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Estamos hechos de tiempo?
» lecturas sugeridas
» Ayala, F. J., Evolución para David, Pamplona, Laetoli, 2014. » Martínez, I., El primate que quería volar, Barcelona, Espasa, 2012. » Rosas, A., Los primeros homininos. Paleontología humana, Madrid, CSIC y Catarata, 2015. »Rosas, A., La evolución del género Homo, Madrid, CSIC y Catarata, 2016. »Pérez-Pérez, A., Hominin Evolution & Ecology. Disponible en: https://human-evolution.blog/
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» Por luis sAgAsti
Profesor y escritor
Es bien conocido que los elefantes tienen serias dificultades para hacer el nudo de la corbata y que las nutrias no practican ningún deporte (hemos visto, sí, algunos perros jugar al fútbol), que los duraznos no diferencian los números pares de los impares y que es más bien poco lo que saben de cartografía los helechos y los chimangos. No creo que sea necesario prolongar esta enumeración: la lista de cosas que nos separan del resto de los seres vivos se extiende hasta donde nos permitimos imaginarla. Con mucho apresuramiento me animaría a decir que probablemente todas las diferencias, es decir, todo lo que nos constituye como hombres y mujeres, deriven de una sola, que es esencial y fundante: la experiencia del tiempo.
El tiempo y la capacidad de razonar parecieran ir juntas ya que razonar es relacionar ideas o impresiones que se presentan en forma sucesiva. Y cuando uno percibe una sucesión, una continuidad, ya está habitando en el tiempo.
Los seres humanos, hasta donde sabemos, son los únicos animales mortales, es decir, los únicos seres del cosmos que saben que en un futuro han de morir. El resto de ellos habita en un eterno presente, sin recuerdos ni proyectos.
Todo lo que sucede, sucede ahora. Nada ha sucedido, nada sucederá.
Por eso los animales solo pueden comunicar aquello que perciben. Una gata no les cuenta a sus cachorros que por la mañana se ha encontrado con el perro del vecino. Solo pueden reaccionar frente a lo que están percibiendo.
La humanidad, en cambio, habita en el tiempo, conoce lo que ha pasado, intuye el porvenir, imagina lo que ha ocurrido o ha de suceder. Y es en ese habitar donde sucede el lenguaje, que no es otra cosa que un mecanismo invisible para viajar en el tiempo.
En un momento incierto hubo un hominino que decidió no tirar la herramienta (una piedra, una madera) que había utilizado para matar a un animal o abrir un fruto. Y hubo otro muy habilidoso al que, hace más de dos millones de años, se le ocurrió fabricar el primer utensilio. Acaso entre estos dos homininos, que se nos antojan contemporáneos, hayan pasado más de cien mil años. Tanto la decisión de conservar una piedra como la de tallarla o afilarla para que sea más eficaz y provechosa implican la capacidad de saber que, en un momento, allá adelante, habrá de utilizarse de nuevo, es decir, la facultad de saber que habrá días y situaciones por venir.
Entonces la humanidad dejó de habitar el eterno presente animal.
Y hubo ayer y hubo mañana por primera vez.
Y de pronto, claro, al fugarse del presente, se dio cuenta de que era algo distinto de la naturaleza.
Hombres y mujeres empezaron a tener noción de su existencia. Ninguna gaviota sabe que es gaviota, tampoco los geranios saben que son geranios (ni siquiera saben que no son gaviotas). Cuando el hombre advirtió que era una cosa distinta de las demás, se dio cuenta de sí, quiero decir, adquirió conciencia de sí.
Y es muy probable que allí mismo haya sentido la idea de finitud: supo que en algún momento habría de regresar a la naturaleza. Pero como todo en ella se renueva constantemente –se suceden las estaciones, la luna cambia de faces, muchos animales hibernan o emigran para más tarde volver–, así también esos hombres y mujeres pensaron, o sintieron, mejor dicho, que ellos también habrían de regresar alguna vez.
Pero, así como diferenciamos a los hombres y a las mujeres del resto de los seres vivos, podríamos trazar una distinción entre ser un humano y ser humano. Supongo que la lista puede ser muy extensa; no vale la pena hacerla porque creo que hay una cosa que es primera, básica, como la experiencia del tiempo, y todo lo demás se derivaría de ella. Ser humano,
convertirse en humano, es ir más allá del hombre y la mujer que somos, es la capacidad de inscribir a mis iguales en el tiempo. Y cuando eso sucede, cuando se advierte que los demás son mortales, finitos, cuando eso se siente no con la cabeza sino en los huesos, puedo entonces contemplar a mi semejante en sí mismo, valorarlo como lo que es y no como fuerza de trabajo o como auxilio para resolver algo, como alguien necesario para lograr una cosa o como lo que yo quiero que sea para mí.
Captar al otro en su propia singularidad. Esto es: valorarlo como alguien que es por una única vez en la historia. Alguien como nosotros y nosotras.
Nos hace humanos la capacidad de percibir las cosas fuera de su utilidad y de nuestro provecho. Un león observa a un antílope como alimento y no como otra cosa; para un ave el árbol es refugio y protección, no más. Los hombres y las mujeres podemos ir más allá de esas instancias primarias y ver en una vaca algo más que una futura hamburguesa.
Y el siguiente paso, necesario, consecuente, es la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Más concreto: ponerse en el lugar de quien sufre. Usualmente nos colocamos en el lugar de quien despierta aplausos, soñamos con ser esa bailarina que admiramos, el delantero de los goles increíbles. No está mal, claro, es bueno tener referentes que nos inspiren y estimulen. Tratar de copiar los movimientos de nuestro ídolo.
Pero muchas veces observamos deportistas que, al ganar, jamás se les ocurre saludar al adversario; o cuando la hinchada se burla del derrotado en vez de celebrar el triunfo con los suyos. Jamás se les ocurre, por un instante, ponerse en el lugar de quien lo está pasando mal. Y estamos hablando de algo tan menor como es un partido; el asunto es más serio si nos detenemos en la pobreza y en quienes están más allá de la pobreza. Ignorar a esa gente constituye una suerte de bullying social.
Nuestras familias, nuestras profesoras y profesores, siempre nos dicen que hay que saber perder, que hay que aceptar la derrota y la frustración. ¿Quién puede no estar de acuerdo?
Lo que quieren es vernos triunfantes, en todos los órdenes.
Pero no nos enseñan a ganar. Nos enseñan a triunfar (para los romanos el triumphus era el desfile y la coronación con
laureles que se le otorgaba a un general que hubiera ganado una batalla en la que hubieran muerto cientos y cientos de soldados). Quien sabe ganar sabe advertir qué es lo que mengua cuando todo crece (y se da cuenta de qué crece cuando todo parece debilitarse). A veces, quienes triunfan suelen perder humildad, suelen perder esa capacidad de penetrar en el dolor ajeno. Es que ocupar el lugar del otro es también hacer un ejercicio de memoria y recordar cuando nosotros no la hemos pasado bien.
Pero volvamos por un instante a eso de instalarnos en el tiempo; hay allí una contraparte donde conviene detenernos.
Y es la creciente incapacidad de vivenciar el presente.
No hablo de ese presente animal que es pura supervivencia, sino la de atrapar el presente como algo único e irrepetible.
Hablo de abandonarnos a lo que está sucediendo.
Es bastante fácil hacerlo cuando practicamos un deporte, tocamos música o miramos una película sin pochoclo ni celular. Más difícil resulta, por ejemplo, cuando no soy yo quien habla sino otro, cuando mi concentración tiene que estar en la voz del otro.
Saber que lo importante es tratar de no detener las cosas con una fotografía sino dejar que fluyan, involucrarnos con todo nuestro ser en lo que estamos haciendo. Si no estudiásemos para aprobar sino para aprender, se produciría la paradoja de que aprobaríamos sin mucho esfuerzo. Y eso sucedería porque nuestra atención no estaría puesta en el futuro (“Tengo que aprobar”) sino en el presente (“Ah…, así que la fotosíntesis… Mirá vos”). Si al patear un penal solo me concentro en la carrera, la pelota, el arco y el arquero, sucesivamente, tendré mejor suerte que si me detengo a pensar que con ese tiro podemos salir campeones.
Ese presente es el que nos hace humanos. Porque ahí es donde suceden las cosas y es ahí donde nos abandonamos a los otros, los celebramos como personas. Sin importar nada más.
Bueno, algo así ocurre cuando nos enamoramos de alguien, ¿no?
Y ahora que lo pienso, esa es otra cosa que nos diferencia de los animales.