El hombre feliz

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Autora: Carmen Ibarlucea

Autora: Cris Purrusalda Ilustraciones: Liliana Salatino

Ilustraciones: Cristina Torres


Carmen Ibarlucea

Cristina Torres

uentan, allá por Turquía y quizás lo han escuchado en algún otro lugar, que vivió hace muchos años un rey que era uno de los hombres más poderosos de la tierra. Tenía ese rey grandes riquezas. Su dominio abarcaba innumerables pueblos, pero aún así se sentía siempre angustiado por una u otra causa. Reflexionando sobre su permanente estado de ansiedad, que no le permitía disfrutar de cuanto poseía (poder y riquezas), por lo que no podía decir de sí mismo que fuera un hombre feliz; consultó con sus asesores para saber si ellos sentían lo mismo. Sus asesores, hombres inteligentes y cultos, que habían estudiado con los maestros más afamados y conocían gran cantidad de lenguas, confesaron que también ellos se sentían aquejados por la incertidumbre ante el futuro, lo que no les permitía disfrutar de una verdadera felicidad. El rey se sintió mejor al conocer esta coincidencia, pero pronto deseó tener la certeza de que la felicidad era un anhelo imposible de lograr para los humanos. Y fue por ello que envió a todos los rincones de su reino mensajeros que le trajeran cualquier noticia sobre la existencia de alguien feliz. Dado que el reino era muy grande, los mensajeros demoraron en traer noticias. Siempre que le hablaban de alguien feliz, el rey se disfrazaba de mendigo, para no ser reconocido, y se presentaba para comprobar él mismo si era o no era una persona feliz. Un buen día, le trajeron noticias de un hombre que vivía en aquella misma ciudad, por lo que el rey fue a visitarlo aquella misma noche ataviado con sus harapos malolientes. Llamó tímidamente a la puerta y se encontró, al abrirse ésta, con una mirada sonriente. El rey mendigo pidió una limosna y obtuvo una invitación a cenar. Una vez dentro de la casa, comprobó que todo estaba limpio y ordenado, que era sencilla pero confortable, y que sobre la mesa, una olla caliente perfumaba la 1



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habitación con el olor de un guiso bien aderezado. El hombre feliz sirvió un plato de comida a su nuevo amigo y comenzaron una amigable charla. Fue así como el rey supo que aquel hombre se ganaba la vida reparando cualquier tipo de objetos, pues era muy hábil con sus manos, pero que había limitado sus ganancias diarias a seis monedas, lo que era suficiente para preparar un sabroso guiso cada día. El rey regresó a su palacio buscando la forma de poner a prueba aquel equilibrio perfecto, y tuvo una idea, que a él le pareció magnífica. Hizo decretar una ley que prohibía arreglar cualquier objeto que estuviera roto, todo el mundo debía reemplazarlo por un objeto nuevo. Se frotó las manos pensando que eso llenaría de preocupaciones, y angustia por el futuro, la cabeza y el corazón del hombre feliz. Llegada la noche, y ataviado de nuevo con sus harapos, el rey volvió a llamar a la puerta del hombre feliz. Al abrirse la puerta, la misma mirada sonriente le dio paso a la misma estancia tranquila y al olor sabroso de un guiso en el fuego. “Estaba preocupado por tí”, mintió el rey, “pensé que hoy no tendrías nada para comer”. “Puedes quedarte tranquilo”, respondió el hombre feliz, “al conocer la orden del rey decidí que era un buen día para dar un paseo por el bosque que rodea la ciudad y que no había visitado desde hacia tiempo. Y justamente allí me encontré con un anciano que estaba cortando leña, de forma esforzada y sufriente, por lo que me ofrecí a ayudarlo. Lo mejor del caso es que al terminar de cortar la leña, el hombre, agradecido, me entregó seis monedas, y he podido preparar una opípara cena, como todas las noches”. Nuevamente el rey tuvo que dictar una ley prohibiendo la ayuda entre vecinos en los bosques, y se fue a dormir. Pasó la mañana imaginando la desesperación del hombre feliz, al que se le habían cerrado dos caminos para ganarse la vida. Sin embargo, al volver a provocar el reencuentro, para asombro del rey, su amigo feliz seguía sonriendo. “Salí a pasear, dispuesto a disfrutar de la luz del sol y del canto de las aves, pero me tope con un granjero que estaba limpiando su establo, el hombre me detuvo para pedirme 3



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ayuda, su hijo estaba enfermo y tenía que hacer el trabajo de dos hombre él solo. Por supuesto le ayudé con la mejor disposición y al concluir la jornada el hombre me agradeció el favor entregándome seis monedas de plata. ¿Quieres cenar conmigo?” El rey no estaba dispuesto a darse por vencido, se decía que era cosa de suerte que aquel hombre se mantuviera en su felicidad, encontrando siempre una salida a sus problemas, por lo que volvió a dictar una ley ordenando que cada hombre limpiara su propio establo, salvo el rey. Y amaneció el día que el rey había esperado, el hombre feliz se encontró con que nadie quería su ayuda por miedo a estar cometiendo alguna ilegalidad, pero he aquí que caminando de un lado a otro de la ciudad, descubrió que estaban reclutando soldados para el ejercito del rey, lo que le pareció una buena oportunidad para ganarse la vida. Aunque había un problema, en el ejercito del rey pagaban una vez a la semana, por lo que no podría obtener cada día las seis monedas que necesitaba para vivir. Eso no lo amilanó, pues era un hombre creativo, y se unió a las filas del ejercito recibiendo un uniforme y una espada. El rey mendigo apareció aquella noche por la casa del hombre feliz, que una vez más lo invitó a pasar y compartir con él una apetitosa cena. Cuando el rey supo que no había cobrado, preguntó asombrado… ¿Y como has logrado el dinero para comprar alimentos?, el hombre feliz le contó al rey su secreto, sin sospechar que en realidad no era un verdadero amigo. “Ya sabes que yo arreglo cualquier tipo de cosas, por ello he dividido la espada de metal en seis partes iguales, y las iré vendiendo cada día para poder obtener el dinero necesario para comer”. Con esto, el rey vio llegado el momento definitivo para poner a prueba la felicidad de aquel hombre. A la mañana siguiente decretó la orden de ejecución para uno de los presos más temibles que había en sus calabozos; después ordenó que avisaran al hombre feliz, y le dio la orden de ejecutar al reo. 5



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El hombre feliz, cuando estuvo delante del rey, le explicó que él no era quien para quitar la vida a nadie, pues eso es prerrogativa de dios, y que no iba a cumplir aquella orden, lo que obligó al rey a amenazarlo con condenarlo a él, también, a muerte. Fue entonces cuando el hombre feliz, arrodillándose, se encomendó a Dios, expresando en voz alta una plegaria que conmovió el corazón de todos cuantos estaban presentes. “Rey de reyes, tu que eres justo y misericordioso, no permitas que realice una iniquidad. Si consideras justo que este hombre muera, guía mi mano, pero si consideras que debe vivir, transforma entonces mi espada en una espada de madera”. Dicho lo cual, desenvainó su espada, que apareció ante todos como una espada de madera. El rey comprendió entonces que la felicidad no depende de las dificultades o las bonanzas con las que la vida va jalonando nuestros días, sino que brota de un manantial interior que se alimenta de nuestra propia sed de ella.

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