve andina nacen los mĂşltiples y pequeĂąos afluentes que alimentan y dan vida al Mapocho. En la imagen, parte del Glaciar La Paloma.

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De hecho, en este periodo, llamado por los arqueólogos Paleoindio, las poblaciones basaban una parte de su subsistencia en la caza de animales de gran tamaño hoy extintos, como los mastodontes, los perezosos gigantes o los caballos americanos, los cuales eran posibles de encontrar en las planicies y bordes de las lagunas. Un territorio adecuado para que estos primeros “mapochinos” encontraran a estos animales se ubica en la parte occidental del valle, especialmente en las tierras pantanosas cercanas al actual Aeropuerto Internacional y los predios que rodean la antigua laguna de Batuco, lugar donde, de hecho, es relativamente frecuente el hallazgo de restos fosilizados de estos animales, aunque hasta ahora no se han encontrado vestigios asociados a actividad humana.

Los estudios en el río Mapocho han permitido identificar ocupaciones ocurridas, precisamente, durante el último de estos periodos (o Arcaico IV), ubicado entre los años 3000 y 400 a.C. Un ejemplo de estos hallazgos son los dos refugios encontrados bajo grandes rocas o aleros, llamados Novillo Muerto y Los Llanos, cerca del estero El Arrayán, tributario del Mapocho. Éstos presentan en sus capas inferiores vestigios de cazadores recolectores, identificados por restos de sus herramientas líticas y por los huesos de los animales que cazaban. La ocupación de estos lugares, probablemente, se realizó dentro de los circuitos de movilidad dedicados a la explotación de los recursos propios de la cordillera; tales como las rocas aptas para tallar herramientas y los guanacos que pastaban en vegas como la ya referida de Farellones.

Sabemos muy poco de estos primeros conquistadores, aunque se cree que se organizaban como pequeñas bandas constituidas, cada una, por una familia extendida, y que tenían una forma de vida nómada, desplazándose de acuerdo a las necesidades de subsistencia y de mantención de los imprescindibles lazos sociales y familiares entre distintas bandas. Su tecnología era simple, pero les permitía cazar animales de gran tamaño –como los mastodontes– y se basaba en gran medida en herramientas hechas de piedras aptas para ser talladas, tales como el sílice, la obsidiana o el cuarzo. De hecho, muy probablemente, una parte importante de los desplazamientos que realizaban estos nómades eran motivados por la obtención de dichas rocas, las que comúnmente se localizan en la cordillera. Con la imposición definitiva del ambiente más cálido y árido del Holoceno, hace unos 10.000 años, se produce la total extinción de la megafauna del Pleistoceno. En estas condiciones, los cazadores debieron concentrarse en una fauna como la actual, entre la cual destacó como presa principal el guanaco. Este camélido, además de alimento, proveía de materias primas, tales como huesos, tendones y cuero, razón por la cual era seguido por los cazadores en sus desplazamientos entre la parte baja del valle y las vegas de altura, tales como la de Farellones. Junto con la caza de guanacos y una gran diversidad de otros animales, estas poblaciones complementaban su dieta con la recolección de los vegetales propios de los distintos pisos ecológicos que atraviesan el río desde la alta montaña a la costa. Muy probablemente, la forma de vida en este período –llamado por los arqueólogos Arcaico– no era muy distinta a la de los primeros conquistadores del territorio; es decir, también vivían agrupados en pequeñas colectividades de personas unidas por el parentesco, y mantuvieron su forma de vida de alta movilidad. Pese a esto, durante el largo período de la historia en que ellos fueron los señores del Mapocho, sucedieron algunos cambios en aspectos como la tecnología de sus armas de caza, la importancia de la recolección de vegetales en su alimentación o la manera en que realizaban sus desplazamientos por el territorio. Estos cambios han llevado a los arqueólogos a proponer la existencia de, al menos, cuatro subperíodos dentro del Arcaico.

Sector de La Ermita, camino a Farellones.

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El agua corre desatada cordillera abajo, cruzando la ciudad con sorprendente velocidad, casi como queriendo no ser vista.


La revolución alfarera y agrícola La vida de los cazadores recolectores del Mapocho, desarrollada por miles de años sin variaciones demasiado fundamentales, comenzó, hace unos 2200 años, a enfrentar cambios de una magnitud nunca antes vista. Este proceso se funda en la incorporación de dos relevantes innovaciones en este territorio: la alfarería y los cultivos. Su importancia en un principio no es significativa: probablemente, los primeros objetos elaborados con estas nuevas técnicas de alfarería se obtuvieron como bienes de prestigio a través de intercambios realizados entre los cazadores recolectores y los pobladores del norte y del otro lado de la cordillera. Sin embargo, al avanzar el tiempo, algunas de estas poblaciones fueron adquiriendo rasgos de horticultores semisedentarios, siendo la tecnología alfarera de gran relevancia. Esta importancia se ve reflejada en la vida diaria a través de la elaboración de utensilios cotidianos, como ollas y vajillas, y, en los aspectos ideológicos, se ve materializada en la gran presencia de vasijas en los ajuares funerarios de los difuntos. Estos grupos, que vivían en pequeños caseríos familiares, formaban parte de agrupaciones sociales más grandes, cada una de las cuales ocupaba una localidad determinada, concentrándose a lo largo de las riberas de los principales cursos de agua de los valles de Chile Central. Algunas de estas agrupaciones sociales ocupaban el valle del río Mapocho, y sus restos se han encontrado en toda su extensión. Así, en la parte alta del valle, dentro de lo que es actualmente la ciudad de Santiago, destacan asentamientos como los de “El Mercurio”, a los pies del cerro Manquehue; los ubicados en torno a la misma plaza de Armas de Santiago, antigua isla entre dos brazos del río; o los que se descubrieron en la Quinta Normal. Más hacia el este, se observa otra importante concentración de asentamientos cerca de la confluencia del río Mapocho con el río Maipo, alrededor de las ciudades de El Monte y Talagante. La localización cercana a los cursos de agua de estos asentamientos se debía a lo simple de la tecnología hortícola de estas poblaciones, carentes de sistemas de riego como canales o represas, por lo que debían aprovechar al máximo las condiciones de mayor humedad cerca de los ríos y esteros. Dadas estas condiciones, el río Mapocho resultaba ser especialmente útil para estas poblaciones que no disponían de la tecnología para extraer agua directamente del río, ya que, si bien el Mapocho es un río de caudal importante, tiene un escurrimiento relativamente superficial, alimentando napas freáticas también superficiales, las cuales generan condiciones de humedad adecuada para el tipo de cultivos que practicaban estas poblaciones.

Vasijas Llolleo encontradas por Fernanda Falabella y su equipo.

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Esta directa dependencia hacia el río, puede haber tenido una representación simbólica en el sitio de “El Mercurio”. En este sector, la mayor parte de las tumbas de los individuos adultos que fueron encontradas están acompañadas de entre 3 y 15 cantos rodados obtenidos desde el cercano curso del río Mapocho. Si bien resulta difícil interpretar esta situación, sin duda, para estas poblaciones el hecho de incorporar en la tumba de sus difuntos estas rocas provenientes


de la caja del río no fue una acción carente de sentido, especialmente considerando que para los deudos fue posible escoger rocas de varios lugares igualmente cercanos al sitio, como por ejemplo, las estribaciones del cerro Manquehue que rodean el lugar. En dicho sentido, seguramente, la proveniencia de los cantos rodados debió ser significativa en el ritual y la mitología relacionados con la muerte de estas poblaciones. De hecho, esta utilización de cantos rodados como parte de las tumbas se ha detectado en varios otros hallazgos del período. Otro de los rasgos culturales más conspicuos de estas poblaciones es la forma y decoración de las vasijas de cerámica. Esta última es principalmente producto de diseños incisos que forman patrones geométricos, aunque también son recurrentes los modelados que representan rostros humanos o reproducen vegetales como las calabazas. Junto con esto, llama la atención la ausencia casi absoluta del uso de colores, siendo habituales las vasijas monocromas de colores negro, gris o café. Durante este período, no obstante, no existió una unidad cultural, ya que se han identificado claramente dos grupos que presentan diferencias en su economía, ritos funerarios y alfarería. Por un lado, existirían los grupos llamados por los arqueólogos Llolleo, que serían mucho más sedentarios y dependientes de los cultivos y, por otro, estarían los grupos denominados Bato, que mantendrían algo de la movilidad de los antiguos cazadores recolectores y no serían tan dependientes de la horticultura. Pese a estas diferencias, nada impidió que estos dos grupos compartieran el territorio y, de hecho, en la agrupación de asentamientos que existió en torno al río Mapocho se pueden encontrar sitios Bato, como los de Quinta Normal, y sitios Llolleo, como los descubiertos en “El Mercurio”. Este panorama político liberal, incluso, permitió la coexistencia con otros pueblos marcadamente distintos, como los grupos de cazadores recolectores nómades que no aceptaron el modo de vida hortícola y que siguieron ocupando la cordillera. Estos cazadores recolectores tardíos, como continuadores de sus antepasados arcaicos, en muchos casos siguieron habitando en los mismos asentamientos, razón por la cual también han sido encontrados vestigios de este grupo humano en los aleros de Novillo Muerto y Los Llanos, localizados en el estero El Arrayán, tributario cordillerano del Mapocho.

Excavaciones realizadas por Fernanda Falabella en el sector de Lo Curro, Vitacura, en las cuales se hallaron sepulcros precolombinos acompañados de piedras extraídas del río.

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En Vitacura, sector de CasaPiedra, el cauce del rĂ­o otorga una amplia perspectiva para apreciar la magnĂ­fica belleza de la cordillera de los Andes.



La gente del trinacrio Hacia el final del primer milenio de nuestra Era, el panorama cultural de esta región se enfrenta a otro cambio de importancia, aunque esta vez el origen del cambio parece radicarse en factores sociales y culturales. El aumento continuo en la subsistencia de los cultivos conllevó un aumento de la población, así como la creciente necesidad de un modo de vida sedentario y de control de los territorios de cultivo, al menos para los grupos Llolleo. En este panorama social, que seguramente derivó en algún grado de tensión, se produce el arribo de una ideología que reniega totalmente del modo de vida imperante hasta ese momento, e impulsa la adopción de una visión del mundo inspirada en ideas nacidas en distantes tierras del norte, cuyo contenido más profundo es por ahora difícil de comprender y resultó evidente, más que nada, por sus efectos en la cultura local. Estas ideas no encontraron terreno fértil en todas las poblaciones de Chile Central, destacando una parte importante de las poblaciones de la cuenca de Rancagua que mantuvieron su modo de vida hasta tiempos muy tardíos. Sin embargo, las poblaciones del valle del Mapocho sí aceptan esta nueva ideología, transformando especialmente la manera en que se entierra a los muertos y la forma en que se hace la alfarería, en un período no superior a los 50 años. La transformación de la alfarería se observa en una decoración pintada de color negro sobre la superficie naranja de las vasijas, destacando entre ellas un diseño llamado trinacrio, que presentan muchos de los platos, tipo

de vasija que tampoco era común previamente. Por su parte, los cambios en los ritos funerarios dan paso a la creación de cementerios separados de los sectores de vivienda y, muchas veces, caracterizados por estar las tumbas incluidas en pequeños montículos o túmulos. A la vez, la dependencia en los cultivos y el modo de vida sedentario se vuelven muy marcados, y los estudios de la dieta realizados por medio del análisis químico de los esqueletos demuestran que el principal componente de la dieta de estos grupos era el maíz. De hecho, este grupo humano –denominado por los arqueólogos como cultura Aconcagua porque sus primeras evidencias se encontraron en dicho río– fue una población cuyo territorio más propio se ubicaba en la cuenca de los ríos Mapocho y Maipo, ocupando desde los valles bajos de la cordillera hasta la costa. Sus asentamientos se encuentran dispersos de manera más amplia en el valle de Santiago que en el período anterior, ya que el dominio de ciertas técnicas de regadío les permitió irrigar campos más alejados de los cursos de agua y aprovechar mejor las vertientes que se encuentran por todos lados. Esto produjo una ocupación mucho más amplia de la cuenca, con pequeños caseríos habitados por familias, cercanos a otros que eran ocupados por vecinos afines o parientes. Las viviendas eran de materiales ligeros, con bases de piedra y muros de cañas con barro o quincha, muy similares a las que aún es posible encontrar en viviendas rurales de la IV Región.

Grandes rocas se acumulan dentro del cauce; en la imagen, obreros de las concesionarias preparan el paso de la maquinaria pesada.

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Atardecer en el sector del cerro Alvarado.

En torno al río Mapocho, son destacables los asentamientos, aguas arriba, en Jardín del Este en Vitacura o en La Dehesa y, aguas abajo, alrededor de Peñaflor, Talagante y la confluencia del Mapocho con el Maipo. Estas poblaciones tenían un énfasis muy marcado en la agricultura, por lo cual no ocupaban de manera sistemática los valles más altos de la cordillera del Mapocho, probablemente, porque dejaban estos territorios libres para los cazadores recolectores que en ella siguieron viviendo, incluso hasta la Colonia. Con ellos, los Aconcagua probablemente establecieron intercambios económicos, obteniendo la obsidiana y rocas silíceas que utilizaban para confeccionar sus características puntas de flecha triangulares con aletas.

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Sector de Peñaflor, donde el Mapocho se libera de la ciudad. En este sector la caja del río es similar a aquella que poseía en la ciudad de Santiago entre los siglos XVI y XVIII.


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El río ha sido tanto un lugar de esparcimiento como de asistencia para muchas familias que han hecho de sus riberas sus hogares. En la imagen, antiguos pobladores de la desaparecida población “Los Areneros” de Vitacura.


La llegada de los conquistadores Quinientos años después de que la ideología llegada desde el norte transformara la vida de las poblaciones de Chile Central, en una fecha aún no precisada entre el año 1400 y 1470 d.C., este territorio es anexado al Tawantinsuyu, nombre dado por los incas a su imperio, el cual llegó a ser el más vasto de la América precolombina. Muy probablemente, el proceso de incorporación al territorio fue bastante rápido, implicando una mezcla entre poderío militar y diplomacia, mecanismo de anexión utilizado por los incas recurrentemente. En muchos casos, ante la imponente capacidad militar inca, los dirigentes locales prefirieron acordar con los representantes imperiales la incorporación al imperio, para así mantener sus privilegios y, junto con ello, preservar parte de su cultura e instituciones sociales. No sabemos si fue exactamente eso lo que pasó en el encuentro entre los Aconcagua y el Imperio, pero dada la continuación de muchos elementos de la cultura local, es dable pensar que la anexión no fue una aplastante conquista militar. Más aún, en la incorporación del Mapocho, el imperio recurrió a otro mecanismo político utilizado en muchas partes. Todo parece indicar que la dominación efectiva de este territorio fue realizada con la ayuda de los diaguitas, población local de los valles de Elqui, Limarí y Choapa, que llegó a ser uno de los aliados de los incas más importantes en el Kollasuyu, nombre dado a la provincia del Tawantinsuyu que incluía Bolivia, parte de Argentina y la sección septentrional de Chile. De esta manera, el resultado cultural de esta anexión al Tawantinsuyu fue el sincretismo entre las características de las tres sociedades involucradas; la Inca, la Diaguita y, por cierto, la Aconcagua. De esta amalgama surge una nueva cultura local, en la que se mantuvieron muchos aspectos de la vida Aconcagua pre-Inca, pero se incorporaron directamente y se reinterpretaron conceptos incas y diaguitas. Uno de los aspectos en que mejor se puede apreciar esta situación es en la tecnología alfarera recuperada tanto de las basuras domésticas, como de los ajuares de las tumbas, destacando la incorporación de decoración de origen inca-diaguita en vasijas de forma Aconcagua o, a la inversa, vasijas de forma inca-diaguita que se decoró con diseños Aconcagua. La presencia del imperio cuzqueño, si bien pudo no haber sido demasiado cruenta para la población local, de todos modos significó la imposición de muchos elementos sociales y económicos nuevos. Por un lado, la expansión inca hacia lo que hoy es Chile, parece haber estado asociada a la búsqueda de uno de los recursos más significativos de esta región: las abundantes fuentes de minerales como el cobre y el oro, cuya explotación debían trabajar parte de las poblaciones locales de manera especializada. A la vez, los conquistadores impusieron una forma de organización que dividía a cada uno de los valles en dos mitades, la superior y la inferior, cada una con sus propios dirigentes, aunque el dirigente o curaca de la parte superior tenía predominancia

Ilustración de la ciudad de Santiago por Guaman Poma, 1615.

sobre el de la inferior. Sobre estos curacas locales existía una autoridad imperial. En el caso del río Mapocho, las crónicas dejadas por los españoles a su llegada cuentan que Vitacura sería una de las autoridades locales, mientras que Quilikanta sería el representante del imperio. Estas autoridades estaban a cargo de que se sirvieran las necesidades económicas del imperio y de asegurar que el territorio siguiera bajo el dominio inca. Para lograr esto, se recurría a la presencia militar –representada en pukaras o fortalezas, como la del cerro Chena en la actual comuna de San Bernardo–, pero también a mecanismos más sutiles y, probablemente, igual o mucho más efectivos que las armas: todo el territorio era recorrido por un sistema de caminos o Kapacñam, por los cuales se movían los tributos, ejércitos y funcionarios del Estado, sirviendo como un sistema expedito de comunicación y control.

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Al valle del Mapocho, el camino llegaba desde el norte por la actual avenida Independencia, para luego cruzar un puente y llegar al centro administrativo o tambo principal, que se encontraba en la antigua isla del Mapocho, tal vez en el mismo centro de la actual ciudad de Santiago. Sin embargo, el medio de dominación probablemente más importante para los incas se encontraba en el campo simbólico y religioso. Donde quiera que se extendió el imperio, se introdujo también la religión inca, lo cual se materializaba con la construcción de huakas o lugares de culto principalmente en los cerros, aunque esto no significara necesariamente la eliminación absoluta de las creencias locales. En el río Mapocho se materializó una de estas huaka con motivo de uno de los ritos más importantes de los incas, el sacrificio humano o kapacocha. En la cumbre de El Plomo, uno de los cerros principales de la región –el cual es visible desde muchos lugares del valle–, se sacrificó y sepultó a un niño de unos 8 o 9 años de edad, ricamente ataviado con ropajes característicos de los dignatarios de la zona norte del Kollasuyu y acompañado de una ofrenda de objetos de mucho

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valor, tales como una estatuilla de plata, representaciones de llamas talladas en conchas exóticas y un paquete de hojas de coca, entre otras cosas. Este acto de sacrificio ritual, que forma parte del culto a las montañas como generadoras del agua de ríos como el Mapocho, seguramente debió tener importantes repercusiones políticas para la relación entre el Estado y las poblaciones locales. Otra de estas huaka pudo encontrarse en la cumbre del cerro conocido actualmente como Santa Lucía, justo en el centro de la isla dejada por los dos antiguos brazos del Mapocho. Es probable que desde ese lugar se haya extraído en el siglo XIX una piedra ritual que representa campos de cultivos y canales a manera de una maqueta, la que hoy se encuentra incluida en el muro de una antigua propiedad de Benjamín Vicuña Mackenna. Esta suposición se basa en el hecho de que esta casa fue construida con rocas extraídas del cerro durante la implementación del parque que ahí existe hoy, una de las obras de desarrollo urbano que este personaje ejecutó en su calidad de intendente de Santiago a fines del siglo XIX. Comúnmente estas rocas se localizan en las huakas más importantes del imperio Inca, siendo algunas de las más destacadas las que se encuentran en Cuzco y Apurimac (Perú), en


Ingapirca (Ecuador) o Samaipata (Bolivia), destacando la importancia religiosa de los cultivos y de las fuentes de agua para una economía como la inca, esencialmente agrícola.

El peñón seco que fue el cerro Santa Lucía, alguna vez estuvo rodeado de apacibles chacras regadas por las aguas del Mapocho.

El complejo panorama social, político y cultural surgido de la imposición estatal en Chile Central –que incluso circunscribía a poblaciones Huarpes traídas de la actual provincia argentina de Cuyo–, tuvo, sin embargo, una corta existencia, al menos en relación con la larga secuencia histórica de la región: no más de unos 100 años después de que el Tawantinsuyu incorporara al Mapocho el centro de su Imperio, fue golpeado por la demoledora fuerza de los invasores españoles. Pocos años después, estas huestes, encabezadas por Pedro de Valdivia, avanzaron hacia el sur, ocupando Chile Central y el Mapocho en particular. Así terminó el dominio que tuvieron sobre estas tierras los sucesores de aquellos asiáticos que cruzaron el puente de Bering hace miles de años, los verdaderos conquistadores de América.

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Primavera en el rĂ­o.


El Mapocho Nuestro Miguel Laborde D.

CapĂ­tulo

II


40 El torrente del Mapocho urbano.


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El Mapocho nuestro Nombrar el Nilo, el Sena, el Támesis o el Mississippi nos lleva más allá de la geografía y nos sumerge en la historia de la cultura. ¿Merece el Mapocho ingresar a esa categoría? ¿O es un accidente menor de la geografía, un tema de interés puramente local? Para el Centenario de 1910, con el parque Forestal, el Bellas Artes, los puentes metálicos y la estación Mapocho, el río alcanza un momento cúspide en su historia. Ahí ocurre un hecho linguístico interesante: el Mapocho, ya canalizado, figura como canal del Mapocho. Considerado así, la foto de la época resulta espectacular, es un gran canal; si le hubieran puesto río Mapocho, lo veríamos modesto. Por otro lado, bien hacen los geógrafos en llamarlo torrente andino, calificación que le da identidad y reconoce sus características. El Mapocho pertenece a una categoría particular y hay que definir su identidad a partir de lo que realmente es. Cuando Neruda lo canta y dice “duro río parido por la nieve”, nos da una clave: sus aguas, a veces torrenciales y a veces mínimas, ya le dan una identidad; como la nieve, depende del Sol para nacer o morir. Tal como sucede con la ocupación de los indígenas precolombinos, apenas llega el español –más allá de su uso estratégico en riego y en algún consumo humano–, el río también adquiere, y de inmediato, un sentido cultural. El primer predicador, llegado con Valdivia, es el mercedario Antonio Correa. Él buscaba su orilla en las tardes, a la altura de los faldeos del cerro Huelén, que ahora se llama Santa Lucía, para tocar su flauta y así atraer los niños al catecismo. Lo hacía en las estribaciones del cerro de Santa Lucía, las que entonces llegaban hasta la ribera, hoy desaparecidas ya que por ese lugar, aplanado, se trazó la avenida José Miguel de la Barra. En esos faldeos con vista al río entonces, fray Antonio hacía música y hablaba de Cristo y la Virgen. Pero no era el fraile el único en acercarse a sus aguas. Al mismo tiempo, con guitarra, llegaban en las tardes, poco más arriba, unos jóvenes españoles que se encontraban ahí y se distraían junto al río, tal como lo hacían junto al Tajo o al Guadalquivir antes de venir a América. Es ya un espacio de recreación, un espacio público vital en la vida de Santiago. De seguro, no faltaría alguno, melancólico, que se alejaría ribera arriba, añorando su río natal.

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Plano del ingenĂ­ero Frezier del aĂąo 1730, en que se grafica la imponente presencia del rĂ­o en su paso por la ciudad, que prosperaba a su alrededor.

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En cuanto a su consumo, siempre hubo recelos y diversos proyectos para traer agua de vertientes precordilleranas; el mismo color era muchas veces sospechoso, por contener barro que enturbiaba el agua, pero más temidos eran los minerales, eventualmente dañinos, que le daban visos amarillentos o pardos. Uno tras otro, los informes de los especialistas eran críticos, culminando con el pintoresco bachiller Jordán Merino, quien dictaminó que esta agua de hielo, nieve y granizo “es más que pestilencial, porque cuando todas estas cosas se congelaron, se resolvieron las partes sutiles de ella, quedando solamente las crasas, las cuales dentro de los cuerpos engendran infinitas opilaciones y enfermedades...”. (Vicuña Mackenna; Benjamín; “Médicos de Antaño”, Edic. Francisco de Aguirre, Buenos Aires, 1974).

Como las obras demoraban para traer agua dulce, o se interrumpían en períodos, no quedaba sino filtrarla con piedras de destilar y beberla rezándole a San Antonio, el mismo a quien se rogaba para calmar las inundaciones del Mapocho cuando las aguas entraban con tal fuerza que la población se encaramaba, despavorida, al cerro Santa Lucía. Desde ahí miraban con desconsuelo a su ciudad cubierta por las aguas, sabiendo que perderían muchos de sus enseres, que algunas casas desaparecerían completas, y que muchos padecerían de largas y mortales enfermedades como resultado de la contaminación de todo el asentamiento. El río, desde la fundación de la ciudad, era plenamente urbano, una parte fundamental de la imagen de la ciudad. Recordemos que avanzaba de setenta a cien metros al sur de la actual canalización, que la plaza de Armas estaba en tiempos de la Colonia a escasas dos cuadras del cauce, y que pasaba detrás de la Iglesia y Convento de Santo Domingo. Así, incluso físicamente, se hacía presente muy cerca de la plaza. Era imposible no advertirlo. Por lo demás, para el viajero que venía desde el norte, era el Mapocho lo que anunciaba la ciudad, como un portal de ella. La ribera sur, a la altura de la ciudad, era zona de ejidos, espacios comunes de la ciudad, aprovechados más al poniente en corrales públicos construidos en los cascajales. A la altura del actual Mercado Central estaba el corral del Concejo para reunir los animales sueltos, un espacio luego ocupado de basural. Por lo tanto, en busca de animales o de agua, o entrando y saliendo de la villa, podemos imaginar un tránsito casi permanente en las orillas de este río. Un aspecto muy interesante, y poco considerado, es que el Mapocho es el río madre de la agricultura chilena: “La primera experiencia agrícola de regadío se inicia al interior de los solares, donde crecen por primera vez la vid, árboles frutales y hortalizas. Los solares fundacionales dan la pauta al español del posible uso futuro de esta combinación milenaria de agua - tierra, una base productora de aquellos frutos que conocía en España. El solar de Santiago inicia una agricultura en desarrollo hasta nuestros días. Esta relación ancló la ciudad en el valle...”. (Astaburuaga, Ricardo, “Morfología de las ciudades de Chile”, Ril Editores, Santiago, 2002).

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Esa relación final es el origen de la casa-huerto y de las quintas, paradigmas de un ideal del habitar en Chile, en una casa enmarcada por una vegetación nutrida por los ríos y canales que atraviesan de oriente a poniente. Un ideal controvertido, ya que los españoles eran portadores de culturas que privilegiaban el habitar territorios de montaña, o rocosos, para dejar los suelos agrícolas produciendo, lo que aquí se olvidará para vivir, como los mapuches, en las riberas de los ríos de acuerdo con lo que se ha llamado “una cultura fluvial”. Quedamos así en el valle, ocupando buenos suelos, “allegados” a los ríos, como ya advierte muy temprano el español Jerónimo de Bibar al describir el accionar de Pedro de Valdivia: “Llegado que fue al valle del Mapocho y allegado a la orilla del río que por este valle va, repartió la gente que tenía en cuatro partes y a cada parte dio un caudillo”. (“Crónica y Relación Copiosa y Verdadera de los Reynos de Chile”, Fondo Histórico y Bibliográfico José Toribio Medina, Santiago).

Comenzó el habitar adherido, adosado, allegado al río para siempre: “La ciudad de Santiago, fundada sobre la línea aluvial del Mapocho, se ha desarrollado en sus cuatro siglos de vida en el área correspondiente al cono de deyección del río Mapocho hasta ocuparla prácticamente en su totalidad”. (Astaburuaga, Ricardo. “Algunos temas sobre el origen de la ciudad de Santiago: la geomorfología del valle como una premisa del sitio”, en “Santiago, quince escritos y 100 imágenes”, Ediciones ARQ, Univ. Católica de Chile, Santiago, 1995).

En la formativa y fundacional época de Rodrigo de Quiroga – el primer amante de Santiago, el primer santiaguino declarado–, los españoles conocieron en cuatro oportunidades la fuerza del Mapocho, que, en años de grandes deshielos como fueron los de 1544, 1574, 1580 y 1588, arrasó con todo cuanto encontró cerca de su cauce. Aprendieron, entonces, a ubicarse más lejos de sus orillas, dejando libre un amplio cauce pedregoso de más de 300 metros de ancho, para que se desplegara a su antojo en esas inundaciones. Este detalle sería muy útil para despejar las orillas y así permitir una mejor vista tanto del río, como del fondo cordillerano al oriente. Quiroga creó una plaza junto al río, de la que queda apenas el retazo de la plaza Bello en la calle José Miguel de la Barra, con la que aportó al uso recreativo de la ribera; en ese espacio se hicieron los medievales juegos de lanzas entre caballeros que exhibían sus destrezas en tiempos de paz. En el mismo lugar se construyó más tarde la Cancha de Gallos, con una gran estructura octogonal de gruesas y nobles maderas, tanto para las aves como para las graderías del público. Así, se perfeccionó la identidad del río como espacio recreativo, quedando esta ribera como la fachada de Santiago, en tanto la quebrada de La Cañada cumplía un rol de “espaldas” a la pequeña aldea de entonces.

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Por lo mismo, todo el tramo central del cauce, tan cercano a la plaza, no podía pasar inadvertido. Desde los tajamares de 1678, en un intento ya ambicioso por controlar los desbordes en la época de los deshielos, ya se han ganado nuevos suelos para la ciudad, comenzando la historia de su domesticación humana. De paso, el cauce comienza a alejarse de la plaza. El aspecto desparramado del río comienza así a acotarse, y los brutales desbordes a disminuir, especialmente cuando aumentan los canales de regadío que lo sangran en las chacras al oriente de la ciudad, desarrollo que lamentarán los de Renca y Lampa que, ante las ocasionales sequías, estarán cada vez menos provistos. Por otro lado, el río fue el gran ordenador del actual Santiago Oriente. La importancia del agua es tal, que las propiedades se organizaron desde el Siglo de la Conquista con su fachada enfrentando al río, alineadas, quedando un espacio público ribereño que permitirá dar paso a los caminos costaneros norte y sur, desde el comienzo de la ciudad para acceder, especialmente, a Vitacura y La Dehesa del Rey. La futura avenida Irarrázaval comienza a formarse, justamente, como límite sur de las propiedades, por lo que su forma sinuosa replica, como un eco, las curvas del río. Sangrado así cada vez por más y más canales construidos a medida que aumentaban las plantaciones al oriente de la ciudad, el Mapocho perderá algo de su ímpetu original, cada vez más domesticado, alejándose su impronta de torrente precordillerano. El corregidor Zañartu, en 1766, planificó que la calle Merced se abriera a altura del parque Forestal, donde salía el primer tajamar, “de cuya manera –dice–, quedaría más hermosa la ribera y más divertida”, momento en que también perfeccionó la actual plazuela del Corregidor y allí planteó un declive o escarpe del borde del río junto al puente de Palo, “por el cual –dice– puedan subir y bajar los coches en los veranos o tiempos de diversión”. Así se completó la Alameda de los Tajamares, paseo obligado de la sociedad, bordeado de sauces, que consideró un recorrido e incluso una Plaza de Toros entre los árboles. Ante estos adelantos, y para defenderlos en 1769, se comisionó al corregidor Zañartu y al arquitecto Goycoolea para que inspeccionaran “las demasías” o ampliaciones de terrenos de los vecinos que, a costa de los bienes públicos de la ciudad, querían mejorar su posición frente al río y sus sauces. El paseo lo completó, después de Zañartu, el gobernador Jáuregui, quien agregó la Alameda Nueva, también con sauces, desde el puente de Cal y Canto a la Iglesia de San Pablo. Así, a fines de la Colonia, Santiago reconocía el Mapocho como área verde y de esparcimiento en todo el tramo más urbano.


Recién en 1798 se cumpliría el sueño de Zañartu, cuando se prolongó más allá la calle Merced, demoliéndose los tres montes del norte del cerro Santa Lucía, ésos donde tocaba su flauta el fraile Correa. Al allanar y empedrar la calle, la ciudad tuvo un mejor acceso al paseo del Tajamar, poco más arriba, deteniéndose la gente en la actual calle Bueras a comprar roscos en una conocida panadería.

“En ese mismo año (1772) construyó sobre el río Mapocho un puente de cal i piedra, de seis ojos, para asegurar una comunicación permanente entre la ciudad i las chacras o huertos que proveían a su alimentación, i lo situó enfrente del nuevo templo de la recolección franciscana que se edificaba en la banda norte del río”. Carta de Juan Henríquez, 25 de diciembre de 1772. Las obras del puente Cal y Canto comenzaron en 1767 y acabaron en 1782.

Pero Zañartu debió enfrentar un desafío más, el mayor. El río, que parecía tan domesticado, no lo estaba. Seguía siendo una fuerza de la naturaleza y nunca dejaría de serlo. Quien lo despreciara, al verlo exangüe en verano, apenas cubriendo el centro del lecho, cometía un error. Y los santiaguinos del siglo XVIII, por creerlo así, lo sufrieron. La tremenda inundación del 16 de junio de 1783, la célebre y brutal “Gran Avenida”, como se le llamó en las crónicas de la época, la que según Vicuña Mackenna (Historia de Santiago) dejó la ciudad convertida “en un inmenso lago”, destruyó todo lo obrado a lo largo de 25 años –paseos y tajamares–, reafirmando la identidad torrencial del Mapocho. Detrás de su rostro recreativo, conservaba el natural. Esto indujo al gobernador Ambrosio de Benavides a estudiar un verdadero sistema de diques que contuvieran a ese río que, por vocación, cada vez que subía excepcionalmente de nivel, intentaba ingresar a la 47


El día 10 de agosto de 1888 una crecida del Mapocho destrozó tres arcos del puente, lo que llevó a las autoridades a decretar su completo derrumbamiento.

Alameda. Faltaban tajamares, o “atajamares”, porque eso parecía al desatarse sus aguas, un mar avasallador con olas de varios metros de alto. Se lo encargó a Leandro Badarán, un excelente profesional formado en el Real Cuerpo de Ingenieros Militares y enviado por el rey a levantar los fuertes de Talcahuano y a reforzar los de La Frontera. En unos días preparó el profesional los planos, que también proponen un diseño urbano de la ribera resultante. El ingeniero Pedro Rico agregó barandas cuatro años después. Honor a los ingenieros españoles del siglo XVIII, que siempre se daban tiempo y arte para diseñar obras civiles sin olvidar la estética, la vida urbana y el impacto que su creación provocaría en la ciudad que la acogía. Las obras demoraron. Ambrosio O´Higgins, siempre ejecutivo, decidió que, no habiendo fondos y siendo tan necesarios los muros defensivos, se financiaría el trabajo con impuestos, los del azúcar que entraba por Valparaíso y los de la yerba mate que venía por la cordillera (es decir, dijo alguien, partieron a costa de “las viejas materas”...). El rey no se lo aprobaría, suspendiendo la medida, pero se le aceptó cobrar impuestos a los exportadores de Valparaíso. Como ya no se contaba con Badarán, la dirección de la obra fue asumida por otros ingenieros bajo la tutela de una Superintendencia de Tajamares que encabezó Manuel de Salas. 48

De unos dos mil metros, desde la altura de la actual calle Miguel Claro y a lo largo del actual parque Balmaceda, hasta algo más allá de la calle del Puente, se alzó la soberbia estructura que, además de los consabidos ladrillos, arena, cal y huevos, contó con piedra canteada por sugerencia de Joaquín Toesca. Importante es la influencia de este gran arquitecto italiano, quien asume la dirección de la construcción en 1792, ya que fue él quien incorporó dos ideas que no estaban en los proyectos anteriores; el paseo peatonal sobre el muro, entre la actual plaza Baquedano y la calle Miguel Claro, y un obelisco conmemorativo: dos notables signos de cultura urbana. El paseo del Tajamar, que sobrevivirá unas décadas, el más elegante de Santiago por entonces, se convirtió en el mejor atributo humano de la ciudad, un paradigma de los tiempos, un espacio público donde vivir la nueva cultura del Directorio francés a partir de 1801, donde la moda asfixiante se volvió libre, despojada, natural, a la romana. Artistas de paso, como Wood, Brambila o Molinelli, escogieron este lugar para retratar esta sociedad. Wood incorporó incluso el elegante obelisco cuya verticalidad contrastaba con la horizontalidad andina, obra de Toesca demolida en 1927, culminación de ese paseo que regalaba la vista de los cerros teñidos de violeta, rojo, púrpura, en los largos atardeceres estivales.


Así, junto al Mapocho, el paseo del Tajamar se transformó en el primer y principal paseo público de Santiago, ya que la plaza de Armas tenía carretas verduleras, bostas de animales, mal olor. Aquí, en cambio, salía la gente a tomar aire, reunirse socialmente, ver carreras de caballos, pasear en coche, incluso, sobre el alto lomo de los tajamares. Parejas, individuos solitarios, familias, salían entonces de la ciudad para encontrar, más allá del cerro Santa Lucía, una expansión. El inolvidable Zañartu no había terminado de trabajar; tendría, nuevamente, aún otro desafío. Por entonces había tres puentes, de madera, sucesores de otros ya demolidos por las furia de las aguas, uno por la plaza de San Pablo, al poniente, y dos al oriente. Destaca entre estos el célebre puente de Palo de Recoleta –techado como el de Lucerna en Suiza y con su caseta de vigilante para controlar a los amantes muy fogosos–, que servía para el paso de los frailes franciscanos y dominicos que iban y venían de sus recoletas, para el ir y venir de los chimberos que cruzaban el río para entrar o salir de la ciudad, y también de paseo de elegantes, luego de ir al Casino, que era un lugar de célebre gastronomía en la calle de las Ramadas, ésa que se llamará después Esmeralda, junto al río. Obsérvese, de paso, la constancia de la ribera del río como eje gastronómico desde entonces.

Hacía falta un puente mayor y definitivo, porque las avenidas del río destruirían una y otra vez los de madera. Uno que fuera digno de la gran cultura de la Ilustración que por entonces preconizaban en España los reyes borbones, la que hacía de las ciudades, con grandiosas obras públicas, el escenario triunfal del progreso humano: “Previo diversos estudios en los que intervinieron los ingenieros militares Juan Garland y José Antonio Birt, este último acreditado como proyectista, la obra del puente sobre el Mapocho se inició el 22 de septiembre de 1772”. (Benavides Courtois, Juan; “Arquitectura e Ingeniería en la época de Carlos III”, en “Estudios sobre la época de Carlos III en Chile, Edic. de la Universidad de Chile, Santiago 1982).

Por lo tanto, se agregará el imborrable puente de Cal y Canto, de majestuosa prestancia romana, para muchos la más hermosa obra pública hispana en las Américas, obra que le dio jerarquía urbana a Santiago y que fue, por largo tiempo, la cara de la capital para el viajero. Era la imagen más indeleble que se llevaría de la capital de Chile. Un hecho invaluable es que toda la población participó en el proyecto, consciente de su importancia, discutiéndose hasta en las plazas si debía hacerse con piedras rojas o blancas, o con ladrillos o una combinación de materiales. Para cada aspecto se escogió al mejor artesano de la ciudad, lo que era motivo de orgullo para los elegidos.

En el año 1889 se iniciaron las obras de canalización definitiva del río Mapocho mediante el levantamiento de sólidos muros de piedras, los cuales hasta la fecha sólo han sufrido cambios por los trabajos de construcción de las nuevas autopistas.

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Antigua laguna del Parque Forestal creada por el paisajista George Dubois.

“He visto en tiempo de las avenidas por las márgenes del Mapocho los pececillos muertos, causando admiración que el mismo cauce que les sirve de Madre y los alimenta, los destruya por la nueva introducción de mortíferos materiales”. Informe del médico Agustín de Ochandiano y Valenzuela al gobernador Gabriel Cano y Aponte, 2 de agosto de 1718, sobre las aguas del Mapocho.

Con tajamares monumentales, el hermoso y elegante paseo del Tajamar, y el soberbio puente de Cal y Canto, los españoles nos dejaron un río humanizado y urbano como el que más, digno de cualquiera y superior a muchos de los de su Europa de origen. Cumplieron cabalmente su misión, de tratar a la ciudad como capital de una provincia y no sólo como a lejana colonia. Los viajeros pasearían por ellos, con el suntuoso marco de los Andes, entonces tan cercano, y no dejarían de dejar por escrito su aprecio por Santiago. Reconozcamos, entonces, que a lo largo de la Colonia los españoles supieron rendirle tributo; organizaron la ciudad y las chacras junto a sus orillas, crearon una agricultura con sus aguas, lo convirtieron en el espacio que acogió la recreación, en su ribera se inició la evangelización, junto al Mapocho se alzaron los mejores espacios y monumentos –paseo del Tajamar, puente de Cal y Canto…–, y hasta sus desbordes animaron, con sus inundaciones, la vida de la ciudad. Nuevamente, como en los tiempos precolombinos, fue un protagonista sin discusión. Hasta entonces era el Mapocho un lugar oficial, un espacio, como correspondía a la Colonia, administrado por el poder. Sin embargo, una vez culminada la Independencia, los nuevos chilenos se acercaron a la ribera del Mapocho buscando expresiones más espontáneas. Y lo hicieron especialmente en el tramo que se extiende al oriente del Santa 50

Lucía, en busca de recreación junto a la caja del río, en la vecindad de sus aguas y de las brisas que bajan por la cuenca desde la precordillera. Es lo que indica y sugiere la geografía del sector. En la vecindad se multiplicaron los bodegones, dos de ellos en la actual calle José Miguel de la Barra, con venta de alcoholes y frutos del país, con gente jugando a la rayuela en sus entornos. Ya existían como lugar de comercio a fines de la Colonia –por ahí anduvo Manuel Rodríguez, disfrazado, intercambiando mensajes durante la Reconquista–, pero ahora devienen lugares de recreo social. También nacieron las chinganas, palabra quechua que indica “perderse”; y a eso llegaban los oficiales patriotas, a perderse de sus casas, a gozar estos emparronados con canto y baile donde merodeaban, también, “las mujeres públicas”. “El Parral” era una chingana ubicada cerca del actual Palacio Bruna del parque Forestal, y tanto la celebraron los oficiales argentinos, que sería para ellos lo más memorable de Santiago, aunque pronto tuvo la cercana competencia de “El Nogal” un poco más abajo. Todavía, por entonces, sin Mapocho canalizado, la ribera corría por la calle Merced y lo que hoy es parque Forestal, eran cascajales del río. Diego Portales fue uno de los más asiduos visitantes y promotores de las chinganas, según las lenguas mordaces, porque, al igual que


los antiguos romanos, habría descubierto que la gente está tranquila si tiene pan y circo. Las chinganas eran un moderno circo romano, lugar de fiestas y rivalidades, de pasiones y, de cuando en cuando, de cuchilladas. Ahí, los hombres se sentían libres, más que en ninguna otra parte de la capital de la nueva república. Aunque por entonces se bautizó al Mapocho con el apodo de “El Camaleón” por los cambios en la coloración de las aguas, nombre popular para un curso que se sabía no era grandioso, el río era celebrado por extranjeros como el viajero Ruschenberger, quien en 1831 escribe que las acequias extraídas del Mapocho rodean Santiago y “acarrean todas las inmundicias fuera de la ciudad, lo que hace que Santiago sea la ciudad más limpia tal vez de toda la América del Sur. El Mapocho también prodiga a los hijos de Santiago el lujo de tener baños públicos y privados”. (cit. En “Memorial del Viejo Santiago”, de Alfonso Calderón). José Victorino Lastarria, en su célebre Discurso de incorporación a la Sociedad Literaria, pieza fundamental en su pionera campaña de identidad nacional, planteó que la naturaleza es el único posible aglutinante de un país de divisiones sociales muy marcadas, y donde el tema indígena estaba pendiente. Dice entonces: “La naturaleza americana, tan prominente en su forma, tan nueva en sus hermosos atavíos, permanece virjen; todavía no ha sido interrogada”.

Aquí llega también don Benjamín Vicuña Mackenna, el transformador de la ciudad. Tendrá clara la presencia de los Andes como telón de la ciudad, así como también valorará la relevancia del agua, dos ejes de su visión, los mismos ejes de siempre. Toda la obra urbana de Vicuña Mackenna se desplegó a partir de un juvenil viaje a Europa. Cuando apenas tenía 24 años, en 1856, y luego de ver lo que se hacía en París y estando en Florencia, junto al río Arno, tuvo “la visión” que le marcará la vida. De inmediato, emocionado por ese río, escribió un texto para la prensa, que el diario “El Ferrocarril” le publicó en marzo de ese año, sobre la necesidad de transformar Santiago. A los 24 años, junto a un río, dio forma a su futuro. Así, Vicuña Mackenna reconoce al Mapocho como el eje articulador de la ciudad; desde él ordena su sistema de bulevares. Avanzando de sur a norte, en cambio, el río es la culminación de ellos, su remate, con la fantasía adicional, eventual –nunca se construyó– de sus casas de recreo y lago artificial para embarcaciones menores y con baños flotantes. No es que él haya sido un entusiasta del río; por el contrario, creía que había que humanizarlo, embellecerlo, intervenirlo para que tuviera mejor presencia. Escribió, incluso, que era “el más feo y desagradable de los ríos de la Creación, con sus creces y secas, orillado de basuras pestilentes”… (Vicuña Mackenna, Benjamín. “La Transformación de Santiago”, 1875).

Elegante panorámica de los años 60.

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Efectivamente lo urbanizó, en todo el sentido de la palabra; tomó el río Mapocho, eje vertebrante de la ciudad, y lo reconoció como uno de los cuatro costados de su Anillo de Cintura. Concilió la ciudad del damero, cuadrada, con la ciudad que crece a lo largo del río, lineal. Y agregó una tercera dimensión, que se sigue hasta hoy: la radiocéntrica. Santiago es una ciudad que se despliega desde el río, formando vagamente un círculo que tiene al Mapocho como diámetro fundacional. A los 40 años, ya intendente, Vicuña Mackenna comenzará a realizar sus sueños, tan decisivos para la transformación de la ciudad. Para él era todavía evidente, con su mirada de mediados del siglo XIX, la condición semidesértica del valle, suerte de oasis lineal a lo largo del Mapocho, como los del Norte Chico con sus ríos breves de los cuales el Mapocho es pariente. Esa sequedad –y no olvidemos que escribió un libro sobre la historia del clima chileno– implicaba una situación de riesgo que requería medidas en función del agua, de los cultivos dependientes de ella, y luego de la creación de parques y plazas que modificaran ese ambiente. En palabras del intendente, medidas que le aportaran “vida”; incluso llegó a proponer la demolición de los edificios al norte de la plaza de Armas –¡de los principales de la ciudad cívica!–, para así generar un pulmón verde que diera un carácter al seco casco histórico, refrescándolo.

Benjamín Vicuña Mackenna (1837-1886), el gran intendente de Santiago.

Como resultado de su proyecto de canalización del río, el que deja ya contratado, nacerá en los nuevos suelos el parque Forestal, además de un sistema de puentes metálicos que se adquiere para cruzar un río que a esas alturas es más angosto; así nace, queda proyectado, el Mapocho culminante del Centenario. En sus tres años de intendente, 1872 a 1875, Vicuña Mackenna deja listas las bases para que sea posible ese apogeo. El año 1890 se dio inicio a las obras del parque Forestal según el proyecto definitivo de Dubois, el que fue impulsado por el alcalde Ismael Valdés Vergara para que se completara para el centenario de 1910. El aporte más relevante es el barrio Forestal, creado entonces tras la canalización del río, inicialmente destinado a edificios públicos pero afortunadamente destinado a parque, museo y edificios privados, según muchos el mejor barrio de la ciudad hasta la fecha y el primero funcional al río. El primero que lo reconoce, el primero que se construye y ofrece “con vista al río”.

José Victorino Lastarria (1817-1888).

Culmina por el poniente en la estación Mapocho que será la puerta de la ciudad desde Valparaíso, así como también el acceso obligado para quienes llegan desde el norte, y así encuentran una fachada urbana: la estación, el monumento a Los Héroes de Iquique, el Mercado Central y el comienzo de las arboledas del Forestal. Dos plazas, Argentina y Mapocho, permitían además llegar a la ciudad en ferrocarril y transbordar a la mayoría de las líneas de tranvías; la segunda, cabecera de la estación Mapocho, recibía al viajero junto a

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Tras la consolidación del barrio Forestal, el río sigue determinando el crecimiento de la ciudad. Así, a continuación se diseña la expansión de ésta hacia el oriente, desde Pío Nono, de la avenida Santa María que llega hasta la Chacra de “Lo Contador”. Es una avenida que de inmediato insinuará presiones inmobiliarias sobre el sector, desplazándose Santiago hacia ese punto cardinal y ya entonces –1915– determinando el futuro de la ciudad: camino a la montaña, reptando a lo largo de las riberas del río, hacia su origen. El ingeniero Ismael Valdés Valdés – no confundir con Ismael Valdés Vergara– es otro estudioso de la morfología de Santiago. Luego de ver sus problemas, partió a Europa a aprender –y no a copiar– porque valoraba en mucho la silueta del Santa Lucía, la masa del San Cristóbal el sinuoso recorrido del Mapocho que salva la ciudad de la monotonía de los cuadrados perfectos e incesantes. También ensalzaba el fondo andino de la ciudad hacia el oriente y la vegetación plantada en la ciudad. Con sólidas razones arguyó que las calles nuevas debían correr de noreste a suroeste y de noroeste a sureste para aumentar su asoleamiento y la salubridad de los barrios. En 1914 dio una conferencia en la Biblioteca Nacional y, describiendo los avances de Buenos Aires y Río, preguntó: “¿Qué ha hecho Chile respecto de Santiago?”. las aguas del río, ofreciéndole la vista de la caja fluvial y la perspectiva amplia, por ese espacio visual, de la cordillera: se dejaba ver, gracias a la anchura del pedregoso lecho, la “ciudad andina”. Esto siempre impresionó a los viajeros. El propio parque Forestal había sido diseñado en función de las aguas del Mapocho. George Dubois, su paisajista, luego de inspeccionar el basural y los ranchos que ocupaban parte del cauce, y de estudiar los cambiantes flujos del Mapocho “tuvo la idea –bastante genial– de inundar porciones significativas del parque aprovechando la proximidad del río, creando un paisaje notable con pocos medios y en un tiempo mínimo”. (Ver “Fernando Pérez Oyarzún, José Rosas, Luis Valenzuela: Las aguas del Centenario”). El Forestal tardaría un poco en formar la cubierta de copas cuya sombra sería célebre. Los adolescentes de entonces, que paseaban ahí –futuros premios nacionales de literatura como Manuel Rojas y José Santos González Vera, y el que sería el famoso doctor Sergio Atria– solucionaban esa falta con sencillez: metiendo la cabeza en la acequia, para mojarse el pelo... Pero toda esa elegancia en un tramo no alcanza a transformar el río que el cronista Justo Abel Rosales llama “campesino, turbulento y plebeyo”, río que “andaba como borracho formando camorra a la ciudad”. Tan ingeniosa es la metáfora que años más tarde la recupera Joaquín Edwards Bello y le da un nuevo giro, ahora racista: “Río típico araucano, beligerante y solapado, dispuesto a atacar cuando se siente fuerte”. (cit. en Calderón, Alfonso; “Memorial del Viejo Santiago”, Ed. Andújar, Santiago de

San Alberto Hurtado (1901-1952) hizo de sus recorridos por las caletas del Mapocho un símbolo de su amor por los marginados que hacían de su hogar el olvidado cauce.

Chile, 1996).

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El comercio y la vida popular han sido una constante en la vida del Mapocho. En la imagen del frente, improvisadas balsas se deslizan rĂ­o abajo, celebrando la primavera en el Santiago que ya se fue.

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Al margen de sus quejas, debemos reconocer que el Mapocho también fue un protagonista del siglo XIX, y que mantuvo esa condición señera a lo menos hasta 1920, cuando los árboles del Forestal y su palacio de las artes, la estación del ferrocarril y los puentes metálicos –los tiempos del hierro como símbolo de progreso– le dieron un nuevo aire, una nueva actualidad, una belleza nueva. Después, avanzado el siglo XX, aparece la confusión; es el peor período. Se acentúa lo que propone Gonzalo Piwonka a lo largo de su libro “Las aguas de Santiago de Chile”, postulando que nuestra relación con el Mapocho ha sido ex post, no planificada ni asumida. Históricamente, ha sido reactiva frente a sus desbordes, haciéndonos especialistas en la solidaridad ante el desastre y no en la cultura del agua. Su decadencia aparece retratada en la novela autobiográfica de Alfredo Gómez Morel, precisamente llamada “El Río”, texto testimonial y de ágil pluma, dramático también, sobre “los pelusas del río” que, casi

niños, aprenden a vivir al amparo de los puentes del río, entre la pillería y el hurto, la promiscuidad sexual y el abandono. Es esa realidad la que llevó al jesuita Alberto Hurtado a recorrer las orillas, bajar bajo los puentes, a rescatar esos niños en su camioneta verde. Una situación penible que también llamó la atención del poeta Pablo Neruda que la incluye en su “Oda a la Vieja Estación Mapocho de Santiago de Chile”: ... con su cinta de barro el río Mapocho rascaba tus paredes, y los niños dormían en las alas del hambre”. (Neruda, Pablo. Fragmento en Nuevas Odas Elementales, 1956).

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Muchos santiaguinos se han visto obligados a instalar precarias viviendas en las orillas del Mapocho, experimentando mejor que nadie los diversos estados de รกnimo de su torrente.

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El único uso público, entre tanto basural espontáneo que comenzó a alejar a los santiaguinos de su río, era el de los estudiantes de la Universidad de Chile, con sus regatas a principios de año, especialmente promovidas por los estudiantes de Derecho que tienen su facultad junto al puente Pío Nono. Era una suerte de iniciación para los alumnos nuevos que debían avanzar, en cámaras infladas o en balsas improvisadas, en irónica parodia de los elegantes remeros de las universidades de Cambridge y Oxford. El parque Providencia será la continuación del Forestal hacia el oriente, un aporte de Prager para reconocer el telón de los Andes con su espejo de agua en el remate, que reflejaría el macizo andino de El Plomo; el eterno diálogo precolombino de agua y montaña. La existencia de los tajamares en ese lugar se hará presente en el escudo municipal de Providencia, de 1948: “En el centro, en colores naturales, lleva un trozo de los antiguos tajamares del Mapocho y la pirámide conmemorativa que se construyera frente a la actual avenida Condell”. (León Echáiz, René: “Ñuñohue”, Ed. Francisco de Aguirre, Buenos Aires-Santiago, 1972).

El parque Balmaceda (o Providencia) es seguido por el parque de las Esculturas inaugurado en 1988 con sus 300 metros de largo, diseño de Germán Bannen y Jorge Oyarzún. Luego vino el parque de los Reyes al poniente, más tarde se realizaron las intervenciones en Vitacura con el paisajismo de Marian Salamovich en Borderío, todas intervenciones longitudinales y destacables pero que no alcanzan a conformar, como quería Vicuña Mackenna, un orden de bulevares y perspectivas que se ordenara desde y hacia el Mapocho, y que tuviera el referente andino como su culminación final para que Santiago, desde la amplitud del cauce, fuera una ciudad mirador, una ciudad que contemplara la cordillera de los Andes, su proveedora de aguas; que fuera una ciudad andina donde el río uniera la cordillera con el valle en su avance hacia el mar.

“El invierno se hizo tan grande y desaforado de lluvias, tempestades, que fue cosa mostrusa…pensamos de nos anegar, y dicen los indios que nunca tal han visto, pero que oyeron a sus padres que en tiempo de sus abuelos hizo así otro año.” Pedro de Valdivia en carta a Carlos V, el 4 de septiembre de 1545, respecto de las lluvias de Junio de 1544.

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En el año 1982, el río Mapocho tuvo una crecida histórica, la cual arrasó con viviendas, autos, calles y puentes. En la imagen, vemos el sector de Providencia, a la altura del actual puente La Concepción.

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En 1982, demostrando que a pesar de todo seguía siendo un río “insolente”, el crudo invierno culminó con una gran inundación. El sonoro retumbar de las piedras, las aguas rozando los puentes, las casas arrasadas, los autos mostrados en televisión arrastrados por el Mapocho… era el espectáculo de la naturaleza hablando, una vez más, en medio de la ciudad. Pero su imaginario no cambiaba, tal como lo describe Roberto Merino: “Sobrevolado por gaviotas carroñeras y dominado en la parte baja por sórdidos guarenes, ahí está el Mapocho, en su diario e indiferente escurrimiento. Las inundaciones le sacan de vez en cuando del letargo y refutan su proverbial raquitismo, provocando una desoladora estadística de damnificados”. (Santiago de Memoria”, Ed, Planeta, Santiago de Chile, 1997).

Y si bien, a pesar de estas inundaciones, Santiago ya ha logrado un nivel de eficiencia considerable como metrópoli moderna, viene ahora el tiempo de volver a reconocer la geografía, de crear un sistema lineal y coherente de espacios públicos atractivos en relación al río, de aumentar el número de parques y paseos que van a desembocar en él, de disminuir la contaminación y el ruido que alejan a los posibles caminantes de sus riberas.... Esperamos que sea así. Que si en el siglo XX se olvidó el diseño urbano, lo recreativo y el espacio público, para enfrentar exitosamente la tarea de construir la infraestructura de una metrópoli, ahora, finalmente cumplida esa parte de la tarea, llega el tiempo de la cultura urbana, del diseño urbano, del paisajismo en el espacio público para recuperar su calidad escénica.

Mismo sector de Providencia, una vez levantados los tajamares del año 1982.

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Las aguas del Mapocho Gonzalo Piwonka F.

CapĂ­tulo

III


Afluentes del Mapocho Tal como queda expuesto, la hoya hidrográfica del Mapocho abarca una extensa área de nuestra cordillera, lo que explica la sorprendente capacidad de este río para acumular aguas de los afluentes que lo alimentan. El efecto que causan las lluvias luego de fuertes nevadas se traduce en un enorme caudal que ha superado con creces el reducido espacio con que actualmente cuenta el río. El Mapocho, además, posee una marcada pendiente que le otorga velocidad y fuerza, lo que aumenta su capacidad de ocasionar daños cuando se sale de madre. Por sus turbulentas aguas han transitado autos, árboles e incluso casas, aparte de las pesadas rocas que a lo largo del tiempo han dejado testimonio de su energía. En la parte alta, el río se forma por la unión de los esteros Leonera y Yerba Loca, que luego se encuentran con el río San Francisco y el río Molina. Más abajo, se les une el estero del Arrayán. En la ciudad, hacia el poniente, se incorporan las aguas del canal San Carlos, el estero de Lampa, y finalmente, el Zanjón de la Aguada. Actualmente, el mayor porcentaje de contaminación de sus aguas son aportadas por los canales San Carlos y Zanjón de la Aguada, más un conjunto de innumerables desagües que están siendo exitosamente erradicados.

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Estero Lampa


Río San Francisco

Estero Yerba Loca Estero Leonera

Estero El Arrayán

Río Molina

Río Mapocho

Río Maipo

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Nuestro Mapocho, columna vertebral de Santiago Características y descripción de su conformación geomorfológica Para comprender a cabalidad el comportamiento y personalidad del Mapocho se hace imperativo conocer sus características, ya que, como se verá a lo largo de este capítulo, ha sido determinante en su relación con la ciudad y sus habitantes. En primer lugar, respecto de su geología y geomorfología, hay que establecer que el área de interés para inciar nuestro analisis se vincula con las tres principales unidades morfo estructurales de la zona central: cordillera de los Andes, depresión intermedia y Cordillera de la Costa. Por otro lado, en relación con la hidrología, el Mapocho posee un carácter nivo-pluvial (esto es, nieve y lluvias) tipificada por la ausencia de meandros, junto con una fuerte pendiente del talweg o “camino del valle”, que son responsables de que el flujo sea de tipo torrente, con marcada turbulencia. Es en la época de los deshielos cordilleranos, y no en el invierno, en que se producen caudales más potentes. Por otra parte, en el alto Mapocho (una vez recibidos sus matrices esteros y ríos tributarios) el flujo medio no supera los 3,1 m3/s. En el plano intermedio, con la captación de las aguas del canal San Carlos, los eyectores de aguas servidas urbanas, y otras varias fuentes, el caudal promedio no se alza por sobre los 13 m3/s. Vale decir, a su paso por la ciudad misma de Santiago el flujo más que se cuadriplica. En La Rinconada de Maipú, a los pies de la Cordillera de la Costa, el Zanjón de la Aguada, los ríos de Lampa, Colina, y otros afluentes y eyectores elevan exponencialmente su caudal superando los 30m3/s. Remarcamos que esta medición corresponde a “años normales”, variando sustancialmente su flujo en los meses nivosos seguidos –días después– de una pluviometría constante producida en una zona no acostumbrada a las lluvias, en que la isométrica es más elevada que en la cota nivosa. Este fenómeno climatológico es el que ha producido –desde decenas de miles de años antes del arribo de los españoles a la cuenca del Mapocho– las famosas avenidas o inundaciones del río capitalino. Otro factor importante en la morfología del Mapocho es la gradiente pronunciada de su talweg, que lo constituye en un típico río “torrentoso”, al estilo del Maipo, Rapel y Mataquito, todo lo contrario que uno “de llanura” con amplios meandros, como el Valdivia, el Bueno, el Támesis o el Sena.

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67 Cerro Manquehue visto desde el interior del cauce.


Fotografía de 1915, donde se destaca el efecto urbanizador de la canalización del río. Santiago, desde entonces, no ha dejado de cambiar, siendo el cauce del Mapocho un relevante espacio urbano.

Respecto de su pendiente es importante también destacar que en la boca de El Arrayán –Puente San Enrique– su curso se encuentra a unos 800 M.S.N.M. (metros sobre el nivel del mar); a lo largo de Vitacura transcurre a unos 700 M.S.N.M.; al cruzar el puente Pío Nono se encuentra a 575 M.S.N.M.; frente al puente Independencia corre a 535 M.S.N.M.; y a la altura de la avenida Matucana a 525 M.S.N.M. El sector de Pudahuel está a una altitud de 450 M.S.N.M. relativamente parejos por lo que allí las aguas del Mapocho y del Zanjón de la Aguada escurren muy lentamente. En años muy pretéritos, cuando el caudal no se saturaba como ahora, el Mapocho desaparecía temporalmente (en el mítico lugar denominado Chuchunco) más al poniente, y reaparecían sus aguas purificadas, límpidas y destiladas, a la altura de San Francisco de El Monte. 68


Las grandes inundaciones y sus defensas fluviales El río de la ciudad tiene un largo y penoso calendario de inundaciones y desastres, desde los tiempos incaicos hasta hoy. Asimismo, sus habitantes han tratado –la más de las veces infructuosamente– de contener su furia. La primera gran riada de la que hay registro se produjo el 20 de julio de 1574. La última, aunque débil, en 1997. Las hay grandes y medianas, pero en la memoria histórica han quedado indeleblemente marcadas las avenidas de los años 1581 y 1588. Curiosamente, durante el siglo XVII sólo registró una, en 1609, en que una gran y destructora avenida hizo salir de madre el Mapocho, derribando casas y destruyendo la acequia que captaba aguas para la ciudad desde la Quebrada de Ramón. De allí que la población y el Cabildo Abierto acuerdan financiar con “derramas de los vecinos” (contribución proporcional a los ingresos, que inclusive debieron pagar los monasterios y clérigos) un tajamar de material sólido, pues hasta ese año sólo se habían instalado, a modo de defensas fluviales, “pies de cabra”, esto es trípodes de troncos rellenos con piedras o bolones del río. No deja de ser curioso que, para esa importante obra de la

Colonia, se llama a propuestas públicas para levantar la obra mediante la adjudicación a un contratista privado. Esos primeros tajamares de madera y piedras fueron encargados al alarife Ginés de Lillo. Las defensas quedaron hechas, provisoriamente, en una primera etapa en 1613 y, definitivamente, en 1620. Promediando el siglo, y dada la lentitud de los avances del tajamar sólido, esta vez se decide recurrir al dinero proporcionado por Lima, la Audiencia y por los vecinos, que, además, ofrecen mano de obra. Pero sólo en los últimos treinta años del siglo XVII pueden finalizarse los tajamares propiamente tales, ello en virtud de haber tomado el Estado su ejecución, sobre la base de un nuevo impuesto: “el Ramo de Balanza”, que pagaban los comerciantes de Santiago, y que toma su nombre al gravar por el peso las mercaderías que se embarcaban en Valparaíso. Esta contribución o impuesto beneficiaba exclusivamente el financiamiento de las obras públicas, y rigió hasta principios del siglo XIX. Estos tajamares adquirieron el nombre popular de “Los Tajamares del Gobernador Henríquez”. En 1712, 1742 y 1763 la ciudad y sus defensas fluviales no resistieron las riadas mapochinas. Pero, como signo del destino del Mapocho, en el

Caja del río a mediados de el siglo XIX, a la altura del Puente Palo, frente a la actual plaza del Corregidor.

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último año indicado dos avenidas llenan de sedimentos las acequias de la ciudad; destruyen completamente los tajamares del tiempo del gobernador Henríquez; y puentes del Mapocho, como el “de Palo” (frente a Recoleta), e inunda y aterra con arenas la “caja de agua” de la Pila de la Plaza. Al año siguiente, ante las fuertes lluvias y nevazones, se comienza a acarrear piedras del cerro de Santo Domingo (cerro Blanco) para la construcción del Puente Nuevo o Grande. Estas piedras habían sido traídas al borde del río para ir levantando nuevos tajamares bajo el gobierno de Domingo Ortiz de Rosas. Pero en mayo de 1779 una avenida del río destruye parte de estos tajamares, los cuales resisten en su mayor extensión, que llegaba ya casi hasta el actual puente Pío Nono, siguiendo por el medio del hoy parque Forestal. Estos tajamares fueron el inicio del célebre paseo de los Tajamares, que iba desde el pie norte del cerro Santa Lucía hasta la hoy Fuente Alemana, siguiendo la calle Merced. Pero el annus miserabilis del Mapocho estaba a la vuelta del calendario. En junio de 1783 dos terribles avenidas del Mapocho inutilizaron el ducto subterráneo del agua potable que corría por calle de las Monjitas; asimismo, destruyó completamente los tajamares de Ortiz de Rosas y los puentes “en su mayor parte”; muchas casas y “más de 300 ranchos y casuchas de gente pobre”. El puente Cal y Canto, aún en construcción, resistió en parte el torrente, pasando con éxito su primera prueba de fuego. Esta catástrofe ha permanecido en la memoria histórica como el año de la inundación “Magna”. Ella, por fin, hizo tomar conciencia en la población de los enormes peligros que representaba mantener a Santiago sin las defensas equivalentes a la furia invernal del Mapocho. Así en 1789 se inicia la construcción de los definitivos y sólidos tajamares de “Cal y Ladrillo” –que serán terminados en 1808– y que irían, en paños discontinuos, desde el puente Cal y Canto “30 cuadras arriba” siguiendo el curso de la actual calle Ismael Valdés Vergara, hasta enfrentar –por la presente avenida Providencia– las hoy calles de Manuel Montt y/o Miguel Claro, según los planos de los ingenieros Leandro Badarán, primero, y, luego, de Agustín Cavallero; siendo –entre otros– Joaquín Toesca y Rici el arquitecto encargado de la obra y Manuel de Salas su superintendente. Estos tajamares del Mapocho servirán de defensa a la ciudad hasta 1888, año en que se construye la actual canalización del río. Durante el siglo XIX se producen grandes avenidas del Mapocho, de las que sólo dejaremos testimonio de la de junio de 1827, 1850, 1877 y 1888. En la primera el río destruye la acequia matriz del agua potable a la altura de la actual plaza Italia y la de 1877 derrumba, hasta desaparecer, el tradicional y magnífico “puente de Palo” ubicado frente a la “plazuela de las Ramadas”, hoy plazoleta de la Posada del Corregidor. Pero en la del 11 de agosto de 1888, el potente desbordamiento del Mapocho destruye algunos arcos del puente Cal y Canto; días después, sin considerar su valor histórico y patrimonial, se le demuele brutal y completamente para efectuar la canalización del río. 70


Inundaciones y desbordes en Vitacura en el a単o 1982.

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Plaza San Enrique en el invierno de 1982.


Finalmente, el siglo XX sufre también de inundaciones mapochinas, pero es la del 28 de junio de 1982, la que en las nuevas generaciones ha quedado en su retina gracias a la fotografía y la televisión. Una gran avenida del Mapocho inunda los barrios del sector alto de Santiago. Calles como Juan XXIII, Luis Pasteur, Escrivá de Balaguer son ampliamente inundadas y casi todo el barrio Vitacura; la población de los Areneros es arrasada teniendo una secuela de 7 muertos (hoy existe allí el colegio de Las Ursulinas). Se producen derrumbes en Santa Rosa de Las Condes, sector de desembocadura de canal San Carlos en el Mapocho: una foto y cinta de TV han quedado como espléndidos testimonios de la furia del río graficando al auto Mini cuando es llevado por el río, a las 16 hrs.

Intentos, logros y ampliación de la canalización del Mapocho El primer intento de canalizar el Mapocho es un plan de Benjamín Vicuña Mackenna. Fue designado intendente-alcalde de Santiago en abril de 1872. Presenta al Gobierno, al Congreso y a la Municipalidad, al año siguiente, su célebre plan de veinte ítems para la transformación de San­tiago; destacando tres puntos: 1) La canalización del Mapocho; 2) El camino de cintura; y 3) La transformación de los barrios del sur de la ciudad. La vinculación del Camino de Cintura en su trazado norte está estrechamente unida a la canalización del río. Discutida su idea en varias ocasiones, fue recomendada desde 1855 como una necesidad por algunas personas que habían visto este género de trabajos en Europa, y fue diseñada por el ingeniero de ciudad José Antonio Arís. Sin embargo, no fue sino en mayo de 1872 cuando la autoridad local procedió a confiar el estudio del trabajo definitivo al ingeniero Ansart, mediante un honorario de tres mil pesos. Pero este primer proyecto de canalización del río de Santiago, al igual que el camino de Cintura Norte, quedó en el desván de los miles de propósitos urbanos incumplidos en Chile de todas las épocas. No fue hasta 1888 en que, por Ley del 14 de Enero, el Estado tomó a su cargo la canalización en la cual la Municipalidad de Santiago se había mostrado incapaz. Se autorizó al Presidente J. Manuel Balmaceda para invertir hasta $500.000 en la canalización del Mapocho. La misma ley declaró de utilidad pública de los terrenos que fueran necesarios y una faja de 100 metros de ancho a cada costado. Con la proyección y cálculos del ingeniero hidráulico Valentín Martínez Lanas, y la construcción del ingeniero José Luis Coo Muñoz, el Mapocho pudo por fin ser canalizado, sobre la base del proyecto de 1885. A mayor abundamiento, puede verse testimonio de esta autoría en los obelis­ cos erigidos en ambas riberas del río Mapocho, frente al Mercado Central y La Vega.

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Original Puente de Palo, imagen de 1875.

Es útil remarcar que este proyecto y la realización inicial de los trabajos son previos en meses a la gran avenida de agosto, que abatió dos arcos por el socavamiento del emplantillado que debilitó los machones que sostenían los arcos del majestuoso puente Cal y Canto. Por lo que se podría concluir que la demolición del colonial viaducto habría sido –con cierta certeza– efectuado de todas formas. El peso de la corriente hizo pronto que el puente se derrumbase. Así, en medio de la congoja del vecindario, terminó la existencia del antiguo y tradicional puente, sacrificado ante la “nueva obra de progreso urbano”. En septiembre de 1891, queda concluida la canalización del Mapocho, desde la plaza La Serena o Colón (hoy Italia o Baquedano), hasta la calle Manuel Rodríguez. Realizada la canalización, el Estado se reservó terrenos para calles, plazas y edificios públicos; y el resto se enajenó en pública subasta. Los terrenos fiscales, sin embargo, permanecieron abandonados durante

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largo tiempo y se usaron como basural hasta que, a principios del siglo siguiente, se trazó en ellos el parque Forestal. Mas adelante se decidió la extensión de la canalización, la que tuvo su origen en una Ley de 1921 que autorizó al Presidente de la República para invertir hasta $ 5.800 en la prolongación de la canalización del Mapocho, entre el puente Pío IX y la calle Román Díaz, emitiendo para su pago bonos del Estado. Las obras se ejecutaron en conformidad al proyecto elabora­do por la Dirección de Obras Públicas. Esta ley está rubricada por el Presidente Arturo Alessandri y el ministro de Fomento y OO.PP. Armando Jaramillo V. No obstante, la situación política de la década del 20 retrasó la ejecución de la obra, la que sólo pudo ser concretada durante el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo. Así, en 1930 se termina de canalizar el río Mapocho del puente Pío Nono al oriente, hasta pasado el futuro puente del Arzobispo.


Los puentes del río Para unir La Chimba con “la ciudad”, en 1669 se inicia la construcción del primer puente, conocido como “puente de Palo”, sobre el río para unir La Chimba con “la ciudad”, obra comenzada por los Franciscanos de la Recoleta. Para poder continuarla y levantar un tajamar, el Cabildo solicitó de los vecinos recolectar dos mil pesos, contribución de carácter voluntario “que cada uno pudiere dar conforme su caudal e interés”. A este financiamiento contribuyeron, con un total de $ 867, “las 98 chacras que están de la otra banda del río de esta ciudad y las 29 estancias de los curatos de Lampa y Colina”, y se solicitaron $ 100 a los del partido de Aconcagua y $ 200 a los de Quillota “que sean también especialmente interesados” en traer sus productos a la capital; asimismo, se destinó el remanente quedado de las limosnas enviadas por Lima para la reedificación de las ruinas del terremoto del año 1647. Ello demuestra que este primer “puente de Palo” no sólo era para peatones, como uno posterior del mismo nombre, sino que era de utilidad para las carretas que traían productos agrícolas desde el norte a Santiago. Este puente de Palo permaneció hasta la gran avenida de 1748. En su reemplazo se utilizaron pasarelas permanentes de tablones, y al siguiente año se construyó frente a Recoleta el “puente de horconada hacia La Chimba”. Al segundo viaducto de madera se le conocía como el Puente Viejo, era un paseo donde la burguesía santiaguina lucía tenidas y galas de la belle epoque, y permaneció en pie hasta 1877,

año en que una gran avenida del río hizo desaparecer este tradicional puente ubicado frente a la plazuela de las Ramadas, hoy plazoleta de la Posada del Corregidor. Respecto del puente Cal y Canto su historia es asaz conocida y ha sido tratada dentro del presente volumen. Dentro de las leyendas, está la labor como ejecutor del corregidor Luis Manuel Zañartu y el trabajo forzado al que habría sometido a los hombres que levantaron esta obra, que –junto con los tajamares– fue considerada como una de las mejores de ingeniería hidráulica de la América española, comparándosela con la desecación y canales del lago Texcoco, Tenochtitlán en México. Es cierto que con mano de hierro y un autoritarismo desenfrenado, Zañartu co­menzó los trabajos con la ayuda de una decena de albañiles y alrededor de ochenta reos, a los cuales irían agregándose gañanes cazados a lazo o sacados a empellones de las canti­nas, esclavos ofrecidos “en préstamo” para las faenas por sus amos criollos, y mocetones de Arauco, más el trabajo forzado penitenciario que era corriente en todas las obras públicas de la Colonia. Algo habría que decir en torno a otro de los mitos de la historia urbana de Santiago: que el pegamento de los murallones del puente Cal y Canto y de los tajamares del Mapocho estaba compuesto de “claras

El mítico Cal y Canto, imagen de 1880.

Este es el llamado puente Los Carros, por donde transitaba el tranvía. Imagen de 1888.

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de huevo”, cuando en realidad estaba compuesto de aceite de comer, o mejor, de zulaque. El “zulaque” es el betún o argamasa en pasta que se utilizó para unir y tapar las juntas de los arcaduces o tubos de cerámica. Se usaba en todas las obras hidráulicas en general. De aquí ha salido, a nuestro entender, este mito. Habría sido preciso tener la producción de todos los gallineros de China para obtener suficiente mezcla adhesiva para ligar los ladrillos de una obra como los tajamares, de treinta cuadras de extensión, cimientos de cinco varas de profundidad, con espesor de tres varas, y un muro protector de las aguas con una altura de dos varas sobre la zarpa –parte ubicada en la anchura del cimiento que excede a la del muro levantado sobre él–. Otro tanto puede aseverarse respecto del Cal y Canto. Además, ¿qué se hizo con las yemas de tal millonada de huevos? No hay noticias sobre una epidemia de hepatitis en el “Reyno de Chile”. En los años republicanos, a mediados del siglo XIX, se construyó el puente denominado “Ovalle” (hoy Puente Independencia), frente a la antigua Quinta de Zañartu. Cuando el ferrocarril pasó al barrio de la Chimba, se construyó un nuevo puente destinado a él y luego otro de hierro que se denominó puente Mackenna. El puente de Palo fue destruido por el río en 1877. Después que cayó el puente Cal y Canto se apresuró la terminación de un nuevo puente frente a Recoleta, en el antiguo emplazamiento del puente de Palo, cuya construcción estuvo a cargo del ingeniero Valentín Martínez y fue inaugurado un mes después (septiembre de 1888); pero tuvo corta duración. Posteriormente, vino la época de los puentes metálicos que se erigieron en diversos lugares y cuya consistencia y buena construcción constituyeron un notable adelanto urbano. Primero, en 1890, se construyeron los puentes de Purísima, Mackenna y 21 de Mayo, por la firma “Lever, Murphy y Co.” y, posteriormente, en 1892, los de Pío Nono, La Paz (sector Yungay), Recoleta, Manuel Rodríguez y Cañadilla. Estos viaductos existen hasta hoy, aunque algunos no frente a sus sitios iniciales. A contar del siglo XX se han agregado varias estructuras de concreto armado, siendo la primera el puente del Arzobispo de 1930, tras el cual se construyeron otros de características modernas y ampliamente adaptadas a las nuevas situaciones del tránsito vehicular. Entre ellos se cuentan –de oriente a poniente– los puentes San Enrique, Barnechea, Lo Curro, Lo Saldes, Recoleta, La Paz, y un proyecto de un sinnúmero de viaductos adaptados a la red vial de las autopistas. Memorable secuencia de la dramática caída de un Mini. Sin clemencia, el río entregaría sus restos totalmente destruidos a la altura de Renca.

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Con todo, una crónica de Joaquín Edwards Bello se refiere al Cal y Canto, afirmando que “todo el progreso material de ahora, con las enormes palas mecánicas, con hierro y cemento, podemos levantar buenos edificios y puentes, pero nunca lograremos repetir otro puente parecido a aquel que dio señorío al Mapocho”.


En algún momento, alguien pensó, y con razón, que sentarse a mirar el río podría ser un perfecto descanso para disfrutar del paso del agua.

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Las aguas del Mapocho y la ciudad; presente y futuro Desde antiguo que el río Mapocho ha contribuido a determinar el trazado del territorio de la capital de Chile. Desde los míseros barrios o poblaciones aledañas a su curso de aguas, hasta los “bordes de río” de alto coturno actuales. En las riberas del río Mapocho –y especialmente cerca del término poniente de los tajamares– se desarrollaron los rancheríos, guangualíes, las poblaciones “callampas” de los siglo XVIII y XIX de Santiago. Cubrían por el sur lo que había sido precedentemente el “Tambillo del Inca”, desde la actual calle Puente hasta avenida Brasil (llamada entonces del canal de Negrete). Estos habitantes marginales se abastecían del Mapocho y de los canales para molinos extraídos de él, del canal de Zapata y del propio Negrete. Por la ribera norte del río, iban desde los inicios de la Cañadilla (antes El Camino de Chile, hoy Avda. Independencia), cruzaban el callejón de las Hornillas (Avda. Vivaceta) y formaban las poblaciones “El Arenal” y “Ovalle”, con unas dos cuadras o más de ancho, tan miserables y pobres como las improvisadas de la banda sur. Hoy en día, y en una perspectiva de futuro, se ha logrado erradicar esta impronta histórica de los precarios asentamientos ribereños, al

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Sector de Pudahuel, donde el río y la ciudad se despiden.

menos en la sección principal del Mapocho; aunque en la parte baja –particularmente, en la zona aledaña a Pudahuel y Peñaflor– existan lugares que evocan el pasado. Por el contrario, en la zona central y alta del Mapocho se ha producido todo un cambio cualitativo debido a las autopistas, al alza del precio de los terrenos y a toda una desordenada urbanización. Al mismo tiempo, hay una relación equivalente entre el aumento de los puentes y el submundo humano de las “caletas” bajo los viaductos. Ambas descripciones anteriores estimamos que permanecerán en una visión ulterior del río de Santiago. La ciudad enfrenta cada día un nuevo desafío, no es necesario esperar los grandes acontecimientos urbanos para confiar sólo a ellos su responsabilidad de hacer ciudad, sino que cada intervención, recuperación, reforma y oportunidad constituyen la verdadera posibilidad de reforzar uno de los encargos permanentes que la ciudad de Santiago nos hace: construir la forma urbana del río. En coincidencia con lo señalado, podemos ver que existen iniciativas realizadas en consideración al río. Por ejemplo, se está desarrollando un Plan de Saneamiento Hídrico de la cuenca Maipo-Mapocho. Este plan considera la construcción y operación de colectores interceptores


Vista aérea sector El Monte.

que permiten eliminar las descargas de aguas servidas a los cauces naturales y conducen estas aguas hacia las plantas de tratamiento para su depuración y posterior descarga a los ríos, cumpliendo la normativa vigente y contribuyendo significativamente a mejorar el medio ambiente de la cuenca. En la actualidad, en el Gran Santiago existen 69 kilómetros de colectores interceptores que han permitido eliminar 64 descargas a los cauces del río Maipo y del Zanjón de la Aguada y se encuentran en operación dos plantas de tratamiento de aguas servidas: la planta El Trebal y la planta La Farfana. Estas plantas depuran los líquidos servidos generados en los sectores sur y centro de la ciudad de Santiago, y sus efluentes tratados se descargan al río Mapocho, cumpliendo con los límites de emisión de contaminantes establecidos por la normalización internacional. Por otra parte, el sector norte y parte del sector oriente de Santiago descargan sus aguas servidas al Mapocho en diversos puntos de su trazado, contaminándolo con microorganismos patógenos transmisores de enfermedades y con la generación de olores de aguas servidas en las zonas aledañas al río. En consecuencia, el objetivo principal del proyecto es el saneamiento del río Mapocho en su sector urbano con varios beneficios ambientales: mejora de la calidad del agua del río Mapocho en su tramo urbano, evitando el riesgo para la salud de la población provocada, entre otros, por microorganismos patógenos presentes en las aguas servidas; reducción de olores atribuibles a las aguas servidas en sectores aledaños al río, en su paso por la ciudad; descontaminación de los canales de regadío, cuyas bocatomas se encuentran en el tramo

urbano del Mapocho –como los canales La Pólvora, La Punta y Casas de Pudahuel, que riegan cerca de 4.600 hectáreas de suelos de uso agrícola–; aumento de la cobertura de tratamiento de aguas servidas de la Región Metropolitana de un 68% a un 81%, aprovechando la capacidad disponible de las grandes plantas existentes; y recuperación ambiental de las zonas aledañas al río en su tramo urbano, para su incorporación a proyectos de desarrollo social y cultural. Todo el proyecto –cuyas obras se encuentran en curso– significará reducir las aguas contaminadas con heces y otros residuos en un 80% m/m que hoy desembocan en el Mapocho. Por último, debemos consignar que es absolutamente imposible, por ahora, pretender un río límpido y cristalino. El mismo proyecto indica que aproximadamente un 20% de aguas servidas seguirá contaminando el Mapocho. Además, mientras las aguas del canal San Carlos prosigan eyectándose con su turbiedad sobre el río, la polución de sus aguas no bajará significativamente a estándares aceptables como para albergar las truchas que hasta fines del siglo XVIII se pescaban en él. Por todo lo anterior, el proyecto que busca hacer del Mapocho un río navegable, no pasa de traer al siglo XXI el fabuloso proyecto de 1874, concebido por Vicuña Mackenna, quien impelido por la fiebre, el boom de la mina de plata de Caracoles, soñó con convertir Santiago en una ciudad acuática de dársenas, parques y lagunas. Postulamos que el tejido urbano del Mapocho y su entorno no será solucionable sino con la existencia de un ente central estatal (como es ejecutado, por lo demás, con respecto del Sena, Támesis, Moldava, etc.) que coordine todo un plan estratégico que el actual sistema burocrático comunal no es capaz de afrontar, ni menos solucionar in integrum. 79


DOS REPETIDOS Y GRAVES MITOS HIDRÁULICOS DE SANTIAGO 1er Mito

Que el río Mapocho corrió durante la colonia por dos brazos que dejaban “en una isla al cerro Huelén”. ¿Cuál es el origen de este espantoso mito que es repetido cacofónicamente desde historiadores hasta los programas de farándula, pasando por todo el sistema cultural y educacional chileno? Al parecer el mito fue creado inconscientemente por Claudio Gay en su “Historia de Chile”. En efecto, en 1844, Gay publica en París su “Historia Física y Política de Chile”, en cuyo Tomo I de la parte Historia, Capítulos XII y XIII, págs. 134 a 136, afirma: “Desde el Aconcagua, Valdivia emprendió la marcha por Tapihue, cuesta de Zapata, Mallarauco, Talagante, etc., hasta llegar a la vasta y deliciosa llanura de Mapocho, en donde se había de establecer la colonia. No era

Dibujo de Santiago, probablemente hecho alrededor de 1870.

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posible dar con una posición más ventajosa, ni de más encantadora perspectiva; era una campiña de doscientas leguas de superficie, partida por medio de verdosos collados [cerros, colinas] y por entre los cuales corren dos caudalosos ríos, cuyo manantial rompe en la frente de las encumbradas cordilleras con tan rápida declinación, que convida con abundante riego a todo aquel vasto territorio, y, por consiguiente, con lozana vida a los productos de la agricultura”. Si se lee atentamente el contexto, Gay no se refiere aquí a los supuestos dos brazos del Mapocho, sino a este río y el Maipo. Más aún, en la página 136 sostiene que “Valdivia fundaba grandes esperanzas para el porvenir de su colonia, registrando con escrupuloso


interés aquella inmensa llanura. Andaba en busca de un punto donde levantar su ciudad, y hubo de parecerle muy a propósito un terreno propio del cacique Huelén-Gualá, contra las márgenes del río Mapocho, cuya acertada elección aprobaron sus oficiales no menos que las personas de cierto viso en la expedición. El terromontero [montoncillo, cerro o collado] de Huelén, que hoy se llama cerro de Santa Lucia, era ciertamente por su forma, como por su aislamiento y proximidad al río, de una importancia suma, de una posición militar harto aventajada para ser defendida cuando la necesidad lo mandase”. Resulta claro que Gay no se refiere explícitamente a que el cerro Huelén estaba cercado por dos cursos potentes de agua, sino a que era un otero, collado o terromontero que, por definición, es un cerro o colina aislada que domina un llano, cuyo aislamiento es producto de un fenómeno tectónico y no fluvial. El eminente sabio francés, chileno por gracia, no cita en esta parte ninguna fuente, ni de cronistas ni documental, como lo hace repetidamente en el resto de su historia. Por su parte, el genial Benjamín Vicuña Mackenna en su “Historia Crítica y Social de la ciudad de Santiago”, publicada en 1869, Tomo I, págs. 33 y 34, con su feraz imaginación estampa: “Por aquella época… presentaba la planta en que hoy la capital de Chile luce las galas de su opulencia, el aspecto de una meseta de mediana elevación sobre las barrancas del río Mapocho, que dividiéndose, al tocar por el oriente el contrafuerte del cerro de Santa Lucía, en dos brazos paralelos, circundaban aquel montículo, y después de apartarse por considerable distancia, iban a reunirse en dirección al poniente”. Y en una nota siguiente justifica tal aseveración diciendo que “el sitio de bifurcación de los dos cauces del Mapocho era evidentemente el que se llama todavía la Cajitas de Agua [hoy plaza Italia], y era en ese punto generalmente donde rompían, buscando su antiguo nivel, las diversas inundaciones que han asolado a Santiago”. Lo que ya implica una contradicción de Vicuña Mackenna, pues primero sostiene que el punto de bifurcación del río era el propio contrafuerte oriental del cerro Santa Lucía, y por la otra, la ubica a la altura de la actual plaza Baquedano. Para el intuitivo e inteligente Vicuña Mackenna, era necesario encontrar un punto de encuentro de la hipotética “isla”, materia que no tocó Gay, y afirma suelto de cuerpo que “en cuanto al punto de confluencia de los dos cauces, no sabríamos decir ahora si ésta tenía lugar por algún bajo del barrio de Yungay, evidentemente situado en inferior nivel a la ciudad antigua, o si siguiendo la dirección de las chácaras de Chuchunco iba la Cañada a tocar otra vez el Mapocho en los bajos de Pudahuel, nos inclinamos, sin embargo, a la primera opinión. Por consiguiente, existía una especie de península (si es que no era una isla longitudinal) bastante espaciosa y a la vez aislada por dos corrientes que le servirían de defensa y de elementos de salubridad y aseo, fuera de que la colina rocallosa que existía en una extremidad de aquella área, al paso que hermoseaba de una manera admirable el panorama, serviría de refugio en el caso de una adversidad militar”. Esta idea de confluencia es obra de la fértil imaginación de Benjamín

Vicuña Mackenna, puesto que optando por una unión poniente de “los dos brazos”, sólo se limita a señalar que se produciría en “algún bajo del barrio de Yungay”, o llano de Portales, sin precisar dónde, ni la fuente histórica de su hipótesis. En 1877, Vicuña editó su obra “El clima de Chile”, trabajo de suyo importante que entrega datos inéditos sobre las aguas de Santiago, bien documentados, y especialmente del siglo XIX. En el Capítulo II “Los primeros aluviones”, sostiene que “es de creerse que en el año mencionado de 1609 hubo furiosos aluviones en todos nuestros ríos, porque el Mapocho salió una o dos veces de madre, por abril y junio, y esto que hasta esa época tenía el desahogo de la Cañada, que era su brazo meridional, como la Cañadilla era todavía un ramal septentrional de aquel escaso torrente. Nueve años más tarde (1618) el Mapocho volvió a desbordar su cauce por efecto de copiosas lluvias, y hay memoria de que ocupó esta vez con gran estrago su lecho de la Cañada, porque las monjas Clarisas, que ya habían edificado su claustro a la banda septentrional de aquel brazo, hubieron de ser enviadas por las autoridades a la nave de la Catedral, como a un apresurado refugio”. Aquí el intendente cita como fuente al cronista Jerónimo de Quiroga, pero éste sólo menciona el traslado de las Clarisas y para nada el “cauce de la Cañada”. “Como todos nuestros ríos, el Mapocho, cuando se mete a tal, precipítase de una punta a otra de los cerros que encuentra a su lado, describiendo violentas curvas y espirales. Los ríos de Chile, como las serpientes, corren enroscándose. En consecuencia, el espolón que el San Cristóbal proyecta, hoy como entonces, hacia el sur, un poco al oriente de la ciudad, arrojaba un brazo de río hacia la punta meridional del Santa Lucía y de aquí el curso del brazo de la Cañada. De esta suerte el montículo del Santa Lucía, que hasta el primer año del presente siglo [XIX] proyectaba un arrecife de piedras llamado el Alto del puerto, y tocaba casi a la lengua de las aguas del Mapocho, era el verdadero antemural de la ciudad, como es hoy su más antiguo y formidable tajamar”; y prosigue más adelante: “Debió correr esta última muralla en la boca del cauce de la Cañada y con el objeto de obstruir el paso de las aguas en esa dirección, cuya medida naturalmente aumentó los peligros de las avenidas; desde que se suprimió una de sus válvulas de escape”. Vicuña Mackenna, entonces, hace perdurar el “segundo brazo” hasta la construcción de los tajamares de Badarán y Toesca a fines del siglo XVIII. Todo lo sostenido por el gran intendente no tiene asidero alguno, ni histórico, ni geológico, ni hídrico. Sólo constituye una visión novelesca, fruto de su genial y fecunda imaginación, como probaremos más abajo. Pero el principal promotor del mito fue, por desgracia, el más eminente historiador que haya producido Chile: Diego Barros Arana, quien siguió a Vicuña Mackenna en materia urbanística, por haber sido –sin duda– una autoridad en este tema, área en la cual Barros Arana no era, ni con mucho, especialista.

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En 1884, Barros Arana, en el Tomo I pág. 224 de su colosal “Historia General de Chile”, asevera: “Valdivia, por otra parte, había elejido para sitio de la ciudad un terreno que consideraba de fácil defensa. Al oriente, un pequeño cerro que los naturales llamaban Huelén, i que los castellanos denominaron Santa Lucia, les servía para dominar toda la llanura inmediata. Al norte i al sur, el río Mapocho, dividido entonces en dos ramas antes de llegar al cerro, dejaba en el centro una especie de isla de poco más de un kilómetro de ancho, donde se comenzaba a construir la ciudad. Según los antiguos cronistas, el primer trazado de ésta, comprendía diez calles de oriente a poniente i ocho de norte a sur.” Barros Arana –siempre tan meticuloso en sus citas– no hace referencia, ni en el texto ni en nota al pié alguna, de dónde extrae esto de las “dos ramas antes de llegar al cerro”. Con posterioridad a estos notables hombres de ciencia, una pléyade ha repetido este mito –sin mayor análisis de las fuentes coloniales antiguas relacionadas con la fundación de Santiago– convirtiéndolo en una verdad inconmovible, pero falsa de falsedad absoluta. V. Gr. Tomás Thayer Ojeda: “Santiago Durante el Siglo XVI. Constitución de la Propiedad Urbana y Noticias Biográficas de sus Primeros Pobladores”, 1905; y “Antiguas Ciudades de Chile”, 1910. Francisco Antonio Encina, Historia de Chile, 1938. Este último historiador, por ejemplo, en el Tomo I, pág. 193 y s. de dicha obra asevera “el lugar, que en esos años era una especie de isla formada por los dos brazos del Mapocho, que corrían uno por la actual canalización y el otro por la Alameda, el 12 de febrero de 1541 decretó Valdivia la fundación de la ciudad”. No obstante, Leopoldo Castedo, en su resumen de la Historia de Encina, Tomo I, Págs. 48 y s., incluye un plano sobre la base del “croquis” de Tomás Thayer Ojeda, en que en 1541 no aparece el otro “brazo” del Mapocho, sino la “Cañada de San Francisco” a partir del cerro Santa Lucía al poniente. Y al referirse a la “Fundación de Santiago” da como límite sur de la ciudad “la Cañada de San Lázaro, actual Alameda B. O’Higgins”. Esto porque Castedo –al igual que yo– nunca creyó en el “Mito de los dos brazos del Mapocho”. Sobre este acápite habría que agregar al pintor Pedro Lira que en el cuadro “La Fundación de Santiago”, de 1889 –guardado en el Museo Histórico Nacional–, pone dentro del doblado brazo derecho de Pedro de Valdivia “un segundo brazo del Mapocho”, seguramente influido por los historiadores de esa época, aunque nosotros estimamos que es un recurso pictórico de escorzo y a fin de darle profundidad a la perspectiva.

Grabado del Paseo de la Cañada de 1835, realizada por el francés E.B. de la Touanne.

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¿Qué nos señalan los cronistas y cartografías de la época colonial? Todo lo antitético a lo sostenido por los grandes historiadores precitados. Veámoslo. a) Pedro de Valdivia, tanto en sus cartas al rey de España como a los hermanos Pizarro en el Perú, sólo habla del “valle de Mapuche o Mapocho” sin especificar nada sobre el río. Hacia 1580 puede datarse la “Historia de Chile por el Capitán Alonso de Góngora Marmolejo”, quien nos relata, en los capítulos III y IV el asentamiento de Valdivia en el “valle y llano de Mapocho”. Nada refiere a las características de río, pero sí habla de la bondad de la tierra circundante. Lo mismo sucede con Mariño de Lobera. Por lo tanto, estas importantes primeras fuentes históricas nada aportan a nuestro asunto. b) Alonso de González de Nájera. “Desengaño y Reparo de la Guerra de Chile”. [de Octubre de 1601 a Mayo de 1607]. Al referirse a Santiago asienta que “la ciudad de Santiago, por otro nombre Mapocho, de UN pequeño río que pasa junto a ella, cabeza de aquel reino o obispado, está setenta leguas más al sur de la ciudad de La Serena, apartada de la mar quince leguas, junto al grande y fértil valle de Quillota, llamado otro tiempo, como ya se dijo, Nuevo Extremo”. Y prosigue categóricamente “el río Mapocho, que dije pasa por junto a ella a la parte del norte, aunque pequeño, a tiempos toma licencia de extenderse por la mayor parte de sus calles, a causa de las nieves que se derriten en la vecina cordillera, de donde él desciende, y extiéndese lo que digo, por no habérsele hecho reparos que le obliguen a estar a raya”. Ni la más mínima mención de isla y dos brazos. c) Alonso de Ovalle en “Histórica Relación del Reyno de Chile”, publicada en 1646, nos entrega interesantes datos sobre el Mapocho. En la página 21 afirma que “entran en este río [Maipo] el río de Santiago, que llaman de Mapocho, el qual dividido y desangrado en varias azequias, por donde se reparte y comunica a la tierra, baña, y riega todos los campos de su jurisdicción, y algunas vezes más de lo que quisiéramos quando se enoja y sale de madre; a poco espacio después de haber pasado por la ciudad se esconde todo dentro de la tierra, formando en ella una dilatada puente de más de dos y tres leguas, debajo de la qual corre sin ser sentido, hasta que al cabo de ese espacio sale brotando a borbollones por entre unos carrizales, purificadas sus aguas, y más claras y limpias que un christal, de manera que aunque parece que muere, hundiéndose de baxo de la harena es para renacer más purificado, más crecido y lleno otro tanto más de lo que parecía aun antes de disfundirse y derramarse por la tierra; a dos leguas de este renacimiento se ve un antiguo, y muy ilustre convento de S. Francisco, que por estar a vista de unos inmensos bosques, llaman San Francisco del Monte”. d) Pero más clarificador aún es el plano de Santiago que el padre Ovalle inserta en su obra.

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Imagen del monolito original de los Tajamares, situado en Avda. Providencia frente a la calle Miguel Claro.


Plano de Alonso de Ovalle del aĂąo 1646, donde se grafica la inexistencia de un segundo brazo del Mapocho e indica por donde el rĂ­o embestia a la ciudad.

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En dicha carta es clarísimo que el río solamente tiene un único brazo, el actual cauce, y que de las acequias sacadas de él hacia el cerro Santa Lucía a fin de mover los dos molinos que allí existían, su desagüe se produce hacia la Cañada de San Francisco, dando origen a una de las principales acequias de la ciudad. e) El padre Diego Rosales en “Historia General del Reyno de Chile, Flandes Indiano”, Tomo I, págs. 262 y ss. y 384, Escrita c.1675, sostiene que “Plantó Valdivia su campo en el valle de Mapocho, que propiamente se llama Mapuche, que quiere decir Valle de gente, por la mucha que en él había, y de ahí tomó el río ese nombre: mas los españoles y el tiempo han corrompido el vocablo y en lugar de Mapuche le llaman Mapocho. Dio vuelta al valle mirando los asientos y la hermosura de sus campiñas y llanura, que es de los mejores y más fértiles valles del Reyno, fecundado de UN río que liberal reparte sus aguas por diferentes sangrías para que todos rieguen sus sembrados”. Ni una letra sobre “dos brazos”, sino de un río generoso repartidor de acequias. f) Vicente Carvallo y Goyeneche, en “Descripción Histórico-Geográfica del Reyno de Chile”, 2ª Parte, Capítulo IV, c.1790, expone que “Entre la ciudad y los arrabales Chimba y Cañadilla corre el río Mapocho, que desde fines del otoño hasta principios de la primavera no lleva aguas; porque las recibe de la cordillera y ésta en el otoño tiene poca nieve, y en invierno y entradas de la primavera, aunque tiene mucha, está endurecida con el hielo, y se derrite tan poca, que los ríos y fuentes que de ellas se forman, se disminuyen notablemente, y por eso el Mapocho en esas estaciones da paso franco por todas partes…No obstante, siempre la ciudad le volvió a levantar el tajamar, y así lo ha hecho desde el verano de 1791 pero de un modo más firme, que verificará su permanencia si se cuida de limpiar todos los años la caja del rio”. Este mismo cronista militar páginas adelante (23) reitera su clara idea: “Valdivia fortificó la subida septentrional [norte] del cerro Huelén… de bella proporción para su defensa que el fortín dominaba la nueva población y descubría toda la ribera del río Mapocho”. Más claro que únicamente existía un solo brazo o cauce del Mapocho, imposible. Antes de finalizar, debemos acotar que en la última glaciación –unos 10.000 años atrás m/m– el retiro de los hielos produjo en el valle del Mapocho que este río tuviese no sólo dos cursos importantes de aguas, sino muchos más. Pero a la llegada de los incas, en el siglo XV, y con mayor razón a la de los españoles al siglo siguiente, solamente existiese un curso de aguas principal y otros secundarios –como la Cañadilla– pero de ahí a que por la hoy Alameda corriese un brazo similar al principal es del todo improbable. La Cañada para los hispanos comenzaba con los desbordes de las acequias del Santa Lucía y la denominaban “Cañada de San Francisco”, y de ahí al oriente sólo existía un pedregal que le daba, precisamente, ese nombre al tramo. Por lo demás, los españoles entendían por Cañada “todo curso pobre de aguas”, jamás aplicable a un río por mísero que fuese. Escena de título Wodden Bridge del año 1889, realizado por W. Howard Russell.

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Imagen de Providencia en la dĂŠcada del 70.

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2° Mito

Que en sus avenidas el río atacaba la ciudad a la altura de la actual plaza Italia, “para retomar su antiguo brazo”. Este segundo y atroz mito, de tanto repetirse, ha pasado a ser una verdad cuasi inconmovible, como toda mitología. Ya vimos sobradamente la inexistencia del llamado “segundo brazo”, por lo tanto, damos por bien probada la imposibilidad de la segunda afirmación: el mito en cuanto a que en sus avenidas el Mapocho atacaba para tomar su “antiguo brazo”. Ahora bien, si no era por allí:

¿Por qué lugar específico el río embestía a la ciudad en sus grandes crecidas desde el siglo XVI hasta su canalización? Es lo que probaremos a continuación en la forma más documentada posible. Demostraremos que el Mapocho en sus avenidas coloniales no atacaba la ciudad “a la altura de La Cañada”, vale decir, la hoy plaza Italia, situación que acontecía sólo en las inusitadas riadas (V. gr.: 1609, 1621, 1660, 1695, 1723; y 1748, 1783 y 1827 en que, excepcionalmente, en estas tres últimas avenidas demolieron en parte los sólidos tajamares, frente a la actual calle Seminario y hasta más abajo de la hoy plaza Italia); ya que el lugar habitual por donde embestía era el sector donde estaban las acequias públicas aductoras de la ciudad. Es decir, en el actual parque Forestal frente a los puentes Purísima y Loreto y en donde hasta al día de hoy se aprecia en el paseo la honda depresión que dejó allí por centurias desde mucho antes de la llegada de los españoles. De allí las aguas en avenida corrían por el costado poniente del cerro –la hoy calle Santa Lucía y antigua del Bretón– desembocando a esta altura de La Cañada y de allí hacia el convento de las Monjas Clarisas y ciudad abajo. Todos los documentos y primeros cronistas de la Colonia señalan que el río se desbordaba por “las viñas de la señora Águeda Flores [hija de Bartolomé Blumenthal] y de Jerónimo de Quiroga, las que estaban situadas aproximadamente al costado norte del cerro Santa Lucía y no hacia el oriente del promontorio, en las manzanas anexas a la futura “plazuela del Tajamar”, hoy plaza Andrés Bello y en el cuadrante Merced, Mosqueto, Monjitas y la calle del Cerro (actual José Miguel de la Barra) o calle de Mesías (hoy José V. Lastarria). Para ratificar aquello, véase el mencionado plano de Tomás Thayer Ojeda en que figura la viña de Águeda Flores en “el barrio de Santa Lucía”, sector II, sitio 1, frente al ejido de la ciudad; vale decir situada con frente al río, y corriendo su deslinde norte casi paralelo al Mapocho.

Hace unos cinco años, al efectuarse las excavaciones para construir estacionamientos automovilísticos subterráneos bajo las calles José Miguel de la Barra y Santa Lucía, se encontraron cantidades de sedimentos fluviales, como arenilla, piedrezuelas de río, etc., lo que reafirmó nuestra tesis. En el detalle del plano de Santiago del Padre Alonso Ovalle, de c.1640, que insertamos anteriormente, se aprecia claramente la profunda curva y entrada de la caja del Mapocho al norte del Santa Lucía, así como los tajamares de cabrías desde su pie de monte con rumbo norponiente bordeando la caja. Estos seculares embates, seguramente desde antes de la llegada de los españoles, dejaron una profunda cavidad de varias cuadras de extensión en los terrenos costaneros al sur del río, la que puede advertirse, además, en los grabados y pinturas de la segunda mitad del siglo XVIII una vez levantados los sólidos tajamares de Badarán, Garland y Toesca.

Vista aérea de plaza Italia, 1940.

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Al erigirse los tajamares a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX se señala, de acuerdo con la sección del plano del ingeniero Leandro Badarán de 1783, cómo deben construirse los nuevos tajamares [QT- T- S- R] que reemplacen a los viejos, “de los cuales hay muchos arruinados” [H- H- H- H- H], indica inequívocamente que el Mapocho “hiere de frente a la ciudad...” en la ensenada V- V, vale decir, frente a las tomas de la acequia de la ciudad al oriente de la calle de Mesías

Plano de Badarán de 1783 donde se muestra cómo se modificó el cauce del Mapocho para acentuar el meandro del río en la actual plaza Italia.

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[Lastarria] hasta la de Mosqueto.Tampoco Badarán proyectó sacar –como después sí lo hizo Toesca– una acequia del Mapocho que bajase directamente desde los inicios de La Cañada. Véase el plano siguiente que insertamos, y que está guardado en el Archivo Nacional, en que están construidos los tajamares en el sector “V- V”.


En un cuadro de Brambila (1790), Archivo de la Biblioteca Central de la Universidad de Chile, apreciamos una sección del tajamar a la que alude el plano de Badarán, frente a la calle Mesías (Lastarria) hasta el Museo de Bellas Artes, en donde se nota claramente la depresión dejada por las avenidas del Mapocho al norte del Santa Lucía. Cuando se canalizó el Mapocho, en 1889, a la altura del puente Pío Nono se trazó, por el ingeniero Valentín Martínez, una acentuada curva hacia el norponiente, más pronunciada que la hecha por Leandro Badarán para los tajamares, a fin de ganar terrenos para futuras urbanizaciones públicas (Camino de Cintura y/o Parques). De allí que hoy en día es en ese preciso punto en donde el Mapocho en sus grandes crecidas embiste su prisión, dando la impresión de querer seguir derecho hacia la Alameda Bernardo O’Higgins, reforzando así el repetido e infundado mito de “retomar su antiguo brazo”. Cientos de personas se estacionan allí o en el puente Pío Nono y repiten como papagayos el mito que pretendemos derribar. Para reforzar la propuesta anterior debemos indicar que cuando se trazó el parque Forestal, a raíz del centenario de la Independencia, en los terrenos dejados por el río después de su canalización, el arquitecto Enrique Dubois y el paisajista Renner se comprometieron a entregarlo para las fiestas de 1910. Dubois determinó que la confección de la obra se dividiera en tres tramos: Loreto a Purísima, Purísima a Pío Nono y Bellas Artes a Recoleta, pero entre Loreto y Purísima surgió grave problema: un desnivel de siete metros que fue preciso rellenar, labor que retrasó por muchos meses –e incluso años– su entrega parcial. La solución fue hacer una laguna artificial interior, hoy desecada; pero quien pasee por el más hermoso parque santiaguino apreciará todavía la notoria hondonada allí, proveniente de siglos atrás, causada por el obstinado Mapocho.

Necesidad de una rectificación de los dos mitos Hemos intentado en la forma más científica y documentada posible, marcando sus orígenes historiográficos a partir del siglo XIX, los analizados mitos, que como tales no corresponden a la verdad de los hechos. Sabemos lo difícil, escabroso y hasta inconveniente que es derribar leyendas tan arraigadas en la memoria colectiva, pero esperamos que este esfuerzo no haya sido en vano. Habría que iniciar la gesta modificando tal creencia en los historiadores, urbanistas, periodistas, alumnos universitarios, secundarios y básicos, a fin de que con efecto multiplicador –y a través de muy largos años– llegue a modificarse esta falsa creencia en el colectivo nacional y extranjero.

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El Silencio del Olvido, Una Identidad Perdida Cristina Felsenhardt R.

CapĂ­tulo

IV


94 Aguas del Mapocho, inocentemente corren hacia la ciudad.


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La naturaleza de un paisaje Aunque diversos en sus especificidades, los procesos de transformación de nuestra ciudad han sido doblemente duros, debido a la dualidad entre la propuesta del desarrollo, por un lado, y con aquello que Chile es intrínsecamente por su naturaleza propia, y no por otra, la prestada, aquella que confunde los sueños de los chilenos. Este fenómeno es agravado por la más desconcertante ignorancia del valor de la identidad local y por el eterno sueño del chileno de “ser otra cosa”, distinta a lo que es por su propia individualidad. De acuerdo con el pensamiento hegeliano, la identidad es la experiencia de una sociedad, “Zeitgeist”, o el espíritu del tiempo, que genera un clima cultural dado. Hegel también plantea el interesante concepto del “Volksgeist”, o el espíritu de un pueblo, que representa una comprensión del mundo espacial, que emana de una cierta sociedad, “situada” en un lugar específico, con sus características propias (Georg Wilhelm Friedrich Hegel - “Fenomenología del espíritu”). A su vez, el “genius locci”, o el espíritu del lugar, encarna la realidad física y perceptiva de un sitio. Estos tres conceptos –espíritu del tiempo, espíritu del pueblo y el espíritu del lugar– establecen una relación extremadamente estrecha entre el habitante - el lugar - los tiempos - la cultura. Y aunque pueda parecer inoportuno el esclarecimiento de esta interdependencia, la relación del habitante de Santiago con el río está cargada de estos sentimientos, que condicionan nuestro comportamiento, aun en forma inconsciente, ya que cada persona se ha apropiado del paisaje del Mapocho como imagen de nuestro imaginario colectivo de Santiago. “Nuestro Mapocho” tiene su carácter propio, un temperamento de torrente de comportamiento errático, alborotado a veces, manso y plácido otras; un genio propio, o espíritu. El reconocer esa realidad ha costado mucho, tanto a las autoridades, como a los habitantes de su largo recorrido por la ciudad. El sueño del desarrollo, la tecnología y los tiempos fueron dominando la fuerza y carácter de este río torrente. La realidad fundacional del Mapocho, en vez de otorgarle su lugar como hito urbano y de estimular el goce de este bien geográfico, lo ha rebajado a la condición de canal y cloaca abierta por muchos años, en la que se han vaciado los desechos de la ciudad, denigrando su condición natural.

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Atardecer en el Parque Uruguay, antes de la construcci贸n de la autopista subterr谩nea.

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Los proyectos urbanos a lo largo del Mapocho suelen hablar de “humanizar el río”; se habla de “domar su carácter indómito” y sobre todo, se habla de un “río” que, en el subconsciente colectivo, no ha sido hecho propio por sus vecinos, los habitantes de la ciudad de Santiago, en su justa realidad. Para entender mejor este hecho, es necesario explicar que, como elemento fundamental del paisaje de Santiago, no se puede pensar este torrente a partir de su realidad hídrica, ya que durante la mayor parte del año presenta una realidad pétrea y gris, al igual que el grande y monumental macizo cordillerano del que nace. La vista a esta ventana geográfica permite apreciar la unidad del escenario, conformada por el binomio cordillera-torrente, elementos interdependientes en términos geográficos y constituyentes de un paisaje relacionado con la escala de los elementos que lo conforman. La grandiosa realidad geográfica de esta dupla y su comportamiento intrínseco han impuesto y han obligado a respetar, en algunos tramos, su ancho, acatándose sus variaciones de caudal y entendiéndose la cierta condición particular de ribera. Debido a los acontecimientos climáticos y su imperio, el río aseguraba un despeje amplio y duradero de la cuenca visual en el tiempo, hasta pocos años atrás. El que se haya podido salvaguardar la espacialidad del Mapocho no ha sido tanto por el respeto a la belleza de este escenario, sino por temor a su carácter tormentoso y errático; una historia de riberas desgarradas ha constituido la cotidianidad de este paisaje dinámico y cambiante. La irregularidad e inconstancia, en el tiempo y en el espacio, y el “natural caos” de su condición han amenazado la seguridad de los habitantes, que, no entendiendo las razones de su comportamiento, constantemente se han arrimado a sus riberas. Es así, como el paisaje del Mapocho todavía tiene vestigios de asentamientos pretéritos, huellas del malentendido entre el santiaguino y el torrente. De él decía Joaquín Edwards Bello: “Río típico araucano, chico, beligerante y solapado, dispuesto a atacar cuando se siente fuerte”.

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100 Impactante imagen que refleja el deteriorado entorno urbano del sector poniente de nuestra ciudad.


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Sector de Lo Barnechea antes de la actual canalizaci贸n del r铆o.


El vacío del Mapocho destaca los cerros adyacentes: el San Cristóbal, su compañero, y el Santa Lucía, su apéndice y prolongación natural. El San Cristóbal, penetración de la cordillera de los Andes en la ciudad, ha sido, por siglos, modelador y guía de la cuenca; en efecto, el paisaje como paradigma del Chile central, valorado y aprovechado por el conquistador, perfila el espacio a lo largo del cauce y lo caracteriza; la ribera norte del Mapocho se adhiere al cerro, como para demostrar su inevitable acoplamiento, que sólo el hombre del siglo XXI ha logrado desmontar. El curso del agua, fluctuante, se adapta a la silueta del cerro, abrazándolo como si se tratara de una pareja inseparable.

La posmodernidad tiene la oportunidad de tomar el camino de reunificar dichos enfoques. Puede ser que la estética de lo natural, concepto tan difícil de precisar, sea nada más, ni nada menos, que la posibilidad de transparentar y poner en valor los procesos naturales y su manifestación. Se puede matizar dicha hipótesis con el componente ético, planteando que la estética de lo natural es la ética de la coherencia natural. De esta manera, toda propuesta relacionada con el paisaje, por muy elaborado y sofisticado que sea su diseño, es completamente banal, si no reconoce las causas y los efectos de los hechos de la geografía.

No se puede dejar de mencionar el Manquehue, otro copartícipe de este paisaje del río, que magnífica la grandeza del panorama, gracias a la cuenca visual que le regala el Mapocho. El viejo volcán se erige frente a la sinuosidad del río, drenando, invisiblemente, sus aguas hacia él, como un aporte precioso y escaso. Las quebradas del Manquehue hacen fluir su humedad hacia el río, aunque el hombre ha vulnerado también esta relación con sectores de vivienda y vías desplazadoras de grandes flujos.

Hasta ahora, el trato que hemos tenido con este río ha marcado su existencia, y, con ello, nuestra realidad cotidiana. A lo largo del Mapocho se expresa el corte más completo de las clases sociales de la sociedad chilena: desde la alta cordillera, donde los esquiadores gozan de la cristalina melodía de los esteros San Francisco y Yerba Loca, pasa luego por el barrio alto, con riberas repletas de restaurantes y europeizados parques; más abajo se convierte en el canal del centro, que debido a la modificación de su cauce ha permitido un prolífico uso de sus riberas, llegando a la obsoleta perrera, o viejos silos que aún cuentan la historia industrial del pasado santiaguino, donde las aguas se aquietan para permitirles a los pequeños de los barrios bajos jugar en sus sucios bordes, como si se tratara de las playas más bellas, sanas y benéficas.

El paisaje del río urbano es fuente de vida y resumidero al mismo tiempo; difícil rol juega éste, nuestro señero componente geográfico. Es fuente, porque ha permitido por siglos el regadío a través de canales que han surcado los paisajes de la región con una geometría rural, enriqueciendo las tierras de secano, tan propias del Chile central; así, los canales de regadío fueron, por siglos, de gran importancia para el abastecimiento de la ciudad. Nuestro paisaje vernáculo, de suelos estriados con líneas de agua, debe parte de su fisonomía al líquido que traen los torrentes cordilleranos, que permitían regar justo en los meses en que los plantíos estaban en plena producción. Potreros con canales, canalillos, surcos y regueras caracterizaban los bordes urbanos de Santiago hasta no hace mucho tiempo, característica que ha ido cambiando bruscamente, bajo las presiones de crecimiento urbano en expansión. El río también es fuente de vida, porque relacionamos el agua con la supervivencia; mirar un curso, o un cuerpo de agua, recuerda cómo el hombre depende de la naturaleza. De hecho, ningún asentamiento humano en la historia se ha podido instalar lejos de esta fuente de vida. Para el fundador, estar cerca del agua fue básico, tanto desde el punto de vista funcional, como estratégico. Hoy, los ríos permanecen como elementos constitutivos de una historia y también como oportunidades ecosistémicas naturales. Es que el paisaje es la parte visible de la epopeya de un territorio. Es la historia de los cambios causados por la dinámica de la naturaleza y también de las solicitaciones antrópicas que se van superponiendo como capas de información de nuestra cultura, o de la falta de ella.

Los santiaguinos establecemos una relación que ha sido llamada por los psicólogos ambientales, filial (R. Kaplan y S. Kaplan - “Environmental Psicology”) con el paisaje del Mapocho; aunque no lo queramos como quieren los parisinos al Sena, o los londinenses al Támesis, el Mapocho está en nuestra memoria colectiva como parte de nuestro imaginario; nos acompaña, para bien o para mal, con sus manifestaciones hídricas, sus esporádicas inundaciones y gruñidos telúricos; es nuestro “cable a tierra”, en tanto realidad cordillerana de Santiago, hecho de gigantesca envergadura y tan poco reconocido. Su realidad territorial, cimentada en factores concretos, se expresa en un paisaje sublime, que juega, o más bien, jugaba, un papel silenciosamente inquietante sobre nosotros.

La modernidad ha planteado el binomio tecnología y estética como dos polos separados y diferentes, cuyos resultados han producido importantes detrimentos en la escenografía urbana del siglo XX. 103


Gaviotas esperando algo que comer a la salida del canal San Carlos.

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La observación de esta realidad, desde la disciplina del paisaje, está conformada por dos miradas complementarias: la factual, concreta, científica y técnicamente ajustada y precisa; y la otra, la que emana de los sentidos y de las sensaciones, pertenecientes al mundo de los sentimientos. Se puede decir que a esta interpretación concreta, concurre también la percepción subconsciente de los habitantes de Santiago, y por eso, aunque estas aguas son de color marrón, ya sea por razones naturales de los sedimentos que arrastran, o porque, por siglos hemos vertido desechos al río, los niños y también los adultos seguimos pintando las aguas del Mapocho de color azul, como si en la mente existiera un Mapocho imaginario y soñado como un bien universal. El paisaje del río, conformado por los factores territoriales previamente mencionados, se percibe en su condición holística, inclusiva y actuante sobre todos los sentidos de los habitantes al mismo tiempo. Escuchamos el correr del agua, hasta el rugido de la granulometría de los materiales que arrastra. Esto expresa no sólo el acontecer inmediato del río, sino, al mismo tiempo, la estación del año, la condición climática de la cordillera y, en invierno, incluso la altura de la isoterma 0 causante de la diferencia en los caudales. Sentimos el olor de su contenido, podemos tocar el agua y sentir su temperatura. La vista, reina de los sentidos, engloba todo aquello y aporta la lejanía, la sensación de grandeza de los Andes, que, a su vez, le otorga una escala específica a todo cuanto se desarrolla a lo largo del transcurrir del río. El gran escenario cordillerano aparece como un gigante que nos acompaña constantemente y se enrojece y enciende cuando el astro rey está dispuesto a iluminar su edificio. Es importante destacar que es probable que el Mapocho no haya sido objeto de codicia para los pueblos originarios; su espacio se divinizaba, eso sí, otorgándole una condición de elemento venerado, condición que también tenían, por lo demás, todos los componentes de la naturaleza de América. Para estas primeras civilizaciones, los ríos se consideraban elementos de contenido ambiental y cultural, pensamiento por cierto más ecológicamente sustentado que el que hoy poseemos frente a este torrente. Es necesario detenerse y reflexionar acerca de lo que percibe el habitante de esta situación. La comunidad, en los contextos sajones, por ejemplo, es una excelente fuente de ideas e inspiración; la participación ciudadana, en la definición de sus anhelos, necesidades y afectos, como método de mejoramiento de calidad de vida urbana, es quizás uno de los aspectos que Latinoamérica debiera revisar, a la luz de algunos casos implementados en los países desarrollados, ya que la relación del habitante con su lugar de vida es consustancial a su bienestar en el sentido amplio.

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El Mapocho y su representación pictórica en reconocimiento de un valor nacional La cuenca visual del Mapocho como ventana a la cordillera de los Andes, ha sido considerada, durante siglos, una imagen sublime por poetas y pintores. Ya el conquistador relataba su valor en el siglo XVI. Durante los siglos XVII y XVIII se fue construyendo su realidad e imagen urbana. Pero son los artistas de fines del siglo XIX quienes empiezan a buscar lo que pudiera llamarse “paisajes propios”, entre los cuales el Mapocho aparece en propiedad. En esta etapa, la fantasía se atenúa, la idealización cede paso a la búsqueda de lo concreto; se pesquisa la realidad ajustada a lo que hay y no a los modelos europeos, que marcaban tanto los anhelos del chileno. Se escudriña la observación característica, comienza a entenderse el goce y también el misterio del torrente. Podría decirse que se empieza a mirar y representar “la realidad de lo real” de América en Chile. Es un momento de la pintura en que predomina la representación de lo característico y podríamos decir de “lo típico”, típico referido al mundo de lo natural y también de los acontecimientos culturales. Estas nuevas “maneras de ver” y la materia que constituyó desde entonces “aquello mirado” llegan a Chile, paradójicamente, traídas por los pintores europeos que se avecindaban aquí y por los pintores chilenos que, habiendo estudiado en Europa, empiezan a inclinarse por esta nueva tendencia, hasta entonces inédita, que inicia el proceso de apreciación de la naturaleza y de los paisajes chilenos. Es la luz de los atardeceres en la cordillera la que cautiva el ojo del pintor, vistas que son posibles gracias a la espectacular cuenca visual del río, las cuales constituyen una representación típica del impresionismo criollo. Esta es una realidad “nueva”, porque la luminosidad, el color y los tonos, las sombras y el relieve, la escala y lo monumental de este lugar son propios de estas latitudes, por lo que logran una condición de descubrimiento. Y es desde ese momento que el paisaje, aunque agreste, llama la atención y atrae; lo rústico empieza a entenderse como algo bello y característico de este lugar.

Vista hacia el Poniente desde el puente Pío Nono.

El Mapocho es uno de esos paisajes, y se constituyó en una realidad paradigmática de la región de Santiago. Su lozanía, el temible desequilibrio de la temporalidad de sus aguas, la vegetación de colores en sus márgenes, contra el telón de fondo de la cordillera; todos estos elementos hacían un maravilloso contrapunto entre el macizo sólido y fuerte y la delicadeza y humildad de las pequeñas yerbas. Se descubría el “paisaje del pedregal”, contexto pétreo, prototipo de los paisajes del Valle Central. El movimiento, el sonido y la fluidez, versus la inquietante y estática quietud de los Andes, sin duda, constituyen un grandioso espectáculo

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Sobre el río se conversa tranquilamente.

de contrapunto, realidad que se eterniza en los cuadros de Prior, Wood, Charton de Treville, Schmidtmayer, Subercaseaux y otros, que rescatan lo permanente y lo transitorio de los escenarios locales, el cambio y el dinamismo, conceptos –ahora ya propios– característicos del siglo XIX. Es un nuevo modo de mirar la realidad concreta y la original naturaleza, con sus ciclos vitales y sus elementos constitutivos. Existen pintores que lograron captar y plasmar las características simbólicas del espacio natural habitado, que hacen que algunos lugares o elementos puedan trascender a sus estéticas y/o épocas, convirtiéndose en expresión de una identidad, o “consonancia” entre el hombre y el territorio (Georg Wilhelm Friedrich Hegel - “Fenomenología del espíritu”). No se puede decir que el trato de los bordes del Mapocho haya sido seriamente considerado con su realidad, puesto que no ha existido equilibrio entre la vocación del espacio del río y el desarrollo de la ciudad. La tecnologización de los acontecimientos urbanos es propia del avance del hombre y sus procesos son válidos e ineludibles. Sin embargo, todas las propuestas que se realicen en esta dirección

debieran ser regidas por el objetivo de afirmar la vocación de los lugares. Por eso resulta insólito observar lo que hoy sucede con el Mapocho como testimonio de su desarrollo. El aislamiento del cauce denigra al río y lo deja en una condición de mero conductor de aguas y flujos y no de elemento conformador del paisaje; transformándolo en un hecho físico y quitándole todo el simbolismo y la trascendencia que le son propios. El espacio físico tiene para nosotros el significado que nuestra sociedad y nuestra cultura le conceden; esto funda el anteriormente mencionado concepto de “lugar”, que es la fusión entre el espacio físico y la experiencia de quien lo habita, lo que, a su vez, se relaciona con su identidad y comportamiento. Pero, ¿qué pasa con estos hechos indefectibles del sentimiento de una sociedad cuando se cambian los símbolos? ¿Qué le sucede al que mira río arriba y, en vez de la primavera llena del amarillo color de las flores del pedregal, se encuentra con cargadores frontales, tractores y autopistas? ¿Es que la funcionalidad se ha tragado nuestra capacidad de admiración, de apreciación de la belleza y de la reflexión? 107


Indudablemente, la evolución y el desarrollo son conceptos intrínsecamente ligados al ser humano; la capacidad y necesidad del hombre de moldear continuamente su hábitat, a diferencia de la mayoría de los animales, conlleva el requisito de comprender la interdependencia con su contexto, y eso, a su vez, obliga a repensar el desarrollo, a la luz de realidades locales, considerando que la relación del habitante con su lugar de vida es consustancial a su bienestar en un sentido amplio. Las transformaciones sumergen a los habitantes en estructuras y tramas culturales superpuestas, insertándolo en las nuevas “naturalezas técnicas” asociadas al desarrollo; los excesos causados por las crecientes demandas de las configuraciones urbanas, donde el habitante pierde la noción de su realidad trascendente, podría convertirlo en un ser robótico y repetitivo, sepultando su capacidad de ensoñación y armonía con lo fundamental de la vida. La subconsciente lucha por la conquista del sentido de pertenencia e identidad, aquello que importa a los ciudadanos de las diversas partes y estratos de una región, ciudad, o país, es un alfabeto oculto, que requiere ser descifrado y aplicado en decisiones basadas tanto en las huellas físicas del pasado, como en los proyectos futuros. Los hitos, las marcas, lo característico aún no se reconocen como significativos a la hora de reflexionar sobre el futuro y el presente de los escenarios de Santiago, en términos territoriales, frente a las “nuevas adquisiciones técnicoculturales”, fruto del desarrollo.

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Es maravilloso observar cómo, al mismo tiempo que los pintores del pasado pintan el paisaje del Mapocho, los ingenieros de aquella época construyen sus defensas contra las inclemencias del río, pero teniendo presente la condición de “urbanidad” que requiere la ciudad: se conforma un paseo peatonal sobre los tajamares, que permite la contemplación del escenario desde este balcón citadino, que simultáneamente protege la ciudad. “..Este es el paseo favorito, cuando hace buen tiempo, como que la vista que se tiene sobre el río, los suburbios de la Chimba, cubiertos de jardines, y las montañas lejanas jamás pueden hostigar”.1 No me detendré en el destino de los tajamares, ya que el Mapocho fue implacable con ellos, destruyendo también el paseo de los santiaguinos, pero la relación y secuencia espacial, en el sentido transversal del río, era, en esos tiempos, río-paseo-camino, mientras que hoy se ha invertido, conformando una relación río-carretera-paseo, y ello solamente en algunos tramos. Dentro de esta reflexión, no se pueden dejar de mencionar los puentes. Son el elemento urbano de paisaje por excelencia, ya que permiten cruzar y salvar el ancho del cauce, unir riberas y visualizar y comprender la cuenca completa, estando “en el río”. Observar el escenario del río desde un puente, desde la altura, permite sentir el viento, aguzar los sentidos frente al sol naciente, al atardecer, o a la


Detalle del puente de calle Purísima.

cordillera nevada, para los que quieren verla vestida de rosa durante los meses de invierno. Las características visuales básicas del Mapocho marcan el contraste entre la macroescala del territorio y la línea del agua que viene al encuentro del habitante urbano, para entregarse y ser vivida. La cuenca ofrece el dominio visual de la concavidad producida por las diversas quebradas, y aún más, el de la hoya hidrográfica del macizo cordillerano. La posibilidad de visualizar en esta escala los macroelementos del territorio, al mismo tiempo que los acontecimientos inmediatos, otorga la sensación de dominio al observador. E.T.Hall, ya en la década del cincuenta, describió en su libro “La dimensión oculta”, las distancias entre el hombre y sus congéneres urbanos, y también entre el hombre y los elementos constitutivos del medio ambiente en el que se desarrolla; esta relación, si logra ser armónica, inconscientemente define su bienestar o su desasosiego, que, a la larga, genera comportamientos estimulantes u ofensivos.

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111 Sector de Isla de Maipo.


Intersecciรณn de Vitacura y Avda. El Bosque, mรกs atrรกs el parque Metropolitano.

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La sensualidad perdida; Mapocho una coyuntura Mas allá de la coherencia y objetividad de un lugar (hecho físico territorio) el Mapocho aún nos da, en algunos tramos, la oportunidad de percibir los recursos paisajísticos susceptibles de convertirse en un hecho positivo y beneficioso para la ciudad. Aún podemos soñar con una cadena de espacios verdes públicos, muy al modo de la ciudad de Boston que, a lo largo de su río, ha constituido lo que se ha llamado el “Emerald Neckless”, o “Collar de Esmeraldas”, que le otorga una condición de ciudad-parque, entregando una calidad de vida cercana a lo óptimo a sus habitantes. En el caso del Mapocho, no existe esa continuidad en la calidad de sus bordes. Es difícil no mencionar aquí el desacierto fatal de colocar las carreteras urbanas adheridas a sus orillas y aislarlo como un mal que debe ser confinado. Se perdió la oportunidad de mantener el cerro y el río como recorrido dependiente y complementario; el río ya no baña el pie del San Cristóbal. Sin embargo, nada es más perturbador que las obras de infraestructura vial que hoy se están ubicando en el propio lecho del Mapocho. Hay un problema que nace de la realidad territorial y geográfica de los ríos torrentes, y es que parecen ser un paisaje en abandono. Esa verdad es difícil o imposible de revertir, acabando estos espacios en potenciales lugares de proyectos “tecnológicos”, tales como vías de

alta velocidad, tendidos eléctricos, o de aguas servidas. Es por esto que sectores del Mapocho han atraído proyectos urbanos de gran escala, infraestructuras inevitables, cuya condición espacial aísla y bloquea cualquier posibilidad de relación con los habitantes. Con eso, queda entrabada la potencialidad y vocación de los bordes de convertirse en parques públicos, “espacios educadores”, que permitirían re-conocer y, por ende, valorar la realidad de nuestra geografía. El Mapocho podría convertirse en la espina dorsal de Santiago, para promover el encuentro cultural y social de esta ciudad trizada, que necesita de lugares de sano y libre encuentro urbano. Ya existen algunos tramos constituidos y bellos. Parque Los Reyes, parque Mapocho, parque Forestal, parque Providencia o Japonés, los parques existentes a lo largo de la Costanera vieja, parque de las Esculturas, parque Costanera Santa María, parque Bicentenario, parque Escrivá de Balaguer, parque Las Rosas de Lo Barnechea se presentan como respetables e imponentes acompañantes del río, permitiendo un paseo urbano decente y digno, un espacio público relacionado y personificado por el carácter intrínseco del río, representación de la condición originaria del lugar. La oportunidad del río permitió, por ejemplo, un parque Mapocho, con su temática originaria, para el encuentro merecido de la etnia mapuche; más arriba, el parque Bicentenario, con su sofisticado diseño, cede un buen espacio al esparcimiento, optimizando, de paso, los precios del suelo de la comuna de Vitacura.

Sin duda alguna, la llegada de las autopistas urbanas ha sido el mayor y más dramático cambio que ha sufrido el paisaje del Mapocho en la ciudad.

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Los tradicionales areneros son una valiosa especie en extinci贸n que sobrevive en sectores populares de Lo Barnechea y Cerro Navia.

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Conclusiones El Mapocho es un fenómeno cargado de memoria, de momentos y de escenarios naturales y experiencias sociales colectivas. No es una entidad independiente de los acontecimientos urbanos santiaguinos; es un símbolo condicionador de la ciudad, donde se yuxtapone la experiencia de naturaleza con la vivencia y práctica humana que actúan sobre el medio y los elementos que constituyen dicho entorno. La configuración de su espacio ha logrado, en algunos tramos, consagrarse como paradigma de espacio público, y esta situación, en especial de goce popular, es la que permite pensar que Santiago podría tener el parque urbano más largo de América, con sólo honrar las riberas del Mapocho.

El conjunto socio-espacial del río y su devenir como indudable espina dorsal de Santiago son hechos contundentes para pensar el Mapocho como patrimonio.

El paisaje es holístico e integrador; el hombre está en el territorio y el territorio está en el hombre, es lo que crea el arraigo y la identidad. El exilio es la mejor prueba de la necesidad de un territorio propio, en el amplio sentido de la palabra, y de que, para ser psicológicamente una persona completa, es necesario tener raíces “EN” y ser “DE” un lugar.

Finalmente, se podría decir que este paisaje ha ido “madurando” y cambiando inexorablemente su carácter de natural a urbano: la aparición de nuevos puentes con el desarrollo de la ciudad, así como de áreas verdes a lo largo de sus márgenes, el soterramiento de grandes vías y la introducción de otras en su lecho son variaciones del escenario propias del paso del tiempo y la modernidad.

En el caso del Mapocho, la interacción de su ecosistema con nuestros sentidos y su percepción como realidad experimentada individualmente marca nuestra existencia.

Para dignificar dicho hecho y hacer posible su incorporación al imaginario colectivo con una significación y repercusión positiva, es necesario repensar el destino de sus bordes, sistematizar la extracción de áridos, medir los pasos y decisiones propias del desarrollo urbano con proyectos afines a la realidad geográfica y social del río, y dar importancia a la lectura que del lugar hace la comunidad santiaguina.

Podría ser tarde, pero no lo es. Frente a estos hechos, surgen algunas preguntas claves:

Es ineludible mencionar que pese a la historia, e identidad antes relatada, en la actualidad se siguen realizando polémicos proyectos que rompen con la imagen que ha tenido el Mapocho en su recorrido por Santiago y en su tiempo de existencia, privilegiando la infraestructura urbana por sobre los valores patrimoniales en el lugar.

¿Podemos hablar de modernidad e identidad a la vez? ¿Es posible avanzar en lo primero, sin destruir lo segundo? ¿Conocemos aquello que nos caracteriza en primer lugar, como para valorizarlo y protegerlo?

Este ente urbano, que nos ha tolerado por siglos y siglos recogiendo nuestros espasmos de desechos y de residuos, hoy va cambiando de fisonomía, quedando únicamente las gaviotas como huella y vestigio de los tiempos pasados.

¿En qué consiste el maravilloso realismo de nuestra región geográficocultural? El paisaje del Mapocho se puede considerar como “paisaje patrimonial”. Aunque se le han arrimado e introducido dentro del cauce carreteras de alta velocidad, se le ha hurgueteado el vientre para instalar bajo su lecho al “hombre en su constante necesidad de desplazamiento”, la vista de la cuenca es un bien indudable, que en este trinomio hombrerío-cordillera juega un papel concreto en el proceso de la construcción de identidad.

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Impresionante vista del sector de El Salto en la cual se percibe la pendiente de esa parte de Santiago.


Río Mapocho en la Ciudad de Hoy Mario Pérez de Arce L.

Capítulo

V


118 Estero de Yerba Loca.


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El río físico, natural y su presencia en la ciudad El río Mapocho tiene su origen en una zona montañosa de los Andes frente a Santiago. Este sector, rodeado por un área de cumbres de más de 4.000 metros de altura, como las de el Plomo, el Altar, y la Paloma, con ventisqueros permanentes, cuenta también con muchos otros cerros menores, de los cuales descienden laderas surcadas por innumerables venas que recogen en lo alto el agua del deshielo, y, más abajo, la proveniente de las lluvias, aguas que se encauzan por los esteros de Yerba Loca, El Manzanito, San Francisco, Molina, y Covarrubias, formando así el Mapocho, que continúa bajando encajonado y recibe, al llegar al valle, el estero del Arrayán. El potente torrente cordillerano irrumpe en el valle de Santiago en un punto antiguamente llamado Puerta de Las Condes, hoy plaza San Enrique, donde comienza la ciudad. Al internarse en la llanura, el río no forma un cauce o valle profundo, sino que avanza apoyándose en los cerros que se desprenden de la cordillera hacia el poniente, asomándose a los llanos que continúan al norte y tomando un curso más calmo al encontrarse con terrenos más planos al sur-poniente. Este recorrido se extiende por aproximadamente 30 kilómetros, hasta desembocar en el río Maipo, cerca de Talagante. No hay que olvidar que el río es utilizado como parte del sistema de regadío que sirve a toda la agricultura de la zona central del país. Parte de su caudal llega del río Maipo por el canal San Carlos y luego lo entrega por otros canales a los campos sedientos del extremo norte del valle. Son muchas las ciudades que se han fundado al borde de un río, por asegurarles el agua para su subsistencia y cultivos, y facilitarles la evacuación de los desechos. En las extensas llanuras, los ríos solían ser grandes caminos que ordenaban las riberas en las ciudades con embarcaderos, bodegas e industrias que generaban barrios contiguos característicos de esas actividades. El Mapocho no ha sido tan determinante en la conformación de la ciudad como lo fueron los grandes ríos de llanuras como el Danubio o el Sena, o el río Valdivia, los cuales sirvieron como vía de comunicación interna y con el exterior. Pero nuestro río nos revela el sentido del espacio geográfico: la relación cordillera y mar. Hoy día la ciudad ocupa la mayor parte del valle hasta el río Maipo. Su presencia es más fuerte en edificación y actividad al sur del río, y éste –limitado por ese lado por la masa edificada y apoyado al norte por la serie de cordones y cerros que se desprenden de la cordillera– se presenta como un gran espacio continuo importante, abierto de oriente a poniente. Este espacio que acompaña al Mapocho tiene todavía un carácter natural reconocible en la ciudad, lo que se podría explicar por las crecidas del río, las cuales lo mantuvieron libre de 121


Plano general esquemático Principales hitos que van marcando los sectores en que el río y su entorno se diferencian. Asimismo, este dibujo da cuenta de la sucesión de áreas verdes a lo largo del cauce del Mapocho.

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edificaciones demasiado cercanas. En el centro de la ciudad, el cauce fue canalizado hace poco más de 100 años, y el tramo oriente comenzó a ser bordeado de edificaciones sólo en el último medio siglo. Algunos tramos de su recorrido han sido acompañados por parques y espacios públicos que hoy día es importante mantener y completar a lo largo de los cerca de 30 kilómetros de su cruce por la ciudad. El propósito de este trabajo es presentar el espacio del río en relación con la ciudad en su situación actual, analizar sus valores y problemas en rasgos generales e imaginar la puesta en valor de todos sus aspectos positivos, para que logre ser continuamente un espacio hermoso, estimulante y alegre, que nos recuerde el marco natural que lo originó. Por las características de su lecho y de su régimen, es normal que el Mapocho urbano, como la mayoría de los ríos en el interior de las ciudades, corra canalizado entre riberas que lo contienen. En este caso, sin embargo, el torrente corre en la montaña en sus condiciones naturales y así llega a la ciudad. También –pero en forma diferente– al salir de ella, el cauce mantiene su trazado y sus riberas en condiciones naturales, y es posible e interesante para el goce de su recorrido que en ambos sectores se protejan su espacio y su paisaje y que éstos se hagan accesibles en variadas formas. La extensión del río constituye un espacio público continuo, desde el pie de la cordillera hasta el campo abierto (es de esperar que así permanezca). Se trata de un espacio que permite que se asomen a él distintos barrios de la ciudad, los cuales imprimen en él marcas, como edificios de interés público y, sobre todo, parques y jardines. Parque Público Parque Privado Cultivos Cerros Hitos Urbanos Vialidad Edificios

Veo el ámbito del río como un gran espacio libre para la ciudad, no como un solo parque de 30 kilómetros de largo, sino como una sucesión de parques y paseos arbolados para peatones, ciclistas y, en algunos sectores, para jinetes que aprovechen los cerros vecinos que se puedan incorporar al sistema de parques. En el recorrido existen sectores que podrían destinarse a lugares de descanso y contemplación de los excepcionales panoramas de la cordillera y la visión de los cerros al poniente. Los cerros cercanos al río suman sus verdes siluetas a los parques que lo bordean. Dentro de esta sucesión de parques, el río correrá a veces escondido de los paseantes, en su cauce profundo, pero debe haber tramos de paseos ribereños (donde no se interpone la gran autopista) que, como en el parque Forestal, inviten a sentarse a ver pasar la corriente. Distintas propuestas deberían ir proyectando los diversos tramos aún abandonados a lo largo del río, buscando la coherencia del paisaje total, junto con la variedad de carácter y formas de vida que ofrece la ciudad que va atravesando.

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124 San Enrique, la puerta de entrada por donde ingresa el abrupto rĂ­o a la ciudad.


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Antiguos arrieros y huasos del sector son los habitantes de la parte alta de nuestro rĂ­o.

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El río urbano, sus tramos e hitos Los tramos en que se divide el río, en este análisis, se establecen en atención a la estructura urbana y su carácter, a los elementos del paisaje que enfrentan y a las relaciones con la ciudad. Se han destacado algunos lugares singulares que articulan el largo espacio del río y en los cuales se encuentran conexiones importantes con la ciudad. Los llamaremos “hitos”. Varios de ellos son plazas de la ciudad que se asoman al río. Tradicionalmente, se ubican en lugares donde se construyen puentes y son el resultado de los movimientos de la población (y hoy del tránsito vehicular) y de la reacción ante condiciones del paisaje y la vida urbana, más que de acciones planificadas con criterio de previsión, ni de apreciación de su valor paisajístico o de carácter urbano. Algunos de ellos están siendo ocupados hoy por la vialidad rápida, cuyos nudos de tráfico constituyen monumentales artefactos que interrumpen el paisaje e interceptan el paso a quienes pasean entre uno y otro tramo de las riberas del río. Salvo en el sector en que la autopista Costanera Norte corre subterránea, la decisión de ubicar esta vía junto al Mapocho ha provocado un corte visual transversal del espacio del cauce, y si bien su correcta solución urbana es difícil, ésta puede (y debe) estudiarse desde una perspectiva paisajística. El primer hito en el recorrido del río en la ciudad es su puerta de acceso a ésta, cuando sale de la cordillera a la llanura. Hace unos 50 años, era frecuente en otoño ver bajar los rebaños de las “veranadas” de la alta cordillera al valle. El camino de la montaña venía por el cajón del Mapocho, y el torrente bajaba entre rocas por el fondo. En este punto, ambos desembocaban en el valle, lejos todavía de la ciudad, en una explanada despejada que los arrieros y los campesinos llamaban la Puerta de Las Condes. Hoy día se llama plaza San Enrique y conserva una vieja casa de fundo del siglo XIX, donde se advierte una simpática actividad cultural. Se ha instalado un comercio variado con locales improvisados, muchos de mala calidad, y una población relativamente densa, diferente de los barrios segregados de los alrededores. Un corto puente cruza el río antes que se expanda en el llano. Es interesante destacar este lugar, no para darle un carácter monumental artificialmente –para eso basta con la presencia de la cordillera–, sino para valorizar la dramática salida del torrente frente al puente, hoy flanqueado por restaurantes de construcción muy precaria. Debería darse más coherencia a este espacio y a la arborización de la plaza, para que mantenga (o recupere) su personalidad, sin los adornos y variadas intervenciones que borronean nuestros espacios públicos en vez de afirmar su carácter. Entre la Puerta de Las Condes y el próximo lugar singular (hito), hay un extenso tramo del río que corre en medio de barrios incorporados a la ciudad en épocas recientes, salvo el pueblo de Lo Barnechea, que conserva algo de su carácter original en medio de nuevas construcciones de lujo. En el pedregal del cauce existen dos poblaciones que nacieron espontáneamente y tienen una urbanización precaria.

La existencia de poblaciones de distintos estratos económicos es un factor positivo en este lugar, comparado con otros sectores vecinos ocupados totalmente por población de altos ingresos; esto hace más importante la existencia de los parques a lo largo de este tramo del río. Actualmente, el sector de la comuna de Lo Barnechea, cercano al río por ambas orillas, presenta una situación urbana confusa. En primer lugar, la canalización del cauce no parece definitiva. Con la construcción de la Costanera Norte, que en proyecto llega hasta el puente La Dehesa, se definirá parcialmente la canalización, pero falta el tramo superior, que por recibir la salida del torrente cordillerano debiera exigir un estudio hidráulico particular, cuidando la mantención de los dos hermosos parques recientemente plantados en ambas riberas del río en su curso superior. Por otra parte, este tramo presenta aspectos de mucho interés paisajístico. La precordillera cercana, donde se descubre la salida del cajón del río, es imponente y gran parte de sus faldeos están cubiertos de vegetación. Así, el empinado faldeo del cerro Dieciocho enmarca por el norte la apertura del llano de La Dehesa. Este lugar debería declararse área protegida para mantener su cubierta vegetal, al igual que el extremo del cerro Alvarado, que cierra esta apertura por el sur, el cual es ejemplo extraordinario de un parque natural cuidado. El cerro Alvarado, con su empinado flanco de más de 3 kilómetros de largo, obliga al río a dar una curva junto a él. Al frente, en la ribera sur –cuyo perfil no está aún rematado–, deberá pasar la Costanera Sur y una franja de parque que constituye la continuación del parque ya existente río abajo, desde el puente Lo Curro. En esta situación, el espacio del río, con un modesto paseo arbolado, podría lucir magnífico al enfrentar la ladera del cerro que se conserva intacta, pudiendo llegar a ser un parque natural para la ciudad. Desgraciadamente, se acaba de anunciar la desafectación de esa ladera de su condición de parque (o espacio público) y se ofrece para construcciones. La conveniencia de dejar la empinada ladera sur del cerro como parque natural ha sido sugerida en varias oportunidades desde 1993, haciendo ver lo valioso que sería la conformación del gran espacio a lo largo del río para la ciudad. En caso, que se urbanice y se construya la abrupta ladera, la municipalidad debiera exigir una disposición armoniosa, con terrazas y jardines, aunque será difícil evitar la brutal destrucción del relieve natural, con grandes cortes y muros de contención que quedan como heridas en el paisaje. En todo caso, es de esperar que se dispondrá de un paseo entre la Costanera Norte y el cerro Alvarado que permita el recorrido peatonal y de bicicleta entre los diversos parques o paseos del río.

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Junto a las riberas en el sector de Lo Barnechea aún es posible encontrar situaciones y paisajes tan sorprendentes como grupos de caballos descansando plácidamente en las arenas aledañas al río.

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El puente Tabancura, que podría generar otro hito a lo largo del río, abre el acceso a las nuevas urbanizaciones existentes al norte de La Dehesa y en el valle de Colina, como también comunica con el sur, hacia Estoril. Al acercarnos al puente viniendo desde el poniente, nos encontramos con la curva del río que nos revela un nuevo paisaje cordillerano: los cerros del Quempo con cumbres de 4.000 metros, que luego se esconden tras otras cadenas al continuar la curvatura del camino. En esta zona se acercan al río las estribaciones del Manquehue, cuya cumbre se levanta más de mil metros sobre el valle. En sus laderas cubiertas de bosque natural se asienta la urbanización de Lo Curro que, con sus casas con grandes jardines, se ofrece a la vista como un parque frondoso. Entre el puente Lo Curro y el puente Centenario, el río transcurre en la comuna de Vitacura, que tiene hermosos barrios bien arbolados con grandes parques privados como el Club de Polo y el Sport Francés, muy cercanos al río, en su costado sur. Por la vertiente norte se presenta el parque del edificio de “El Mercurio” y la Iglesia de San Francisco de Sales, además de la nueva urbanización al pie del Manquehue, con grandes residencias y jardines que conforman un paisaje interesante con el fondo de la masa del Manquehue, verde en su base y rocosa en su cima. En esta parte de la ciudad, deberían realizarse aportes positivos a orillas del río, sector que no se ha aprovechado para mantener y continuar su gran espacio público orientador. El terreno al norte del río se entregó a la autopista, la cual tendió sus calzadas y muros de hormigón con poca preocupación por el espacio restante. Y si bien se salvó el aeródromo

Lo Castillo, falta la presencia del gran paseo que acompaña al río y se continúa de uno u otro modo a lo largo de su cauce. Allí podría correr una ciclovía y, tal vez, un paseo para jinetes junto con espacios de reunión y contemplación, que debieran acompañar este tramo para darle continuidad y dominar visualmente sobre la autopista y su tránsito. En la ribera sur existe una zona, a orillas del río, que nunca ha sido planificada como un parque y ha sido entregada en varias concesiones sin control ni consideración por el espacio público. Es razonable que extensos parques acojan edificios destinados a la cultura, la entretención o algún servicio a la comunidad, siempre que ellos no destruyan el carácter y la continuidad del espacio público, y sobre todo, mantengan o realcen su valor paisajístico. Los casos del Museo de Bellas Artes, el Centro Cultural de la Estación Mapocho y la Municipalidad de Vitacura son buenos ejemplos de esa situación. La llamada CasaPiedra, rodeada de extensos terrenos arborizados que permiten la comunicación longitudinal del paseo y la aproximación al río, es también otro ejemplo de un gran edificio incorporado en un parque. En cambio, el conjunto de restaurantes llamado Borderío ha sido, a mi juicio, una solución desacertada para construir un equipamiento que no ha beneficiado ni al complejo gastronómico, ni al paseo del cual forma parte. Lo que se proyecte en esta ribera sur del río podría tener un carácter más libre y abierto que el paseo del lado norte, porque no tiene que aminorar la rudeza de la autopista. En general, los parques y paseos que se construyan en el tramo oriente del cauce urbano hasta llegar al puente Centenario, además de su propio interés, tienen la ventaja de su ubicación, que bordea barrios con buenos jardines ya formados y, por el norte, cuenta con el cerro Manquehue y sus estribaciones como

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Sector de Lo Barnechea.


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Aunque para muchos las aguas del rĂ­o sĂłlo representen inmundicia, para otros constituye una buena oportunidad de recrearse junto a los amigos durante el verano. En la imagen, niĂąos de Lo Barnechea.

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fondo, las que se presentan como un parque natural. Estos atractivos aseguran la calidad visual y el interés panorámico del sector. Llegamos a otro hito o lugar de interés en el llamado sector de La Pirámide o Mirador de El Salto. Crónicas de viajeros de los siglos XVIII y XIX cuentan de paseos campestres a los que fueron invitados por familias santiaguinas. Se trataba de un paseo en carreta y a caballo para gozar de un almuerzo con cantos y música en el hermoso mirador del portezuelo de El Salto, donde el valle de Santiago se asoma entre las estribaciones del cerro San Cristóbal y las del Manquehue hacia los campos de Conchalí, que están muchos metros más abajo. En este lugar se levantó un modesto obelisco de piedra en memoria de Jorge O’Brien, el marino irlandés que luchó en la Independencia, signo que debería cuidarse y destacarse. Hoy día, este lugar se ha convertido en un nudo de vialidad muy complejo, donde se encuentran la Costanera Norte, la circunvalación Américo Vespucio, la futura vía rápida a Colina, y la conexión al túnel recién construido en el cerro San Cristóbal, que va hacia el sector de El Salto. Las estructuras amenazan el hermoso lugar natural, balcón entre dos cerros, dos parques donde se había establecido un bosquecillo habilitado para picnic, que en primavera y verano se llenaba de paseantes. Ya ha sido destruido el promontorio boscoso que remataba el parque Metropolitano, donde hubo un restaurante muy hermoso, obra del arquitecto Carlos Martner, y el tramo de la avenida Américo Vespucio, que sube la ladera del cerro San Cristóbal, pasa entre los cortes parchados con planchones de estuco o cubierto con mallas metálicas y la sucesión de monstruosos avisos de propaganda que decoran lo que podría ser un hermoso camino panorámico.

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No parece fácil rescatar el valor de este lugar del caos en que está convirtiéndose, pero merece un esfuerzo especial, porque los grandes terrenos eriazos vecinos al Colegio St. George que lo limitan, ofrecen posibilidades para importantes proyectos que podrían ayudar a conformar el gran espacio libre. En este nuevo sector, entre el puente Centenario y la plaza Baquedano, la consolidación de las riberas del río y la construcción de parques o zonas arborizadas están más avanzadas. Al comienzo, el río corre entre dos grandes parques. El faldeo boscoso del cerro San Cristóbal, parque Metropolitano por el norte, define fuertemente el espacio, pero está separado del río por la Costanera Norte. Hará falta, junto con mejorarse la forestación y paseos del parque en esa zona, establecer algún cruce peatonal para conectarlo con la ribera sur. En ella se está construyendo el parque de Las Américas, donde se emplaza la sede municipal de Vitacura. Alrededor de ésta, ya aparecen terrazas y plazas, junto con las primeras plantaciones. El ambiente de este sector es muy interesante porque junto a él están los jardines de la Cepal y su hermoso edificio, que se continúa con los de la sede del Observatorio Austral Europeo. Al oriente del parque se encuentran los campos deportivos de dos colegios y los jardines ubicados entre las pistas del nudo vial 134

y el puente Centenario. Buenas avenidas conectan este tramo con Vitacura y los barrios vecinos. Frente a Pedro de Valdivia Norte, el espacio del río está bastante consolidado con el cauce canalizado. La Costanera Norte corre subterránea con aperturas parciales cubiertas por rejas metálicas, sin romper el parque de las Esculturas, y subsiste por el otro lado la avenida Costanera, con su frondosa arborización reforzada por la franja de paseo (parque Uruguay) a lo largo del río y apoyada por las fachadas de los edificios existentes y en proyecto. Entre los primeros, hay algunas excelentes mansiones (algunas embajadas) y edificios de mediana altura. En la actualidad están apareciendo otros más altos que parecen marcar una tendencia. Siempre al sur del río, entre el puente Los Leones y la rotonda Pérez Zujovic, queda un amplio espacio que debió servir de remate del parque de Las Américas. Este espacio enfrenta un sector de grandes edificios a los cuales se añadirán un centro comercial y varios otros conjuntos en proyecto, que constituirán una importante zona de actividad comercial y de oficinas, además de hoteles y residencias. En el borde del río de esta zona tan importante, se ubicó hace pocos


El cerro Alvarado desde las alturas.

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136 En la ciudad de Santiago puede percibirse un choque entre la fisonomĂ­a natural del paisaje del rĂ­o y el afĂĄn de la ciudad de modernizarse.


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años la embajada de los Estados Unidos y antes se había entregado otra parte para que fuera destinada a un parque deportivo del Club de la Universidad Católica. Hoy, el desarrollo de este sector debería planificarse manteniendo alguna continuidad entre el parque de Las Américas y el parque Uruguay, y respondiendo al fuerte centro de actividad que se está conformando, además de resolver las conexiones de la vialidad vehicular que se presentan. Por el costado norte del río se mantiene el parque de las Esculturas, con algunas plataformas sobre la autopista y, detrás, se ubica el barrio Pedro de Valdivia Norte, que ha luchado por conservar su escala y su carácter armonioso permitiendo que la silueta del cerro San Cristóbal aparezca como límite espacial del río por el norte. Además, su acceso al parque Metropolitano conecta éste con el de las Esculturas y el sistema del Mapocho. En este sector destaca, como edificio, la casa colonial de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Católica. La conexión del tramo Pedro de Valdivia Norte con el que continúa al poniente es mezquina, pero puede mejorarse estableciendo un corto paseo arborizado junto a la ribera norte del Mapocho en la zona donde el saliente del cerro se asoma al río, continuando al borde de éste por la avenida Santa María. Desde Las Torres de Tajamar hasta plaza Baquedano, el costado sur del río está acompañado por el hermoso parque Providencia –también llamado Balmaceda–, la avenida Providencia y su fachada edificada, cara de la ciudad. Basta cuidar el parque según el diseño original de Óscar Prager, despejando de aditamentos el generoso espejo de agua. Por la ribera norte, en cambio, la fachada de la ciudad se levantó muy cerca del río y es importante reforzar la vereda paseo, que corre a su borde. De este modo, con la silueta cercana del cerro San Cristóbal que cierra el espacio por el norte, se consolida la forma de este tramo del río.

“Sanhattan” y el Mapocho.

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Los angostos y sucesivos parques de Providencia constituyen un ejemplo de cómo se ha buscado armonizar el espacio del río dentro de la ciudad. En la imagen, vista aérea del parque de Las Esculturas entre Av. Ricardo Lyon y Av. Pedro de Valdivia.


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Grafitis al interior de los muros del río en el

El río enfrenta el centro histórico La plaza Baquedano o plaza Italia es un hito urbano que sobrepasa la importancia de ser un eslabón entre los parques que bordean el río. Hacia su espacio vacío convergen los tres parques, el Providencia, el Forestal y el Bustamante; además, es atravesada por la Alameda –eje este oeste de la ciudad–, recibe la avenida Vicuña Mackenna desde el sur, y enfrenta la cumbre del cerro San Cristóbal y su principal y más popular acceso a través del barrio Bellavista. El edificio de la Telefónica y los bloques de la Alameda afirman sus límites al sur y la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile remata su costado nororiente, pero falta –tal vez– un gran edificio público que aproveche esta ubicación privilegiada. Desde plaza Baquedano hasta Mapocho se extiende el parque Forestal, el más viejo de los parques del Mapocho. Su construcción fue iniciada a principios del siglo XX y se inauguró en el centenario pasado, junto con el Museo de Bellas Artes. Su conformación muestra cómo hubo que levantar el terreno junto a los muros de la reciente canalización, dejando detrás una suave hondonada paralela a las avenidas de plátanos orientales, por donde corre hoy la avenida Cardenal Caro. En parte de esta hondonada se encontraba una extensa laguna que se eliminó a mediados del siglo pasado. El parque diseñado por el paisajista George Dubois se destaca por las mencionadas avenidas paralelas al río, que son quizás el espacio uniformemente arbolado más extenso en la ciudad, y por sus jardines libremente naturalistas “a la inglesa”, que lo acompañan en toda su longitud, recibiendo el Palacio o Museo de Bellas Artes, el cual es un buen ejemplo de la arquitectura de la transición del siglo XIX al XX. 142

sector de Bellavista.

Este parque es un noble acompañante del espacio del río y debe cuidarse, manteniendo sobre todo sus árboles, ya centenarios, y reponiéndolos cuando sea necesario. En la ribera norte, no se dejó en este tramo del río sino una corta franja ajardinada desde el frente de la Escuela de Derecho, obra del arquitecto Juan Martínez, hasta el puente del Museo de Bellas Artes o Loreto. Un refuerzo de la arborización existente con espacios semejantes que permitan relacionar esta mancha verde con el parque Forestal, valorizaría al barrio cercano y al conjunto de parques del río. Mapocho, el viejo barrio que tomó el nombre del río, enfrenta el centro histórico de Santiago y no tiene cerros cercanos que limiten su apertura visual hacia el norte de la ciudad. El paseante que viene por el parque Forestal bajando desde el Museo de Bellas Artes hacia el poniente se encuentra, cuando terminan los árboles, con un gran espacio informe y vacío, salvo el alto monumento cuya ubicación parece haber sido elegida al azar. Al fondo se levanta la estación Mapocho, hoy un gran centro cultural con mucha actividad, bordeado por el sur por edificios dispares y, por el norte, por el río, en cuya otra ribera se repite otro espacio también poco definido, limitado por edificios de dos y tres pisos en precario estado de mantención. Intensas circulaciones de vehículos que van de oriente a poniente se entrecruzan confusamente con el tránsito vehicular que se desplaza de norte a sur, cruzando el río por tres puentes. Al sur, el viejo mercado y al norte, la extensa Vega Municipal explican la presencia de algún comercio esporádico de frutas y verduras que se desarrolla en los accesos a la Vega, en los andenes de los buses, en el puente peatonal sobre el río y en el lado norte, en


una feria. Se adivina que el lugar tenía un carácter y una vida que hoy están sofocados por el intenso tráfico. Este era el sector Mapocho; un centro o plaza con el puente y el camino al norte y la estación de ferrocarril a Valparaíso (y también al norte y a Mendoza). Este lugar, a sólo cuatro cuadras de la plaza de Armas, tenía una personalidad de la cual todavía asoman algunos rasgos, y que justifica la importancia de mejorar el espacio del río en la ciudad, ya que de ese modo, este vacío, que interrumpe o articula los parques podría destacarse como un hito en la ciudad. El lugar merecería un anteproyecto de ideas abierto; es un tema difícil de diseño urbano con muchos pies forzados. Me atrevo a imaginar frente al espacio vacío del lado sur actualmente, dominado por los nudos de tránsito, una extensa plaza con arborización homogénea en el lado norte, que pueda recibir un gran mercado o feria al aire libre como anteplaza de la Vega. Esta plaza podría estar conectada también con la avenida de La Paz, ruta que lleva al Cementerio General y que está en un deplorable estado de deterioro. No cabe duda de que la valorización de este hito urbano redundará en una mejoría de los decaídos barrios del ultra Mapocho, en los cuales existen numerosos edificios de interés arquitectónico y vías como Independencia y Recoleta, las cuales merecen rehabilitarse con sus hermosas iglesias y edificios importantes. La construcción del parque de Los Reyes de casi dos kilómetros de longitud, además de ser un avance importante en el sistema de parques del Mapocho, estimuló la recuperación del barrio contiguo por el sur. Este parque está bien arborizado con avenidas y masas de vegetación, amplios prados y juegos para los niños; tiene una dimensión mayor que el parque Forestal, y su prolongación hasta el puente General Velásquez está aprobada; es de esperar, entonces, que su espacialidad –y en particular su ancho–, continúe como el tramo actual, ya que en el nuevo tramo debe enfrentar un difícil sector de edificación industrial. En todo caso, será necesario establecer una vía que, con un paseo bien arborizado, permita la continuidad de movimiento peatonal por la ribera norte, uniendo las comunas de Renca y Quinta Normal con algún puente y pasarelas, para que, de uno y otro lado, la gente pueda gozar del gran parque de Los Reyes. Es importantísimo que en este caso, el trazado de la avenida Costanera Sur (que no debiera ser una autopista) pase al sur del parque, entre éste y la ciudad, para lograr que en este tramo, en el que el lecho tiene menos profundidad, el paseo pueda tener vista a la corriente. Para completar la visión del lado norte de este tramo, que es largo (aproximadamente, 3.500 metros), se debe considerar que en esa ribera existen varios obstáculos para desarrollar un parque, pero hay algunas plantaciones entre la Costanera Norte y la Av. Eduardo Frei (Ruta 5) y el estadio Chilectra que, junto con la vegetación del nudo de la autopista, constituyen las manchas arborizadas del sector. Este tramo está abierto al amplio paisaje del norte entre el cerro San Cristóbal y el cerro de Renca. Vista aérea hacia el poniente desde plaza Italia.

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Sector poniente del río El río discurre entre la comuna de Renca por el norte, Quinta Normal y Cerro Navia por el sur. El primer tramo, desde el puente General Velásquez hasta el puente El Resbalón (hoy puente Petersen), pasa entre barrios consolidados, formados por viviendas modestas pero en general bien cuidadas, de casas bajas y bloques CORVI con pequeños jardines. Hay talleres y locales industriales y comerciales, pero los sectores aledaños al río son predominantemente habitacionales. El terreno tiene menor desnivel que en el resto de la ciudad, y el cauce, al igual que en el tramo inmediatamente superior, es menos profundo que en el centro. Asimismo, el río corre flanqueado por la autopista (Costanera Norte) por su ribera norte. La construcción de ésta dejó largos retazos de terreno a su costado norte, vecinos a la avenida Presidente Allende, los que están plantados y acompañan un conjunto de canchas de deportes. Algunos puntos de interés enfrentan el parque o paseo que se esboza: Un hermoso jardín antiguo con su casa está convertido en un cuidado lugar público municipal, y al extremo oriente; la planta termoeléctrica, alrededor de la cual se han plantado algunos árboles, puede valorizarse como un edificio singular en el sector, que se destaca en el paisaje y que, eventualmente, podría tener otro destino en el futuro. Al lado sur del río la situación es interesante. La avenida Costanera Sur en los tramos que está construida deja un espacio bastante amplio entre ella y el río, en el cual encontramos un parque ya formado y mantenido con sus árboles y plantaciones en pleno crecimiento. Se trata del parque Mapocho Poniente de 15 hectáreas, proyectado por el paisajista Carlos Martner y su equipo de profesionales de la Universidad Central. Esta obra muestra el camino para continuar con jardines y paseos a lo largo de los cinco kilómetros de este tramo del río, en los cuales se pueden ver otros lugares con restos de plantaciones que han resistido al abandono, como los restos de arborización que subsisten y están siendo cuidados aguas arriba del parque descrito, cerca del hospital Félix Bulnes, o los sectores plantados aguas abajo, los que, probablemente, obedecen a iniciativas particulares. Entre ellas, se encuentra un lugar extraordinario: un club de huasos con cuidadas caballerizas, una cancha de carreras a la chilena y el proyecto de construir una medialuna. Esta iniciativa de vecinos del barrio ha logrado crear un lugar lleno de vida, un punto de atracción que da sentido y animación al parque. Es posible que haya otras situaciones parecidas que sería interesante incorporar al programa de parques.

Muros originales construidos en 1889 durante la canalización del río. En la imagen anterior, los meandros del Mapocho han ido determinando el trazado de diversas avenidas que corren desde el oriente al poniente.

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La Vega y el Mercado Central por años han nutrido de actividad a las riberas del río con su intensa vida y comercio popular. En la imagen, el sector llamado “Mapocho”.

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En el sector de Cerro Navia existe, a orillas del rĂ­o, una caballeriza y una medialuna pertenecientes a los vecinos de la comuna, donde se practican el rodeo y las carreras a la chilena.

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Es evidente la importancia de que, al tiempo que se avanza con el programa de valorización del espacio del río, se mantenga contacto con los vecinos y, en particular, con los grupos más modestos, que por sus limitaciones económicas necesitan más espacios y oportunidades de esparcimiento y goce del paisaje y la naturaleza. Un buen ejemplo de esto es el largo parque que podría consolidarse aprovechando las obras y las iniciativas existentes y, sobre todo, incorporando todos los tramos arborizados que sea posible, lo que sería un aporte muy valioso para los habitantes de la comuna de Cerro Navia y de parte de Quinta Normal, que no gozan de áreas verdes cercanas. En el tramo final del sector que llega hasta la circunvalación avenida Américo Vespucio pasado el puente El Resbalón, el río llega a terrenos que todavía se encuentran cultivados en la parte norte y con una urbanización precaria en la ribera sur. Lo primero que llama la atención, en el paisaje aún vacío de construcciones, es una extensa arboleda correspondiente al parque de un antiguo fundo, que todavía conserva sus casas e instalaciones. Es éste un elemento tan valioso en el sector, que debería ser protegido e, idealmente, abierto al público. Ya que la urbanización ha avanzado en esta zona (a pesar de proyectos anunciados), es oportuno que se fije generosamente la franja de protección del Mapocho, para lograr que los bordes del río, que aquí corre en un cauce bastante profundo, mantengan el carácter rural del sector que éste va atravesando. Me parecería una pretensión proponer un esquema para la conformación del borde del río en este tramo, donde el espacio está libre a la imaginación. Creo que es la oportunidad de pedir un concurso abierto a los profesionales del paisaje y la ciudad, para desarrollar un estudio de gran escala al cual sólo me atrevería a sugerir una condición: Tal como se propuso que la hoya cordillerana del Mapocho, antes de entrar éste en la ciudad, se protegiera e hiciera accesible como un gran parque, compatible con la ocupación humana, que no dañe sino que realce su naturaleza; el sector del río que sale de la ciudad debería cuidarse, abrirse al público en cierta medida, y convertirse en un valor para el paisaje y para el goce de las poblaciones vecinas y de los santiaguinos en general. Si se lograra proteger el río Mapocho en su tramo rural, preservar sus riberas como bien público y promover la mantención del uso de parte de ellas, sería ésta una iniciativa de interés general para muchos sectores rurales de Chile central que están cambiando su población y el uso del suelo y, por lo tanto, influyendo en la conformación del paisaje rural; un estímulo para la preservación y cuidado del rico patrimonio rural del país.

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Conclusiones El río Mapocho fue siempre un elemento de importancia para Santiago. Proveía de agua y ofrecía una forma de desagüe al poblado primitivo. Cuando éste pudo llamarse ciudad, tal vez desde fines del siglo XVII, el Mapocho seguía siendo útil, pero también fue considerado como un problema, cuando las inundaciones amenazaban en tiempo de crecidas a los nuevos barrios y el cruce del cauce dificultaba las comunicaciones hacia el norte. Sólo a fines del siglo XVIII, cuando se construyeron sólidos tajamares y el puente de Cal y Canto, el río pareció controlado en el trecho que atravesaba la pequeña ciudad. Un siglo más tarde se canalizó el tramo central del río y se construyeron varios puentes en dicho trecho. Al comenzar el siglo XX, Santiago era una modesta ciudad “moderna” con aproximadamente 400.000 habitantes. Continuando con los esfuerzos de Vicuña Mackenna, se seguía mejorando la calidad espacial y la habitabilidad de la ciudad que continuaba creciendo. Antes de la mitad del siglo, la expansión urbana y el crecimiento de la población se hicieron explosivos y, al terminarlo, ya se sobrepasaron los 5.000.000 de habitantes. Tal vez es comprensible que dentro del gigantesco ritmo de crecimiento, algunos valores naturales del espacio urbano no fueran tomados en consideración frente a los problemas prácticos de urgencia, tales como vialidad, servicios higiénicos, localización de la vivienda y la nueva edificación necesaria. Esta podría ser la razón por la que, a pesar de los esfuerzos por crear y mantener parques a lo largo del río en los sectores centrales y cercanos al centro, pareciera no haber conciencia del valor del gran espacio longitudinal del río en la ciudad y de cómo podríamos gozar de él completando los jardines, paseos y lugares que se habilitaron en proyectos coherentes, que al irse sumando unos con otros, formarían un sistema lineal, que atravesaría toda la ciudad. Al reflexionar sobre la situación actual del paso del río por la ciudad de Santiago, una primera observación apunta a la necesidad de investigar el estado de las canalizaciones del río en los tramos donde no se ha completado o parece estar en un estado no definitivo. Estos antecedentes son indispensables para avanzar en los proyectos parciales que hacen falta. Por otra parte, es considerable la cantidad de trabajos que se han ejecutado o están en obra con motivo de la construcción de la Autopista Costanera Norte y otras iniciativas locales. Es difícil precisar las obras que faltaría ejecutar (para lo cual se necesitaría tener anteproyectos de ellas), pero se puede tener una apreciación general en base a los antecedentes e ideas enunciadas. En todo caso, es importante hacer notar que de los 30 kilómetros del recorrido del río por la ciudad, ya hay aproximadamente 20 kilómetros en los cuales, por uno o ambos costados, corre acompañado por parques ya consolidados o en construcción, faltando unos 10 kilómetros de paseos o conexiones entre los parques existentes en sectores en los cuales hay, en muchos casos, vías trazadas y masas de arborización que deben aprovecharse. 150


En Pudahuel, el Mapocho cambia de paisaje, tornándose más sinuoso, retomando su vocación de río rústico.

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Al haberse construido la Autopista Costanera Norte junto al cauce del río, ha disminuido visualmente el ancho del espacio, salvo donde ella corre subterránea. Esta situación debería significar la imposibilidad de ensanchar las vías laterales al río y darles características de vías de alta velocidad, para impedir que ellas ocupen todo el espacio residual disponible para parques o paseos y destruyan el sistema de parques del río. Es decir, cualquiera nueva vía rápida oriente-poniente debiera alejarse notoriamente del río. Es evidente que no se puede seguir concentrando toda la vialidad oriente-poniente hacia el centro histórico. Respecto a ciertas características del sistema de parques del río, parece que, de hecho, no se ha dejado la posibilidad ni el espacio para hacer parques y jardines a ambos lados del cauce a lo largo de todo el río. Sin embargo, es posible tener tramos a uno u otro lado y hay que buscar soluciones para que los paseantes puedan recorrer sin dejar de sentirse cercanos al río, lo que es posible gracias a la continuidad paisajística del espacio. En cuanto a su agua, el río debiera quedar libre de polución a corto plazo, al terminarse las plantas de tratamiento urbano a ambos lados del cauce. Además, podría estudiarse la posibilidad de hacer un estanque en un sector de poco desnivel. Elementos menores como piscinas o lagunas pueden incorporarse en los parques ribereños. Hay quienes piensan en que, terminados los pretiles del cauce del río, sería posible practicar deportes de rafting. Se ha sugerido el llamado a concurso para proyectar diversos parques o sectores de espacios que se definan dentro de los tramos del recorrido por situaciones locales. Proyectos concretos o realidades que irán creciendo con los trazados, con las obras en el terreno y con la maravilla de las plantas. Proyectos que nacen de la libertad de la imaginación, pero se hacen con los pies bien asentados en la tierra y los ojos abiertos al paisaje de la ciudad inmediata, los cerros verdes, las montañas brillantes al sol y el correr del agua que nos recuerda que éste fue y es el espacio geográfico del río que estamos realzando para el goce de todos los habitantes de la ciudad. Por último, se puede imaginar que un esfuerzo por completar el acondicionamiento del espacio del río en la ciudad sería la oportunidad para poner atención a los tramos del río fuera de la ciudad, de modo que se incorporen a la valorización paisajística del entorno de Santiago. En efecto, la hoya cordillerana del Mapocho y sus afluentes constituyen un sector interesantísimo del paisaje inmediato a la ciudad que debiera protegerse y hacerse accesible desde el camino a los centros de ski de La Parva, El Colorado y Valle Nevado. En forma semejante, las riberas del tramo rural del río –desde la salida de Santiago hasta su desembocadura en el Maipo– podrían preservarse como bien público, iniciando una política que hace falta ante los cambios de uso del suelo y la población rural en la zona central de Chile.

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Equipo

Imágenes

Proyecto original y edición Diego Matte Palacios

Cristóbal Correa Montalva: imagen hoja guarda y detalle inicio, páginas 22, 23, 24, 28, 32, 40, 60, 66, 94, 106, 110, 113, 116, 118, 126, 130, 136, 138, 139, 143, 144 y 154 .

Edición textos e investigación Carolina Ríos Urzúa Fotografía Cristóbal Correa Montalva José Luis Ibáñez Gomien Guy Wenborne Huyghe Felipe Coddou Mc Manus

Guy Wenborne Huyghe: imagen portada, páginas 10, 16, 18, 38, 78, 79, 98, 100, 112, 124, 135, 140, 147, 148, 151 y 152.

Investigación imágenes de archivo Camila Schneider Durandin

Archivo personal Gonzalo Piwonka: imágenes páginas 74, 75, 76, 89 y 90.

Dirección de arte y diseño Ximena Undurraga Vanessa Kusjanovic Virtual Publicidad S.A.

Archivo La Nación: imágenes páginas 34, 51, 56, 57, 59, 77 y 88.

Impresión Ograma Impresores Manuel Antonio Maira Nº 1253, Providencia. Chile. Contacto diegomatte@gmail.com www.matteeditores.cl

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José Luis Ibáñez Gomien: imágenes páginas 30, 31, 36, 92, 102, 107, 108, 109, 114, 128, 129, 132, 133, 134, 142, 146 y 149.

Felipe Coddou Mc Manus: imágenes páginas 104 y 105. Archivo personal Fernanda Falabella: imágenes páginas 26 y 27.

Archivo León Durandin: imagen página 54.

Archivo Biblioteca Nacional: imágenes páginas 44, 47, 48, 80, 82, 85 y 86. Archivo Museo Histórico Nacional: imágenes páginas 35, 37, 49, 50, 51, 52, 54, 55, 68, 69, 80 y 84. Archivo Empresa El Mercurio S.A.: páginas 71 y 72. Archivo Fundación Padre Hurtado: imágenes página 53. Dibujo página 122 realizado por Mario Pérez de Arce O. Dibujo página 62 realizado por Ignacio Schiefelbein G.


Agradecimientos El editor quisiera agradecer a todo el equipo que participó de este proyecto, de forma muy especial a José Luis Ibáñez y a don Mario Pérez de Arce por su vital entusiasmo y compromiso con su trabajo. Asimismo, agradecer a don Carlos Aldunate del Solar por su apoyo, a Andrés Urrutia por su buena energía y a Carolina Blanco Vidal por sus sabios consejos. También agradecer a la Corporación del Patrimonio, al Archivo de El Mercurio, al Archivo de La Nación, Archivo de Providencia y al Hotel Sheraton Santiago. Igualmente, agradecer la participación de Marlen Eguiguren Ebensperger en los inicios de este proyecto. De la misma forma, agradecer a mis hermanos, a mi padre y a mi madre, de la cual aprendí a disfrutar y apreciar las cosas de este mundo con simpleza y profundidad, tal como sucedió hace muchos años, en un desprejuiciado picnic al que me llevó por las orillas de este magnífico río que es el Mapocho. También agradecer especialmente a María Paz Ferrer por su incondicional apoyo y cariño. Dedico este libro al río Mapocho, como homenaje a la alegria de sus aguas, el que espero sirva para compensar y aliviar en parte el daño que la ciudad le ha provocado. El Editor

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