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EN LA FÁBRICA DE LA PINTURA

Que el mundo resulte legible significa brutalmente que hay Otro, al otro lado, escribiendo las cosas dadas, y que desde un buen ángulo de vista yo podría, en principio, descifrarlo.

Jean-François Lyotard1

Trabajo y no trabajo. Tema “revolucionario”.

Jean Baudrillard2

Todo comienza con una visita al estudio del artista a las afueras de Aranda de Duero. Allí se amontonan con cuidado obras realizadas a lo largo de varias décadas. Las estancias de trabajo se organizan en función de la actividad a realizar: el taller propiamente, los estantes de almacenamiento, la salita con los libros, los catálogos y los cedés, la sala donde reposar, comer y recibir hospitalariamente a los invitados. El estudio funciona como una fábrica de un tipo muy especial. Es ahí donde Néstor Sanmiguel Diest pasa su jornada laboral, sus ocho horas de rigor, si es que no son bastantes más. La conexión con este lugar hace de él lo

En la fábrica de la pintura que comúnmente se denomina, sin prejuicio alguno, un “artista de taller”. Este lugar resulta imprescindible a la hora de forjarse una personalidad artística. Allí amalgama toda la materia y el contenido que es capaz de asimilar: lecturas filosóficas y literarias, su propia biografía militante, la actualidad política, las noticias de la prensa y la televisión junto a sus pulsiones más recónditas que se encauzan a través del lento ejercicio de la pintura. La amalgama de contenido lo es también de formas; el peso del tiempo produce acontecimientos plásticos, gráficos, singularidades de lo visible.

Sanmiguel Diest utiliza la pintura como un palimpsesto, aplicando materiales unos encima de otros generando estratos de acrílico, grafito, disolvente, bolígrafo, barnices que solidifican y homogeneizan los sucesivos sedimentos en un plano o imagen homogénea. Además de pintura y tinta líquidas, también recurre a periódicos, fotografías, cuadernos de notas y agendas, informes industriales, correo postal, textos escritos a mano o mecanografiados, tampones, etcétera. Toda esta estratificación, este espesor en el sistema más que sobre la superficie de inscripción de la tela, se le ofrece al espectador de golpe, revelando y ocultando simultáneamente una sucesión de relatos o textos pictóricos los cuales activan el ansia decodificadora. El sujeto-artista se revela y se traiciona. Todo palimpsesto incorpora en su interior estrategias de camuflaje y ocultamiento, introspección y desvelamiento.

Aunque sus inicios en el arte datan de los años setenta, es a comienzos de la década de los noventa cuando inicia una singular trayectoria, perfeccionando y desarrollando distintas técnicas para la mecanización (¿automatización?) de su arte. El artista que ahora conocemos comienza sobre una base previa de veinte años trabajando de forma individual y colectiva. Entre 1985-1996 formó parte del colectivo A Ua Crag en Aranda de Duero, del que fue uno de sus fundadores. Hasta que finalmente pudo vivir de la pintura, Néstor combinó su quehacer artístico con su trabajo en una factoría textil de Burgos para, finalmente, dedicarse plenamente al arte solo a partir del año 2000. Su pasado como patronista en la industria textil ha marcado su devenir artístico al nutrirse de lenguajes donde el pensamiento sistemático, las secuencias de patrones y troqueles, las simetrías y los ritmos cuasimatemáticos adquieren un peso significativo en la definición de las estructuras en sus cuadros.

Pasar de la fábrica al arte acarrea una serie de transferencias conceptuales y también simbólicas. No por casualidad fabric en inglés significa tejido, tela.

Históricamente, la gran industrialización que vieron los ojos de Karl Marx estaba pautada por los sonidos repetitivos y machacones de las máquinas de coser y las grandes tejedoras que se extendían desde Mánchester a toda Europa. Los paralelismos entre actividades “manuales” consideradas antitéticas (en términos de “trabajo”) puede llevarnos a establecer correlaciones y puntos de conexión entre industria y arte. Podría tal vez ofrecerse una descripción materialista del “trabajo del arte” en la obra de Sanmiguel Diest. De entrada, esta mecanización artesanal de la pintura le ha llevado a una metodología de sistematización de la producción: la construcción de bastidores, artilugios de cuelgue para los lienzos, plataformas elevadoras para llegar a las esquinas, grandes mesas para el trabajo en horizontal, acopio de grandes cantidades de pintura, pinceles y brochas, también bolígrafos, tampones, gomas de borrar, papeles… De sus días en la industria textil el artista ha guardado cierta preferencia por la estampación y la transferencia [transfer] de contenido a otra clase de tela, ahora tensada en el bastidor. Hay en toda su pintura una voluntad de inscribir, matasellar e imprimir que recuerda a las artes gráficas. La maestría en el pegado y el planchado del collage tiene aquí que ver con la artesanía o la decoración (por ejemplo, en el encolado de papeles pintados). Todo lo que le rodea le sirve para producir, para bricolar. Libre de las “ataduras” del trabajo asalariado ahora vuelca todas sus energías en la apriorística labor no alienada del arte. Sin embargo, no hay aquí atisbo de estética obrerista, sino algo mucho más sutil, más propio de los operadores en la mesa de disección textil, un método industrializado al nivel de la forma más que del contenido.

En cualquier caso, compaginar el trabajo en la fábrica con hacer arte puede generar en todo practicante una negociación constante entre un sitio y otro, entre dos clases distintas de “taller”. Hay en ambas esferas una economía del tiempo y del esfuerzo físico bien diferentes. Una fantasía común a estas dos realidades separadas consistiría en imaginar un mundo en el otro. Los recursos de un trabajo en el otro; la aplicación de la libertad y la creatividad del arte en la factoría o, por el contrario, tal vez alguna clase de utilidad de los gestos repetitivos y mecánicos de la industria en la obra de arte. En la fábrica, la mente del operario (o trabajador cualificado) sueña con todo ese universo imaginario de formas y signos. Esta fantasía (o phantasme, que dicen los franceses), se congregaría, en cuanto necesidad psicológica, en todos esos excedentes fabriles, el material sobrante o los retales, los cuales para el artista pueden cumplir otra función paralela en el mundo de la práctica artística. Esos “restos” que acaban en el contenedor de basura podrían tener otra plusvalía útil. Estos retales no

En la fábrica de la pintura son patrones sino simples pedazos sobrantes de una tela o chapa metálica, los cuales, manipulados mentalmente y fuera de su contexto, pueden adquirir un nuevo rol. Podrían entonces imaginarse distintas utopías: en el taller del artista la deshumanización de la cadena de montaje se transformaría en actividad placentera y la división del trabajo quedaría abolida en aras a un control completo de la producción.

No cuesta esfuerzo discernir en la obra de Sanmiguel Diest motivos abstraídos de lo que parecen cadenas y eslabones, engranajes y dientes, tornos, palomillas, púas y palancas, distintos sistemas de bombeo, “conectores” y empalmes. Todo esto junto a organismos y células que parecen haber sido aumentadas microscópicamente a nuestra mirada. Lo que en todas estas figuras se intuye es otra clase de “fábrica”, a saber, lo que en la jerga de Gilles Deleuze y Félix Guattari serían las “salas de máquinas” o los “dispositivos maquinales” del inconsciente. Pero antes de detenernos en lo psíquico, concentrémonos en esta idea de “empalme” —el cosido entre las telas o la soldadura entre chapas— que une o engancha los diferentes fragmentos y los integra en un fondo común que los contiene. Surge de esta manera una de las dialécticas más recurrentes aquí, esto es, la casi siempre irresoluble relación entre fondo y figura que organiza las intensidades, los ritmos y las líneas de fuerza en tanto negociación entre planos, significantes y significados. Como un costurero provisto de unas grandes tijeras, el artista recorta signos que surgen de lo más recóndito de su imaginación. Estas formas-figura son espontáneas, extrañas, anárquicas y esquizoides. La máquina y la mano, la industria y la artesanía, la herramienta y el patrón entablan una relación amorosa. La huella de la mano de la artesanía convive con reglas, escuadras y cartabones. Los compases dibujan círculos sin cesar. El cuerpo del pintor, en lugar de estar ausente, también se encuentra amalgamado en la materia, en todas las horas acumuladas en cada cuadro.

Hay artistas que pierden el tiempo en el estudio, leyendo, viendo películas, charlando con las visitas, durmiendo siestas, haciendo de la productividad un estado de descanso activo el cual, a la larga, acaba dando sus frutos en forma de obras de arte. Hay otros artistas para quienes acudir al estudio supone una gimnasia diaria, una conexión con la disciplina —en una sociedad por lo general posdisciplinaria o “de control”—, un reenganche con una nueva jornada laboral en el que no hay ningún gran objetivo, ninguna obra de arte maestra al acecho, sino simplemente el hacer, sin otro objetivo que el día a día, la jornada laboral cumplida. Néstor pertenece a esta segunda tipología de artista. La pintura es discurso cuando entra en contacto con la superestructura del arte, pero, mientras tanto, es una actividad ciega con grandes dosis de sinsentido o incluso idiocia. En el taller, trabaja laboriosamente sin descanso, y esta lentitud acaba generando sus formas figura. A partir de un vocabulario construido a su propia medida, su pintura acumula capas con técnicas perfeccionadas inventadas por él cuya efectividad (y longevidad) quedan fuera de toda duda. Esta dilación en el trabajo desafía la lógica economicista de la explotación del capital en la que la producción del producto se minimiza mediante la racionalización del tiempo, el gasto y el esfuerzo. La mecanización metodológica en Sanmiguel Diest no está dirigida a terminar el cuadro lo antes posible, sino a producir la mayor cantidad de cuadros, cada uno con un tiempo incalculable o ridículo en su interior. Lo que en el lenguaje específico de la historia de la pintura era la pátina no es aquí más que tiempo inmanente (o tal vez imantado), espesado y condensado.

Nos encontramos ante un productivista y ello plantea la dialéctica de la cantidad y la calidad en cuanto modo de producción y estética de pleno derecho. Llevar la lógica de la producción a su extremo consistiría en ese “hacer constante” donde la cantidad deviene calidad. Este productivismo es acontecimiento estético. Todas las horas pasadas en el taller no producen una plusvalía rentable para el capital, sino exclusivamente para sí. Pero, además, todo palimpsesto es espesor de tiempo, acumulación de materia e información. En el medio pictórico, el uso no rentable del tiempo se convierte en la razón misma del propio acto de pintar de manera que malgastar el tiempo o emplearlo de manera no productiva, aunque conscientemente, pasa a ser un acto de resistencia, una forma de estar en la vida y en el arte.

Economías libidinales

Esta “fábrica” está repleta de “formas madre” —así llama él a esas formas figura que ocupan el espacio central de muchos de sus cuadros— casi siempre rodeadas de otras formas satélite engarzadas junto con profusas anotaciones al margen, casi notas a pie de página. Pienso aquí en Las emociones barrocas (19972005), un conjunto de obras en las que geometrías y organismos se alinean con toda una poética del fragmento. Las figuras flotan como en un líquido amniótico, que es el fondo, como órganos conectados entre ellos. La “sala de máquinas” a la que me refería más arriba es aquella descrita en el Anti-Edipo por Deleuze y Guattari; “máquinas deseantes” hechas de acoples y de “cuerpos sin órganos”,

En la fábrica de la pintura como en el impetuoso arranque de ese libro: “Ello funciona en todas partes, bien sin parar, bien discontinuo. Ello respira, ello se calienta, ello come. Ello caga, ello besa. Qué error haber dicho el ello. En todas partes máquinas, y no metafóricamente: máquinas de máquinas, con sus acoplamientos, sus conexiones. Una máquina-órgano empalma con una máquina-fuente: una de ellas emite un flujo que la otra corta”3. Llevadas estas palabras a la obra del artista, emerge tímidamente la pulsión sexual o pulsión de muerte freudiana en el límite del desborde. Se intuye entonces el surrealismo de un André Breton o el Francis Picabia más maquinal y mecanomorfo. La fábrica del fantasma se convierte en el taller del sueño. La plusvalía de la fábrica es ahí un plus de disfrute o jouissance.

Cuando la filosofía del deseo y la fábrica entran en contacto desatan lo que, en uno de esos textos inclasificables que reinventan todo un léxico, abriéndose paso a machetazos, Jean-François Lyotard denominó como “economía libidinal” en cuanto filosofía de la sociedad y teoría de las “intensidades” y energías libidinales4. Las obras de Sanmiguel Diest parecen reflejar esta potencia, esta fuerza deseante. Un cuaderno de dibujos realizado entre 1991 y 1993 ofrece un magnífico ejemplo de esto, un catálogo inagotable de “formas madre”. Este cuaderno, realizado entre agosto de 1991 y el 30 de diciembre de 1993, recoge las siguientes series de dibujos: Tiempo de espera (agosto, 1991), Buch der Lieder [Libro de canciones, 1991], Versión celeste (1992), Corazón traidor (1993), El ángel caído (1993). El cuaderno es todo un laboratorio de ideas donde formas esbozadas a bolígrafo y típex conviven con apuntes, anotaciones de tareas a realizar, la cesta de la compra, cuentas y cualquier otra cosa que ocupase el día a día del artista en aquellos años. Se trata de dibujos que anteceden o son el germen directo de lo que constituirá, más tarde, la mencionada serie Las emociones barrocas5. El cuaderno se asemeja al de un científico o ingeniero cuyas invenciones nos son ignotas. Cada página tiene la rúbrica del sello con la dirección postal del artista, en Aranda de Duero. Es un sello de autor de autoafirmación. Un índice o index, una huella de su voluntad de inscripción. Lo maquinal y lo libidinal conviven sin diferenciarse en esas páginas cuadriculadas en las que deja correr su imaginación sin cortapisas. Un dibujo de la serie Corazón traidor resulta aquí especialmente intrigante: un artefacto mecánico dibujado en

En la fábrica de la pintura bolígrafo negro, con su rueda y sus palancas acopladas a una barra lateral y a otra forma semigeométrica de donde blande una rojiza “porra salchichón” que parece va a comenzar a activarse y a dar golpes a diestro y siniestro6. Su hipotético funcionamiento es meramente soñador, como el de un Francis Picabia bricoleur. Al fondo de esta peculiar máquina, en boli azul, diferentes esbozos de otros artilugios. El potro de tortura y el ritmo disciplinar de la fábrica convertidos en alguna recóndita fantasía sexual. En contacto con la pintura todo delirio encuentra una forma estable y saludable.

Márgenes de la pintura

Néstor nunca fue un artista “emergente” ni se benefició de ninguna promoción por la sencilla razón de que en aquellos (últimos) días de la dictadura y primeros de la Transición nada de eso existía. Ha permanecido durante mucho tiempo en la periferia del éxito y esta marginalidad le ha proporcionado, con los años, una distancia respecto a cualquier ortodoxia. La autoeducación suele ser además un indicativo de la clase social. La suya es una práctica heterodoxa en donde la disciplina no viene dada por ningún sentido de fidelidad, cierre de filas o tradición. Al contrario, las filias del artista son muy diversas y pasan incluso por algunos momentos posmodernos, como por ejemplo la espontaneidad del subconsciente y el expresionismo de chicle de Jonathan Lasker, o el conceptualismo pictórico y alegórico de Tim Rollins & K.O.S. (Kids of Survival), en tanto experiencia pedagógica de traslación a la pintura de la literatura occidental llevada a cabo con jóvenes estudiantes y artistas del Bronx neoyorquino. Más que una rara avis, él es un artista de su propia especie.

Pintura al margen y también de los márgenes, hay aquí una consciencia absoluta de las lindes del lienzo en tanto límite de la representación. Acometer el lienzo desde su materialidad consiste en fijarse, primero, en los cantos, los cuales revelan siempre información valiosa de lo que acontece en la superficie. De las esquinas al centro y desde aquí de nuevo al perímetro de la superficie. Como he señalado, Sanmiguel Diest es un artista de método; coloca su pensamiento encima de una retícula [grid], distanciándose de la romántica visión de la inspiración artística y de la ingenuidad de la “creación”. Esta retícula optimiza los movimientos, los gestos y los rituales en el acontecimiento plástico.

Muchas veces parte de sistemas numéricos o algorítmicos que él mismo inventa. Es sistemático, pero no en el sentido de los fríos sistemáticos del minimalismo, con sus campos de color expandidos y su reduccionismo formal, sino repetitivo e insistente en su particular horror vacui, en su abundancia, densidad y saturación de líneas trazadas que delimitan espacios fragmentados de abstracción geométrica desprovista de adornos y ornamentación. En lugar de la línea recta de las intenciones, el resultado es siempre consecuencia de un conjunto de reglas, imposiciones y callejones sin salida, pero también de desvíos, tretas, recursos “marca de la casa”. Un aspecto a tener en cuenta aquí es la distancia de la mano al soporte del cuadro, que no necesariamente es correlativo a la distancia del ojo respecto a la superficie pictórica. Estos cuadros parecen pintados desde muy cerca, aunque, al alejarnos, cada vez percibimos más y más cosas. Activan el zoom del ojo humano y según la distancia permiten leer distintos niveles de información. Ello contrastaría con los cuadros de Mondrian, que parecen pintados desde lejos, pero deben mirarse desde cerca para no ver los bordes del lienzo. La pintura es esencialmente un arte retiniano que requiere de atención.

Universo sígnico

Néstor Sanmiguel Diest reconoce el poder y la influencia de los códigos semióticos sobre la vida. Genera signos, más que símbolos. Se centra más en los significantes que en la significación. Los signos se dirigen al ojo y conforman una suerte de lenguaje no verbal, un idiolecto, esto es, un vocabulario adaptado por el sujeto con el que expresar su ser en el mundo. Habitamos en medio de signos, los cuales nos constituyen y a partir de los cuales socializamos. En alguna ocasión Néstor ha dicho acerca del estiramiento del tiempo en su pintura que “solo existe el presente”. Esto resuena al leer Márgenes de la filosofía, cuando Derrida dice que el signo se pone en lugar de la cosa misma, “de la cosa presente, ‘cosa’ vale aquí tanto por el sentido como por el referente. […] Cuando no podemos tomar o mostrar la cosa, digamos lo presente, el ser-presente, cuando lo presente no se presenta, significamos, pasamos por el rodeo del signo. Tomamos o damos un signo. Hacemos signo. El signo sería, pues, la presencia diferida”7. ¿Qué es la escritura sino un constante hacer signo? ¿Acaso pura fabricación imaginaria de lenguaje?

Un recurso habitual en sus obras consiste en “fusilar” minuciosamente a mano o a máquina libros de texto de literatura en folios que pega con mucho cuidado sobre la superficie pictórica añadiendo una capa o fondo. A veces escribe directamente a mano sobre los lienzos a partir de líneas delimitadas. Hace de los lienzos cuadernos. Pintura manuscrita. Como el Pierre Menard que copia concienzudamente El Quijote de Cervantes en el cuento de Jorge Luis Borges, el artista no es aquí ni escritor [écrivain] ni siquiera escribiente [écrivant] sino un simple copista, un amanuense, un mero reproductor de significantes. Letra muerta. La significación articulada queda supeditada al sentido plástico. Las frases se convierten en líneas-letra. El conjunto se asemeja entonces a un códice medieval donde en cada detalle hay algo a ser descifrado. Se adentra así en la complejidad de la lingüística, el signo y la escritura, en la semiótica de la Gestalt, el punto, la línea y la superficie. “La figura-forma es la presencia del no-lenguaje en el lenguaje”8. La letra actúa como una veladura sobre el fondo, una mímica y una gestualidad desprovista de épica. Él es un hacedor de signos en mitad de una economía libidinal (más que política) del signo. No impone una interpretación unívoca o un significado cerrado a ninguna de sus obras. Al contrario, deja al espectador esa responsabilidad. Más bien hace suyas muchas de las reclamaciones de la filosofía posestructuralista pirateando, a su manera, los hallazgos semióticos, deseantes, antisistémicos, esquizos y anarcoliberales de sus ahora famosos instigadores filósofos franceses. Políticamente hablando, él “toma partido por lo figural”, es decir, por el deseo (Lyotard dixit) en vez de lo discursivo. El pensamiento figural hace de la materialidad de la imagen, de su plasticidad y espesor, su objeto de estudio privilegiado. Sanmiguel Diest participa de esta “aventura del signo” que, junto con residuos marxistas y un impulso psicoanalítico, contribuye a esclarecer un poco más la indecibilidad irreductible del mundo. La suya es, digámoslo de nuevo, una práctica deseante.

Peio Aguirre

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