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Ernestito

Hannya Alizee Samperio Vega Esc. Ignacio Allende • Mpio. Guanajuato

odo comenzó cuando dos vidas se perdieron. Ese grito aterrador de don Martín se escuchó por toda la mansión de los Mendoza, donde una noche de gran tormenta, entró a su casa, encontrando a su mujer sin una gota de aliento, ella lo miraba con enojo, con fuego en su mirada, diciendo: T

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—¿Qué hiciste Martín?— Él bajó la mirada, una lágrima corría por su rostro, sabía que su vicio al juego y la avaricia habían penetrado en su cuerpo dándole la vida de su amor a aquel sabio diablo con el que había perdido su última jugada en ese salón.

Don Martín al ver la mirada sin sentido y sin alma de su esposa, salió exaltado de la habitación, su grito despertó a Ernestito, su hijo de seis años, quien tomó a su padre de las piernas y llorando le preguntó:

—¿Qué tienes papacito?— Él no le contestó, simplemente lo ignoró y se encerró en la habitación lleno de remordimiento y cólera.

Ernestito no lograba contener el llanto, no sabía lo que ocurría, pero su nana doña Rosa, logró que el trauma de aquella noche no fuera tan doloroso, pues lo cubrió entre sus brazos con aquel chal que su patrona usaba para cargar al niño de bebé y lo llevó a su humilde casa, desapareciendo del hogar que una vez fuese de una familia feliz.

Fue así que Ernestito creció, siendo un humilde minero de Cata, buen hijo de mamá Rosa, buen hermano, amigo, con principios y educación, guapo él, de porte español, con ese plus que solo tiene la gente adinerada de esos tiempos. Aunque había olvidado su pasado, cada noche lo despertaba el sobresalto de las pesadillas que rodeaban su vida, mamá Rosa lo abrazaba con tal fuerza que él lograba dormir tranquilo:

—Son solo pesadillas—, le decía. Él convencido, le creía.

la iglesia. Ernestito no podía ser la excepción, todos los días, pasaba con el padre Juan para apoyarlo, pues era un señor de edad avanzada, pero con mucha sabiduría. Ernesto le había platicado de sus pesadillas recurrentes, donde una señora de hermosa figura, pero con una gran angustia, le pedía, extendiendo su mano, la sacara del infierno. El padre Juan sabía que eso era verdad, pues conocía la historia de sus padres y estaba consciente de que seguramente era el alma en pena de su madre; sin embargo, no podía hacer mucho más que sugerirle orar por ella. El sacerdote conocía toda la verdad, pero doña Rosa se lo había platicado en secreto de confesión, a lo que a él solo le quedaba callar y rezar por el tranquilo descanso de esa mujer.

Pasó el tiempo y por razones de organización, el padre Juan fue invitado a cubrir al señor Abad a la Basílica Colegiata de Nuestra Señora de Guanajuato el Sábado de Gloria, donde la misa se realizaría entre las 10 de la noche y la madrugada del Domingo de Resurrección. Así que solicitó a Ernesto el apoyo como acólito, pues era de los pocos que conocía detalladamente los ritos a realizar en una misa y así fue. Esa noche Ernesto se despidió de mamá Rosa, ella lo bendijo como cada día, prometiéndole un rico atole blanco y buñuelitos a su vuelta, pues la señora Rosa ya era muy viejita para poder salir a tan altas horas de la noche.

La ceremonia terminó, Ernestito se despidió cordialmente del padre, él le correspondió con un abrazo cariñoso, le dio la bendición y le agradeció su apoyo. El chico salió de la iglesia con una sonrisa tranquila e inigualable, tomó su morral y se dirigió por la calle de El Truco, allí justo bajando la escalera del templo, se encontró con un señor de figura gallarda, él lo llamó por su nombre:

—Martín Ernestito—, dijo. El joven volteó amablemente y sin temor le preguntó en qué lo podía ayudar, el hombre sonrió y en tono de burla respondió:

—En mucho chiquillo, tú eres uno de los Mendoza, un alma prometida. Sí, esa mujer que escuchas en sueños es tu madre, quien cree protegerte desde el infierno, ilusa, pues no es así, hoy vengo por ti, no hay más, la avaricia de tu padre don Martín tuvo su precio y sus consecuencias, el dinero no lo es todo, él no lo supo entender, pues aún en el infierno ha jugado tu ser.

Ernestito levantó su cara y por el reflejo de la luz de la lámpara logró ver el aterrador rostro de aquel sujeto, era el diablo. No tenía otra alternativa, algo en su corazón le decía que su pasado lo perseguía, presentía que esa noche sería su fin, y que nada podría hacer.

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