Una Gran Aventura

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Erase una vez un chico que se fue a pasar el día con sus padres a un parque acuático. Estando allí, se lo estaba pasando genial hasta que, bajando una gran cuesta a toda velocidad en una chalupa, se dio un buen golpe y se desmayó. Cuando se despertó, se encontró en el interior de una cueva. Al salir de allí, no podía creer lo que veía: ¡había peces volando! Él no se daba cuenta pero, en realidad, lo que pasaba era que estaba debajo del agua y lo más curioso era que podía respirar dentro del agua. Empezó a caminar cuando, de repente, aparecieron muchos caballitos de mar que arrastraban una carroza de coral. Dentro de la carroza viajaba una extraña señora que tenía una gran cola de pez en lugar de piernas ¡Era una sirena! y además, por la corona que llevaba en la cabeza debía de ser la reina. Entonces el chico le preguntó: ‐Perdone, alteza. ¿Sabe usted cómo puedo volver a mi casa? Y ella le contestó: ‐No lo sé pero puedes venir conmigo a mi castillo y quedarte el tiempo que desees. El chico se lo agradeció y subió a la carroza. Cuando llegaron al castillo la reina empezó a hablar sin parar explicando las normas que tenía que cumplir pero él, estaba tan impresionado por la belleza del castillo que no se enteró de nada. Al día siguiente, sintió curiosidad y empezó a recorrer todas la habitaciones fisgando las cosas que encontraba. De repente, vio un vestido precioso. Lo tocó y en ese instante vino la reina. Al ver que lo estaba tocando se enfadó mucho porque la norma más importante de las que le había mencionado era que nadie se podía ni acercar al vestido. Llamó a los guardias que prendieron al chico y lo arrojaron al foso de los tiburones. Los tiburones, al sentir el olor a comida, se acercaron al chico. Abrieron sus grandes bocas luciendo sus dientes afilados. Tenía tanto miedo que cerró los ojos y cuando los abrió se encontró en otro lugar que aparentaba ser la época medieval. Por todas partes se veían carteles ofreciendo una recompensa a aquel que derrotase al caballo de fuego que vivía en una cueva de la montaña. Entonces él siguió caminando, sin ningún interés por los carteles, cuando de repente vio que unos barriles caían cuesta abajo y se le venían encima. El chico, como era muy ágil, esquivó todos los barriles sin esfuerzo y el rey, que pasaba por allí dando un paseo, lo vio todo. El rey dio orden de que llevaran al chico a su presencia y entonces, le dijo que, ya que era tan ágil, le


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