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Hacercasa Por Federico Falco —p
Hacercasa
Traslasierra: la pared de sierras como murallón y como protección y como cárcel, la gente que viene a quedarla, todos dejamos atrás algo, todos huimos de algo, todos buscamos algo, los atardeceres naranjas y la sutil diferencia con los atardeceres dorados, tener que ver ciento cincuenta y tres atardeceres para poder describir un atardecer paso a paso, la diferencia entre lo que pueden ver los que viven una vida nómade y lo que pueden ver los que viven siempre, toda la vida, en el mismo lugar, el mismo pueblo, en la misma casa. La diferencia entre una visión más general y amplia y una visión muy específica y particularizada.
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Apropiarse de cada lugar al que se llega, desembalar, acomodar la ropa en los estantes, juntar algunas flores y ponerlas en un vaso, hacer de cuenta que todo tiene historia y ya ha sido usado antes. Armar una casa. Cuando vivía en Brasil, cuando vivía en Tailandia, nunca sabía dónde iba a dormir al día siguiente, a la siguiente semana, yo vivía en la playa, me cuenta una mujer alta, de sonrisa suave, que apenas está empezando a envejecer. Dice: me alcanzaba solo con un par de trapos por acá, otros trapos por allá, unas velas, poner musiquita y ya hacía mío cualquier espacio. Ahora vive en las afueras del pueblo, un largo camino de piedra, no demasiado bien mantenido, lleva a su casa. Es una casa de adobe, que mira al norte, y adentro es amplia y muy despejada, pocos muebles, unos almohadones para sentarse en el piso, una estufa rocket: durante un buen rato trata de explicarme cómo funciona y cuáles son sus ventajas pero aunque el tema me interesa, enseguida me
pierdo, me distraigo. Miro las paredes. La casa me recuerda a unas fotos que alguna vez vi de la casa de Georgia O’Keefe en el desierto de Nuevo México, palos secos y retorcidos, quietos bajo el sol y el viento que los han ido lentamente decolorando hasta llenarlos de largas grietas y ponerlos blancos, como si los hubiera llevado y traído la marea durante años y años y los hubiera decolorado el agua del mar salada. La mujer sigue hablando. Combustión eficiente, ahorro de leña, retención del calor. Sobre una de las paredes de adobe colorado de la casa hay un gran dibujo de líneas blancas. Son líneas que forman como una red desplegada, una trama. Ahora la mujer dice que ella está muy bien sola, que no volvería a estar en pareja, que ni siquiera puede pensarlo, que a ella le gusta así, le gusta vivir sola en su casa, que para qué, otro hombre en su vida, todo eso ya quedó atrás, no hace falta. Junto al zócalo, debajo de la red pintada, hay una botella de plástico cortada al medio con un pincel y llena de pintura blanca. Cuando se da cuenta de que no la escucho, la mujer se acerca a la pared y me explica: la casa tuvo un problema, se cuarteó el revoque, no estaba del todo bien hecha la mezcla de arcilla, baba de tuna y mierda de caballo, a veces pasa. Por eso en las largas noches de invierno, ella se entretiene dibujando líneas sobre la pared agrietada, para disimular las rajaduras. En algunas zonas, la pintura sigue las grietas, arma una trama cubriendo el craquelado; en otras, son solo puro trazo que imita las tensiones del adobe al quebrarse.
Lo más terrible del invierno en las sierras es llegar una noche tarde a casa y darte cuenta de que ya no quedan fósforos en la caja y que te olvidaste el encendedor en algún lado y que hay leña fina, papeles, leña gruesa, querosene, cartones, ramitas y paja para encender un fuego en la salamandra pero nada con qué empezarlo.
Una vez conocí a un chico que se separó y vivió casi cuatro años sin casa: llevó todas sus cosas a lo de sus padres, durmió un tiempo en lo de un amigo, después en lo de otro amigo, como era actor algunos días en que los ensayos terminaban tarde podía dormir en la sala de teatro, viajó, durmió en hostels, en casas de fin de semana, en invierno se quedó en vacías casas de verano y en verano se quedó en departamentos para regar plantas y darles de comer a gatos que nunca se acordaba bien cómo se llamaban. Le dije que yo no hubiera podido sostener esa vida ni siquiera un par de semanas: a mí me lleva tres o cuatro días instalarme, necesito cierta rutina, las primeras noches duermo mal, estoy alerta, necesito despertar varias mañanas en la misma habitación, frente a la misma ventana, para recién entonces empezar a sentir que esa casa se volvió refugio, lugar seguro, resguardo. ¿Cómo hacías
para no volverte loco, yendo así de un lado a otro, así tanto tiempo, así cuatro años?, le pregunté. El chico se encogió de hombros, dijo que era piscis con ascendente en piscis y luna en acuario, que se había ido dando. Cuando me preguntó de qué signo era yo tuve que responderle que del ascendente no me acordaba, pero que era virgo con luna en capri y él dijo claro vos nunca podrías hacerlo, tenés demasiada tierra en tu carta.
Durante un tiempo tuve una vida más o menos nómade, hogares provisorios, por seis meses, por un año, escritorios inventados con una puerta de placard y dos caballetes de Easy, como no había cajones tenía que guardar las medias en una caja de zapatos, lavar los platos en la bacha del baño, aprender a tener roommates, aprender que los miércoles sí o sí te toca limpiar: una semana los espacios comunes, una semana la cocina, una semana el baño, saber que nunca hay que vaciar de sobras ajenas la heladera, que de la alacena se pueden tomar fideos y arroz prestado, pero hay que avisar o devolverlo, código de honor, nunca robarlo. Cada cierto tiempo cambiaba de departamento, de país, de ciudad. Todo era “por un tiempo”, por un par de meses, por un par de años. No tenía sentido acumular nada. La vida era portátil. La vida se redujo a lo más simple e indispensable. Después conocí a alguien y juntos armamos una casa, después nos separamos, después ya no supe qué quería para mí, o dónde, o cómo pero igual no importó porque siempre hay que vivir en algún lado.
Cuando llegué al valle, empecé a fantasear con quedarme. Acá todos venimos escapando de algo, me dijo una chica una tarde, a los poquitos días de haber llegado. Para eso es que cruzamos las montañas, por eso es que estamos del otro lado. Las montañas son un muro que divide, que separa, amanecer todos los días con ese paredón de piedra, ahí, cayendo en picada, da una sensación de amparo. Después le dio una seca al porro, lo pasó de manos. Hasta que te das cuenta de que acá está lleno de huidos, y que los huidos no somos la gente más fácil del mundo para relacionarse, dijo la chica. Porque de protección a encierro, respecto al mismo muro, hay solo un ligero cambio de mirada.
Dejate llevar, me dijo un hombre que vive acá hace muchos años. Dejate llevar y fijate qué te pasa. Cada uno es cada uno y a las decisiones sos vos el que las tiene que ir tomando. Dejate llevar y prestá atención a cómo te actúa en el cuerpo el valle, cómo te asienta el aire, cómo se te acomoda la respiración, el resuello, el tranco. Y no trates de imponer nada. Permití que sea el valle el que haga. Es como tratar de frenar el agua, mejor que entre y se lleve lo que se tenga que llevar y que lo que tenga que traer lo traiga. Es al
vicio intentar frenar el agua, implica mucha fuerza, mucha energía y es batalla perdida de antemano.
Me sorprendió la comparación acuática, justo acá, donde todo es tan árido, donde los cursos de agua son apenas arroyitos que ni siquiera califican de ríos y que se pasan secos más de medio año. ¡Ah!, suspiró una chica después de bailar un buen rato sola, girando bajo el sol, entre los arbolitos raleados del monte en invierno. Estábamos en un festejo de cumpleaños, un sábado seco, frío y de perfecto cielo celeste, soleado. Apenas más allá, sobre un aguayo tirado en el pasto, había budín y galletas y una torta crudivegana. ¡Ah!, suspiró la chica y se sentó a mi lado, cerró los ojos y sonrió casi con nostalgia. Qué lindo el momento en que estás, qué lindo estar recién llegado. ¡Nada mejor que una buena cura geográfica!, dijo. ¿Vos sabías que all forms of landscape are autobiographical?
No, no sabía.
La chica sonrió: es una frase de un poeta, me explicó. Ahora no me acuerdo cómo se llama.
Alquilo una cabañita mínima, pequeña pero cómoda, rodeada de monte, con una gran vista abierta hacia el valle y las montañas cuidándome las espaldas y en las noches de invierno, después de que el sol cae sobre el valle, empiezo a fantasear con el deseo de una casa para siempre, para ir y venir, para viajar, para pasar tiempo en otros lugares, otras ciudades, pero una casa mía, un lugar donde tener mis cosas, un lugar adonde volver y donde asentarse. Se lo cuento a Ana, que vive sola monte arriba, en una casa pequeña, con un gran algarrobo al frente, una higuera y dos manzanos de manzanitas pequeñas, carasucias, de una variedad antigua, adaptada al valle. Es normal, me dice Ana, a determinada edad querer tener un lugar propio donde armar, querer tener una casa. Y entonces en el quiosco me compro un cuaderno escolar en blanco y en la primera hoja escribo, centrado y con letras bien grandes: el cuaderno de la casa. Después, frente a los renglones perfectamente alineados de la hoja, cierro los ojos y repaso una por una todas las casas donde alguna vez viví, donde dormí una noche, donde pasé vacaciones, donde me instalé un par de semanas. De cada casa anoto las cosas que más me gustaron y con esos retazos armo un Frankenstein imaginario de la que quisiera que fuera mi casa. Una cocina a leña en el extremo de la mesada, para en invierno hacer guisos y sopas y taparla con un hule floreado en verano; un baño de azulejos blancos, de los comunes, quince por quince, con la junta tomada con pastina negra, como en el baño de la casa de mis abuelos en el campo; una despensa sin absolutamente ninguna ventana, con muchos estantes y oscuridad y
frescura para guardar frascos de dulces y conservas, y para colgar del techo una ristra de ajo y apilar en el suelo, contra la pared, una cosecha entera de zapallos; cemento alisado en la cocina, tablones de pinos para el dormitorio; una salamandra en el centro del living; un sillón muy cómodo para leer junto al fuego; cocina comedor y living integrado, un solo dormitorio aparte; una casa pequeña para calefaccionar bien en invierno; vidrios dobles, orientación norte, buena exposición solar, aberturas de cierre hermético, nada de chifletes, preferible pasar calor en verano que frío en invierno; una galería ancha y la distancia exacta entre columnas para colgar una hamaca paraguaya, muchos placares donde guardar un montón de cosas y olvidarse para siempre dónde estaban; una biblioteca de piso a techo y con estantes de exactamente 17 centímetros de profundidad porque casi no existen libros con tapas de más de 17 centímetros de ancho, y no quiero que sobre espacio adelante: basta de apoyar adornitos sobre los estantes, basta de alebrijes mexicanos, basta de caracoles traídos de ninguna playa, basta de lobos marinos traslúcidos recuerdo de Mar del Plata y condenados para siempre a predecir si viene lluvia tiñéndose de rosado, de violeta si va a estar inestable, de azul si toca día de sol radiante, basta de fotos apoyadas sobre el lomo de los libros, ni tarjetas, ni postales enviadas desde otro país: ya hace años, ya hace siglos que nadie manda postales. Ahora solo quiero libros, uno junto a otro, de piso a techo; y otra biblioteca, bajita y más profunda, para los libros de arte, o los de formato apaisado, o para todos aquellos cuyas tapas midan más de 17 centímetros de ancho.
De cada casa a la que entro, de cada casa a la que me invitan, de cada casa frente a la que paso, estudio la orientación con sumo cuidado. Las generales de la ley dicen que la casa tiene que estar orientada al norte para que sea fresca en verano y que en invierno sea cálida. Que lo ideal es que la cocina mire al este, para que la ilumine el primer sol de la mañana y a la hora del desayuno relumbre sobre las hornallas y en el contraluz deje ver el vapor que escapa de las tazas. Que es mejor que árboles de sombra protejan el lado oeste de los grandes soles del verano y que esos árboles sean de hoja caduca así en invierno se puede aprovechar sin problemas todo el calor de la tarde. Que el flanco sur no recibe nunca luz directa, que esas son las paredes que se enmohecen y que es el lado que más golpean los vientos helados, así que al sur mejor ubicar pocas aberturas y todos aquellos ambientes que no necesariamente tienen que estar calefaccionados: el lavadero, la despensa, el baño.
Y sin embargo, todo es al revés en la casa de Oscar. La casa de Oscar mira al este, al norte está el baño y no tiene ninguna ventana. La pared que
da al oeste tiene una ventanita mínima, apenas para asegurar la circulación. La única ventana más grande está mirando el sur. Si la diseñaste vos, si la construiste vos con tus propias manos, Oscar, ¿por qué tomaste estas decisiones tan particulares? Porque no me gusta el verano, porque hay demasiada luz, porque hace mucho calor acá en verano. A Oscar no le gusta tener toda esa luminosidad y ese sol adentro y armó su casa mirando el este: una casa al este siempre es más fresca y tiene menos luz.
A mí me gusta estar afuera, me gusta estar en el monte, para ver el sol, salgo afuera, dice Oscar, pero cuando estoy adentro necesito que la casa me calme, que me traiga hacia mí, me contenga. Por eso hice las ventanas chiquitas. Me gusta la casa a oscuras, medio en penumbras. Es ahí donde puedo encontrarme, dice Oscar y yo en mi cuaderno anoto: una casa que me calme, una casa donde pueda encontrarme.
Una casa cómoda y sombreada para recibir amigos que vengan el fin de semana y duerman en un montón de colchones tirados en el piso, en cualquier lado. Una casa sombreada en verano para pasar adentro las horas de la siesta y salir afuera a ver la puesta de sol, al final de la tarde. Reposeras y hamacas y mucho lugar donde echarse. Vajilla linda y toda diferente y toda un poco cachada. Que no haya ningún problema si un vaso se cae, ningún problema si se rompe un plato. Muchos floreros de muchas formas y tamaños: grandes, chiquitos, medianos, de vidrio transparente, de vidrio coloreado, de opalina, de cerámica, de gres, de porcelana, de bronce, de lata, de chapa, de plástico. Mucho lugar para guardarlos. Un río o un arroyo cerca. Limoneros y manzanos. Una planta de durazno, dos de ciruelas, tres higueras, cuatro nogales. Mandarinos y naranjos. Un jardín con crisantemos en otoño y dalias en verano. Un membrillero japonés que en julio florezca a rama desnuda y llene el jardín de rosado. Lirios, salvias guaraníticas, amistad, greggii y leucantas. Un par de coronas de novia, muchos rosales.
Amanece lloviznando, dejo el cuaderno a un costado, le agrego leña a la salamandra, pongo las noticias en la radio, lavo los platos, tiendo la cama, ordeno un poco las cosas sobre la mesada. Afuera por momentos se nubla por completo, cielo plomizo, de a ratos las nubes cubren la cabaña y estoy entre nubes y no se ve nada más allá de la cerca de palos, incluso puedo ver las nubes, retazos de nubes, coletazos vaporosos pasar por el patio, después vuelve a abrirse, vuelve a aparecer el valle abajo. Una gran mancha de sol, lejos en el valle, donde el sol logra colarse entre las nubes y está despejado.
En Sobre cosas que me han pasado, del chileno Marcelo Matthey Correa, hay una cita que me gusta mucho, aparentemente tomada de un libro de Pío Baroja. “¿Ves por la mañana, cuando la luz comienza a alumbrar, en lo alto del monte, una casa chiquita, con la fachada blanca, en medio de cuatro robles, con un perro blanco en la puerta y una fuentecilla al lado? Allí vivo yo en paz”. Mi ejemplar me lo regaló Diego Zúñiga una vez que estuve en Chile y supongo que Diego lo debe haber comprado en una librería de usados, porque el libro no tiene ningún rasguño, pero esa frase —la única en sus 138 páginas— vino subrayada con un lápiz grueso y apenas tembloroso y con una estrellita dibujada al lado. Evidentemente, con ese lector desconocido compartimos el deseo de tener el mismo perro, descansar bajo la sombra de los mismos árboles, mirar desde arriba el mismo valle, vivir los dos en la misma casa. Podríamos ser roommates, si no fuéramos los dos tan complicados para convivir, tan llenos de mañas.
Ruth es muy joven, se construyó su casa antes de cumplir treinta años. La casa de Ruth es pequeña, con cimientos de piedra, paredes de adobe, piso de tablones de pino y un techo de madera que es como un bote boca abajo. Los ladrillos de adobe son muy antiguos, eran de una tapera a la que los yuyos y las enredaderas estaban demoliendo en cámara lenta, brote a brote, primavera tras primavera, año tras año. Ruth se los compró al dueño del terreno por poquísima plata y se pasó una semana entera desmontando ladrillos con cariño y con cuidado y eligiendo y separando todos los que no estaban partidos y podían servir para su nueva casa. Después contrató un camión y una tarde fueron a cargarlos.
Al principio, me dice Ruth, esta casa eran solo cuatro estacas clavadas en la tierra. Cuatro estacas unidas con hilo que delimitaban un perímetro y yo iba de un lado para otro pensando: acá va la puerta, acá va una ventana, acá va a estar la cama, por acá se entra al baño y caminaba entre esos piolines y ensayaba los movimientos, los recorridos más usuales: de la mesa a la bacha, del escritorio a la biblioteca, de la cama al baño, me imaginaba cuáles serían mis rituales y mis rutinas, qué cosas haría a la mañana, qué cosas haría a la tarde.
Ella me cuenta cómo se imaginaba la casa y yo mientras tanto me imagino a Ruth caminando con cuidado entre las estacas y los piolines, con los brazos abiertos, como haciendo equilibrio, sus dedos apenas rozando las paredes fantaseadas, una y otra vez repitiéndose a sí misma, todavía sin terminar de creerlo: acá va a estar la puerta, acá va a estar la cama, esta va a ser mi casa, esta va a ser mi casa.
Mi poema favorito de James Schuyler se llama “30 de junio, 1974”. Es una especie de carta, o de mensaje de agradecimiento para unos amigos
que lo invitaron a pasar un fin de semana con ellos en su casa en el campo. Una mañana de domingo, a principios del verano, Schuyler se despierta temprano mientras sus amigos todavía duermen o se quedan haciendo fiaca en la cama. Todo está muy silencioso y Schuyler se prepara unos huevos para el desayuno, coffee, milk, no sugar. Describe la casa con unas pocas imágenes muy rápidas: la vista de un lago y unas dunas del otro lado de la ventana, una casa acogedora “llena de pinturas y plantas”. Al leer ese verso yo siempre me imagino que quiero una casa así: cómoda, luminosa, con pisos de madera que crujen y plantas y pinturas y amigos que se despiertan temprano y bajan a desayunar y saben en qué estante de la alacena están las cosas y solos se preparan un café, se hacen una tostada, después dejan la taza sucia en la bacha y salen a caminar un rato, bajan al arroyo, van hasta el pueblo y vuelven con facturas y un pan caliente bajo el brazo.
En una parte, el poema dice: “Home! How lucky to / have one, how arduous / to make this scene / of beauty for / your family and / friends”. La primera vez que lo leí subrayé la palabra “arduous”. La segunda vez que lo leí, con otro color subrayé: “scene of beauty”.
A la tierra arcillosa hay que ir a juntarla a la orilla del arroyo, en una barranca donde hay mucha y todos van y sacan y después hay que ir al campo, a cortar la paja brava y cosechar mazos enteros, que se van acumulando en bolsas y más tarde se trituran a golpe de pala hasta que cada brizna de paja queda de no más de cinco centímetros de largo. La paja se mezcla con la arcilla, con arena, con tierra cascotuda, y con baldes se trae agua del arroyo y se le agrega y se pisa hasta que se trenza bien todo y se hace un barro pegajoso entre las manos: a eso se le llama pastón y sirve para unir entre sí los ladrillos de adobe que se acomodan uno junto a otro sobre la piedra de los cimientos y así, de a poco, empiezan a subir las hiladas, una a una, hasta la altura de la rodilla, hasta la altura de de la cintura, hasta el pecho, los hombros, la cabeza, hasta que se termina y llega el momento de empezar a juntar la plata para comprar las chapas y poder poner el techo y terminar la casa.
Hay una diferencia entre estar trasplantado al valle y estar asimilado al valle. Un trasplantado intenta que acá las cosas funcionen igual que en la ciudad; un asimilado sabe que el valle tiene otro ritmo, otros tiempos, otras maneras de hacer las cosas.
A vos todavía te falta pasar tiempo acá, me dice Ana. Yo asiento y le pregunto si nunca se aburre, si no le da miedo estar ahí, sola, en medio del monte.
¿A vos te da miedo?, contraataca ella.
Claro que me da miedo, sí, claro, ¿qué voy a hacer solo acá todo el tiempo? Me da miedo convertirme en un solitario amargado, en el ermitaño que nunca ve a nadie, en el viejo loco al que los chicos le vienen a robar limones a la hora de la siesta y le gritan cosas cuando pasa por la calle.
Ana se encoge de hombros. Yo nunca estoy sola, dice. Yo estoy conmigo, me dice. Yo soy mi mejor amiga, mi mejor compañía. A veces me tengo que tener un poco de paciencia, pero como a todos. Después salgo a caminar por el monte y le voy contando al monte mis cosas y se las voy entregando y, si uno sabe escuchar, el monte te responde: ves una ramita, una flor, algo que te llama la atención, que te distrae. El monte te devuelve, te saca adelante, dice Ana y después sonríe, me mira con un poco de lástima, como si yo no terminara de entender algo que para ella es casi una tontería, algo demasiado evidente, fácil.
Me dice: a vos todavía te falta pasar tiempo acá. Todavía te falta asimilarte. ¿Por qué te viniste al valle? ¿Vos también te estabas escapando de algo?, le pregunto a Ruth una tarde de invierno, muy fría. Tomamos té de manzanillas y lavanda que recogió ella misma, sobre la mesa quedaron las migas de una torta de coco y dulce de leche que compré en la panadería del pueblo y le llevé de regalo.
Ruth tarda un rato en contestarme. Después dice: a mí me gusta el monte, me gusta acá, me gustan las montañas. Yo elegí quedarme.
Asiento y no digo nada. Alrededor se va haciendo de noche y las brasas crujen en la salamandra. Es linda la casa de Ruth, se siente bien estar ahí, los dos sentados, calentitos, el monte afuera tan cerca que cuando las mueve el viento las ramas de los manzanillos y los falsos talas rozan el techo de chapa y suena como rasguños de uñitas de gatos.
Es lindo estar acá, digo después de un rato que pasamos los dos callados. Por ahora me gusta, por ahora siento que podría ser acá, pero vaya uno a saber. ¿Qué pasa si después deja de gustarme?
Si después deja de gustarte, después verás, dice Ruth.
Ojalá dure un poco este tiempo. Es lindo estar acá, digo otra vez en voz baja.
Ruth se larga a reír.
El tiempo cambia todo el tiempo, amigo.
Sí, digo yo, ese es el problema.
O esa es la gracia, dice Ruth. O esa es la gracia.