Morderse las uñas

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MORDERSE LAS UÑAS

OTRAS NOVELAS PUBLICADAS POR LA EDITORIAL PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA

El atajo Mery Yolanda Sánchez

Itzel Guevara del Angel

Leidy, ansiosa como siempre, termina su tarea. Se acomoda el pelo, alisa las arrugas de su falda y sale, junto a su amiga y confidente, hacia la sala 9. Ha cambiado a propósito el diseño del arreglo floral que le han encargado. Al llegar a la funeraria, causa una gran impresión: la miran y la odian. Su decisión generará un espectáculo lleno de prejuicios y discriminación. Morderse las uñas muestra la lucha de la protagonista contra sí misma, contra lo que quiere ser y contra lo que es para una sociedad machista y conservadora. Con esta, su primera novela, Itzel Guevara del Angel acompaña al lector a través de los profundos cuestionamientos de la identidad, que culminan en una constante reconstrucción del ser.

MORDERSE LAS UÑAS

El museo de la calle Donceles Rigoberto Gil

Itzel Guevara del Angel (Xalapa, 1976) es profesora, narradora y promotora de lectura. Durante los últimos quince años ha trabajado en varias bibliotecas en Xalapa, Veracruz, dedicada a compartir con otros el gusto por la lectura. Su obra narrativa ha sido publicada continuamente en diversos periódicos y revistas literarias de México, Estados Unidos y Colombia. Fue becaria del Instituto Veracruzano de Cultura en la especialidad de Cuento. Es autora del libro de cuentos Santas madrecitas (Conaculta, 2008). Formó parte de la IV Antología. Letras en guardia (Secretaría de Cultura del Distrito Federal, 2009), Lados B (Nitro Press, 2015), Lateinamerika (Podium, 2015) y Sólo cuento VIII (unam, 2016). Ha sido traducida al alemán. Además, ha sido finalista en dos ocasiones del Concurso Nacional de Cuento Mujeres en Vida, convocado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (2008 y 2013), y del Premio Nacional de Cuento convocado por la Universidad Central de Colombia (2013). Obtuvo mención honorífica en el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo, convocado por el Gobierno del Estado de Yucatán (2014), y en el Premio Dolores Castro, convocado por el Ayuntamiento Constitucional del Municipio de Aguascalientes (2016). Con Morderse las uñas obtuvo el segundo lugar en el Premio Nacional de Novela Corta de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá (2016).





Itzel Guevara del Angel


Facultad de Ciencias Sociales

Premio Nacional de Novela Corta Pontificia Universidad Javeriana 2016 Reservados todos los derechos © Pontificia Universidad Javeriana © Itzel Guevara del Angel Primera edición: Bogotá, abril de 2017 Número de ejemplares: 300 ISBN: 978-958-781-059-2 Impreso y hecho en Colombia Printed and made in Colombia Cuidado de texto: Alejandro Merlano Aramburo Diseño de páginas interiores: El Peregrino Ediciones Diseño de carátula: Fiorella Ferroni Polchlopek Diagramación: Carmen Villegas Villa Impresión: Javegraf MIEMBRO DE LA

Editorial Pontifica Universidad Javeriana Carrera 7.ª núm. 37-25, oficina 1301 Teléfono: 3208320, ext. 4752 www.javeriana.edu.co/editorial Bogotá, D. C.

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Pontificia Universidad Javeriana | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 73 del 12 de diciembre de 1933 del Ministerio de Gobierno. Guevara del Angel, Itzel, 1976-, autora Morderse las uñas / Itzel Guevara del Angel. – Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2017. 92 páginas; 21 cm Premio Nacional de Novela Corta ISBN: 978-958-781-059-2 1. NOVELA MEXICANA. 2. LITERATURA MEXICANA. 3. NOVELA LATINOAMERICANA. 4. LITERATURA LATINOAMERICANA. I. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Sociales. CDD M863 edición 21 Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J. inp

30 / 03 / 2017

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.


Para Lucy y Neto, este libro y la promesa de estar siempre



Agradecimientos

Agradezco profundamente a Casa Octavia, residencia para escritoras en El Paso, Texas, por haberme ofrecido el tiempo y el espacio para trabajar parte de esta novela.



PRESENTIMIENTO O PREMONICIÓN

Leidy se despierta de golpe, asustada. Tiene un presentimiento. Leidy ha tenido otros despertares parecidos; de hecho, ha tenido muchos despertares parecidos a lo largo de su vida. Aunque eso no importa, porque cuando se tiene miedo uno olvida por completo las experiencias anteriores, olvida que ha sobrevivido tantas veces. El miedo aniquila cualquier pensamiento positivo o racional, cualquier posibilidad de hurgar en el pasado y verificar que has salido ileso de otros despertares. Por lo tanto, Leidy despierta angustiada, con esa sensación de aprensión emocional de un acontecimiento futuro o, en otras palabras, con la certeza de algo que está por suceder. En este punto sería importante establecer la diferencia entre presentimiento y premonición, pues en términos generales se utilizan como sinónimos; sin embargo, para los especialistas existe una clara diferencia entre ambos términos. Si bien el primero se refiere a una serie de sensaciones ligadas al futuro, el segundo es un conocimiento previo sobre el futuro o un fenómeno casi siempre inmediato. Sensación y conocimiento son conceptos bastante alejados. En el caso de Leidy, no cabe la menor duda de que se habla de un presentimiento, si bien ella misma confunde las palabras al referirse a estas palpitaciones, a este nerviosismo, a esta espera de algo que el destino le ha deparado desde pequeña. Su confusión está únicamente en las palabras, en cómo nombrar las cosas, pues bien sabe que no es una adivina, ni desea serlo; solo soy una mujer sensible, dice, una mujer con una misión, y estoy consciente de eso. Soy la pieza, soy la tuerca, la llave que ayudará a abrir algo. Algún día sucederá y debo estar lista para actuar. Ciertamente Leidy cree en el fatum, el destino, y parece totalmente dispuesta a seguirlo. En situaciones como esta, la asaltan pensamientos que logra verbalizar y que serán escuchados por aquellos que se encuentren cerca. Le gustaría llevar un registro de lo que ha dicho en esos episodios de trance, pero nunca logra recordarlo. La mayoría de aquellas frases

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han sido desestimadas por sus oyentes al considerarlas una muestra más de su carácter excéntrico, o bien de su trastorno. No obstante, hay algunas que han subsistido gracias a la Sandra, una amiga, una creyente. Esas frases la han impactado y aunque no entiende su sentido, le parece que Leidy las ha pronunciado en un tono que no deja dudas: es un mensaje importante. Leidy despierta con un presentimiento. Preferible levantarse, sin importar que aún no amanezca. Preferible afuera, en movimiento, que dar vueltas sobre este colchón donde la angustia parece crecer exponencialmente. Salta de la cama y prepara café. Mientras el agua hierve, busca el periódico del día anterior. En realidad, le importa un bledo lo que suceda en el mundo; además, nunca ha entendido la mayoría de los titulares. Lo que le importa es encontrar la sección de entretenimiento; más aún, lo que en verdad le importa son los horóscopos que aparecen en la última página. Al principio realiza su búsqueda con una tranquilidad disimulada, incluso canturrea en silencio el tema principal de La bella y la bestia. Han estado pasando la película en la televisión toda la semana y, sin darse cuenta, Leidy ha incorporado el tema musical a casi todas sus actividades. Bella y bestia es dulce, armónica, una hermosa canción escrita por Howard Ashman y musicalizada por Alan Menken que se llevó el Oscar a mejor canción original en 1991. Es de entender que se le haya pegado la melodía, que relacione la música con la escena donde Bella usa ese grandioso vestido amarillo y se desliza por el enorme salón de baile, abrazada de la Bestia, de la misma forma en que Leidy se está moviendo ahora por la casa buscando el periódico: ligera, grácil, con una mano sosteniendo su bata de flores en tonos vino y con la otra rastreando amablemente las pistas que la lleven al periódico. Pero a medida que sus pesquisas se ven frustradas, la escena idílica llega a su fin. La música en su cabeza se apaga, y en su lugar queda una voz que recrimina, una voz burlona que la ataca por su comportamiento anterior.

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Leidy está a punto de llorar; el cambio de ánimo es desconcertante. Necesita con urgencia leer su horóscopo. La idea de tener que esperar a que amanezca para conseguir el periódico del día la vuelve loca. Esperar le parece la peor palabra del mundo, casi un insulto, le da rabia, está harta de esperar. El periódico…, tengo que encontrar el maldito periódico, y poco importa que sea el de ayer o incluso de anteayer, estoy segura de que algo podrá decirme, las predicciones no pueden variar tanto de un día a otro. Mientras se mueve nerviosa por la casa, levantando cojines y ropa abandonada sin el menor cuidado sobre los muebles, abriendo cajones y puertas vencidas, comienza a morderse las uñas. En vano ha tratado por años de no hacerlo, de precisar el instante justo en el que su mano sube como un autómata hasta su boca ya abierta, con los dientes en posición para atacar. Leidy presenta una patología de carácter psicológico conocida como onicofagia (o hábito de comerse las uñas), de la cual se sabe que tiene una incidencia de entre un 44 % y un 45 % en los adolescentes; un 28 % y un 33 % en los niños de 5 a 10 años; un 19 % y un 29 % en los adultos jóvenes, y un 5 % en adultos mayores. De cualquier forma, las estadísticas no sirven de nada cuando se está solo frente a la imperiosa necesidad de morderse las uñas, de arrancarse los pellejos que se forman alrededor de ellas, de sentir dolor y no poder parar. Sus dedos habían perdido la batalla hace tanto tiempo que ya no lo recordaba. Sus dedos eran las ruinas de una antigua civilización; peor aún, sus dedos eran las ruinas vandalizadas, cubiertas de grafiti y cientos de veces meadas de una antigua civilización.

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Frases pronunciadas por Leidy en momentos de trance

“Lo que ha de ser, será. No luches, porque débil eres ante lo que está por acontecer”. “Eso que sientes en el fondo de tu alma no puede explicarse con palabras porque aún no ha llegado el tiempo. Cuando sea la hora, lo sabrás”. “No importa si no lo comprendes. Que tu corazón te guíe porque él conoce el camino”. “Todo lo que está por venir, ya sucedió. El futuro es solo un camino de regreso”.

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LÁGRIMAS

Leidy está desilusionada, se siente defraudada ante la impaciencia, la prisa, la necesidad que de inmediato ha dado paso a la impotencia y a esas ganas de llorar tan violentas como si se tratara de una invitación a perder el control. Está decepcionada porque se ve a sí misma como una mujer ecuánime (o al menos desea tanto serlo), ciertamente con propensión a un pensamiento supersticioso, que más bien lo considera místico, digno de aquellas almas sensibles y perceptivas, pero en definitiva nada de obsesiones malsanas ni fanatismos. Tranquila, pausada: esa es la mujer en la que hace muchos años decidió convertirse. Después de un rato de autorrecriminaciones del tipo “eres una estúpida, lo sabes. Ni siquiera eres capaz de encontrar un periódico. Eres fea y estúpida. ¿Te sientes una dama delicada?, ¿en serio lo crees?, ¿te has visto en el espejo? Gorda y floja. Creyéndote artista, creyéndote tan especial. Te digo que de verdad eres estúpida”, finalmente, agotada, deja de lado el asunto del horóscopo. Se le ocurre entonces que la Vieja pudo haber usado el periódico para limpiar las heces dejadas por el Chamaco en la azotea. Ayer se habían peleado otra vez por el Chamaco. Si bien las disputas eran parte de una normalidad instalada en la dinámica familiar, desde que lo trajo, los enfrentamientos se hicieron cada vez más frecuentes. Lo encontró un día tratando de cruzar la avenida Matamoros, con una de las patas traseras recogida, colgando. Durante veinte minutos, lapso que a pesar de no haber cronometrado consideró interminable, vio cómo el perro intentaba cruzar la calle; la escena resultaba terrible, pues apenas hacía un intento por adentrarse en la avenida, el ruido de los cláxones y los gritos histéricos de los automovilistas hacían que el pobre animal regresara asustado. Al parecer encontraban aberrante el hecho de que un perro deseara cruzar la calle.

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Leidy sentía que su corazón estaba a punto de romperse, de tan acelerado que palpitaba. Siempre utilizaba la expresión “se me va a romper el corazón”, en lugar de las tan populares “se me va a parar el corazón” o “me va a dar un paro”. Para ella resultaba obvio el hecho de que cuando los objetos dejaban de funcionar era porque se les había roto alguna pieza, como sucedió con la licuadora, la lavadora y la olla exprés. Que se detenían, que dejaban de realizar su función, pues claro, pero no paraban porque sí, solía decir cuando explicaba su teoría, lo hacían porque ya se les había roto algo. En conclusión, primero se te rompe el corazón y luego se para. Leidy se puso ambas manos sobre el pecho, como si de esta manera pudiera evitar que el ritmo cardiaco se elevara, que el corazón se le rompiera. Después de los veinte minutos, que ella recordaría como horas, el perro logró atravesar la avenida y se fue a echar delante de la florería; parecía haber hecho todo ese esfuerzo tan solo para llegar a ella, ¡cómo no ofrecerle un traste con agua! (que se acabó de inmediato). El perro le lamió la mano izquierda, y fue hasta ese instante en que se percató de que había vuelto a mutilarse los bordes de las uñas de manera inconsciente; la carne inflamada, enrojecida, recibía alivio momentáneo. ¡Cuánto agradecimiento! Leidy se sostuvo nuevamente el pecho con las dos manos, aunque no por temor a que se le rompiera el corazón, ahora lo hizo porque sentía que se le iba encogiendo como si fuera una esponja para lavar trastes, apretada, hasta quedar casi seca. No pudo evitar las ganas de llorar. Podía percibir cómo sus sacos lagrimales —esa zona superior de los canales lagrimales que tiene el tamaño de una lenteja pequeña— iban colectando su líquido, goterones pesados que finalmente se vertían al exterior; con qué lentitud resbalaban por su cara. Todo parecía suceder en cámara lenta, dando tiempo a que la siguiente lágrima terminara de formarse y comenzara a descender. Esta es una bella forma de llorar. Aquí tenemos a este perro, que de no haber sido domesticado hace poco más de 30 000 años, seguiría siendo un lobo gris dispuesto a atacarla, a arrancarle la carne, pero milenios de por medio lo

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han convertido en el mejor amigo del hombre. Por eso le ha lamido la mano, es su manera de agradecer. Aquí estaba sin pedirle otra cosa que poder descansar, echarse un rato bajo la sombra proyectada por el alero. Todos necesitamos un lugar para descansar de la vida. Era un misterio cómo se había lastimado la pata, como también lo era cuánto tiempo llevaba sin comer o si alguna vez le perteneció a alguien. Lo único claro parecía ser el hecho de haber tenido una vida difícil, bastaba la escena de la avenida para darse cuenta de ello. Cuántos gritos, cuánta furia, cuántas ganas de verlo destruido por atreverse a qué, ¿a cruzar una calle? No, claro que no, se dijo a sí misma, es porque los otros se sienten superiores y creen que no tiene derecho a existir, es porque lo ven indefenso y la gente se aprovecha de eso. Siempre se aprovecha. Lo que le daba la sensación de tener el corazón comprimido era darse cuenta de que sin importar todo lo que este perro había sufrido, fuera capaz de una acción tan noble como lamerle la mano para agradecer por el agua. Tenía tanto amor para dar aunque no lo hubiera recibido. Leidy siguió llorando de la misma forma tranquila y pausada, mientras le daba al perro los dos volovanes que había llevado para almorzar, mientras lo hizo entrar al local y mientras le revisó la pata. Para Leidy llorar estaba bien, incluso lo veía como una muestra de sensibilidad, siempre y cuando no fuera un llanto escandaloso —“un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza”, habría dicho Cortázar—, propio de una histérica y no de una mujer que está purificando su alma. Más allá de las ideas que Leidy pueda tener sobre el llanto, hay algo en lo que ha acertado: las lágrimas de tipo emocional logran purificar.

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Los 3 tipos de lágrimas

I.

Lágrimas fisiológicas: están presentes todo el tiempo sin que las notemos, dan protección, mantienen el polvo y los desechos alejados. La cantidad es mínima, la necesaria para mantener lubricada la córnea.

II.

Lágrimas reflejas: surgen por hiperestimulación del nervio neumogástrico; tal es el caso de las producidas por ingerir alimentos muy irritantes, como el picante, o por risa intensa.

III.

Lágrimas emocionales: estabilizan ante la pérdida de control por las emociones, ya sea de tristeza o felicidad. Estudios recientes revelan que las lágrimas emocionales contienen altos niveles de la hormona adrenocorticotropa (ACTH) y de encefalinas, endorfinas unidas al receptor opioide corporal que intervienen en la regulación del dolor.

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MUJER AUTÉNTICA

La pelea de ayer tenía rasgos similares a la de la semana anterior, a la de hace un mes e incluso a la de hace siete meses, cuando llegó el Chamaco. A Leidy le parecía que las peleas tenían variantes tan sutiles que era fácil confundirlas. ¿En verdad lo de ayer sucedió ayer o es que estaba recordando las palabras de hace tres semanas? Las peleas de Leidy con su madre eran como asistir a una exposición de Balthus y observar Katia leyendo (1968-1976), Niña con gato (1937), Thérèse soñando (1938), Thérèse sentada en una banca (1939), La espera (1995-2001), Desnudo con gato (1948-1950), Para las calendas griegas (1949) y La habitación (1952-1954), eran como observarlas y no confundirse ante las similitudes en la composición —especialmente si comparamos las tres últimas con las primeras cinco—, en el tema y, por supuesto, en las posturas. Niñas vestidas o desnudas, niñas acostadas o sentadas en sofás; siempre niñas, siempre con una pierna recogida, insinuando lo que hay más allá. El Chamaco era suyo, ella lo había recogido en la calle y lo había llevado a vivir a la casa. Y ahí estaba el primer problema: la decisión. Leidy sabía que llegar sin haber puesto sobre aviso a la Vieja causaría un conflicto, eso lo tenía asumido. Intentaría ablandarle el corazón, mostrarle las ventajas de tener un perro que le hiciera compañía y al mismo tiempo la cuidara. Lo que quedó al descubierto con la decisión fue que, a los ojos de la Vieja, Leidy no tenía derechos en esa casa, o peor aún, la insinuación de que ella simplemente no tenía derechos. Leidy luchó, por primera vez logró aplastar la culpa para hablar, para defender la decisión, para hacerle saber a la Vieja que esta vez no pediría perdón. El Chamaco le dio la fuerza para luchar, ya que, si no era capaz de hacerlo por ella misma, lo haría por él. A regañadientes se estableció un área restringida para el perro: la habitación de Leidy (allá tú si quieres vivir en la cochinada, dijo la Vieja, como lanzando una maldición) y la habitación sin terminar, que en realidad era un pequeño cubo sin techo lleno de residuos

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de material para construcción, separada del resto de la casa. Sin embargo, con acuerdo de por medio, la Vieja siempre tenía quejas: la bestia esa no paró de ladrar en todo el día. Mira cómo está de asqueroso. Tengo ronchas en toda la pierna, me llenó de pulgas. Tu cuarto apesta a ganado. Límpiale las patas siquiera. ¿Cómo dejas que te chupe la cara si con ese mismo hocico se limpia la cola? Eres una puerca, igual que él. Todos los reproches tenían que ver con el amor que Leidy le profesaba al Chamaco y que, desde luego, era completamente correspondido. Dos seres que se aman y que exhiben su amor al mundo necesariamente provocan reacciones, porque aunque no se crea, el amor puede llegar a ser la peor de las ofensas. Por supuesto que ni Leidy ni la Vieja estaban conscientes de esto, y mucho menos hubieran sido capaces de expresarlo verbalmente durante sus peleas. La explicación con la que ambas se habían conformado (y que dependiendo de quién se tratara, defendía o atacaba) era que a la Vieja no le gustaban los perros o cualquier otro animal que fuera considerado como gente y no como lo que era, una bestia. Leidy alimentaba al Chamaco con arroz y pollo, le compraba una pieza de pan dulce para la cena, lo bañaba en la regadera y compartía con él su champú; por la noche lo subía a la cama para que durmiera acurrucado a sus pies. Sin saber cómo, la presencia del Chamaco alejaba los miedos nocturnos. Leidy creía haberlo salvado; en realidad era él quien la había escogido para ser salvada. Que la Vieja no soportara al perro ya no era novedad, lo que jamás se esperó Leidy fue que en cuanto ella se iba lo sacara de su habitación o del cubo y lo llevara a la azotea para amarrarlo todo el día, sin agua. Leidy se dio cuenta de los viajes clandestinos del Chamaco por la pestilencia que inundó la casa. Siguió el rastro y al subir a la azotea dio con un espectáculo de heces secas y húmedas rodeadas de moscas. Entonces sobrevino la pelea. Le gritó que esas eran cochinadas, que si lo subía al menos limpiara, y la Vieja le contestó que era una ingrata, que el perro era suyo y se hiciera

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cargo. Claro que es mío, y tú no tienes derecho a llevarlo a ningún lado. Leidy sabía dónde terminaría la pelea, conocía a la perfección la frase de la Vieja, esa que había pronunciado al menos 50 veces a gritos y seguramente más de 100 en medio del chismorreo con las vecinas. Hay cosas que de tan repetidas son predecibles, palabras y gestos que se memorizan, aunque no por eso el efecto que causan desaparece: puede que disminuya, pero el daño perdura. A pesar de todo no quiso desistir, no quiso agachar la cabeza y rendirse. Y aquí viene la frase, que con esta ya habrá sido pronunciada 51 veces a gritos: ¡Mujer de a mentiras, mujer de a fuerzas no es mujer! Leidy se mantuvo firme; no subió a limpiar la azotea.

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se terminรณ de imprimir en el mes de abril de 2017. Fue compuesto con tipos Garamond e impreso en papel bond beige de 70 gramos.


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