La Montaña Sagrada

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La montaĂąa sagrada Conferencias en torno a Montejurra


Seriea/ Serie Investigación sobre el carlismo Izenburua / Título La montaña sagrada Azpi-izenburua / Subtítulo Conferencias en torno a Montejurra Egileak / Autores Francisco Javier Caspistegui / Jeremy MacClancy / Manuel Martorell Argitaratzailea / Edita Gobierno de Navarra / Nafarroako Gobernua Departamento de Cultura, Deporte y Juventud / Kultura, Kirol eta Gazteria Departamentua Dirección General de Cultura-Institución Príncipe de Viana/ Vianako Printzea Erakundea-Kultura Zuzendaritza Nagusia Servicio de Museos. Museo del Carlismo / Museoen Zerbitzua. Karlismoaren Museoa Diseinua eta maketazioa / Diseño y maquetación KEN Inprimaketa / Impresión Gráficas Lizarra ISBN 978-84-235-3486-9 Legezko gordailua / Depósito legal NA 1289-2018 Sustapena eta banaketa / Promoción y distribución Fondo de Publicaciones del Gobierno de Navarra / Nafarroako Gobernuaren Argitalpen Funtsa Navas de Tolosa, 21 31002 Iruña / Pamplona T. 848 42 71 21 fondo.publicaciones@navarra.es https://publicaciones.navarra.es


FRANCISCO JAVIER CASPISTEGUI JEREMY MACCLANCY MANUEL MARTORELL

La montaña sagrada Conferencias en torno a Montejurra

SISTEMA DE MUSEOS DE NAVARRA NAFARROAK O MUSEOEN SISTEMA



ร ndice Presentaciรณn El Montejurra carlista: mito y realidad FRANCISCO JAVIER CASPISTEGUI

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Carlismo Rural JEREMY MACCLANCY

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La evoluciรณn del carlismo en la revista Montejurra MANUEL MARTORELL

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Presentación

El presente volumen reúne algunas de las conferencias que se impartieron en el ciclo organizado en el Museo del Carlismo (EstellaLizarra, Navarra) con motivo de la exposición temporal “Montejurra. La Montaña Sagrada”, que pudo visitarse en dicha institución del 29 de noviembre de 2016 al 7 de mayo de 2017. Francisco Javier Caspistegui, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Navarra, en “El Montejurra carlista: mito y realidad”, tras contextualizar el papel jugado por la montaña en diversas civilizaciones y culturas como espacio sagrado, y relatar la asociación estrecha entre el carlismo y el mundo montañoso, analiza en profundidad la evolución de la percepción de Montejurra como montaña sagrada carlista a lo largo de cuatro fases desde la década de 1830 hasta la actualidad, concediendo especial atención al período entre 1873 y 1935, en el que se crea el mito de Montejurra, en parte como consecuencia de la victoria obtenida en 1873, y al que tiene lugar entre 1935 a 1977, cuando se asiste a la sacralización de Montejurra, que tendrá en los trágicos sucesos de 1976 un punto de inflexión, iniciándose el declive del mito que, no obstante, sigue presente aún en la mitología carlista. Por su parte, el antropólogo Jeremy MacClancy, de la Oxford Brookes University, en su trabajo “El carlismo rural”, parte de sus estudios de campo en Cirauqui en la década de 1980 con veteranos carlistas y profundiza en los elementos que caracterizaron la identidad de los requetés que combatieron en la Guerra Civil Española, destacándose entre todos ellos Dios y la defensa de la religión, así como el sentimiento de pertenencia a una comunidad en la que 9


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los valores generacionales y el respeto a sus mayores ocupaban un lugar fundamental, por encima de otros conceptos identitarios como Patria, Rey o Fueros. Finalmente, Manuel Martorell, periodista y experto en carlismo, en “La evolución del carlismo a través de la revista Montejurra”, analiza la evolución ideológica que experimentó el movimiento en los años 60 del pasado siglo a través de los contenidos, diseño, portadas y cabeceras de la revista Montejurra, editada entre 1960 y 1971. Esta iniciativa editorial, surgida en la clandestinidad como boletín de la Juventud Carlista e impulsada por el principal grupo carlista que actuaba en Navarra, se convirtió en un elemento clave en la modernización ideológica del carlismo. Manteniendo un difícil equilibrio entre los sectores contrarios y favorables a la colaboración con el franquismo, sus artículos muestran un profundo cambio de posición en determinados temas como la Guerra Civil, la actualidad internacional, los partidos políticos y la religión. Este ejemplar es el cuarto de la serie de investigaciones sobre el carlismo con la que el Gobierno de Navarra, a través del Museo del Carlismo, ahonda en el estudio y difusión de este fenómeno social y político de tanta importancia para la historia contemporánea de Navarra y de España. Museo del Carlismo

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El Montejurra carlista: mito y realidad1 Francisco Javier Caspistegui

Montañas simbólicas

La superficie terrestre está repleta de montañas y algunas han adquirido un carácter sagrado, pues rara es la cultura que no cuenta con ellas entre su repertorio de elementos en los cuales fundamentarse. Los montes no tienen la exclusiva de ello pues, como señala Cirlot, “todos los objetos naturales y culturales están investidos de una función simbólica que enfatiza sus cualidades esenciales de tal forma que los llevan a una interpretación espiritual”2. Y esto nos lleva a insistir en el componente interpretativo, es decir, en el carácter construido de la percepción que tenemos de cuantos objetos integran nuestra visión del mundo, incluidas en este caso las montañas. De hecho, desde la antigüedad han servido como elementos principales en la construcción de sentido, en muchos casos en la figura de montaña cósmica, que representaba el centro y además el ombligo del mundo, desde donde se había producido su nacimiento. Así ocurría en las civilizaciones mesopotámicas, pero también en China, donde cuatro montañas rodean a la que representa el eje del universo y sostienen la cúpula celeste. Incluso algunas construcciones buscaban simbolizar ese papel, como los zigurats o las pirámides, incluso el templo de Barabudur3. Evidentemente, la centralidad siempre hacía referencia a la propia cultura y dejaba en los márgenes a las restantes, que a su vez poseían la suya4. Es por tanto difícil evitar el acercamiento a la simbología de las montañas sin incidir en su sacralidad. Como señalaba Mircea Eliade, 11


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La montaña, por estar más cerca del cielo, es sagrada por dos conceptos: por un lado, participa del simbolismo espacial de la trascendencia (“alto”, “vertical”, “supremo”, etc.), y por otro, es el dominio por excelencia de las hierofanías atmosféricas, y en su virtud, la morada de los dioses. Todas las mitologías tienen una montaña sagrada, variante más o menos célebre del Olimpo griego. Todos los dioses celestes tienen en sitios altos lugares dedicados a su culto. Los valores simbólicos y religiosos de las montañas son innumerables. Muchas veces la montaña es considerada como el punto de unión del cielo y de la tierra, y, por tanto, como “centro”, punto por el que pasa el eje del mundo, región saturada de sacralidad, lugar en el que puede pasarse de unas zonas cósmicas a otras5. De ahí la voluntad de recrear las montañas por medio de diversos simbolismos, incluyendo el paisajismo y la jardinería en oriente, cuyo sentido es la búsqueda de un significado cosmológico, dado el carácter de la montaña como símbolo del universo6. Para el cristianismo la montaña es ambivalente, pues Jesús fue tentado en lo alto de una montaña, pero manifestó su naturaleza divina en otra. Y lo es también dentro de la Biblia, repleta de referencias a las montañas7. En la tradición judeo-cristiana la montaña es sinónimo de encuentro con la divinidad, aunque con un sentido muy diferente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En el Sinaí, Moisés estaba aterrorizado (Ex. 19, 17-24), y como en numerosas religiones de la antigüedad, la montaña sagrada fue prohibida al ser humano, accesible solo a algunos intercesores; pero también se la consideró origen de bendiciones en forma de agua, símbolo de gran importancia (Ex 17, 2-6; Ez 47, 1-12), especialmente en el Nuevo Testamento (1Co 10, 4; Jn, 7, 37-38; Ap 22, 1-2), en el que la montaña era el lugar elegido por Cristo para reunir al pueblo y mezclarse con él para aportarle la palabra que enseña y salva. Jesús es el primero que humaniza la montaña sagrada, que deja de ser el espacio exclusivo de Dios, plural o singular8. No son pocos los padres de la Iglesia que emplearon su simbolismo como referencia en su reflexión sobre la religión y sus componentes9. En cualquier caso, solo algunas montañas adquirían ese papel, incluso la mon12


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Monte Sión

taña en sentido abstracto, como símbolo de aquellas que, en Tierra Santa, habían sido lugares centrales en la vida de Jesús. Es lo que representaba San Juan de la Cruz en Subida al Monte Carmelo10. De ahí que la extensión de lo sacral hacia el conjunto de las montañas fuese un proceso cuyo mayor auge tuvo lugar a partir de los siglos XVII y XVIII. De hecho, la costumbre de colocar cruces en las cumbres se inició prácticamente a comienzos del XIX en los Alpes austriacos, en 1799 en el Kleinglockner, 1800 el Grossglockner, etc.11 Era un contexto en el que la secularización avanzaba y, con ella, la apreciación creciente de la montaña desde una sacralidad no institucional, es decir, al margen de las Iglesias establecidas y muy claramente desde la Ilustración, como veremos más adelante. Una forma de plantear la defensa de los valores religiosos era mostrando una presencia evidente de los mismos, tanto mediante símbolos, como potenciando las ermitas, las procesiones y peregrinaciones hacia ellas, etc. La dimensión sacral de la montaña se manifiesta de tres formas: 1) para muchas culturas algunos picos se distinguen como lugares de santidad (Tai Shan en China, el Kailes, en el Tibet, el monte Sinaí en Egipto, por ejemplo); 2) montañas que no son veneradas por sí mismas, a menudo contienen lugares y objetos sagrados; 3) en general, despiertan en los individuos un sentido de lo maravi13


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lloso que las sitúa como espacios cargados de belleza y significado. Todo ello hace que en torno a la sacralidad de los montes puedan distinguirse algunos temas comunes que los individuos de cualquier cultura han identificado: la altura, que por sí misma ya implica un elemento de distinción; la centralidad, como ya se ha señalado; el poder, tanto natural como sobrenatural; la deidad a la que se considera presente en ellos; como templo o lugar de sabiduría; como paraíso o jardín; por su relación con los ancestros y los muertos; como símbolos de una identidad cultural o personal (por ejemplo el monte Fuji); como fuente de bendiciones en forma de agua, vida, fertilidad y salud; o, finalmente, como inspiración, renovación y transformación12. De alguna manera, lo sagrado y lo profano se entremezclan y nos muestran que junto a la sacralidad, también se construyen percepciones de las montañas que buscan complementar el sentido de lo que rodea a los individuos. Estos espacios simbólicos son construcciones culturales que reúnen íntimamente hechos humanos y sociales con otros naturales con el fin de ordenar la vida, de darle sentido. En definitiva, son artefactos mentales con un marcado carácter práctico, pero también estético13. Por este mismo motivo, la simbología varía, porque se modifican los fundamentos sobre los que construir sentido y lo establecido pierde capacidad de explicar la realidad. De alguna manera, lo simbólico forma parte del cambio permanente de las percepciones. Y esto se aplica de forma plena a la visión de las montañas: “En etapas iniciales de la historia humana, la montaña fue vista con respeto reverencial. Su altura dominaba por encima de las llanuras donde vivían los hombres; era remota, de difícil acceso, peligrosa e imposible de asimilar dentro de las necesidades ordinarias del hombre”14. Sin embargo, en esas percepciones se combinaban dos perspectivas, la que consideraba a la montaña como lugar sagrado, pero junto a ella la que lo veía como espacio de peligro y generadora de un intenso temor. A las cumbres se las asociaba con la divinidad, como hemos señalado, pero en muchas ocasiones vinculada a lo más terrible de la misma. En toda Europa y en China, las grandes alturas eran refugio de dragones, que si para los primeros eran terribles, para los segundos eran benéficos15. Esta creencia se mantuvo activa en occidente 14


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hasta el siglo XVIII. Pero junto a ella no es casual la asociación de las montañas con la brujería, las fieras salvajes, los demonios, los bandidos o los bosques amenazadores16. Hacia el siglo X en Oriente y en torno al siglo XVIII en Occidente, la percepción de las montañas fue cambiando (salvo algunas excepciones anteriores, como la ascensión de Petrarca al Mont Ventoux en 133517). El rescate de la forma y el significado de la montaña se produjo de pleno en el romanticismo. En ese proceso tuvo una gran importancia la sustitución del ideal formal centrado en el círculo como representación de la perfección divina. Ya previamente había mantenido cierto conflicto con la verticalidad y lo irregular, que no acababa de encajar en ese esquema y que se trató se asociar a la caída, y con ella las ruinas18, la corrupción de la inocencia originaria. Esta explicación la asumieron, por ejemplo, Kepler o Newton, pero de forma muy limitada, porque las montañas se seguían viendo, en general, como lugares feos, peligrosos, llenos de bandidos y seres extraños. Sobre estas bases fue abriéndose paso la primacía de lo irregular, pero también aspectos más prosaicos como el incremento de población que hizo necesario el cultivo de nuevas tierras, ya en las laderas montañosas; o la mayor facilidad para los viajes mediante sistemas de carreteras, que hizo de las montañas lugares menos terribles, lo que favoreció que desde el XVIII emergiera una estética de lo sublime en la que el ascender a las cumbres se convirtió en una moda practicada inicialmente por aristócratas. Además, esta creciente atención hizo que el interés científico se incrementase, inicialmente por los Alpes, que se convirtieron en espacio de conquista y estudio. El botánico y geólogo de Zurich Johann Jacob Scheuchzer, publicó a comienzos de ese siglo estudios en los que analizaba el marco alpino (aunque también incluyera una clasificación de los dragones que habitaban esas montañas). Pero más significativo fue que introdujo una idea que ayudaría a cambiar aun más la percepción de las montañas, y fue la del carácter saludable de las alturas: “A mediados del siglo XIX, la imagen de la montaña había dado un giro inesperado: lejos de ser un lugar que inducía estremecimientos de horror que sólo podían sobrellevar las almas fuertes, ahora era un lugar benigno y beneficioso para personas 15


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debilitadas o enfermas”19. Eran los sanatorios que reflejó Thomas Mann en La montaña mágica (1924), aunque su mirada buscara más mostrar la decadencia del mundo en extinción, el previo a la I Gran Guerra. Asentada la imagen religiosa de la montaña, desde el siglo XVIII se inició una secularización de la misma que comenzó a apreciar aspectos puramente humanos, por más que los modelos se siguieran entrecruzando. Permaneció una ambivalencia respecto al carácter de los entornos montañosos, pero lo positivo ganó terreno y se apreció ese espacio agreste y alejado como un depósito de virtudes, como una reserva de las mismas e incluso se tendió, como ya señalábamos más arriba, a una re-sacralización más evidente de los montes. En ese contexto, los Alpes se convirtieron en un ideal de libertades. Como señala Simon Schama: “In an age of increasingly imperial dynastic states, it was the obstinately modest, selfsufficient republican cantons that appealed to self-styled Friends of Liberty”20. Esta imagen se expandió con rapidez, muy apoyada por Jean-Jacques Rousseau, que idealizó aun más a los habitantes de las alturas alpinas y sentó algunas de las bases del posterior romanticismo, pasando por la valoración de la montaña en la Revolución Francesa, muy dependiente de los modelos de interpretación cristianos, especialmente del monte Sinaí21. Valga un ejemplo: Fue allí [en las montañas suizas] donde desentrañé la verdadera causa de mi cambio de humor y la vuelta a esa paz interior que había perdido desde hacía largo tiempo: era la pureza del aire de las montañas. En efecto, es una impresión general que experimentan todos los hombres, aunque no todos se den cuenta, que sobre las altas montañas, donde el aire es más puro y sutil, se nota una mayor facilidad para la respiración, el cuerpo más ligero y el espíritu más sereno; los deseos son menos ardientes y las pasiones más moderadas. La meditación toma, allí, un no sé qué carácter grande y sublime, en proporción a los objetos que nos rodean, no sé qué voluptuosidad tranquila que no tiene nada de acre ni de sensual. Parece como si al elevarnos por encima de la estadía del hombre, dejamos allá abajo todos los sentimientos rastreros y terrenales, y que a medida que nos acercamos a las 16


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zonas más etéreas, el alma contrae algo de su inalterable pureza. Se está allí, grave sin melancolía, apacible sin indolencia, contento de ser y de pensar: todos los deseos demasiado vivos se mitigan, pierden la agudeza que los hace dolorosos; no dejan en el fondo del corazón más que una emoción ligera y dulce; y es así como un feliz clima sirve para que los hombres se sientan felices, aun con las mismas pasiones que en otro lugar son su tormento. Dudo de que ninguna agitación violenta, ninguna enfermedad del alma pueda sobrevivir viviendo aquí un tiempo más prolongado, y me sorprende que los baños de aire saludable y bienhechor de la montaña no sean uno de los grandes remedios de la medicina y de la moral22. Aunque muy cercano a modelos de espiritualidad ya referidos, la percepción de las montañas comenzaba a examinarse desde la escala del individuo, y se idealizaba el marco físico, sus habitantes y modos de vida y organización, así como los beneficios que podía proporcionar, por más que aún siguieran vigentes viejos modelos de rechazo. Esta ambivalencia la reflejó el historiador Lucien Febvre en 1922: Mais “le montagnard”, qu’en dire –le montagnard abstrait, typique, universel? l’homme aux curiosités nécessairement restreintes, à l’horizon limité par la haute barrière des monts? le traditionaliste, le routinier-né, tenu par son habitat à l’écart des grands courants de civilisation, conservateur dans l’âme, plongé dans le passé par toutes ses fibres, gardien superstitieux de l’héritage moral et matériel des ancêtres qui l’ont précédé, parce que rien ne vient lui inspirer le désir d’un changement? Vieux usages, vieux costumes, vieilles langues, vieilles religions: c’est l’habitant de l’Engadine et son romanche, le Basque et son euskara, le Vaudois et sa doctrine religieuse, l’Andorran et ses franchises –plus loin, l’Albanais, son dialecte, son Islam. Du reste, un homme vigoureux, honnête, ce montagnard théorique, vivant sainement au milieu d’une famille patriarcale solidement constituée, volontaire, industrieux, frugal, économe et prévoyant, ignorant le luxe, dédaigneux du confort, rude travailleur et concurrent 17


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redoutable des gens de la plaine. Par contre, et naturellement aussi, ce n’est ni un lettré, ni un artiste: le cadre grandiose de ses montagnes n’étouffe-t-il pas, n’écrase-t-il pas le génie créateur des hommes?23 Las percepciones encontradas mostraban la complejidad de lo simbólico, así como su ambivalencia, es decir, la posibilidad de interpretaciones y utilizaciones que diferían radicalmente dependiendo del uso que se quisiera hacer de ellos. Y aunque esta tendencia ya era evidente cuando la perspectiva era primordialmente religiosa, a partir del siglo XVIII, dentro del proceso de secularización, el dualismo interpretativo se aplicará también al ámbito de la política. La pregunta podría ser dónde quedaba la realidad ante tales usos. Y la respuesta es que en muchas ocasiones los tópicos recogían algo objetivo, como cuando los campesinos de la montaña del Maçonnais se lanzaron al pillaje de las llanuras inmediatas al poco de conocer las primeras noticias de la caída de la Bastilla, confirmando la vieja impresión de constituir un país de salvajes24. Esta secular oposición entre valles y montañas, que había alimentado los dualismos y los estereotipos, siguió apoyándose como una forma de justificar diferencias políticas. Así las viejas antítesis se adaptaron y si los llanos se asociaron a las izquierdas, las montañas permanecieron vinculadas a la derecha y el catolicismo, desarrollando a su vez su propio simbolismo. Los profundos cambios producidos en el siglo XIX alejaron prácticas y lealtades tradicionales y en las tensiones resultantes se introdujo una política moderna. Aunque sin poder establecer patrones generales, señala Eugene Weber que “isolation and self-sufficiency made for political (or rather apolitical) stability, or put another way, the refusal to entertain new ideas; and that they coincided with a political orientation toward personalities, rather than toward either Right or Left”25. Estos dualismos llevaron a un interés creciente hacia todo lo relacionado con la montaña y comenzaron a aparecer estudios en los que el medio ambiente se combinaba con las percepciones hacia la montaña, sus habitantes, los modos en que se entendían a sí mismos y por los demás, o sus formas de organización26. Aunque todavía marcadamente geográfica, la mirada de Élisée Reclus se dirigió en esta dirección, como señaló en 1860: 18


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Séparés du reste du monde par un cercle de glaces et de rochers, initiés depuis quelques années seulement à la jouissance d’un chemin carrossable, les habitants de la Vallouise sont restés à peu près en dehors de tout progrès. Ils sont incontestablement bons, doux et naïfs, mais on ne leur ferait aucun tort si on les comparait à tel peuple barbare du Nouveau Monde ou de la mer du sud. Pour apprendre à connaître les mœurs des indigènes de la Vallouise, qu’on entre dans une de leurs cabanes et l’on verra que les huttes des Esquimaux ne sont guère inférieures aux habitations de nos compatriotes des Alpes27. O como describía en el prólogo a su libro sobre las montañas: “Je tentai de comprendre aussi ce que la montagne avait été dans la poésie et dans l’histoire des nations, le rôle qu’elle avait eu dans les mouvements des peuples et dans les progrès de l’humanité tout entière”28. Y posteriormente, después de varios capítulos dedicados a los fenómenos puramente naturales de la misma, se centraba en su habitante, el montañés, del que afirmaba, muy en conexión con la imagen rousseauniana: Elles lui ont donné en outre une manière de penser et de sentir qui le distingue; elles ont reflété dans son esprit, comme dans celui du marin, quelque chose de la sérénité des grands horizons; dans maints endroits aussi, elles lui ont assuré le trésor inappréciable de la liberté. […] D’ailleurs, la vie de luttes incessantes, de combats sans trêve contre les dangers de toute sorte, peut-être aussi l’air pur, salubre, qu’ils respirent, en font des hommes hardis, dédaigneux de la mort. Travailleurs pacifiques, ils n’attaquent point, mais ils savent se défendre29. En definitiva, como señalaba más adelante, “[l]es hautes vallées de la montagne étaient libres, libres les montagnards”30. Su punto de vista era ya radicalmente humano, muy al hilo de su anarquismo. Esta imagen no era solo un reflejo del romanticismo, sino que tenía continuidad, como refleja Fernand Braudel al afirmar: “La montagne est le refuge des libertés, des démocraties, des républiques 19


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paysannes”31. Crecientemente el objetivo era el coronarlas, conquistar sus cimas, muy lejanos ya los días en que su mera presencia provocaba terror o su acceso estaba vedado por prescripciones o supersticiones32. Este territorio de la libertad, tanto encarnado por sus habitantes, como para aquellos que se aproximaban a él, hizo que las montañas se politizaran, es decir, que su significado adquiriera un matiz más al añadir trasfondos ideológicos entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Las montañas comenzaron a percibirse como depósito de una libertad primigenia, salvaguardada entre sus cimas, paraísos de organización social en contraste con la corrupción del mundo urbano de las llanuras, frente a la que se defendían con fiereza dada su naturaleza guerrera y rebelde, en una imagen que ha permanecido estable a lo largo de los siglos, por mucho que contenga altas dosis de invención33. Pero junto a ella se mantenía también la visión primitivista, de atraso y anquilosamiento que tenía una larga tradición, como reflejaba el testimonio del peregrino a Santiago que en plena Edad Media se quejaba de los habitantes del paso por el Pirineo: “Las gentes de esta tierra son feroces como es feroz, montaraz y bárbara la misma tierra en que habitan. Sus rostros feroces, así como la propia ferocidad de su bárbaro idioma, ponen terror en el alma de quien los contempla”34. Y aun Víctor Hugo escribía, a comienzos del siglo XIX: C’est un funeste siècle et c’est un dur pays d’horribles rois sont là; la montagne en est noire assistés au besoin par ceux du mont Ventoux, ceux-ci basques, ceux-là catalans, ils ont de leurs donjons couvert la chaîne entière… tout tremble; pas un coin de ravin où ne grince la mâchoire d’un tigre ou la fureur d’un prince35. Y aunque la idealización de las montañas conviviera con su representación como epítome del atraso, la primera se desdoblaba de nuevo entre quienes las veían como referencia de la libertad en sentido democrático, al modo de Reclus, y quienes la consideraban como un refugio frente al liberalismo y sus derivaciones. En ambos casos el aislamiento y la posibilidad de encontrar refugio ascen20


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diendo en altura contribuían a preservar modos y costumbres de las amenazas procedentes de las tierras bajas36. Esta realidad, utilizada en sentido ideológico, mostró una imagen que tendió al conservadurismo y a la asociación de la montaña con posiciones de derecha lo que, sumado al estereotipo negativo, sirvió como alimento del debate político e ideológico. En cualquier caso, lo que muestra esa utilización de la montaña es su creciente valor en sentido nacionalista y, por ello, la utilidad de su empleo en sentido ideológico. De ahí la creciente importancia de los montañeros y sus organizaciones como instrumentos de afirmación identitaria37. Son muy conocidos, ya en el siglo XX, los grupos montañeros del nacionalismo vasco, como forma de exaltación del paisaje propio y como estructura de sociabilidad y fidelización para sus componentes38, pero no son ejemplos únicos, y puede mencionarse el caso de Turquía desde la fundación de la República39, o la intensa actividad de diversos clubes alpinos en Austria y Alemania en busca de una germanización de las cumbres, bien por la presencia física de montañeros, bien mediante la construcción de refugios y, en cualquier caso, con una fascistización de estas organizaciones desde comienzos de los años veinte40. En estos y otros ejemplos, como señala Mosse, “[l]a patria nunca se imaginaba como Berlín o Fráncfort, ciudades de donde provenían muchos escritores y artistas; su trabajo reflejaba, más bien, la revuelta contra el industrialismo, la búsqueda de ‘un pedazo de eternidad’ con el que la nación siempre se había representado”41. Bosques y montañas proporcionaban continuidad, si no eternidad, algo especialmente útil tras el final de una guerra, cuando “el montañismo se identificaba en Alemania con una cierta experiencia interior y con una actitud moral que reflejaba la fuerza y pureza de la nación”, además de la regeneración individual y cierto elitismo, sin dejar de lado el dualismo ya clásico entre montaña y ciudad, como recogieron muchas películas germanas del período de entreguerras42.

El carlismo y las montañas

Desde el comienzo del movimiento carlista, se produjo una tendencia a asociarlo con espacios montañeses, jugando con alguno 21


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de los elementos a los que se ha hecho referencia previamente, especialmente la dualidad entre el mundo agrario y el urbano. Es evidente que había una base real tras esa asociación, pues la geografía del carlismo en la primera guerra tenía como baluartes principales las zonas montañosas de las provincias de Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y Navarra, la Cataluña rural, el Maestrazgo, el interior de Castilla la Vieja o la Galicia más montañosa, además de espacios vinculados a serranías extremeñas, cántabras y andaluzas. Pero más allá de la base real que esta distribución pudiera tener, no cabe ignorar que muchas ciudades contaban con núcleos carlistas importantes, por más que la presencia de tropas adictas a Isabel II impidiera su acción. Por ello, tras este vínculo se manifestaba un interés concreto y si desde el carlismo se recurría a aquellos elementos más positivos de la imagen de la montaña, desde el lado contrario, desde un genérico liberalismo, el carácter montaraz era muy útil como muestra de atraso y, por ello, de la necesidad imperiosa de transformaciones que rompieran los viejos moldes anquilosados. En cualquier caso, se construía una geografía, que sin ser imaginaria, implicaba la superposición de lo construido sobre la definición territorial preexistente. Se trataría de formular principios identitarios por medio de la recreación de los rasgos físicos del territorio, una observación interesada de todo lo que se adaptase mejor al ideal requerido43. De ahí que la creación de un universo simbólico paralelo al real se convirtiese en un objetivo fundamental; desde ambas partes se buscaba la alternativa a un mundo incómodo, ajeno, poco complaciente, bien fuese por la llegada del liberalismo y todo su corolario de consecuencias, bien por la permanencia de elementos procedentes de la sociedad previa. Se creó así la imagen de un mundo cerrado, aislado, separado físicamente del resto del país –y de sus amenazas– por altas montañas. La imagen transmitida fue la de un idílico mundo rural colgado de montañas inaccesibles y valles recónditos, tal como recogía, por ejemplo, Pereda: Una hora después apareció, sin saberse por dónde, un remusguillo juguetón que la emprendió con las nieblas del Valle; y soplando aquí y allá, hízolas refugiarse en la montaña; abrió 22


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en las cimas más altas algunas rendijas en las densas veladuras, introdujo por ellas sus rayos el sol; y, a su contacto, los dispersos jirones blanquecinos reuniéronse en fantásticas moles, y fueron rodando monte arriba, sobre brañas y barrancos, hasta desvanecerse detrás de las cordilleras en el azul intenso del espacio44. Ya durante la primera guerra, entre 1833 y 1839, se acudía a la imagen montaraz de los carlistas, como recogía con entusiasmo el legitimista francés Alexis Sabatier: Et voilà que du sommet de tes montagnes part ton formidable cri de guerre. Les mille échos de tes vallées le répètent. Au silence religieux de tes campagnes succède le bruit des armes et des pas précipités de la guérille; car tes enfants, après avoir fait bénir leurs armes et reçu un scapulaire neuf des mains du prêtre du village, ont dit: La guérille se lève!45 Para el teatro de la guerra carlista en el Maestrazgo, la impresión que proporcionaba el alemán Rahden se ajustaba más a la realidad, al describir la pobreza y penalidades de la vida en aquella zona, donde al observador “el modo de vida de la mayor parte de la población, en especial la de las altas sierras, le parece terrible, cuando no completamente insoportable”46. Pese a ello el autor insistía en la íntima relación entre los carlistas y la vida en las zonas más montañosas y escarpadas: Forajidos como peseteros, algunos urbanos sueltos, antiguos carabineros y otras gentes semejantes no se atreven a adentrarse en estas altas sierras y, en cambio, convierten en peligrosas las carreteras. El labrador, el trabajador y, en general, todo el pueblo español presenta convicciones genuinamente facciosas, es decir, realistas, por eso un viajero que las comparta se encuentra en Aragón tan seguro como entre su propia familia47. En el caso de Navarra se procedía a esa identificación con lo montañoso, incluso en evidente contraste con la realidad, que no se correspondía con la descripción que daba, por ejemplo, Henningsen: 23


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Desde el extremo norte hasta las fértiles y grandes llanuras de las orillas del Ebro, denominadas la Ribera, no es otra cosa que una sucesión de montañas donde el forastero se encuentra perdido y desorientado en aquel laberinto de largos y estrechos valles, profundas cañadas y salvajes y gigantescas rocas. En la zona Norte, próxima a los Pirineos, las montañas son más altas y más imponentes que en los distritos del Sur, pero en ninguna parte puede marchar la caballería un día entero sin desmontar48. Por su parte, para la guerra de 1872 a 1876, Francisco Hernando, en su Recuerdos de la guerra civil, señalaba: En las montañas vasco-navarras, en las de Cataluña y en algunas de Castilla había por entonces en armas unos cuantos hombres, fuertes como las rocas que les servían de albergue, constantes como los españoles de los siglos medios y heroicos como lo son siempre los defensores de grandes causas. Aquellos hombres, varias veces vencidos y vendidos, habían de nuevo enarbolado su secular bandera en medio de los rigores del invierno y sin contar su número, sin pensar en la desproporción de sus fuerzas, sin reparar en la escasez de sus elementos, fiados únicamente en el auxilio de Dios y en el esfuerzo de sus corazones, se habían lanzado a la guerra y desafiaban impávidos a la revolución. [...] Aquellos hombres que en las elevadas montañas del Norte exponían sus vidas, peleaban por la Religión, por la Patria y por la Monarquía legítima49. Incluso se perfilaba con detalle el marco montañoso por antonomasia, asociado a la figura del principal líder militar carlista, Tomás de Zumalacárregui, en las Améscoas: [l]es Alpes, beaucoup plus bouleversées que les Pyrénées, n’offrent pas de groupe plus fourré, plus escarpé ni d’un accès plus difficile. […] Là, un homme peut défendre à lui seul un défilé. C’est une forteresse inexpugnable. Il n’est même pas besoin de s’y munir de vivres. Les innombrables mérinos qui y paissent suffiraient à plusieurs milliers d’hommes pendant plusieurs mois50. 24


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Esta imagen se extendió, como puede verse, mucho más allá de las fronteras hispanas y más allá de los límites ideológicos del grupo carlista. Pierre Loti, en uno de los libros canónicos sobre el contrabando, Ramuntcho (1897), insistía en la inmutabilidad del espíritu de los habitantes de esta parte del Pirineo y de sus ancestros, “le vieil Esprit immuable qui maintient encore ce peuple les yeux tournés vers les âges antérieurs; le mystérieux Esprit séculaire, par qui les enfants sont conduits à agir comme avant eux leurs pères avaient agi, au flanc des mêmes montagnes, dans les mêmes villages, autour des mêmes clochers”51. Era la visión del propio Sabino Arana, creador del nacionalismo vasco, cuyos puntos de arranque tanto tenían en común con el carlismo52. Pero también desde sus enemigos nos encontramos con caracterizaciones que asumían esta imagen montaraz: “Elevados montes, profundos valles, angostos desfiladeros, hondonadas profundas, extensos bosques, terreno agrietado y casi impracticable, aun en la parte relativamente llana; todo esto, […] constituye, digámoslo así, el corazón de Navarra”53. Por su parte, ya durante la guerra civil de 1936, era Arthur Koestler el que insistía en esta idea e iba más allá: “The Pyrenean valleys of Navarra had remained a stronghold of medieval tradition; it was Spain’s Vendée and the birthplace of the Carlist movement”54. Lo que muestran era el vínculo entre un espacio y un tiempo, la inmutabilidad de una tradición, incluso, si no sonara a anacronismo, la existencia de una estructura, de un mundo mítico ajeno al transcurrir del tiempo. Sus gentes, ancladas en el pasado, eran el testimonio de tiempos remotos, con los que existía una continuidad indudable, ininterrumpida. De ahí la importancia simbólica del recurso al pasado, la creciente literatura que a fines del s. XIX y comienzos del XX recurría a establecer continuidades, especialmente con la Edad Media. El propio pretendiente, Carlos VII, señalaba en su testamento político que los carlistas eran los salvadores de la patria, y establecía claros nexos con aquel tiempo55. Más explícito aún era Louis Teste: “En Navarre et dans le pays basque, toute la population est carliste. […] Le moyen âge, qui a survécu dans ces contrées, y laisse persister la simplicité antique. Il n’y a pas d’hostilité entre les classes, parce qu’elles sont en continuel échange de rapports”56. En tiempos de cambios, el 25


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igualitarismo se remontaba a una Edad Media idealizada, en la que las clases no existían. Todo ello conformaba una construcción que alcanzó gran éxito. Además se recurría a otros elementos de ese universo simbólico montañés, como los árboles57. Así lo señalaba Eustaquio Echave Sustaeta en 1915 mediante el recurso a la imagen del árbol58, un elemento simbólico del tradicionalismo que se va a repetir de forma habitual en cuantas explicaciones del carlismo se ofrezcan, vinculando este movimiento con el arraigo, la solidez y la perdurabilidad. Así lo consideraba el integrista Juan de Olazábal, al preguntarse sobre los fueros y su conexión con los antepasados: “¿Vamos a permitir ahora, guipuzcoanos, que vengan gentes que si han nacido en la tierra, sienten en francés, inglés o norteamericano, […] a pretender tronchar de un hachazo el árbol venerando de nuestras seculares instituciones?”; de ahí, señalaba posteriormente, la misión de los integristas guipuzcoanos: “que no se seque el árbol”59. Un ejemplo más, también dentro del siglo XX: Pero el ambiente apacible del valle nativo calma el hervor de los deseos locos. […]. El hombre, como el árbol, cuanto más hunde sus raíces en la tierra, más se eleva para recibir el beso del sol en las regiones diáfanas. Las razas estables, arraigadas en una comarca, encariñadas con el suelo en donde viven y perduran como los viejos troncos renovados por periódicas floraciones, son las que dan hijos fuertes a la Patria. Ellas alimentan el acervo espiritual de los sentimientos y de las costumbres60. Todo ello hacía del territorio bajo control o influencia carlista un espacio rural y predominantemente agreste en clara oposición a las ciudades61, de acuerdo al modelo ya señalado. El Vizconde Alphonse De Barrès du Molard escribía en 1842: “las doctrinas revolucionarias habían progresado en las ciudades principales de España, pero habían sido rechazadas constantemente por las poblaciones agrícolas, sobre todo las de las montañas, cuya sencillez de costumbres ha mantenido la pureza de la fe católica”62. Jaume Balmes comparaba al habitante de la montaña con el de la ciudad, centrándose en el ejemplo de Cataluña63. Así, conside26


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raba que, “en todo lo tocante a ideas morales, […] es muy superior el hombre de la montaña al habitante de las ciudades, y sobre todo si son populosas”. Incluía también un aspecto relevante, como es el de la memoria, la capacidad de conservar la tradición, y afirmaba que el pueblo de las grandes ciudades carecía de memoria: “Tan sólo lo que oyó o vio [sic] ayer, y esto para olvidarlo mañana; porque los objetos se le agrupan delante en confuso tropel, desfilan rápidamente ante sus ojos y le abruman y le distraen”; todo ello le daba “una susceptibilidad extrema para todo lo presente”. En cambio, el habitante de la montaña estaba integrado en la tradición, tenía memoria y, por tanto, arraigo: “él sabe todo lo que sabe su padre, como éste sabía cuanto su abuelo, merced a las veladas en que, reunida la familia en torno de la lumbre de chimenea, escucha embelesada y con el mayor candor y docilidad las narraciones del canoso anciano cargado de años y de experiencia”. Es significativo este texto por lo que implica de transmisión familiar de las ideas, por la cohesión que implica este modelo ideal de organización social64. Además de ello, consideraba al campesino de las montañas catalanas trabajador, no se encontraban mendigos allí y, de hallarlos, eran ajenos a la tierra65. Eran pueblos, en definitiva “que viven en la actualidad como vivieran hace siglos sus antepasados, sin que hayan cambiado sustancialmente ideas y costumbres al través de los tiempos”66. La protección frente a todo ello era física, las barreras montañosas que la naturaleza oponía y que contagiaban a quienes habitaban esa naturaleza: “montañas altísimas parece que estorban la entrada al cólera moral que se ceba en las entrañas de las grandes ciudades”67. Un orden doblemente natural que se traducía en formas de vida concretas, resaltadas en la idealización constante de ese marco natural, como la generalizada atribución de tranquilidad, honestidad y paz social a quienes habitaban en ese bucólico mundo montañés, lo que, a su vez, repercutía en una más intensa religiosidad. Esto permitía a la protagonista de una novela que creciera “fortaleciendo su corazón con los ejemplos de piedad que advertía en todo cuanto le rodeaba y dilatando su alma en la contemplación de las elevadas montañas que, al remontar sus cúspides al cielo, le 27


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enseñaban a bendecir al Supremo Autor de tantas magnificencias y maravillas”68. El modelo de montaña, como puede apreciarse, responde a la imagen positiva que predominaba en estas formulaciones tradicionalistas, extendida a los habitantes de esas montañas que tan claramente se distinguían, en los modelos duales que se manejaban, respecto a los que venían “de fuera”, evidentemente distintos, tanto los obreros como los capitalistas que construyeron un salto de agua en uno de estos idílicos pueblos montañeses, que se recogían en las páginas de una novela: La regata atrajo a unos señores negociantes. Unos señores de etiqueta, serios, gruesos, que llegaron a Berialde en un estupendo auto. Los señores formaron una Sociedad anónima en menos tiempo del que se necesita para liar un pitillo. La Sociedad volcó sobre Berialde una tropa abigarrada y astrosa de jornaleros que treparon, en bandas, por el monte y lo destriparon. […] Fue como una irrupción de los bárbaros que talaron, sin piedad, la fronda rumorosa y magnífica de la montaña69. Tanto unos como otros eran ajenos, distintos, de comportamientos extraños, anónimos como personajes colectivos y, además, culpables de atentar contra la montaña, esa caracterización implícita del paisaje de Navarra y símbolo por excelencia de lo que significaba tradición, como señalábamos. Junto a esta definición de sus rasgos, positiva en lo que les tocaba directamente, y negativa por contraste con los extraños, los habitantes de Navarra, buenos salvajes rousseaunianos, completaban su carácter con la mayoritaria pertenencia al carlismo y con la permanente asociación al mundo rural. A este mismo sentido responde un relato que simbólicamente recoge esta imagen, el de la novela de Jaime del Burgo, El valle perdido, en la que un grupo de antiguos combatientes de la primera guerra carlista había quedado aislado en las montañas, representando con ello la esencia conservada por el aislamiento de los principios del tradicionalismo, puestos en cuestión por sus antiguos prisioneros también aislados entre las montañas que, ya independizados, mostraban actitudes y comportamientos brutales. La raíz de la diferencia entre ambos grupos no era otra que la religión, 28


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Nicolás Ardanaz, Autorretrato en las Malloas (1959). Museo de Navarra

tal como se planteaba en la novela. De la misma trama surge la obra de Nicolás Ardanaz, un fotógrafo claramente alineado con el carlismo, cuya temática era la recogida del mundo rural, de la montaña y de los pueblos y ciudades de una Navarra representada en pleno vigor de la imagen campesina y montaraz70. También en este contexto resalta la exaltación de la montaña entre lo deportivo y lo político. En este sentido, cabe indicar que los pioneros del alpinismo en Navarra mostraran rasgos similares a los que ya desde el siglo XVIII hollaban las cumbres alpinas71. Sin embargo, su consolidación como práctica más amplia estuvo en directa relación con lo realizado en las provincias vascas, y con similares planteamientos, como expresaba la queja de la prensa: “Es triste que siendo nuestra querida Navarra uno de los países al que más ha dotado con sus dones la Naturaleza, se tenga un concepto tan equivocado de lo que es el alpinismo y se tome el hacer una excursión a la montaña como motivo de diversión, pasando el día comiendo y bebiendo alegremente”72. La montaña no era una mera diversión para los nacionalistas vascos, un entretenimiento, sino un medio para otros fines, principalmente crear cohesión de grupo y, a partir de ella, construir nación. Lo significativo es que a este objetivo se sumó también el carlismo, como manifestaba María 29


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Rosa Urraca Pastor al reivindicar mayor presencia femenina en la montaña, aunque desde un periódico nacionalista vasco: En el espíritu libre, amplio y profundamente religioso del hombre de la montaña, no puede darse la estrechez de criterio, el egoísmo mezquino que frecuentemente condena a nuestro sexo a la abstención de goces espirituales y materiales que el hombre, poco cristiano y poco social, cree, con el petulante orgullo de la ignorancia, ser privativos suyos. Por eso anhela que la mujer, su compañera de la vida [...], suba con él, y en la cima de la montaña, en contacto su alma con la naturaleza, sature de alegría, de optimismo y de paz su espíritu y de oxígeno, de luz y de vida su cuerpo. Si bajo el punto de vista físico el alpinismo tiene especialísimas ventajas para la mujer, bajo el aspecto moral puede llamarse el deporte femenino por excelencia. ¡Sólo nosotras mismas podemos decir qué placidez, que sosiego, qué bienestar y qué equilibrio de ideas y de sentimientos queda en el alma después de haber realizado ese esfuerzo de una ascensión y de haber permanecido un día entero al aire libre con la expansionabilidad de esa alegría sana que, únicamente en la unión de Dios y de la naturaleza, puede experimentarse! [...] A más de otras ventajas en el orden espiritual y físico, se ahorrarán por cada excursión alpina, el colorete y el carmín de una semana. El campo y la naturaleza proporcionan gratis la salud, la belleza y la alegría73. Esto no impide constatar que la aparición de los clubes alpinos carlistas se retrasó mucho en comparación con los nacionalistas vascos, y solo comenzaron a surgir al amparo de la creación de la Agrupación Deportiva Tradicionalista a partir de 193574.

La sacralización de Montejurra, la montaña carlista

Por lo anteriormente señalado, al carlismo se ha tendido a asociarlo con la montaña, con sus gentes y formas de actuar y comportarse, pero no de forma tan clara con montañas concretas. 30


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Morella

De alguna manera, es el conjunto de las montañas el que conforma un paisaje humano y, con ello, político e ideológico, mucho más que cumbres concretas. Y eso que no faltan aquellas cuyos nombres se asocian al carlismo, especialmente los lugares en los que tuvieron lugar batallas durante las guerras del XIX (Peña Plata, Somorrostro, Morella, Peñacerrada, Arlabán, San Fausto, Oriamendi, Améscoas, Peracamps, etc.). A ello habría que añadir pocos lugares más en los que el carlismo encontró espacios de encuentro y celebración, con una elevada carga simbólica al margen de su vínculo directo con los seguidores de los pretendientes. Valga el ejemplo de Montserrat, una montaña cuyo carácter sagrado se remontaba considerablemente en el tiempo, aunque con el papel ambivalente ya señalado: Por necesidad había de ser montaña religiosa la que se nos ofrece en eso mismo como un símbolo, el más expresivo del doble aspecto, tremendo a la vez y risueño, de nuestra sacrosanta Religión. En efecto. Por un lado los dogmas severos del juicio de Dios, de la eternidad del castigo, de la necesidad de la penitencia, de la lucha constante del hombre consigo mismo, de 31


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Montserrat

la muerte de Cristo en el Calvario; por otro, las inefables promesas del cielo, las tiernas parábolas del padre de familia y del buen pastor, las armonías dulcísimas del culto cristiano, la faz amorosa del ideal de toda hermosura, cual es el Verbo humanado, las puras sonrisas de los Ángeles y la celestial belleza de la Virgen Madre. ¡Ah! No, no podía ser otra cosa la montaña de Montserrat que monumento religioso; tal destino le dio el Artífice supremo al trazar desde la eternidad el plan de tan soberbia arquitectura; doble sello le puso que lo acreditase de suyo durante todos los siglos, y a despecho de todas las vicisitudes: el sello de la majestad infinita de Dios y el de las gracias inefables de su Madre Santísima75. Para muchos autores, era el reducto de la ignorancia, de la superstición, de la brujería, en definitiva, de todo aquello que la Iglesia de la Contra-reforma quería eliminar. Pero, además, montañas como la catalana también formaban parte de lo predilecto de Dios: santuarios, ermitas, monasterios, testimoniaban su carácter sagrado, así como los relatos y leyendas que mostraban los milagros continuos76. La asociación de diversos movimientos políticos con ella ya se había 32


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producido desde el nacionalismo catalán, y el carlismo se sumó a esa exaltación, fundamentalmente a partir del argumento religioso. Es en este contexto en el que podría incluirse Montejurra77, una montaña legendaria para el carlismo, aunque su valoración e importancia haya variado con el tiempo de forma considerable. De hecho, podría establecerse una serie de etapas en las que circunscribir el proceso de creación de sentido carlista de la cumbre de la zona media de Navarra. 1. Antes del mito (1833-1872)

Aunque ya en la guerra realista de principios de los años veinte del siglo XIX la zona que circundaba Montejurra tuvo un significativo protagonismo, no fue hasta la primera guerra carlista cuando el nombre de Montejurra comenzó a adquirir relevancia. Concretamente fue en 1835 cuando mostró cierta presencia militar en el marco de la guerra de los siete años. En marzo Zumalacárregui subió a su cima y emboscó tropas en Barbarin para atacar Arróniz78, aunque más relevancia alcanzó unos meses más tarde, en noviembre, cuando se hicieron de nuevo con la cumbre subiendo por Irache, en reñida competencia con los liberales. Ponía énfasis el parte liberal en el carácter traicionero, poco caballeroso de los carlistas, que aprovechaban el terreno quebrado para sus ataques: Este final de la jornada acabó de frustrar las miras del enemigo, quien atacando siempre que el terreno es montañoso nuestras marchas por flanco y retaguardia, contenido donde hacemos alto para volver a la carga cuando prosigue la marcha después de rechazado, y demasiado cobarde para esperar firme, ni atacar de frente a los soldados de la Reina, quiere darse la apariencia de vencedor con los seducidos pueblos que han de consumar con el último sacrificio de ellos las ambiciosas esperanzas que jamás sabrá realizar ni su valor ni su pericia79. No fueron extraños estos comentarios que ponían en cuestión la caballerosidad del comportamiento carlista por no someterse a las reglas de la guerra abierta, ejército contra ejército, por lo que la re33


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Montejurra. FOTOGRAFÍA CEDIDA POR SU AUTORA, SANDRA AZPILICUETA ARRONIZ

ferencia a la montaña como espacio propicio para las emboscadas y los ataques por sorpresa se consideraba una forma poco elegante de llevar a cabo la guerra. El propio general Fernández de Córdova lo señalaba poco después del parte anterior: ¡El Montejurra! ¿Qué terreno más ventajoso para los que se titulan reyes de las montañas, con menos confianza en sus armas que en la protección del país que han fanatizado sus arrogantes y desacreditados embustes? […] después de 10 horas de fatiga os presentásteis a desafiar como en una parada la jactancia de esos soldados montaraces que sólo se atreven a combatir entre breñas y bosques80. Para los liberales Montejurra era el monte carlista, donde se refugiaban aquellos a los que llamaban facciosos y, por tanto, el objetivo que encarnaba la forma de hacer la guerra de sus contrarios y todo un símbolo del propio carlismo. Si alguien estaba creando un mito, eran los cristinos, y no tanto los carlistas. De hecho, una vez que terminó la guerra, quienes hicieron más referencias a ella 34


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fueron los propios liberales, poniendo en valor su participación en las acciones de la cumbre estellesa. Valga como ejemplo significativo el papel jugado por Francisco Navarro Villoslada, buen conocedor de Montejurra, aunque solo fuese por formar parte del horizonte geográfico de su infancia. No es extraño, por tanto, que en su primera novela, Doña Blanca de Navarra, hiciera varias referencias a la montaña dentro del contexto agreste de la zona: A la izquierda, las ásperas montañas de las Amezcuas se prolongaban con atrevidos contornos, perdiéndose la vista en la misteriosa oscuridad del angosto valle, abierto para dar paso al cristalino río; a la derecha se estrellaba la vista contra las breñas de Montejurra, aunque, mirando más hacia el fondo, podía recrearse en la inmensa huerta del monasterio, a cuyo extremo occidental se eleva el gótico edificio81. Pero más allá del marco general, si algo muestra el escritor de Viana sobre el propio Montejurra es su carácter áspero. Así, cuando la penitente rescata a D. Alfonso de la tormenta de nieve, lo lleva “[a]l pie de las escarpadas rocas de Monte Jurra”, donde se refugiaron en la ermita de Nuestra Señora de Rocamador, junto a la que vivía la misteriosa mujer “en una medio choza, medio ermita, apartada del camino y la ciudad, a la falda del asperísimo Monte Jurra, poblado entonces, más que ahora, de corpulentos árboles y maleza”82. Por si no quedaba claro ese carácter quebrado, desabrido y fragoso, añadía que en una de las sinuosidades del tajado Montejurra, un disforme y cóncavo peñón que, adelantándose sobre la base, semejaba el arranque de un arco gigantesco, servía al humilde tugurio de pabellón contra las tempestades, no sin robarles los rayos del sol del medio día y los blandos soplos del austro. Defendíanle al frente contra los rigores del cierzo robustas hayas, que aumentaban la obscuridad y tristeza de aquella pobre vivienda, sobre todo cuando soplaba el viento […] o silbaba entre los pinos que, brotando de entre las hendiduras de la roca, tendían hacia el hondo los brazos horizontales83. 35


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Es solo un ejemplo, pero en una expresión literaria tan ligada al romanticismo como la novela histórica, y más en la persona de Navarro Villoslada, es difícil sustraerse a las imágenes de la naturaleza desatada que con tanto énfasis resaltó el periodo medio del siglo XIX, muy acorde con la revalorización de la naturaleza y de las montañas dentro de ella. El que iba a ser uno de los principales personajes del carlismo unas décadas más tarde, mostraba en textos como este los elementos que conformaban una conexión ya establecida entre los montes y el carlismo. 2. Creación y consolidación del mito (1873-1935)

A partir de esa base llegó el acontecimiento por excelencia sobre el que se construyó la leyenda de Montejurra, la batalla que entre el 7 y el 9 de noviembre de 1873 sirvió para mostrar la capacidad de resistencia del carlismo frente a las tropas gubernamentales. Ya desde los días inmediatos al encuentro las imágenes de lo ocurrido difirieron, y lo que para Antonio Pirala no fue más que una demostración de la capacidad del ejército para alcanzar las posiciones carlistas sin mayores dificultades, para el carlismo fue una gran victoria que además reforzaba la posición de la ciudad sagrada del carlismo, Estella. Como reflejaba El Cuartel Real: “España está de enhorabuena, y los carlistas debemos una vez más bendecir al Señor de los Ejércitos por la visible protección que dispensa a nuestras armas”84. Por su parte, en La Esperanza se tiraba de ironía: ¿qué objeto se propuso el general Moriones al aceptar el combate que los carlistas le ofrecieron en las vertientes de Montejurra? ¿Quería entrar en Estella? Pues no ha entrado. ¿Quería apoderarse de esas que él llama posiciones, para amenazar desde ellas a Estella y empezar a dominar el país? Pues no lo ha conseguido; porque, suponiendo que las haya tomado, ha vuelto a abandonarlas, y hoy estarán ya ocupadas por los carlistas. ¿Quería, por último (según dice su parte) aceptar el desafío de los carlistas, demostrándoles que era capaz de tomar los puntos que ellos defendían? 36


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Pues entonces, que las tropas de la brigada Padial, y los 300 y tantos heridos escoltados a Logroño por la columna Dana, dicten en la historia de los generales ilustres el juicio crítico que merece un jefe que derrama la sangre de sus soldados con el exclusivo objeto de ganar una apuesta a sus enemigos. Después de hacernos estas preguntas, y contestárnoslas satisfactoriamente, dejamos que los periódicos liberales llamen victoria a la batalla de Monte-Jurra. El general Moriones evita cuidadosamente este inútil trabajo, absteniéndose, contra su costumbre, de calificar aquel sangriento hecho de armas85. Pese a las versiones encontradas inmediatas a la batalla, pronto resultó evidente que las pérdidas habían sido más elevadas para las tropas gubernamentales, lo que reforzó la sensación de victoria entre los carlistas, que ya habían lanzado una medalla conmemorativa del hecho, creada por R.O. dada en Estella, el 9 de noviembre de 1873, “para perpetuar la memoria de un hecho que tanto honra a mi Ejército”, en palabras del pretendiente Carlos VII. Tenían derecho a usarla todos los que actuaron en la batalla86. A nivel más popular comenzaron a circular cantares y versos en los que se ridiculizaba a las tropas de Moriones y unos meses más tarde el propio pretendiente hacía entrega de su sable al santuario de El Puy inscrito con las batallas en las que había participado, incluyendo Montejurra87. Servía todo ello como refuerzo del grupo, de la comunidad carlista, que en la victoria afirmaba su personalidad colectiva, y se construía el mito de un espacio de triunfo sobre el que no hacían mella los acontecimientos posteriores. El mito se fijaba a partir de los elementos previos y transfería la fiereza del entorno a sus defensores. Montejurra y el carlismo se asociaban gracias al éxito conseguido y sumaban tras de sí el vínculo con la montaña que ya se estableciera en la guerra de 1833. Se estaba construyendo una configuración del carlismo en la que lo ocurrido en los aledaños de Estella sirvió como acontecimiento extraordinario que explicó al conjunto del movimiento, para lo cual se dotó además de elementos simbólicos, como la medalla, pero también impulsó una memoria popular de gran fuerza emocional, reforzada con la celebración del aniversario de la batalla y en la que todo se 37


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justificaba con el favor divino que la victoria representaba. Si ya la medalla incluía explícitamente la inscripción “Con el patrocinio de la Virgen”, en la celebración del aniversario decía El Cuartel Real: “¿Queréis otra prueba más clara de que Dios está de nuestra parte, de que Dios nos protege siempre que procuramos merecer su protección, y de que el triunfo definitivo de nuestra causa está escrito en el cielo?”88. Además, esta percepción desde el carlismo se veía de alguna manera reforzada por la que se mostraba desde el liberalismo, que consideraba el sistema defensivo de los seguidores de don Carlos como una barrera sin duda más resistente de lo que era en realidad. Años más tarde se escribía, recordando esos momentos posteriores a la batalla de 1873: todas las entradas a Estella, ciudad santa del carlismo, presentaban un aspecto imponente. Allí eran las montañas, verdaderas, casi inexpugnables fortalezas. […] estaban erizadas de obras defensivas, ora líneas continuas enlazadas por reductos, ora verdaderos corchetes dibujados en el terreno, hábilmente construidos, modelos de fortificación de campaña, auxiliados además por gran número de baterías. Contra ellas eran casi nulos los efectos de nuestra artillería. El defensor gozaba allí guarecido de una impunidad casi absoluta, y desde allí vomitaba la muerte, diezmando las vidas de aquellos bravos batallones que subían a pecho descubierto89. Bien es verdad que esta elevada consideración hacia la fortaleza de los carlistas incrementaba por contraste la dificultad del objetivo y engrandecía, a posteriori, el mérito por su conquista. De hecho, el final de la batalla del 18 de febrero de 1876 servirá en este caso para mitificar Montejurra para el ejército alfonsino, refrendado por la toma de Estella al día siguiente. De hecho, en el proceso de consolidación ritual de la victoria del joven rey hijo de Isabel II, vencer en esa cumbre implicaba superar las barreras frente al atraso, superar los límites a la expansión de las libertades e introducir la luz donde previamente reinaba la oscuridad. Lo que para el tradicionalismo era una barrera que garantizaba la pureza de la tradición, para el 38


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Plano esquemĂĄtico de la batalla de Montejurra publicado en El Pensamiento espaĂąol el 12 de noviembre de 1873

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Reproducción fotográfica del cuadro al óleo Pasando revista a las tropas de Enrique Estevan y Vicente. Publicado en 1890 en El Estandarte Real

liberalismo no era sino el obstáculo que impedía el progreso. La guerra de 1872 a 1876 sirvió para mostrar el dualismo de significados de la montaña, encarnada de forma evidente en Montejurra, convertida en un símbolo, en un mito que servía para explicarlo todo. Pero quizá un rasgo paradójico dentro de lo que se ha tratado sobre el componente sacral de las montañas, es que esta valoración se realizó desde una óptica que no era religiosa. Militar era la acción y desde la milicia se observaba, por más que el carlismo comenzara a añadir algunas referencias religiosas, pero siempre muy en segundo plano. Desde cada una de las dos ópticas, carlista y liberal, se asumió el significado de Montejurra como propio, de forma más general entre los primeros, que buscaron sacar el mayor partido posible a la victoria de 1873. Así, por ejemplo, los seguidores de don Carlos impulsaron una iconografía propia, con especial protagonismo del pintor Enrique Estevan y Vicente (1847-1927). Mientras, desde el otro lado, la valoración se circunscribió primordialmente al ejército, que mantuvo una presencia constante sobre ese terreno, bien mediante maniobras, bien mediante la instalación de un campo de tiro en las inmediaciones. Pero tal vez la forma más clara de intentar esa apropiación simbólica de Montejurra fue durante la visita 40


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Anuncio del cuadro Pasando revista a las tropas de Enrique Estevan y Vicente publicado en El Tradicionalista, el 28 de julio de 1888

que un joven Alfonso XIII realizó a la ciudad de Estella en 190390. Esta excursión, como la denominaba la prensa de la época, estaba cargada de curiosidad por la reacción que adoptaría el carlismo. De hecho, el diputado carlista por Estella, Joaquín Llorens, hizo unas declaraciones al corresponsal en San Sebastián del diario La Época, afirmando que no la deslucirían, que serían respetuosos y que si acudiera algún exaltado montañés, le impedirían cualquier exceso91. El objetivo que se planteaba era la conquista simbólica de la ciudad santa del carlismo, como insistían en recordar los periódicos dinásticos, y en enterrar al carlismo como algo del pasado, ya superado por el progreso que encarnaba el joven monarca: “Estella no es ya, salvo excepciones, cuna del carlismo; que el espíritu liberal ha traspasado estas montañas; que Estella no es ya, a estas alturas, un foco de ideas viejas y peligrosas”92. De hecho, es significativo que se pusiera al frente de las maniobras que se celebraron en la falda de Montejurra, en lo que bien pudiera interpretarse como la conquista simbólica de un paisaje tan íntimamente vinculado con el carlismo. Sin embargo, este intento de capitalizar para el ejército alfonsino el significado de Montejurra no trascendió del ámbito estrictamente militar, pues Montejurra siguió formando parte, entre los no carlistas, del universo de lo negativo, de lo reprobable, de lo condenado necesariamente al olvido, como ponían de manifiesto diversas expresiones de escritores y periodistas situados en la creciente política de izquierdas. Por su parte, el carlismo seguía expresando con la montaña estellesa la imagen de lo recóndito y agreste como reflejo de su propia idiosincrasia, muy lejos de un paisaje domesticado por 41


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el progreso. Un ejemplo puede ser la imagen que transmite Valle Inclán en su Sonata de Invierno (1905): “Durante algún tiempo solo se escuchó el paso de las cabalgaduras. La luna, una luna clara de invierno, iluminaba la aridez nevada del Monte-Jurra. El viento, avendavalado y frío, nos batía de frente. Don Carlos habló, y una ráfaga llevóse deshechas sus palabras”93. Era una expresión de ese ideal montaraz y recóndito, propio solamente para quienes habitaban esas tierras, tanto como el propio carlismo, era parte del mito ya consolidado. 3. Sacralización (1936-1977)

Aunque ya desde el nombramiento de Manuel Fal Conde como secretario general de la Comunión Tradicionalista, en mayo de 1934, se había dado un giro en lo relativo a la percepción del pasado para el carlismo, los meses anteriores al inicio de la guerra civil asistieron a un refuerzo del simbolismo que implicaba Montejurra, introduciendo de forma paulatina elementos de carácter religioso que hasta el momento apenas habían formado parte del mito. Montejurra ya no era solamente el lugar de un recuerdo glorioso, sino la inspiración “para hacer volver a la memoria las víctimas de la Tradición que sólo pedían un puñado de tierra para que cubriese sus cadáveres y una rama de nuestros árboles para hacer la cruz y colocarla en su sepultura”, decía Jesús Elizalde en un mitin en Estella94. El tono cada vez más ardorosamente belicista y de cruzada se incrementó entre 1935 y 1936, uniendo cada vez más el referente bélico que formaba parte de la herencia de Montejurra con los componentes religiosos. Esta sacralización de Montejurra se culminó con la propia guerra civil y en la inmediata posguerra95, en la que se afirmaba: “Montejurra ya no es sólo el monte de aristas agudas y quebradas rocas, que conserva en sus cumbres las huellas indelebles de los ‘Boina Rojas’ del año 1873: es más. Es el símbolo del valor, de la fortaleza, del coraje, del empuje en la refriega, del heroísmo en la batalla; pero sobre todo, del anhelo triunfador en la Cruzada Religiosa”96. Pero desde el ejército no se iba a renunciar con facilidad al proceso de apropiación del mito de Montejurra que había iniciado en 1876. A partir de 1936-39 se produjo una disputa soterrada por la titu42


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laridad de lo que representaba, con el carlismo buscando asumir el simbolismo encerrado en el nombre Montejurra de la manera más integral y exclusiva posible. Para ello impulsó la que en aquellos momentos se denominó la romería de las madres navarras97. Se insistía con ello, por un lado, en su carácter religioso, y por otro en el conmemorativo. Como se indicaba en la recopilación de las romerías navarras de Dolores Baleztena y Miguel Ángel Astiz: Era necesario a nuestra generación, tan probada por las agitaciones de revueltas y guerras, calmar una angustia, repetir un sacrificio, cicatrizar con las oraciones una herida: el hueco abierto en los hogares por la falta de los hijos queridos, que un día, en arranque de sublime heroismo partieron, bendecidos por todos, para nunca más volver98. El símbolo bélico de Montejurra lo impulsaba el carlismo sacralizándolo, partiendo de su consideración como romería y reafirmado por la instalación de un Vía Crucis con unas cruces de madera que en 1954 pasaron a piedra por la activa participación de la Diputación, que asumió el diseño y coste de las mismas, como había asumido en 1939 la subvención de las primeras. Pero no fue un proceso fácil. Hay que tener en cuenta que desde el decreto de unificación de abril de 1937 la Comunión Tradicionalista dejó de tener existencia legal, lo que dio lugar a multitud de enfrentamientos con las autoridades99. Y un espacio de conflicto fue la celebración de alguno de esos primeros Montejurras, especialmente los posteriores a los sucesos de Begoña de agosto de 1942. Ese año la romería a la cumbre estellesa se celebró en el mes de septiembre, el día 13, bajo la estrecha vigilancia del gobernador civil de Navarra, que en su informe al Ministro Secretario General del Movimiento100, señalaba la escasa asistencia y un ambiente que consideraba “[e]n general muy desanimado”, teniendo en cuenta que a esta romería, una de las de más tradición en Navarra, concurrían de ordinario de 4 a 5.000 almas. El acto se desarrolló dentro de gran religiosidad; este fue el estilo predominante. A la hora de comer tomó mayor aspecto de fiesta campestre, pero por grupos familiares 43


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más que por grupos políticos. Durante los actos religiosos y permanencia de la gente en el monte, no hubo –contra costumbre– ningún grito ni vivas más o menos mortificantes, ni tan siquiera el Viva el Rey. Lo significativo es el empleo de los símbolos carlistas, entre ellos la boina roja, cuyo uso, señalaba el gobernador, “no puede considerarse como sentimiento de protesta; hay que tener en cuenta la tenacidad y costumbre de esta gente que usan de esta prenda de cabeza en todos los actos de su vida, ya que es en ellos tan habitual que no se despojan ni para asistir al trabajo”. Pese a todo indica que a pequeños grupos de romeros, cuatro o cinco, se les retiró la citada boina roja por la Guardia Civil o se les previno de que no la usaran, lo que “motivó ligeras protestas pero desde luego las órdenes fueron acatadas”. Esta voluntad de control se extendió a las consignas transmitidas a las autoridades, todas las cuales colaboraron con eficacia, señalaba el informe, para mantener la situación dominada a costa de la coerción que fuese necesaria, lo que “hizo suponer a los elementos agitadores que la represión, si era precisa, llegaría hasta el último extremo. Aquellos otros elementos que sin ser abiertamente hostiles a la actual situación política hubieran visto con agrado cualquier algarada, en cuanto pensaron que esta podía no ser incruenta, se abstuvieron de concurrir al acto, ya que estos no son capaces de una acción personal si envuelve cierta peligrosidad”. Además, se había comunicado a los organizadores que la fiesta este año tenía carácter íntimo y se circunscribía únicamente a los cofrades de esta Provincia. Por otra parte, ninguno de ellos hubiera podido concurrir ya que desde el sábado a las 4 de la tarde se montó un servicio de vigilancia en todas las entradas de la Provincia, que prohibía el paso a todos aquellos vehículos que no fueran provistos de un salvoconducto especial, no siendo ninguno de los coches detenidos y que recabaran autorización para continuar el viaje, ocupado por las personas de referencia. Por otro lado se había solicitado a los gobernadores civiles de Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y Logroño “que no autorizasen ningún 44


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salvoconducto ni pase de circulación colectivos para circular por esta Provincia durante el día del Domingo”. Buena muestra de esta radicalidad fue que en uno de los autobuses que regresó a Pamplona, los viajeros iban cantando y terminaron con un viva el rey. Como consecuencia, “[l]a pareja de Policía Armada tomó nota de la matrícula del vehículo y a todos los ocupantes se les sanciona económicamente por escándalo en la vía pública”101. Al año siguiente se siguieron los mismos derroteros: Montado el servicio en forma análoga al pasado año, con las mismas medidas restrictivas, como por ejemplo, el impedir la llegada de vecinos de otras Provincias, la Romería al Montejurra que se celebró el pasado día 14 de este mes transcurrió sin ninguna novedad y dentro del orden más absoluto. Según el parte recibido, llegaron al Santuario de Irache unas doscientas cincuenta personas, a las que se agregaron otras tantas aproximadamente de los pueblos situados en la vertiente del monte. Tuve noticias de que algunos de los romeros, en número no muy grande, llevaban la boina roja, pero estimé no tomar ninguna medida en relación con este aspecto, por no tener el carácter de manifestación y deberse principalmente a que es costumbre en tal comarca el usar la boina, además de que todos ellos iban con el mayor orden. También he recibido información de que al llegar la hora de la comida y disgregarse los romeros en grupos para comer, entre algunos de ellos surgieron discrepancias sobre si se había de obedecer a Fal Conde o al Conde de Rodezno, entablándose con este motivo alguna discusión, pero siempre –como tantas veces se dice– dentro del orden más absoluto y sin que tuviera ninguna trascendencia102. Al parecer esta actitud se mantuvo los años siguientes, con los informes posteriores dando cuenta de una asistencia reducida, y de algunas manifestaciones un tanto desabridas de gentes muy localizadas pero sin mayor trascendencia103. Las cosas comenzaron a cambiar en la década de los años cincuenta. La romería había persistido hasta entonces dentro de un 45


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tono de tradicionalismo cargado de referencias religiosas y alejado de cualquier veleidad política tanto por la acción de las autoridades como por el desencanto que había cundido en las propias filas carlistas. Buen reflejo del cambio es el que reflejan los testimonios de quienes acudieron: Que los primeros eran casi primordialmente y profundamente religiosos. ¡Muy religiosos!, interiormente y exteriormente, sólo que después se fue enfriando... ¡como todas las cosas! El tiempo no pasa en balde y se fue enfriando, enfriando... hasta que aquello comenzaron a tomarlo por su cuenta los autogestionarios y los otros no podían ir. Entonces vino la lucha y de ahí quizá nacería la muerte de aquel famoso104. Es evidente la transformación, y la existencia de una cesura, como indica otro entrevistado: me acuerdo que en el 35-40, tras la guerra sí que habíamos hecho un Vía Crucis, pero era un Vía Crucis en el que había poca asistencia. El impulso se lo dio la venida de Carlos Hugo. ¡Entonces sí!, entonces sí fueron multitudinarias las asistencias a Montejurra. […] ¡Mira!, se subía el Via Crucis por esa religiosidad que tiene el Carlismo, que lo hacía el párroco de allí, carlista también [Joaquín Vitriáin]; arriba del monte, lo importante era el acto político; arriba... José Ángel Zubiaur que es... ¡ese!, ese era uno de los principales. Oradores carlistas echaban unos discursos y se merendaba allá, o se comía, o lo que sería y se pasaba un día de campo, y luego en Estella, en el Círculo Carlista también había allá reunión multitudinaria, y otro acto político al que yo no asistía porque siendo cura tenía que venir a rezar el Rosario o lo que sería. Era Domingo. Esos son mis recuerdos. Era una multitud muy grande. ¿Cuántos?, ¡no lo sé! Venía un carmelita de Vitoria muy entusiasta, carlista también, y me decía: “¡Oiga!, ¡aquí por lo menos hay 80.000! ¡De ahí p’arriba!”105. Una nueva generación que no había conocido la guerra comenzaba a dar un paso al frente y con ella se colocó Carlos Hugo, el 46


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Cartel anunciador de la romería de Montejurra de 1967. Muro Urriza

hijo mayor de don Javier, cuya aceptación de la pretensión había sido extraordinariamente renuente hasta el momento. Su presencia en la concentración carlista de 1957 impulsó considerablemente el movimiento y aumentó la asistencia a los actos, hasta convertirlos en los años sesenta en una masiva manifestación de masas con una creciente orientación política, de tono claramente antifranquista a partir de 1969106. Además de las particularidades de organización, la estructura de los actos se articulaba en torno a los siguientes elementos: Misas y comuniones en el Monasterio de Irache; Víacrucis; Misa de campaña en la cumbre; Alocuciones: en la cumbre, Irache o en Estella; Descenso y comida. Eventualmente se añadieron otros actos: Desfile de requetés; Salve y responso en el santuario del Puy de Estella y Ruedas de prensa. Un dato significativo es el de la asistencia, por más que las cifras sean imposibles de establecer con cierta claridad. En cualquier 47


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caso, se presentan algunos datos, incluyendo la asistencia máxima (generalmente propuesta por el propio carlismo) y la mínima (procedente de las autoridades), a fin de situar el alcance de unos actos cuya importancia fue creciendo desde fines de la década de los cincuenta, como queda señalado: AÑO

1962

MÍNIMO

MÁXIMO

Miles

AÑO

MÍNIMO

MÁXIMO

AÑO

MÍNIMO

MÁXIMO

1968 40.000

200.000

1974

2.500

7.000

1963 30.000

75.000

1969 10.000

60.000

1975

2.500

10.000

1964 50.000

150.000

1970 16.000

100.000

1976

4.500

25.000

1965 60.000

100.000

1971

5.000

10.000

1977

1.500

1.500

1966 20.500

150.000

1972

4.000

15.000

1967 30.000

100.000

1973

2.000

10.000

Es en este contexto en el que cabe insertar el Montejurra de 1976107. Los años precedentes, sobre todo desde 1969, algunos sectores tradicionalistas comenzaron a reclamar la recuperación de los actos en el sentido religioso y conmemorativo previo, en ocasiones en tono muy beligerante. Se oponían a la politización y radicalización opositora del carlismo que seguía a Carlos Hugo de Borbón Parma. En las semanas previas al 9 de mayo de ese año los mensajes emitidos fueron elevando el tono violento, y así fueron percibidos por las autoridades, que incluso remitieron avisos al entonces ministro de la Gobernación, Manuel Fraga Iribarne, advirtiendo de la organización de grupos de guerrilleros de Cristo Rey y Fuerza Nueva para asistir a la concentración carlista. También se conocía con antelación la presencia del hermano de Carlos Hugo, Sixto, acompañando a alguno de estos grupos. Pese a las advertencias de los servicios de seguridad no se adoptaron medidas especiales. Como resultado de todo ello se produjo el asesinato de Ricardo García Pellejero y Aniano Jiménez Santos. La reacción desde el Partido Carlista y desde el conjunto de la izquierda con la que estaba alineado desde fines de los sesenta, fue de indignación y de inmediato se lanzaron una serie de comunicados conjuntos en los que no sólo se condenaban las muertes, sino que se reclamaba jus48


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Placa recuerdo de Ricardo García y Aniano Jiménez fallecidos en Montejurra en 1976

ticia, a la par que se situaba a los dos fallecidos como ejemplo. El lunes, 10 de mayo, se celebraba el funeral en Estella por la primera de las víctimas, Ricardo García. Posteriormente se produjo el traslado al cementerio, a pie y con el féretro portado a hombros. Otro funeral se celebró en la Catedral de Pamplona, presidido por una foto de grandes dimensiones del asesinado. Se volvieron a repetir los actos tras el fallecimiento de Aniano Jiménez. En los textos de condena, en las homilías, destacaron algunos elementos significativos: en primer lugar la reiteración del argumento de la unidad del pueblo y de las fuerzas políticas108. Los que dispararon, los que los protegieron, el gobierno, eran el anti-pueblo, el enemigo y el que, violentamente, con prepotencia, trataba de sojuzgarlo. En segundo lugar, los fallecidos no sólo encarnaban al pueblo, sino a la verdad109 y a la propia libertad (“Ricardo, Aniano, vuestra sangre abrirá caminos de libertad” se dijo reiteradamente); en tercer lugar, los muertos en Montejurra se convirtieron en mártires del 49


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Propaganda electoral de la candidatura Montejurra a las elecciones de 1977

carlismo (“la larga e interminable lista de mártires que ha dado el Carlismo en su lucha por la causa de la libertad y por la causa del Pueblo, se ve hoy aumentada con dos nuevos nombres”, dijo Irene de Borbón-Parma en la misa que celebraron por los fallecidos) y en testimonio de la lucha por la verdad y por la libertad110. El propio Carlos Hugo, en unas declaraciones que realizó para Tele-Expres, indicaba que lo ocurrido en Montejurra “ha reforzado y aclarado la situación del carlismo”111. 4. ¿El fin del mito? (1977-)

Después de 1977 la situación se tornó más compleja. La imposibilidad de presentarse a las elecciones bajo su nombre, por más que 50


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la elección de la denominación Montejurra mostrara la pervivencia del mito en un contexto tan complicado como aquel112, mermó unas posibilidades que ya no parecían tan favorables como en los años centrales de los sesenta. Lo ocurrido en 1976 reforzó la percepción del carlismo como algo vinculado a la cara más anquilosada de un fenómeno político secular. Pesó mucho la memoria, con una imagen que siguió lastrando sus propuestas públicas, a pesar de los intentos de superarla del afán renovador iniciado a fines de la década de los cincuenta. Montejurra fue quedando en un segundo plano y, pese a que aun es habitual la asociación de la montaña de Tierra Estella con el carlismo, bien puede afirmarse que ha perdido buena parte del carácter sagrado que tuvo en su día. El añadido religioso ha desaparecido, las concentraciones carlistas ya no celebran romería, y el lugar de memoria que estableció la batalla de 1873 y el contexto bélico previo y posterior se han convertido cada vez más en asunto de historiadores o de museo.

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Notas 1.

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Este texto se inscribe en el proyecto subvencionado por la Secretaría de Estado de Investigación, Desarrollo e Innovación (HAR2015-64920-P). Agradezco las sugerencias de Ignacio Olábarri. Cirlot, J. E.: A dictionary of symbols, Londres, Routledge, 2001 (2ª), p. liii; Roux, J. P.: Montagnes sacrées. Montagnes mythiques, París, Fayard, 1999. Véase: Eliade, M.: Images and Symbols. Studies in Religious Symbolism, Nueva York, Sheed and Ward, 1961, pp. 41-44; Cirlot, J. E.: A dictionary of symbols, pp. 219ss.; Roux, J. P.: Montagnes sacrées, pp. 69-82; Grötzbach, E.: “Heilige Berge und Bergheiligtümer im Hochgebirge. Ein Vergleich zwischen verschiedenen Religionen”, en: Gamerith, W.; Messerli, P.; Meusburger, P. y Wanner, H. (eds.): Alpenwelt–Gebirgswelten. Inseln, Brücken, Grenzen. Tagungsbericht des 54. Deutschen Geographentags, Heidelberg, Deutsche Gesellschaft für Geographie, 2004, pp. 457-463. Eliade, M.: The Sacred and the Profane. The Nature of Religion, Nueva York, A Harvest Book, 1987, pp. 42-47. Eliade, M.: Tratado de historia de las religiones, Madrid, Cristiandad, 1974 (ed. original, 1954), pp. 128-129, 130; The Sacred and the Profane, pp. 38-42. Eliade, M.: The Sacred and the Profane, pp. 152-155; Tuan, Y-F.: Passing strange and wonderful. Aesthetics, nature and culture, Nueva York, Kodansha, 1995, pp. 128-129, 131-132, señala que en chino paisaje es, literalmente, montaña y agua. Robert, P. de: “Sur la symbolique de la montagne dans la Bible”, en: Cabanel, P.; Granet-Abisset, A-M. y Guibal, J. (eds.): Montagnes. Mediterranée, Mémoire. Mélanges offerts à Philippe Joutard, Grenoble, Musée Dauphinois & Publications de l’Université de Provence, 2002, pp. 305-320; France, R. T.: “A tale of two mountains: mountains in biblical spirituality”, Rural Theology, 6/2, 2008, pp. 117-125; Thompson, A. R. H.: Sacred mountains: a Christian ethical approach to mountaintop removal, Lexington, University Press of Kentucky, 2015. Desplat, C.: “Introduction”, en: Brunet, S.; Julia, D. y Lemaitre, N. (eds.): Montagnes sacrées d’Europe, París, Publications de la Sorbonne, 2005, pp. 9-20. Valga como referencia Orígenes: Fernández Lago, J.: La montaña, en las homilías de Orígenes, Santiago de Compostela, Instituto Teológico Compostelano, 1993. Especialmente el capítulo III. “Los montes en la historia de la Salvación”, pp. 69-96.


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Para Mircea Eliade, “San Juan de la Cruz representa las etapas de la perfección mística por una Subida del Monte Carmelo, e ilustra su tratado con la ascensión larga y penosa de una montaña” (Images and Symbols, p. 137). Reichler, C.: “La sacralisation du paysage dans le voyage en Suisse au début du XIXe siècle”, Revue de l’Institut de Sociologie, 1, 1998, pp. 2939; Scharfe, M.: “Kruzifix mit Blitzableiter”, Österreichische Zeitschrift für Volkskunde, 53/102, 1999, pp. 289-336; Mathieu, J. y Boscani Leoni, S.: (eds.), Die Alpen! Zur europäischen Wahrnehmungsgeschichte seit der Renaissance / Les Alpes! Pour une histoire de la perception européenne à partir de la Renaissance, Berna, Peter Lang, 2005; Mathieu, J.: “The Sacralization of Mountains in Europe during the Modern Age”, Mountain Research and Development, 26/4, 2006, pp. 343-349. Bernbaum, E.: “Sacred mountains: themes and teachings”, Mountain Research and Development, 26/4, 2006, pp. 304-306; véase también su monumental Sacred mountains of the world, Berkeley, University of California Press, 1997. Todavía en 1922 Lucien Febvre veía prematura una clasificación como esta, aun cuando la consideraba posible en el futuro: “Lorsque les analyses auront été assez poussées et assez multipliées; lorsqu’aux monographies concernant l’Europe se seront adjointes des monographies aussi étudiées concernant les régions montagneuses des autres continents, peut-être sera-t-il possible de déterminer un certain nombre de types d’adaptation des sociétés humaines aux possibilités des diverses espèces de montagnes. Pour l’instant, la tentative est prématurée. Et la chimère unitaire est pis qu’une chimère: une folie, et dangereuse” (Febvre, L.: La terre et l’évolution humaine. Introduction géographique à l’histoire, París, Albin Michel, 1922, p. 240). Tuan, Y-F.: Passing strange and wonderful, 1993, pp. 171-173. Tuan, Y-F.: Topofilia: un estudio de las percepciones, actitudes y valores sobre el entorno, Barcelona, Melusina, 2007 (ed. original: Englewood Cliffs, Prentice-Hall, 1974), pp. 100-106, p. 101 para la cita. Como dice Simon Schama, “while Chinese tradition venerated the creatures as lords of the sky, guardians of esoteric, celestial wisdom, Christianity deemed them winged serpents, and as such, the embodiment of satanic evil. On the rock-ledge they were the demonic opposition for holy cave-dwellers, anchorites, and hermits” (Landscape and memory, p. 411). Nueva York, Vintage Books, 1996. Tuan, Y-F.: Landscape of fear, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2013 (ed. original: 1979), pp. 7, 79-80, 109-110, 135. Uno de los ejemplos que señala es el siguiente: “The Kaguru of Tanzania, for example, believe that both witches and zombies dance at night on mountaintops” (115). También es recurrente la imagen del monte Pilatos, cerca 53


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de Lucerna (Wroe, A.: Pilatos. Biografía de un hombre inventado, Barcelona, Tusquets, 2000 –ed. original: 1999–, pp. 411-425); Roux, J. P.: Montagnes sacrées, pp. 155-176. Petrarca, F.: Ventoux Mendirako Igoaldia, 1336ko Aprilaren 26A=La ascensión al Mont Ventoux, 26 de abril de 1336, Vitoria-Gasteiz, Artium, 2002. Sobre esta ascensión véanse, por ejemplo: Joutard, P.: L’invention du Mont Blanc, París, Gallimard, 1986, p. 42; Groh, R. y Groh, D.: “Petrarca und der Mont Ventoux”, Merkur. Deustche Zeitschrift für europäisches Denken, 46/4, 1992, pp. 290-307; Hoffmann, T.: “Rolle vorwärts, Rolle rückwärts: Raoul Schrott und Petrarcas Brief über die Besteigung des Mont Ventoux”, Text + Kritik: Zeitschrift Für Literatur, 176, 2007, pp. 64-75. Así lo recogen algunos viajeros británicos en sus ascensos a los Alpes (Schama, S.: Landscape and memory, p. 465); uno de los principales impulsores de esta idea fue Thomas Burnet, en The sacred theory of the Earth (1684), donde establecía que como castigo a los pecados de los seres humanos la perfecta superficie terrestre se rompió con rocas y quebradas (Bernbaum, E. y Price, L. W.: “Attitudes toward mountains”, en: Price, M. F.; Byers, A. C.; Friend, D. A.; Kohler, T. y Price, L. W. (eds.): Mountain Geography: Physical and Human Dimensions, Los Ángeles, University of California Press, 2013, pp. 253-266. Tuan, Y-F.: Topofilia, pp. 105-106; Romantic geography: in search of the sublime landscape, Madison, The University of Wisconsin Press, 2013, pp. 41-49; Joutard, P.: L’invention du Mont Blanc, p. 197. Schama, S.: Landscape and memory, p. 479. Cita como ejemplo más significativo el del poema de Albrecht von Haller, Die Alpen (1732). Entre la amplia literatura dedicada a esta obra, véase, por ejemplo: Schaumann, C.: “From meadows to mountaintops: Albrecht von Hallers’s Die Alpen”, en: Ireton, S. M. y Schaumann, C. (eds.): Heights of Reflection: Mountains in the German Imagination from the Middle Ages to the Twenty-first Century, Londres, Camden House, 2012, pp. 57-76. De forma más general: Steink, H. (ed.): Albrecht von Haller: Leben – Werk – Epoche, Göttingen, Wallstein, 2008. Una historia de los Alpes: Mathieu, J.: Geschichte der Alpen, 1500-1900: Unwelt, Entwicklung, Gesellschaft, Viena, Böhlau, 1998. Schechter, R.: “The Holy Mountain and the French Revolution”, Historical Reflections, 40/2, 2014, pp. 78-107. Rousseau, J. J.: Julia o la nueva Eloísa, Madrid, Akal, 2007 (ed. original: 1761), pp. 92-93. Carta XXIII, de Saint-Preux a Julia. Existe una estrecha relación entre esta carta y la mencionada de Petrarca sobre su ascenso al Mont Ventoux. Schama, S.: Landscape and memory, pp. 480-482. Febvre, L.: La terre et l’évolution humaine, p. 238.


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Weber, E.: Peasants into Frenchmen. The Modernization of Rural France 1870-1914, Stanford, Stanford University Press, 1976, pp. 10-12. Weber, E.: Peasants into Frenchmen, p. 261. Lo llamativo es que el bando de la montaña, los montagnards de la asamblea francesa, eran los más izquierdistas, mientras que los girondinos eran los más conservadores, aunque esta distinción no hiciera tanto referencia a sus orígenes geográficos como a su posición dentro de la propia asamblea. Véase: Marin, M.: Y a-t-il des mots des Montagnards? Le lexique et les choix politiques Montagnards, Annales historiques de la Révolution Française, 2015/3 (n° 381); Furet, F. y Ozouf, M.: Dictionnaire critique de la Révolution française, París, Flammarion, 1988, pp. 404-417; Brunel, F.: “Montagnards/Montagne”, en: Soboul, A.: Dictionnaire historique de la Révolution française, París, Puf, 1989, pp. 757-761. La obra de referencia fue la de Grand-Carteret, J.: La Montagne à travers les âges. Rôle joué par elle: façon dont elle a été vue. Tomo I: Des temps antiques à la fin du dix-huitième siècle, Grenoble, H. Falque et F. Perrin, Librairie Dauphinoise, Moûtiers, François Ducloz, Librairie Savoyarde, 1903; Tomo II: La Montagne d’aujourd’hui, Grenoble, C. Dumas, Librairie Dauphinoise, Moûtiers, François Ducloz, Librairie Savoyarde, 1904. Citado por Mouthon, F.: “Introduction: regards croisés sur la montagne”, en: Berthier-Foglar, S. y Bertrandy, F. (dirs.): La montagne: pouvoirs et conflits de l’antiquité au XXIè siècle, Chambéry, Université de Savoie, 2011, p. 13. Reclus, E.: Histoire d’une montagne, París, Bibliotheque d’Éducation et de Récréation J. Hetzel et cíe, 1882, p. 8. Reclus, E.: Histoire d’une montagne, pp. 210-211. Énfasis añadido. Reclus, E.: Histoire d’une montagne, p. 216; un argumento muy similar en la p. 229. Braudel, F.: La Méditerranée et le monde Méditerranéen à l’époque de Philipe II, I, París, Armand Colin, 1966, p. 35. Un buen ejemplo de este cambio de actitud es el británico: “By the end of the 1800s, the mountains that had once been thought unapproachable, even grimly horrifying, had not only been precisely measured and ‘conquered’ but also institutionalized through maps, guidebooks, and board games that led a player all the way from London to the summit of the Matterhorn or Mont Blanc” (Colley, A. C.: Victorians in the mountains: sinking the sublime, Farnham, Ashgate, 2010, p. 2). “La réputation guerrière des populations de montagnes serait le produit de la conjonction entre, d’une part, la dépendance/complémentarité existant entre gens des montagnes et gens des plaines et, d’autre part, le vieil antagonisme opposant civilisations urbaines étatisées et sociétés 55


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sans États” (Mouthon, F.: “Montagnes guerrières et rebelles: examen d’un topos historique sur la longue durée”, en: Berthier-Foglar, S. y Bertrandy, F. (dirs.): La montagne, p. 40). Es muy útil la consulta de Debarbieux, B. y Rudaz, G.: Les faiseurs de montagne. Imaginaires politiques et territorialités, XVIIIe-XXIe siècle, París, CNRS, 2010 (hay traducción inglesa: The Mountain: A Political History From the Enlightenment to the Present, Chicago, University of Chicago Press, 2015). Véanse también: Bozonnet, J. P.: Des monts et des mythes: l’imaginaire social de la montagne, Grenoble, Presses Universitaires de Grenoble, 1992; Mathieu, J.: The third dimension: a comparative history of mountains in the Modern Era, Cambridge, White Horse Press, 2011. Guía del peregrino medieval (“Codex Calixtinus”), introd. trad. y notas de Millán Bravo Lozano, Sahagún, Centro de Estudios del Camino de Santiago, 1989, p. 33. Citado por Desplat, C.: “Introduction”, p. 12. Stahl, P. H.: “Las comunidades de montaña: Estructuras políticas”, Zainak, 17, 1998, pp. 139-154; un ejemplo de esta dicotomía montañallanura para el caso de los Balcanes en: Kaser, K.: “Peoples of the mountains, peoples of the plains: space and ethnographic representation”, en: Wingfield, N. W.: (ed.), Creating the other: ethnic conflicts and nationalism en Habsburg Central Europe, Nueva York, Berghahn Books, 2003, pp. 216-30. Véanse, por ejemplo: Ellis, R.: Vertical Margins: Mountaineering and the Landscapes of Neoimperialism, Madison, University of Wisconsin Press, 2001; Bayers, P. L.: Imperial Ascent. Mountaineering, masculinity and empire, Boulder, University Press of Colorado, 2003; Debarbieux, B. y Rudaz, G.: Les faiseurs de montagne. CNRS Éditions, 2010. Véanse, por ejemplo: Ostolaza, M.: “Emoción, paisaje e identidad nacional en el País Vasco: discursos y prácticas en torno a los Mendigoizales (1904-1931)”, en: Galeote, G.; Llombart i Huesca, M. y Ostolaza, M. (coords.): Emoción e identidad nacional: Cataluña y el País Vasco en perspectiva comparada, París, Editions Hispaniques, 2015, pp. 101-116; Granja, J. L. de la: “Los Mendigoizales nacionalistas: de propagandistas sabinianos a Gudaris en la Guerra Civil”, en: Los ejércitos, VitoriaGasteiz, Fundación Sancho el Sabio, 1994, pp. 295-314. Akcan, F. y Bulgu, N.: “The development of mountaineering in Republican Turkey”, en: Bromber, K.; Krawietz, B. y Maguire, J. (eds.): Sport Across Asia: Politics, Cultures, and Identities, Londres, Routledge, 2013, pp. 167-188. Véanse: Zebhauser, H.: Alpinismus im Hitlerstaat. Gedanken, Erinnerungen, Dokumente, München, Bergverlag Rother, 1998; Pfister, G.: “Sportfexen, Heldenmythen und Opfertod: Alpinismus und National-


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sozialismus”, Geschichte und Region / Storia e regione, 13/1, 2004, pp. 21-56; Brugger, A.: “The Influence of Politics on the Development of Turnen, Mountaineering and Skiing in Western Austria”, The International Journal of the History of Sport, 30/6, 2013, pp. 674-691. Mosse, G. L.: Soldados caídos. La transformación de la memoria de las guerras mundiales, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2016, p. 149. Mosse, G. L.: Soldados caídos, pp. 155-160, la cita, en p. 155. Incluso en el caso español está la canción falangista “Montañas nevadas”, muy próxima a esta sentido, obra de Pilar García Noreña (1945). Caspistegui, F. J.: “La Navarre carliste: réalité et construction d’une géographie contre-révolutionnaire”, en: Dumons, B. y Multon, H. (dirs.), “Blancs” et contre-révolutionnaires en Europe. Espaces, réseaux, cultures et mémoires (fin XIIIe-début XXe siècles). France, Italie, Espagne, Portugal, Roma, École Française de Rome, 2011, pp. 57-75. Pereda, J. M. de: De tal palo tal astilla, Madrid, Imp. y Fundición de M. Tello, 1880, pp. 258-259; también, pp. 10-11, 84; también es expresivo de esta actitud el texto de inicio de la novela Don Gonzalo González de la Gonzalera, Madrid, Imp. y Fundición de M. Tello, 1879, pp. 7-12, que termina con estas frases: “todo este conjunto de maravillas se lo ofrezco al lector como un detalle de carácter, no porque a mí me asombre por nuevo, ni siquiera por raro, en el siempre y a todas horas y en todas las estaciones del año, maravilloso panorama montañés” (12). También en la misma hablaba del protagonista, que durante sus estudios estaba “suspirando siempre por el aire de sus montañas y por la del valle nativo” (13), o por las romerías allí celebradas (pp. 65-68). Tio Tomas. Souvenirs d’un soldat de Charles V, Bordeaux, Granet, 1836, pp. X-XI. Rahden, W. von: Cabrera. Recuerdos de la guerra civil española, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2013, p. 91. Rahden, W. von: Cabrera, p. 80; también es interesante la descripción que hace de la geografía de la zona, insistiendo en su carácter montaraz y su íntima relación con el carlismo, en las pp. 73-78. Henningsen, C. F.: Campaña de doce meses en Navarra y las provincias Vascongadas con el general Zumalacárregui, San Sebastián, Ed. Española, 1939 –ed. orig. 1836–, pp. 34-35. Recuerdos de la guerra civil. La campaña carlista (1872 a 1876), París, Jouby y Roger, 1877, p. 2. Así lo señalaba en su artículo Teste, L.: “Entrée de Don Carlos en Espagne”, fechado en Salvatierra el 9-05-1872 y luego recogido en su L’Espagne contemporaine. Journal d’un voyageur, París, Librairie Germer-Bailliere, 1872, pp. 271-272. 57


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Loti, P.: Ramuntcho, Gallimard, París, 1990 (ed. original, 1897), p. 41. Elorza, A.: Un pueblo escogido. Génesis, definición y desarrollo del nacionalismo vasco, Crítica, Barcelona, 2001, p. 196; Granja, J. L. de la: Sabino Arana: ángel o demonio, Madrid, Tecnos, 2015. Es significativa, sin ser nacionalista, las poesía de Trueba, A. de: El libro de las montañas, Bilbao, Agustín Emperaile, 1867, pp. 9-10, 11-16, 30, 39, 61-64, 99-101, 120-121, 123-124, 141, 179-183, 232-236. Prieto y Villarreal, E.: Sobre el terreno. Bocetos y perfiles de la vida de campaña trazados a pluma, Madrid, Diego Pacheco, 1879, p. 39. Este uso de la geografía: Iriarte, I.: Tramas de identidad. Literatura y regionalismo en Navarra (1870-1960), Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, pp. 95-101. Spanish testament, Londres, Victor Gollancz, 1937, p. 111. Ferrer, M.: Historia del Tradicionalismo Español, XXVIII/2, Sevilla, ECE, 1959, p. 175. “Le parti carliste”, Astigarraga, 17-V-1872, en: L’Espagne contemporaine, p. 316. Cirlot, J. C.: Dictionary of symbols, pp. 346-350. Valga la referencia a los Ents, los árboles humanizados del universo Tolkien. Echave-Sustaeta, E.: El partido carlista y los fueros. Con inserción de gran número de documentos, muchos inéditos, Pamplona, El Pensamiento Navarro, 1915, p. 1. Otro ejemplo de esta imagen: “El grano de mostaza había germinado y se iba convirtiendo en un árbol frondoso, contra el que nada podían ni los rigores del invierno ni los huracanes desencadenados que por todas partes le combatían” (Recuerdos de la guerra civil. La campaña carlista (1872 a 1876), París, Jouby y Roger, 1877, p. 27). En parte esta idea está en la imagen del árbol de Gernika (Zabaltza, X.: “Gernikako Arbola, un himno huérfano”, Historia Contemporánea, 54, 2017, pp. 207-241; Trueba, A. de: El libro de las montañas, p. 211). Errores nacionalistas y afirmación vasca. Conferencia dada por – en el Círculo Integrista de San Sebastián commemorando la festividad de la Inmaculada Concepción el 26 de diciembre de 1918, San Sebastián, Sociedad Española de Papelería, 1919, pp. 11 y 29 respectivamente. Minguijón, S.: Al servicio de la tradición. Ensayo histórico-doctrinal de la concepción tradicionalista, según los maestros de la contrarrevolución, Madrid, Javier Morata, 1930, pp. 57-58. Caspistegui, F. J.: “‘Esa ciudad maldita, cuna del centralismo, la burocracia y el liberalismo’: la ciudad como enemigo en el tradicionalismo español”, en: Arquitectura, ciudad e ideología antiurbana, Pamplona, T6 eds./Escuela Técnica Superior de Arquitectura. Universidad de Navarra, 2002, pp. 71-86. Mémoires sur la guerre de la Navarre et des Provinces Basques, depuis son origine en 1833, jusqu’au traité de Bergara en 1839, París, Palais-


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Royale, p. 7. Citado por Wilhelmsen, A.: La formación del pensamiento político del carlismo (1810-1875), Madrid, Actas, 1995, p. 254. Las citas siguientes están tomadas de Obras Completas, V, Madrid, BAC, 1950, pp. 898, 900, respectivamente. Esta relación de Balmes con lo montañés fue duradera en él, como puede apreciarse en su texto Conversa de un pagès de la montanya sobre lo Papa, de fines de 1841 y publicada a comienzos de 1842. Reflexiona al respecto J. M. Fradera: “I no cal ser gaire arriscat per pensar que era ben conscient que la derrota del carlisme representava la derrota d’aquell món, que era el seu, respecte del qual els eclesiàstics ocupaven una funció ben precisa i decisiva” (Jaume Balmes. Els fonaments racionals d’una política catòlica, Barcelona, Eumo, 1996, pp. 90-96, p. 92 para la cita). Cf. Caspistegui, F. J. y Piérola, G.: “Entre la ideología y lo cotidiano: la familia en el carlismo y el tradicionalismo (1940-1975)”, Vasconia, 28 (1999) 45-56; Canal, J.: “La gran familia. Estructuras e imágenes en la cultura política carlista”, en: Cruz, R. y Pérez Ledesma, M. (eds.): Cultura y movilización en la España contemporánea, Madrid, Alianza, 1997. “Mientras dura la luz del día es tiempo de trabajo, y al entrar en una aldea no encontraréis a ningún hombre apto para trabajar” (Obras completas, V, 901). Es muy significativo que, algo menos de un siglo después, y referidas a Navarra, se pronunciasen juicios semejantes: “Yo no recuerdo que nadie me pidiese nunca en su recinto [en Navarra] limosna” (García Sanchiz, F.: Del robledal al olivar. Navarra y el carlismo (San Sebastián, 1939) 61). Además, no existe delincuencia, ni en Cataluña (“la seguridad del viajero es completa, puede andar con entera confianza; y si algo le inspira recelos en el camino, será algún traje que a primera vista conocerá que es de forastero”, Balmes, Obras completas, V, 902), ni en Navarra (“nunca se registró un crimen monstruoso, parricidios y demás. […] El temor de Dios y la moral consiguiente rigen los ánimos y las costumbres”, García Sanchiz, 59), ni en las “Vascongadas”, pues “eran en ellas tales la cristiandad y la honradez que, todos lo sabéis, allí no era menester guardar las casas contra los ladrones, que no existían; allí no hacía falta rodearse de Guardia Civil para transportar, aunque fuese a media noche, caudales por los caminos; ni el vicio ni el crimen pudieron entrar ni arraigar en aquellas felicísimas comarcas” (Discurso en las Cortes de 18911892 de Ramón Nocedal, en Obras, I, Discursos, I, Madrid, Fortanet, 1907, 252). De igual modo, Antonio Aparisi y Guijarro (En defensa de la libertad, Madrid, Rialp, 1957, 274), decía: “Observad las provincias Vascongadas, los pueblos son libres porque hay sanas costumbres, y hay sanas costumbres porque hay profundo espíritu religioso”. Una última referencia: “los republicanos delinquen ocho veces más que los jaimistas. 59


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La estadística de la criminalidad nos ofrece otra prueba: la criminalidad está en razón inversa del número de círculos jaimistas” (Minguijón, S.: La crisis del tradicionalismo en España, Zaragoza, Tip. de P. Carra, 1914, 63). Nos hallamos ante referencias a mundos tradicionales, ajenos a la corrupción del nuevo contexto, idealizados y localizados en ámbitos geográficos muy específicos o, incluso insertos en ese nuevo contexto, con una llamativa superioridad moral sobre sus coetáneos novedosos. Da la impresión de que existe una imposibilidad física de que puedan producirse hechos moralmente reprobables, algo que muchas investigaciones sobre la criminalidad de esos territorios desmienten categóricamente. Balmes, Obras Completas, V, 902. Esta continuidad de siglos, inmóvil como la tierra que los acoge, se aprecia también en el ya citado Henningsen, que en su Campaña de doce meses…, habla de los “sencillos campesinos no contaminados por la corrupción que durante el siglo pasado ha enervado a los habitantes de las ciudades. Independiente y de espíritu elevado, el labrador español, aislado de las masas reunidas, entre las cuales todas las revoluciones de costumbres y de ideas para mejorar o para empeorar se abren paso tan rápidamente, ha permanecido el mismo, o muy poco cambiado, de lo que era hace siglos” (2-3). Énfasis añadido. Aparisi y Guijarro, A.: Obras, I, Biografía, pensamiento y poesías, Madrid, Imprenta de la Regeneración, 1873, p. 154. Esparza, R.: En Navarra (cosas de la guerra), Madrid, Imp. de la Viuda de Minuesa de los Ríos, 1895, p. 70; también p. 268. Más adelante calificaba este paisaje como el edén que pintaba la “calenturienta inspiración de los poetas” (p. 89, también pp. 90-91). Jaime del Burgo lo recogía también al final de su novela, cuando los protagonistas conseguían salvarse de la hecatombe que sacudía al valle perdido y se asomaron a “los altos picachos del Pirineo, salpicados de minúsculos caseríos, avance de una plácida existencia que se presentía en los pueblos de la llanura, con sus tejados puntiagudos, flotantes de densos penachos de las chimeneas” (El valle perdido, Pamplona, Eds. Siempre, 1954 –1ª ed. 1942–, p. 164). Esparza, E.: Los caminos del Señor, Madrid, Biblioteca “Patria”, 1922, p. 22. Véanse: Cánovas, C. y Esparza, R.: Nicolás Ardanaz (1910-1982). Fotografías, Museo De Navarra, 18 Mayo-25 Junio 2000. Pamplona, Museo de Navarra, 2000; Zubiaur Carreño, F. J.: “Catálogo de miradas. La Navarra que fotografió Nicolás Ardanaz”, en: Fernández Gracia, R. (coord.): Pulchrum. Scripta Varia in Honorem Mª Concepción García Gaínza, Pamplona, Gobierno de Navarra-Universidad de Navarra, 2011, pp. 838-846. “Vamos a ver, el barómetro, la cámara fotográfica, el anteojo astro-


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nómico, el trípode... todo perfectamente a nuestro deseo” (Balda, G.: “Peñas arriba. Crónica montañesa”, El Eco de Navarra, 09-08-1903, p. 2); o las referencias a los males que la altura provocaba, pese a los cuales, “[e]sta aseveración no debe echar atrás a los aficionados a esta clase de deportes...” (El Demócrata Navarro, 24-11-1905, p. 2). Era una imagen compartida por muchos sectores políticos. Garriz, A.: “Alpinismo”, La Voz de Navarra, 15-01-1924, p. 5 (también Txiri, “Los Clubs navarros y el alpinismo”, La Voz de Navarra, 03-08-1925, p. 5). Ese año 1924 se celebró la asamblea de Elgueta, de la que salió la Federación Vasco-Navarra de Alpinismo (Uno de Urbasa, “La actitud de los navarros ante la Federación Vasco-Navarra”, La Voz de Navarra, 11-05-1924, p. 5). No es casual que estos llamamientos se realizaran desde el órgano del nacionalismo vasco en Navarra. Urraca Pastor, M. R.: “Feminismo Alpino”, La Voz de Navarra, 04-06-1926, p. 5. Por ejemplo, el Grupo Alpino Oriamendi de Villava: Lazy, “Alpinismo”, El Pensamiento Navarro, 28-03-1936, p. 4; Txurregi, “Nuestras entidades deportivas. Alpinismo”, El Pensamiento Navarro, 09-04-1936. Sardà y Salvany, F.: “Montserrat”, Propaganda Católica, IV, Barcelona, Lib. y Tip. Católica, 1903 (ed. orig.: Revista Popular, 1881, por el milenario del hallazgo de la imagen), pp. 7-105, la cita, p. 13. Fernández Terricabras, I.: “Montserrat, montagne sacrée. Spiritualisation du territoire montagnard dans un massif catalan (XVIe-XVIIIe siècles)”, en: Brunet, S.; Julia, D. y Lemaitre, N. (eds.) : Montagnes sacrées d’Europe, p. 204. Para el papel más amplio de la montaña en su contexto pueden verse: Vidaurre, R.: Un año de Montejurra, Estella, Ed. del autor, 2016; Martorell, M.: Montejurra. La montaña sagrada. Jurramendi. Mendi sakratua, Pamplona, Gobierno de Navarra, 2016; Caspistegui, F.J.: “Montejurra”, Auñamendi Enziklopedia, http://www.euskomedia.org/ aunamendi/81558; “Montejurra, la construcción de un símbolo”, Historia Contemporánea, 47/2, 2013, pp. 527-557; McClancy, J.: “El misterio de Montejurra”, en Fernández de Rota, J.A. (ed.): Rito y misterio, La Coruña, Servicio de Publicacions, 1992, pp. 47-52. Ferrer, M.; Tejera, D. y Acedo, J. F.: Historia del tradicionalismo español, VI. Última campaña de Zumalacárregui (De enero de 1835 al sitio de Bilbao), Trajano, Sevilla, 1943, p. 156. Énfasis añadido. Parte del general Luis Fernández de Córdova. Cuartel General de Lerín, 17 de noviembre de 1835. Gaceta de Madrid, 332, 23-11-1835, pp. 1326-1327, 1327 para la cita. Recogido en El Eco del Comercio, 24-11-1835, p. 1. Sobre estos hechos: Ferrer, M.; Tejera, D. y Acedo, J. F.: Historia del tradicionalismo español, VIII, González 61


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Moreno en el Norte (Desde el levantamiento del primer sitio de Bilbao, a fin de diciembre de 1835), Trajano, Sevilla, 1946, pp. 226-231 (plano, p. 229). Orden general del 17 de noviembre de 1835. Gaceta de Madrid, 332, 23-11-1835, p. 1327. Recogida en El Eco del Comercio, 24-11-1835, p. 2. Navarro Villoslada, F.: Doña Blanca de Navarra, crónica del siglo XV, Madrid, Admon. del Apostolado de la Prensa, 1916 (ed. original: Madrid, Imprenta a cargo de D. Anselmo Santa Coloma, 1846). Ha tenido muchas ediciones esta obra, por ejemplo la publicada por entregas en El Pensamiento Español, donde aparecieron los fragmentos citados el 26-09-1860, pp. 3 y 4 y 15-10-1860, p. 3. Navarro Villoslada, F.: Doña Blanca de Navarra, pp. 206 y 208 respectivamente. Navarro Villoslada, F.: Doña Blanca de Navarra, p. 251. Pirala, A.: “La guerra civil”, Revista de España, VII/XXXVIII, mayojunio 1874, pp. 55-73, la referencia a la batalla en p. 57. Sobre ella: Pirala, A.: Historia contemporánea. Anales desde 1843 hasta la conclusión de la última guerra civil, IV, Im. de M. Tello, Madrid, 1877, pp. 565-573; Atlas topográfico de la narración militar de la guerra carlista de 1869 a 1876... Depósito de la Guerra, Madrid, 1887, hojas 6ª y 7ª; Hernando, F.: Recuerdos de la guerra civil. La campaña carlista (1872 a 1876), Jouby y Roger, París, 1877, pp. 108-111; Ferrer, M.: Historia del tradicionalismo español, XXV. Carlos VII, la Guerra civil en 1873, Editorial Católica Española, Sevilla, 1958, pp. 87-89; Orbe, J. de: “Montejurra”, El Pensamiento Navarro, 14-11-1926; Brea, A.: El Estandarte Real, II/17, 08-1890, pp. 260-266. La referencia de El Cuartel Real, 09-11-1873, en p. 2. La Esperanza, 10-11-1873, p. 3. Indica que es la segunda edición. La orden general de creación de esta condecoración en: El Cuartel Real, I/8, 14-11-1873, p. 1; y el decreto para su creación, con la descripción de la misma, en: El Cuartel Real, I/9, 21-11-1873, p. 1. Caspistegui, F. J.: “El misterio de la espada que era sable y que desapareció de El Puy. La lucha simbólica por Estella entre carlistas y liberales”, Sancho el Sabio, 37, 2014, pp. 103-131. El Cuartel Real, II/132, 07-11-1874, p. 1. Madariaga, F. de: “La infantería española”, La Ilustración Nacional, XIV/4, 06-02-1893, p. 50. Véase Caspistegui, F. J.: “El misterio de la espada que era sable y que desapareció de El Puy”, op. cit. La Época, 19-08-1903, p. 2; 21-8-1903, p. 1. Estas declaraciones fueron ampliamente recogidas y comentadas: La Correspondencia Militar, 2008-1903, p. 3; La Dinastía, 20-08-1903, p. 2. De hecho, hubo noticias de la indignación de algunos carlistas por las que se consideraban excesivas


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facilidades manifestadas por Llorens: El Globo, 21-08-1903, p. 2; La Lucha, 26-08-1903, p. 3. Heraldo de Madrid, 30-08-1903, p. 2. El propio Francisco Silvela, en declaraciones al periódico francés La Patrie, indicaba que con el viaje del Rey “el carlismo ha muerto en Navarra, que es donde más carlistas había” (recogido en El Eco de Navarra, 17-09-1903, p. 3). Valle Inclán, R.: Obra completa. I. Prosa, Madrid, Espasa, 2002, p. 562. Se celebró el mitin el 21 de mayo (El Siglo Futuro, 22-05-1933, p. 1). Véase al respecto: MacClancy, J.: The decline of carlism, Reno, University of Nevada Press, 2000, pp. 127-156, y un resumen en: “An anthropological approach to carlist ritual: Montejurra during francoism”, en: Violencias fratricidas: carlistas y liberales en el siglo XIX, Pamplona, Gobierno de Navarra, 2009, pp. 299-321. Oroz, S.: “Introducción”, a Policarpo Cía Navascués, Memorias del Tercio de Montejurra, por su capellán, La Acción Social, Pamplona, 1941, p. 7. Para estos primeros pasos véase: Caspistegui, F. J.: El naufragio de las ortodoxias. El carlismo, 1962-1977, Pamplona, Eunsa, 1997, pp. 283-291. Baleztena, D. y Astiz, M. A.: Romerías navarras, Pamplona, Bescansa, 1944, p. 73. Así lo ha puesto de manifiesto Martorell, M.: Retorno a la lealtad: el desafío carlista al franquismo, San Sebastian de los Reyes, Actas, 2010. Todas las citas desde ahora pertenecen al Informe confidencial del gobernador civil y jefe provincial del movimiento de Navarra, José López Sanz, Pamplona, 14-09-1942, al camarada secretario general del movimiento, Madrid. En: Archivo General Universidad de Navarra (en adelante AGUN), Archivo José Luis de Arrese, Archivo secreto de S. E., legajo 8. Otro informe del general jefe director (ilegible la firma) del cuartel general de la milicia de FET y JONS, Madrid, 12-09-1942, al Ministro Secretario del Partido, hablaba de la “concentración de tradicionalistas en Montejurra, de gran potencia, según parece, también el día 6 de octubre o el domingo anterior a este día los mismos elementos preparan este año con más gente que los anteriores el Vía-crucis anual que hacen en el monte Isusquiza situado en el límite de la provincia de Vitoria con la de Guipúzcoa y cerca de la de Vizcaya, al que asistirán elementos tradicionalistas de las tres provincias”. AGUN, Archivo José Luis de Arrese, Archivo secreto de S.E., legajo 10. Información del Gobierno Civil de Navarra sobre el acto de Montejurra. Sin fecha, pero probablemente de 1943. AGUN, Archivo José Luis de Arrese, Carpeta Tradicionalismo 1. Así se recogía en una nota del Gobierno Civil de Navarra, fechada en Pamplona, en mayo de 1945 y de manera tangencial en otra nota me63


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canografiada con el título de Reservado, fechada en Pamplona el 07-051945. AGUN, Archivo José Luis de Arrese, Carpeta Tradicionalismo 1. Entrevista a J. M. A. (Barañáin, 01-09-1997), p. 4. De la misma opinión es I.U.I. (Pamplona, 10-12-1992), p. 5. Entrevista a F. A. E. (Murieta, 06-09-1997), p. 6. Caspistegui, F. J.: El naufragio de las ortodoxias, pp. 291-351; Martorell, M.: Retorno a la lealtad, y Carlos Hugo frente a Juan Carlos: la solución federal para España que Franco rechazó, Pamplona, Eunate, 2014; Vázquez de Prada, M.: El final de una ilusión. Auge y declive del tradicionalismo carlista (1957-1967), Madrid, Schedas, 2016. Además de lo indicado en Caspistegui, F. J.: El naufragio de las ortodoxias, pp. 346-350 y las referencias bibliográficas allí incluidas, puede verse: Canal, J.: “Montejurra, 1976. Une fête fratricide dans un lieu de mémoire carliste”, en: Dumons, B. y Multon, H.: (dirs.), “Blancs” et contre-révolutionnaires en Europe, pp. 211-220 y MacClancy, J.: The decline of carlism, pp. 169-185. Esta unidad se manifestó en el comunicado conjunto de todas las fuerzas políticas asistentes el mismo día de los hechos (recogida en Clemente, J. C. y Costa, C. S., Montejurra 76. Encrucijada política, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1976, p. 175). “Hasta luego”, Denok Batean, II/6, 01-06-1976, sin paginar. La princesa Irene de Holanda leyó en el funeral de Estella unas palabras entre las que dijo: “Alcanzaremos la democracia y la libertad del pueblo, que es la única verdadera” (El País, 11-05-1976, p. 11). “Palabras de doña Irene en la misa por Ricardo y Aniano”, Esfuerzo Común, 236, 01-07-1976, p. 4. 01-06-1976, reproducidas en Esfuerzo Común, 236, 01-07-1976, p. 11. Véase: Caspistegui, F. J.: “Una mirada ‘micro’ a las elecciones generales de 1977: actuación y resultados del carlismo no legalizado”, Historia del Presente, 7, 2006, pp. 149-177.


Carlismo rural1 Jeremy MacClancy

La cultura requeté

En este artículo pretendo examinar la realidad vivida del carlismo rural, desde la perspectiva de un pueblo concreto, Cirauqui, en la Zona Media de Navarra, donde realicé una intensiva investigación de campo durante casi dos años a finales de la década de 1980, un momento en el que muchos veteranos de la Guerra Civil aún seguían con vida. Intento situar esta expresión rural del carlismo en sus contextos social e histórico adecuados. Si bien todo el mundo en Cirauqui dependía directa o indirectamente del cultivo de las tierras, vivía dentro de los límites municipales y veía atendidas sus necesidades por el ayuntamiento, apenas parecen haber existido otros nexos comunes susceptibles de contribuir a una sensación de unidad del pueblo. La población estaba dividida, por recursos económicos, entre ricos, agricultores y personas sin tierras; por afinidad política, entre carlistas y liberales en el siglo diecinueve y carlistas, republicanos y nacionalistas en el veinte; y en determinados momentos, por su modo de subsistencia, entre ganaderos y los que buscaban cultivar las tierras comunales del municipio. Por otra parte, la riqueza del municipio no era patrimonio exclusivo de sus habitantes, sino que estaba dividida entre gentes del pueblo y otras que no vivían en él; así, en el catastro figuraban algunos foráneos como propietarios de olivares y viviendas en Cirauqui. Además, es muy probable que el patrimonio de los habitantes locales no estuviera limitado al distrito municipal de 65


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Cirauqui, existiendo entre sus habitantes propietarios de tierras, heredadas o adquiridas, en otros pueblos. Los únicos otros elementos culturales susceptibles de unir a los habitantes de este pueblo –que vivían en una zona de la que no eran los únicos propietarios o trabajadores y cuyos límites municipales no definían la extensión de su propio patrimonio– eran las creencias religiosas comunes, un sentido de la historia local, los procesos de producción doméstica, y un sentimiento de lealtad política. Es posible que, en varios momentos en el pasado, el espectro de una amenaza común pudiera haber unido a los habitantes hasta límites inusuales. Pero el único acontecimiento hallado por mí en un análisis histórico de Cirauqui que pudiera mínimamente aproximarse a esto es la reacción popular ante las reformas políticas de la Segunda República, a las que se hace referencia más adelante. Aun cuando los elementos culturales comunes, como son religión, historia, economía familiar y filiación política, podrían unir a la gente, al interpretarse por separado podrían no obstante representar más bien motivos de separación que de cohesión. Así, la religiosidad de los carlistas era una versión exacerbada y extrema del catolicismo de los pueblos, su sentido de la historia era una lectura cuestionada del pasado, su idea de la importancia de la familia como institución estaba condicionada políticamente, y aplicaban el sentimiento local de fidelidad política de manera muy partidista. En los siguientes subapartados analizaré diversos aspectos de esta ‘cultura requeté’ en el contexto de los diversos aspectos de la cultura de los pueblos. 1. La religión requeté

Los veteranos requetés a los que entrevisté afirmaban que las historias ampliamente difundidas del gran fervor religioso de los requetés eran “un poco exageradas”, si bien añadieron que efectivamente había hombres así. Decían que aunque algunos requetés sí que comulgaban siempre que les era posible, otros solo iban a misa los domingos, tal y como acostumbraban a hacer cuando estaban en sus casas. Contrastando con la sobria imagen pintada por los autores carlistas, un anciano me reconoció alegremente que, después de concluir con éxito un ataque, él y sus compañeros “se volvían locos” celebrándolo. Resultar herido en cuatro ocasiones se consideraba la 66


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mayor de las suertes, ya que significaba disfrutar de largos permisos. No obstante, es importante recordar que esos veteranos eran los supervivientes. Los soldados que destacan por su valor o los temerarios que protagonizan hazañas supererogatorias son con frecuencia los que mueren en el combate. Los héroes que actúan por inspiración religiosa son héroes por los riesgos en que incurren. Y en una guerra que duró tres años, tales riesgos no siempre se resolvieron de manera favorable para ellos. Muchos de los veteranos indicaban que era ante todo la cuestión religiosa la que les había movido a combatir, puesto que “los rojos estaban quemando iglesias”. Eran carlistas, decían, precisamente porque dicha ideología estaba basada en la religión. Una mujer recordaba que su padre solía decir que si otro partido defendiera a la Iglesia tan bien como lo hacían los carlistas, y que si los carlistas no defendieran a la Iglesia, entonces él sería de ese otro partido. Un cura y ex dirigente requeté de un pueblo cercano señalaba que “el carlismo representaba la forma de ser cristiano-humanista. Cuando tenía siete años, mi padre me dijo que el carlismo es verdaderamente cristiano y que si es necesario morir por él, hay que hacerlo”. Era mejor morir antes que sufrir la persecución religiosa de la Segunda República. “Los requetés,” añadía, “estaban dispuestos a morir”. Como explicaba un navarro en la radio, aquellos hombres devotos consideraban la “guerra como un hito en el recuerdo del paso del hombre por la tierra, y finalmente el martirio, antesala del rostro de Dios”2. Cuando los veteranos requetés hablan de su apoyo a la religión, no lo hacen de una forma estrictamente eclesiástica o teológica, sino que están promoviendo un concepto tradicionalista de identidad local expresado a través de un lenguaje religioso. En este sentido, el catolicismo se convierte en un símbolo de la idea de comunidad, de la forma en la que las personas deberían vivir juntas en un ambiente de paz, armonía y mutuo respeto. Aunque los habitantes de un pueblo pudieran estar divididos por la política, cabía esperar que les uniera la religión, y aquellos pocos que se ausentaban de la iglesia en domingo eran bien conocidos por todo el pueblo. Cuando, en 1897, el cura párroco hubo de informar a su obispo sobre la condición moral de sus parroquianos, solo cuatro de ellos no cumplían la cuaresma, 67


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y únicamente dos de ellos vivían “pública y escandalosamente en pecado”. Uno de ellos se negaba a casarse con la mujer con la que había cohabitado, a pesar de que el cura había “empleado todos los medios a mi alcance” y había recurrido a figuras de autoridad y personas influyentes para intentar convencerle. El otro era un prestamista codicioso que había estado en América y tenía “ideas antirreligiosas”. Los esfuerzos del cura por reformarle habían fracasado, por lo que este lo clasificaba de “ignorante testarudo”3. El cristianismo podía ser un símbolo de la idea de comunidad de los carlistas locales porque una parte muy importante de su modo de vida estaba conformada y condicionada por la religión. Los ritos y las estructuras católicas organizaban y marcaban los ciclos de las gentes, el calendario agrícola y las rutinas del trabajo cotidiano tanto de las personas como de las familias. Los ritos del bautismo, primera comunión, confirmación, matrimonio y entierro marcaban la trayectoria de las personas a lo largo de la vida. Las familias bendecían la mesa antes de la comida y rezaban el rosario por las noches antes de cenar. Muchos iban a misa diariamente. La misa de los domingos representaba un importante acontecimiento social para el que la gente (sobre todo las mujeres) se vestía y arreglaba con esmero, y después se quedaban conversando con los vecinos en la plaza principal del pueblo. Era fundamental que todos los fieles observaran lo más posible las fiestas: los pastores y guardabosques municipales debían regresar expresamente al pueblo para asistir a misa; en otoño los trabajadores del campo tenían que pedir permiso al obispo para recoger la cosecha, y este no les permitía realizar ninguna otra tarea durante el día festivo. Los ritos religiosos anuales eran muchos y muy diversos, dividiendo el año del pueblo con sus distintas ceremonias y proporcionando a los habitantes locales una serie de acontecimientos regulares que les servían para marcar el paso del año y situar en el tiempo cualquier suceso ocurrido. En enero, el día de San Antonio, se hacía dar tres vueltas a la iglesia a todo el ganado de Cirauqui, que recibía cada vez la bendición del cura. En los siete domingos anteriores al día de San José, el 19 de marzo, los habitantes recorrían el pueblo en procesión cantando novenas. Los vecinos debían observar rigurosamente las abstinencias de cuaresma; concretamente, tenían que abstenerse 68


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de comer carne y, en general, alimentarse con la máxima frugalidad. Desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo de Pascua, las campanas del pueblo guardaban silencio, no se permitía jugar a los niños en las calles y la gente iba a misa todas las tardes. En la noche del Jueves Santo los pesados pasos de la Pasión de Cristo eran transportados en procesión alrededor del pueblo. La mañana del Domingo de Pascua marcaba el final de todas las restricciones. El 1 de mayo los vecinos del pueblo emprendían su peregrinación anual a la ermita de San Cristóbal, en la que oían misa y luego pasaban el resto del día bebiendo, comiendo y bailando. El 9 de mayo, festividad de San Gregorio Ostiense, patrón del campo, los curas decían misa y luego repartían agua bendita para bendecir los campos; el agua venía de Sorlada, un pueblo al este de la provincia, donde se había hecho pasar por la cabeza del santo, cuyas reliquias se conservaban en la basílica de esa localidad. Ningún vecino del pueblo trabajaba ese día. El día del Corpus Christi, los vecinos vestían sus mejores ropas, se sacaban los tesoros de la parroquia y se celebraba una procesión por el pueblo. El 13 de septiembre, día de la Cruz y festividad del santo patrón de Cirauqui, se celebraba una procesión similar; este acontecimiento representaba el momento álgido de las fiestas anuales del pueblo, que giraban en torno a dicha fecha. Todos los días de octubre, al alba y al anochecer, la gente rezaba novenas y recorría en procesión el pueblo cantando el rosario por la Virgen del Rosario. Los habitantes adultos del pueblo también podían manifestar, e intensificar, su fe mediante la participación en alguna de las organizaciones asociadas a la iglesia. La mayoría de los hombres de Cirauqui pertenecían a una de sus dos cofradías. La Cofradía de la Vera Cruz, que incluía a la mayor parte de la población masculina adulta del pueblo, organizaba la procesión de Viernes Santo y sus miembros, enfundados en largas túnicas negras, cargaban con los pasos. También pagaban una misa cantada el primer viernes de cada mes, así como misas cantadas en los dos días anteriores y posteriores al día de la Santa Cruz. Por su parte, los miembros de la Cofradía del Santo Rosario pagaban una misa por los miembros vivos y difuntos de la cofradía, que se celebraba al alba el primer sábado de cada mes. Antes de cada misa se cantaba la Salve, seguida del rosario cantado por un miembro de la cofradía. La cofradía también pagaba misas 69


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especiales el día después de Navidad, y en los días de la Purificación, la Anunciación y la Ascensión de la Virgen. En ambas cofradías, cuando se administraban los últimos sacramentos a un miembro gravemente enfermo o cuando se celebraba el entierro de uno de ellos, los demás miembros acudían portando las cruces, banderas y otros distintivos de la cofradía4. En 1909 se estableció en el pueblo una Asociación Masculina de Adoración Nocturna. Una vez al mes se exponía la Eucaristía en el altar de una de las iglesias del pueblo y los miembros de la cofradía se turnaban para velar la sagrada forma durante la noche. También se guardaba vigilia en Navidad, durante la Semana Santa, y en las misas celebradas con ocasión de otros importantes acontecimientos litúrgicos. Las mujeres se unían a la Asociación de Hijas de María. Una vez al mes sus integrantes tenían que asistir a misa el domingo por la tarde; el cura pronunciaba un sermón y hablaba de las prácticas religiosas, durante dos a cuatro horas. Los niños recibían una educación formal sobre los principios de su religión en las clases semanales de catequesis. En 1924 el cura párroco de Cirauqui indicaba, en una carta a su obispo, que todos y cada uno de los 110 niños y niñas obligados a asistir lo hacían. Como reconocía el cura, uno de los motivos de tan nutrida asistencia eran sus exhortaciones a los padres acerca de la obligación de enviar a los niños a las clases5. Casi todos los acontecimientos importantes se celebraban de forma religiosa. Se rezaba antes de los plenos del ayuntamiento y las reuniones de otras organizaciones del pueblo, y cualquier proyecto nuevo de cierta entidad se bendecía con agua bendita o era motivo de celebración de una misa. También lo impredecible y el riesgo de una desgracia se alejaban según los usos católicos: la gente encendía velas y rezaba a Santa Bárbara y a San Tirso cuando sus cosechas se veían amenazadas por una tormenta; cuando Cirauqui sufría una grave sequía, el párroco solicitaba autorización al obispo de Pamplona para sacar a San Cristóbal en procesión hasta el río, donde la congregación rezaba a Dios para que trajera lluvias. Dada esta omnipresencia del catolicismo en la vida de los pueblos en aquellos días, en los que todos los acontecimientos importantes y otros aparentemente insignificantes tenían su celebración religiosa, en los que la gente acudía al cristianismo en un esfuerzo por controlar tanto sus destinos como 70


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las fuerzas de la naturaleza, y en los que gran parte de los momentos no dedicados al trabajo se empleaban en los deberes de la fe y en las prácticas correspondientes, posiblemente no resulte sorprendente que aquellos requetés que durante la guerra estuvieron destinados en las provincias de Castilla se escandalizaran de lo descuidadas que estaban las iglesias y del talante tan mundano de los párrocos del lugar6. Los dirigentes carlistas solían presumir de que hacía falta “navarrizar” España e “hispanizar” el mundo. Según diversos índices, Navarra era la zona más religiosa de todo el país. Entre la década de 1870 y la de 1940 el número de sacerdotes por persona en la provincia era el más elevado de todo el mundo católico. Aún en 1967, Navarra tenía la mayor proporción de seminaristas (26 por cada 10.000 habitantes) y de sacerdotes (1 por cada 371 habitantes) del país, en tanto que un estudio de la misma fecha señalaba que el 90% de los navarros asistía a misa los domingos, una proporción superior a la de cualquier otra diócesis de España. En Cirauqui, donde hasta la década de 1940 las necesidades pastorales de los vecinos eran atendidas por un párroco y tres curas beneficiados, la proporción entre el clero y los habitantes se situaba alrededor de 1 a 400. Para los vecinos del pueblo, incorporarse a una orden religiosa representaba una forma reconocida y aceptada de acceder a una educación, ganarse la vida y dar prestigio a la familia. Los padres reaccionaban con alegría y orgullo cuando alguno de sus hijos se hacía cura o monja, y una proporción muy elevada de los habitantes de Cirauqui entró en la Iglesia. Uno de ellos me lo explicaba así: “Por una parte era algo bueno y por otra era una boca menos que alimentar”. Incluso hoy, muchos vecinos de mediana edad tienen varios parientes que tomaron votos religiosos7. Un párroco gozaba de estatus y de poder; uno bueno era considerado un santón. Además de organizar y controlar gran parte de la vida de los vecinos (como decía el cura de Cirauqui en su informe de 1897 al obispo, él y sus ayudantes “eran asiduos al confesionario”), hacían de intermediarios privilegiados entre los habitantes del pueblo y los estamentos oficiales fuera del término municipal. Algunos explotaban su posición con fines políticos. En 1839 el sacristán de Cirauqui fue expulsado por sus ideas carlistas. Dieciséis años más tarde, un cura beneficiado en ejercicio fue recluido en el seminario 71


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episcopal más próximo por predicar sobre los pecados cometidos por las tropas liberales en la Primera Guerra Carlista. Al final de la Segunda Guerra Carlista, el cura párroco, que había ocupado el puesto durante la ocupación carlista de Cirauqui, fue trasladado por motivos similares al seminario más próximo, en tanto que otro cura del pueblo fue amnistiado8. Puesto que el cristianismo ordenaba y daba significado a tantos aspectos distintos de la cultura local, cualquier amenaza a la Iglesia establecida hacía peligrar, a su vez, la forma de vida del pueblo. Muchas personas de Cirauqui vieron las reformas previstas por la incipiente República como una amenaza. El 7 de junio de 1931, el ayuntamiento, “interpretando el deseo unánime de los habitantes” resolvió por unanimidad protestar contra los actos de “profanación” y “sacrilegio” recientemente cometidos contra iglesias y comunidades religiosas en otras partes de España. También se oponían a los planes de expulsión de los jesuitas del país y expresaron formalmente su disconformidad con los decretos que establecían la libertad de culto y de educación religiosa en los colegios. Cuando el Gobierno aprobó una ley sobre la retirada de crucifijos en los centros de educación, el alcalde, los concejales y el párroco encabezaron una larga procesión en la que se portaron las cruces desde la escuela del pueblo hasta la iglesia en la cumbre. Como el Gobierno había prohibido cantar auroras (canciones religiosas cantadas al alba), aquellos católicos que seguían cantándolas por las calles del pueblo al amanecer eran acompañados por otros para garantizar su protección. Estos acompañantes se consideraban los guardianes del coro, protegiéndolo en caso de ataque por los partidarios del Gobierno. En el primer mes del levantamiento militar, el cura párroco hizo enterrar en secreto los tesoros parroquiales para evitar que fueran robados en el caso (extremadamente) improbable de que los republicanos tomaran Cirauqui9. El enemigo podría ocupar el pueblo y profanar sus iglesias, pero no se le iba a dar la oportunidad de vender el símbolo material más preciado del catolicismo, en el que se basaba la concepción de su comunidad. Los carlistas locales no eran los únicos defensores de la religión en el pueblo, ni fue la Comunión la única organización política en protestar con tanta fuerza contra las reformas republicanas. Lo que 72


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diferenciaba a los carlistas de la mayoría de los demás vecinos del pueblo en este sentido era que el carlismo siempre había hecho de la defensa del catolicismo un elemento esencial de su plataforma. Los conservadores no carlistas a menudo habían contemporizado con los liberales, las reformas liberales (y posteriormente republicanas) a menudo habían amenazado a la Iglesia, en tanto que los socialistas solían ser estereotipados como ateos. Es este carácter central del catolicismo en sus creencias, junto con la persistencia a lo largo de la historia de tal centralidad, lo que contribuyó a hacer tan distintivo al Carlismo en el ámbito local y lo que permitía a los requetés verse, al igual que sus antepasados, como los autoproclamados ‘guardianes de la Iglesia’. A diferencia de los falangistas u otros militantes de la derecha en el pueblo, los requetés tenían a gala que únicamente su organización había defendido de forma tan singular y durante tanto tiempo la causa de la Santa Madre Iglesia siempre que esta se había visto amenazada. 2. La historia requeté

Cuando preguntaba a los veteranos requetés no por qué habían acudido a combatir, sino por qué se habían hecho carlistas, algunos parecían desconcertados, como si les resultara de entrada difícil explicar lo que nunca se explicaba, aquello que resultaba tan obvio… para ellos. “El carlismo es algo muy antiguo,” señalaba uno, “viene de muy atrás”. Su historia ha estado asociada a la historia del pueblo durante más de 50 años; es una parte incuestionable de las tradiciones del pueblo y, para muchos carlistas acérrimos, una parte que les llena de orgullo. Nuevamente, es esta profundidad histórica la que distingue al carlismo de todos los demás grupos políticos en el pueblo. Por el contrario, el liberalismo, su viejo adversario, estaba ya agotado cuando llegó la República y desapareció por completo bajo Franco. La introducción del carlismo en el pueblo es anterior a los recuerdos familiares de sus habitantes. Nadie recuerda el nombre de un antepasado que no viviera en un entorno carlista. Hasta donde se remonta el pasado familiar conocido de los carlistas actuales, en Cirauqui siempre hubo miembros de sus familias que formaron parte del movimiento. Crecieron oyendo a sus padres y abuelos contar 73


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historias de las hazañas carlistas. Algunos veteranos, con evidente orgullo, me relataron espontáneamente las hazañas de sus abuelos (e incluso en un caso su bisabuelo) en la Segunda Guerra Carlista. Pero resulta interesante que nadie del pueblo recordara haber oído nada acerca de la participación de su familia en la Primera Guerra Carlista. Es como si los hechos recordados de la Segunda Guerra hubieran enterrado los relacionados con el anterior conflicto10. Entre los ex requetés acérrimos, la Segunda Guerra Carlista no es recordada como una derrota militar, sino como una conmovedora historia en la que soldados carlistas, vecinos del pueblo, demostraron de qué pasta estaban hechos. Convencidos de que su causa era justa, no veían la pérdida de una batalla como un detrimento para su causa. Su visión de esta guerra decimonónica está formada por diversos incidentes y sangrientas batallas libradas en las inmediaciones. No les preocupa la estrategia de alto nivel ni los golpes de péndulo de los avances o retiradas. Sus recuerdos se refieren a hechos dramáticos y a la participación familiar, y pueden leer el campo que rodea al pueblo como un mapa en el que figuran marcadas las victorias carlistas. Apenas mencionan lugares en los que los ejércitos liberales salieran victoriosos. Durante la remodelación del ayuntamiento del pueblo a principios de la década de 1980, se descubrió en el ático un estandarte militar del siglo diecinueve que llevaba bordado el mensaje “Cirauqui Por Dios, Patria, Rey, y Fueros”. Aunque este signo del pasado ahora se encuentra protegido dentro de una vitrina en el salón de plenos, nadie me lo mencionó nunca, y cuando preguntaba a los veteranos sobre él nadie tenía la menor idea de cuándo se confeccionó ni exactamente para qué se había utilizado. Puede que estuvieran orgullosos de esta insignia como un ejemplo más de la participación del pueblo en acontecimientos sucedidos más allá del término municipal, pero aquello no entraba dentro de su concepción localizada y personalizada del pasado carlista. Si bien los requetés de Cirauqui hablan de las batallas libradas en la localidad como ejemplos del espíritu carlista, los vecinos del pueblo en general consideran dichos hechos como una parte de la historia de su lugar natal. De manera constante y espontánea, la gente me mencionaba la masacre de los liberales y los cañonazos desde San 74


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Isidoro. Un vecino destacaba que, todavía hoy, los agricultores del vecino pueblo de Lácar siguen encontrando trozos de plomo al arar sus campos. Para los vecinos del pueblo, la memoria de la masacre y otros sucesos ocurridos durante las dos guerras no son propiedad exclusiva de los carlistas, sino parte del patrimonio común del pueblo. Constituyen una prueba más de que Cirauqui tiene su propia historia particular que se transmite a los hijos independientemente de las ideas políticas de los padres. El más notable de estos sucesos es la masacre de los liberales. Aunque los vecinos del pueblo conocen la mayoría de los detalles descubiertos por mí en las crónicas de historiadores sobre el suceso, los no carlistas entre ellos suelen terminar su versión de la historia de una forma que refleja una preocupación humana común ante la división entre bandos. Dicen que solo se puso fin al derramamiento de sangre cuando apareció en escena un general carlista montado sobre un caballo blanco. Al pasar a caballo junto al pueblo, había sido abordado por un liberal que había escapado de la carnicería y ahora intentaba huir. El liberal reconoció al general, puesto que los dos eran originarios de la zona de Estella, y le contó lo que estaba sucediendo. En un detalle final que sugiere la actitud divina hacia la matanza, los vecinos del pueblo, carlistas o no, añaden que cuando la carreta que transportaba los cadáveres empezó a descender hacia el cementerio, uno de los bueyes que tiraba del carromato se paró en seco y este se volcó, desparramando los cadáveres sobre los adoquines. Algunos aseguran que todavía pueden apreciarse restos de sangre en las piedras de los muros contra los que los liberales fueron atravesados con bayonetas. Los veteranos requetés reconocen la inmoralidad de estas matanzas, pero se apresuran a mencionar otras atrocidades cometidas por los liberales en pueblos cercanos, de las que al menos una de ellas se llevó a cabo en represalia por la masacre de Cirauqui. Por lo que a estos requetés concierne, los soldados carlistas no fueron los únicos en pecar. De igual manera que los no carlistas de Cirauqui interpretan la historia de la masacre a su manera, también cuestionan la imagen fundamentada en la historia que los requetés tienen de sí mismos. Estos no carlistas afirman que sus oponentes eran seres violentos, irascibles, llenos de piojos, y normalmente excesivos en su comportamiento. Caricaturizando a los carlistas como criaturas salvajes o 75


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cavernícolas, les tildan de paletos, casi animales, que preferían la vida sin complicaciones de la naturaleza a la domesticidad civilizada del pueblo11. Entre los dichos tradicionales de estos anticarlistas están los siguientes. “Si se juntan dos carlistas no pasa nada, pero si son tres hay pelea”; “Siempre amigos de la pólvora” (“pólvora, inquietud, irritabilidad”); “Los carlistas andan por el monte como los conejos y no se atreven a bajar porque están llenos de piojos”; “El carlista es un animal del cresta roja Que pasta en los montes de Navarra. Cuando comulga ataca al hombre. Y al grito de ¡Viva Cristo-Rey!’ Ataca a todo Dios”12. Estos oponentes interpretan el fervor carlista como un fanatismo ciego, una pretensión de superioridad moral altamente peligrosa. Mencionan la masacre de los liberales en 1873 y las matanzas en la retaguardia de 1936 como ejemplos de este fanatismo belicoso. Los vecinos de izquierdas señalan que los requetés eran unos ignorantes (“incultos, desconocedores, incivilizados”) que fueron utilizados durante la Guerra Civil por los ricos para hacerles el trabajo sucio. Un anciano contaba que al principio del levantamiento los requetés solían entrar en Pamplona desde sus pueblos, iban directamente a misa y, embriagados de la emoción, empezaban a gritar, “¡Viva la religión! ¡Me cago en Dios!” (“Me cago en X!” [casi siempre en Dios] es una exclamación frecuente en la zona). Cuando el novelista navarro Félix Urabayen quiso expresar en su libro lo escandaloso que resultaba un determinado incidente para un grupo de personas, escribió con ironía que “incluso el carlista dejó de blasfemar”13.

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3. La familia requeté

Los veteranos requetés afirmaban que habían ido a la guerra por la amenaza contra la religión, pero que se habían hecho carlistas por sus familias. Apoyaban la causa porque así lo habían hecho sus padres. En Cirauqui, hasta hace muy poco, la familia era tanto un vehículo principal de identidad como un modelo productivo. Para muchos, lo ideal era una familia de tres generaciones –abuelos, hijo/a adulto/a y su cónyuge, hijos adultos sin casar, nietos– viviendo y trabajando todos juntos bajo el mismo techo, a menudo con sus animales. Para alcanzar o mantener esta situación, solo un hijo podía heredar la casa y las tierras. Los padres decidían cuál de sus hijos iba a heredar y cuándo asumiría el control de las tierras14. Los padres estaban en situación de ejercer una gran autoridad y exigir mucho respeto, en gran medida debido al control que mantenían sobre los principales recursos económicos de la familia. Incluso los hijos adultos, elegidos para heredar el patrimonio familiar y a los que se concedía el usufructo de la propiedad de sus padres ancianos, seguían teniendo que plegarse a la voluntad de sus mayores. Para un hombre joven, la única vía posible para escapar de esa gerontocracia familiar era establecerse por su cuenta en su propia casa y adquirir independencia económica, por ejemplo practicando con éxito un oficio. Pero esta alternativa no estaba al alcance de la mayoría, que para ganarse la vida debía trabajar en las tierras familiares. Los veteranos requetés y los vecinos de su generación afirman que cuando eran niños las familias solían estar más unidas y que los hijos debían mostrar gran respeto a sus padres, especialmente al padre. Un buen marido y padre era trabajador, responsable, generoso y capaz de tomar decisiones, en tanto que una buena esposa y madre se ocupaba de la casa, en todas sus diversas facetas, incluyendo las finanzas del hogar. Dentro de las familias, los hombres podían ejercer el poder, y aprendían a ser distantes, altaneros y orgullosos; en tiempos de desdicha, podían expresar su irritación o enojo. El padre tenía su sitio reservado en la mesa y, en ciertos hogares, nadie podía empezar a comer hasta que el padre se hubiera sentado a ella. Las mujeres, por el contrario, debían ser más 77


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humildes; aprendían a sufrir y a sentir más. A los niños se les enseñaba a guardar silencio en presencia de sus mayores, y ni siquiera se les dejaba contarse chistes unos a otros delante de sus padres. Al dirigirse a ellos, los niños tenían que hablarles de “Usted” (término procedente de “Vuestra Merced”) en vez de hablarles de “tú”. Las órdenes o peticiones del padre o de la madre tenían que obedecerse sin vacilación y sin cuestionarse. Incluso por faltarle al respeto a cualquier vecino adulto, un niño podía enfrentarse después a un castigo de su padre. Algunos vecinos de mediana edad se quejan actualmente de que cuando eran jóvenes había “padres dominantes” que parecían estar todo el tiempo diciendo a los demás lo que tenían que hacer; a modo de ejemplo de un caso extremo, en una casa el cabeza de familia era conocido por decidir “incluso cuando podían comprarse la ropa interior la mujer y las hijas”. La autoridad de una generación sobre otra iba más allá del círculo inmediato de la familia. Cualquier hombre del pueblo le podía mandar un recado a un niño, como por ejemplo que le fuera a buscar tabaco de la tienda. Si se negaba a ello, el niño sabía que se lo dirían a su padre, el cual muy probablemente le pegaría por su insubordinación. A modo de ejemplo del poder de los padres sobre sus hijos, a algunos vecinos actualmente les gusta mencionar el caso del joven que, en la década de 1940 fue llevado “a vistas” a Estella. Esta costumbre de emparejamiento consistía en que los padres de distintos pueblos, con hijos en edad casadera, se reunían en Estella el día de mercado. Si el padre y la madre respectivos se ponían de acuerdo, a los hijos se les presentaba el siguiente día de mercado. En un caso concreto, durante el viaje de vuelta a casa a Cirauqui, los padres le preguntaron a su hijo qué le parecía la joven que acababa de conocer. “Bueno” respondió, “lo que ustedes me digan”. Algunos vecinos, entonces de edad mediana, se esforzaban por aclararme que, aunque las relaciones de los niños con sus padres estaban muy reglamentadas, tales reglas debían verse simplemente como costumbres. Señalaban que dichas normas no eran más que formalismos, directrices de conducta, que no necesariamente implicaban que los niños tuvieran miedo a sus padres. Algunos padres, recalcaban, abusaban de estas reglas. Otros no lo hacían. 78


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Los miembros de la familia se reunían y pasaban gran parte del día juntos en la cocina durante los fríos meses de invierno. Era la estación del hogar y de sus tradiciones. Las casas del pueblo tenían paredes gruesas y ventanas pequeñas para resguardarlas del frío y la cocina era a menudo la única estancia caliente, cuya temperatura aumentaba ligeramente si había vacas estabuladas en la planta baja. En torno al hogar (donde residían las creencias y espíritus15), la familia se congregaba para comer, jugar a las cartas, rezar el rosario y, ante todo, para hablar. Alrededor del fuego los mayores contaban historias sobre el pasado del pueblo; los ancianos carlistas relataban los eventos de los que habían oído hablar o en los que habían participado; era ahí donde los niños aprendían los valores del carlismo, escuchando las narraciones de sus abuelos sobre su pasado guerrero. Los hijos debían respetar a su padre tanto en vida de este como después de su muerte. Para su entierro, los hijos adultos pagaban –si así se lo podían permitir– para que cantara el coro del pueblo y tocara el organista, junto con grandes cirios que iluminaran la iglesia, así como una misa celebrada con los tesoros parroquiales. Antes de que sacaran el ataúd de la iglesia y también después, en el cementerio, antes de bajarlo a la fosa, el cura y el coro llevaban a cabo un responso (responso cantado seguido de una oración litúrgica por los muertos). La familia también podía pagar una misa diaria por el alma del difunto durante los primeros nueve, o treinta, días siguientes al entierro. También podían pagar la celebración de una misa para conmemorar el primer aniversario de la muerte, y algunos iban más allá, encargando al cura la celebración de la misa también al cumplirse dos años del deceso. En los días anteriores al día de Todos los Santos, la gente iba a limpiar las tumbas de sus difuntos, y en el propio día de los difuntos era tal el número de gente que acudía a la iglesia que se celebraban tres misas consecutivas por la mañana, seguidas de otra en el cementerio por la tarde y una última en la iglesia al atardecer16. También era costumbre visitar las tumbas de los familiares fallecidos en Jueves Santo y el día de la Ascensión. Las viudas guardaban luto durante el resto de sus vidas; los que habían perdido a uno de sus padres vestían de luto durante al 79


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menos un año, y algunos no se ponían ropas más alegres durante dos o más años; algunos también vestían de negro al fallecer sus abuelos. No haberlo hecho, señalan los vecinos, habría sido visto como una muestra de desprecio hacia los padres difuntos. La gran importancia atribuida a que los familiares guarden luto por uno queda patente en el ejemplo del vecino del cercano valle de Amescoas, quien vistió de negro durante seis meses porque su difunta tía no tenía familiares que guardaran luto por ella. Algunos vecinos señalan que, siempre que fuera posible, era importante vivir en la casa del padre o la madre de uno, y mantenerla limpia tanto para honrar la memoria de los difuntos como para mostrarles respeto17. Los vecinos del pueblo mencionan que la memoria de los muertos también se mantenía viva rezando un padrenuestro por ellos durante la recitación diaria del rosario, así como invocando su nombre en exhortaciones, en momentos de peligro o de aflicción. Además, a los hijos descarriados se les recriminaba con frases como “¡Ay si pudiera verte ahora tu padre!”. Aun cuando el paterfamilias llevara tiempo muerto, su memoria y el recuerdo del respeto que aún se le debía, y del código ético que deseó que se mantuviera, todavía podían emplearse para ejercer presión moral. Lhande Heguy, escribiendo en la primera década de este siglo sobre los vascos de la Baja Navarra, justo al otro lado de la frontera nacional, señalaba que las propuestas del paterfamilias de una casa sobre, por ejemplo, las tareas a realizar esa mañana, tenían el carácter de directivas consagradas por la experiencia. El razonamiento implícito era el siguiente: “Si yo pienso de esta manera es porque los antepasados así me lo han enseñado”. Según esta lógica, la tradición ancestral era un argumento que la gente debía aceptar sin posibilidad de discusión18. Si –como sugiere su apoyo militar al catolicismo– lo que veneraban los vecinos carlistas era a sus padres, a la comunidad que ellos y sus familias representaban, y a la naturaleza aparentemente inmutable de dicha comunidad, entonces a los antepasados había que respetarlos, puesto que habían mantenido el modo de vida tradicional como legado para que los hijos lo heredaran y transmitieran a su vez. Así pues, esta conservadora visión rural del mundo tenía su propia lógica integral de reproduc80


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ción, gracias al alto valor atribuido a las actitudes y acciones de los antecesores familiares. Este motivador sentido de respeto hacia el propio padre y antepasados es aducido por muchos vecinos carlistas como una de las razones más fundamentales de su adhesión a la causa. Un hombre señalaba que se había alistado “por lo que sentía mi padre, que no podía ver a los liberales”, que habían deportado a su padre a Cuba, donde había fallecido. El padre de aquel hombre incluso había trabajado en un barco para pagarse el pasaje a la isla caribeña para visitar la tumba de su padre. Una mujer afirmaba que era carlista por su padre, “a quien tengo en un lugar muy alto”. Si su padre, que había fallecido cuando ella era joven y que, según le contaba la gente, era tan buena persona, era carlista, entonces ella también lo sería19. Cuando conversé con otro carlista, este hacía referencia de forma reiterada a las fotografías enmarcadas de requetés muertos colgadas en las paredes del Círculo Carlista de su pueblo, como si la continuada existencia de ese retrato colectivo esmeradamente decorado ejemplificara la actual reverencia hacia la memoria de la defensa, con consecuencias mortales para aquellos antepasados, de sus ideales. Según esta interpretación, sus gestas no habían caído en el olvido. Algunos requetés expresaban su orgullo por el pasado militar de sus padres llevando las boinas de estos, cuanto más ajadas, arrugadas y apolilladas, mejor. En zonas rurales del País Vasco y en el norte y centro de Navarra todavía es costumbre que muchos hombres de mediana edad y ancianos lleven siempre boinas negras. Una mujer afirmaba que a su padre le habían enterrado con la boina puesta porque “había pasado a formar parte de su personalidad”. Si una boina podía formar parte indivisible del carácter de una persona, y si una boina roja se asociaba a los tiempos de combate de su propietario, luchando por la causa carlista que defendía con orgullo, entonces el momento de regalársela a un nieto estaba aún más cargado de emotividad. Un carlista de mediana edad señalaba que su abuelo, en el lecho de muerte, le había dado a él (que por entonces contaba 14 años) sus distintivos carlistas para que los cuidara. El joven, a su vez, prometió al viejo que continuaría la tradición carlista de su familia. Las boinas rojas a menudo se conservaban 81


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en kutxas, grandes arcones antiguos donde (como me indicaba un hombre) se almacenaban los objetos “más sagrados”: vestidos de boda, trajes de primera comunión y otras prendas reservadas para las ocasiones más señaladas. Sacar de allí la boina y colocársela en la cabeza al joven se consideraba un gesto cargado de un profundo significado. Aquellos que optaban por seguir llevando sus boinas rojas se iban a la tumba con ellas, acaso portadas aparte sobre un cojín detrás del ataúd al entrar el cortejo en la iglesia20. Si a los niños se les enseñaba a respetar a sus padres, era a sus madres a quienes debían amar. Ellas eran las transmisoras de los valores, especialmente los religiosos, enseñando de manera informal a sus hijos las creencias y prácticas católicas y comprobando que cumplían con sus obligaciones religiosas. Ellas, y no sus maridos, eran las mediadoras entre Dios y los vivos o los muertos21. Las mujeres acudían más asiduamente a la iglesia que los hombres, y eran ellas las que ponían velas junto a la ventana y empezaban a rezar el rosario si, en los meses de Julio o Agosto, temían la inminente llegada de una tormenta susceptible de malograr la cosecha. Durante las semanas anteriores a la festividad del Sagrado Corazón de Jesús, las mujeres (y no los hombres) llevaban colgados del cuello escapularios con una imagen del Sagrado Corazón. Debido a este sentimiento diferenciado por géneros, eran las madres y las novias de los requetés las que entregaban objetos protectores a sus seres queridos. Para resguardar a “su” requeté de los peligros, una mujer le colgó un escapulario alrededor del cuello, le bordó la Cruz de San Andrés en el bolsillo izquierdo de la pechera y colocó en su interior, sobre su corazón, a modo de detente, un pequeño trozo de tela con la imagen del Sagrado Corazón y las palabras “Detente bala; el Sagrado Corazón está conmigo”22. Era la prerrogativa de una mujer entregar a su ser querido estos símbolos católicos de su preocupación. Un padre nunca habría confiado a su hijo un objeto semejante. Su emblema era la ajada boina que portaba su vástago. Para los requetés, los objetos que llevaban en los bolsillos de la camisa eran un constante recordatorio personal de aquellas mujeres, humanas y sobrenaturales, tan próximas a su corazón. Era fácil que se produjera una fusión entre ambas, puesto que las mujeres debían considerar a la virgen María como un modelo a emular: 82


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obediente, receptiva, dócil, pura, dispuesta a renunciar al propio placer por los demás. Y las advocaciones de la Virgen cuyas medallas portaban los requetés eran en muchos casos la patrona de su localidad natal o estaban especialmente asociadas a ella de alguna manera. Los soldados carlistas del pueblo navarro de Mendigorría siempre llevaban en el bolsillo de la pechera un trocito de la capa de la Virgen de Andión, el asentamiento romano existente dentro del término municipal de esta localidad. “Yo lo llevaba como algo de la fe,” afirmaba un mendigorriano, “La Virgen me protegía”. Los requetés de Artajona, el primer pueblo al este de Mendigorría, invocaban a su “querida” Virgen de Jerusalén, una pequeña imagen preservada en la parroquia, de la que se decía que había sido traída de vuelta de Tierra Santa por un capitán artajonés que la había recibido en pago de sus servicios prestados en las cruzadas23. Si bien la expresión de los sentimientos carlistas tenía esta orientación femenina, consistente en la asociación de una determinada advocación de la Virgen para crear un vínculo más estrecho entre un requeté y su tierra natal, el elemento de conexión con el corazón de los soldados carlistas no era siempre femenino. Algunos requetés portaban medallas del Sagrado Corazón de Jesús, masculino a pesar de representar a Aquel que nos ama a todos, porque si uno iba a misa el primer viernes de cada mes durante nueve meses, se salvaría. Por otra parte, llevar estas medallas tenía también una connotación nacionalcatólica, dado que en 1919 Alfonso XIII había leído oficialmente la consagración de España al Sagrado Corazón. La vinculación con el lugar de origen también venía expresada por la conformación de los propios regimientos, que a menudo estaban compuestos por hombres de una determinada zona: el propio nombre del Regimiento de Artajona es un tributo permanente al extraordinario número de requetés venidos de un solo pueblo de tamaño mediano de la Zona Media de Navarra. A los hombres se les asociaba a la razón; colocaban la boina –símbolo de las hazañas y los logros de los antepasados– sobre la cabeza de sus hijos. A las mujeres se las asociaba con la pasión, con la empatía; colocaban objetos religiosos (a menudo “femeninos”) –símbolo de continuidad religiosa con vinculación a la localidad– sobre el corazón de sus seres queridos. Los hombres ocupaban el 83


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espacio público y político; la boina resultaba visible para todos. Las mujeres ocupaban un espacio privado y doméstico; los objetos que entregaban a sus seres amados quedaban ocultos de los demás en el bolsillo de la pechera o debajo de la camisa. Femenino, privado, oculto, frente a masculino, público, abierto: juntos, estos símbolos asociados a géneros opuestos configuraban la vestimenta militar. Esta dualidad simbólica de masculino y femenino, con vinculación al lugar de origen y expresión religiosa, que se proyectaba literalmente como un mapa sobre el cuerpo del hijo requeté, podía verse como una manifestación corpórea de otra familia, la más ejemplar de todas. Puesto que los soldados que lucharon en la Segunda Guerra en la década de 1870 también habían portado detentes y llevaban la cruz de San Andrés bordada en la camisa, podría interpretarse que los uniformes decorados de los requetés durante la Guerra Civil simbolizaban la persistencia en el tiempo de la militancia carlista y por tanto, en este sentido, negaban el paso del tiempo. Según esta interpretación, un requeté con toda su vestimenta se convertía en un anuncio andante de los valores de su localidad natal. En un poema sobre un requeté que se marcha al frente, el joven soldado le pide al abuelo que le dé la bendición, a la abuela que le entregue su rosario, a la madre que le compre una boina, a una niña que le cosa tres lilas, y a sus hermanas que le borden la cruz carlista de San Andrés en el bolsillo de la pechera24. Y una vez decorado adecuadamente por su familia, está listo para marchar a la guerra. Nuevamente, a nivel de pueblo, el énfasis carlista sobre la importancia de la familia no es algo singular, ya que otros partidos de la derecha alababan a la familia como piedra angular de la sociedad. Lo que diferencia a los Carlistas es esa particular manera de convertir este énfasis en un elemento consustancial de la imagen que los carlistas tenían de sí mismos y que, a lo largo de las décadas, desarrolló una profundidad genealógica que no tenía parangón en ninguna otra organización o ideología política. Al llegar la Guerra Civil en 1936, ningún miembro de otros partidos podía afirmar, ‘Yo soy X porque mi padre y mi abuelo eran X’.

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4. La fidelidad requeté

De aquellos que habían nacido y se habían criado en una familia carlista se esperaba que siguieran siendo carlistas durante el resto de sus días. Un veterano, con la mano derecha en el corazón, afirmaba que seguía apoyando la causa. “No te rindes. Sigues con los tuyos”. Una respuesta frecuente a la pregunta, “¿Eres carlista?” es “¡Hasta la muerte!”. La idea de compromiso inmutable no era exclusiva del carlismo, sino común a ambos bandos. En la famosa novela de Unamuno sobre la fase vasca de la Segunda Guerra Carlista, Paz en la Guerra, el autor bilbaíno hace que uno de sus personajes subraye la importancia primordial de que las personas se mantengan fieles a las tradiciones políticas familiares, ya sean carlistas o liberales: Se mama con la leche materna, y lo que se mama con la leche materna solo se pierde en el sudario. Así era en mis tiempos y así seguirá siendo… Cualquier otra cosa supondría el caos…; no te podrías fiar de nadie si una persona pudiera ser una cosa u otra al mismo tiempo25. Un día, mientras me llevaban en coche a Pamplona, insistí en preguntarle a un vecino del pueblo por qué consideraba tan importante que la gente se mantuviera fiel a unas determinadas ideas políticas durante toda su vida. En su respuesta me reiteró varias veces: “Pues porque no, porque no”. Luego señaló el botón blanco de la radio negra de su coche. “Eso es blanco. Tú sabes que es blanco. No es negro. Si cambiara de color, no sabrías lo que era. No sabrías lo que estaba pasando”. Lo que sugieren estos dos ejemplos es que, para los habitantes del lugar, uno solo puede confiar en la gente si sabe cuál es su postura. Sin este conocimiento, sin esta certeza acerca de la afiliación política de los demás, uno no les puede categorizar. Y si uno no puede clasificar a los demás sin ambigüedades, viene el desorden. Así pues, la idea de fidelidad política es un principio básico conformador de la sociedad local, un polo en torno al cual gira la vida del pueblo. Y si el mantenimiento del compromiso es tan altamente valorado, entonces alguien que no lo mantiene (“chaqueta vuelta, cha85


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quetero”) y cambia de un bando a otro merece especial desprecio26. La expresión en sí es reveladora; subraya el sentir de los vecinos hacia aquellos que tratan la fidelidad política no como una parte consustancial a su identidad social, como algo que han mamado, sino como algo que se lleva con ligereza –y de lo que pueden desprenderse con la misma facilidad– como una chaqueta, y que por tanto son personas que no merecen más que las críticas de sus oponentes. Tildar a alguien de chaquetero sigue considerándose actualmente entre muchas personas como una crítica tan fuerte que no se dice a la cara, sino a espaldas de su destinatario. Este insulto, además, solo se pronuncia en un contexto partidista. Los vecinos del pueblo con determinadas ideas políticas pueden denostar a alguien que desertó de su bando, pero no ponen por los suelos a alguien del otro bando que se pasara al suyo. Lo que en un bando se considera traición se ve en el otro como iluminación. Los carlistas me informaban con evidente placer que uno de los hijos de El Cojo de Cirauqui, un notorio jefe de una contraguerilla liberal, había llegado a ser Ministro de Estado del gobierno de Franco. Una octogenaria del pueblo me contó que su abuelo había sido carlista acérrimo y su hijo había hecho amistad con liberales en el pueblo y sus ideas le habían convencido. Las diferencias entre padre e hijo se habían enconado tanto que habían tenido que separarse. Al contarme esto, señalaba que en modo alguno pretendía sugerir que la conversión política de su padre fuera algo indigno. “Chaquetero” es un insulto dirigido a los hombres. Normalmente se espera que las mujeres adopten la línea política de los hombres con quienes se casan, y si lo hacen con alguien del otro bando, lo normal es que se pasen a la filiación política del marido. Para algunos de los vecinos de mayor edad en Cirauqui, la fidelidad inquebrantable al propio bando era ante todo una declaración social, que bien podía decir muy poco sobre el contenido pormenorizado de las opiniones políticas de uno. Como me señalaba la octogenaria: Yo soy liberal y espero morir liberal. Escuchaba a mi padre y me gustaba lo que decía. No hay nada más bonito en el mundo: cada persona de su lado y ahí te quedas. No estás a mal con 86


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nadie. Sigues tu propio camino sin molestar a los demás. Tu lado ya es bastante para ti. ¿Sabes? A mí me gusta todo el mundo, pero yo soy liberal y así me quedo. Más adelante, en otra ocasión le pregunté qué era exactamente lo que quería decir cuando afirmaba, “Soy liberal”. A modo de respuesta comenzó inmediatamente a enumerar las familias y la gente del pueblo que eran liberales cuando ella era joven, señalando que eran liberales y los otros eran carlistas. Poniendo la mano derecha en el pecho, dijo: “Soy liberal y eso es lo que siento de corazón”. Cuando le insistí más, preguntándole cuáles eran las ideas liberales en las que creía, ella, ahora visiblemente enojada, respondió: “¡Qué sé yo cuáles son las ideas políticas de los liberales!”. Naturalizar lo cultural, convertir una afirmación social en algo casi biológico. Dicen los veteranos que el carlismo era una herencia, “algo que llevas en la sangre, algo heredado”. El legado dejado por los padres no se limitaba a objetos materiales, como las tierras o los edificios, sino que se ampliaba para incluir asimismo los inmateriales, como la filiación política. Ser carlista se consideraba un rasgo familiar, equiparable genéticamente a otros aspectos supuestamente heredables de la personalidad, como son el temperamento, los gustos, y ciertas idiosincrasias. Para los partidarios rurales de la causa, esta concepción del carlismo-que-se-lleva-en-la-sangre ayudaba a explicar tanto la persistencia de la tradición carlista como su futuro mantenimiento por los que aún habían de nacer. Como me señalaba un capellán ex requeté de un pueblo cercano, ya entrado en años: “Los niños salían ya del vientre de sus madres con las ideas del carlismo. Tenían que seguir el mismo camino”. Cuando una joven con estudios de Cirauqui me quería expresar la influencia omnipresente del carlismo en la Zona Media de Navarra, recurrió a una metáfora distinta, pero también naturalista. “En aquellos días” señalaba, eligiendo cuidadosamente las palabras, “se respiraba el carlismo en estos pueblos”. Un ex diputado carlista en el congreso decía que hacerse carlista era “tan racional como aprender un idioma”. Como un idioma, uno lo aprendía inconscientemente de sus padres. De la misma forma que uno aprendía conscientemente después la gramática del idioma, uno 87


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posteriormente se convertía en carlista convencido, aprendiendo su ideología y su programa a través de panfletos, boletines, y periódicos (especialmente El Pensamiento Navarro), además de sermones, charlas y discursos pronunciados por portavoces que visitaban el pueblo. Pero la mayoría de los veteranos carlistas, a diferencia del ex diputado, no habían sido educados durante años. Para ellos el carlismo no era primordialmente una filosofía política desarrollada, a analizar detenidamente y debatir, sino una “forma de ser”; en los términos religiosos empleados por un carlista, era “consustancial a la forma de ser”. Para estas personas, ser carlista no era un proceso racional equiparable a una educación lingüística racional, sino un proceso “irracional” (es decir, de base social) cuya pertenencia inherente a la forma de vida local consagrada por la tradición se justificaba mediante metáforas naturalistas como las alusivas a “la sangre” o a “respirar”27.

¿Dios, Patria, Fueros, Rey?

Algunos historiadores del carlismo estudian las ideas políticas del movimiento en términos de su famoso lema cuatripartito “Dios, Patria, Fueros, Rey”. Analizan la evolución del papel desempeñado por cada uno de estos cuatro componentes del programa político carlista, la medida y la forma en que, en un determinado momento, sus dirigentes promovieron determinadas formas de catolicismo, patriotismo, foralismo y monarquismo. Si bien este enfoque intelectualista puede decirnos algo sobre las opiniones de la élite tradicionalista, el material documentado en este capítulo sugiere que el contenido del lema tenía escasa relevancia para los carlistas rurales de Cirauqui. Ninguno de los veteranos con los que hablé mencionó el foralismo ni cantó las alabanzas del estado español, salvo que se les preguntara expresamente sobre ello. Nunca oí pronunciar la palabra “fueros” en las conversaciones entre vecinos del pueblo. En nuestras charlas, ninguno de los veteranos hizo referencia espontáneamente a los pretendientes carlistas al trono de su época. Cuando le pregunté a uno si, en los años 50, había apoyado las pretensiones al trono de Don Javier o de Carlos VIII, se mostró sorprendido, 88


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como si no supiera bien cómo contestar, y luego señaló que los Carlistas en los pueblos no se preocupaban de esos asuntos. Para los ex requetés de Cirauqui, su rey era una figura distante, alguien por el que se gritaban proclamas en las concentraciones masivas de adeptos, y no mucho más. Aunque estos incondicionales de la causa, que conformaban la columna vertebral del movimiento, aparentemente se mostraban indiferentes a los conceptos de Patria, Fueros y Rey, sí les importaba, y de forma apasionada, el concepto de Dios. El catolicismo representaba una parte íntima y compleja de su forma de vida, y no querían que nadie lo cambiara. No obstante, aunque habían luchado en la guerra para salvaguardar su religión, eran carlistas ante todo porque así les habían criado sus padres. En un mundo en el que el respeto por el propio padre era uno de los principios básicos que conformaban la sociedad, se esperaba de los hijos que siguieran el ejemplo de sus padres. Y si el carlismo formaba parte de la tradición que el padre legaba a sus diligentes hijos, entonces el carlismo de pueblos como Cirauqui no debía entenderse como una declaración política, sino más bien de carácter filial. Ser carlista era una forma tradicional de mantener la tradición paterna. Ello representa un motivo estructural fundamental de su pervivencia a lo largo de las décadas y, en las décadas de 1960 y 70, una razón primordial de su declive.

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Notas

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Gran parte de este capítulo se ha extraído del capítulo 3, ‘Village Carlism’, de mi trabajo MacClancy, Jeremy: The decline of Carlism, Reno, University of Nevada Press, 2000. “El Carlismo”, dos programas de “Espacios y Tiempos”, Radio Nacional de España, difundidos en Navarra en marzo de 1987. Archivo Administrativo de la Diputación, Navarra (AAP), caja 205, 29. “Santa Visita Pastoral de Ilzarbe”. AAP, caja 283, 99. Apesteguía, Goya: Un poco de Cirauqui. Cirauqui, G. Apesteguía, 1988, pp. 42-43. AAP, caja 302, 235. AAP, caja A/13,119 (1820); Fraser, R.: Blood of Spain: An Oral History of the Spanish Civil War, Londres, Pimlico, 1979, p. 125. El catolicismo saturaba la forma de vida de la provincia. Para los carlistas de la zona central de Navarra, escurrir una manta ensangrentada para obtener una solución de sangre, como hicieron los requetés que restauraron la iglesia de Villanueva de Argecilla, constituía un acto con precedentes simbólicos: según la leyenda, en la zona se utilizó vino y no agua para mojar el cemento empleado en la construcción de varias iglesias, que por otra parte eran el lugar donde residía la transmutación mística del vino de la comunión en la sangre de Cristo. Un ejemplo más de la vinculación de la piedra con el carácter imperecedero de la sangre son las manchas supuestamente dejadas en los muros por los cadáveres de los voluntarios asesinados. AAP, caja 175,125; caja 179, 126; Madoz. Estadísticas nacionales procedentes de la Guía de la Iglesia en España, Oficina General de Información y estadística de la Iglesia en España, Madrid, 1967, pp. 19, 61 y 124; estudio de R. Doucastella, R.: “Géographie de la practique religieuse en Espagne”, en Social Compass, nº 12, Diciembre 1965; ambos citados en Lannon, Frances: Privilege, persecution, and prophecy: the Catholic Church in Spain. Oxford, Clarendon Press, 1987, pp. 10 y 92. Respecto al origen social y la formación sacerdotal del clero navarro en las primeras décadas de este siglo, véase Pazos, Antón M.: El Clero Navarro (1900-1936). Origen social, procedencia geográfica y formación sacerdotal. Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra, 1990. AAP, caja 29, 41; caja 38, 45; caja 39, 32; AMC, caja 88 Quintas. Archivo Municipal de Cirauqui (AMC), Libro de Actas 1931; Ruiz, J. R., Esparza, J. y Berrio, J. C.: Navarra 1936: “de la esperanza al terror”, Tafalla, Altaffaylla Kultur Taldea, 1986, p. 401. Christian interpreta el fenómeno de los crucifijos que se movían, ocurrido en los años siguientes a la Primera Guerra Mundial en –entre otros lugares– los pueblos nava-


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rros de Piedramillera y Mañeru, como reacciones indirectas a la sensación de los habitantes católicos de los pueblos de que su iglesia estaba siendo crecientemente asediada por grupos de izquierdas agresivamente ateos. Las apariciones de la Virgen María en 1931 en Mendigorría (una parroquia colindante con la de Cirauqui) y en Ezquioga (Guipúzcoa), también pueden en parte entenderse dentro del mismo contexto sociopolítico (Christian, William A.: Person and God in a Spanish Valley. Nueva York y Londres, Seminar Press, 1989; Moving crucifixes in modern Spain. Princeton, Princeton University Press, 1992; The Spanish Republic and the Reign of Christ. Berkeley, University of California Press, 1996). Esta superposición de los recuerdos de la guerra más reciente sobre las de la anterior parece ser un fenómeno generalizado de la región vasca. Coverdale señala que el material folklórico superviviente sobre la Primera Guerra es bastante escaso: tan solo unas pocas canciones han sido recopiladas por etnólogos locales. A principios de este siglo, el novelista Pío Baroja descubrió que el recuerdo de la Primera Guerra seguía vivo únicamente entre los hombres que de hecho la habían vivido. No encontró ninguna tradición oral viva sobre esta guerra entre la generación más joven. Coverdale, John F.: The Basque Phase of Spain’s First Carlist War. Princeton, Princeton University Press, 1984, p. 301, nº 31. Incluso Paul Preston, el distinguido y normalmente moderado historiador británico de España, hace referencia a la Comunión como ‘maniáticamente antimoderna’, a los Requetés como una ‘milicia fanática’, y a los carlistas en general como ‘trogloditas’. Preston, Paul: The Politics of Revenge. Fascism and the Military in 20th Century Spain. Londres, Unwin Hyman, 1990, pp. 10 y 24. Según Antoñana, Carlos VII era conocido por sus detractores en Madrid como “Rey de los Alcornoques”, “Rey de los Bosques”, y “Rey de las Selvas”. Antoñana, Pablo: Noticias de la Segunda Guerra Carlista. Pamplona, Gobierno de Navarra, Departamento de Educación y Cultura, 1990, p. 18. Urabayen, Félix: El Barrio Maldito. Pamplona, Pamiela, 1988. Primera publicación 1924, p. 86. El hijo que heredaba las tierras normalmente debía realizar durante muchos años onerosos pagos obligatorios a sus hermanos y hermanas para compensarles por no heredar tierras. Los padres dividían las tierras equitativamente entre los hijos únicamente cuando todos ellos se habían casado con herederos o herederas. Para más detalles sobre las modalidades de herencia en Cirauqui. MacClancy, Jeremy: “Diferenciación regional dentro de Navarra” Revista de Antropología Social, Nº 0, 1991. pp. 115-130. Publicado nuevamente en Los Pueblos del Norte de España editado por C. Lisón-Tolosana, Madrid, Universidad Complutense, 1992. pp. 115-30. 91


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Los vascos tenían por costumbre echar un puñado de sal al fuego cuando se observaba un signo de mal augurio. Caro Baroja, Julio: Los Vascos. Madrid, ISTMO, 1971. Primera publicación, 1949, p. 301; a las cenizas del fuego de Año Nuevo se les atribuían propiedades curativas; para evitar que los malos espíritus entraran a la casa bajando por la chimenea, los vascos trazaban una cruz en las cenizas. Arraiza, Francisco: La cocina navarra. Vergara, Congreso de Estudios Vascos, 1930. Azurmendi, M.: Los fuegos de los símbolos. Artificios sagrados del Imaginario en la Cultura Vasca Tradicional. San Sebastián, Baroja, 1988. En relación con el papel formal y funcional desempeñado por las cenizas en la cultura vasca, véase Zulaika, Joseba: Tratado Estético-Ritual Vasco. San Sebastián, Baroja, 1987. Basque Violence. Metaphor and Sacrament. Reno, University of Nevada Press, 1988. En el cercano valle de Amescoas, veinte kilómetros al oeste de Cirauqui, la mayoría de la gente solía estipular en sus testamentos que parte de su patrimonio debía gastarse en misas y responsorios por su alma. Según Luciano Lapuente, etnógrafo nativo de las gentes de Amescoas, los parientes cumplían escrupulosamente los deseos religiosos del difunto. Lapuente remarca lo mucho que solían disfrutar los habitantes locales rezando responso sobre la tumba de los difuntos. En fechas señaladas del calendario litúrgico, al final de la Misa Mayor, el cura bajaba del altar y cantaba un responsorio en el centro de la iglesia. Seguidamente visitaba las tumbas, donde le esperaban las mujeres con cirios encendidos. En los dos días dedicados a honrar la memoria de los difuntos, el día de Todos los Santos y el día de San Lázaro (el lunes de la Semana Santa), todo el pueblo iba a misa. Al final de ella, el cura repartía pan, ofrecido por las amas de casa, entre los niños y adolescentes del pueblo. Después, la gente rezaba responsorios sobre las tumbas de los miembros de su familia nuclear y troncal. También habían pasado toda la tarde anterior pronunciando las mismas oraciones sobre los restos de sus parientes difuntos. Lapuente Martínez, L.: “Estudio etnográfico de Amescoa (2)” Cuadernos de etnología y etnografía de Navarra 3, Nº 8, MayoAgosto1971, pp. 113-70. Los etnógrafos nativos de San Martín de Unx, un pueblo situado a treinta kilómetros al este de Cirauqui, subrayan la importancia de la casa familiar como recordatorio específico de sus difuntos: La casa… es el ámbito en el que pasaron sus vidas aquellos parientes ahora fallecidos, y que dejaron en sus paredes parte de su espíritu. Si en las paredes de la casa cuelgan fotografías (de esas antiguas de ‘estudio’) de los padres o abuelos, no es casualidad, sino porque la casa aún les pertenece en cierto modo… Cuando el recuerdo de los difuntos es verdaderamente aceptado, uno intenta en todo momento mejorar la casa, mantenerla limpia, porque los


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antepasados de uno vivieron en ella, y se piensa que es lo que habrían hecho ellos. Zubiaur, Francisco Javier y Zubiaur, José Ángel: Estudio etnográfico de San Martín de Unx (Navarra). Pamplona, Institución Príncipe de Viana, 1980. Lhande Heguy, P.: En torno al Hogar Vasco. Donosti, Auñamendi, 1975. (1907). De igual manera, los carlistas podrían aducir que su movimiento era merecedor de respeto por motivo de su antigüedad. Ver ejemplo en Rego Nieto, M.: El Carlismo Orensano 1936-1980. Vigo, 1985, p. 77. Es posible que esta declaración de fidelidad a la familia se viera acentuada por el contraste con aquellas familias carlistas en las vecinas provincias de Vizcaya y Guipúzcoa que se habían convertido al nacionalismo vasco a finales del siglo diecinueve y principios del veinte. Cuando le fue colocada la boina roja sobre la cabeza al Príncipe Felix Lichnowsky, un general prusiano que había venido a participar en la campaña carlista de la década de 1830, “le pareció como si se estuviera llevando a cabo una solemne ceremonia de iniciación”. Burgo, Jaime del: De la España Romántica. Lances y Aventuras de un General Prusiano (1837-1848). Pamplona, Gobierno de Navarra, 1985, p. 11. En 1987, el Partido Carlista rindió un homenaje a un antiguo soldado que había subido a Montejurra todos los años mientras su condición física se lo permitía. En una sencilla ceremonia, se le hizo entrega de una boina roja especialmente bordada. Larrañaga, C. y. Pérez, C.: “La Religión en La Vida de la Mujer 19391987” en La Mujer y la Palabra, T. Del Valle (ed.) San Sebastián, Baroja, 1988, pp. 23-29. En una parroquia rural de Santander en la década de 1960 las mujeres asumían “el control de todos los asuntos relativos al bienestar espiritual de la familia” en tanto que para los hombres “la relación con lo divino era generalmente menos afectiva y más instrumental”. Christian, William A.: Person and God in a Spanish Valley. Princeton, Princeton University Press, 1972, pp. 134 y 171. Los detentes cobraron tal popularidad que surgió un pequeño mercado en torno a ellos. Durante 1938 y 1939 se publicó un anuncio en el periódico religioso El Mensajero del Corazón de Jesús relativo a la venta de versiones en metal: ‘Detentes metálicos coloreados por litografía, de igual tamaño que el grabado adjunto, rebordeados con los colores nacionales, provistos de imperdible. De gran valor para exhibir públicamente el ferviente amor hacia el amado Corazón y para invocar su protección en el frente y en la retaguardia’. Sánchez Erauskin, Javier: Por Dios hacia El Imperio. Nacionalcatolicismo en las Vascongadas del primer Franquismo 1936-1945. San Sebastián, R & B Ediciones, 1994, p 57, nº 9. Acerca de la Madre de Dios como modelo a seguir por la mujer espa93


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ñola, véase Larrañaga, C. y Pérez, C.: “La Religión en La Vida de la Mujer 1939-1987” en La Mujer y la Palabra, T. Del Valle (ed.) San Sebastián, Baroja, 1988, pp. 29-33. Muchos regimientos requetés llevaban una imagen mariana bordada en su bandera. Los hombres de cada unidad veneraban la advocación de la Virgen escogida por esta, quien a su vez les protegía; en algunos casos esa advocación mariana específica estaba asociada a la zona de la que provenían los hombres del regimiento. Incluso en el estandarte personal del pretendiente al trono en la Primera Guerra Carlista figuraba una imagen de la Virgen de los Dolores bordada por su esposa. El Pensamiento Navarro, 11-05-1954, pp. 8 y 10. Revista Montejurra, Pamplona, 1965, nº 11, p. 19. Unamuno, M.: Paz en la Guerra, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1940, p. 165. En su novela, el escritor navarro López-Sanz emplea el término refiriéndose a “esos mariposones y veletas que bailan al son de los cambios políticos”. López-Sanz, Francisco: ¡Llevaban su sangre! Pamplona, Gómez, 1966, p. 32. A finales del siglo diecinueve, en círculos políticos navarros, a aquellos que se cambiaban de bando (por ejemplo oscilando entre el integrismo y el carlismo y de ahí al conservadurismo, y otra vez en sentido contrario) se les tildaba de ‘mestizos’. García-Sanz Marcotegui, Ángel: Caciques y políticos forales. Las elecciones a la diputación de Navarra (1877-1923). Pamplona, Torres de Elorz, 1992. La elección de esta metáfora subraya los esfuerzos de los habitantes locales por representar la fidelidad política en términos biológicos. Puesto que si el compromiso con un partido se consideraba tan puro y duradero como la pertenencia a una ‘raza’ definible, entonces una persona que cambiaba de partido era tan impuro y despreciable como lo eran considerados los mestizos.


La evolución del carlismo en la revista Montejurra Manuel Martorell

El presente trabajo describe la evolución política del carlismo a través de los contenidos de la revista Montejurra, editada en los años 60 del siglo pasado y considerada en esos momentos “órgano oficioso” de la Comunión Tradicionalista. Este trabajo toma como base la cuantificación tanto frecuencial como volumétrica de una serie de temas tras la lectura de la colección completa, a excepción del número 41 del primer periodo. Las conclusiones, siempre indicativas y ahora presentadas por primera vez de forma estadística y monográfica, contribuyeron en su momento a elaborar la tesis doctoral “La continuidad ideológica del carlismo tras la Guerra Civil”1. La revista Montejurra no fue solamente un elemento catalizador clave en el resurgimiento del carlismo a mediados del pasado siglo. También es un buen ejemplo del peculiar funcionamiento interno de este movimiento político, en muchas ocasiones galvanizado por iniciativas de pequeños grupos, a veces de individualidades, que terminaban desencadenando cambios generales. En este caso fue un grupo de entusiastas navarros el que decidió publicar en 1960, bajo esa cabecera, un boletín “de la Juventud Carlista” que no tardaría en rebasar los límites regionales para alcanzar difusión nacional, convertirse en portavoz oficioso de la Comunión Tradicionalista y venderse, como cualquier otra revista, en los quioscos de prensa, aprovechando unos años de tolerancia que los propios carlistas definen como el “periodo colaboracionista”. En este sentido, la revista Montejurra es comparable a la denominada “Operación Carlos Hugo”, puesta en marcha por un 95


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puñado de universitarios dirigidos por Ramón Massó, para que el primogénito de los Borbón-Parma se estableciera en España y se pusiera al frente del carlismo. Ambas iniciativas, coincidentes en el tiempo pero independientes en su gestación, jugaron un papel trascendental en la evolución ideológica y reagrupamiento organizativo, transmitiendo nuevos mensajes políticos, promoviendo y difundiendo actividades que se organizaban a lo largo y ancho de todo el territorio nacional. Pero, para comprender en su real dimensión ambas iniciativas, es necesario tener en cuenta la especial coyuntura internacional de España a finales de los años 50 y comienzos de los 60, una coyuntura determinada por una Europa sumida en la Guerra Fría a consecuencia del enfrentamiento entre el “mundo democrático” y el “bloque comunista”. Esta situación provocó el temor a una hipotética invasión por parte de la URSS, haciendo así posible la reconciliación de las potencias occidentales con la dictadura franquista. Esta es la razón, por ejemplo, de que el año 1953 Estados Unidos firmara con España el mayor acuerdo de cooperación militar y financiera, aparentemente con el objetivo de utilizar la Península Ibérica como retaguardia estratégica en el caso de un nuevo conflicto armado. El régimen franquista respondió, a su vez, aproximándose a una Europa dominada políticamente por las corrientes democristianas, introduciendo en el Gobierno personas de corte social-católico, en concreto tecnócratas vinculados al Opus Dei, una “apertura” política que se reforzó poniendo en marcha programas desarrollistas con miras a una confluencia con Europa y para poner fin de forma definitiva a los años de “autarquía económica”. La familia Borbón-Parma también consideró que era el momento de adaptarse a los cambios, por lo que decidió reemplazar al entonces delegado nacional, Manuel Fal-Conde, intransigente en su oposición a Franco, por José María Valiente, una persona de gran preparación política, bien relacionada con distintas instancias del régimen y convencido de que Franco estaba arrepentido del trato dado a los requetés, creyendo igualmente que el régimen podía aceptar los planteamientos políticos del carlismo a la hora de diseñar la solución monárquica llamada a sucederle. Como afirma Mercedes Vázquez de Prada en su detallado análisis sobre estos años de colaboracio96


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FOTOGRAFÍA 1. Un quiosco de prensa, el mes de julio de 1964, en el que se puede ver a la revista Montejurra junto a otras, como la igualmente tradicionalista ¿Qué pasa? o Triunfo. (Archivo revista Montejurra)

nismo, el nuevo delegado nacional de la Comunión Tradicionalista buscaba no tanto la adhesión de los carlistas al régimen como la adhesión del régimen a los planteamientos carlistas2. Este “periodo colaboracionista” queda delimitado temporalmente por la década que va desde mediados de los 50 a mediados de los 60. Pero, como suele ser habitual en la historia del carlismo, dentro de sus filas tampoco hubo homogeneidad a la hora de seguir las directrices de la nueva jefatura. Junto al “núcleo duro” de los verdaderos colaboracionistas, personas muy próximas a Valiente –como Zamanillo o Fagoaga–, había sectores que entendían este colaboracionismo desde un punto de vista pragmático; es decir, rechazaban la identificación con el régimen pero creían que, si el carlismo quería abandonar la marginalidad en la que se encontraba, debía aprovechar la nueva coyuntura para ampliar la organización, abrir nuevos Círculos y multiplicar sus actividades. Dentro de esta corriente, estaba la propia familia Borbón-Parma y la Agrupación de Estudiantes Tradicionalistas (AET), liderada esos años por Ramón Massó y José Antonio Pérez-España. Des97


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pués existían sectores con posiciones claramente antifranquistas pero que también decidieron aprovechar esta oportunidad para, de alguna manera, “legalizar” o conseguir que sus actividades fueran toleradas por el régimen. Finalmente también se puede mencionar a quienes ni siquiera aceptaron este “oportunismo”, negándose a cualquier tipo de entendimiento y decidieron apartarse de la actividad diaria, siendo el caso más relevante el de Antonio Arrúe, jefe carlista de Guipúzcoa y uno de los principales impulsores de la Academia de la Lengua Vasca tras la Guerra civil. El grupo que pone en marcha la revista Montejurra pertenece a esa corriente que podríamos denominar “oportunista”. Dentro de la constelación de sectores, tendencias o “camarillas” que caracterizaban la composición del carlismo, no era un grupo más, sino quienes dirigían y llevaban el peso de la actividad en Navarra, es decir, del principal foco territorial del carlismo y lo hacían muchas veces al margen del jefe regional. Estos activistas eran los mismos que fletaban los autobuses para ir al acto de Begoña, los que organizaron la manifestación del 3 de diciembre de 1945 que terminó con el tiroteo de la plaza del Castillo y el cierre del Círculo de Pamplona, quienes habían apoyado la huelga general de 1951, promovido las movilizaciones populares en 1954 por el contrafuero estando al frente del Gobierno Civil Luis Valero Bermejo, los que habían llevado a cabo el cambio de las cruces de madera por las de piedra en el Viacrucis de Montejurra, quienes acababan de sufrir la prohibición del Montejurra de 1958, incluido el cierre de las comunicaciones con las provincias aledañas, y quienes protagonizarían, al año siguiente, en julio de 1961, la sonora pitada contra las autoridades durante el traslado de los restos de Mola y Sanjurjo al Monumento de los Caídos. El grupo Montejurra había asumido las tareas de reabrir el Círculo de Pamplona, para lo que se alquiló un piso en la calle Mayor –justo encima del bar García– y, teniendo el precedente del boletín El Fuerista3, sacar una publicación, inicialmente de ámbito navarro, que apareció por primera vez en 1960 como boletín de la Juventud Carlista de Navarra. Con aspecto de panfleto clandestino y apenas el tamaño de un folio, aumentó rápidamente de tamaño, páginas y distribución, logrando en pocos meses tiradas de miles de ejemplares. Dos años después, tenía una media de 10.000 copias 98


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mensuales que ascendían a 25.000 con los números extraordinarios. Debido a la importancia adquirida, la dirección de la Comunión Tradicionalista decidió, en noviembre de 1964, coincidiendo con el número 46, refundarla como una revista de información general al estilo de La Actualidad Española, una de las más vendidas de la época, con portadas a todo color, publicándose durante otros seis años hasta su clausura gubernativa en abril de 1971. Por lo tanto, la revista tuvo dos grandes periodos: el formato periódico inicial (1960-1964) y el formato revista (1964-1971). Es importante remarcar la existencia de estos dos periodos –periódico y revista– ya que algunos historiadores identifican la publicación solamente con el segundo, como si no hubiera una continuidad con la anterior, probablemente porque en noviembre de 1964 se pone de nuevo “a cero” en vez de continuar la numeración con el 47. Pero no hay la menor duda de que existe esa continuidad porque así lo manifiesta el editorial del número 46, el último del primer periodo. En él se acepta, a regañadientes, que la publicación pase a otras manos, afirmando en un editorial titulado “La ley del crecimiento” que la “chifladura” de unos “empedernidos carlistas” había “crecido tanto” y “se había hecho tan mayor” que necesitaba “pasar a ser semanario”. Sin embargo, cada uno de esos dos grandes periodos habría que subdividirlos en otras dos etapas, ya que en el primero se pasa en junio de 1963 de un tamaño tabloide, que todavía recuerda a los boletines clandestinos, a otro de tipo “sábana”, propio de la prensa diaria de la época. No cabe duda de que, con ello, se quería dar a la publicación un aire de normalidad, de ocupar un espacio en el panorama periodístico español; de hecho aparece ya con depósito legal e incluye un domicilio social, que no es otro que el del capitán de Ingenieros Tomás Martorell Rosáenz, uno de sus principales impulsores. Desde aquí, los ejemplares se empaquetaban de acuerdo con la cantidad solicitada y se enviaban por correo postal a una red de “delegados” y “corresponsales” que, a su vez, se encargaban de distribuirlos e incluso de venderlos a mano entre los carlistas y simpatizantes de sus respectivas localidades. También hay que distinguir el salto formal y de contenidos que se produce a partir de agosto de 1968, cuando, al fallecer su di99


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rector, el arquitecto pamplonés Eugenio Arraiza, la dirección pasa a sus hijos y, con ellos, la línea de la revista queda en el ámbito de los sectores más jóvenes y progresistas del carlismo, que dan a la publicación una orientación claramente vanguardista. Aún se podría realizar otra división temporal si colocamos como referencia el final de la época “colaboracionista”, momento que se correspondería con el número 17 del segundo periodo, que recoge los actos del “Montejurra de la libertad” (1966). Tampoco es una casualidad que, a partir de este número y hasta el 23, se inicie una serie monográfica bajo el epígrafe “Solución para España” presentando una alternativa política al franquismo; se trata de una vasta declaración de intenciones, una exposición del sistema de gobierno que los carlistas definen como monarquía tradicional, foral, representativa, social, católica y popular. Como ya se ha señalado, el salto a una oposición más radical se materializará a partir del número 41 –septiembre de 1968–, que lleva como principal titular “¡¡No al centralismo!!” y en el que se recogen diversos artículos sobre la prohibición del traslado de los restos de Vázquez de Mella desde Madrid hasta Covadonga, donde ya se había preparado un nicho excavado en la montaña para que el tribuno tradicionalista descansara en su tierra natal. Es más que significativa la viñeta que acompaña estos artículos mostrando a un carlista a punto de ser aplastado por una bota militar. La revista Montejurra, en este segundo periodo, no pudo cumplir su previsión inicial de salir semanalmente debido a los problemas con la censura. Por ejemplo, el número 4, que debía publicarse en diciembre, apareció en febrero de 1965, momento en que sus responsables se excusan en el correspondiente editorial diciendo que, tras su paso por la censura, quedó en tan “lamentable estado de mutilación” que optaron por no llevarlo a la rotativa. Por esta razón, a partir de entonces, aparece en sus páginas interiores con una franja negra en señal de luto. Finalmente, adoptará una periodicidad mensual, aunque en otro de los editoriales se queja de que “sale cuando y como puede”. Si se cuantifican los contenidos a lo largo de toda su trayectoria, desde 1960 a 1971, en base a cuatro grandes bloques temáticos –divulgación ideología, actuación política, historia e información 100


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FOTOGRAFÍA Nº 2. A partir del número 17 –mayo de 1966– del segundo gran periodo, Montejurra publica una serie de artículos que llevan el mismo epígrafe –Solución para España–, con la clara intención de presentar una alternativa política al franquismo

general–, resulta evidente, siguiendo las líneas del gráfico nº 1, que la revista tenía como principales funciones difundir mensajes ideológicos, consignas políticas y dar cohesión a las iniciativas que iban surgiendo por numerosas localidades de toda la península. Realmente se produce un verdadero resurgimiento del carlismo y los actos a los que asisten cientos y a veces miles de correligionarios de multiplican por doquier. Realizando un recuento de las informaciones o citas, aunque sean breves, a los actos que se van celebrando, solamente en el primer periodo (1960-1964), la revista recoge 363 de estas convocatorias, como se puede apreciar en los mapas adjuntos (gráficos nº 2 y nº 3). Es decir, la revista Montejurra fue concebida y funcionó en todo momento como instrumento de intervención política para reforzar el proyecto de los Borbón101


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Parma y en concreto el de Carlos Hugo en su intento de impulsar una modernización del legitimismo. En este sentido, el gráfico de líneas siguiendo la presencia de esos cuatro grandes bloques temáticos, muestra cómo las cuestiones sobre ideología y actuación política siempre están por delante de los temas históricos, otro factor de especial relevancia dentro REVISTA MONTEJURRA

GRÁFICO Nº 1.Este gráfico de línea muestra la evolución de cuatro grandes elementos temáticos a lo largo de toda la trayectoria de la revista, dividida en cuatro etapas. Una línea discontinua vertical marca el final del periodo colaboracionista del carlismo

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GRร FICO Nยบ 2 Y Nยบ 3. Estos dos mapas dan una idea de la gran cantidad de actos carlistas que se organizaron entre 1960 y 1964 de acuerdo a las informaciones que, sobre ellos, facilitaba la revista Montejurra

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del carlismo, o de los relacionados con la información general, a excepción de la cuarta etapa, las más progresista, en la que se registra un repunte de la información general, no solo a nivel nacional sino también internacional, algo que no ocurría, salvo excepcionalmente, en el primer periodo. Aunque, por lo general, se suele vincular a este primer periodo con posiciones más conservadoras e incluso próximas al franquismo, en realidad su grupo impulsor intentaba mantener un difícil equilibrio con las autoridades para que la revista se siguiera publicando y distribuyendo legalmente, provocándose una especie de esquizofrenia política, puesto que quienes la dirigían, pese a sus posiciones antifranquistas, debían admitir contenidos profundamente integristas y mostrar formalmente la fidelidad a los “Principios Fundamentales del Movimiento”, llegando a elogiar a Franco y a pedirle que visitara Navarra. Las críticas iban dirigidas fundamentalmente a las autoridades de segundo rango del régimen, especialmente a los gobernadores civiles, blanco predilecto de los “Proyectiles Teledirigidos”, mordaz sección fija con la que se critica los casos de corrupción, autoritarismo y falta de democracia. Al estilo de las “notas de sociedad”, numerosos de estos proyectiles hacen blanco en las autoridades franquistas salpicadas por corruptelas, la normalizada práctica del “enchufe” –“dobles y hasta cuádruples”, dice irónicamente uno de ellos–, en quienes han terminado por formar una “cofradía del autobombo”, alcaldes que se consideran a sí mismos “funcionarios públicos” cuando debieran ser personas elegidas y al servicio de los vecinos, sin olvidar la felicitación a aquellos gobernadores que dan ejemplo de honradez, como aquel que se niega a que el refrigerio de un lúdico encuentro se cargue a las arcas públicas, diciendo a los organizadores que se pague “a escote” por los presentes. Otros “proyectiles” exigen abiertamente que los alcaldes sean elegidos por la población o denuncian que el denominado “tercio familiar” no es más que una parodia de la auténtica representación orgánica que defiende el carlismo. “Menos halagos –dice otro– y más auditoría de lo realizado”, concluye otro exigiendo el restablecimiento del “juicio de residencia”. Esta esquizofrenia política continuará durante el segundo periodo, al menos en su primera etapa (1964-1968). Un curioso ejemplo es 104


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la significativa portada del número 14 –febrero de 1966–, momento en que, formalmente, se pasa a una “oposición constructiva” tras la celebración de un congreso carlista en el Valle de los Caídos. La portada de esta edición (fotografía nº 3) muestra en el centro un mapa y un escudo “laureado” de Navarra, mientras que en la parte superior, a izquierda y derecha, se aprecian sendos galones de los Alféreces Provisionales –una estrella de seis puntas sobre fondo negro– y de los capitanes de requetés –tres flores de lis sobre fondo rojo–; en la parte inferior, la misma estrella y flor sobre fondo verde. Con ello la revista hace referencia a una decisión gubernamental para que los hijos de los alféreces provisionales pudieran lucir el distintivo castrense de sus progenitores pero con otro color –fondo verde–. Si eso era así, defiende la revista, también se debiera autorizar a los hijos de los oficiales del Requeté llevar la flor de lis sobre fondo verde. Parece un asunto trivial, pero, dejando a un lado la tampoco inocente confrontación entre un rango inferior –el castrense de alférez– y el superior de capitán de requetés, la portada está defendiendo las señas de identidad del carlismo frente a las otras y, por lo tanto, marcando distancias respecto a la simbología y valores del régimen. Como se puede apreciar en el gráfico nº 4, que recoge la frecuencia de una serie más amplia y detallada de temas a lo largo de toda la trayectoria de la revista, hay tres que mantienen una presencia constante: regionalismo, religión y Guerra Civil. Hay que especificar, sin embargo, que la permanencia de la Guerra Civil en la cuarta etapa se debe a un factor excepcional; se trata de una serie monográfica de Manuel Fal Conde explicando la intervención del carlismo en el conflicto, serie que fue publicada a petición expresa del propio Fal Conde. Si dejáramos a un lado estos artículos comprometidos con el ex delegado nacional, el tema de la Guerra Civil habría caído en picado. En concreto, si tenemos en cuenta el volumen total que ocupan en las páginas de las cuatro etapas los temas relacionados con la guerra de 1936, se puede apreciar cómo pasan de la cuarta a la sexta posición, para caer a la séptima y recuperar otra vez la posición sexta en la etapa más progresista, aunque debido precisamente a la citada serie de Fal Conde. Igual ocurre con el legitimismo o la monarquía. Son temas que pierden buena parte de su protagonismo por una sencilla razón: ha concluido la batalla 105


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FOTOGRAFÍA Nº 3. Portada del número 14, estableciendo la diferencia entre la simbología de los oficiales del Requeté y la de los Alféreces Provisionales

por la Corona de España al optar Franco por Juan Carlos para asegurar su sucesión. Respecto al legitimismo hay que aclarar que, a lo largo de las cuatro etapas, se presenta más como la reivindicación de unos derechos históricos conculcados por la dinastía liberal; la restauración de estos derechos sería lógica consecuencia de la trascendental aportación de los requetés al triunfo del denominado “bando nacional”. Si se compara el volumen que ocupa en las cuatro etapas respecto a otros temas, el legitimismo salta de la sexta posición en la primera etapa a la tercera en la segunda y a la segunda en la tercera. Es decir, se está produciendo un claro avance que se corresponde con el fuerte enfrentamiento contra quienes, desde el Gobierno tecnócrata y con el apoyo directo de Carrero Blanco en Presidencia, defendían la candidatura de Juan Carlos. Una vez perdida la batalla, pero también debido a que la dirección de la revista pasa a manos de los sectores más avanzados, más críticos hacia el sistema monárquico, ambos temas –legitimismo y monarquía– prácticamente desaparecen de sus páginas (gráfico nº 5). Por el contrario y por los mismos motivos, se registra un aumento considerable de los temas vinculados a la situación interna106


la evolución del carlismo en la revista montejurra

Frecuencia temática en los números de la revista

GRÁFICO Nº 4. Muestra la frecuencia temática en todos los números de las cuatro etapas de la revista

cional y a las posturas de oposición al régimen, lógica consecuencia de esta etapa plenamente carloshuguista y socializante que se aproxima no solo a otras organizaciones de izquierda antifranquista sino también a temas que en esos años acaparaban la actualidad internacional, como eran la guerra de Vietnam, la emergencia del movimiento estudiantil o las vías yugoslava, checoslovaca y chilena al socialismo. Esta evolución que experimenta el carlismo en la década de los años 60 necesariamente tenía que verse reflejada en la presentación formal de la revista. Este hecho se produce incluso en la primera etapa –1960-1963–, que, aparentemente, tiene menos pretensiones en lo que se refiere a diseño y maquetación, tanto en las páginas interiores como en el verdadero escaparate que es la portada (fotografía nº 4). Si nos detenemos en los motivos y el tipo de letra utilizados, se puede ver que poco antes de pasar a la etapa periódico-sábana, cuando aún conservaba el formato tabloide, la cabecera asume una tipología y formas que recuerdan vagamente al estilo “pop” que ya estaba emergiendo, como se puede constatar en el número 25, correspondiente a febrero de 1963. También en el 107


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GRÁFICO Nº 5. Muestra la frecuencia temática en todos los números de las cuatro etapas de la revista

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FOTOGRAFÍA Nº 4. En esta serie se pueden ver los cambios que se van produciendo en las portadas del primer periodo, destacando la línea más modernizadora de la cabecera inmediatamente anterior al formato sábana a partir de junio de 1963

periodo formato-revista hay que destacar un cambio radical en el diseño de las portadas a partir de septiembre de 1968, acercándose no tanto a La Actualidad Española o Sábado Gráfico como a las de Triunfo o Cuadernos para el Diálogo, las dos revistas “bandera” de los sectores progresistas de la sociedad española (fotografía nº 5). Así se aprecia en las dedicadas al “centralismo”, el genocidio de Biafra, la Ley Sindical, “el futuro del régimen” o la nueva huelga de los mineros asturianos. Más impactante, si cabe, es la presentación del último número, el 60, que reproduce la cabecera más utilizada 110


la evolución del carlismo en la revista montejurra

FOTOGRAFÍA Nº 5. Portadas de la cuarta y última etapa de la revista (1968-1971), con una orientación marcadamente progresista

en esta cuarta etapa –cuadrada con las esquinas “mordidas”– superponiéndola concéntricamente en tamaños cada vez más pequeños, como si quisiera anunciar su inminente desaparición, lo que ocurriría ese mismo mes de abril de 1971. La participación en la Guerra Civil es uno de los temas en los que el carlismo experimenta un mayor cambio de posición ya que, sin renegar en ningún momento de esta participación, se pasa de ensalzarla a rechazar sus consecuencias políticas para, a partir de 1965 y 1966, tender la mano a quienes habían combatido en el otro bando, como hacen Miguel San Cristóbal, jefe regional de Navarra, en el acto de Montejurra de 1965 y otros dirigentes en los de Montserrat o Isusquiza. Algo parecido habría que decir de la actitud hacia la intelectualidad progresista, tanto nacional como internacional, vista en el primer periodo como un peligro para los 111


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valores cristianos, llegando a calificarles despectivamente de “herejes” para, después, valorar positivamente su aportación intelectual, sobre todo con artículos que avalan relevantes firmas de dirigentes procedentes de la AET, como Pedro José Zabala, José Carlos Clemente o Esteban Escobar. Lo mismo se podría decir de los partidos políticos, cuya existencia, igual que la democracia parlamentaria, siempre se había rechazado como un vicio del sistema liberal, exceptuando determinadas coyunturas de acuerdo con los planteamientos de Vázquez de Mella sobre los “partidos circunstanciales”. Como en el caso de la intelectualidad progresista, destacadas firmas abogan por una clara apertura también en este sentido –Raimundo de Miguel, José Carlos Clemente, Carlos Feliu, Antonio Arrue…–. Pedro José Zabala, uno de los teóricos más reconocidos de este periodo, en mayo de 1965, acepta el “pluripartidismo como mal menor” frente al “partido único”. En el número 54 –septiembre/octubre de 1970–, la revista reconoce que había sido un error ese tradicional rechazo a la existencia de los partidos políticos. Prácticamente no se producirán cambios, por el contrario, en la concepción del Estado y en la importancia de las sociedades intermedias, especialmente las regiones y municipios, una concepción muy vinculada a la idea federativa de la territorialidad y a la independencia de las entidades de gobierno menores respecto a las superiores. Pedro José Zabala y Jaime de Carlos insisten en esa idea de que lo social es anterior y prevalece sobre lo político (Estado). Raimundo de Miguel, en febrero de 1967, es aun más duro. Para él “el Estado es el poder, el poder crea el derecho y el derecho se impone por la fuerza”. Gabino Tejada, por su parte, en el número 27 del primer periodo –abril de 1963–, define al Estado como una “confederación de regiones administradas por concejos”, mientras el propio Valiente apostaba en el número anterior por el “sentido federativo de la unidad”. Igualmente son significativas las referencias de Fal Conde, al recordar la llamada “Manifestación de Ideales” contra el partido único elevada a Franco en marzo de 1939, a la elección de procuradores por sufragio con “mandato imperativo y juicio de residencia”, es decir que quienes ocupen cargos institucionales deben 112


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seguir en sus decisiones “el mandato”, y no otro, de quienes les habían elegido. En todo caso, los cargos públicos se debían someter a ese “juicio de residencia”, antigua prerrogativa foral para controlar la actuación de las autoridades, algo que, en la actualidad, denominaríamos “auditoría” parlamentaria. En definitiva, un cuestionamiento del modelo político y formas de representación del Estado-nación, con el que la burguesía liberal se dotó en el siglo XIX para sustituir la hegemonía social por la política. Pero, si hubiera que destacar un tema en el que la evolución resulta especialmente traumática para los carlistas, este sería el religioso, ya que, hasta el año 1964, la posición oficial de la Comunión Tradicionalista era la defensa de la “Unidad Católica de España”, concepto incompatible con el respeto y coexistencia con otros credos, incluidos los protestantes cristianos, como ya estaba propugnando el Concilio Vaticano II. Hay que tener en cuenta que la revista es prácticamente coetánea de ese cónclave ecuménico, una verdadera revolución dentro del mundo católico. El carlismo, un movimiento profundamente religioso, no podía escapar a este trascendental debate y por esta razón los asuntos religiosos mantienen una fuerte presencia tanto en su frecuencia como en el volumen que ocupan respecto al conjunto de la paginación en las cuatro etapas, de forma destacada en la segunda y tercera. Esta posición intransigente irá cambiando hasta alinearse, no sin hacer un gran sacrificio ideológico, con la doctrina oficial del Concilio. Incluso antes de 1964 ya se aprecia ese esfuerzo, en algunos casos recordando las palabras de Carlos VII en el Manifiesto de Morentin de “no ir ni un paso más atrás ni adelante” de la Iglesia Católica. Tal evolución provocó el abandono de algunas figuras destacadas del carlismo, como el profesor Francisco Elías de Tejada y otros relevantes carlistas vinculados a la revista ¿Qué pasa? La doctrina social de la Iglesia también ayudará a la evolución del carlismo en la cuestión social ya que la revista incluirá de forma repetida, incluso hasta insertarla como sección fija y desde su primera etapa, las orientaciones difundidas en las encíclicas Rerum Novarum (1891) de León XIII y la más contemporánea Mater et Magistra (1961) de Juan XXIII. Este hecho permitió recordar el apoyo del carlismo al movimiento cooperativo, ensalzando, por 113


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ejemplo, a los “comunistas” de Zúñiga, población navarra situada en el límite con Álava donde en esos años se llevó a cabo un proceso de concentración parcelaria integral. No cabe duda que esta doctrina social de la Iglesia facilitó sobremanera la aceptación de posiciones socializantes que ya estaban asumiendo buena parte de los carlistas y no solo de los sectores más jóvenes y radicalizados, sino también de otros que incluso habían combatido en la Guerra Civil, como los propios impulsores iniciales de la revista; un fenómeno evolutivo sin precedentes dentro del tradicionalismo hasta el punto de que muchos lo consideraron contrario a sus principios mientras otros sectores, no menos significativos, aceptaron como natural lo que algunos han denominado “el izquierdismo de los requetés”.

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Notas

1.

2.

3.

Martorell Pérez, Manuel: La evolución ideológica del carlismo tras la Guerra Civil. Tesis doctoral dirigida por la profesora Alicia Alted y defendida en el Departamento de Historia Contemporánea de la UNED el año 2009. El cálculo frecuencial y volumétrico, es decir la cantidad de veces que un tema aparecía en sus páginas y el espacio que ocupaba respecto a los demás tiene que ser, en todo caso indicativo ya que hay otros factores, aparte de la voluntad de dar preferencia a un tema sobre otro, que influyen en la paginación y maquetación de los periódicos impresos. Vázquez de Prada, Mercedes: El final de una ilusión. Auge y declive del tradicionalismo carlista (1957-67), Madrid, Schedas S. L, Madrid, 2016, p. 46. El Fuerista “órgano antiborreguil”, boletín editado clandestinamente en Pamplona durante el año 1954 con motivo del movimiento popular contra el gobernador civil Luis Valero Bermejo en protesta por un contrafuero.

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