Museo sin vergüenzas

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Museo sin verg端enzas

Mu単eca y Macho, 2013


UNO. Con un vestido corto como la noche de san Juan, unas bragas o un culote blanco, rosa, fucsia, morado o cárdeno con encajes, transparencias y sin truco, sujetador a juego, melena rubia, con una boca atlética —labios rojos y dientes blancos— y ancha, con tu augusta nariz romana y unas piernas largas como los días de verano sobre unas sandalias con plataforma y tacón italiano, ¿por qué no también con unas gafas de sol? como si fueras una estrella que desea ocultar su rostro de los paparazzi y sin embargo no tiene empacho en abrir las piernas hasta que le vean las bragas cuando sale del Hyundai tiburón azul aparcado entre las dos columnas de hormigón marcadas con el piso y la letra de mi casa. Con un pantalón blanco de tenis sin nada más debajo, con un polo de color oliva y una americana de mostaza que no me tapa el culo, unas hawaianas entre los dedos de los pies, con mis ojos chinos, mi nariz chata y mis labios carnosos, perfectamente afeitado y perfumado, fumando un cigarrillo en la terraza observo como te contoneas para mí bajo la luz de la farola sin filamentos. Aguardo impaciente el sonido del portero automático, te imagino subiéndote el vestido con un gesto femenino y paradójico mientras subes insegura los peldaños de la escalera del portal, por fin escucho el sonido ronco del telefonillo y aprieto el botón sin preguntar. Estás a veinte escalones de la puerta que he dejado abierta, suena el golpe seco


del ascensor al ponerse en marcha, estás a menos de cinco segundos. Estás conmigo, has dejado el voluminoso bolso en el suelo, te empujo contra la puerta, inclinas la cabeza, me rodeas con los brazos y me besas furiosamente, llevas toda la iniciativa, siento tu lengua en la mía, la siento en todas las paredes de mi boca, se mueve circularmente como las varillas de una batidora montando nata, toda mi saliva está a punto de nieve y mi lengua inmovilizada por la tuya. Te apartas y me miras a los ojos. — ¡Cabrón! —me dices mirándome a los ojos cuando te apartas— te vas a enterar de quien es Marta, se te van a quitar las ganas de estar con otra, debería escupirte en lugar de besarte. — Bueno, esto más que un beso ha sido una violación lingual, casi me ha llegado a la faringe, yo también te escupiría sino fuera porque me has dejado sin saliva. — Y tu polla cómo anda —me preguntas mientras restriegas tu mano contra mi paquete —, parece que mejor que la última vez —te contestas—. Mi culo no piensa irse de rosita esta vez. — He tomado una pastilla de Cialis hace un par de horas y no he tomado, todavía, un gramo de alcohol. Los efectos, dice el prospecto, duran 36 horas aunque a mí creo que me duran dos o tres días. — ¡Hijo de puta! Mi culo virgen de tu polla y me dices esto. ¡Fóllame ahora mismo!


— Ahora y aquí no, ¡puta!, en diez minutos y en la terraza. El sol hace rato que acabó su jornada laboral y estará copulando con algún planeta, le sustituye la luna que como todo el mundo sabe no tiene luz propia sino reflejada y que además aunque eso no se cuenta es asexual. Nos tomamos un “pisco sour” sentados frente a frente, entre geranios y rosales, sin hablar, dando caladas a los cigarrillos. Esperando que el semáforo se ponga verde. — Levántate y observa la piscina vacía, las mesas del bar con matrimonios maduros que están cenando, seguro que la mitad de las conversaciones son de sexo. Apoya los codos en la barandilla. Te voy a dar por culo sin que me la chupes antes, sin que me la veas. ¿Estás mojada? — Estoy chorreando pero el culo lo tengo seco. — El lubricante corre de mi cuenta. Te alzo el vestido hasta la cintura y manoseo tus nalgas por encima de las bragas mientras te muerdo el cuello con la misma rabia con la que tú me has besado hace unos instantes, estoy dispuesto a dejarte marcas. — Tócame por delante también, estoy muy excitada. Te toco y siento tu clítoris desproporcionado, es cierto que estás muy cachonda. Te bajo las bragas hasta las


rodillas, haces que caigan hasta el suelo, me arrodillo, te escupo en el agujero varias veces, mi boca no cesa de producir saliva que inmediatamente transfundo con mi lengua a tu culo que chupo con delectación. Te introduzco los dedos, primero de uno en uno y luego apilando el corazón y el índice. Me yergo y te levanto el vestido aún más, quiero ver el elástico del sujetador, juego con los corchetes, separo los ganchitos de las presillas y tu espalda queda casi al descubierto, la tienes combada hacia abajo y tu culo queda respingón. Froto mi sexo contra él y te abro las nalgas. — Ahora va mi polla —te advierto. — ¡Adelante! —respondes alzando el culo un poco más—, espero que sea la de verdad. ¿Te has puesto la goma? — Cuenta hacia atrás, del nueve al cero, y no te preocupes de nada, salvo de disfrutarme. — ¿Te has puesto el condón? —insistes. No te respondo y cuando tu boca pronuncia la palabra cero ya tienes la mitad dentro. Te agarro de las caderas y unas veces pujo con todas mis fuerzas para que se escuche el sonido sordo del golpeo de mi pelvis y mis muslos sobre tus nalgas, otras te la meto prolijamente para que sientas mi pene también en las pausas y a qué negarlo también para tomar resuello, observar tu ano dilatado y controlar la eyaculación. Con la mano derecha te estás tocando con fruición.


— Ahora te toca a ti mover el culo —te digo cuando la tengo fuera. — Ponme la punta en el agujero —respondes—, ahora soy yo la que va empujar, la que va a meter la reversa. Te vas a morir amor mío. — Moriré matando, amor. Mi pene está inmóvil, casi paralelo al suelo y con la turgencia necesaria para continuar con la sodomización. Tu culo se acerca despacio y mi polla vuelve a hacer diana, empujas con lentitud hasta que la sientes toda dentro, entonces comienzas una especie de danza anal moviéndote primero sinuosamente y después con la misma brutalidad del beso en el vestíbulo como si estuvieras poseída. — ¡Dámelo en el culo! —gritas sin que te importe que te oigan—, ¡quiero sentir tu semen! — Tengo puesta la goma, no lo vas a sentir, salvo por mis gritos. — ¡Sácatela cabrón y córrete fuera! —te la saco y me quito el impedimento de látex, me corro victorioso en tus nalgas y en su divisoria, unas gotas de mi leche llegan a tu espalda. Tus jadeos ahogan los míos, tus gritos más intensos que los míos Cuando te subo las bragas descubro que están tan mojadas como tu culo pero las gotas no son de mi semen. — ¡Te has corrido!


— ¡Cómo una campeona!, estaba a mil y sentir tu semen caliente sobre mi culo me ha hecho estallar. — El semen se parece al yeso, ya verás cómo fragua pronto. Te va a parecer que llevas puestas unas bragas de cartón. ¿Satisfecha? — Pagada y con hambre. — ¿Cenamos? — “Okay”, el sexo me abre los otros apetitos. UNO COMA CINCO Es la una menos algo cuando nos disponemos a cenar, recuerda que llegaste pasadas las once como las otras dos veces—tú siempre tan perfeccionista—. — Me tengo que retocar —dices mientras enfila el camino del cuarto de baño. — ¿Te vas a masturbar mientras pongo la mesa? Eres una ninfómana — Soy una ninfómana pero quería decir que me voy a maquillar. Nada más. — Las bragas ni te las toques, tienen que calcificar en tus nalgas. — Y si tengo ganas de mear ¿qué hago? — Hacerlo con ellas puestas. — Eres un guarro — Luego me las tienes que entregar, estoy construyendo un museo con tus desvergüenzas y nuestras excrecencias.


Cuando vuelves del baño yo ya tengo la mesa preparada con raciones que había en la nevera y en la encimera, todo templado y frío: ensaladilla rusa, sardinas en vinagre, pulpo “a feira” y el contenido de unas latas de mejillones en escabeche y unos berberechos en su jugo presentados en el propio envase. Vino blanco D.O “Rías Baixas” y tinto de Madrid. — Aquí las tienes —dices, sosteniendo y enseñándome las bragas con tus manos— para tu museo obsceno. — ¿Te has meado en ellas? —te pregunto. — Después de maquillarme para seguir estando bonita para ti, con ellas puestas, y no me he secado después. Tengo los muslos empapados y el pis me chorrea por las piernas. He dejado gotitas por todo el pasillo. Paso mi lengua por tus piernas, desde los tobillos a las ingles, deteniéndome en todos sus recovecos hasta llegar a tu sexo axial y formidable. — ¿No te vas a lavar la boca antes de cenar? — No —respondo—, y ¿tú te vas a sentar sin bragas? — Por supuesto, quiero que el cojín huela a mi culo, así tienes otro objeto para ese museo de las guarrerías. — No será el último de esta noche. — Esa obsesión me recuerda mucho al “Museo de la inocencia” de Orhan Pamuk. — Eres una zorra ilustrada, me das miedo.


— Tú a mí también. DOS A las dos y algo te desnudo en el dormitorio, sin demasiado esfuerzo, el vestido corto en el suelo y el sujetador sobre él. Te quedas sólo con las sandalias con plataforma y talón italiano, y con los abalorios que engarzan tu cuello, tus muñecas y tus dedos. — ¡Quítatelo todo salvo las sandalias! Las pulseras, la gargantilla y los anillos te son confiscados y pasan a ser propiedad del museo, pero antes de entregármelos tienes que restregártelos por la entrepierna. — O sea que también va a ser un museo de los olores, de mis humores. Tus fetichismos me están poniendo cachonda otra vez, estoy recuperada y no me importaría volver a correrme. — Esta vez no va a ser tan fácil —te digo a la vez que te arrodillo y aproximo mi polla a tus labios. — Pensaba que esta noche no te la iba a chupar, ¡tengo unas ganas locas! — Ahora te vas a poner el vestido negro transparente de la fotografía —afirmo, mientras me las chupas—. Te gusta ser sumisa ¿verdad? Te gusta ser obediente, dócil, ¿a qué sí? Te gusta que te dominen y que te maltraten, ¿me equivoco? Te gusta que te


humillen ¿cierto? Eres una perrita mansa y te gusta la disciplina. Pronuncio las frases de una manera cada vez más imperativa y a medida que aumento el tono mamas con mayor entusiasmo. Mis palabras se vuelven cada vez más procaces, es una forma coma otra de desconectar la cabeza del pene, de evitar una eyaculación que no deseo todavía. Te la saco y me masturbo ante tus ojos, te muerdes los labios y exhibes tu lengua ansiosa, de manera alternativa. Te pongo las manos en la nuca y comienzo a mover la pelvis para darte por la boca. — Esto no es una mamada, no es una felación, es una “irrumatio”, una follada en toda regla de tu boca, para que no se te olvide tu papel de perra sodomizada. ¿Tienes algo que decir? Es evidente que no puedes decir y continuas disfrutando de mis embestidas hasta tu garganta, lo siguiente que escucho es la onomatopeya de una arcada. Me retiro, tienes el rostro congestionado, la boca desencajada y una expresión de placer en la mirada que interpreto como «esta noche soy más Marta que nunca, tu Marta, haz conmigo lo que quieras». — Esta noche vas a conocer a tu Marta, estoy dispuesta a todo, a ser tu sumisa, tu perrita mansa y obediente, quiero que me disciplines con tu polla y


con tus manos. Me voy a dejar llevar, no voy a pensar sólo quiero sentir y disfrutar. Te tomo la faz por el mentón, me inclino para besarte y antes de llegar a tus labios te rocío con mi saliva que se esparce por todo tu rostro. — ¡Escúpeme otra vez! Te vuelvo a escupir y te propino dos sopetones en cada una de tus mejillas, acompañados de dos palabras aparentemente antónimas: amor y puta. Contraes el rostro ante el impacto inesperado y en un acto reflejo brota una gota de agua y sal por el lagrimal de tu ojo izquierdo que se escurre por el parpado, por el flanco de la nariz y llega a tu labio superior. — ¡Me sabe a tu semen! Aunque todavía no lo haya probado. ¡Dame más! Nunca he estado tan cachonda —dices relamiéndote los labios. Te abofeteo de vuelta según me pides, graduando la intensidad, no es lo mismo un sopapo que una torta, una bofetada que una hostia. No son lo mismo los nudillos que la palma de la mano. Me siento como un maestro omnímodo de cuando no existía la EGB y las normas de la clase estaban escritas en las caras de una palmeta y quedaban estampadas en las palmas de las manos. Te levantas y acabas de ponerte el traje vaporoso y transparente bajo el cual exhibes sin pudor tu sexo


excitado y tus pechos lisos. La piel de mi pene está prácticamente pintada del color de tu carmín y tus labios en carne. Te acerco la barra de labios de color picota para que te los vuelvas a pintar, me gusta ese color y la cara de deseo que pones cuando subsumes uno bajo el otro para que el carmín se reparta uniformemente. — Estoy lista e impaciente para que me subyugues, para que me sojuzgues, para que me sometas, para que me tiranices, para ser tu esclava sexual —dices enfatizando los verbos mientras te vuelves a arrodillar y te pones a cuatro piernas mostrándome el culo bajo el vestido translucido. Tomo la barra de carmín, en tu nalga izquierda escribo «ESTE CULO» y en la derecha «ES MÍO», te las aparto, coloreo tu ano con color picota y te introduzco la barra por el agujero haciéndola girar. — ¿Adivina lo que he escrito en tu culo? — “Es tuyo”, no hace falta que me lo preguntes pero me gusta que lo hayas escrito en mayúsculas. ES TUYO. La barra de labios impregnada con el olor y el sabor del extremo del ducto pasa a formar parte en una posición relevante del museo de las impudicias. Anillo tu cuello con un dogal de cuero de verraco tintado de negro que aún conserva el olor a semental, un dogal


sin púas pero con tachuelas y una argolla de la cual prendo una correa, un collar que hebillo en el penúltimo agujero para no sofocarte. Te mueves con torpeza por las baldosas de cerámica de la terraza apoyando las manos y las rodillas como si nuevamente estuvieras aprendiendo a gatear, de vez en cuando hocicas y vuelves la cabeza, como pidiendo perdón, cuando sientes la tirantez de la correa. Las babas que escurren por tu boca denotan tu dicha. No hace falta que te castigue por el momento, ni siquiera es necesario que anude la correa a uno de los barrotes de la barandilla mientras yo acabo de preparar el cadalso, llamémosle así. En el extremo de la terraza, a los lados de un ventanal, como a un metro y medio del embaldosado sobresalen dos ganchos metálicos que están separados aproximadamente por la distancia de tus brazos extendidos, levemente flexionados por los codos, y fijados al muro de ladrillo rojo con dos tacos “Fisher SX” de 12 mm más un pegamento “Ceys” de alta resistencia, cada uno es capaz de soportar un kilonewton de fuerza. Casi a ras del solado, otros dos de menor tamaño pero con el mismo sistema de sujeción. De los más altos penden dos cadenas que ante tus ojos engarzo en los inferiores trazando dos diagonales, un aspa, una equis. — ¿A qué te recuerda? —te pregunto. — A la cruz de San Andrés, ¿me vas a martirizar? — No, sólo te voy a atar.


— ¿Cómo en la fotografía que te envié? — ¡Ajá!, con estas bridas de jardinería, nada de esposas ni de tobilleras de fantasía, nada de cierres con velcro, cuatro sencillas bridas verdes que te dejarán inerte. — ¿Y si me resisto? — Se acaba el juego ¿es lo que quieres? — No, voy a seguir dejándome llevar hasta no sé dónde. — Estamos en igualdad de condiciones, tampoco yo sé a dónde voy a llegar. Te levantas tras un leve tirón de la correa y sin necesidad de mayores indicaciones te diriges hacia la cruz, te sitúas de frente a mí y extiendes los brazos y las piernas. Bajo el vestido negro vaporoso no es difícil adivinar tu sexo creciente, pero aún no es su momento. — Primero dándome la espalda —digo, corrigiendo tu posición—, tengo que flagelarla y sobre todo azotar ese culo redondo que me vuelve loco hasta que las nalgas se pongan sonrojadas. — No veo ninguna fusta, vara o látigo, ¿con qué me vas a azotar? — Con éstas, las que en este momento tienes en tu cintura y con ésta —añado, a la vez que tenso la correa sin separarla del mosquetón que la une a la argolla del collar negro de cuero que huele a semental.


Circunscribo tus muñecas y tus tobillos con las cuatro bridas verdes y las meto por alguno de los eslabones de las cadenas hasta cerrarlas pasando las puntas estriadas por la especie de trinquete que las remata y que impide que se deslicen hacia atrás. Un sonido de cremallera certifica que no te podrás soltar de estas esposas improvisadas. Te acaricio la espalda con las yemas de los dedos por encima del vestido y manipulo tu culo por debajo del vuelo apretándote las carnes hasta que sueltas un chillido de chiquilla de colegio. Reprimo, por el momento, las ganas de darte azotes y tú relajas las mandíbulas. Te observo, ahora, desde el interior del salón, desde el otro lado como si estuvieras tras un escaparate, el punto de intersección de las dos cadenas queda a la altura de tu diafragma y contienes la respiración hasta que los pulmones se llenan de aire y tus pezones se excitan al presentir mis labios que simulan succionarlos, recorro el cristal con mi lengua sin detenerme en el ombligo y llego hasta tu sexo que frotas ávidamente contra el vidrio, abro la boca y lo arrimas cuanto puedes, ni el vestido negro ni el cristal impiden tu erección descontrolada, golpeas furiosa la ventana con tu pene como si fuera una aldaba. Me retiro para contemplar el espectáculo con una cierta distancia, puedo escuchar tus jadeos a través de las juntas selladas con silicona, de seguir con ese ímpetu acabarías enluciendo uno de los dos paños acristalados


con una descarga de tu éxtasis, te frenas y dejas grabados tus labios en el vidrio. Sin duda ese estampado tendrá un lugar preeminente en el museo. Vuelvo a tu espalda, a los mollares todavía rosas pálido de tu culo, dispuesto a sofocar el ardor de tu sexo que ha perdido la turgencia pero sigue columpiándose entre tus piernas. No puedo resistir el deseo de arrodillarme, torcerlo, llevármelo a la boca y succionarlo, apretarlo con todas mis fuerzas y soltarlo de golpe una vez que ha vuelto a recuperar su dureza. — ¿Es ahí adónde querías llegar? —me preguntas doblando la cabeza—si me agitas un poco más me corro en tu boca o en tu mano. Estoy a punto de caramelo. — No, el final debe ser algo más fuerte pero igual de placentero. Ahora creo que ambos necesitamos una pausa. — ¿Me vas a soltar? — Lo haré en un rato para darte la vuelta, antes tengo que hacer dos cosas, descorchar una botella de cava rosado y que la primera espuma se vierta sobre tu culo. — ¿Y la otra? Acudo a la cocina, regreso con dos botellas bien frías, una enfriadera repleta de hielo y dos copas para un brindis final. La tregua ha surtido su efecto, tu sexo se ha


retraído. El mío también. Como si fuera un rodillo, deslizo una de las botellas sobre tus posaderas hasta que se te eriza el vello y después comienzo a darte azotes, los últimos, tan contundentes, provocan que los fingidos chillidos iniciales se conviertan en auténticos gritos de dolor. — ¡Para cabrón!, ¡por favor!, ¡no aguanto más! — ¿Los has contado? —te pregunto antes de asestarte los dos últimos. — Veintiocho —respondes en un ay. — Treinta con estos dos —zas, zas y me separo de ti para contemplar tu culo ardiendo—. Tendrías que verlo, parece una puesta de sol de lo rojo que está, ¿te ha gustado? — Lo tengo dolorido, me escuece, pero estoy cachonda otra vez, sácale una foto y me la enseñas, lo quiero ver. — Perfecto, una foto para ampliar, enmarcar y colgar de una de las paredes del museo del castigo —te digo mientras el flash del móvil ilumina tu trasero abrasado. Descorcho la primera botella de cava, sujetando el tapón con fuerza para que no vuele, lo dejo sobre la mesa junto al bozal de alambre con su chapa. La agito como hacen los pilotos en la ceremonia del podio y apunto el chorro contra tu culo sobre el cual se esparce toda la espuma.


— Pensaba que el tapón iba impactar contra alguna de mis nalgas —dices mientras el cava chorrea por tus muslos. — Lo he pensado pero me ha dado no sé qué, estaban ya tan coloradas que he pensado que sería bueno refrescarlas. Quiero que te mees mientras vierto el resto de la botella y que se mezclen los dos líquidos. — Estoy demasiado caliente, no sé si podré, y además el pis se estampará contra la ventana en lugar de correr por mis piernas. Casi inmediatamente escucho tu potente meada rechinar en el cristal y siento la urgencia de volver a penetrarte antes de que termines, acerco mi verga y noto como ahuecas el culo cuando la sientes, estamos pensando lo mismo, te la meto sin vacilar y sin ninguna clase de parafina o lubricante, te la meto sin precaución, sin guante ni forro, con brusquedad y de un solo golpe la tienes toda dentro, momento en el que por comunicación parasimpática o telepática…


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