Avatares del desarrollo psíquico de la mujer maltratada

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Otros títulos de esta colección

Cecilia Muñoz Vila

Cecilia Muñoz Vila

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eflexiones psicoanalíticas reúne algunos de los trabajos publicados por Cecilia Muñoz Vila en la Revista de la Sociedad

Asociación Psicoanalítica Colombiana y en Desde el Jardín de Freud, revista de Psicoanálisis de la Escuela de estudios de Psicoanálisis y

En la primera parte del libro se presentan algunas de las revisiones conceptuales realizadas por la autora en los trabajos de Freud, Klein, Bion y Meltzer. La segunda parte del libro ofrece una mirada psicoanalítica sobre algunos fenómenos sociales nacionales tales como el duelo por muertes violentas en el país. También se presenta un análisis sobre la violencia y el narcisismo como material secundario para

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construir una serie de escenas acerca de la eterna violencia sufrida por la población colombiana.

Reflexiones psicoanalíticas Cecilia Muñoz Vila

Cultura de la Universidad Nacional de Colombia.

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Reflexiones psicoanalíticas

Colombiana de Psicoanálisis, en Psicoanálisis, revista de la

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Cecilia Muñoz Vila

Psicóloga de la Universidad Nacional de Colombia. Realizó estudios de Sociología en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales en Santiago de Chile (diploma de posgrado), en la Universidad Católica de Lovaina (diploma de segundo grado), en la Universidad de Münster en Alemania y en la Universidad de Cornell en Estados Unidos (candidata a PhD con defensa de tesis aprobada), y de Psicoanálisis en la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis. Es profesora de la Maestría de Psicología Clínica de la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana y lleva a cabo investigaciones sobre análisis crítico de medios, historia y procesos de duelo en niñez y maltrato a los niños y a la mujer.

Imagen de cubierta: María Paula Berón

Reflexiones psicoanalíticas Cecilia Muñoz Vila

ISBN 978-958-781-195-7

Cecilia Muñoz Vila Nubia Esperanza Torres

Clínica psicoanalítica. Doce estudios de caso y algunas notas de técnica

n este libro, se presenta el trabajo de profesionales de la psicología con mujeres maltratadas, a través del cual pretenden comprender el fenómeno mediante esquemas teóricos aclaradores y con conceptos y modelos que llevan a alternativas terapéuticas, como los encuentros en la consulta o la expresión de vivencias a través de imágenes pictóricas o de la palabra hablada, con el fin de crear nuevas experiencias vitales. En Avatares del desarrollo psíquico de la mujer maltratada, el lector se encontrará con fragmentos de historias reconstruidas después de experiencias destructivas y vivencias de intenso dolor, que le permitirán comprender cómo el maltrato se encuentran en distintos campos y tejidos psíquicos, sociales y culturales. ¿Qué permite que una mujer violentada permanezca junto al maltratador y acepte ese círculo vicioso por varios años? ¿Cómo se pueden entender estos estados de la mente? ¿Qué esquemas teóricos permiten comprender el fenómeno para implementar modelos terapéuticos adecuados? ¿Cómo se puede ayudar a estas mujeres a salir de esas relaciones nocivas? Estas son algunas de las preguntas que quedaron resonando después del registro de las terapias por parte de estudiantes de la Maestría en Psicología Clínica de la Pontificia Universidad Javeriana y a las que las autoras responden aquí.

Cecilia Muñoz Vila

Avatares del desarrollo psíquico de la mujer maltratada Cecilia Muñoz Vila Nubia Esperanza Torres

Psicóloga de la Universidad Nacional de Colombia. Realizó estudios de sociología en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales en Santiago de Chile (diploma de posgrado), en la Universidad Católica de Lovaina (diploma de segundo grado), en la Universidad de Münster en Alemania y en la Universidad de Cornell en Estados Unidos (candidata a Ph. D.) y de psicoanálisis en la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis. Es profesora de la Maestría de Psicología Clínica de la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana. Lleva a cabo investigaciones sobre análisis críticos de medios, historia de la niñez, procesos de duelo y maltrato femenino e infantil.

Nubia Esperanza Torres

Avatares del desarrollo psíquico de la mujer maltratada

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Autoras

Psicóloga y magíster en Psicología Comunitaria de la Pontificia Universidad Javeriana. Psicoanalista de la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis. Desarrolló su carrera académica, durante treinta y tres años, en la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana, trabajando en la formación de psicólogos clínicos en pregrado y posgrado, investigando e interviniendo en la prevención del maltrato infantil, en la promoción de la salud mental y en el desarrollo psíquico. Estas apuestas se reflejaron en dos programas de especialización y en un programa de maestría en la universidad. Durante estos años, ha tenido el interés de ampliar la forma de pensar el quehacer de la psicología clínica, incluidos la comprensión, el análisis y el cuestionamiento del funcionamiento y los problemas usualmente denominados sociales, sin perder de vista la perspectiva psicoanalítica.

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Facultad de Psicología

Reservados todos los derechos © Pontificia Universidad Javeriana © Cecilia Muñoz Vila © Nubia Esperanza Torres

Corrección de estilo: Elizabet Carrillo

Primera edición: Bogotá, D. C., abril del 2018 ISBN: 978-958-781-195-7 Número de ejemplares: 300 Impreso y hecho en Colombia Printed and made in Colombia

Impresión: Javegraf

Editorial Pontificia Universidad Javeriana Carrera 7.ª, n.º 37-25, oficina 1307 Edificio Lutaima, Bogotá (Colombia) Teléfono: 3208320 ext. 4752 www.javeriana.edu.co/editorial Bogotá, D. C.

Diagramación: Margoth de Olivos SAS

Imagen de cubierta: Detalle de la Venus de Milo, del Museo del Louvre (París). Pontificia Universidad Javeriana | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 73 del 12 de diciembre de 1933 del Ministerio de Gobierno.

MIEMBRO DE LA

ASOCIACIÓN DE UNIVERSIDADES CONFIADAS A LA COMPAÑIA DE JESÚS EN AMÉRICA LATINA

RED DE EDITORIALES UNIVERSITARIAS DE AUSJAL www.ausjal.org

Muñoz Vila, Cecilia Teresa, autora Avatares del desarrollo psíquico de la mujer maltratada / Cecilia Teresa Muñoz Vila, Nubia Esperanza Torres Calderón. -- Primera edición. -- Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2018. – (Colección saber, sujeto & sociedad)

340 páginas; 17 x 24 cm Incluye referencias bibliográficas. ISBN: 978-958-781-195-7 1. Psicoanálisis. 2. Mujeres maltratadas psicológicamente. 3. Violencia contra la mujer. 4. Mujeres - Condiciones sociales. 5. Terapia psicoanalítica. 6. Psicología clínica. I. Torres Calderón, Nubia Esperanza, autora. II. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Psicología. CDD 131.34 edición 21 Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S. J. inp 11/04/2018

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin la autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

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CONTENIDO BREVE INTRODUCCIÓN

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MALTRATO, SUPERVIVENCIA Y DESHUMANIZACIÓN

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MUJERES MALTRATADAS DE MENTE AUSENTE O DEFORMADA

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EL MALTRATO Y LA DIMENSIONALIDAD DEL ESPACIO PSÍQUICO

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LOS “SUPUESTOS BÁSICOS” Y EL MALTRATO

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ELLO, MALTRATO Y DESTRUCTIVIDAD

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DOMINADAS POR SEDUCTORES TIRANOS

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EL YO UNIDO AL OBJETO BUENO SE DEFIENDE

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EL MALTRATO EN LA NEUROSIS Y LA PSICOSIS

233

LA MUJER EN LA GUERRA Y FUERA DE ELLA

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EPÍLOGO: EL HOMBRE MALTRATADOR

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BREVE INTRODUCCIÓN En ese recorrido diario entre imágenes y palabras provenientes de trozos de recuerdos de la vida pasada, de momentos de la vida actual y cotidiana, de imágenes de un futuro cercano o lejano y de sueños de noches anteriores, los analistas y los terapeutas, que adoptan una orientación teórica psicoanalítica, nos encontramos en un espacio habitado por innumerables personajes de la vida real o de la vida interna de nuestros visitantes, en los que se hallan aspectos contrastantes de sus maneras de mirar el mundo externo e interno, donde se encuentran ellos con sus otros. En medio de un silencio ensordecedor, o atentos a discursos cortos o largos, sus historias nos sumergen en las ideas y emociones de sus experiencias pasadas aún vigentes, que han dejado en sus mentes variados y simultáneos momentos de dolor y alegría, de incomprensión, confusión o extrema conciencia, de grandes temores y de valentías surgidas de la fuente inagotable de la vida, de rabias mortíferas y de sometimiento a rabias de otros, de amores añorados hace tiempo abandonados o de amores abandonados por ellos con gritos de alegría, de odio dejado por otros o labrado por ellos —muchas veces ampliado hacia la totalidad de la vida—, o de ilusiones inagotables de futuros nuevos y mejores. Allí nos encontramos con todos los matices que se hacen manifiestos en cada persona, sutiles unas veces, burdos y ramplones otras, debajo de los cuales siempre hay un niño, una niña, un bebé, escondido y sin palabras, que reclama que lo miren, que lo oigan, que lo abracen y sientan su dolor, que lo saquen a la luz después de años de oscuridad y encierro. Esos seres, después de años de análisis o de un trabajo terapéutico arduo e intenso, florecen como hombres y mujeres sensibles, que ven la oscuridad y los múltiples colores de vida, que se mueven por el mundo con más agilidad, con más alegría, y que van al encuentro de otros seres para que los acompañen en su nuevo recorrido vital o se quedan solitarios, decididos a trabajar intensamente por la comprensión y el cambio de vida de los seres sufrientes que, en número cada vez mayor, van poblando un 9

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mundo convertido en violento y despiadado por los depredadores humanos que buscan apropiarse de todo cuanto encuentran a su paso. El terreno de conocimiento en el que nos movemos nos exige estar leyendo los hallazgos científicos pasados y recientes sobre la conformación del psiquismo, y su relación constante con la vida social de los múltiples grupos que habitamos desde el momento de nacer, y a lo largo de la vida, y en los que descubrimos también la vida cultural que llena de sentido y significado simbólico nuestra existencia en el mundo. Los clásicos de la literatura, como Homero, Eurípides, Esquilo, Sófocles, Virgilio, Dante, Milton, Shakespeare, se acercan a nosotros y nos permiten encontrar en sus escritos emociones benévolas, malignas y destructivas, próximas en demasía, y también las antiemociones que con calidad de delirios, de cinismo, hipocresía y disfraces de bondad que encubren malignidad, vendrán a llevarnos hacia mundos oscuros; mundos como aquellos descritos por Shakespeare en Macbeth, con el maldecir de las brujas y el personaje de Lady Macbeth, que estimulan delirios de éxitos eternos, o como los vistos con la serpiente en El paraíso de Milton, que propician la envidia y la ambición, o las escenas y las acciones de destrucción y muerte en Macbeth, la Ilíada, la Odisea y la Eneida, que nos llevan hacia el mundo aterrador al cual tenemos que acercarnos para encontrar la bondad del ser, devorada por la atmósfera de lo negativo. Descubrir en los clásicos emociones positivas de amor, y aliarnos con ellas, nos permite acercarnos con ternura hacia los débiles y dolidos, con pasión y fuerza hacia la vida de la naturaleza y hacia la vida simbólica, con odio positivo suficiente para rechazar a quienes intentan tragarnos en las fauces atractivas del éxito social, político y económico, que suelen conducir hacia la muerte psíquica. También nos aleja de la tiranía agobiante de quienes solo reconocen lo que se parece a ellos y rechazan lo diferente, y nos acerca con interés hacia el conocimiento de todos los campos de la naturaleza, de la vida psíquica, de la comunicación y la interacción íntima verdadera, llenos de múltiples y variados significados simbólicos. Estos mundos de asombro e interés han quedado sepultados a través de años enteros de sometimiento, adaptación y ritualidad normativa formal, que nos han conducido al espacio vacío y oscuro de la vida sin sentido, y que, bajo los buenos modales sociales, esconden gritos brutales, pero opacados, de una vida emocional que lucha por sobrevivir en lugares íntimos donde expresarse. A medida que en el grupo de investigación Sujeto y Relaciones, de la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana, dedicado al estudio del maltrato desde una óptica psicoanalítica, repasábamos las historias

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de las mujeres recluidas en un refugio de la mujer maltratada, se generaba en todos nosotros una sensación de estar entrando al terreno de la miseria humana y de la deshumanización, que no solo estaba presente en los actores maltratantes, sino en sus familias e incluso en el vecindario donde se movían. Se percibía en el grupo una atmósfera de desesperanza y de rabia contenida, con matices de desesperación, como si el tejido psíquico de las narraciones impregnara la manera de oír y sentir esas aterradoras historias. ¿Qué permite que una mujer violentada permanezca junto al maltratador y acepte que ese círculo vicioso destructivo se repita por varios años? ¿Cómo podemos entender estos estados de la mente? ¿Qué esquemas teóricos nos pueden permitir comprender el fenómeno para implementar modelos terapéuticos adecuados? ¿Cómo podemos ayudar a estas mujeres, en esos dos meses que permanecen en el refugio, a salir de esas relaciones destructivas? Estas eran algunas de las preguntas que nos hacíamos, una y otra vez, después de leer las sesiones que habían sido recogidas por las estudiantes que estaban vinculadas al grupo y que transcribieron para sus tesis de maestría en Psicología Clínica de orientación psicoanalítica. Poco a poco, aparecían esquemas conceptuales que permitían dar cuenta de algunos factores no psíquicos que se hacían presentes como determinantes de una existencia bajo el esquema de un castigo tantálico. Desde los supuestos básicos en rotación constante en torno a la dependencia, pasando por una larga cadena de lucha y fuga hasta el emparejamiento —que traía consigo la esperanza de un futuro mejor y la renovación de la dependencia, tal y como lo planteara Wilfred R. Bion—, se repetían una y otra vez dichos factores. Con la deshumanización, las normas sociales que permiten la conservación de grupos y comunidades con respeto a limitaciones estructurantes, con consideración hacia los otros y compasión hacia los que están en dificultades, desaparecían para dar lugar a la obtención individual de medios de supervivencia, sin consideración a limitaciones de tiempo, de edad o de generación. Igualmente, descubrimos que el peso de las instancias psíquicas descritas por Sigmund Freud, como los elementos fundamentales para el desarrollo del aparato psíquico, podían desequilibrarse y producir, por una parte, el dominio del ello con predominio del principio del placer, que usaba al yo para satisfacer sus urgencias sin ninguna consideración al principio de realidad, y que estrechaba al yo al punto en que podía llevarlo a vivir bajo un esquema de desestructuración del deseo. Por otra parte, el superyó podía usurpar el lugar del yo, tal y como lo planteaba Bion, y este último quedaría sometido a la primacía de los objetos de

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quienes dependía, a quienes temía, o a quienes en ningún momento se les podía limitar porque se temía hacerles daño. En los dos casos anteriores, el yo parecía desaparecer, estrecharse al punto que le era imposible enfrentar la condición del maltrato. Sus funciones se iban deteriorando o bien no podían emerger. Otro esquema conceptual, que parecía adecuarse para entender el estado de funcionamiento de las mujeres y los hombres maltratados y maltratadores, era el de la dimensionalidad del espacio psíquico, descrito por Donald Meltzer en los estados autistas y posautistas. Los espacios unidimensionales y bidimensionales, muy frecuentes en las mujeres maltratadas, no permiten la aparición del mundo interno, el mundo de los significados y las simbolizaciones. En la unidimensionalidad se produce un funcionar constante de acción-reacción, de atracción y repulsa, con cercanía que incorpora y alejamiento que aniquila al otro mediante reacciones tan simples como las de los protozoos de agua dulce, cuando, por accidente, se encuentran con objetos que los tocan. En la bidimensionalidad se presenta una existencia en el terreno de lo sensorial, que permite observar y poner en contacto el mundo externo y las sensaciones corporales; sin embargo, solo posibilita una relación de imitación y copia de las cualidades sensoriales que se observan en los otros. La existencia está asegurada por la presencia externa de un otro que permite un acercamiento de roce sensorial. Miradas, palabras, sonoridades, roces de piel, olores y sabores captados por el aparato perceptivo hacen posible atender y tomar conciencia sobre lo que el mundo de la naturaleza y la esfera social ofrecen, lo que propicia que, ocasionalmente, la necesidad de cercanía prime sobre la consideración de la bondad o la maldad del otro. Lo importante es que esté cerca, que sea accesible al aparato perceptual. André Green retoma el aparato psíquico de Freud y reconsidera la primacía del ello, con un yo a su servicio que no permite el desarrollo del Edipo, ni su disolución para la conformación del superyó. Esta circunstancia lleva a que no se tome en consideración la prohibición del incesto, y a que la vida se centre en el temor, en la amenaza de castración que resulta intolerable y que lleva a las acciones indiscriminadas de la posesión narcisista del otro, para asegurarse de la existencia del pene poderoso que no ha sufrido el daño temido. Los esquemas que describimos en el párrafo anterior nos llevan en la dirección de una existencia no psíquica; un mundo interno inexistente, que solo permite vivir en la realidad externa, a la cual es difícil encontrarle sentido más allá del placer y la cercanía sensorial. Esto nos llevaría a afirmar,

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siguiendo a Bion y a Meltzer, que la vida deshumanizada del maltrato puede mantenerse gracias a la primacía de un funcionamiento socioanimal de supuestos básicos, con preeminencia del principio de placer sobre el principio de realidad, con el dominio del ello o de los objetos sobre el yo, con una dimensionalidad primitiva o sensorial plana, sin reflejos y permanencias más allá del presente cercano, en un mundo accidental de encuentros. Allí, ni la emoción, ni el pensamiento tienen el espesor suficiente para abrir el mundo de la simbolización y la reflexión, ni el espacio de la memoria y la imaginación; tampoco el ejercicio del juicio de realidad, la evolución del pensamiento en complejidad —desde la preconcepción a la concepción—, y los conceptos y el espacio hipotético de lo que no vemos. Con la deshumanización se vive en un mundo plano de acercamientos, acciones, reacciones y rechazos, algunas veces con retazos de vida o con trozos de destrucción y muerte. El libro que ahora presentamos sobre el maltrato hace parte de esa pasión por descubrir, debajo de la vida miserable de muchos seres humanos, rastros de humanidad en un mundo cargado de destrucción y muerte. En este texto se han dedicado muchas horas de trabajo de terapeutas que intentan acercarse a seres muy destruidos, pero también destructivos, y que hacen sus mejores esfuerzos por recuperar del destrozo humano, de la catástrofe humana, algún rastro vital emocional, para darle la mano a esos seres e intentar sacarlos de la oscuridad en que han vivido. Encontramos también muchas de esas niñas que de pequeñas fueron maltratadas y abusadas y, posteriormente, se vincularon con grupos o con hombres que siguieron violentándolas. Ellas, llenas de desesperación y rabia, se vengaron con sevicia, o llevaron a otros al cadalso, o ejercieron directamente como sacerdotisas de antros maltratadores y se convirtieron también en maltratadoras y abusadoras. Nuestra función no es solamente exponer la miseria humana, sino tratar de entenderla bajo esquemas teóricos aclaradores, con conceptos y modelos que nos permitan plantearnos alternativas de cambio a través de encuentros íntimos en la terapia, de expresiones de historias y vivencias con imágenes pictóricas o verbales que posibiliten la creación de experiencias vitales impensadas, que taponan y aniquilan la vida emocional. Le pedimos al lector que se deje impregnar por las historias que reconstruimos con fragmentos de discursos, que quedaron después de múltiples explosiones destructivas por las vivencias aterradoras registradas en los textos. Así podrá comprender con nosotros cómo en el maltrato se encuentran campos y tejidos psíquicos, sociales y culturales destruidos, en los que cada quien puede vivir si se aleja de las emociones y se somete a las antiemociones que nos

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rodean constantemente, bajo una capa mortífera de violencia, envuelta en palabras y gestos engañosos. Son diez los capítulos que conforman este libro. Nueve de ellos fueron construidos alrededor de material clínico y algunos conceptos iniciales de comprensión que provenían de trabajos de grado, realizados por estudiantes de la Maestría de Psicología Clínica, y sus directoras de trabajo —Cecilia Muñoz y Nubia Esperanza Torres—, desde el vértice psicoanalítico de la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana. El décimo capítulo fue elaborado por Cecilia Muñoz, quien siguió de cerca el trabajo de André Green. Los trabajos de grado se irán presentando en el desarrollo de cada capítulo, pero la forma final que toma el presente libro se consolidó a través de una revisión de segundo orden de los materiales recolectados y de los avances teóricos de cada trabajo de grado, conservando algunos elementos y ampliando y modificando otros. Esta relectura y revisión se realizó, durante dos años, en un grupo de investigación conformado por egresados de la maestría, Andrés Lasprilla, Jenny Caro, Hugo Trevisi, y bajo el acompañamiento de las profesoras. En este tiempo, todos los que participamos fuimos creciendo en la comprensión progresiva generada en la interacción y el contacto gradual entre los conceptos y los fenómenos, lo que se convirtió en un proceso de aprendizaje continuo para todos. Debemos aclarar que todos los nombres de las personas y de los lugares fueron cambiados para proteger la identidad de quienes generosamente nos entregaron sus dolorosos y aterradores testimonios. Para terminar esta breve introducción, solo nos resta agradecer, en primer lugar, a Cecilia Muñoz Vila y su generosidad con el conocimiento y la enseñanza, quien por cerca de tres años coordinó el grupo de trabajo que volvió sobre los materiales, y con quien se construyó una comunidad de aprendizaje. También a la institución de carácter no gubernamental, que nos sirvió de huésped para las prácticas investigativas de los estudiantes de la maestría; a todos nuestros estudiantes, y su compromiso con el dolor humano y la formación como psicólogos clínicos; y a la Pontificia Universidad Javeriana, que nos permitió tener un encuentro apasionado con la docencia, la investigación y el aprendizaje sobre fenómenos humanos que requieren de atención permanente.

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MALTRATO, SUPERVIVENCIA Y DESHUMANIZACIÓN* Desde el primer encuentro con el material clínico de las mujeres maltratadas en el refugio apareció el lado inhumano del maltrato: abusos constantes, ataques con armas blancas o improvisadas que parecían darse entre un hombre y una mujer que no tenían en su mente otra idea que matar para sobrevivir a la agresión del otro; todo bajo un entorno donde unos niños impotentes observaban altercados mortales entre sus padres y coitos violentos: los niños se escondían para no perecer o gritaban para tratar de detener la violencia que temían aniquilara a los padres. También apareció la deshumanización de quienes padecían el maltrato. Todo este ambiente despiadado de guerra se mantenía porque las mujeres y sus hijos parecían no encontrar una forma de sobrevivir alejados del hombre cruel, quien los dejaba reducidos a una vida de supervivencia socioanimal. Este material fue el que Paula Rincón y Cecilia Muñoz utilizaron para el trabajo de grado La terrible condena de la mujer maltratada; por su parte, Jenny Caro y Nubia Torres elaboraron la tesis Maltrato de pareja: trampa y prisión no psíquica. Era indudable que el ambiente en el que estas mujeres sobrevivían recordaba las narraciones de Colin Turnbull (1972), en su libro The Mountain People, en las que describía su dolorosa experiencia con la deshumanizada tribu de los Ik. Una vida de escasez y hambruna había convertido a los miembros de la tribu en seres carentes de compasión, desconfiados hasta de su sombra, llenos de crueldad y burla frente a las dificultades de los otros y siempre en competencia, hasta con los más cercanos, para lograr el bocado que les permitiera mantenerse vivos en un medio absolutamente hostil. Esta situación producía un aislamiento de las familias de la tribu y una desarticulación *

Este capítulo fue elaborado por Cecilia Muñoz y Nubia Torres con base en el material clínico y las ideas iniciales de los trabajos de grado La terrible condena de la mujer maltratada (2010) y Maltrato de pareja: trampa y prisión no psíquica (2013) del programa de Maestría en Psicología Clínica, Facultad de Psicología, de la Pontificia Universidad Javeriana, llevados a cabo respectivamente por la estudiante Paula Rincón (y dirigido en colaboración por Cecilia Muñoz) y por la estudiante Jenny Caro (y dirigido en colaboración por Nubia Torres). Una vez terminado, su primera versión fue leída como material de trabajo por el grupo de investigación y muchos de sus comentarios pasaron a formar parte de este capítulo.

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de las relaciones entre marido, mujer e hijos, cada uno de ellos preocupado por su propia supervivencia. Tal y como lo afirmaba Margaret Mead en la contracarátula del libro, “los escritos de Turnbull se entretejen entre actos indignantes y su propia indignación enfatizando una y otra vez lo frágil que es la estructura de una sociedad”. Turnbull planteaba que las organizaciones sociales en descomposición y los sistemas de valores deteriorados impregnan y perturban el funcionar psíquico de los seres humanos que crecen y se desarrollan bajo este tipo de contexto social y cultural deshumanizado, donde parecen quedar inoperantes las prohibiciones del asesinato y del incesto, planteadas por Sigmund Freud. En este primer capítulo del libro presentamos la condición de miseria humana en la que se debatían las mujeres maltratadas, recluidas en un refugio con el objeto de protegerse junto con sus hijos de los ataques mortales que se presentaban en sus hogares. Abusadas en su temprana infancia, habían tenido que salir en búsqueda de su propia subsistencia desde muy niñas, y la llegada del hombre les había traído la esperanza de encontrar por fin un protector. Sin embargo, pasado el idilio inicial, surgían los hombres maltratadores que las explotaban, abusaban y golpeaban, y se convertían en los padres de sus hijos. Ellas se quedaban a su lado o se alejaban para encontrar el segundo y el tercer maltratador que les dejaba un nuevo hijo, para seguir su deambular por una vida de hambre y miseria. Las mujeres maltratadas tenían actitudes y comportamientos similares a los de los miembros de la tribu de los Ik. Parecía que el maltrato intrafamiliar era expresión de la descomposición de la familia, con deterioro de los valores mínimos de convivencia y con efectos desastrosos de aniquilamiento sobre el psiquismo humano.

BREVE MIRADA A LAS IDEAS DE TURNBULL SOBRE LA DESHUMANIZACIÓN EN CONDICIONES DE SUPERVIVENCIA Y DESORGANIZACIÓN SOCIAL Colin Turnbull fue un antropólogo inglés que en su juventud se movió, como muchos de sus colegas, entre Oxford, como centro de formación e investigación, y la India, como centro de trabajo. Posteriormente se trasladó a los Estados Unidos y se vinculó, primero, como profesor a la Universidad de Washington y, posteriormente, como investigador al Departamento de Antropología del Museo de Ciencias Naturales de Nueva York. Su primer trabajo, The Forest People (1961), llevado a cabo con los pigmeos mbuti en

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el Congo Belga, lo puso en contacto con un pueblo que amaba el mundo de la selva donde vivía, que divinizaba el lugar que, con su abundancia, les proveía lo que necesitaban y, con su espesura, los protegía de la invasión de los extraños y les permitía conservar un sistema de valores tradicionales que les aseguraba una vida social enriquecida. Su segundo trabajo, The Lonely African (1962), llevado a cabo en algunas ciudades del continente, le permitió contactar con la terrible soledad de los africanos jóvenes, que habían abandonado sus valores tradicionales y sus costumbres ancestrales para adoptar aquellos que les ofrecía la nueva forma de vida urbana, donde no lograban ser plenamente aceptados. Su tercer trabajo, The Mountain People (1972), fue el que le mostró el deterioro social y psíquico producido por una condición de escasez que exigía vivir bajo la satisfacción mínima de la propia supervivencia, lo que implicaba eliminar cualquier vínculo social de consideración. La forma de vida de los Ik se había construido progresivamente en tres generaciones, cuando pasaron de ser un pueblo de cazadores prósperos a un conjunto de bandas hostiles de gente que se moría de hambre. Esta situación los convirtió en seres completamente deshumanizados, carentes de vínculos amorosos y sociales. En este último libro, Turnbull (1972) narraba cómo cada integrante de la aldea temía y desconfiaba de todos los miembros de la comunidad, incluso de su propia familia, que no era concebida como “una unidad fundamental”, ni como “un prerrequisito existencial para la vida” (p. 133). Allí, una familia grande no ofrecía seguridad, sino que significaba la muerte más que la vida (p. 134). Los niños y los ancianos eran considerados “apéndices inútiles”, pues todo aquel que no pudiera cuidarse a sí mismo representaba un peligro y una carga para la supervivencia de los demás. Estos seres eran abandonados y luchaban por su vida sin recibir compasión, ni protección, ni ayuda, ni palabras de aliento de ningún miembro de la tribu. ‘Bueno’ y ‘comida’ eran palabras que conservaban un cierto vínculo en el lenguaje de los Ik. Un ‘buen hombre’ era aquel que alimentaba a los demás, idea proveniente de un rezago cultural que conservaba, en el presente, una asociación pasada. Dar comida en el presente representaba un grave peligro para la propia supervivencia. Turnbull (1972) ilustraba, con breves historias, los graves conflictos que se generaban alrededor de la comida. Una de ellas era la crónica de una niña hambrienta que le había robado una calabaza a su hermano y que, ante la reacción violenta por el robo, se disculpaba con las siguientes palabras: “tal vez hubiera sido mejor preguntarle si podía tomarla antes de robarla”, a lo que el hermano airado respondió: “me hubiera

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negado y la hubiera esperado para golpearla con espinas, como un hombre golpea a su esposa” (p. 251). Una segunda historia era la de la niña que estaba haciendo carbón para vender a cambio de comida; su hermano la golpeó salvajemente hasta tumbarla, e incluso continuó golpeándola en el piso aún más para alejarla del carbón. La niña, a pesar de los golpes, protegía el carbón acostándose encima de este, tal “como una madre protegería a su bebé”, pues el carbón representaba su única oportunidad de comer. Turnbull (1972) ilustraba la relación de los Ik con el dinero y la comida, cuando narraba cómo, cuando se les pagaba un trabajo, consumían de inmediato la riqueza, como si las posesiones fueran “una carga y una necesidad” y el temor a la pérdida de la comida los llevara a consumirla de inmediato y, ya satisfechos, se despreocupaban hasta la próxima urgencia. Guardar el alimento era un gran peligro y la forma de las casas, con unas puertas muy pequeñas para que un posible ladrón tuviera que entrar acostado y así poder golpearlo para evitar el robo, lo atestiguaba (p. 150). En cuanto al cuidado de los hijos, Turnbull (1972) señalaba que las madres los cuidaban solo hasta los tres años, momento en el que consideraban que ya eran lo suficientemente grandes para cuidarse ellos mismos. Estos pequeños, solos y necesitados, se veían forzados a unirse a un grupo de niños de edades similares para asegurar su supervivencia. Incluso, muchas veces las madres dejaban al hijo en campo abierto, a la espera de que fuera devorado y no tuvieran “que seguir alimentándolo o cargándolo” y con la idea de que si un leopardo se lo comía “sería una presa fácil de matar para calmar el hambre propia” (p. 136). Turnbull afirmaba que para los Ik “la desgracia de los demás representaba la alegría más grande y que la crueldad los acompañaba en todo momento en su humor, en sus relaciones interpersonales, en sus pensamientos y reflexiones” (p. 260). Ser aceptado en un grupo de personas de una edad similar era prácticamente un rito de paso. Los grupos que existían eran los de los niños de tres a siete años, los de ocho a doce años, el de los adultos y el de los mayores. Sin embargo, la aceptación en estos grupos no era fácil, pues a medida que el grupo crecía la supervivencia individual peligraba. Las niñas habían aprendido que los intereses sexuales de un grupo podían ayudarles a ganar mayor aceptación, y estaban dispuestas a usar su cuerpo para obtener beneficios. Los muchachos pasaban el rito final de la adultez cuando tenían trece años y a partir de ese momento dependían de ellos mismos para sobrevivir. Asociarse con otros les permitía pasar de la posición de “intimidado y golpeado” a la de “intimidador y golpeador” (p. 139) para asegurar su supervivencia.

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Turnbull (1972) comparaba el comportamiento de los Ik con el de pueblos más desarrollados, quienes no se deshacían de sus hijos abandonándolos ante un animal salvaje, pero sí se desprendían de ellos y los enviaban a instituciones escolares y de recreación en edades muy tempranas, dejándolos igualmente desprotegidos. También comparaba el comportamiento humano con la conducta animal y afirmaba que los humanos se jactaban de ser una especie superior, pero se mataban unos a otros, algo que los animales no solían hacer con los de su misma especie. Ponía en tela de juicio el que los humanos fueran una especie “superior” y alertaba sobre el riesgo de degradación de los vínculos y las relaciones sociales bajo condiciones de vida donde la voracidad llevaba a un acaparamiento de cualquier cosa, sin límite y sin consideración a la necesidad de los demás. Se preguntaba, también, por la existencia del amor en los Ik, y respondía que había más afecto y amor entre un par de leopardos bebés que entre los miembros de la tribu. No encontró ningún tipo de mutualidad o reciprocidad que pudiera caracterizar el amor humano, lo que significaba para él “que para la humanidad el amor no es una necesidad, [sino] un lujo o una ilusión” (p. 237). Incluso en los momentos en que cazaban juntos para sobrevivir, como lo hace normalmente un grupo de orcas o ballenas asesinas, asomaban sentimientos de envidia, amargura y suspicacia, que impedían el surgimiento de la cooperación y la ayuda como expresión amorosa. Turnbull (1972) afirmaba que el sexo “era comúnmente y abiertamente concebido como una tarea necesaria y ligeramente placentera”, similar a la defecación, y traía a cuento una anécdota sobre una discusión que había tenido con un miembro de la tribu alrededor de la copulación, donde él mismo argumentaba que el coito “en oposición a la masturbación, daba placer a las dos personas, mientras que la defecación, a una sola” y el otro le respondía: “¿Quién sabe lo que el otro está sintiendo? En cada una de las acciones solo se conoce el sentimiento propio” (p. 253). Los hombres de la tribu afirmaban que cuando sentían un fuerte deseo sexual, se requería menor cantidad de energía para masturbarse que para tener un coito y que además les parecía injusto que tuvieran que pagarle a la mujer para tener relaciones sexuales, cuando ella lo disfrutaba también. Estos comentarios eran evidencia de la ausencia del impulso o la necesidad de socialización y una confirmación de la soledad e individualidad, valores que la sociedad occidental contemporánea resaltaba igualmente. En su libro mencionaba una situación dramática observada por él mismo a su regreso, después de dos años de ausencia, momento en el cual las

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lluvias habían llegado a la zona y había abundancia de alimento por doquier. Se trataba de un evento en el cual una mujer, de nombre Nangoli, había acusado a alguien de haberle robado su tabaco. Todos en la aldea la acusaron de haber sido quien había empezado la disputa y la policía se la llevó a la cárcel en Kaabong. Para deshacerse de ella, los Ik la acusaron de actos de brujería contra ellos y sus campos, cosa que nadie creía. Turnbull (1972) pidió permiso entonces para visitarla en la cárcel, pero ella se negó, pues no quería ver a nadie. Un tiempo después, cuando la dejaron libre, golpeó a un policía para que la encerraran de nuevo, pues no quería volver a un pueblo que se había vuelto aún peor de lo que había sido en la escasez. Para Turnbull, Nangoli “era el último Ik que fue humano” (p. 271). La anterior mirada al funcionamiento individual-grupal desde el marco antropológico, permite concluir que, bajo circunstancias adversas, de escasez, el hombre para sobrevivir opta por alejarse de su ser social, abandona los vínculos familiares, laborales, económicos, políticos y deja de lado valores, creencias y sentimientos con contenidos de amor, esperanza, compasión, consideración, ayuda, cooperación, cuidado, protección, por considerarlos graves impedimentos para la supervivencia. La sociedad y la vida en común se vuelven peligrosas y surge un sistema de subsistencia que aleja al hombre de la emoción y de la interacción social cálida. Es indudable que históricamente, y en la actualidad, ha habido muchos momentos en que los pueblos asumen posiciones extremas de inhumanidad frente a otros grupos humanos y construyen formas de vida donde la deshumanización se convierte en una constante. La violencia en Colombia, a lo largo de su historia, nos deja ver toda la crueldad que los grupos dominantes en una zona ejercen sobre los pueblos atacados, diezmados, masacrados, arrasados por ellos para hacerse con las tierras y ampliar su poder. Esto se agravó en el país debido a la entrada de la violencia del narcotráfico y, posteriormente, por la violencia adicional que trajo la globalización, con la reducción de empleos dignos; situación que ha dejado amplias capas de la población en condición de informalidad laboral y de miseria económica, social y cultural.

CONDICIONES DE VIDA MISERABLES BAJO ESTADOS DE MALTRATO Los testimonios de nueve mujeres con las que trabajó Paula Rincón fueron el primer material que se utilizó en el grupo de investigación sobre maltrato, con el fin de poder comprender un fenómeno que no nos resultaba

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claro. En el material había algunas descripciones sencillas sobre lo que era la condición misma del maltrato, donde se observaban relaciones violentas y deshumanizadas que se daban entre hombres y mujeres, quienes se internaban en guerras sin fin o permanecían impotentes frente al terror de los golpes y abusos sexuales hacia ellas y sus hijos. Consideramos importante que el lector de este libro se enfrente al mismo material examinado por el grupo de investigación sobre maltrato, para que poco a poco entre en contacto con las condiciones miserables de supervivencia y deshumanización en que viven estas familias y abra su mente a un fenómeno que se repite con mucha frecuencia y frente al cual aún no se logra establecer medidas eficientes para limitarlo. Lorena era una mujer de veintisiete años, con estudios de segundo de primaria, que trabajaba podando pasto, al lado de Ricardo, un hombre de cincuenta y tres años, con quien tenía tres hijos. Ella habló de un maltrato violento del cual se defendió también con violencia extrema. Yo llegué acá porque él —Ricardo— me pegaba mucho y me trataba como un animal, me decía que yo era propiedad de él. Yo ya le tengo varias demandas metidas, pero no pasa nada. Él estuvo en la cárcel, pero lo dejaron salir otra vez y otra vez está encima de nosotros. Cuando él se tiraba a pegarme yo le tenía que devolver y ya: en últimas, pensaba que era él o era yo el que se iba a morir en esos encuentros. Yo por lo menos tenía que defenderme a mí y a mis hijos. Mi hijo grande era el que veía más cómo el papá me cogía y me molía a golpes, y hasta me hacía tener relaciones con él en frente de los niños. Ellos vieron todo y ya. Yo lo que busco es tener más seguridad y no verlo nunca más. Cuando Ricardo me pegaba, yo agarraba mis hijos y salía corriendo de ahí, buscaba posada en cualquier casa de al lado, pero todo el mundo conocía a Ricardo y nadie me ayudaba. Había un muchacho muy querido que me decía que no me aguantara eso y que me fuera. Yo ya demandé a Ricardo, pero eso no pasa nada, vuelve a llegar a la casa a pegarme. Y ahora Diego, mi hijo mayor, también le está pegando a Juliana, su hermana. Como ese tipo se dio cuenta que el muchacho me ayudaba, empezó a decirme que es que yo tenía un mozo y la última fue que nos empezó a perseguir a mí y a mis hijos con machete en mano diciendo que me iba a picar en pedacitos pa’que nadie me encontrara. Por eso fue que decidí salirme de allá. Me puse a echar dedo en la carretera y un señor de un camión nos recogió y nos trajo para acá.

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Samir —un primo— vivía con nosotros y él siempre me defendía cuando ese señor trataba de pegarme, y un día nosotros nos fuimos y yo le dije que no podía volver conmigo porque ese señor lo molía a palos, y que era capaz de matarlo. Él —Ricardo— decía: “Espérese que la encuentre otra vez, la voy a traer de las mechas para acá y ahí sí es que la voy a desaparecer”. Yo le decía: “¡Pues atrévase! ¡Nunca nos va a encontrar!”.

Mireya era una mujer de diecinueve años, con estudios hasta cuarto de primaria, quien trabajaba como vendedora ambulante. Vivía con Hugo, un hombre de veinte años, quien trabajaba como obrero y era drogadicto. Ella tenía cuatro hijos y tres de ellos eran de Hugo. Hablaba sobre un maltrato violento que se daba, con igual virulencia, entre los dos. Él me pegaba y me puteaba, pero yo no me quedaba por ahí tranquila sin hacer nada. La última vez nos cogimos a golpes y él me dijo que me iba a matar, me estaba agarrando con un cuchillo en la mano y yo lo empujé a la pared y le dije: “¡Quiubo, hijueputa! ¿Qué es lo que va a hacer?”. Le quité el cuchillo y se lo clavé en el estómago. Ahí cogí a mis chinas y me salí de allá. Yo no quiero volver porque sé que si vuelvo, me va a matar, yo por eso es que no vuelvo por allá. De allá me mandaron para una de esas comisarías y de ahí me trajeron para acá. Una vez me cogió del pelo contra la pared y me empezó a dar y a dar y a dar, pero llegó un momento en que yo reaccioné y le mandé la mano; después él se devolvió a pegarme y yo le clavé el puñal en el estómago y ahí me pare y le dije: “¿Qué? ¿Qué?” —enfrentándolo— y ahí se quedó quieto. Es que siempre me ha tocado calmarlo de la forma que he podido y las niñas han visto todo eso.

Mariana era una mujer de cincuenta y un años, con estudios de tercero de bachillerato, quien había trabajado once años como docente y vivía con David, un hombre de treinta y ocho años, alcohólico, sin oficio, quien había sido acusado por la justicia de conductas delictivas con acceso carnal violento. Mariana y su hija vivían en una condición de violencia sexual constante y de amenazas de muerte por parte de David. La comunidad cercana parecía saber del comportamiento delictivo de este hombre, pero, atemorizada por él, no lograba pedir ayuda para ponerle límite a sus desmanes. Por temor se mantuvo una tolerancia sin límite a delitos extremos. Yo llegué acá porque yo ya no podía seguir viviendo más así. Viví muchos años de golpes y abusos, así como mi hija, y ya no podíamos seguir en ese ambiente. El embarazo fue lleno de golpes, golpes que iban a matarme, cogía

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destornilladores y me perseguía por toda la casa. Silvia se encerraba en el cuarto y empezaba a gritar. ¡Era terrible! Yo le decía que nos respetara, que éramos una familia, pero él se tiraba a pegarnos. Un día me cogió las manos detrás de la espalda y me puso el cuchillo en la garganta, diciendo que si no me callaba me cortaba las cuerdas para que nunca pudiera volver a hablar. A mí también me abusaba, me obligaba a acostarme boca abajo y no había nada que yo pudiera hacer. ¡Yo sufrí tanto con el embarazo! Él cogía el destornillador y me lo clavaba —se le aguan los ojos— y le aguanté tantas cosas, sobre todo al final. Usted no sabe lo que a mí me tocó vivir, también me violó a mí de cierta manera, por eso hago todo esto. ¡Cuántas veces no me violó con un cuchillo en el cuello o apuntándome con un destornillador! Siempre sentí mucho susto y mucha impotencia. ¡Fue horrible! Eso no se lo deseo a ningún ser humano. Los vecinos supieron todo esto y una señora me comentó que antes de conocerme ese tipo le había clavado un destornillador a una moza que tenía, se lo clavó en el estómago porque estaba embarazada. Nadie vio eso, la encontraron después desangrada a ella y al bebé. También me dijeron que había violado a otras niñas. Todo el mundo le tiene susto en ese barrio.

Astrid era una mujer de treinta y tres años, con cuarto de bachillerato cursado, quien no trabajaba y vivía con Germán, un hombre de veintinueve años, con estudios de primaria, quien trabajaba como conductor y era alcohólico. Ella narraba aterradoras experiencias y el efecto desastroso que se produjo cuando intentó defenderse alejándose del hombre maltratador. Es que Germán me pegaba y me decía una cantidad de cosas. Me trataba muy mal y yo ya no me aguantaba más eso, los niños presenciaban todo eso y ellos también están muy afectados. Desde que nos fuimos a vivir juntos, me decía que yo era una buena para nada, que se iba a conseguir una mujer más joven porque yo era ya muy vieja y no le podía dar todo lo que él me pedía. Y pues sí, doctora, yo tengo unos años más que él, entonces él también se aprovechaba de eso. Después yo quedé embarazada de David, ahí sí que se puso peor: me cogía con cuchillos y navajas, me hacía acostarme con él, mejor dicho, eso era terrible. Yo quería salirme de allá, pero no podía, el tipo me tenía amenazada que si decía algo me mataba. Yo le conté eso a una vecina y ella me dio fuerza para ir a una comisaría y pues ahí fue que me trajeron.

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Cuando ese señor me cogía a golpes, Vanesa, mi hija, se iba para su cuarto y empezaba a gritar y a llorar: era lo único que hacía que Germán me dejara de pegar. Cuando él escuchaba eso, se iba para donde estaba la niña y la abrazaba y la empezaba a consentir para que se calmara, le decía que ya todo iba a estar bien y que los papás no iban a pelear más. Después, yo me iba a dormir con la niña, y así amanecíamos muchos días. Gracias a la niña era que él me dejaba de pegar —llora. Me acuerdo de una cosa horrible. Era de noche, estaba lloviendo y había muchos relámpagos. Ya era tarde, yo estaba haciendo oficio, creo que lavando la loza, y estaba con los niños. Ellos estaban dormidos. Llegó Germán y estaba muy tomado y agresivo, llegó a decirme que quería tener sexo conmigo ya. Yo le dije que no, que se quitara de encima mío y que me dejara en paz. Entonces me empezó a agarrar las manos y a darme vuelta y yo, en un momento que vi, me salí por la puerta, dejé a los niños acostados. Yo estaba tan asustada que me fui para donde mi hermana, llegué mojada, el esposo de ella me abrió la puerta y me hizo pasar. Mire, yo ni podía hablar. La verdad, a mí en ese momento hasta se me olvidaron mis hijos. Yo creo que fue en ese momento que Germán abusó del niño, porque cuando llegué estaba acostado en la cama con él y ambos estaban dormidos —llora—. Es que fue mi culpa. En vez de hacérmelo a mí, se lo hizo a él. ¡Ay, doc! Si se pudiera devolver el tiempo, yo hubiera cogido a mis hijos y me hubiera salido de allá para siempre.

Soraya era una mujer de veintinueve años, con estudios hasta tercero de primaria, quien no trabajaba. El compañero de Soraya era Jorge, un hombre de cincuenta y siete años, quien era su propio padre. Ella tuvo tres hijas con él. Jorge obligó a Soraya a ejercer el rol de compañera, en lo que fue apoyado por los hermanos de ella, quienes también la maltrataban de palabra, y por su propia madre. Esta mujer vivió en un estado de dominación absoluta por parte de un padre que la eligió como su segunda mujer. Un hermano que la ayudó y su mujer son ahora objeto de amenaza, y sus hijas objeto de agresión por parte de su familia que, de manera perversa, necesita a Soraya para que el “padre esté bien”. Yo llegué acá porque mi compañero me golpeaba muy fuerte y también mis hermanos maltrataban mucho a mis hijas. Es que, un día, Jorge cogió a la mayor y la maltrató, y le preguntó que yo dónde estaba y ella le dijo que con un amigo y me cogió a golpes. Además, yo después volví a quedar

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embarazada, pero un día Jorge me dio una golpiza tan fuerte que lo perdí. Mis hermanos maltratan a mis hijas, les hablan feo y les dan duro. El día que fuimos al parque no tenía que preocuparme porque me iban a regañar, o me iban a pegar, si me demoraba o no llegaba. Cuando ese señor me llama y me dice “páseme a las niñas”, sé que les dice a las niñas que no le vayan a decir a la psicóloga que él me pegaba, ni que les pegaba a ellas, porque las niñas me lo han contado. Yo a ellas les he dicho que no le pongan cuidado, que digan siempre la verdad. He estado hablando con mi hermana y cada vez me presionan más para que vuelva. Por ahí me dicen que ese señor está haciendo todo por destruirle el hogar a mi hermano Carlos y a mi cuñada; dicen que no le dan a mi cuñada porque está embarazada, pero que apenas tenga el niño le van a caer, y a las niñas de ella les escupen cuando pasan por ahí.

Yamile era una mujer de treinta y un años, con estudios de primaria, quien trabajaba como aseadora y convivía con Raúl, un hombre de treinta y seis años, con estudios de primaria, quien trabajaba como carpintero. Ella tiene una hija de Raúl y un hijo de una relación anterior, que es quien recibe la agresión continua del padrastro celoso e intolerante. Yo fui mamá soltera de Luis como durante cuatro o cinco años, y después empecé a salir con Raúl y quedé embarazada, y desde ahí empezó el maltrato hacia Luisito. Él lo gritaba, le decía que le hiciera masajes en los pies, le pegaba a cada momento y si él prendía el televisor, se lo apagaba, no lo dejaba tranquilo. Él me decía que ese niño no era de él, que iba a responder por la niña, pero que para la ropa y las cosas de Luisito no me iba a dar nada. Yo me aguanté todo eso mientras estaba embarazada, pero apenas tuve a la niña me salí de ahí. Es que yo siempre he pensado que ningún padrastro quiere a los hijos que no son de él.

Gladys era una mujer de veintiséis años, con estudios técnicos en comercio exterior, quien trabajaba como asistente administrativa en una empresa. Ella vivía con Francisco, un hombre de veintisiete años, con estudios universitarios, quien trabajaba como docente. Gladys hace parte de las mujeres que han recibido maltrato desde la infancia y ha sido, además, una mujer maltratadora, que se identifica con el padre y la madre maltratadores. Mi compañero me pegó y me maltrató, eso solo había vuelto a pasar como hace un año, pero volvió a pasar esta vez y por eso llegué acá. Yo en ese

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momento vivía con él, pero la situación se puso tan insoportable que no me aguanté y me salí de allá. En ese momento, yo no tenía trabajo y me han pasado muchas cosas, me violaron, tenía muchas cosas en mi cabeza y problemas con mi familia. Mi padrastro nos pegaba. Ese tipo nos decía de todo a mi hermana y a mí, que por “x” cantidad de plata “se lo diéramos”, decía unas cosas horribles. Una vez se salió de la casa gritando que nosotras éramos unas yo no sé qué, y dijo cosas horribles de nosotras. Ese tipo llegaba borracho y le pegaba a mi mamá, nosotros veíamos cómo pasaba todo eso y después el tipo se mandó a pegarnos a nosotros. Después de un tiempo, mi mamá empezó a pegarnos también y yo no sabía qué se había hecho esa mamá tan berraca que siempre nos había sacado adelante, la que, a pesar de cualquier inconveniente, salía adelante. No sé, pero esa señora empezó a pegarnos también. Me acuerdo mucho que tenía una correa vino tinto con taches y me pegaba a mí con eso, y me dejaba las piernas rasguñadas, y a mi hermano también le pegaba. La sangre se le iba viendo por la ropa y después nos hacía poner trapos con agua tibia en las heridas, y se ponía a llorar y nos decía que la perdonáramos. A mí eso no me gustaba, no sabía qué se había hecho esa mamá tan berraca. Cuando a nosotros nos pegaban, yo me refugiaba en el estudio. Fue que una vez me encontré con una monjita, y nunca se me olvida que ella vio que yo tenía un ojo morado, y me dijo: “La única forma como usted va a salir adelante es con el estudio” y ahí yo empecé a estudiar mucho. Yo me iba para la biblioteca y a veces lloraba encima de los libros, pero me refugiaba en el estudio. Yo me siento muy mal porque una vez yo cogí a golpes a mi mamá: es que una vez estábamos con mis hermanos en el cuarto y vimos que llegó ella borracha, y escondimos a mi hermana chiquita en el clóset. Sabíamos que ella venía a pegarnos, y entró a la casa y nos vio, y me agarró del cuello y yo por defenderme le devolví un puño —llora por un breve momento—. ¡Ay, nooo! A mí me pesa mucho haberle pegado a mi mamá, le dejé un ojo morado, pero es que yo estaba atravesando por muchas cosas, como la violación, tenía muchas cosas acumuladas.

Jennifer era una mujer de diecinueve años, con estudios de quinto de primaria, quien trabajaba como aseadora. Convivía con Juan, un hombre de veintiún años, sin estudios, drogadicto y ladrón. La madre y la hermana de Juan, junto con él, maltrataban a Jennifer con palabras y golpes

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desde el inicio de su relación: “Los golpes que me daba eran tenaces, me daba contra la pared y hasta al frente de los niños. Mi suegra y mi cuñada también les pegaban a ellos. ¡Eso era tenaz!”. Teresa era una mujer de treinta y cinco años, con quinto de primaria, quien trabajaba como vendedora y vivía en unión libre con Arturo, un hombre de treinta y dos años, drogadicto, que no trabajaba. Ese hombre, su madre y su hermana, maltrataban a Teresa por ser una mujer que usurpaba el lugar importante que ellas ocupaban en la vida de Arturo. Es que antes yo estaba viviendo con Arturo, y él y su mamá me sacaron de la casa, me decían vulgaridades, groserías y me trataban muy mal. También es que él le contaba muchas cosas de nosotros a la suegra y ella se metía mucho en la relación. Cuando ella supo eso de la ropa me dijo que yo no servía para nada, y le decía a Arturo que me sacara de allá y le metía muchas cosas en la cabeza a él. Yo le decía que porqué dejaba que la mamá le dijera tantas mentiras y él me dijo que estaba pidiendo consejos y que era su mamá y que lo dejara, que eso no era nada malo, pero llegó un momento en que entre ambos me sacaron a golpes, vulgaridades y groserías. La semana pasada volví para sacar mi ropa y mis cosas, y allá estaba la hermana de él y se tiró a pegarme. Mire que me alcanzó a aruñar —señala una agresión en su frente—, y pues yo tampoco me quedé quieta y nos cogimos a golpes hasta que me tocó salir corriendo de allá. Desde que viví con él y con la mamá siempre me pegaban y me decían cosas, la mamá le metía mucha cizaña contra mí, nunca pudimos estar bien por esa señora. Cuando fui, la hermana de Arturo empezó a decirme y a tratarme con un poco de vulgaridades y groserías, y a empujarme, diciéndome que yo no era una mujer buena para el hermano y que me largara. Pues yo tampoco me dejé y le dije que no se metiera, y también la empujé: ahí también se metió la mamá y me trató con vulgaridades y groserías, diciéndome que me fuera, que yo no hacía sino armar problema en esa casa. Al niño también le siguen pegando y mi suegra lo pellizca al frente mío y, cuando eso pasa, le grito y le digo que no haga eso, pero ahí ella me empieza a decir que yo no sé cómo educarlo y que por eso le toca a ella. Yo ya he hablado con ella y le he dicho por las buenas, por las malas, le he dicho a Arturo que hable con ella, pero eso, nada de nada.

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SUPERVIVENCIA Y DESHUMANIZACIÓN EN MUJERES MALTRATADAS Los testimonios anteriores demuestran que la familia no era una unidad fundamental para la vida social de las mujeres maltratadas: era simplemente una herramienta que les permitía la supervivencia individual, bajo un ambiente de deshumanización donde primaba la crueldad, el maltrato y el desinterés. El ambiente familiar no incluía la tolerancia, la comprensión y el respeto, que idealmente se esperan, sino que estaba lleno de amenazas de muerte, golpes, humillaciones y desprecio. Ellas mismas, en algunos momentos, caían en los estados de deshumanización que señalaban en sus maridos. Muchas se mantenían en la relación maltratadora por ser el único recurso para su supervivencia y la de sus hijos. Afirmaban que no contaban con los recursos económicos, ni con el apoyo familiar necesarios para hacerse independientes, lo que las ataba a una vida de golpes y miseria. La dependencia iniciaba muy temprano en la relación. Mireya y Yamile, por ejemplo, se fueron a vivir con sus compañeros porque quedaron embarazadas y ellos se hicieron cargo de ellas y sus hijos. Mireya se quedó al lado del hombre a pesar del maltrato y Yamile soportó el maltrato durante el embarazo, pero después se alejó del hombre que la golpeaba. Gladys también se fue a vivir con su compañero cuando este le dijo: “Véngase para mi casa, si mis papás le dicen algo se va, o si no, pues ahí miramos”. “Me fui para la casa de él, nosotros teníamos una relación… Pero no, no era que tuviéramos una relación, sino que más bien teníamos relaciones y él tenía otra novia”. En las frases anteriores queda claro lo accidental y lo necesario de las relaciones con un hombre en el momento del embarazo y la crianza, momentos en los cuales las mujeres suelen ser rechazadas por sus propias familias. Lorena, en los comentarios sobre su infancia y su convivencia con Ricardo, señalaba la relación existente entre la necesidad de permanencia a su lado y su supervivencia: “Como a los nueve años la señora Bárbara me contrató y me puse a trabajar con ella a cambio de que nos dejara quedar en su casa; yo le hacía el aseo y ella me pagaba de esa forma”. Esta niña fue forzada a trabajar por su supervivencia y la de su hermano a una edad muy temprana, y, más tarde, siendo adolescente, fue obligada por su madre a convivir con Ricardo para sobrevivir. “¡Usted se queda con Ricardo!”, le dijo la madre. “Y pues me fui a vivir con él, imagínese, yo toda chiquita. Yo creo que para mi mamá sí que no hay perdón”. Soraya usaba la patraña y el engaño para lograr sobrevivir en una relación incestuosa con su padre: “Con ese señor yo no tenía vida, yo con

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él tenía que pretender varias cosas, yo le decía ‘¿Qué quiere comer hoy, mi amorcito?’, ‘mi amorcito’ para aquí y para allá, pero en el fondo pensaba ‘¿Por qué este viejo hijueputa me obliga a hacer cosas? Quiero largarme de acá’”. Esta modalidad de supervivencia forzada y oportunista subyace a la dependencia que caracteriza estas relaciones, en donde no importa qué tan fuerte sea el golpe, sino la intensidad de las necesidades. Esa dependencia del compañero continúa incluso cuando las mujeres se encuentran refugiadas: “¡Todavía no me ha consignado la plata! Se supone que la debía consignar el sábado y mire ya qué día es y ¡nada! No, es que es un incumplido, es un patán” decía Gladys. La dependencia y la necesidad luego se hacían presentes en el refugio: “Mal que bien, acá le dan la comida a mi hija y tenemos un lugar donde quedarnos. A veces acá, entre nosotras, lo llamamos la cárcel o el internado porque le prohíben a uno hacer muchas cosas”. Sin importar el contexto, la condición económica miserable de muchas de las mujeres las llevaba a adoptar una mentalidad de supervivencia tanto con la pareja como con la familia del hombre y con la institución que las acogía. Muchas de estas mujeres no lograban encontrar trabajo o no tenían un sustento económico suficiente y, cuando salían del periodo de protección en el refugio, optaban por volver con sus compañeros con el fin de sobrevivir, a pesar de saber que serían maltratadas nuevamente. Parecía que intercambiaban un sustento y su supervivencia física por una muerte personal al decidir retomar la relación maltratante: “Pues en últimas me toca devolverme con él porque ¿qué más hago? Pues yo no sé, de pronto como ya nos tuvo lejos, él piense y ya trate mejor a Luisito, y pues a mí también” dijo Yamile. Esperanza inútil que rápidamente quedaba desmentida ante el nuevo maltrato, que siempre llegaba. Otras veces, cuando la mujer decidía alejarse de la situación violenta, miembros de la familia del maltratador le mostraban la necesidad que el compañero tenía de su presencia para sobrevivir. Para que Soraya volviera a la familia a hacerse cargo del padre incestuoso, los hermanos le decían: “¿Sí ve? Mi papá está allá triste por usted y por las niñas, casi ni come, ni duerme, eso es por su culpa”. Y mientras ella insistía en que no iba a volver, la hermana le decía: “Póngale cuidado que nosotros ahorita estamos llorando por usted, mi papá está llorando y está sufriendo porque usted no está”. No solo la mujer es la que depende del hombre para su supervivencia, sino que hay un funcionar dependiente de la pareja y de la familia más amplia. Otras veces, las mujeres señalaban la importancia que para ellas tenía la supervivencia de sus hijos, así tuvieran que estar separadas de ellos, mientras lograban

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organizarse de manera diferente. “Yo sé que, por un lado, mi hija está bien allá y no le falta nada. Ella vive allá bien con mi suegra. Es que eso es lo que me pone a pensar porque yo estoy segura que primero tengo que organizarme y tener algo acá, antes de traerla a ella” decía Mireya. En casi todas las parejas predominaba la desconfianza y el temor. Algunas mujeres temían que los actos maltratantes (las heridas, los golpes, las amenazas, las humillaciones y vejámenes) volvieran a aparecer y que cada vez fueran más fuertes. Temían la muerte, pero no lograban alejarse de manera definitiva del compañero peligroso. El terror y la desconfianza se instauraban en su mente y algunas veces salían corriendo, huían y buscaban un escondite, un refugio para sobrevivir. “Yo no quiero volver, porque sé que si vuelvo me va a matar, yo por eso es que no vuelvo por allá”, afirmaba Mireya. “Es que una vez estábamos con mis hermanos en el cuarto y vimos que llegó ella borracha, y escondimos a mi hermana chiquita en el clóset. Sabíamos que ella venía a pegarnos” contaba Gladys. “Yo le dije que bueno, pero después lo empezó a llamar la moza, destapó otra botella de aguardiente y se puso a tomar ahí, enfrente de los niños, y yo agarré a mis hijos y me salí de ahí” narraba Astrid. Sin embargo, casi todas ellas regresaban al lado de los maltratadores porque no lograban sobrevivir sin el apoyo de sus hombres, como si estuvieran ligadas a ellos por lazos casi imposibles de romper. En las narraciones de las mujeres también podía observarse la desconfianza por parte del compañero hacia la mujer maltratada. Surgía la desconfianza sobre la paternidad, sobre lo que las mujeres hacían y decían cuando no podían vigilar de cerca sus comportamientos. Esta desconfianza se convertía en un estado mental paranoide cuando observaban o suponían la presencia de nuevos hombres alrededor de la mujer. Mireya decía: Cuando yo le conté que estaba embarazada al papá de mi hija, él me dijo que no me creía que fuera de él, pues como yo tenía hartos novios y andaba por ahí… Era que yo solo hacía el oficio, pero estaba pendiente de cada cosa que él hacía y del momento en que me pudiera escapar.

También aparecía la desconfianza y el terror hacia otros miembros de la familia, que podían convertirse en enemigos con poder suficiente para hacerlas volver al lugar aterrador de donde habían salido: “El jueves cuando fui a la clínica a pedirles las citas médicas a las niñas, yo tenía mucho miedo de ir porque de pronto me iba a encontrar con alguien y, preciso, ahí estaban mi mamá y mi tía”, cuenta Soraya. Esta situación ya se había presentado en otra

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oportunidad en que ella había tratado de alejarse del maltrato: “Esa vez, yo vi un camión de la policía y les dije que por favor me protegieran, que no dejaran que ellos me llevaran, pero mi mamá empezó a decirles que yo tenía problemas de la cabeza”. La desconfianza y el temor también eran frecuentes en el refugio: “Ocurrió una cosa y es que el hijo de Tatiana tenía el babero muy apretado y nadie se dio cuenta, y María le estuvo dando de comer y ya la estaban culpando a ella de que le había puesto el babero mal y que lo estaba ahorcando”. Gladys mencionó otro momento de tensión y desconfianza: “Por la tarde estábamos arriba, viendo televisión, y el niño me levantó los brazos, como para que lo alzara, y la coordinadora de hogar me gritó: ‘¡Ni se le ocurra alzarlo! ¡Ese niño está malcriado!’ y pues ahí yo quedé tiesa”. Estas situaciones llevaban a Gladys a afirmar que “si a uno lo van a regañar por cuidar a otro niño, o lo van a culpar si algo malo le pasa, mejor ni preocuparse por ellos; si lloran pues tocará no ponerles cuidado”. Allí se percibía el miedo y la desconfianza en torno al cuidado de los hijos de las demás señoras y el miedo a ser culpadas y señaladas como causantes de males ajenos. La persecución ante posibles acusaciones de parte de los miembros de la institución contribuía a la deshumanización de las mujeres, al negarles la obligación o el deseo de ayudar a los niños. Era como si el maltrato, el temor y la desconfianza fueran una constelación de sentimientos y comportamientos permanentes que se expandieran a nuevas situaciones y llevaran a la pasividad y al desinterés con relación a los seres necesitados. Con frecuencia, las mujeres maltratadas eran abandonadas por sus padres a una edad muy temprana, razón por la cual debían conseguir, a como diera lugar, los medios para sobrevivir en un ambiente terrorífico de adultos abusadores y maltratadores. Lorena contaba su propia experiencia así: “A los cuatro años a mí tocó irme con mi hermano. Como hasta que tuve ocho viví en la calle, durmiendo en una caja de cartón, y fue en ese tiempo que metí mucha marihuana. Pero yo siempre estuve buscando el amor de mi mamá”. Mariana narraba que no había crecido al lado de sus padres, “porque ellos me regalaron a mi tía porque no tenían la suficiente plata para mantenerme”. Casi ninguna de las mujeres maltratadas mencionaba una relación cercana con su padre. Por el contrario, muchas de ellas afirmaban que no lo habían conocido, porque nunca había estado presente, o porque había muerto o se había ido de la casa cuando tenían pocos años. “A mi papá lo mataron de un tiro cuando yo era pequeña”, decía Lorena. “A mi papá nunca lo

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conocí”, afirmaba Mireya. “A mi papá nunca lo conocí. Él nunca respondió por mí, ni por mis hermanos” contaba Astrid. “Mi papá se murió de un infarto cuando yo estaba muy pequeña” decía Yamile. Mariana ni siquiera mencionaba a su padre, quien al parecer estaba completamente ausente de su vida y de su mente. Gladys decía: “Mi papá está muy enfermo, él sufre de un trastorno. A él no se le puede contar nada porque cualquier cosa que se le cuente lo acelera y le da mucha ansiedad. Entonces, cuando yo hablo con él, me toca decirle que todo está perfecto”. Jennifer era la única mujer que rescataba un aspecto bueno del padre, pero solo con relación a la satisfacción de las necesidades básicas que le permitían sobrevivir: “Cuando mi papá estaba vivo, a mis hermanos y a mí nos daban muchas cosas: cuadernos, comida”. Soraya hablaba de un padre-marido con quien mantuvo una relación incestuosa durante años, un padre tiránico y perverso con quien tuvo tres hijas. “Lo que pasa es que mi compañero es mi papá”. Es importante comentar que en la tribu de los Ik, a pesar de ser una comunidad deshumanizada, se castigaba el incesto quemando el cuerpo del abusador. Entre nosotros pareciera que el incesto no genera mayor reacción en la comunidad. El de Soraya es uno de los miles de casos de incesto que se presentan en el país. Aunque había mayor presencia de las madres en la vida de las mujeres maltratadas, muchas de ellas estuvieron ausentes como protectoras y eran, por el contrario, muy agresivas y tiránicas con sus hijas. Al igual que los Ik, solamente ejercían un rol biológico de supervivencia con sus hijas para luego abandonarlas a una edad muy temprana. Lorena decía: “Mi mamá me abandonó cuando yo tenía cuatro años. Yo nunca tuve una palabra de cariño o de afecto por parte de ella. ¿Sabe qué me decía mi mamá? “Mejor haber parido tres serpientes que parirla a usted”. “Me acuerdo que cuando yo tenía la edad de Ingrid, mi hija, mi mamá me mandaba a hacerle cosas a mi papá —refiriéndose al comportamiento sexual—”, decía Soraya. Mariana no tenía ningún vínculo con la madre. Mireya hablaba de una madre ambivalente, de quien rescataba aspectos protectores a pesar de los golpes: “Pero ella ya se murió de cáncer en los pulmones. Eso fue cuando ella tenía como treinta y ocho años, o sea, eso fue como hace tres años. Ella era muy agresiva, ella también me pegaba, pero me protegía cuando otros querían atacarme. Tuve una buena mamá”. Las relaciones entre abuelos y nietos eran mejores que las paternas o las fraternas en el caso de algunas mujeres maltratadas. Soraya, por ejemplo, hablaba de un vínculo cercano con su abuela, quien era el único ser que la

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protegía del círculo familiar perverso que la envolvía: “No podía ser yo misma. Cuando yo quedé embarazada de mi primera niña, yo no me aguanté más todo y me fui a vivir donde mi abuela [materna]. Otra vez también me tocó salir corriendo y meterme a la casa de mi abuelita porque sabía que ahí mi mamá no me podía hacer nada. Cuando pasó eso, mi abuelita le dejó de hablar a mi mamá como por tres meses”. Las mujeres maltratadas dejaban entrever sus ilusiones puestas en las nuevas relaciones. Parecía que iban en búsqueda de una “supervivencia emocional”, al encuentro de un ser que las pusiera de nuevo en el camino de la ilusión, en medio de sentimientos amorosos y excitantes que parecían volver a “humanizarlas” después del desierto ardiente del ambiente maltratador en el que habían vivido. Sin embargo, ante la urgencia de sobrevivir, la relación se establecía antes de tiempo y, pronto, el maltrato volvía a instaurarse. Soraya había encontrado en Miguel el apoyo emocional y la consideración que hacía tiempo no sentía de parte del padre de sus hijos. Miguel, a quien conocía desde pequeña, siempre la había apoyado y le había dicho que se saliera de ahí, que ella no merecía ese maltrato. Con mucho entusiasmo, afirmaba: “Estoy feliz porque me llama, él me dice que me piensa, y cuando nos vemos me gasta y también quiere mucho a las niñas”. Ella creía que merecía una nueva oportunidad para ser feliz con Miguel. Gladys también dejaba ver esa urgencia de “supervivencia emocional y económica”, al hablar de la nueva relación como una nueva razón para vivir: “Este fin de semana estuve con Julián. Él me acompaña a todas partes, me presta plata, me cuida la niña. Yo a él lo quiero mucho y ¡me muero si algo le pasa!”. Así, con cada nueva relación, surge una luz de esperanza sobre las relaciones con los hombres, aparece la gran ilusión de una nueva vida de ayuda y dinero; factores de supervivencia que fueron las mismas razones que las mantuvieron en la relación maltratadora y deshumanizante, con la misma sensación de morir si los hombres desaparecen. Pareciera que existe una compulsión a la repetición del acto de maltrato intrafamiliar, que no solo ocurre varias veces en una misma pareja, y en parejas sucesivas, sino que también se repite de generación en generación. Encontramos una cadena de maltrato de abuelas, madres e hijas, como si hubiera una condena de la mujer a ser violentada, toda vez que no logra existir por sí misma, hacerse cargo de su subsistencia, la de sus hijos, y sentirse bien. Para Freud, la compulsión a la repetición es el regreso a un funcionar más primitivo que se instaura como tendencia, como si se llevara dentro de sí un intento de comprensión que nunca se alcanzara, pero que

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también suele darse cuando fracasa el principio de placer, o surge como elección mortífera para poder sobrevivir. Meltzer (1974) plantea que la compulsión a la repetición es el principio más primitivo, en el cual se repiten patrones de comportamiento que no han sido alterados por la experiencia. Esto es lo que sucede con todas estas mujeres que cometen los mismos errores y experimentan las mismas ilusiones y el mismo destino de hombre en hombre.

UNA PAREJA BAJO LA CONDICIÓN DE SUPERVIVENCIA Y DESHUMANIZACIÓN Juliana era una mujer de veinticuatro años de edad, madre de una niña de cuatro años, quien se encontraba embarazada en el momento de llegar al refugio. A pesar de ser joven, Juliana revelaba más años de los que tenía, vestía generalmente con ropa oscura y tenía tatuajes en su brazo derecho y en los dedos de la mano izquierda (que resaltaban sus nudillos). Con ella solamente se tuvieron cuatro sesiones. Juliana hacía parte de un grupo guerrillero, información que solo dio al psicólogo de la institución el día en que fue a sacar sus cosas personales del refugio, tras abandonar el programa. Le dijo, además, que mejor no le contaba más cosas porque se podría asustar. Mencionamos esta anécdota para lograr tener una somera imagen de este aspecto del mundo externo de Juliana, que, aunque latente, estuvo oculto en el tratamiento. No sabemos nada sobre la infancia de Juliana. Solamente tuvimos noticias de la manera en que entabló la relación con Samuel, hace cinco años, momento en que su vida se llenó de problemas. Ella simplemente narra una serie de hechos concretos, sin hilar un sentido generador de historia. La única constante es presentarse como la causante de todos los males del hombre: Mi vida son problemas y problemas. ¿Qué le digo? Hace cinco años que nos juntamos con Samuel, pero a los ocho días de estar viviendo él me pegó, yo se la pasé, y así como dicen: “¡El que pasa una… las seguirá pasando toda la vida!”. De ahí en adelante me pegaba cada ratico: pasaban dos meses, me pegaba, después me pedía perdón y me juraba que iba a cambiar, me llevaba chocolatinas o cualquier detalle, y así me contentaba. A él tocaba no contradecirlo en nada, decirle a todo sí, sí, porque donde uno le llevara la contraria, ahí mismo se le salía el genio. Todo era un motivo de pelea, si los recibos llegaban caros… “Ah, esta hijueputa no hace ni mierda, sino mirando televisión todo el día”. Si dejaba cinco mil pesos para el diario y yo me gastaba mil, porque a uno le da ansiedad de comer y de tomarse una gaseosa con la

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niña, entonces no, ya era que me los había gastado con mis mozos. Por todo me tenía que estar echando la culpa, que porque una vez me fui —ah, porque esta ya es la octava vez que me voy— y se sintió solo, y le dijo al hermano que se fuera a vivir con él, pero se le robó una plata y entonces la culpable soy yo por haberme ido.

Durante los dos primeros encuentros habló casi exclusivamente de Samuel, denigrándolo y describiendo detalladamente los maltratos que le impartía: golpes, groserías y amenazas de todo tipo. No hubo ningún acercamiento o reflexión sobre sus propias vivencias y motivaciones, se centraba en el abusador y aseguraba reiteradamente que nunca regresaría con él, pero pasaba por alto los señalamientos de la terapeuta cuando trataba de invitarla a pensar sobre lo que la hacía regresar cada vez. El terror de una muerte anunciada, si se alejan del hombre, parece ser el lazo que ata a las mujeres de manera inexorable a los hombres. — Me decías que es la octava vez que te alejas de Samuel… — Sí, ocho veces me he escapado. — O sea que siete veces has vuelto también. ¿Por qué será que no te has podido alejar? — Esta vez sí es la definitiva. —¿Qué te parece si pensamos en qué es lo que te hace regresar cada vez? — Es un miedo que tengo. Él me amenazaba, me decía que si yo no era para él no era para nadie, las veces que me ha puesto el cuchillo acá —me señala el cuello, pues no me ha rayado, pero sí me dice que me va a matar, me dice cosas horribles, hasta mete a la niña en la mitad, me dice que me va a dar en donde más me duele, y yo digo bueno que me pegue a mí que soy adulta y hasta puede que me lo merezca, pero cómo se va a meter con una niña indefensa.

Juliana continúa quejándose de Samuel y describiendo el escenario de esa relación confusa con un hombre cariñoso pero salvaje, que le decía que la amaba, pero al mismo tiempo la violentaba con brutalidad y la amenazaba de muerte, que la alejaba con sus maltratos, pero la acercaba seduciéndola con palabras o detalles, como cuando se contenta a una niña pequeña con un bombón. Hasta este punto es importante resaltar que Juliana se nombra de forma pasiva, a ella le ocurren eventos y ella es el objeto sobre el cual se realizan las acciones.

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— Me pega, me dice, me amenaza, me convence. —Dice esto, pero no reconoce cuál es su papel en la historia—. A mí me da miedo que me siga, ese señor es muy violento, uno queda marcado. Yo ya tengo las rodillas vueltas nada de todas las veces que me ha arrastrado y me ha botado por las escaleras. En las piernas también tengo marcas de los tablazos que me ha dado; la espalda también la tengo marcada y, mire, acá en el brazo todavía se me nota de un varazo que me dio. A mí se me acabó el amor: no queda nada de lo que yo sentía por Samuel cuando éramos novios. Era un hombre cariñoso, me decía que me amaba —llora. Nos quedamos unos segundos en silencio. — ¡Qué confuso! ¿No crees? Cuando la misma persona que te dice que te ama es la que te pega, te arrastra, te lastima… Como si no supieras con quién has estado todo este tiempo. — Sí, es que yo ya no sé quién es Samuel. Él no es el hombre que yo conocí.

Para Juliana su pareja estaba dividida en dos: un hombre que era cariñoso, que la amaba hace algunos años, y otro violento que la aterrorizaba. No podía darse cuenta de que, en el mismo hombre, había algo que al mismo tiempo la hacía huir y regresar. En la relación de pareja hay claras estrategias de guerra que pasan por diferentes matices, desde la humillación, el rechazo, la denigración, hasta formas más visibles como la violencia pura: cachetadas, golpes, patadas, tablazos y amenazas de muerte. Juliana unas veces se defiende con el acatamiento como forma de supervivencia: retiene el odio y la rabia, pero después emerge su agresividad destructiva de manera explosiva, en medio de engaños y desenmascaramientos entre enemigos. Él me lo decía, que estaba con otras que eran más bonitas, que sí se sabían vestir, que no tenían hijos y podían hacer lo que quisieran, y después me decía que no, que lo decía por rabia, pero que no era verdad. Yo no sabía qué creerle. Pero entonces una vez sí me llamó una pelada (es que él es tan falto de conocimientos que hasta le dio el teléfono de la casa, pues de la vecindad, mejor dicho)… Entonces, una vez llamó una vieja, preguntó por mí y me pasaron al teléfono, y me dijo: “¿Usted es Juliana, la mujer del guardia Pinzón?”, y yo: “Sí, ¿con quién hablo?”, ella me dijo: “Con Sandra” y yo: “Ay, buenos días señorita Sandra”, porque yo pensé que era una secretaria del trabajo para cambiarle un turno, y me dice: “Vea, Juliana, yo soy la novia de Pinzón”, pero yo no le dije nada. Después llamó otra, pero lo llamó al celular y él se hacía el que contestaba, pero rechazaba la llamada. Dos veces

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la rechazó, la tercera yo le contesté el celular y me dice: “¿Quién habla, la mujer de Pinzón?”, y yo: “No, la hermana”, a ver qué me decía. Y me dice “Hola, cuñis, con Olga, yo pensé que era la mujer de Pinzón y ya me estaba preparando porque me habían dicho que es terrible esa vieja”. Y empezó ahí a decirme cosas, hasta que le dije que sí era yo y me dijo, mejor dicho, de todo: que yo era una tal por cual, que con razón mi marido se buscaba otras, que yo era una fiera… Lo único que yo le dije era que se lo dejaba, que se quedara con él, que al fin de cuentas ninguno de los dos valía la pena.

Sin embargo, para Juliana el violento era solamente Samuel, ella “no se rebajaba”, tenía una fuerte dificultad para identificar en su comportamiento actos de violencia contra él. Estas eran agresiones matizadas y no tan visibles como un golpe, pero tal vez más profundas. En ese mundo de guerra ella también empleaba sus estrategias de ataque y supervivencia: el engaño, la mentira, la denigración y la humillación; sembraba la intriga y provocaba la ira de su pareja. — Sí, tú me dijiste que ayer te habías descargado, pero mientras me contabas cómo te maltrataba Samuel y todo lo que te decía, yo me preguntaba tú cómo hiciste para sobrevivir todo ese tiempo. Uno se puede imaginar que, de alguna manera, te tenías que defender. — Yo nunca le levanté la mano a Samuel. Él me podía hacer cualquier cosa, pero yo no me le rebajaba porque mi educación es muy distinta a la de él, en mi familia las cosas no se resuelven a los golpes, a mí nunca me pegaron de chiquita, entonces yo no soy así. Él me puede decir que soy fea, mal vestida, pero no me importa porque yo sé que yo soy una mujer muy hermosa; él me decía que yo era una vagabunda, una hp, una perra de la calle, pero a mí todo eso me pasaba. Si a uno no le toca lo que le dicen, le pasa por encima porque uno sabe que no es cierto. Yo lo único que le respondía era que si pensaba eso de mí que se fuera, que me dejara en paz; yo le decía: “Si usted cree que yo me ando revolcando con todo el mundo, ¿para qué se expone? ¿Qué tal le prenda algo? —se refiere a una enfermedad—. Entonces, váyase y déjeme tranquila”. Él simplemente ganaba que yo le perdiera el cariño y respeto que le tenía, porque ya no lo quiero, no quiero ni que me lo nombren; es como cuando uno tiene una flor y le pega y le pega, la flor se muere. Yo no me morí, pero sí el cariño que le tenía.

Más adelante, Juliana empezó a hablar de sí misma. Sin embargo, no lo hizo de una manera reflexiva, su discurso revelaba una clara confusión

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entre lo bueno y lo malo, evidenciaba que se sentía muy orgullosa de nunca haber tenido que emplear una grosería o un golpe en contra de Samuel, gracias a su astucia e inteligencia. Ahora sí, no digo que yo no haga nada, solo que no utilizo una mala palabra ni mucho menos un golpe. Jamás le he levantado mano a nadie y a Pinzón, por mucho, le decía estúpido, pero él ni debe saber qué significaba eso. Yo lo podía hacer sentir por el piso sin necesidad de decirle una grosería, yo lo conocía y sabía qué era lo que le dolía, y yo sé muy bien que eso sí le hacía daño porque era verdad. Yo le decía que era un arrastrado y dolido con la vida porque en su familia le dieron bien duro, en cambio en la mía no, y que por eso era un resentido, que era un bruto y que nunca iba a ser una persona decente. En cambio, yo sí me daba cuenta de todo porque bruta no soy. Reyes es un amigo que lo metió a la empresa donde trabaja y él me contaba: “Mami, ¿sí sabe que Pinzón se está metiendo en problemas? Está por allá robándose los computadores de la empresa. ¿Qué tal me meta a mí en ese lío?”. Y yo: “Ah sí”, no le decía nada, me hacía la boba, la que no entendía, pero yo sabía que él estaba metido en esos cuentos también. Cuando medio le insinuaba algo, diciéndole que no se metiera en problemas, me decía: “Ya empezó la cantaleta esta triple hp (es que le digo las palabras porque o si no, no me entiende), ya empezó a meterse donde nadie le ha dicho”.

En esta relación parecía que quien se sentía triunfante era aquel que pudiera generar más dolor a la contraparte. Atacaban, incluso, a las personas significativas para el otro, con el fin de generar un malestar devastador que lo debilitara. Cuando nos agarrábamos, los dos nos metíamos con la familia de cada uno. Él me decía: “Su papá es un hijueputa que la dejó” (porque antes cuando confiaba en él le contaba esas cosas), entonces me decía cosas así: “Su mamá es una zorra que se fue con otro tipo” y yo le decía: “En su familia son unos arrastrados” y él me decía: “Su mamá es una hijueputa” y yo le respondía: “Su papá es una miseria que le pega a su mamá” y él: “El suyo peor que la abandonó”. Y así, como que nos dábamos por donde más nos dolía, ¿sí?, con la familia. Yo le decía que me dijera las cosas a mí, que finalmente puedo escuchar para defenderme, pero terminábamos así peleando. Eso sí, yo no le decía groserías. Le decía estúpido, idiota, miseria, poca cosa, pero groserías no.

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Juliana no lograba ver al Samuel bueno y al Samuel malo como un solo hombre, escindía cada faceta por completo. En la última sesión, apareció la Juliana que había regresado siete veces. Volvió con la esperanza de que Samuel cambiaría y ya estaba lista para irse de nuevo detrás de esa esperanza, en ese momento olvidó que fue objeto de la denigración, de la cual se había quejado tanto en las primeras sesiones. Pues, como le digo, todavía estoy muy confundida. Uno no sabe qué pueda pasar. Yo pienso que hasta podríamos estar bien sin estar viviendo juntos. Yo le dije que necesitaba tiempo y que quiero aprovechar los meses que me dejan acá. De todas formas, le dije que la lleváramos por la buena. ¿Quién quita que podamos ser amigos? O hasta volver, o seguir de novios, pero ya no juntados. Si él de verdad me quiere tendrá que demostrármelo en este tiempo. Tengo que estar segura de que ha cambiado. Le dije que si quería que yo volviera a sentir cosas por él, tenía que cuidarme como a una florecita, pero con manguera: no así de cerquitica y llevándola para todo lado, sino a lo lejos.

La paciente finalmente entró en supuestos diálogos de paz; el acuerdo era estar en la relación sin estar, pues se alcanzaba a ver que la distancia acercaba a la pareja, pero la cercanía provocaba choques y explosiones de agresividad. Juliana regresó con Samuel, reconoció que estaba confundida y acudió a mentiras que ella misma elaboraba, como la idea de ser su amiga, una situación ajena a lo que había sido la historia de su relación.

REFLEXIONES FINALES Parece que la dificultad de sobrevivir autónomamente es lo que lleva a este grupo de mujeres maltratadas a mantenerse bajo la condena de supervivencia, a pesar de la crueldad, la burla, la tiranía, los golpes y las numerosas intrusiones corporales y mentales de parte de sus compañeros y de sus familias. Cabe destacar que las primeras nueve mujeres pueden dividirse en dos grupos diferentes: las que eran agresivas y tiránicas como el compañero, y las que se comportaban de manera sumisa y quedaban reducidas a la impotencia frente al maltrato. En el grupo de las mujeres agresivas y dañinas los actos de violencia eran mutuos y repetitivos. Tanto ellas, como sus compañeros, se unían en este mundo en un ambiente de locura a dos, del cual les era difícil salir. Su

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mente primitiva las llevaba a ubicarse en el mismo lugar que el compañero: actuaban y reaccionaban solamente desde condiciones simples de atracción intensa y rechazo violento. Eran parejas donde lo que primaba era el odio, la desesperanza, la persecución mutua, las mentiras y la confusión. En este grupo de mujeres era más factible que tuvieran lugar los hechos violentos y que se recurriera a los estrados públicos en defensa propia, pero también que de allí surgiera la propia acusación y la pérdida definitiva de sus hijos. Allí se enfrentaban dos guerreros, y aquel que, con engaños, lograba convencer a la justicia de sus “bondades” ganaba la batalla. La organización infantil y destructiva dominaba la escena en la mente del hombre y la mujer que construían este tipo de pareja. En ellos predominaban la amenaza, la seducción y la propaganda; además se resaltaba en mayor medida la mentalidad infantil donde dominaba la sexualidad y la acción, con el abuso sexual característico del estado mental infantil pervertido. La sexualidad perversa muchas veces caía sobre los hijos y estas madres se aliaban en esa perfidia familiar porque eso les permitía obtener lo mejor para ellas. Esto hacía parte del cinismo de estas mujeres, quienes después negaban haber sabido lo que sí sabían. En el otro grupo se encontraban aquellas mujeres paralizadas e impotentes frente al ataque, que no salían del espasmo y del temor ante la agresión. Para ellas, el terror de alejarse de la relación a la que estaban apegadas, adheridas piel a piel, las llevaba a quedarse junto a los hombres violentos para no desgarrarse con la separación. En estas familias es el padre agresor quien muestra más claramente su odio y su destructividad, e infunde en las mujeres y sus hijos temor, persecución y confusión. Estas mujeres esperan que todo esto cambie, que sus compañeros sentimentales logren ser como ellas y que deseen la estabilidad, el trabajo, la unión y la paz. En estos grupos familiares, el hombre suele fomentar la concepción de una “familia pandilla” con su propia parentela o con sus hijos, quienes emprenden ataques incesantes contra la mujer. En ellas predomina la angustia, la desconfianza y el temor. El ser más confiable, en vista de la situación, es el compañero, de quien finalmente se espera que responda adecuadamente. Ellas son de carácter más depresivo que persecutorio y suelen caer en el supuesto básico de la congoja y el aislamiento. En algunos casos, estas mujeres parecen haber contado con el apoyo de un familiar que intentó protegerlas. Están a la espera de que la comunidad las rescate y denuncie los actos violentos que ellas no se atreven a declarar, pero se encuentran con miembros de una comunidad de carácter paranoide, que comparten el secreto a voces, sin atreverse a actuar, pues te-

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men que esa agresividad y tiranía del hombre maltratador se vuelva contra ellos; tienen entre sí tiranos propios a quienes temen. El sentimiento más humano que tenían estas mujeres era el deseo de proteger a sus hijos. Sin embargo, algunas de ellas cerraban los ojos ante los abusos a los niños para no perder a su pareja y otras, incluso, fomentaban estos vejámenes. El maltrato parece ser una experiencia, en sí misma, deshumanizante. El vínculo que se creaba era el de la seducción o el del terror, y, en ninguno de los dos casos, las mujeres podían existir como seres independientes. Todo lo que hacían era ingeniar estrategias para complacer a su pareja o para protegerse momentáneamente, como si en ellas no hubiera una dimensión temporal ni espacial amplia, ni un yo con capacidad plena de reacción y defensa, con evaluación plena de contextos espaciales y temporales. Lo que se observaba, en general, era un yo reactivo, que respondía a la agresión con agresión o que huía de ella temporalmente, o que, simplemente, se quedaba inmóvil e impotente, a la espera de que la agresión terminara y se iniciaran de nuevo las promesas de bienestar. Estas eran mujeres carentes de funciones claras de percepción, atención, memoria, juicio, reflexión, comprensión e imaginación, como si vivieran tan solo en el mundo sensorial concreto e inmediato, en un mundo donde no hay más finalidad que sobrevivir, sea como sea, sin importar el precio que se tenga que pagar. “Mientras tenga techo, comida y hombre, el resto no importa”, parecían decir muchas de las mujeres maltratadas. “Mientras la mujer sea de mi propiedad y pueda hacer con ella lo que quiero, y entre menos proteste y más me obedezca, más tiempo me quedaré junto a ella. Si intenta alejarse, la forzaré a que se quede junto a mí. Lo importante es mi satisfacción”, pareciera decir el hombre maltratador. En el actuar de ambos lo que predomina es la necesidad de satisfacción inmediata. He aquí el meollo de la deshumanización que produce la vida de supervivencia propia de muchas de las parejas marcadas por la violencia. Es indudable que si una sociedad y las instituciones que la conforman fuerzan a amplias capas de la población a una condición de supervivencia, están contribuyendo a la deshumanización de estas, lo que puede ir tan lejos como para llegar a producir un sistema de violencia, destrucción y muerte contra todo lo que se oponga a las exigencias narcisistas individuales o grupales. Es como si la supervivencia y la deshumanización fueran orientaciones, aparentemente vitales, que generan comportamientos que eliminan el lado compasivo y considerado del ser humano. Sobrevivir físicamente y morir psíquicamente es una situación que puede generalizarse y producir la

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presencia de bandas sin ley, como las que emergen por casi todo el territorio nacional, que van dejando en sus víctimas, marcas indelebles de violencia. Jean Améry, en su libro Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia (2013), presenta la deshumanización no solo del pueblo alemán, sino de las víctimas en los campos de concentración. Afirma que “la eficacia del espíritu no se puede plantear cuando el sujeto, en el umbral de la muerte por hambre o agotamiento, no solo está desespiritualizado, sino literalmente deshumanizado” (p. 63). En una vida bajo condiciones de violencia extrema, en la que no se pone ningún límite al ejercicio de la destrucción y la muerte, el ser humano pierde sus sistemas de organización social y psíquica, y queda enfrentado a un mundo externo regido por las normas de la supervivencia física. Se vive del buen plato que se puede comer o de la fuerza que permite seguir trabajando para no ir a parar a la cámara de gas. Algo similar sucede con la mujer maltratada, pero en el terreno de relaciones de pareja deshumanizadas. Las víctimas que carecen de mente solo presentan reacciones inmediatas a las acciones del otro o relaciones sensoriales con el mundo. La condición de supervivencia y violencia destruye su mente. Son incapaces de pensar por sí mismas y quedan condenadas a una vida concreta cotidiana de la cual no logran salir. Se mueven entre un hombre y otro con la esperanza de un cambio que nunca llega, siempre caen presas de amoríos, donde se convierten en el objeto de acciones sádicas por parte de sus compañeros y comparten la perversidad de una relación deshumanizada.

REFERENCIAS Améry, J. (2013). Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia. Valencia: Pre-Textos. Caro, J. y Torres, N. (2012). Maltrato de pareja: trampa y prisión no psíquica (Trabajo de grado inédito de Maestría en Psicología Clínica). Pontificia Universidad Javeriana: Bogotá. Rincón, P. y Muñoz, C. (2010). La terrible condena de la mujer maltratada (Trabajo de grado inédito de Maestría en Psicología Clínica). Pontificia Universidad Javeriana: Bogotá. Turnbull, C. M. (1961). The Forest People. Nueva York: Simon & Schuster. Turnbull, C. M. (1962). The Lonely African. Nueva York: Simon & Schuster. Turnbull, C. M. (1972). The Mountain People. Nueva York: Simon & Schuster.

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En la primera parte del libro se presentan algunas de las revisiones conceptuales realizadas por la autora en los trabajos de Freud, Klein, Bion y Meltzer. La segunda parte del libro ofrece una mirada psicoanalítica sobre algunos fenómenos sociales nacionales tales como el duelo por muertes violentas en el país. También se presenta un análisis sobre la violencia y el narcisismo como material secundario para

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Cecilia Muñoz Vila

Psicóloga de la Universidad Nacional de Colombia. Realizó estudios de Sociología en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales en Santiago de Chile (diploma de posgrado), en la Universidad Católica de Lovaina (diploma de segundo grado), en la Universidad de Münster en Alemania y en la Universidad de Cornell en Estados Unidos (candidata a PhD con defensa de tesis aprobada), y de Psicoanálisis en la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis. Es profesora de la Maestría de Psicología Clínica de la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana y lleva a cabo investigaciones sobre análisis crítico de medios, historia y procesos de duelo en niñez y maltrato a los niños y a la mujer.

Imagen de cubierta: María Paula Berón

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ISBN 978-958-781-195-7

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Clínica psicoanalítica. Doce estudios de caso y algunas notas de técnica

n este libro, se presenta el trabajo de profesionales de la psicología con mujeres maltratadas, a través del cual pretenden comprender el fenómeno mediante esquemas teóricos aclaradores y con conceptos y modelos que llevan a alternativas terapéuticas, como los encuentros en la consulta o la expresión de vivencias a través de imágenes pictóricas o de la palabra hablada, con el fin de crear nuevas experiencias vitales. En Avatares del desarrollo psíquico de la mujer maltratada, el lector se encontrará con fragmentos de historias reconstruidas después de experiencias destructivas y vivencias de intenso dolor, que le permitirán comprender cómo el maltrato se encuentran en distintos campos y tejidos psíquicos, sociales y culturales. ¿Qué permite que una mujer violentada permanezca junto al maltratador y acepte ese círculo vicioso por varios años? ¿Cómo se pueden entender estos estados de la mente? ¿Qué esquemas teóricos permiten comprender el fenómeno para implementar modelos terapéuticos adecuados? ¿Cómo se puede ayudar a estas mujeres a salir de esas relaciones nocivas? Estas son algunas de las preguntas que quedaron resonando después del registro de las terapias por parte de estudiantes de la Maestría en Psicología Clínica de la Pontificia Universidad Javeriana y a las que las autoras responden aquí.

Cecilia Muñoz Vila

Avatares del desarrollo psíquico de la mujer maltratada Cecilia Muñoz Vila Nubia Esperanza Torres

Psicóloga de la Universidad Nacional de Colombia. Realizó estudios de sociología en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales en Santiago de Chile (diploma de posgrado), en la Universidad Católica de Lovaina (diploma de segundo grado), en la Universidad de Münster en Alemania y en la Universidad de Cornell en Estados Unidos (candidata a Ph. D.) y de psicoanálisis en la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis. Es profesora de la Maestría de Psicología Clínica de la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana. Lleva a cabo investigaciones sobre análisis críticos de medios, historia de la niñez, procesos de duelo y maltrato femenino e infantil.

Nubia Esperanza Torres

Avatares del desarrollo psíquico de la mujer maltratada

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Autoras

Psicóloga y magíster en Psicología Comunitaria de la Pontificia Universidad Javeriana. Psicoanalista de la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis. Desarrolló su carrera académica, durante treinta y tres años, en la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana, trabajando en la formación de psicólogos clínicos en pregrado y posgrado, investigando e interviniendo en la prevención del maltrato infantil, en la promoción de la salud mental y en el desarrollo psíquico. Estas apuestas se reflejaron en dos programas de especialización y en un programa de maestría en la universidad. Durante estos años, ha tenido el interés de ampliar la forma de pensar el quehacer de la psicología clínica, incluidos la comprensión, el análisis y el cuestionamiento del funcionamiento y los problemas usualmente denominados sociales, sin perder de vista la perspectiva psicoanalítica.

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