IN MEMORIAN
Profesor Pascual Maciá Autor: Arnaldo Maciá- Abuelo, ¿sabe qué bicho es éste?
El anciano deposita delicadamente en la palma de su mano al insecto que su nieto trajo atrapado entre los dedos. Pero el insecto intenta escapar: corre a una velocidad que obliga al anciano a asirlo rápidamente antes de la huída. Las miradas de ambos, abuelo y nieto, convergen en esos élitros que parecen tener arabescos dorados sobre un fondo esmeralda brillante como el color del océano profundo. El hombre levanta un poco sus lentes de grueso marco negro y cuando responde, unos instantes después, lo que dice no posee el tono de un dictamen, ni la severidad de un juicio, ni siquiera el carácter de una certeza, sino la inflexión del asombro:
- Es un cicindélido.
artículo recibido en mayo 2020
Estoy seguro de que ese momento, que transcurrió bajo un alcanforero colosal, durante una tarde de domingo en el barrio Saladillo de Rosario, determinó gran parte de lo que soy. A veces las personas hacen actos mínimos, pero suficientemente trascendentales como para impulsar a otros a elegir un rumbo y así forjar su futuro; creo que ese día mi abuelo Pascual no lo hizo deliberadamente.
Pascual Maciá nació en 1898 en Brasil, porque sus padres estaban viajando en barco desde España hacia Argentina; días después se radicaron en nuestro país. Su infancia transcurrió en Esperanza (provincia de Santa Fe), en el campo. Tal vez allí adquirió su enorme amor por la naturaleza; quizás algún momento de esa niñez fue, también para él, mínimo pero trascendental. O toda esa niñez. Muchos recuerdos de esa etapa nutrirán anécdotas que relatará décadas después en su vida profesional. En cierta oportunidad, un zorro se había aventurado demasiado cerca de la casa donde vivía Pascual, quizás movido por la curiosidad o por el afán de obtener alimento. Él aún era un niño, pero eso no lo amedrentó para intentar atraparlo. De alguna manera logró acorralarlo, pero ante su estupor, el animal cayó inerte frente a sus ojos. Lo tomó por la cola y comenzó a caminar hacia la casa, atravesando el campo arado; la cabeza del pobre zorro golpeaba una y otra vez con la cresta de cada surco listo para ser sembrado. Al llegar, lo soltó por un instante para abrir la puerta, y antes de poder volver a aferrar el supuesto cadáver, éste ya corría a una distancia que era imposible remontar; fingiendo estar muerto, había engañado a mi abuelo con astucia. Imagino que su admiración por los seres vivos era como la que hay entre alumno y docente, facilitada por la convivencia en un ambiente donde el contacto entre las personas y lo natural era más estrecho que en las ciudades modernas.
No solamente los animales y las plantas lo fascinaban y le enseñaban a vivir. El cielo también le hablaba con un idioma que aprendió a desentrañar; predecía correctamente el clima de acuerdo al comportamiento y los colores de las nubes, las direcciones de los vientos, los sonidos y las conductas de las aves y los insectos, las señales en el aire y en la tierra. Creo que estamos perdiendo esas capacidades intuitivas, por falta de observación de nuestro entorno y por acudir demasiado rápido a la televisión o a las aplicaciones del teléfono celular.
Su trabajo fue la docencia: desde 1915 fue maestro
(en el aula, él era más joven que todos sus alumnos) y director de escuelas de la provincia. Daba clases de ciencias naturales en la Escuela Normal Nº 3, en la cual formó parte del grupo de docentes fundadores. Pero yo creo que fue, ante todo, un naturalista. De esos que andan en permanente alerta para deslumbrarse ante el mundo orgánico e inorgánico. Su afán de conocimiento no se limitaba a la lectura y estudio de libros de zoología, botánica, geología, antropología y arqueología. Invertía mucho tiempo y esfuerzo en el “trabajo de campo”, para hallar piezas que representaban la materialización de las maravillas naturales. Se hundía en el agua del río Carcarañá, para extraer fósiles de megaterios y gliptodontes desde el barro del lecho y de las orillas. Sus viajes de vacaciones eran también campañas de recolección de insectos, esqueletos de aves y mamíferos pequeños, conchas de animales marinos, rocas y minerales. A veces, acceder a un lugar donde podrían existir cosas interesantes para el museo sólo podía hacerse por el lecho de algún arroyo seco, de modo que quienes lo acompañaban, debían quitar las piedras que estaban delante del vehículo que manejaba y que le impedían avanzar.
Cuando el Inspector General de Escuelas Don Valentín Antoniutti, en 1945, tuvo la iniciativa de crear un museo de ciencias naturales en Rosario, ya había una colección preliminar formada por valiosos ejemplares listos para ser exhibidos, que formaron parte del patrimonio para inaugurar el Museo “Angel Gallardo”, cuyo primer director fue el Profesor Maciá. El resto del material con el cual se erigió el acervo del Museo provino de donaciones del Museo Provincial de Ciencias Naturales “Florentino Ameghino” de la ciudad de Santa Fe, y posteriormente, de objetos que acercaban personas con interés en la ciencia, acercamiento que logró el Profesor Maciá a través del diario La Capital, en el cual publicaba pedidos de donación, y por pedidos a otras instituciones e investigadores, coleccionistas y aficionados de otros países. Para dichos pedidos, mermaba su sueldo sin remordimientos para pagar el franqueo de decenas de cartas. Usaba su propio Kaiser Carabela para transportar lo que luego quedaba alojado en las altas vitrinas. Concretó un convenio con las autoridades del zoológico de Rosario para que donasen los restos de los animales cuando morían en sus jaulas. Sufría con el desdén de los burócratas y los políticos, que apoyaban al Museo con magros presupuestos; sufría cuando había algo que se deterioraba en el Museo. Sus familiares lo vimos llorar cuando una parte del cielorraso del
edificio de la calle Moreno, sede del Museo durante décadas, se desmoronó bajo el peso del guano de los murciélagos que habían colonizado el entretecho.
El Museo Gallardo estaba tan amalgamado con su vida que se entremezclaba el trabajo con el ámbito familiar. Llegó una tarde a su hogar después de una jornada laboral, y como tenía ambos brazos ocupados con pesadas bolsas conteniendo objetos para las colecciones (o las compras en el almacén del barrio, vaya a saber), le dijo a su esposa:
- Anita, por favor, saca las llaves del bolsillo de mi saco, que yo no puedo...
Cuando su mujer metió la mano, lo que sacó fue una víbora. Pero Mariana Bianco, o Anita, ya estaba acostumbrada a sus bromas. Qué la podía sorprender si alguna vez había abierto la puerta de su heladera para encontrar un mono muerto, que Pascual había conservado allí hasta el momento de poder llevárselo al taxidermista. Sus hijos lo acompañaban como podían en la empresa de impulsar el desarrollo de la institución; mi padre, que poseía destreza para dibujar, realizaba las ilustraciones en grandes hojas de papel que Pascual emplearía para mostrar al público durante sus conferencias.
Era un hábil comunicador: disertaba con igual solvencia acerca de la evolución de los homínidos, las serpientes, boas y pitones, el poblamiento primitivo de América, los insectos sociales, la danza de las abejas, o la deriva continental. Cuando publicaba artículos, lo hacía a la manera de los autores precedentes a la época del sistema introducción-método-resultados-discusión, mezclando historia, algunas anécdotas y rigurosa información científica. Escribía con erudición, empleando construcciones gramaticales perfectas y una riqueza de vocablos característica de un hombre de letras. Por ejemplo, en su texto “Un caso de mutación olvidado”, a partir de un cráneo de oveja con cuatro cuernos, que encontró medio enterrado por la arena en la costa del Paraná el Sr. Juan Ipetenesi, (otro recolector de ejemplares de campo), cráneo que luego fue posesión del Museo, se remontó a la época de la conquista de América partiendo de Cristóbal Colón, reconstruyó el camino de ingreso del ganado al Nuevo Mundo, describió las diferentes razas de ovinos existentes durante el período colonial y sus distribuciones en el continente, y desentrañó las causas de la presencia
de esos huesos junto al río, citando renombrados autores de las ciencias sociales. Habitualmente también comunicaba el valor de los objetos de las salas del Museo Gallardo en congresos de ciencias naturales y de museología.
Amaba también, por supuesto, a los libros. Los forraba con papel madera y prolijamente numeraba para mantener un registro meticuloso; y muchas veces los dedicaba a sus hijos e hijas luego de la compra para cuando ellos los heredaran, intuyendo prematuramente con cuál de sus cuatro descendientes coincidiría su contenido con los intereses de cada uno de ellos. Su biblioteca no se restringía a literatura científica; abarcaba todos los temas: historia, sociología, arte, filosofía. Yo atesoro muchos libros que le pertenecieron, otros que heredé de mi padre, unos más que me obsequió. Pero hay algunos que considero objetos sagrados: las obras completas de Shakespeare (con una dedicatoria a su hijo, y debajo, otra de éste a mí); un ejemplar de “Viaje de un naturalista alrededor del mundo”, de Darwin; uno de “La génesis de los continentes y los océanos”, de Wegener; y “Fauna americana”, un libro de formato grande, tapa dura y bellas figuras que me compró en la vieja librería Ross de Rosario y me regaló cuando cumplí diez años, también con su dedicatoria en la primera página.
Cuando falleció Anita, su compañera de vida, decayó su ánimo y la sobrevivió unos pocos años. Pascual Maciá murió en 1978. Cuando fue velado, la escritora y directora de teatro Elena Siró, amiga de su hijo Jorge (mi padre) y admiradora de Don Pascual, transformó su propia tristeza en arte, la cual forjó con sus poderosas palabras, haciéndole un homenaje con su poesía. Ese mismo día entregó esos versos a sus hijos; y creo que ahora es un buen momento para compartirlos, en honor a Pascual Maciá y a Elena Siró.