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Fundación Ad Gentes En perspectiva, en todos estos años de labor misionera, con tantos proyectos, reconocemos los “protagonistas bienaventurados
¡Bienaventurados!
Cuando nos dijeron que esta Valencia Misionera cumplía 150 números, pensamos: ¿dónde estaba la Fundación Ad Gentes hace 150 números? Normalmente aprovechamos estas páginas para presentaros alguno de nuestros proyectos: ¿qué proyectos teníamos en marcha hace 150 números? Habida cuenta de que la revista nació en 1984 y de que D. Agustín García-Gasco, el Arzobispo que erigió la Fundación Ad Gentes llegó a nuestra diócesis en 1992 y nuestra Fundación no nació hasta 1998, pues…
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Nosotros llevamos compartiendo los últimos veintitrés, que tampoco está tan mal. Durante estos años compartidos, hemos podido experimentar la vida que late en la obra misionera de nuestra iglesia local, la misma que se expresa en estas páginas y que se extiende a lo largo y ancho de nuestro planeta gracias a que hoy, como hace dos mil años, muchos han escuchado la Palabra del Señor cuando dijo: “id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15).
Esa vida misionera se traduce en que cada vez más personas conocen la voluntad de Dios de llevar a los hombres a la felicidad. Justamente esa promesa de la felicidad, expresada en las Bienaventuranzas, es el centro de la predicación de Jesús, recogiendo las promesas hechas al pueblo elegido y perfeccionándolas en orden a la posesión del Renio de los cielos.
Las encontramos en el comienzo del Sermón de la Montaña (Mt 5,1-12a), donde se nos dice que seremos felices, indicándonos la condición para ello y, finalmente, dándonos una promesa. El motivo de la felicidad no está en la condición (“pobres de espíritu”, “afligidos”, “hambre y sed de justicia”), sino en la sucesiva promesa, siempre que la condición se reciba, desde la fe, como don de Dios. La realidad de dificultad y aflicción es vista en una perspectiva nueva y experimentada según la conversión: no es bienaventurado si no se ha convertido, porque no podrá apreciar y vivir los dones de Dios (Francisco, Ángelus del 29 de enero de 2017). ¿Hemos visto nosotros a esos pobres de espíritu, a esos mansos, afligidos, hambrientos y sedientos de justicia, misericordiosos, limpios de corazón, buscadores de paz, perseguidos, injuriados…? Pues, ¿cómo no habíamos de verlos, mirando treinta y siete años de vida misionera desde las páginas de esta revista?
Reconocemos como pobres de espíritu a aquellos que han asumido los sentimientos y actitudes de los pobres que saben ser humildes, dóciles, disponibles a la gracia de Dios. Cómo no ver a esos pobres de espíritu en nuestros misioneros dispersos por el mundo, compartiendo en sus comunidades, pidiendo, a veces, para pan, como nos pedía una religiosa valenciana en Kenya durante esta pandemia.
Reconocemos mansos a aquellos que viven desde la dulzura en medio de los conflictos, como ese misionero valenciano que en medio de la reciente crisis nicaragüense se vio envuelto hasta en tiroteos sin perder el horizonte del mensaje de salvación y reconciliación de Jesús.
Afligidos como los que reconocen el dolor interior del propio pecado que abre a la relación con Dios y el prójimo, en tantos cristianos que acuden a las confesiones masivas en la parroquia de ese misionero valenciano en Lima, donde están horas en los confesionarios atendiendo la necesidad de reconciliación del hermano.
Reconocemos esa hambre y sed de justicia y esa misericordia en aquellos que entienden que una justicia sin entrañas de madre es cruel y una misericordia sin justicia es disipación, y así están al pie del cañón, como esa misionera valenciana en la Amazonía, dando la cara y la vida por los hermanos migrantes y por los pueblos originarios, llevando a Jesucristo a cada rincón de la casa común. ¿Cómo no ver la limpieza de corazón en aquellos que viven con la pureza y sencillez que permite descubrir la providencia del Señor en los sucesos de la vida cotidiana? ¿No fue providencia del Señor el cúmulo de carambolas que permitió a un misionero valenciano llegar, en plena pandemia, desde Valencia a su parroquia en Chile, con el país cerrado a cal y canto, sin transportes públicos… y sin vehículo propio? ¿Y qué decir de los que buscan la paz? ¿De los que trabajan por la justicia? ¿Cómo no reconocer a tantos y tantas que huyen de fundamentalismos y fanatismos que alteran la verdadera naturaleza de la religión, que huyen de poner el foco en problemas estructurales o globales que permiten grandes discursos tantas veces teóricamente densos y vivencialmente vacíos, y se centran en el próximo, en el hermano, en el más débil, para restaurar la dignidad dañada? ¿Cómo no verlos en tantas misioneras de distintas congregaciones, desgastándose por los más pequeños, aquellos a los que desde el seno de su madre conoce el Señor y sin embargo los hombres no reconocen como sujetos del primero de los derechos humanos, el derecho a la vida?
Tantos y tantas santos y santas de Dios por el mundo nos miran desde estos 150 números de Valencia Misionera que es imposible no decir, como decía el título del libro con el que se celebraban en 2008 los cincuenta años de presencia misionera de nuestra Archidiócesis en Copiapó, que “hemos visto florecer el desierto” (cfr. Is 35, 1). Quiera el Señor que lo sigamos descubriendo como hasta ahora a través de sus misioneros y misioneras y, ojalá, a través de estas páginas de nuestra Valencia Misionera. 7 7
La vida misionera en un Seminario Diocesano
Dentro de la comisión de misiones de nuestro Seminario Metropolitano de Valencia, somos conscientes (o al menos lo intentamos) de la importancia de la misión en la Iglesia, tanto la de primera Evangelización (ad Gentes) y también en los lugares donde se ayuda mediante el servicio misionero a mantener la fe. Mis compañeros, no solo los del comité, sino el Seminario en general, vemos como una experiencia enriquecedora, la oportunidad de ir a misión, y esto gracias a la gestión que realiza la delegación en nuestra Archidiócesis. Pero somos conscientes de la realidad en la que nos encontramos, que ha dificultado no solo el realizar una actividad misionera, si no el plantear con seguridad una siguiente, en un determinado espacio de tiempo.
Pero desde el comité sabemos, que ayudar a la misión, no se limita en ir a un lugar, sino en orar por ese lugar. Para ello, teniendo de base, las campañas misioneras Domund, Valencia Misionera, Manos Unidas y la de las Vocaciones (también nativas), vamos a ir recordando la labor misionera de la Iglesia y de sus misioneros.
La última actividad que realizamos, fue en relación con la campaña de Manos Unidas, en la que proponíamos redactar una carta a un misionero, para que nuestra vinculación con la misión, tomara un rostro y lugar concreto. En este sentido, creo que la tarea de un comité de misiones en un Seminario, no se debe limitar a recordar a los seminaristas que esta realidad eclesial existe, sino también que la misma Iglesia nos recuerda que no es tarea de ellos (los misioneros) sino de todos.
La tarea es la de crear espacios, donde seamos cada vez más conscientes de la universalidad de la Iglesia y nuestro compromiso con ella desde nuestra realidad concreta, vinculándonos en el conocer, y en el orar, tanto personal como comunitario, con el rezo del Santo Rosario, una vez al
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mes, y la adoración al Santísimo Sacramento, una vez al trimestre. Sin olvidar también nuestro aporte económico, para ir así cultivando con quienes compartimos la llamada a la vocación sacerdotal, no solo una conciencia misionera, sino puede que también a una disponibilidad a esta realidad de la Iglesia en un lugar en concreto, al menos en un primer momento que se conozca y en especial que no se olvide, que todos de una manera u otra, estamos llamados a formar parte de ella. Esto es lo que experimento e intento vivir en el día a día en el seminario.
Pero, ¿quién es el que os está compartiendo todo esto? Soy Fabián Andrés Rodríguez Bonilla, seminarista de Cuarto curso de la diócesis de Ibiza, pero recibo mi formación aquí en Valencia; tengo 24
años, y me gustaría compartir una pequeña experiencia misionera, cuando empezaba mi formación sacerdotal en el Seminario diocesano de Bucaramanga, en mi país natal, Colombia.
Con motivo a la preparación del día de Navidad (Novena de aguinaldos), el párroco de mi destino de pastoral de aquel año 2015, me había destinado a acompañar un sector de la parroquia que se encontraba a una distancia considerable del Templo parroquial y que les era imposible una presencia diaria o por lo menos semanal a las celebraciones litúrgicas.
Recuerdo con bastante alegría esos nueve días. Mi tarea se centró en un primer momento a recorrer los caminos en busca de casas, en donde una por una, tocaba a la puerta y me recibían con una sonrisa, dejado entrar a un extraño a sus casas y recibirlo con la mayor de las hospitalidades que su gran corazón les permitía y así compartir la experiencia de fe, que cada familia vivía desde su casa. Pero la misión no se limitaba a esos pocos minutos, el momento más importante era el compartir que realizábamos todas las noches, donde la comunidad se reunía alrededor del Belén. Estas oraciones eran una bendición, las realizábamos cada día en una casa diferente y en un sector diferente, me impresionaba ver la alegría de la comunidad ya no solo abrir las puertas al misionero o la comunidad, sino al niño de Belén, a quien le pedíamos y le cantábamos cada noche “Dulce Jesús mío, mi niño adorado, ¡Ven a nuestras almas! ¡Ven, no tardes tanto! (Gozos)
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