Herry Sotter y la maldición vegetal

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Claudio Comini

Ilustraciones de Gianluca Maruotti


Título original: Herry Sotter e la malidizione vegetale Traducción: Silvana Appeceix

Proyecto gráfico de la edición original: Manuela Cordella

© 2008 Edizioni Lapis, Roma www.edizionilapis.it © 2011 MN Editorial Ltda. para el territorio de Chile. www.mneditorial.cl

ISBN: 978-956-294-314-7 Nº inscripción: 212091 Impreso en Chile por Salesianos Impresores S.A.

La presentación y disposición de la obra son propiedad del editor. Reservados todos los derechos para todos los países. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio, sea éste electrónico, químico, mecánico, electro-óptico, grabación, fotocopia o cualquier otro, sin la previa autorización escrita por parte de los titulares de los derechos.


Capítulo 1

Golpes de rayos

No hubo ningún atentado. Nadie asesinó a mis padres y nadie intentó asesinarme a mí. Sin embargo, eso fue lo que todos creyeron durante el curso. Todos pensaron que yo era otro Harry, el famoso Harry con poderes mágicos. Claro que si lo hubiera sabido entonces, nunca habría permitido que mis padres se marcharan de aquel modo, dejándome al cuidado de mis tíos. Lo que sucedió en realidad –aunque en esta historia la realidad importa un comino– fue que mi padre decidió aceptar una extraordinaria oferta de trabajo de la empresa Cuatro Vientos, en Buenos Aires: seis meses de investigación en la Patagonia argentina, pagados por el Ministerio de Medio Ambiente. Recuerdo muy bien el día en que papá nos dio la noticia.

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Mi madre traía a la mesa una fuente de huevos fritos, pero a causa de su desmayo acabamos comiendo huevos estrellados (más vale que os acostumbréis a estos chistes, son mi especialidad). Al principio mi padre había decidido viajar él solo, y tendríais que haber escuchado lo que dijo mi madre, cosas que habrían formado un nudo en la garganta incluso al más feroz asesino en serie. –¿Pero qué haremos seis meses sin tiiiiiiii? ¡Tú sabes que eres toda mi viiiiiiiiiida! ¡Nunca hemos estado separados tanto tieeeeeeeempo! –y muchas otras frases por el estilo. Llegó incluso a rozar el melodrama–: Tendremos que enviar a Herry a un psicólogo para que supere el traaaaaaaauma. Pero no os quiero aburrir con el chantaje emocional de mi madre, porque para eso me haría falta todo el primer capítulo. Hagamos una cosa: si se os ocurre alguna otra frase sentimental, podéis agregarla sin problemas. Seguramente mi madre utilizó también esa, en privado, con papá. Lo que mis padres tenían claro era que yo no podía viajar, por toda una serie de motivos. El primero de la lista era la escuela, que «según ellos» no podía perder; después estaban mis amigos, a los que «según yo» no podía perder, y finalmente el motivo más secreto y más importante: una amiga

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del sexto curso que vive cerca de la tía Begonia y el tío Berto. ¡He dicho amiga! Así que borrad de vuestras caras esa expresión idiota que hace pensar cualquier otra cosa. Lamentablemente, ésta no es una novela de amor. Como no podía abandonar al niño (que era yo), mamá casi se había resignado a la idea de que papá viajaría solo a encontrarse con los pingüinos. Así que ya os podéis imaginar cuánto los sorprendí el día en que, intentando contener las lágrimas y comportarme como un verdadero hombre, pronuncié estas precisas palabras: –Id vosotros dos; yo ya soy mayor, me las puedo arreglar solo. Fueron instantes en los que mis acciones de hijo responsable subieron hasta las estrellas. Aquel día llovieron felicitaciones como copos de nieve en Alaska: –¡Pero qué muchacho tan maravillooooooso! – notad que un poquito antes el «muchacho» era todavía un niño–, ¡No te imaginaba tan valieeeeeeeente! –y otras cosas por el estilo que, con solo citarlas, me hacen subir el nivel de colesterol en la sangre. Poco después, a mi madre le llegó el sentido de culpabilidad:

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–¿Pero cómo voy a dejar seis meses soooolo a mi hijo? ¡Soy una madre crueeeeel! ¡El psicólogo nos costará una fortuuuuuna! Luego vinieron las recomendaciones, que ni siquiera vale la pena mencionar, y finalmente la noticia: –Si quieres, te puedes mudar a casa de la tía Begonia. –¡Fantástico! –exclamé, imaginando un verano cerca de Herminia. Justo lo que estaba deseando. Begonia es mi tía porque está casada con Berto, el hermano de mi madre, y me ha querido siempre como si fuese su hijo. En ciertos momentos, mamá se ha sentido incluso un poco celosa de lo bien que nos entendíamos la tía y yo. Por lo tanto, estar en su casa unos meses no era un sacrificio tan grande. Seguramente echaría de menos a mis padres, pero en compensación pasaría mucho tiempo con mi primo Replay y podría ver a Herminia con frecuencia. Sin embargo, las cosas no sucedieron como yo había previsto. Para empezar, sí fue la tía Begonia quien me encontró dormido sobre el felpudo de su casa, pero

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ni el modo extraño en que se comportó conmigo ni lo que me dijo eran propios de ella. Fue una sensación terrible. El cuerpo, el rostro, los movimientos e incluso la ropa hacían de aquella persona que tenía enfrente un clon perfecto de la tía Begonia, pero sus ojos estaban como perdidos en el vacío y sus palabras sonaban completamente absurdas. Era como un ser impersonal metido en el cuerpo de mi tía, y repleto de frases que no eran propias de ella. –Oh, bendito hijito, gracias al cielo estás a salvo –dijo nada más verme. –¿A salvo? –bostecé. –El tío Berto vio en la tele lo del accidente. –¿Accidente? –dije dándome cuenta de que me estaba repitiendo como un papagayo que acabara de aprender las frases interrogativas. –¡Claro! Tienes razón. ¡Qué digo accidente! Habría que llamarlo atentado –dijo la tía, subrayando la palabra «atentado»–. Los mugres de la tele están convencidos de que ha sido un rayo, pero nosotros sabemos de quién es la culpa. ¿No es cierto, muchacho? –añadió dándome un codazo de complicidad. –Claro que lo sabemos. –La culpa es de aquel-al-que-es-mejor-no-nombrar-para-evitar-malos-entendidos.

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–Claro –añadí–, mejor no hablar del Ministerio del Medio Ambiente. En ese momento la tía se contagió de mi síndrome del papagayo interrogativo. –¿Ministerio del Medio Ambiente? –Sí. Ese trabajo para la Cuatro Vientos, en Patagonia. Toda la culpa la tiene ese encargo en Argentina. –¿Argentina? Tía Begonia se quedó por un momento sin palabras, pero las recuperó enseguida: –Pobre Harry, estás diciendo cosas sin sentido. Debe ser a causa del susto. –No ha habido ningún susto, tía. Cuando mamá y papá me trajeron, tú no estabas en casa. Y como iban retrasados para tomar el vuelo, les dije que se marcharan, que yo te esperaría aquí. –¡Pobre sobrinito mío, estás hecho un lío! –Debe ser cosa de familia –le dije. Y aunque la tía había apreciado siempre mi sentido del humor, esta vez ni siquiera sonrió. –¡A saber el tiempo que llevas esperando! –No lo sé: me he quedado dormido. –Angelito mío, aquí tú solito toda la noche a la intemperie, con el frío que hace y la helada que está cayendo.

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–Estamos en julio, tía. Ni hace frío ni hay hielo. Te llevo esperando desde las cuatro de la tarde. No está oscuro, estoy en el jardín de mi primo preferido y no veo ningún lobo hambriento en el horizonte. –¿Lobos? Oh, pobres de nosotros. ¡Qué cosa más horrible! –dijo la tía Begonia para sí–. El chico ha sufrido tal conmoción que confunde a aquel-quees-mejor-no-nombrar-para-evitar-malos-entendidos con una manada de lobos. Luego agregó, dirigiéndose a mí: –Ven adentro, que te voy a preparar un chocolate caliente con bizcochos caseros. «¡Qué alegría!», pensé, «los famosos bizcochos al hormigón de la tía Bego.» Entramos en casa y nos acomodamos en la cocina. Pensé que estaba más cerca la hora de la cena que la del desayuno, pero un chocolate no se rechaza nunca. Así que evité ponerme a discutir de horarios con ella. Puse en remojo los bizcochos durante diez minutos antes de lograr masticarlos. –¿Dónde está mi adorado primo? –¿Replay? ¿Ese pedante? No lo sé –me respondió tía Bego. –Pero cómo, ¿no sabes dónde está tu hijo?

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–Estará otra vez en el campo, pateando un estúpido balón como un pobre idiota. –A su edad yo también lo hacía –dije saliendo en su defensa, como si tener seis meses más que él acreditara un comportamiento de viejo sabio. La tía, una vez más, no captó la ironía. –Eso no significa nada. Desde que erais pequeños quedó claro que tú llegarías a ser alguien, mientras que tu primo es un completo inútil. ¡Como su padre! Os confieso que esto es algo que nunca había entendido (por lo menos hasta el verano del que os hablo): por qué motivo los padres de Replay lo trataban tan mal. Mi primo es un niño de diez años, un poco tímido pero muy despierto e inteligente. Incluso demasiado inteligente para su edad, si se tiene en cuenta que su padre se pasa el día delante del televisor y sólo le responde con monosílabos. Al no poder comunicarse con aquel teleidiota de su padre, ni con una madre que lo trataba más bien mal, Replay (Re Re, para los amigos) se acostumbró desde pequeño a quedarse a un lado, a jugar solo y, a veces, a hablar con los animales. Los dos nos llevamos muy bien desde siempre, y enseguida tomamos la decisión de no darle importancia a esta situación familiar.

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El apodo de Re Re se lo puse yo. A él le gusta mucho, más que su nombre de pila: Replay. ¡Menudo nombrecito! Al parecer, su padre estaba viendo en la televisión la repetición de un gol importante de su equipo cuando le preguntaron cómo llamar al recién nacido. Emocionado por el gol, dijo lo primero que vio escrito en la pantalla: «Replay». Otra cosa misteriosa es el apellido: Kingsley. Mi primo se llama así, Replay Kingsley. Siempre me había preguntado por qué llevaba el apellido de su madre. Hacia las ocho, tía Bego y yo nos sentamos a la mesa. –Huevos y panceta, tesoro, ¿estás contento? Tu madre decía que te vuelven loco. –Gracias, tía, eres muy amable, pero quisiera esperar a Re Re. –¿A ése? Si no ha vuelto todavía, eso significa que se quedará a cenar en casa de esa vecina tonta. ¿Cómo se llama…? «Herminia», pensé, «y no es para nada una tonta.» En ese momento envidié a mi primo. Mi tío Berto, como de costumbre, no se dignó a sentarse a la mesa. La cena le fue servida directamente en el sofá. Las pausas publicitarias entre

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los tres telediarios y la película de la noche eran demasiado breves para permitirle aproximarse a la cocina. –¡Cerveeeezaaaaa! –era la única cosa que gritaba de vez en cuando. Mi tía tuvo que llevarle provisiones tres veces. Luego, cuando vio que también yo había terminado mi cena, me mandó a la cama. –Te he reservado la habitación más bonita, muchachito mío. Tienes a tu disposición la televisión, el ordenador de ese tonto-el-haba y todos sus libros. –No es necesario que Re Re me deje su habitación. Estaré muy bien en la de huéspedes. Y además, ¡no le llames así! ¡Es horrible! –En absoluto. Insisto. Has tenido un día difícil –su tono era inamovible–. Vamos, sube. Tu primo estará muy bien bajo la escalera. –¿Bajo la escalera? –repliqué horrorizado–. ¿Y la habitación de huéspedes? –Como su nombre indica, es para los huéspedes. Y él no lo es. –Pero es tu hijo –intenté rebatir tímidamente. –¿Qué insinúas? Mira, cariño, ese zopenco es tan delgaducho que seguro estará comodísimo bajo la escalera. A él siempre le han gustado los lugares estrechos.

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«¿Por qué no lo metes en un ataúd?», pensé. Pero no me animé a decirlo; quería conservar un mínimo de buenas maneras con la tía. Mientras manteníamos esta absurda conversación, el pobre Re Re había regresado sin que nadie lo notara. Estaba acostumbrado a pasar inadvertido e iba y venía por la casa como si fuera un fantasma. Un gato del mismo color que la tapicería de los sillones del salón no hubiera podido ser más invisible. Mientras subía, me detuve en mitad de la escalera y le susurré: –Hasta mañana, Re Re. Que pases una buena noche. Siento mucho lo de tu habitación. –Noches –me contestó sin un atisbo de rencor. No podía verle, pero seguramente se había encogido de hombros como solía hacer siempre en estos casos. Un gesto de resignación. Cuando estuve en la habitación pensé en encender la tele, pero después preferí leer. Entonces oí las carcajadas de tío Berto, que parecía que se iba a atragantar con la tarta de manzana mirando su serie preferida. Al cabo de algunos minutos, tía Begonia le obligó a bajar el volumen:

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–No querrás molestar al pobre niño –dijo–. Después de lo que ha pasado, es un milagro si consigue conciliar el sueño. Tío Berto emitió un gruñido, pero obedeció. –¿Estás seguro de lo que has escuchado, Ber? –Hummm. –¿Han dicho «un rayo de gran potencia»? –Hummm. –¿Y la policía cree que han resultado todos muertos, incluido el muchacho? –Hummm –confirmó el tío por enésima vez. –Sin embargo, nosotros sabemos que el muchacho ha sobrevivido, y que no es cierto que se tratase de un rayo. –Correcto. La cosa funciona así: después del tercer gruñido, el tío, a veces, comienza a responder con palabras. –Mañana llamo a la policía –añadió–. Les diré que el muchacho está vivo. –¿Estás loco? –se alteró la tía–. Nadie debe saber que está vivo. Especialmente el-que-sin-lugar-adudas-es-siempre-mejor-no-nombrar. –Hummm. Tal vez tengas razón. –Tengo mucha razón, muchísima razón, toda la razón. El chico está aún en peligro. Valquemorr regresará para acabar con él.

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Un escalofrío me recorrió la espalda. Cualquiera que quisiera hacerme desaparecer, no gozaba de mi simpatía. Se oyó un trueno amenazador. La tía regañó a su marido: –¿Es que no puedes eructar un pelín más bajo?

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