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Contar nuestra historia

Una de las grandes ventajas que tenemos los seres humanos es la capacidad de contarnos historias: somos los que somos, en buena medida, por nuestra incontrolable tendencia a la narración. Y tal vez la historia más apasionante que jamás nos hayamos podido contar es la de cómo es que llegamos a ser. ¿Cómo es que vos, y yo, y tu compañera de banco, y el pibe que te gusta, vinimos a poblar este mundo? Y no pregunto cómo es que cada uno de nosotros, puntualmente, llegó a ser, cosa que sabemos muy bien, sino cómo es que algo así como el ser humano llegó a habitar un planeta perdido en uno de los tantos sistemas solares que pueblan el universo, y a dispersarse por ese planeta en un tiempo relativamente breve, transformando para siempre su apariencia (y quién sabe si no también su esencia).

Somos, parece, los únicos animales capaces de reconstruir su propia historia. Esta frase, hace trescientos años, hubiese provocado un escándalo de dimensiones mayúsculas. ¿Cómo que somos animales? ¿No somos acaso la cumbre de la creación divina, llamados no tanto a compartir la Tierra con el resto de los animales como a dominarlos? ¿No somos acaso esencialmente diferentes de los perros, y los gatos, y los elefantes, y las jirafas, mucho más esencialmente diferentes de lo que los perros y las jirafas o los elefantes y los gatos lo son entre sí? No. No somos ninguna de las dos cosas. Y eso lo sabemos hoy gracias a una de las más impresionantes ideas de toda nuestra historia como humanidad; una idea que, como todas, empezó a madurar de a poquito pero que, a diferencia de la gran mayoría (que pasan desapercibidas y se pierden en el olvido) cambió para siempre el modo en que los humanos nos concebimos a nosotros mismos.

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Esa idea, que fue postulada por Charles Darwin en 1859 en su famosísimo libro El origen de las especies, es la teoría de la evolución por selección natural, de la que ya vas a enterarte en detalle un poco más adelante, y que constituyó una verdadera cachetada a la soberbia del ser humano, que desde hacía siglos venía sintiéndose único e incomparable con todo el resto de los seres que habitan la Tierra. Bah, qué digo cachetada: fue una brutal piña, de esas que te dejan tambaleando, desorientadx, sin saber adónde estabas paradx ni qué estabas haciendo.

La teoría de la evolución por selección natural nos hizo tomar conciencia de lo que somos: apenas un eslabón más en el conjunto de los seres vivos. Nos bajó las pretensiones de un

hondazo. No somos únicos; o, mejor dicho, somos tan únicos como cualquier otra especie que, por la fuerza indomable de la selección natural, haya llegado a ser.

Y así y todo… pareciera ser que hay algunas cosas en las que sí somos únicos y en las que sí nos distinguimos del resto de los animales. Por más que buscamos y buscamos, no encontramos entre los animales no humanos nada que se acerque –en riqueza y profundidad, en capacidad de expresión– a nuestro lenguaje. No encontramos, tampoco, nada que se parezca –en riqueza y profundidad, en capacidad de expresión– a nuestras artes. No encontramos tampoco animales que domestiquen a otros animales, ni que tengan religiones, ni que trabajen ocho horas por día y compren su comida en supermercados, ni que hayan llegado a desarrollar tecnologías tan sofisticadas como la nuestra, ni que escriban libros para incentivar a lxs jóvenes a pensar en quiénes son y qué hacen en este mundo.

O sea que somos iguales... pero diferentes. Y en esa aparente contradicción se cifra nuestra identidad y también se cifra nuestra incomodidad. ¿En qué somos iguales y en qué somos diferentes? Esa es la gran pregunta que este manual intenta responder, aprovechando nuestra fabulosa capacidad de narrarnos historias.

Pero no lo logra. Y si no lo logra no es porque sea malo sino, al contrario, porque es muy bueno: porque la pregunta funciona como un disparador para abordar el problema desde muy diversas perspectivas (la antropología, la biología, la filosofía) sin intentar dar por saldado un debate que no está saldado.

No tenés en tus manos un decálogo de verdades absolutas e incuestionables: tenés un libro, uno de los más potentes artefactos que los humanos hayamos creado, que, en cada una de sus páginas, invita a pensar. Es, creo, la máxima aspiración que puede tener un material educativo.

» niColás olszeviCki

Doctor en Letras Director de Comunicación y Divulgación científica de CICPBA

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