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Ser y habitar Por Alejandra Aguado —p
ALEJANDRA AGUADO
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Lejos, de corazón en corazón, más allá de la copa de niebla que me aspira desde el fondo del vértigo, siento el redoble con que me convocan a la tierra de nadie. (¿Quién se levanta en mí? ¿Quién se alza del sitial de su agonía, de su estera de zarzas, y camina con la memoria de mi pie?)
Olga Orozco, “Desdoblamiento en máscara de todos”, 1962
Una tras otra, las obras que integraron el proyecto Adentro no hay más que una morada fueron apareciendo como señales capaces de demostrar que incluso en tiempos de profunda aceleración y exigencia, de desorientación y vértigo, somos capaces de provocar un momento de reunión sincera con aquello que nos rodea. Podemos salir al encuentro de algo que parece estar escrito “en el revés del alma” de todo y de todos, como escribe Olga Orozco algunos versos más adelante en su poema. A flor de piel, este encuentro tiene mucho de verdad: es el descubrimiento de una especie de esencia compartida, de un instinto relativo al modo en que podemos avanzar sobre las cosas del mundo, ya se trate de la Tierra, de nuestros objetos o de
quienes están próximos. Tal vez, a partir de ese encuentro podamos poner en jaque los modos automatizados en los que el orden social y económico nos impone desarrollar nuestra existencia.
En esos momentos, a veces breves, el mundo no se siente como algo ajeno. Las formas del mundo, su materialidad y su escala, no nos resultan extrañas, aun cuando nos encontramos con ellas por primera vez. El tiempo no amenaza con apresurarnos ni con demorarnos, sino que, de algún modo, su ritmo y el nuestro parecen estar acompasados. Esa sensación de continuidad entre lo que somos y lo que nos rodea –o ese modo de reunión con lo que hay alrededor– es evocada con fuerza por las obras que forman parte de Adentro no hay más que una morada, una exhibición que reunió el trabajo de treinta y cuatro artistas que habitan en distintas regiones de la Argentina. Sus obras, de producción reciente, o realizadas especialmente para la exposición, restauran la mirada sobre el vínculo que existe entre nosotros y todo aquello que está o sentimos cerca. Nos recuerdan que somos y habitamos al mismo tiempo, que nos desarrollamos a partir de ese modo de reunión y en sintonía con lo que puede haber alrededor –sea material o simbólico, esté más allá de nuestra piel o bien adentro– y que nuestra identidad es indiscernible del modo en que atravesamos los días y dejamos huella, así como del modo en que el exterior deja huella en nosotros.
Esa experiencia de conexión que comunican las obras, resulta, por un lado, de un acto de repliegue –de concentración en el mundo cercano y propio– y, por otro, de un acto de trascendencia que acontece cuando el valor puesto en el acto anterior proyecta, incluso de manera inconsciente, la experiencia individual más allá de sí. En su andar y en su hacer, a veces mecánico e intuitivo, pero siempre como resultado de una entrega incondicional a la labor, al contacto con sus materiales y a la investigación, estos artistas conectan cuerpos, territorios y tiempos. Sus obras pueden surgir del encuentro de su hacer con una geometría universal, de abrazar métodos de construcción que están al borde del olvido, de trabajar con materiales naturales para descubrir en ellos nuestras huellas y memoria, de restaurar el significado de objetos y palabras que guardan testimonio de su paso por el mundo, de labrar formas con ritmo casi ritual, de disponer un lugar donde pueda posarse lo invisible, o de mirar con atención y penetrar el territorio que habitan. Sus producciones son parte de su experiencia vital, los imaginarios que terminan por crear y que nos comparten recuperan el valor del arte como gesto de expresión simbólica y de la producción artística como posibilidad de abrirse a lo desconocido. Ellos evidencian que no hay distancia entre lo corpóreo y lo inmaterial, entre el
mundo físico y el emocional; por el contrario, en una época de cuestionamiento a la cultura de las conceptualizaciones dicotómicas, estos trabajos ponen de manifiesto que son vías de comunicación y de descubrimiento entre ambos extremos. Como imágenes que buscan acercarnos a algo que está, al mismo tiempo, muy cerca y más allá, sus obras recuperan la conciencia de que el sujeto es capaz de proyectarse fuera de sí y de que el más allá o lo exterior se proyectan en el sujeto: en lo propio cabe el mundo.
Producidos en su mayoría entre 2019 y 2021, los trabajos de la exhibición –y nuestra mirada sobre ellos– están atravesados por la experiencia de aislamiento en la que nos sumergió la pandemia causada por el virus del Covid-19 y que nos fijó de manera prolongada en un único lugar. Ante esta condición ineludible, que provocó distancia, encierro, quietud, pero también un arraigo que nos llevó a echar raíces profundas en las experiencias más cercanas de nuestra cotidianeidad, las obras que participan en Adentro no hay más que una morada funcionan como declaraciones de existencia. Son maneras de indicar que estamos vivos mediante la producción de signos, señales y acciones sobre las cosas y los espacios circundantes. El entorno material aparece en ellas como un campo de significación, como una zona en la que puede manifestarse un sujeto que hace patente su energía, su peso, su naturaleza emocional, su voluntad y su necesidad de identificar y componer su entorno, de reconocerse en él, de encontrar en relación con él un código o un orden común, o de leer en él un dilema o una preocupación. Abocados, entonces, a la producción de signos más que de significados, a comunicar existencia más que la narrativa de una existencia, los artistas manifiestan en sus obras una voluntad de evocar y convocar cierta fuerza vital.
El título de la exposición parafrasea un verso de la poeta argentina Olga Orozco que forma parte del poema citado al comienzo de este texto, que dice: “Desde adentro de todos no hay más que una morada”. A modo de diagnóstico sensible y contundente, este verso expresa la imposibilidad de distinguir la noción de existir de la de habitar, una reflexión que los trabajos de la exhibición traen a la conciencia y refuerzan con el valor que le otorgan a aquello que conforma la identidad y el sentido de pertenencia. Incluso en las obras que se nos presentan en forma de geometrías u otro tipo de abstracciones de apariencia universal, queda en evidencia que surgen de una localidad e intimidad particulares.
Portadoras de experiencias, de energía, de ejercicios, de labores y de mensajes, las obras de Adentro no hay más que una morada expresan el deseo
y el poder de contención inscrito en nuestro hacer y en el modo en que decidimos plantarnos en el mundo, un lugar al cual pertenecemos y que se nos ofrece como posibilidad para el descubrimiento. El título se refiere a la relación de reciprocidad que existe entre el adentro y el afuera; una relación en la que las obras indagan al revelar el mundo, ese espacio exterior, amplio y abierto, como una gran intimidad, e incluso como una intimidad que compartimos y que tiene la capacidad de ser abarcada por la experiencia individual del artista y de reflejarse en ella. En lugar de mostrar el mundo como imponente, las obras nos dan la oportunidad de pensar modos de habitarlo propios de esa escala íntima, que no fuercen ni apresuren la llegada al lugar habitado. Asimismo, cuando las obras proponen un encuentro con lo más hondo y particular, con los detalles, también se dirigen a un adentro abierto y expansivo, infinito, al que accedemos con la mirada atenta, el tacto, la escucha o la búsqueda de imágenes y de experiencias que nos atraviesan como un canal que vincula energías y materias. En ese puente que las obras son capaces de trazar entre interior y exterior se expande la morada. Ella puede estar siempre adentro o puede ser aquello que está ahí afuera, porque su acción es capaz de convertir todo en morada. Las obras, como mensajeras de ese poder, revelan así que es desde ese lugar íntimo que podemos manifestar nuestra capacidad de transformar la realidad e invitan a pensar el arraigo como forma de resistencia.
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Desde el interior de los espacios habitados y haciendo uso de todo aquello que los compone, varios artistas dejan sobre sus obras inscripciones y señales que funcionan como testimonio de su existencia y de su intimidad. Labores domésticas y objetos que forman parte de su cotidianeidad reaparecen en sus trabajos y crean paisajes emocionales a partir de aquello que constituye su día a día. Este panorama de lo elemental –hecho de rutinas y necesidades básicas, de objetos comunes, de procedimientos aprendidos comunitariamente, de actos naturales de cuidado hacia las cosas del hogar– pone en evidencia el modo en que nuestra identidad se define como una forma de ser y de estar, una negociación entre cuerpo y espacio que es, en parte, propia y, en parte, impuesta por las condiciones materiales del entorno. Estas obras, hechas de retazos, escrituras simples y capturas sensibles de aquello a lo que
usualmente no se le presta atención porque es volátil o minúsculo, muestran que cada acción, imagen o voz contiene la posibilidad de abrir un canal para sumergirse en otro estado u otro mundo.
De esta particular combinación entre labor automática, entrega al tiempo y hasta búsqueda de embellecimiento de los objetos de los que nos rodeamos, creció el Calendario abstracto de Lucrecia Lionti: una tela negra de gran formato sobre la que una cantidad infinita de puntadas dibujó hasta siete grillas típicamente identificables como almanaques. Dentro de ellas, se sujetan otras líneas verticales y diagonales de lana que no tachan ningún tipo de actividad realizada. Apenas se acumulan como marcas y buscan interrumpir la monotonía del dibujo geométrico con algún hilo brillante y una variedad de colores que transforma el panorama de otro modo vacío, vistiendo de amarillos, dorados o fucsias su rigor minimalista. Las líneas rectas y los zigzags que dibujan hilos y lanas dan dimensión visual al tiempo transcurrido, lo miden, transformándose en una especie de “cronografía”, un diagrama blando, construido a partir de un ejercicio ritual en el que la costura, el medio que más claramente evidencia el tiempo, se construye como tema, es esqueleto y forma.
Esta desnudez que sufren procesos y lenguajes, y que lleva a los medios de expresión a un estado elemental, reaparece en los mensajes enigmáticos y sugerentes de las obras de Florencia Vallejos y Daniela Rodi que, en su despojo, son incluso emitidos por voces anónimas. Su ambigüedad y abstracción permiten a su vez llenar esas palabras con sentidos y deseos propios, y desplegar la interpretación o una conversación al infinito. En Mis documentos, de Vallejos, los mensajes se abren dentro de carpetas de archivos de computadora que podrían desplegarse de manera inagotable, mientras que los de las telas con formato de pequeño pasacalle de Rodi –una de las cuales propone hacernos una imagen mental de la frase “En la coincidencia de lo bello”– se multiplican por la apropiación que cada lector puede hacer del texto. De tono poético y afectivo, incluso hipnótico, esta proyección de voces más allá del espacio físico que habitan o del tiempo en que fueron emitidas, acorta la distancia que nos separa de otros, subrayando la capacidad de las palabras para mantenernos conectados.
Esta inclinación al contacto es compartida por las fotografías de la serie “Selfins”, de Nina Kovensky, que continúa agrandándose en su proceso de acumular cada vez más imágenes tomadas por celulares –“selfies”– de rostros de amigos confinados en espejos diminutos, con los que ella parece comunicarse desde lejos gracias a que son proyectados tanto por los
espejos como por los teléfonos. En su Pulmón de manzana, otra multitud de espejos se despliega como pantallas interconectadas y recrea desde lejos la vista de un paisaje de ventanas en la ciudad, aperturas hacia mundos privados. Un juego de luces que se emite por detrás de ellos marca, por un lado, los tiempos de la vigilia y del sueño –la hora en que todo despierta, los momentos de actividad y el descanso, destellos de un ciclo vital– y, por otro, permite descubrir dibujos grabados sobre sus superficies que componen un imaginario de lo cotidiano, ahora brillante e iluminado.
A pesar de que en Vallejos y Kovensky el uso y la representación de la tecnología no se desprenden del todo de la visión distópica que trae aparejado su uso individual y solitario o la amenaza de la invasión de nuestros datos, ambas artistas hacen foco en su dimensión sensible. La utilizan como un medio capaz de dar cabida a formas de expresión poética; la tecnología es emisora de luz, espacio de guarda de lo íntimo y canal para hacer posible un encuentro.
Creadas en muchos casos a partir de la acumulación y la repetición de una misma forma, un mismo objeto o una misma situación, estas obras ponen en evidencia la dimensión social de las experiencias individuales. El uso de módulos formales sobre los que se despliegan leves variaciones se hace eco del ritmo y el ciclo compartido en los que cada una de esas experiencias se desarrolla. El detenimiento en el detalle y el tono de las obras también traen a primer plano la sensibilidad y delicadeza implícitas en la domesticidad, cuya necesidad de cuidado y protección queda representada de manera singular por el trabajo de Lucía Reissig y Bernardo Zabalaga, quienes trabajaron en la exhibición antes de que esta abriera al público en un encuentro celebratorio y ceremonial con los artistas. En él, y a partir de sus múltiples experiencias en la limpieza energética y de espacios, se buscó acercar a cada uno de los presentes –así como el proyecto que compartimos– a un estado de bienestar capaz de extenderse en el tiempo. El talismán presente en la sala de exhibición no solo se exhibe como memoria de esa reunión ritual, sino también con el fin de potenciar el cuidado de las obras y la exhibición.
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Muchas producciones surgen de la necesidad de reconocer y proteger la identidad, y ponen el foco en aquello que, aun cuando es frágil e inestable, define el mundo propio. Estas creaciones no resultan, sin embargo, de la representación de ese mundo, sino de la utilización de lo que los artistas
acumulan –pequeños objetos, pero también palabras, historias, experiencias, ideas, imágenes– y de su reorganización en formas diferentes, lo que multiplica el valor de esos elementos y los vuelve la esencia de imaginarios nuevos. De esta manera, resignifican el universo personal y lo proyectan en el tiempo, dándose la posibilidad de dejar un “mensaje a la nada y al todo”,1 tal como describe su motivación el rosarino Carlos Aguirre.
De esa acción resultan, por ejemplo, los deslumbrantes “Altares portables” con los que propone abrigarnos Blas Aparecido. En ellos traslada la territorialidad de los altares populares y la tradición del carnaval a prendas que su amoroso trabajo de bordado termina por transformar en exvotos magníficos y personalísimos. Estos reúnen fragmentos de oraciones, promesas o poemas, aplicaciones de figuras religiosas y devocionales, además de objetos personales que guardan valor afectivo.
La serie de pequeñas pinturas titulada “Collages y mesas revueltas” del artista e investigador Santiago Villanueva, por su parte, combina sin preocupación inciensos, repelentes espiralados de insectos, una variedad de textos impresos acerca de la práctica artística, entradas a discotecas, mates, blísteres vacíos o pedazos de corteza sobre superficies pintadas con formas orgánicas y planas. El azar con el que los objetos parecen haber sido derramados termina por conformar paisajes fantásticos, hechos de restos que pudieron haber estado guardados en cajones o bolsillos y que combinan episodios de su vida personal con sucesos de la historia del arte local. Crean, así, un nuevo tipo de archivo visual que vincula teoría estética y afectividad.
Este rescate de aquello de lo que resulta imposible desprenderse, pero se demora en encontrar su lugar, guía también la producción de pinturas y esculturas de Carlos Aguirre. En su trabajo, los desechos abandonan su condición de resto o de “fin” para convertirse en los principios de una aventura plástica que retoma el espíritu formal de la modernidad y otorga sentido a los elementos incorporados –sean un trozo de telgopor o una hebilla de su hija–, además de fijar el valor personal que tienen. En cada una de estas prácticas, el acto creativo tiene sentido vital: hay un afán de finalidad, una voluntad de reunir los ingredientes de esos mundos personales con un destino mayor a través de las construcciones, imágenes, paisajes, naturalezas muertas o abstracciones en los que la labor artística puede alojarlos con naturalidad.
1— Correspondencia con el artista, 12 de septiembre de 2021.
Por otro lado, el clan de figuras blandas de compañía creado por Dana Ferrari también surge de la reutilización de materiales que ella guardaba en su taller para sus trabajos como realizadora y que, en un acto de reinvención, pasan a formar los cuerpos desarticulados de “Los mareados”. Con ellos, que pasean entre su taller y la casa de amigos o “tutores” a quienes los da en adopción (un acto de generosidad y humor durante la pandemia a través del cual la artista pudo también hacerse presente en los hogares de sus afectos), Ferrari busca activar vínculos afectivos, “convocar, por imitación, al descanso de la verticalidad”2 y volver la vista sobre nuestro espacio cotidiano, un espacio que ellos observan con sus rostros payasescos, caricaturas de cierto sentimiento de horror ante el tiempo presente.
Este tipo de cuerpo híbrido, hecho de fragmentos, por momentos cálido y por otro lleno de crudeza, aparece también en la obra de Gala Berger. Mediante la combinación de telas para la confección de prendas y accesorios domésticos con otras que llevan impresas imágenes que provienen de animaciones digitales, sus textiles exploran la creación de nuevas estructuras organizativas y de un nuevo modelo humano. Este modelo, lejos de presentarse frío y maquinal, flota sobre la calidez que le otorga la técnica del quilting o collage textil usual en los hogares de Costa Rica, donde estaba viviendo cuando produjo estas piezas. De este modo, la artista carga con una nueva sensibilidad las instituciones del orden político, a las que se refiere en los títulos de cada tela.
Estos artistas promueven una modalidad afectiva del collage y del assemblage con la que recuperan formas tradicionales del arte, a veces a partir de producciones casi artesanales. Sin caer en una contradicción –muy por el contrario, reuniendo en sus obras medios de producción que durante mucho tiempo se mantuvieron ajenos–, la raíz material y técnica de sus trabajos sugiere que gran parte de la autenticidad y originalidad de la obra de arte y de su capacidad transformadora surge de la experiencia íntima y local, así como del aprovechamiento de los recursos, herramientas y métodos de producción que tienen a su alcance, en ocasiones, de gran sencillez y propios de la realidad económica de la que participan. A partir de estas nuevas asociaciones, los elementos reunidos en su tránsito por el mundo redescubren su potencial de belleza y protección, junto con su valor artístico, histórico y social.
2— Correspondencia con la artista, 19 de agosto de 2021.
El encuentro con la materia permite explorar cómo la afectan las fuerzas de los cuerpos que la rodean o de qué manera lleva inscrito el rastro del tiempo. Al trabajar con arcilla, yeso, parafina, escombros o imágenes del territorio, o al observar la calma y el movimiento en la materia circundante, algunos de los artistas ensayan formas primarias de registro y de expresión que encauzan su capacidad de comprender y construir símbolos y, al mismo tiempo, de abrirse a lo desconocido.
Nacha Canvas descubre rasgos de continuidad entre tiempos y organismos. En sus formas de arcilla –desplegadas sobre una superficie de polvo que las traslada a un estado primigenio de pura potencia creativa– se manifiesta la capacidad de mutación infinita de los cuerpos y, al mismo tiempo, se redescubre la sensualidad de las figuras puras y orgánicas trabajadas sin alterar lo que el material tiene de esencial. Incluso sin ser testigo del acto de producción de sus formas, el espectador reconstruye la sensación táctil que evoca la instalación, a través de la cual es posible reconectarse con modos de trabajo artesanal, que manifiestan su riqueza en la sorpresa y exquisitez formal a la que ella llega con cada una de sus pequeñas piezas. Esta inteligencia y energía latente en lo inorgánico vuelve a estar presente en muchas otras obras: la materia, activada por la mirada o por el tacto, se presenta como algo vivo, capaz de proyectar la memoria de otras entidades o de otro tiempo y volverse residual o fantasmal, así como monstruosa y totémica.
A partir de un ejercicio gestual, Benjamín Felice talla sobre una superficie de parafina dibujos que solo logra ver con claridad cuando echa sobre ellos tierra seca, que se impregna en las líneas. Produce, así, gráficos como conjuros: en ellos se combinan gesto y geometría, códigos abstractos y símbolos personalísimos que vinculan el acceso al mundo psíquico con la producción de conocimiento. Enigmáticas pero sugerentes, sus imágenes guardan episodios de la historia personal, como lo hacen las cicatrices o los tatuajes, y develan una búsqueda de conocimiento solamente posible en ese encuentro entre cuerpo y materiales.
En su serie “La lengua de las piedras”, Florencia Palacios también ensaya formas de perpetuar señales efímeras. Sobre piedras recogidas en la costa de una laguna en Santa Fe, talló pacientemente emojis que retratan estados de ánimo o historias ligadas al tiempo de la pandemia. Al hacerlo, otorga permanencia y continuidad a un modo de comunicación propio del desarrollo
de los dispositivos tecnológicos y definido por su carácter inmaterial. Con esta acción, la artista pretende eliminar el carácter pasajero de sus mensajes, volviendo a un material que, como ella misma expresa, “siempre estuvo ahí”.
El deseo de dejar huella sobre el paisaje y la arquitectura, de hacer contacto con superficies estables y nobles, se hace también presente en el trabajo de Florencia Caiazza. En él, las marcas de sus dedos se despliegan sobre docenas de piezas de yeso que recubren la pared como cerámicos. El motivo ornamental y repetitivo característico de estos revestimientos es reemplazado aquí por gestos irrepetibles que quedan guardados en el yeso. Además, la acción exploratoria que se manifiesta en el encuentro entre dos fuerzas –la propia de la artista, a través de su mano, y la del material sobre el que presionan los dedos– evoca la función primaria del tacto como método de aprendizaje.
Por su parte, Francisco Vázquez Murillo concentra en sus pequeñas esculturas –realizadas mediante el encastre de varillas de hierro descartadas de sitios de construcción sobre escombros erosionados hallados en las costas de Buenos Aires– una reflexión sensible sobre nuestros modos de escritura: aquella que realizamos sobre el paisaje como resultado de nuestro acto de habitar, firme y vertical, y otra hecha de signos, de cuya producción pareciera que no podemos escapar. En este caso, es lo que resulta de un juego de encastre casi intuitivo, con voluntad de orden. Alineadas sobre un estante que funciona como horizonte, las figuras –que son pequeñas edificaciones– se despliegan como antenas que conectan cielo y tierra, pero también como un alfabeto de formas moldeadas por el ser humano, el tiempo y la naturaleza. Estas tres esferas convergen también en la obra de Juan Gugger, cuya compilación de videos 2020-2021 abre la posibilidad de explorar la quietud y un presente absoluto mediante la observación de inmensas piedras, que incluso ensayó construir con sus propias manos para lograr comprender de dónde provienen su singularidad y expresividad. Estas formas imponentes, imágenes de la inmovilidad que experimentamos durante ese par de años, permiten que el artista represente y explore maneras de habitar alejadas de la permanente necesidad de movimiento, información, producción y consumo que domina la vida actual. Si bien la imposibilidad de movimiento puede también entenderse como un obstáculo para nuestro desarrollo, la visión de estos volúmenes rocosos que se imponen con la autoridad de un tótem permite penetrar en un tiempo no humano de transformación y participar del modo en que estas formas entablan, gracias a su quietud, un diálogo pleno con el
entorno. Aire, luz, vegetación y agua se proyectan y viven sobre esas piedras hasta volverse parte indisoluble de su naturaleza.
Si bien la desnudez casi completa con que la mayoría de los artistas presenta sus materiales proporciona una sensación de universalidad y permanencia, también les confiere a las obras cierta cualidad de ruinas. Estas resurgen, amenazantes, en el video de Agustina Wetzel, mediante la compilación de múltiples escenas de demolición recogidas de internet que ella reproduce en reversa. Lo que vemos, entonces, es un espectáculo monstruoso en el que edificios que han perdido su carácter de vivienda se levantan, monumentales, desde el polvo. De este modo, Wetzel pone en crisis el afán de construcción y destrucción que resulta de nuestro apetito de perpetuidad, y lanza una señal de alerta respecto de la violencia y de los desajustes que pueden resultar de las políticas de gentrificación, en tanto emprendimientos políticos o comerciales.
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La quietud impuesta por la pandemia trajo una nueva conciencia sobre el propio cuerpo y su capacidad de autopercepción. Acotado por los límites de circulación en el espacio público, el cuerpo viajó dentro de sí mismo, orientó sus sentidos hacia su interior infinito o proyectó sus funciones y cualidades fuera de sí.
En las pinturas de Gonzalo Beccar Varela –planos casi completamente abstractos, excepto por unas referencias muy sintéticas a las formas de los ojos o los oídos–, los sentidos se duplicaron para ofrecer, tanto al artista como al espectador, la oportunidad de ser mirados, tocados o escuchados por otro. La pintura dejó de funcionar como ventana para transformarse en una superficie que nos mira, interpela y acaricia, creada a partir de un calco del cuerpo o de las proporciones del cuerpo del artista, que oficia, en sentido amplio, como creador.
Al igual que en la obra de Eugenia Calvo, estos trabajos invitan a pensar en la importancia del encuentro de otro y con otro, en el reconocimiento de uno mismo en otra figura afín, como forma de contención capaz de apaciguar la ansiedad o la sensación de soledad y desamparo. La instalación de Calvo, en la que muebles fragmentados y electrodomésticos típicos del hogar componen sobre el piso de la sala un cuerpo adulto y uno infantil en reposo, manifiesta, además, la obsesión
por descubrir rostros en todos lados, la necesidad de vernos a nosotros mismos y a nuestra experiencia multiplicados, y también de caricaturizar esa experiencia. En este sentido, Calvo comparte el humor de las figuras de Dana Ferrari, tiernas, ridículas y agudas. Sus cuerpos desganados y agotados solo dan aviso de estar activos en los rostros figurados con bananas y manzanas, griferías o accesorios infantiles que ella filmó como encuentros casuales en su casa.
Otros trabajos se propusieron representar con imágenes lo que el cuerpo tiene de informe o inmaterial: su energía, su memoria, su vibración única, su naturaleza de organismo vivo, su capacidad vinculante. Las acuarelas de Carolina Fusilier parten de su interés por las figuras y los objetos arqueológicos para reimaginar –dentro de sus siluetas– paisajes y arquitecturas que funcionan como ventanas a otros mundos. Las piezas arqueológicas recuperan en su obra la cualidad de dispositivo: entidades capaces de disparar, desde su materialidad, usos e imaginarios impredecibles. Algo similar sucede con los pequeños ladrillos que pinta con obsesión María Guerrieri: un elemento simple que le permite dar rienda suelta a su imaginación. Con ellos construye una infinidad de formas libres, orgánicas, que humanizan el elemento fundamental de una casa, alivianan su peso y lo transforman en un módulo capaz de edificar hogares móviles, que cambian su forma con facilidad, que se adaptan a los contornos de la hoja como contexto, o que se sueltan del muro para flotar.
El deseo de dar lugar al devenir de los pensamientos y la emotividad atraviesa como un hilo conductor todos estos trabajos, complementado con cierto preciosismo formal, el cuidado en los detalles y el uso de materiales nobles, cálidos y, en muchos casos, brillantes, que dan a las obras una cualidad casi sagrada y dejan a la vista, una vez más, la necesidad de atesorar la experiencia personal. En el centro de las pinturas de Federico Roldán Vukonich, sólidas y tornasoladas, se ocultan símbolos en apariencia abstractos que evocan sus afectos: sus formas responden a la síntesis de un elemento o situación con que los identifica y parecen haber sido producidas en un material lo suficientemente duradero como para poder volver a ellos sin riesgos de que el tiempo o la memoria los desvanezca. El artista busca, como lo hace Palacios en sus tallas de emojis sobre roca, materiales estables que permitan que sus marcas y signos lo sobrevivan como cápsulas de tiempo.
La emisión de un mensaje que nos permita ser reconocidos y active nuevas vías de comunicación es también una característica fundamental del trabajo de Jimena Croceri. Sus Trapo sonajero son el resultado de extender
cascabeles diminutos sobre telas como las que se usan corrientemente para la limpieza. Dispuestos como notas musicales sobre líneas que recrean inmensos pentagramas, los cascabeles tiene la potencia de llamar la atención sobre una acción por lo general invisible (el trabajo doméstico), a la que Croceri adorna y otorga musicalidad. Ennoblecer los materiales para ofrecer a través de ellos la posibilidad de conexión con lo intangible es también un propósito fundamental en la obra de Denise Groesman. Su cabina de chapa dorada fue construida con latas de tomate vacías que recogió de los restaurantes de su barrio y limpió, martilló, zurció y adornó hasta lograr convertirlas en un “cohete/ árbol/ ducha sonora/ sonajero loco/ chaperío/ hornito/ sahumador”. Detrás de su superficie brillante, un interior perfumado por ramas de laurel invita a volar con la imaginación y vincularse con los sentidos.
Un viaje interior similar promueve también la obra de Erik Arazi. La colección de dibujos geométricos en tamaño A4 que compone su instalación Sistema nervioso central busca representar la energía que él siente que se mueve por las partes de su cuerpo, únicamente quieto a la vista del otro. Sus dibujos, dispuestos para construir juntos las figuras esquemáticas de dos cuerpos vistos de frente, al estilo de un pictograma, se despliegan así como un gráfico de su interior. Las pinturas de Ana Won también comparten esta ejecución de tipo cartográfica. Si bien su lenguaje plástico es más gestual, abarrotado e intenso, sus formas y geometrías surgen de los trazos insistentes con que su cuerpo busca canalizar y dar imagen a su energía vital, entre otras dimensiones invisibles.
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El universo individual multiplica sus formas de expresarse en la relación que establece con el territorio, las comunidades que viven en él y los saberes que ellas desarrollan y han heredado: patrimonios culturales y naturales con cualidades únicas utilizados por los artistas para generar medios de expresión personales y poéticos que dan cuenta de la medida en que ese entorno material y simbólico los ha configurado. Estos saberes –los modos de trabajar la tierra, como sucede en la obra de Florencia Sadir, por ejemplo, o de bordar, en la de Alejandra Mizrahi– son plenamente adoptados como vías para hallar nuevas formas, materialidades e imágenes. Y, si bien puede considerarse que sus prácticas rescatan tradiciones o
cosmovisiones que han sido relegadas por los sistemas industriales de producción y sus modos de vida, estas no son presentadas exclusivamente para alentar su estudio o activar una alerta respecto de la posibilidad de que desaparezcan, sino que, en las obras de estas artistas, están vivas.
Recurrir a esas tradiciones supone un retorno a modos de hacer que promueven la conexión directa con la tierra, sus ciclos y las comunidades que la habitan. Su incorporación como técnica acompaña las necesidades cotidianas de estos artistas, su desarrollo humano y el cuidado del ambiente. Como sugiere la artista salteña Soledad Dahbar al decir que entiende “la obra de arte como el efecto residual de una experiencia”,3 la práctica artística y la vida personal se vuelven cada vez más difíciles de disociar. Estas herramientas operan como parte de un ecosistema que liga entre sí las prácticas de aprender, construir, abastecerse, consumir, compartir y relacionarse, para acceder desde ahí a formas que den cauce a su capacidad expresiva y vinculen ese mundo funcional y doméstico con visiones más universales y abstractas. Por otro lado, la adopción de técnicas de elaboración artesanales, que dan como resultado piezas únicas cargadas de personalidad, recuerda el valor que tiene para la preservación del mundo propio rescatar la actividad diaria de la automatización y de la producción en serie.
En el caso de Lucrecia Lionti, cuyo trabajo ya hemos mencionado, recurrir al tejido y la costura pone en valor procedimientos distintos de aquellos que promueve la academia del arte para hacer aparecer imágenes. Sus obras le permiten traer nueva sensibilidad a la práctica de la pintura, deshacer sus principios y dar sentido a un saber incorporado tempranamente en el ámbito familiar. Alejandra Mizrahi, en una senda similar, incorpora en su producción los aprendizajes adquiridos a partir de su contacto con las randeras y, alejándolos de su funcionalidad, los aprovecha para convertir su labor en un tipo de escritura que abre ventanas en sus telas. Esta práctica le permite experimentar el acto de creación que provee un espacio y un soporte, y dejar pequeñas marcas que son testimonio de sus días y de su localidad. Ella tiñe sus telas con las frutas y verduras que consume, producidas localmente. Por su parte, las tintas, los alimentos y los objetos que Florencia Sadir dispone sobre el plano de tierra que recrea el de su propio terreno en San Carlos, Salta, son registro del
3— Correspondencia con la artista, 19 de agosto de 2021.
trabajo en su propia huerta, de cuyos cultivos se nutre. Los objetos parecen disponerse como una ofrenda y como un gesto de agradecimiento a lo que la tierra da y también a quienes enseñan a labrarla (la gran olla de cerámica fue producida por su maestra).
La gran escultura móvil de Antonio Villa, hecha fundamentalmente de sahumerios pero que combina otros saberes aprendidos en su comunidad de artesanos, tiene el potencial de limpiar y cuidar el espacio habitado e incorporar ese acto como rutina cotidiana a través de la quema. También trae a la sala del museo información sobre el paisaje en el que creció con el acto de recuperación de las ramas secas encontradas en paisajes de Esquel, lo que aporta un rasgo dramático asociado a un paisaje natural vasto y vigoroso, al que los sahumerios interrumpen con sus colores festivos, casi psicodélicos.
El mundo íntimo, doméstico y personal reaparece también con fuerza en el trabajo de La Chola Poblete, para quien el proceso de aprender a hacer pan –que implica descubrir cómo se transforma la materia para producir alimento– funciona como una vía de autoconocimiento, de renovación y de reconexión con la producción simbólica de los pueblos originarios, con la que, por su ascendencia, la artista se siente vinculada. En sus máscaras y accesorios de pan, dispuestos como piezas arqueológicas, Poblete desdobla una y otra vez su identidad, ensaya el tránsito entre géneros y crea signos con los que busca vincular el pasado y el presente.
El trabajo de Soledad Dahbar también constituye un señalamiento del territorio habitado o de procedencia. Sus pancartas de formas geométricas con los colores del cobre, la plata y el oro –que, superpuestas, dibujan un paisaje montañoso sobre el muro de la sala– buscan llamar la atención sobre aquello que constituye materialmente el territorio y que es objeto de prácticas productivas y mercantiles irresueltas. En su caso, un análisis de la situación del noroeste argentino, que oscila con gran desequilibrio entre la extracción y el abandono, la producción y el desabastecimiento. La síntesis geométrica que despliegan las pancartas –triángulos equiláteros, círculos y cuadrados– propone una mirada sobre lo esencial y sobre nuestra capacidad de reconocimiento de esas proporciones básicas, a las que alude como un verdadero cable a tierra.
El paisaje está presente de manera más explícita en las obras de Agustina Triquell y de Matías Tomás, que registran la experiencia de introducirse en él. El trabajo de Triquell se sumerge de modo directo en las implicancias que trae el proceso de habitar en su estado más primordial:
recorrer el espacio, identificarlo, alambrar, construir, trazar caminos, estar. Su combinatoria de imágenes, de textos, de elementos de la naturaleza y de fotografías estenopeicas que impulsan la reflexión sobre actos fundantes de aparición y transformación, surge como una trama sobre la problemática tejida a lo largo de la historia entre la necesidad tan elemental de habitar y la restricción del acceso a la tierra, un derecho atravesado por complejidades, obstáculos y una distribución desigual de poder. Las imágenes de Triquell proponen una reflexión sobre la experiencia de alojar y desalojar y, en ese arco, se evoca tanto la utopía del idealismo comunitario como la distopía que surge de los límites que imponen el capital y la ley.
Por su parte, el mural de Matías Tomás deja registro de su paso por el paisaje: una selva en la que se sumerge por horas y que su dibujo, desaforado y gestual, logra representar como un espacio que lo envuelve, más que como un territorio que mira, como una trama que lo sensibiliza y a través de la cual se amplía y se ramifica su propia vitalidad. Su obra resulta, tal vez, una de las expresiones más claras de la comunión con el territorio a la que muchos artistas proponen entregarse.
La necesidad de encontrar sentido en lo propio y cercano, de redescubrir con imaginación lo conocido, de recurrir a la producción gestual y artesanal para experimentar el acto creativo o de hacer participar lo tecnológico en las escalas y poéticas del universo personal son preocupaciones que atraviesan las prácticas de cada uno de los artistas que participan en Adentro no hay más que una morada. El hecho de que sean capaces de lograrlo y de que, a partir de sus procesos, construyan universos de sentido que nos sorprendan por su empatía y cercanía, o respondan a preguntas que incluso no habíamos llegado a articular abre una puerta amplia y generosa para imaginar cuántos caminos puede trazar una creación –o una manera de transcurrir y de habitar– atenta a las particularidades, a lo local e individual, pero que a la vez, justamente por mirar hacia adentro de manera profunda, logra reconocer algo compartido y universal. Un mundo de posibilidades para descubrirse y desarrollarse, cuyas medidas estén dictadas por el tiempo y el espacio del que somos
parte y que nuestra acción pueda transformar sin deformar. En esto reside gran parte de la fuerza de estos trabajos: en recordarnos que, aun frente a grandes desafíos, tenemos cerca una respuesta para romper con lo impuesto, la automatización y la inmovilidad.