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Prólogo
Qué nos hace humanos es una duda de todos los días. ¿Cuántas veces por día somos humanos y cuántas, simplemente, animales? ¿Somos siempre el mismo ser humano? ¿Qué se pone en juego cada vez que nos damos cuenta de que nos comportamos de manera inhumana? ¿Nos proponemos revisar nuestro comportamiento? ¿Nos mantenemos invariables luego de reflexionar sobre nuestra humanidad? ¿Cuál es la densidad o la profundidad que nuestras reflexiones tienen que alcanzar para generar un cambio en nuestra conducta?
Se nace dentro de la especie Homo sapiens, pero ¿cuándo nos convertimos en un ser humano: al respirar o al escuchar la primera palabra? ¿Les pasó alguna vez ver un vaso con agua fría y beber un trago creyendo que no tenían sed, para descubrir –al sentir la frescura sobre la lengua– que en realidad lo único posible en ese momento era seguir incorporando agua hasta la última gota? ¿Les pasó luego, abrir la heladera para servirse más? Y después de beber ese segundo vaso exclamar: “¡Tenía tanta sed y no lo sabía!”
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Algo así sentí al leer este manual: ¡tenía tanta necesidad de sumergirme en un libro así y no lo sabía! Y luego de llegar al final, continué revisando los libros, artículos y videos que se mencionan en las bibliografías hasta sentirme suficientemente hidratada. ¡Qué bien hace dejarse sorprender por el conocimiento!
El asombro me llevó a recordar una sensación que vivía casi a diario durante la infancia, el momento más curioso de nuestra vida. Tiempo en el que la perspectiva cambia cada vez que crecemos unos centímetros. Tiempo en el que la punta de una mesa pasa de ser el borde de un acantilado a ser un asiento alto en el que está bueno sentarse para quebrar las reglas de lo establecido. Años en que cultivamos sin descanso la tierra de las preguntas.
Sin dudas la infancia es el tiempo de las primeras veces, de los cambios más dolorosos en el cuerpo, de aceptar hechos aparentemente inexplicables. Es una elección el irnos para
siempre de ahí o proponernos el ejercicio de ir y volver. ¿Qué estoy diciendo al afirmar esto? Digo que volver a la tierra de las preguntas es volver a mirar el mundo con ojos dispuestos a convivir con el asombro. Un asombro que no reconoce disciplinas científicas o fronteras geográficas. Un asombro que hace maravillas al unir lo que encuentra separado y al separar lo que encuentra unido. Volver a la tierra de las preguntas y desagregar los terrones, manchándonos las manos con el barro. Paso a paso, dejar lo seguro, meternos en terrenos cenagosos. Cruzar disciplinas. Cruzar fronteras. Migrar. Dejar atrás las comodidades.
Proponerse escribir un trabajo multidisciplinario siempre implica movimientos hacia zonas no tan conocidas. Que un equipo de hombres y mujeres de diferentes áreas del conocimiento se lo proponga y lo sueñe hasta concretarlo, mucho más. Pero movernos está en nuestra naturaleza. Intentarlo, avanzar, retroceder, descansar, intentar nuevamente. Moverse hasta encontrar la dirección y el, los, sentidos.
Moverse implica tener inquietudes, no necesariamente caminar. Es gracias a las personas inquietas y movedizas de cada época que fuimos, vamos, iremos construyéndonos como especie. ¿Quién sabe los motivos íntimos de cada movimiento?, podemos inferirlos, podemos hipotetizarlos, algunas causas serán más probables que otras según nuestro análisis de las circunstancias. Nunca habrá una seguridad, un 100% de certeza. Hay quienes sostienen que la curiosidad es un instinto animal. El saber popular lo señala como un peligro: “La curiosidad mató al gato”. Ese dicho tiene una gran carga ideológica, como todo lo que hacemos, por supuesto. Leí en este Manual un artículo que sostiene que probablemente seremos artífices de nuestra propia evolución biológica, puesto que somos la única especie que manipula la genética —la propia y la ajena—. Aparece, entonces, la discusión sobre las intenciones, los propósitos, las ideas de futuros posibles, las ideologías. La escritora Liliana Bodoc sostenía que toda decisión humana se toma desde el poder o desde el amor. Ahí está la raíz de las ideologías, en cada pequeña decisión, en cada pregunta sobre nuestra humanidad.
Hace años, en un libro de la zoóloga Temple Grandin llamado Interpretar a los animales, un pensamiento me hizo volar: no solo los lobos se fueron domesticando hasta dar paso a una nueva rama en el árbol evolutivo –la de los perros– también los grupos de
humanos a lo largo del tiempo de convivencia fueron adoptando comportamientos de los lobos. ¡Claro! Por supuesto. ¿Por qué pensar de modo unidireccional cuando el mundo está lleno de pluralidades, de multisentidos, de polisemias? Este manual, tan polifónico, trajo a mi memoria varias obras de comunicación de las ciencias y de las artes como la de Grandin, en las que encontré un modo de interpretar los hechos que no pierde de vista lo múltiple y lo colectivo. La comunicación cultural no debe abandonar este espíritu: cuestionar desde el terreno pantanoso en donde todo se mezcla. Necesitamos abrir y leer muchas veces libros así, que insten a la conversación, a la puesta en común de las ideas, a pensarnos parte de una especie esencialmente creativa. Necesitamos jóvenes tan plurales y sedientos de preguntas como estos libros, que recuerden a la sociedad adulta que hay que escuchar lo nuevo con asombro y apertura, que nos interpelen sobre el sentido que le damos a las palabras que usamos, que, en lugar de quedarse quietos ante las fronteras tajantes, geográficas, ideológicas, idiomáticas, tengan presentes las variaciones del terreno y de cada ser, paisajes en los que nunca deja de existir la posibilidad del entendimiento.
En mi sentir, un buen libro siempre nos deja más preguntas al terminarlo que las que teníamos al comenzarlo. Preguntas que suelen surgir al leer respuestas abiertas al pensamiento plural y compartido. Leí, escuché, reflexioné y la pregunta –como toda pregunta que lleva inexorablemente a un repensar continuo– sigue sin completar su respuesta. ¿Qué nos hace humanos? ¿Fui humana hoy? ¿Cuándo? ¿Cómo puedo asegurarlo con certeza? Quedarme con estos interrogantes a flor de piel, más allá del tiempo que pasó desde que leí —y del espacio que ocupaba cuando leí—, es de las mejores cosas que puede pasarnos a las personas que decidimos vivir en movimiento permanente.
Agradezco a todo el equipo que compuso este Manual los espacios de reflexión que la lectura generó en mí. Invito a leerlo con ánimo interrogador y con disposición al asombro. Encontrarán campos floridos de preguntas y de esas respuestas aromáticas que invitan a seguir avanzando.
» PAulA BoMBArA
Buenos Aires, noviembre de 2018