Cuento Oriental de Navidad

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Para AngĂŠlica.



Cuanto más alto llegaba de este lance tan subido, tanto más bajo y rendido y abatido me hallaba; dije: No habrá quien alcance; y abatime tanto tanto, que fui tan alto, tan alto, que le di a la caza alcance. Por una extraña manera mil vuelos pasé de un vuelo, porque esperanza del cielo tanto alcanza cuanto espera; esperé solo este lance y en esperar no fui falto, pues fui tan alto, tan alto que le di a la caza alcance.

Tras de un amoroso lance (San Juan de la Cruz)



Serían las siete de la tarde cuando salí del metro de Callao, las luminarias de Navidad de la Gran Vía estaban encendidas y formaban siluetas de edificios con aristas y ventanas iluminadas por diodos que emitían luces azules y blancas. Subí por la acera de los impares hasta el número 29, hasta La Casa del Libro, no quería perder la costumbre de que entre los regalos de Reyes hubiera un libro para cada uno de mis hijos, podría haberlos pedido por Internet y ahorrarme el bullicio y los agobios de esos días pero me apetecía elegirlos en los mostradores o en las estanterías aunque llevara los títulos en la cabeza. Además este año tenía que comprar un cuento de tapas y hojas plastificadas para que mi nieta lo chupara con su boca y lo mordiera con sus dos paletos incipientes, para que lo llenara de babas y se sentase sobre él con el pañal mojado, para que se iniciara en la necesaria rebeldía de las palabras, mientras mi hija le daba de merienda una papilla de plátano, mandarinas y galletas. Con esa imagen en la cabeza y una plácida sonrisa llegué a los mostradores abarrotados de la planta de literatura infantil, cuando por detrás escuché mi nombre varias veces, al principio no volví la cabeza pues al ser tan común podrían estar llamándome a mí o a cualquiera de los que estaban cerca, seguro que en aquel barullo había cinco o seis homónimos o tocayos, bien es cierto que la voz me resultaba familiar y que el empleo del diminutivo hizo que estuviera tentado de girarme por si era el destinario de esa voz femenina. Pensé que hay casualidades imposibles y que esa voz era un murmullo de mi cabeza, un eco o un retintín de mi memoria, un dulce soniquete, un cascabel. Todos hemos experimentado la sensación de despertar porque alguien nos está observando, o la de levantar la vista sabiendo que otro


nos está mirando o la de adivinar que detrás hay una persona que nos vigila, lo cual nos produce desazón o zozobra o inquietud y en muy contadas ocasiones un placer solo comparable al del bebé que abre los ojos y encuentra el pezón de su madre. Tenía la certeza de que eras tú y no dudé cuando sentí una mano en mi espalda dándome unos golpecitos. En aquel momento antes de volverme se me vinieron todas tus imágenes desordenadas, mezcladas y agolpadas, como un mazo de cartas recién barajadas. Habían pasado cinco años desde que una consultora china compró la empresa en la que trabajabas y nos anunciaste que te mandaban a un centro de alto rendimiento en Shanghái —Shan-jái decías tú, muy metida ya en tu papel— para imbuirte la cultura y los valores de la corporación y también para aprender chino mandarín en nueve meses; luego según hubieran ido las cosas te darían un puesto directivo en algún lugar del mundo donde la SHICA (Shanghái International Consulting Associated) se hubiera expandido. No hubo despedida formal salvo un email bastante protocolario con los destinatarios ocultos en el que nos anunciabas tu marcha y dabas las gracias a todos los que habíamos colaborado contigo y etcétera. A los pocos minutos, en la casilla de mi correo, recibí un segundo email, también sin las direcciones de los receptores. ‘¿Alguna buena idea para celebrarlo y desearme suerte?’. ‘Una cena, mañana, en el Kabuki’ fue mi respuesta. ‘Me gusta la comida japonesa, pero a donde me marcho es a China ;-)’, esta vez el destinatario era único y explícito. ‘Hago la reserva y te digo :-p’


Antes de llamar por teléfono al restaurante, bajé al portal a fumarme un cigarrillo mientras disimulaba con el móvil para evitar cualquier conversación que me distrajera el pensamiento que unos meses atrás habías ocupado lenta y subrepticiamente. Tan pronto te veía con el traje sastre negro con listas blancas con el que estabas tan formal como con la blusa blanca con los botones de arriba sin abrochar con la que estabas tan carnal, siempre tan sensual y seductora. En realidad, apenas habíamos compartido poco más que noventa minutos a solas, divididos en dos mitades como los tiempos de un partido de fútbol, a la hora del almuerzo, en horario de trabajo. ¿Qué es lo que hacía que me atrajeras tanto?, ¿te sucedería algo parecido? Preferí no buscar respuestas pero mi cabeza no hacía caso, al final concluí en que había algo primario en la atracción que solo los sentidos podían explicar. En ese momento pensé en que si hubiéramos sido dos jabalís, dos garzas o dos salmones o dos luciérnagas habríamos copulado como animales después del cortejo y te habrías quedado preñada y habrían nacido jabatos de tu útero o habrías puestos huevos en un nido o desovado en un río, o parido larvas de gusanos luminosos. El Kabuki, como era de esperar, estaba completo un viernes por la noche. ‘No hay mesa pero tengo un plan alternativo: transformar la terraza de mi casa en una taberna japonesa’. ‘Aceptó solo si me recibes maquillado y vestido con un quimono de seda’ ‘Trato hecho, hasta mañana a las nueve de la cena :*’ ‘Hasta mañana :*|*:’. El beso devuelto era enigmático, la barra de en medio bien podría ser un espejo o la pequeña distancia que separa el silencio de dos bocas. Para besar bastan dos


labios, para besarse se necesitan cuatro que encajen bien y una lengua y unos dientes y unos paladares. Besar puede ser tan sencillo como formar un puzle de cuatro piezas o tan complicado como descifrar un jeroglífico tallado en la piedra de una caverna con buriles de hueso. Cuando llegaste tenía puesta la mesa en la terraza, arrimada a los balaustres de la barandilla y en el lado opuesto dos sillas con dos cojines blancos cubiertos con una tela de seda roja como la ventresca de un atún, como si se tratara de la barra rápida de un restaurante japonés. En el centro una vela impar y negra sin encender, dos fuentes cuadradas con doce piezas de sashimi y de nigiri y sobre los manteles individuales de bambú los platos rectangulares con los palillos y el pocillo para la salsa de soja. A la izquierda una hortensia exuberante con flores de color lila pálido, entre el rosa y el violeta. Te recibí con el quimono de color café que había alquilado por la mañana —me la tomé de permiso— en una nave de un polígono industrial en Fuenlabrada donde almacenaban trajes de época, de princesas y bandoleros, de indios y vaqueros, de piratas, de conquistadores, de napoleones, de clérigos y monjas, de policías y atracadores. Toda suerte de vestimentas y accesorios que serían usados en según qué clase de películas. — Te falta el maquillaje —dijiste cuando te abrí la puerta—, pero eso se arregla en un santiamén —añadiste—, ¿cómo te gustaría? — Como un clown, la cara blanca, las cejas muy negras y los labios rojos como las cerezas. — ¡Ya te veo las intenciones! Al final de la cena sacas el saxo y me interpretas una balada triste para llevarme a la cama.


— La música y yo estamos reñidos, sé escucharla pero no interpretarla ni cantarla, ¡ojalá, supiera tocar la guitarra para dedicarte una canción como ésta!, pondría una rosa en el clavijero y acercaría mi boca a la tuya cada vez que pronunciara tu nombre —no era casual que de fondo estuviera sonando Angie de los Rolling—. Tú no habías nacido cuando salió el disco, en 1973, fue uno de los primeros que me compré con mi sueldo, en ese año empecé a trabajar, un sencillo de vinilo a 45 rpm que reproduje una y otra vez sin que misteriosamente se rayase, todavía lo conservo y estoy seguro de que todavía sonaría si tuviera un tocadiscos. Perdona, creo que te estoy hablando en chino de cosas que no te interesan y temo aburrirte, lo último que quiero hoy es una cena melancólica. — ¿Lo tienes en casa?, ¿qué edad tenías entonces?, no me cuesta imaginarte. — Catorce, a mí sí me cuesta recordarme, sobre todo físicamente, creo que no tengo ninguna foto de esos años y si la tengo no me reconozco, sin embargo no me cuesta regresar con el pensamiento y visitar lugares, personas, hechos o circunstancias, pero mi imagen nunca aparece nítida. Está debajo de tu copa envuelto en papel de film para que no se dañe. Te lo quería… —no me dejaste terminar la frase. — ¿Me lo regalas? — Es lo que iba a decirte, pero antes tenemos que brindar con cava. ¿Te gusta? No esperé tu respuesta y fui a la cocina a por la botella, en la nevera tenía puestas dos de brut, una con el líquido rosado. Cuando volví tenías entre las manos el CD que hacía de posavasos de mi copa: I’m your man de Leonard Cohen. Esta vez sí que fue casualidad que la canción que salía por el pequeño altavoz


que había colocado en la terraza fuera justamente la cuarta pista de ese álbum que se había publicado en 1988, cuando quizás tenías, habías tenido o estabas a punto de tener la primera menstruación. En ese momento no pude evitar pensar en cómo tus pechos se fueron inflando lentamente como globos soplados por el gas de la adolescencia, tampoco en cómo tramposamente te los había observado con la excusa de ir a tu escritorio para preguntarte sobre una cuestión irrelevante, por el solo hecho de sentirte a un palmo y aspirar tu olor. Así fue como descubrí tus pezones una mañana en la oficina por accidente y con cualquier pretexto, morenos como las semillas tostadas del cafeto. — ¿Cuál prefieres? —dije mostrándote las dos botellas. — El de la derecha, ¿y tú? — Me gustan por igual —respondí, fijando mis ojos en el escote de la chaqueta sin botones por el que se adivinaba una falsa piel. — Te preguntaba por el champán. Para brindar me provoca el rose y el otro para la cena, ¿me quieres emborrachar?, ponlas en la enfriadera para que no se calienten, tengo que pasar al baño para darme el último retoque y tardaré unos minutos. — De acuerdo, empezamos con el rose, cambiamos y cenamos, y acabamos como empezamos, con el rose. Y sí, no me importaría emborracharte para conseguirte—añadí. — Me lo temía pero te advierto que aunque me veas pequeñita tengo mucho aguante, ¿no será que quién necesita emborracharse para dar el paso eres tú? Ya verás cómo te sorprendo, mientras vete pensando una buena frase para el brindis. — Llévate también este otro regalo —señalé una caja negra que había en un extremo de la mesa.


Habías llegado con unos vaqueros negros de talle bajo, alzada sobre unos escarpines con tacón de aguja sobre los que hubiera jurado que era imposible caminar, con una atrevida chaqueta de smoking, blanca, con hombreras en pico y solapas negras, sin botones ni bolsillos, y debajo algo con encajes de flores o cristales o brillantes, algo que se fundía o se confundía con tu piel. Así vestida parecías una espía salida de una película de James Bond o una atracadora de directores financieros, una nueva Bonnie Parker que sin empuñar una pistola entraba en sus despachos y sin contemplaciones se los follaba y luego les decía: ‘firma aquí si no quieres que el honor de tu familia se llene de oprobio y tus ascensos cortados por un golpe seco como el de la hoz en el tallo de las espigas, si no quieres que siegue tu carrera’ y que después, para más inri, les mandabas mensajes sucios a su cuenta de correo corporativa que ellos no se resistían a contestar y que tú archivabas por si en un futuro pudieran servir para el chantaje. Saliste del baño casi de igual guisa pero sin la chaqueta ni los pantalones, el algo resultó ser un body de cuerpo entero, color carne, más claro que tu piel, una prenda elástica de tul, a la vez transparente y tupida, que sin mostrar nada lo insinuaba todo. Sobre él, a la altura de la cintura una minifalda negra y tableada que a buen seguro escondía las armas secretas con las que si hubieras sido Mata Hari habrías seducido a los militares de cualquier bando durante la Gran Guerra. A mí hacía tiempo que me tenías cautivado. Me quedé hipnotizado cuando te vi así, incapaz de articular palabra, con puntos de sutura en los labios que me impedían despegarlos. — Las llevo dentro y me gusta su tintineo quizás también me las ponga para el vuelo hasta Shanghái, es largo y la sensación


muy agradable. Has tenido una buena idea. ¿De qué material son?, no me gustaría que el arco detector de metales del aeropuerto se pusiera a pitar y que una mujer policía me desnudara en un aparte y con algo de burla y de desdén me deseara un viaje placentero. Permanecí callado, apenas presté atención a lo que decías. — ¿Te ha comido la lengua el gato o sigues pensando la frase para el brindis? — No —te dije, acercándome a tu boca—, solo pienso en una cosa. — ¿En cuál? —dijiste, aproximándote. No hubo tiempo para la respuesta, tu lengua y la mía habían entrado en contacto, los labios y los dientes habían tomado el mando, las manos y los dedos los habían secundado y nuestros cuerpos actuaron como si el mundo no existiera o se fuera a extinguir en media hora, como si la cópula fuera capaz de cambiar la órbita de la luna y alterar las mareas hasta producir olas gigantes que se tragarían la tierra. Referirlo como sexo sería vulgar e inexacto, describirlo como amor sería cursi e inapropiado. Lo que sucedió aquella noche es difícil de evocar y hasta es posible que no pasase, que fuera el producto de dos pensamientos caprichosos. Cuando por fin me di la vuelta tenía detrás a una mujer más o menos de mi edad con un niño de la mano al que estaba reprendiendo por haberse alejado unos metros. — Y ahora, Manolito, este señor tan amable nos va a dejar pasar para que puedas ver los cuentos tan bonitos que hay en esta librería y si no te vuelves a soltar de la mano, le pediré a los Reyes Magos que te traigan uno que trata de cabras del desierto


que viven en las copas de los árboles para que mamá y papá te lo lean por los noches antes de dormir. — Abuela, ¿las cabras vuelan?, ¿son buenas o malas? — Claro que vuelan, Manolito, y anidan en las espadañas como las cigüeñas. No son malas ni buenas. Son cabras o cigüeñas. — Abuela, ¿qué es una espadaña? — Un campanario o una torre, Manolito. — No te entiendo, abuela. — Una espada grande, Manolito, como el pico de una cigüeña. — ¿Muy grande? — Mucho. — ¿Pero mucho, mucho? — Sí. — ¿Cómo la de Anakin Skywalker? — Eso es. — ¿Me la vas a regalar por Reyes?


Banda sonora de este cuento Angie. The Rolling Stones. https://www.youtube.com/watch?v=RcZn2-bGXqQ I'm your man. Leonard Cohen. https://www.youtube.com/watch?v=qaGgzc2U00c Le di a la caza alcance. Estrella Morente. https://www.youtube.com/watch?v=BKOZ-96u1Ig Agua misteriosa. Javier Lim贸n y la Shica. https://www.youtube.com/watch?v=d9TYtTLtNCw Tambi茅n hay una versi贸n en la web con algunos extras, la direcci贸n es: http://www.dariohavoll.com/4u/angie Y las credenciales: ansarmi talgo100


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