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MI PRIMERA VEZ

Una obra nunca se acaba, sino que se llega al límite de las propias posibilidades. Antonio López

Uno creería que está ante una fotografía o mejor dicho ante una sucesión de fotografías tomadas, más o menos, a la misma hora. Sin embargo el producto inacabado es obra de un pintor superdotado que es capaz de retratar con pinceles, de ese modo, la Gran Vía.


El relato que sigue pretende ser, también, un ejercicio de escritura hiperrealista que podría titularse: Experiencia en el número 14 de la calle de Valverde, la que hace esquina con el edificio de la Telefónica que se ve al fondo. Aparqué el coche en el cuarto sótano del aparcamiento subterráneo de Tudescos y salí por el acceso de peatones a la plaza de Soledad Torres Acosta, enfrente de una flamante comisaría de policía. Caminé por la calle del Desengaño, cruzando las de la Ballesta y el Barco. Unas calles adoquinadas, semipeatonales, con las aceras jalonadas de bolardos y de algunas prostitutas embutidas en años y en mallas negras. Tenía reservada una habitación en el hotel “sieteislas”, en el número 14 de la calle de Valverde, que resultó ser la número 310. A lo que parece el hotel, un cuatro estrellas ajado de siete plantas, dedicaba cada planta a una isla del archipiélago canario, me tocó la de Tenerife, y cada habitación a un pueblo de esa isla, el mío fue Bajamar. Una vez instalado en la habitación


twin, así llaman ahora a las habitaciones con dos camas en los sitios de reservas de Internet, marqué el número de teléfono de la señora S., una transexual de la que sólo conocía su voz y unas fotografías publicadas en una web especializada en este tipo de contactos. Ajustamos el precio y la hora, ciento treinta euros a las siete y media de la tarde. Me sobraba el tiempo que reglamentariamente dura un partido de fútbol y me costaba en qué emplearlo, así que salí a tomar un café en algún bar de la Gran Vía que estaba atestada de gente, llegué casi hasta la plaza de España y recalé en la cafetería-tienda de “National Geographic” enfrente de donde estuvo aquel cine de asientos de cuero donde entre otras vi una película llamada “El amor del capitán Brando” protagonizada por Ana Belén y en la que un chaval de doce años se enamora de ella. Apenas tengo más recuerdos y además poco añadirían a esta historia. A las siete estaba de nuevo en la habitación del hotel, fumando y esperando, tomando una cerveza y esperando, mirando la hora en el móvil y viendo sin atención un partido de baloncesto entre Caja Laboral y Unicaja, 37-39 al final del descanso, del segundo cuarto. A esa hora sonaron unos nudillos en la puerta, apagué la tele y abrí.

La señora S. tenía un rostro más castigado que el de la fotografía de Internet, vestía una cazadora y unos pantalones vaqueros ajustados. Se desnudó, tras intercambiar unas palabras que no lograron romper el hielo y de fumar un cigarrillo, y ante mis ojos quedó en ropa interior una piel morena sin llegar a ser negra, dos pechos sobresalientes tras el sostén innecesario y un sexo camuflado tras la braguita tipo slip. Se desnudó por completo en el baño, mientras sonaba el chorro del bidé, yo hice lo propio en la habitación.


Cuando salió, fijé mi mirada primero en su rostro, luego en sus pechos y por último e inevitablemente en su sexo, en su polla que era el doble de oscura que el resto de su piel. Una polla medianamente larga, más ancha al comienzo que al final, una polla con prepucio que inmediatamente comencé a acariciar y a sentir la sensación de cómo crecía en mi mano. No cabía duda, mi deseo aquella tarde estaría centrado en esa polla que al abrazarnos se tocaba con la mía produciéndome una extraña sensación. Se puso a cuatro piernas sobre el borde de la cama, mostrándome los tatuajes que adornaban el final de su espalda y su nalga izquierda, pero más que en los tatuajes y en el nada despreciable culo mi atención se fijo en el balanceo intencionado de su badajo que atrapé con la mano y empecé a masajear y a llevarme tímidamente a la boca. Tenía unas enormes ganas de sentirla dentro de mí. Me tumbé boca arriba en la cama, transversalmente, y ella de pie comenzó a masturbarse a la altura de mi boca, rápidamente sustituí su mano por la mía e inmediatamente ésta por la boca, estuve un largo rato mamándosela mientras adquiría una dureza media, un estimable grosor y una longitud que hacía que la sintiera en la garganta, de vez en cuando la sacaba y yo escupía en aquel tronco para a continuación masturbarlo con fuerza. Y vuelta a chupar como un loco mientras le apretaba el culo para sentir su polla aún más dentro. Así hasta que me dijo que estaba a punto


de correrse. Pero aún faltaba la parte principal, me tenía que dar por culo. Así se lo dije: «ahora me tienes que follar».

Le puse el condón con la boca, con la técnica de una prostituta, y aproveché para darle unas cuantas chupadas más mientras pensaba como iba a caber aquello dentro de mi culo. Me puse a cuatro piernas, me lubricó el culo y comencé a sentir como su polla iba entrando sin esfuerzo, salvo un leve dolor al comienzo. Llegué incluso a dudar de si me la estaba clavando toda o si sólo tenía la punta dentro, me meneé como una perra salida y le cogía la cintura por detrás para que me la metiera aún más, era mi culo quien se estaba follando aquella polla. Al final la sacó, ahí pude comprobar lo hondo que me había penetrado, después lamenté que no me hubiera embestido más, metiéndola y sacándola con todas sus fuerzas. Se quitó el condón y volvió a masturbarse delante de mi cara, observé como cerraba los ojos y como apretaba los dientes. Luego escuche una especie de gruñido, que parecía de dolor, y como un semen acuoso recubría su rosado glande. Lo extendí por mi mejilla. Acabé masturbándome y corriéndome en su rostro. Esto no es un cuento chino, es el relato fidedigno de mi primera vez: un sábado de enero del año 2011. Las fotos son reales.


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