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ENSAYO
EL TRIUNFO DE LA MUERTE (1562), POR PIETER BRUEGHEL
La pandemia y la leyenda de San Sebastián
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Primera de dos partes
JORGE SÁNCHEZ CORDERO*
Las pandemias han sido una constante en la historia de la humanidad. La más mortífera fue la provocada por la peste bubónica, que en el medioevo diezmó poblaciones enteras en Eurasia. El Papa Clemente VI (1342-1352) estimó en más de 40 millones la cifra de seres humanos fallecidos; prácticamente el doble de los estragos causados por la influenza española de comienzos del siglo XX, tanto por su mortandad como por su morbilidad.
Las epidemias y pandemias han propiciado construcciones sociales, religiosas y políticas que han tenido notables repercusiones a escala universal.
A Carlos Vela Sánchez, entrañable amigo
Analizadas en retrospectiva, son un referente para comprender los diferentes ambientes físicos y humanos que contribuyeron a su expansión, así como a su declive o franca desaparición. Más aún, han coadyuvado a dimensionar sus efectos en los ecosistemas sociales, culturales y económicos.
do una revelación, consistente en que ese mal cesaría si se edificara un altar en memoria de San Sebastián el Mártir en Pavía, en donde hoy se encuentran sus reliquias.
La efigie del beato fue representada también en un mural hecho con mosaicos en una de las paredes de la iglesia de San Pietro in Vincoli en Roma, junto a la escultura del Moisés de Miguel Ángel.
El impulso de la leyenda de San Sebastián, uno de los primeros cristianos, no es fortuito; él tenía un cargo relevante, ya que integraba la guardia pretoriana del emperador Diocleciano (244- 311), en plena época de persecución de cristianos. Pronto fue inculpado y el soberano ordenó que lo ejecutaran con flechas.
Según la misma leyenda, los cristianos rescataron el cadáver del soldado. Su esposa, Irene, lo procuró hasta que resucitó. Desafiante, Sebastián encaró de nuevo a Diocleciano, quien se aseguró de que lo ejecutaran hasta saberlo muerto. Después lo arrojaron a la fosa común. Lucina, una de las devotas cristianas primitivas, tuvo también una visión: recibió indicaciones de rescatar los restos y llevarlos a las catacumbas de Vía Appia.
En la iconografía cristiana ha sido usual mostrar al mártir en el suplicio horadado con flechas. Esta representación asociaba la permanencia del tormento con la resurrección.
La leyenda de San Sebastián se arraigó entre los primeros cristianos y se incorporó al culto católico. Ante el asolamiento de la llamada pandemia de Justiniano, el Papa Gregorio El Magno (540-604) recurrió a su figura y, con el afán de darle un bálsamo a la comunidad cristiana, hizo una interpretación de las flechas. Para ello se remitió a la tradición judeocristiana según la cual la peste provenía de las flechas caídas del cielo como un instrumento del castigo divino (Salmo 7:13).
La coincidencia con el mito grecolatino es sugerente: en la Ilíada (Canto I) Apolo, hijo de Zeus, con sus flechas llevó la peste a los Aqueos durante el sitio de Troya como castigo a la conducta de Agamenón.
El culto de San Sebastián se propagó por toda Europa y fue objeto de múltiples representaciones en las pinturas del siglo XIV. Con su incorporación al culto católico se anhelaba sin duda una bendición profiláctica para paliar la muerte negra.
En la misma época turbulenta cobra fuerza asimismo el culto del arcángel San Miguel, figura a la que se atribuía el poder de curar las enfermedades. Conforme a la tradición, el arcángel se apareció a finales del siglo V en el Monte Gargano, por lo que el obispo de Siponto, Lorenzo Maiorano, quien vivió en el siglo VI, mandó edificarle un santuario. Se llegó incluso a considerar como milagrosa el agua que brotaba de ese monte, pues se decía que curaba toda clase de males (Lester K. Little).
En el curso de una peregrinación el Papa Gregorio El Magno proclamó haber tenido una visión: el arcángel San Miguel se posaba sobre el Mausoleo de Adriano –actualmente castillo de Sant’Angelo, en Roma– blandiendo su espada ensangrentada. En la cúpula de ese monumento se conserva aún la estatua de San Miguel. Para Gregorio, esta era la señal divina que daba respuesta a sus plegarias y que anunciaba la terminación de la pandemia.
La ira divina
Tiempo después la peste bubónica flageló de nuevo Europa, en especial los dominios de Roma. Conocida como plaga de Justiniano (541 a 750), su impacto social, económico y político fue enorme. La muerte negra despobló pueblos enteros, lo que debilitó sensiblemente las estructuras sociales y políticas.
En plena crisis demográfica, la recaudación tributaria menguó a tal grado que los recursos del imperio se redujeron en forma dramática. A esta catástrofe se sumó la hambruna, así
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como numerosos motines castrenses ante la falta de pago de los haberes al ejército.
El reclutamiento forzado en la milicia romana tuvo también una drástica merma. Por este motivo, los planes de expansión del emperador Justiniano se vieron frustrados. Más aún, estos y otros hechos explican la caída del Imperio Romano y el colapso del control secular de Roma sobre Europa Occidental.
Las convulsiones bélicas y sociales, la hambruna y las epidemias, así como el consecuente despoblamiento, sobre todo en España, Galia y Bretaña, derivaron en un nuevo fenómeno: la etnogénesis, consistente en la emergencia de nuevas identidades y sistemas sociales y culturales.
Las reverberaciones de estas calamidades permearon todo el ámbito religioso. Se propagaron entonces las rogaciones, que consistían en el ayuno de tres días, y se iniciaron las peregrinaciones, con cánticos de salmos que invocaban a la divinidad para que protegiera a la gente de la peste.
El historiador galo-romano Gregorio de Tours (538-594) narró cómo una peregrinación a la capilla de San Julián de Brioude, en Auvernia, Francia, socorrió al pueblo de ClarmontFerrand ante la acometida de la muerte negra. Las peregrinaciones se multiplicaron y tuvieron diversas implicaciones, no solamente religiosas sino económicas y culturales, dominadas por la popularidad de los santos y la penitencia. Las eulogias y las reliquias se impusieron en el culto cristiano y resultaron fundamentales en la erección de santuarios.
Las penitencias de humildad, contrición y súplica se generalizaron también, con un sensible incremento de monasticismo, y se creó la misa votiva, dedicada a un fin específico, como eran en la especie las súplicas contra la peste negra. Pero también se manifestaron prácticas que el obispo Tours consideró paganas, como los intentos de sanación a través de ritos idolátricos y de hechicerías o el empleo de amuletos o ta-
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lismanes, guiados todos por la superstición (Jean-Noel Biraben y Jacques le Goff).
Entre los católicos afectados por las calamidades se registró incluso una sensible pérdida de la fe y numerosas defecciones durante las peregrinaciones. La crisis demográfica acrecentó los conflictos de autoridad provocados por la constante interacción entre el Islam y el cristianismo, y causaron oscilaciones en la dominancia religiosa. Las diversas exégesis del cristianismo, determinadas por la heterogeneidad de las comunidades, contribuyeron también a ello.
Una constante religiosa singularizó las pandemias en la antigüedad, al tratar de explicarlas como arrebatos de la divinidad en respuesta a las profanaciones de templos y al quebranto de juramentos. A partir de estos eventos Roma dejó de ser segura y se tornó en extremo vulnerable.
Memento mori (recuerda que morirás)
La segunda pandemia europea en el siglo XIV causó estragos en todos los segmentos sociales y en áreas fundamentales de la economía, como la agricultura. A raíz de la peste se arraigó la tradición de la cuarentena, cuyos antecedentes se remontan a las referencias bíblicas, en particular cuando aluden al confinamiento de los leprosos.
La primera cuarentena se institucionalizó en Ragusa, Italia, en 1465, y la segunda en Venecia en 1485. Sin embargo, se carecía del conocimiento científico acerca de las formas de propagación de la peste; en consecuencia, muchas medidas de contención y control, como la cuarentena, resultaron ineficaces.
En el caso de la Península Ibérica, la muerte negra se propagó en el norte del imperio español (1596-1602) y mermó con severidad a la población; a ese brote le sucedieron otros (1648-52 y 1677-85). A esta crisis sanitaria y demográfica se atribuye, entre otras causas, la decadencia del Imperio español.
Ante la carencia de evidencias científicas sobre el origen y las formas de transmisión de la peste, las tensiones entre los diferentes estratos sociales afloraron con virulencia; los estigmas resultantes se generalizaron y tuvieron su expresión en motines y saqueos, incluso de residencias particulares (Rene Bachrel).
Las estigmatizaciones llegaron al punto de responsabilizar de la peste negra a los judíos de Europa central y pronto se convirtieron en un pogromo que orilló a esta comunidad a huir hacia Polonia. El sentimiento antisemita llegó a tal extremo que obligó al Papa Clemente VI a publicar la encíclica Quamvis Perfidiam , que condenaba estas conductas hostiles (Sheldon Watts).
La lengua sufrió también los embates de la peste; ante el menoscabo de eclesiásticos, el latín como lingua franca empezó a aminorar. En la pintura el tema de la Danza Macabra fue recurrente como una sátira que representaba a todos los seres humanos en iguales condiciones de fragilidad, y también como una alegoría moral.
La literatura no fue insensible al fenómeno. Dos de los primeros humanistas del Renacimiento, Francisco Petrarca y Giovanni Boccaccio, abordaron el mal de la pestilencia. El primero lo hizo en su obra epistolar en la que vanagloriaba a su musa Laura de Noves, quien falleció a raíz de la peste, y el segundo en el Decamerón , cuando se narran “los pestilentes tiempos de la pasada mortandad” en Florencia en la primavera de 1348.
En el prólogo y en parte de “El Perdonador”, en Los cuentos de Canterbury , Geoffrey Chaucer (1343-1400), influido por la obra de Boccaccio, hace referencia a esta enfermedad. Las menciones se multiplicaron: las de William Langland en su poema “Piers Plowman”, y las del escritor inglés Thomas Nashe (1567-1601) en su soneto “Una letanía en tiempos de la plaga”.
Pero quien describe de mejor manera los horrores de la pandemia es Agnolo di Tura del Grasso, cronista de Siena en el siglo XIV, en su relato “La gran plaga de la muerte” (Thomas E. Keys).
Epílogo
En la historia de la humanidad, los efectos de las pandemias han transformado ideas, creencias y sistemas de valores, junto con las estructuras sociales; más aún, modificaron el posicionamiento y función de los agentes políticos.
En la presente revisión histórica, uno de los aspectos relevantes es, sin duda, la asignación de responsabilidades sociales por el surgimiento de las pandemias y los estigmas consecuentes, como los que ya comienzan a observarse en muchos países a raíz de la crisis sanitaria actual.