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La última bruja
3er. Lugar
La última bruja
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Cecilia Troncoso Hernández Esc. Ignacio Allende • Mpio. Silao
n un lluvioso atardecer del mes de agosto, un grupo de estudiantes de la comunidad de Cuarta Parte, decidieron salir a caminar a través de las terracerías principales del lugar. Jugaban, saltaban y reían sin parar por la felicidad que les causaba la libertad de sentir la lluvia sobre sus rostros, por la agradable sensación de la suave brisa y el aroma tan encantador de la tierra mojada, así como por las flores verdes y amarillas que sobresalían por la orilla de la calle. Poco a poco, fueron perdiéndose en la lejanía de la comunidad, y sin pensarlo, ya estaban a kilómetros de distancia de sus hogares, esa libertad los fue orillando a perderse entre los cerros y la vegetación. E
De pronto, César, uno de los estudiantes de sexto grado, verificó la hora en su reloj y decidió volver a su casa. Sin pensarlo, abandonó al grupo. En el camino de vuelta a su casa, vio a lo alto del cerro a una hermosa mujer que estaba sentada en una gran peña, él pensó que se trataba de la sombra de un árbol, pero la mujer comenzó a caminar más de prisa, a César se le aceleraba el corazón al ritmo de sus pasos, mientras la voz de esa mujer empezaba a invadirlo en todo su cuerpo. Fue tanto el miedo, que en pocos minutos llegó pronto a casa y con un color muy pálido entró corriendo a su cuarto.
La madre de César, que en esos momentos estaba haciendo la comida apresurada, fue a ver qué ocurría con su hijo. Este no podía hablar por el miedo que aún taladraba su cerebro, intentó calmarse, pero no pudo impedir que su rostro palideciera levemente. Pasadas las horas, el chico se sintió mejor al recibir un té de manzanilla y gracias a un cálido beso que su madre le propinó en la mejilla, mismo que fue un brevísimo bálsamo de paz en todo su cuerpo. Ya más tranquilo, César pudo hablar con su madre y le hizo saber lo que había visto. Al finalizar su relato, la madre le aconsejó no salir de la casa sin pedir permiso, porque en la loma salía una mujer muy hermosa que empezaba a llamar a las personas, y cuando se acercaban a ella se convertía en un horrendo monstruo con cabeza de serpiente y cuerpo de perro salvaje.
César escuchaba atentamente lo que le contaba su madre y bebía la infusión que ella le había preparado. Estaba tan absorto por la charla, que tardó en notarlo, la tarde se había oscurecido antes de lo esperado. Una brisa fresca lo había obligado a interrumpir la conversación de su madre. Quedó paralizado porque al mirar el cielo cubierto por amenazantes nubarrones, se preguntó con preocupación qué les estaría pasando a sus compañeros de grupo, le comentó a su madre que sus compañeros estaban lejos de sus hogares, y que probablemente se encontrarían con ese inmenso monstruo en lo alto de la loma.
La lluvia arreciaba. Pesadas gotas se multiplicaban cayendo en las láminas de la casa de César como proyectiles, cubriendo más superficies con el transcurso de los minutos. La madre de César dio parte a los familiares de los compañeros de su hijo y de pronto, las calles comenzaron a llenarse de muchas personas que, preocupadas, iban tras el paradero de sus hijos. En poco tiempo, la multitud se hacía cada vez más y más grande y la comunidad entera comenzó una búsqueda por los cerros de los alrededores.
Al poco tiempo, la lluvia se fue desvaneciendo poco a poco, transformándose en una fina llovizna. Una luz en lo alto de un cerro fue la señal de que la gente venía de regreso con sus hijos sanos y salvos.