1. Las almas de los muertos INTRODUCCIÓN.
Que a los egipcios les preocupaba la muerte, eso es evidente, pero jamás podremos comprender su verdadera significación si no logramos abstraernos de los prejuicios y pensamientos de nuestra época. ¿Tenían los egipcios miedo a la muerte? Ciertamente, la muerte es la única realidad del ser humano, inscrita en nuestra mente desde que nacemos. Que, tarde o temprano, todos moriremos, eso lo sabemos, mas de la concepción de esta en el mundo egipcio, muchas dudas caben todavía. Las evidencias artísticas que muestran el interés del egipcio por la muerte, es decir, las estatuas que contenían el Ka del egipcio, o las pinturas mediante las cuales se representaba los elementos que la persona quería llevar a su vida en el más allá, son evidencias de una creencia en ultratumba, pero no necesariamente de la concepción de la vida terrenal como una vida menor, es decir, como una vida de paso. Que las manifestaciones artísticas giren alrededor de un núcleo claro, la temática funeraria, no implica ni que el egipcio tuviese miedo a morir, ni que lo deseara fervientemente. La teoría del miedo a la muerte quedaría obsoleta si tenemos en cuanta los rituales de enterramiento y procesos de momificación, que trataremos más adelante. El egipcio sabía que en algún momento moriría, y también lo que deseaba llevarse otra vida, y mediante los procesos de conservación de los cuerpos entendemos la preparación egipcia al “otro mundo”. Por su parte, se nos antoja irracional creer que el egipcio deseaba morir fervientemente. La existencia de plañideras lo confirma. Morir no era motivo de celebración o alegría (aunque se celebrasen diversos cultos y ritos, sus objetivos eran otros), sin caer en este determinismo, y sin pecar de categóricos, podríamos afirmar que la vida del más allá era una continuación de la vida terrenal. Quizá con un cariz más idealizado, quizá más perfecta, pero una vida más al fin y al cabo. Tanto es así que, como hemos dicho, en las pinturas funerarias predominan, por ejemplo, los alimentos que el egipcio deseaba comer en el más allá, o si es un Faraón, los siervos que deseaba conservar a su cargo, siempre bajo la atenta mirada del Río Nilo, fuente de vida. De hecho, si estudiamos las representaciones del Nilo podemos comprender el deseo de perfeccionar la otra vida. No sería tan atrevido afirmar que la vida del más allá para los egipcios se concebía casi igual que la vida terrenal, solo que quizá en la otra vida el río se desbordara con más regularidad, y siempre a la altura perfecta, para asegurarse así un regadío de cultivos propicio para el desarrollo de una vida más cómoda, esto es, una vida donde se busque evitar la hambruna producida por crecidas irregulares del Nilo, que al ser demasiado corta, las tierras no se podían regar, y al ser demasiado alta lo destruía todo (recordemos las construcciones de adobe). Cuando el egipcio observa a la muerte, debe buscar una explicación al estado inerte de un cuerpo, estableciéndose así una conclusión que, prácticamente deviene inevitable, esta es, que el cuerpo ha de estar formado por varios elementos, nacidos de dos principales, una parte física y otra intangible. José Miguel Parra Ortiz en su libro “Momias, la derrota de la muerte en el antiguo Egipto” nos recuerda cinco en total, a saber: el nombre (ren), la sombra (shuet), el cuerpo (jat), el Ka y el Ba. El cuerpo, el contenedor; el espíritu, el continente. La sombra, producto del cuerpo, pues un cuerpo no existe sin ésta. En el Ka y el Ba se centra toda la complejidad artística, gracias a la cual tenemos evidencias de sus creencias. El Ba, si se puede decir así, constituye todo lo inmaterial, es decir, todo lo no físico, (llamémoslo personalidad o carácter). Podría ser traducido como el “alma” del difunto, en una concepción platónica. La representación del Ba era para los egipcios un pájaro con la cabeza humana del difunto, por lo que cada Ba era personal e intransferible, hasta el punto de concederle un rostro concreto. Por otra parte, el Ka es considerado el aliento, la energía vital, entendida, como dice Frankfort, como su “gemelo”. El Ka, que además se transmitía por generaciones, era universal, y también de gran complejidad de significación, puesto que el del Faraón estaba asociado a la divinidad, en la que se solía transformar en el más allá, hasta el punto de que era su gemelo (o doble), y para los plebeyos su Ka estaba más unido a la idea de “aliento vital” originario, que se modela y se forja, pues dependía en mayor parte del Ka de su Faraón, por lo que en este sentido es más irregular. Lo que oculta lo abstracto del término Ka lo clarifica su representación: dos manos alzadas y abiertas, en posición de recibir precisamente este aliento de vida, que se manifestaba de diferentes maneras en cada persona. Ambas, Ka y Ba, son inseparables, y se necesitan la una a la otra. Al mismo tiempo, el Ba no puede ser separado de su contenedor, el cuerpo, que es, si lo comparamos con una vasija, un depósito físico sobre el cual se vierte todo lo intangible. Que el cuerpo sea contenedor no le hace nimio ni mero depósito. El Ba buscará su cuerpo, y éste es el fin último del tránsito: encontrarlo, reunirse. Para esto es imprescindible reconocerlo, y con esto justificamos la escritura jeroglífica en las tumbas, dejando ver claramente el nombre del difunto y su función y tareas en vida, y las estatuas del dueño, claramente identificadas de manera que el Ba pueda reunirse con su cuerpo, y no otro. Entendemos entonces la máxima ofensa y venganza que los egipcios podían concebir, eliminando su nombre de las escrituras jeroglíficas, para privarlos así de toda identidad, adoptando una el usurpador una nueva, cerrándoles las puertas del más allá eternamente.
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