El principito que salvó mi vida issu

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Me fieri fecit


El principito


que salvó mi vida Juan Manuel Quinteros Ramírez



Juan Manuel Quinteros Ramíres

El principito que salvó mi vida

Prólogo de Abigaíl Alvarado Suncín


Quinteros Ramírez, Juan Manuel El principito que salvó mi vida / Juan Manuel Quinteros Ramírez.- 1a ed. Cafayate, Salta: kalaediciones, 2015. 62 p. ; 12x18 cm. ISBN 978-987-45954-1-6 1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título. CDD A863

El principito que salvó mi vida Autor: Juan Manuel Quinteros Ramírez Prólogo: Abigaíl Alvarado Suncín Tapa y diseño: Nico Ruiz Correcciones: Fló Gaia Editor responsable: Nico Ruiz Colección Cactus!

E-mail: nicoeterno@hotmail.com Web: kalaediciones.wordpress.com Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Hecho el depósito de un ejemplar a la pachamama en un cerro de Cafayate, Salta. Impreso en Argentina El principito que salvó mi vida se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.


Índice IX 1 47

Prólogo El principito que salvó mi vida Epílogo



Prólogo Por avatares de la vida, conocí a Juan Manuel Quinteros Ramírez gracias al Principito y empezamos a conversar muy profundamente del tema, pues aunque estamos en dos países sumamente alejados uno de otro, teníamos en común nuestra gran admiración por tan grandioso personaje. Al estar conversando descubrimos cosas asombrosas y maravillosas, pues a cada cual le han pasado cosas increíbles relacionadas a él. Allí es donde uno se da cuenta lo que en realidad quiso decir Saint-Exupéry en un párrafo de “El principito” al expresar: “Cuando el misterio es demasiado impresionante es imposible desobedecer”. Es allí donde la magia y los milagros empiezan a surgir. Debo confesar que desde hace mucho tiempo no leía con tanta impaciencia un libro. La historia de Juan Manuel sobre el Principito, es muy humana, y está impregnada de la magia del Principito, tiene su esencia, su espíritu y su alegría, su fé que llena de gozo el alma. Es muy posible que rueden un par de lágrimas por tus mejillas, pues es una historia maravillosa, en ella habla de las últimas dos misiones del Principito en la tierra y reitera lo importante que es la amistad y la unión familiar, lo que en verdad importa o como diría Saint-Exupéry, “Lo esencial que es invisible a nuestros ojos”.

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Recomiendo ampliamente la lectura de este libro y aprovecho para dar un saludo de amistad al hermoso país de Argentina, en donde Antoine y Consuelo de Saint-Exupéry se conocieron, fue allí en donde nació su gran amor. Él la invitó a dar un vuelo para ver las estrellas de Buenos Aires de noche. Y en el avión Antoine le pide un beso a Consuelo a cambio de no estrellar el avión. Ella, como no era una mujer convencional nublada por el orgullo y el enojo replicó: -¡Pues nos estrellaremos! Antoine quedó desarmado como un niño indefenso y solo. –Es que soy feo. Dos lágrimas corrieron por su semblante derrotado. Consuelo sin quererlo se enterneció y le dio el beso que él esperaba. Felicito sinceramente a Juan Manuel por tan Maravillosa historia. Abigaíl Alvarado Suncín (sobrina nieta de Saint-Exupéry)

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Juan Manuel Quinteros Ramírez

El Principito Que Salvó Mi Vida

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s difícil empezar a escribir una carta que posiblemente no va a tener destinatario, pero tengo el compromiso de hacerlo, siento la necesidad de mi corazón de agradecer a un extraño, que me ha dado paz, en este mundo de guerra. Además siempre creí que dos personas que aman o amaron a una en común, en algún punto ya son amigos. Quisiera obviar todo dato de mí, y sólo centrarme en la visita inesperada y oportuna que me ha sucedido. Se me hace imposible no revelar algún que otro hecho personal, pero a pesar de que la epístola no es mi fuerte y de que no creí en esta historia hasta hace siete días atrás, contaré cómo este niño, salvó mi vida en tan sólo una semana. Hubo un hecho en mi vida que fue muy triste, sobreviví meses hasta que decidí vender todo lo que tenía en la ciudad, que no era mucho, pero fue nuestro, y ahora que sólo era mío, no tenía sentido conservar nada; vendí mi hogar, ya que se transformó en una simple y solitaria casa, demasiado grande para dos. Decidí mudarme a terminar lo que restaba del otoño, a una cabaña en las sierras. Felipe, un compañero de mi trabajo (amigo hermano de esos con

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los que la vida te premia), cuando regresé a los días a presentar mi renuncia, me aconsejó ir. Desinteresadamente me la cedió por el tiempo que la necesite. Plan resuelto, armé una mochila pequeña y como no se me permitió viajar con Fredo en ningún medio de transporte, emprendí mi camino hacia las sierras a pie. Largo trecho, pero para quien no tiene horarios ni nadie que lo espere, no es penoso. En autobús hubiese llegado a destino en cinco horas, en tren poco menos y en avión hubiese tardado menos de una hora, hubiese, que palabra tan cruel e inútil, en resumidas, tardamos cuatro días en llegar a pie. Cuatro días de silencio. Nos guiamos con un mapa que compré antes de salir y tenía otro dibujado, por la mano de Felipe en un bolsillo de mi mochila, así se aseguró que llegaríamos a su cabaña sin perdernos. Me detuve en más de una oportunidad a observarlo, a veces contaba los kilómetros restantes, otras me sorprendía de la excelente mano que lo dibujó y otras lo miraba simplemente para no pensar en nada más. Fredo no entendió nuestra huída y creo que menos entendió, porque ya no lo acariciaba tanto, igual entender no era su cualidad suprema, entendía poco y así era medianamente feliz. Aunque noté, como después de aquel día, supo que sólo me tendría a mí. Su felicidad no volvió a ser completa. Nunca se rehusó a seguirme, si lo hubiese hecho,

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lo hubiese dejado. Fue grato que ninguno de los dos decidiera abandonarse. El mapa marcaba como punto de referencia una estación de combustible, saqué mi otro mapa y busqué el punto en cuestión, tenía una breve anotación: “comprá provisiones en esta estación de gasolina, no vas a encontrar otro lugar en 30 Km.”. Fui al baño, me miré en el espejo y además de mugre, pude ver lo triste que estaba, no era yo, tal vez también me quedé perdido en aquella tormenta. Lavé mi cara y mis manos, revisé la mochila: dos camisas, un pantalón, un par de medias, dos calzoncillos, una fotografía, alimento para Fredo y un fangote de dinero proveniente de la venta de la casa y los muebles, libros, vajilla...todo. Tomé varios billetes, guardé todo en mi mochila. Salí del baño. Fredo esperaba acostado en la puerta, lo salté y fui a la tienda. Compré conservas, algunos lácteos, botellas de whisky, embutidos, dulces, cuando me di cuenta eran demasiadas cosas para los pocos días que me había imaginado estar allí. Igual compré todo. Al salir con la mochila y la bolsas, me di cuenta que no podría cargarlas hasta la cabaña. Me senté cerca de Fredo a contemplar mi fracaso. Lloré. Lo acaricié. Un anciano me habló: “puede apartarse de la puerta, necesito usar el baño”. No le respondí, apenas si lo miré, sólo me levanté y me corrí. Noté que andaba en bicicleta, lo esperé y al salir del baño, me

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acerqué y le propuse comprársela, le ofrecí cinco mil pesos, me miró extrañado, ya que con ese dinero podría comprar varias bicicletas nuevas. “Gente rara esta de ciudad” murmuró. Con cara de desconfianza, aceptó el trato. Até las bolsas donde pude, mochila al hombro y en el canasto del manubrio subí a Fredo. Estaba agotado. Se lo merecía. Empecé a pedalear, hacía años que no andaba en bicicleta. Es verdad eso que dicen: que lo que aprendés de chico no te olvidas jamás. Llegamos a la cabaña. Estaba algo sucia ya que no se usaba desde el año anterior. No la limpié. No saqué mis cosas de la mochila. Me di un baño. Me acosté con Fredo. Desperté sólo, dormí todo un día. Por suerte no soñé nada. Los ladridos de Fredo me despertaron, andaba inspeccionando la cabaña. Miré mi reloj, eran pasadas de las siete de la tarde. Me levanté sin ganas. Saqué las bolsas de la bicicleta y comimos dos latas de conservas. Tomé media botella de whisky. Salí a caminar, Fredo me siguió. Llegamos a un arroyito, me senté a mirar el agua. Lloré. Me dormité y el llanto me trajo nuevamente. Miré mi reloj nuevamente: eran las dos de la mañana. Me lo quité y lo tiré a las aguas, ya no necesitaba saber la hora. Volví a la cabaña. Le dejé comida a Fredo para varios días. Me acosté con la esperanza de no despertar. Tuve una pesadilla que prefiero no nombrarla para que se pierda en los laberintos de

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la mente. Desperté exaltado y fui en busca de mi mochila, la revisé, tomé la fotografía y la besé varias veces, lloré, Grité, Maldije. Fredo empujó la puerta y se me acercó, como bombero al rescate. Lamió mi rostro. Lo abracé. No paré de llorar. Me dormí abrazándolo y llorando. Una lengua tibia y húmeda, me despertó. Ví su cola moverse, me ladró. Me dolía la cabeza, pero seguramente quería salir a defecar, pensé: “mejor lo saco, peor sería andar limpiando”. Tomé la botella, abrí la puerta y salió corriendo en busca de su intimidad, me senté en la escalera de la entrada. Tomé la otra mitad y una vez vacía, tiré la botella contra un árbol cercano. En ese momento fue que decidí que utilizaría el árbol para mi propósito. Me desvanecí en la entrada de la cabaña. No tenía reloj, pero tenía la lengua de Fredo, que desgraciadamente me despertó. Entramos, revisé todo cuanto pude en búsqueda de una cuerda. Bebí otra botella. Continué buscando. Revisando sobre un armario, tropecé y caí. El golpe me desmayó. Pasé uno o dos días en el suelo. El llanto me despertó nuevamente, rara sensación sentir angustia y hambre. Cociné algo simple, llamé a Fredo, no apareció. Comí una olla entera de arroz y tomates enlatados, tomé agua. Vomité todo lo ingerido. Me dormí abrazando el inodoro. Lloré, grité y maldije. Desperté solo, el olor de mi vómito era horrible. No tuve otra opción

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que limpiar, y una cosa llevó a la otra, terminé limpiando toda la cabaña. Cuando finalicé la limpieza, parecía que la suciedad se había mudado a mi piel. Me di una ducha, me miré al espejo, la barba me había crecido, hacía días que no me peinaba, ni me lavaba los dientes. Me avergoncé de mi mismo. Me cambié, salí en bicicleta y fui hasta la estación de gasolina. Compré jabón, cepillo de dientes, peine, una hoja de afeitar y alimento para Fredo. Nos encontramos en el camino de regreso. Cociné y comimos en el sillón, Fredo se durmió primero. Pensé que otro baño me haría bien. Lo hice y aproveché para emprolijarme un poco, cepillé mis dientes, me peiné y cuando estaba afeitándome, me corté accidentalmente el cuello y comenzó a salir mucha sangre. Me desesperé, intenté detener la hemorragia, me asusté. Corrí a la cocina en busca de alguna servilleta para detener el sangrado, me tropecé con una mesita, maldije. No encontré nada para detener la sangre. Me aterroricé. Corté un pedazo de mi camisa, tomé otra botella de whisky, mojé la tela y desinfecté la herida, sentado en el suelo, comencé a llorar, apretando los dientes en silencio, para no alertar a Fredo. Tomé el resto de botella. Me dormí. Cuando desperté tenía una jaqueca inmensa, tardé una rato largo en reincorporarme. Pensé en lo que había sucedido, no pude entender, si realmente lo que quería

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era morir, y accidentalmente la oportunidad se me había presentado, ¿por qué no la aproveché?, ¿por qué me desesperé?, y entendí que nuestro instinto inconsciente es el de supervivencia, no la de abandonarse y dejarse morir. Lloré nuevamente. Me dí otro baño, comí unas latas de conserva. Fredo no estaba en casa. Terminé de afeitarme y salí en bicicleta nuevamente, llegué a la estación sin darme cuenta, ya que estaba ahí compré más comida. Al salir vi que el anciano que me había vendido la bicicleta andaba caminando con un niño, le pregunté quién era, me contó que era su nieto (Luis). Andaban con varias bolsas, me apené y ofrecí devolverle la bicicleta. Me dijo que parte del dinero lo había gastado. No le pedí nada a cambio. Lo convencí diciéndole que la bicicleta era incómoda. Se la devolví. El niño me agradeció el gesto. Se contentó mucho, como sólo los niños lo hacen y sin que me diera cuenta me dio un abrazo. Quedé estático, no reaccioné. No pude devolver el abrazo. Escuché al viejo murmurar, mientras se iban: “gente rara esta de ciudad”. Me emocioné, se me cayeron unas lágrimas. Sonreí. Regresé caminando hacia la cabaña. Todo el camino recordé ese abrazo y otros abrazos. Lloré de emoción. Me sentí mejor. La tristeza aún estaba dentro, dándome una tregua, como si fueran ejércitos armados prometiéndose paz. Llegué a la cabaña con una sonrisa, Fre-

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do me esperaba en la puerta. Movió su cola. Por un instante el tiempo volvió atrás y parecíamos felices. Duró poco. De noche las pesadillas salen de sus trincheras a atacar todo lo bueno que hayas podido conservar. Otra vez la rutina, llorar, gritar, maldecir, beber, desear morir. Así estuve días que parecieron años. Me levanté una mañana y noté que Fredo estaba flaco, nuevamente me sentí un miserable de mí podría hacer lo que se me antoje, ¿pero él? qué culpa tenía. Decidí llevarlo a la estación y lograr que lo adoptaran, por si acaso llevé unos quince mil pesos. Me encontré con el anciano y le conté que pronto volvería a la ciudad, y que Fredo no podría venir conmigo, inventé que me mudaba a un departamento donde no tenían permitidas mascotas. Le ofrecí el dinero para pagar su cuidado. El anciano se negó, me dijo que su nieto se quedaría unos días más, que no podría atenderlos a los dos. Pactamos que lo vendría a buscar cuando su nieto terminara sus vacaciones, en tres días. Le dí el dinero para asegurarme el trato y liberarme la responsabilidad. Entré a la tienda y encontré una cuerda como la que buscaba. Todo estaba resuelto, sólo debía esperar unos días y pondría fín a mi vida. Sentí alivio. Los días siguientes serían absurdos y vergonzosos detallarlos, sólo diré que no fueron distintos a los anteriores. El tercer día llegó, no habíamos pacta-

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do hora y yo reloj no tenía. Estaba ansioso que se llevara a Fredo. Ya estaba decidido, faltaban minutos, horas...no lo sé, pero pronto todo terminaría para mí. Temí arrepentirme, corté un trozo de la soga y llevé a Fredo al camino hacia la estación, había un solo recorrido de ida y vuelta, cuando el viejo venga a buscarlo tendría que pasar obligado por ese lugar, caminamos unos metros y lo dejé atado a un costado del camino, con agua y alimento. Me miró extrañado, nunca en su vida había estado atado. No regresé la mirada. Entré a la cabaña, tomé la cuerda, hice los nudos, salí, me tropecé en la escalera, subí al árbol, até un extremo al tronco mayor, puse en mi cuello el otro extremo, sentí rabia. Lloré. Me contuve. Cerré los ojos y cuando estaba a punto de saltar, interrumpí mi suicidio.

LUNES 24 de JULIO de 1944

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mis espaldas una voz dulce de niño dijo: “Buenos días, podrías alcanzarme esa rama, perdí mi espada en el viaje, pero esa rama me servirá, hasta parece una espada”. Luego sonrió. Pensé que era una alucinación, “Estoy loco” me dije “Y yo estoy esperando mi rama”, respondió la voz. Giré asustado, aún con la soga

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al cuello, y contemplé por primera vez esos ojos infinitos de mirada inocente, me quité la soga “Podrías darme la rama” repitió. Traté de alcanzarla y caí del árbol, pero al menos la tenía en mi poder. Me revolqué de dolor. El niño bajó cuidadosamente y mientras lo hacía, preguntó: “¿Estás solo?”. “No”, respondí mientras aún me revolcaba del dolor de espalda por la caída. Después de quejarme bastante dije: “Tengo un perro. No estoy solo”. “¿Qué es un perro?”. Volvió a preguntarme mientras tomaba la rama. “Un animal” respondí. Me miró dulcemente y me dijo en tono suave: “Hay muchos animales, un elefante no es un perro” Me reincorporé con dolor, lo miré y era imposible enfadarse ante su pregunta. Y me di cuenta que las cosas que parecen simples en determinados momentos, pueden ser un gran misterio “¿Qué es un perro?”, pensé un instante mientras la curiosa mirada no se apartaba de mí. Y le dije: “Un perro es... bien, no sé qué es, pero tiene cuatro patas, dos orejas, una cola, pelo en todo el cuerpo”. Me interrumpió con alegría y dijo mientras sonreía “¡Es como un zorro!”, “Exacto” dije, y pensé que la conversación había llegado a su fin pero no, retomó: “Pero si un perro es exacto a un zorro, ¿cómo sabré diferenciarlos?”. En ese momento, la tristeza volvió a invadirme, sentí estallar mi corazón, la garganta se me secaba y un segundo antes de que

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el llanto me ahogara sin piedad, apareció Fredo ladrando y moviendo su cola, como sólo lo hacía en mis recuerdos. Inesperadamente sonreí y dije con la voz cargada de fuerza “¡Eso es un perro!, ¡ese es mi perro!”. El niño jugó con Fredo. Desde el piso y con un dolor tolerable, fui espectador de uno de los momentos más hermosos de toda mi vida. Me sentí sonreír y entendí que una sonrisa a tiempo puede vencer cualquier llanto, inclusive salvarte la vida. Duró un minuto o mil, no lo sé, ya no usaba reloj, pero memorizaba cada gesto de ese niño. ¿De dónde salió?, ¿Quién es?... y esa voz suave interrumpió mi pensamiento. “¿Por qué andan con sogas en el cuello? Aquí hay tanta hierba que podrían comer hasta el cansancio y nunca se acabaría”. En silencio y ocultando mi vergüenza, me acerqué y quité la soga del cuello de Fredo que aún conservaba la estaca en un extremo. Pregunté si tenía hambre, dijo que no, “¿Tienes sed?” pregunté. Asintió con su cabeza poblada de rizos de oro. Entramos a la casa. Le dí de beber, Fredo también bebió y comió. Yo no pude, apenas me pasaba la saliva por la garganta, sentía algo extraño que no me permitía reaccionar totalmente. Golpean la puerta. Me sobresalto. Finjo seguridad y pregunto: “¿Quién es?”. “Manuel, vengo por el perro”, me responden del otro lado de la puerta. Pienso qué hacer, nada se me ocurre, abro la puerta e invito a

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pasar al viejo. “¿De quién es el perro?” Preguntó el niño. Mío respondí. “Ya no necesito que se lo lleve, igual le agradezco que haya cumplido su palabra”. El viejo solo tocó la cabeza del niño y despeinó sus rulos, con ese cariño que sólo saben hacer los abuelos. Me miró y antes que hablara, me adelanté: “La gente de la ciudad es medio rara, ¿no?”. Sonrió, dejó el dinero sobre la mesa y se retiró. El pequeño volvió a interrogarme “¿Qué es eso?”. Dinero, respondí. “¿Para qué sirve?”, Para comprar cosas, volví a responder. “¿Qué cosas?”, Lo que se te ocurra, le dije. “¿Podrías comprarme una cosa que se me ocurrió?”, “Por supuesto, no creo llegar a gastarlo todo, es mucho dinero, ¿Qué quieres?”. Hubo silencio y dijo: “¡Ya lo recuerdo!, quiero el Mediterráneo”. Yo sonreí sorprendido. “Quiero el Mediterráneo”, volvió a repetir en tono serio. Entendí que no era una broma. Apenado respondí: “No puedo comprarte el Mediterráneo”. “¿Es que no te alcanza? Dijiste que era mucho”. Contesté que era mucho para comprar comida, hasta podría comprar esta cabaña o un auto o dos, pero no el Mediterráneo, le expliqué que nadie puede comprarlo, que no está en venta. Su felicidad desapareció, miró el suelo y dijo: “Entonces el dinero no me sirve”. Hubo más silencio, sólo se escuchaba a Fredo terminar su comida. Miré por la ventana y pensé: “¿el Mediterráneo?, imaginé

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que pediría una bicicleta”. Cuando volví la mirada, estaba dormido profundamente. Lo alcé en brazos y lo llevé a mi cama, al cerrar la puerta del cuarto me desplomé en el suelo y volví a llorar angustiosamente, un recuerdo nítido me hundió en la tristeza, recordé las veces que en el pasado había llevado dormido a Damián a su cuarto. Me dormí en la puerta sin hacer ruido, con la cara hirviendo en lágrimas y los dientes apretados a punto de romperse. Esa noche no tuve sueños. Temí dormir pero el cansancio me venció.

MARTES 25 de JULIO de 1944

L

a melodía de su boca con un “Buen día”, me despertó. Fue mecánico, abrí la puerta, le ofrecí desayunar juntos, improvisé una bandeja con lo que quedaba y subí al cuarto a desayunar con ese milagro que aún estaba entre dormido. Pero supe protegerme, un instante antes de entrar armé un plan: dejé la bandeja a los pies de la cama y mentí, dije que Fredo me estaba esperando para que lo saque a estirar las piernas. El niño sonrió y dijo “Me gustaría ir contigo, pero es tu trabajo, sos responsable por él”. Le sonreí y salí de la cabaña con Fredo a los empujones, ya que no quería ni despertarse... ni estirar las piernas. Al

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volver, miré por la ventana y lo ví, jugaba con su mano, como si volara en el aire. Lo observé por un buen rato y extrañé la imaginación de mi infancia y extrañé a Damián (que también podía hacer de una caja un camión o de su mano un avión). Entré suavemente y el niño aterrizó la mano en un bolsillo de su estrafalaria vestimenta. Pensé en preguntarle por qué vestía así, pero temí que preguntara lo mismo sobre mi estrafalaria vestimenta también (usando la misma ropa desde hace días, la mugre y los olores la hacen parecer rara). Sentí vergüenza de mí. Se me ocurrió ir a comprar ropa a la estación, no recordaba bien, pero algo había visto en la sección de caza y pesca. Lo invité, felizmente con una sonrisa inmensurablemente hermosa, aceptó. Caminamos los tres hacia la estación. Nos encontramos con Manuel, ”Buen día”, saludó. “Buen día para tí” respondió el niño. Yo hice un gesto parecido a un saludo y entré a la tienda. Compré ropa de camuflaje para los dos y provisiones. Cuando terminé la compra el viejo y el niño hablaban. Escuché que Manuel dijo: “No sabría decirte, pero pedile a mi empleado que te de un libro que está debajo del mostrador, es de mi nieto, se lo olvidó cuando vino de vacaciones”. El niño preguntó: “¿Qué es un nieto?”, y Manuel respondió: “Mi nieto es el hijo de mi hijo”. El niño sonrió complacido, como si por primera vez entendi-

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era lo que un adulto dice. Entró a la tienda y trajo consigo un manual de primaria. Manuel le señaló el libro y dijo: “Allí encontrarás lo que necesitas sobre el Mediterráneo”. No entendía la fijación que tenía por el mar, pero dejé que siguiera adelante con su investigación. Me sorprendió que Manuel sea el dueño de la tienda. Mis prejuicios me jugaron una mala pasada. Igual necesité confirmarlo. Se lo pregunté sutilmente. Grata sorpresa me llevé: Era dueño de la tienda, de las cabañas y además padre de Felipe, mi antiguo compañero/amigo de oficina. Lo complicado de preguntar es que se abre un ida y vuelta inevitable. “¿Y de qué trabajas ahora? Mi hijo me contó algo de ti... renunciaste al trabajo... ¿Qué haces ahora?”interrogo el viejo. Sentí vergüenza. Miedo. Enojo. Ganas de llorar. No sabía qué es lo que ese viejo conocía de mi vida, pero no me gustó ser descubierto en lo más mínimo. Respondí rápido antes de hacer el ridículo, “Ahora soy un hombre de negocios”. Escuchamos un suspiro muy profundo. “Que aburrido, ya conozco un hombre de negocios” dijo el pequeño mientras miraba las ilustraciones del manual. Hubo silencio. Fredo se había aburrido de esperar y ya no nos acompañaba, estaría en la cabaña o inspeccionando el lugar. Nos saludamos con un apretón de manos y la mirada directa a los ojos. Supe que Manuel sabía más de mí de lo que yo hubiese querido. Besó la

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frente del niño y emprendimos camino. Conversamos. “¿Cuentas estrellas también?” Respondí que no. Hubo silencio. Y volví a hablarle: “De pequeño lo hacía”. “¿Y cuántas contaste?” Respondí rápido y sin pensar: “No lo recuerdo. ¿Crees que debería iniciar la cuenta nuevamente?”. Respondió en tono serio: “No, ya hay alguien que las cuenta a diario. No entiendo, si eres hombre de negocios, ¿por qué no cuentas estrellas?”. Hubo más silencio. Hasta que hablé nuevamente. “Mentí, no soy hombre de negocios, ni siquiera tengo trabajo, el dinero que poseo es de la venta de mi casa y de mis pertenencias,lamento haber mentido”. “Mejor no vuelvas a mentir y no volverás a lamentarte”. Ojalá fuera tan fácil... (Me respondí meditabundo) Caminamos en silencio hasta llegar a la cabaña, dejamos la ropa y las provisiones. Cociné para el niño. Fredo entró por una ventana. Le pedí que se quedara dentro de la cabaña, que saldría solo esta vez. “¿Dónde vas?” me preguntó, y pensé en darle cualquier explicación absurda, pero recordé sus palabras, entonces dije la verdad: “Quiero estar solo. Volveré al caer el sol”. Me sonrió y me prometió un obsequio a mi regreso. Le indiqué el cajón donde había dinero, pero enseguida recordé que necesitaba tranquilidad, le dije que mañana iríamos a la tienda y podría comprarme lo que guste. Me miró enojado y dijo que los obsequios

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que se dan a los amigos no tienen precio, no hay dinero que los compre, y qué lo que iba a darme es como el Mediterráneo. Sonreí con esfuerzo y salí. Caminé sin rumbo unos pasos y me detuve. Me empecé a hacer preguntas obvias: ¿Quién era?, ¿Dónde están sus padres?, ¿Si la policía me atrapa? Creerán que lo secuestré, no me disgustó la idea de ir preso, al menos ya no tendría ninguna responsabilidad sobre mí. ¿Qué busca?, ¿De dónde vino?, ¿Escapó de su casa?, ¿Qué es lo que tanto quiere del Mediterráneo?. Preguntas, preguntas y ninguna respuesta. Decidí no preguntar nada, no estaba listo para recibir nuevamente el ida y vuelta de las preguntas y respuestas personales. Hace días que ya no bebo. La tristeza sigue en su mismo lugar. Me recosté en el pasto y recordé cuando era pequeño y contaba estrellas. Imaginé a Damián a mi lado. Lloré y sonreí al recordar su voz. Extraños juegos hace la mente que es capaz de lanzar todas las hordas de demonios a consumirte y de pronto te rescata, como para alargar la agonía o para ponerte a prueba, no lo sabía aún, si esto era una prueba, puedo certificar que la mente es un maestro cruel. Silencié las palabras, cerré los ojos e imaginé las estrellas, y luego la voz de Damián, que fue el manto de piedad que esa noche necesité. Mi ensoñación terminó, el tiempo voló y no me di cuenta, dije que volvería al caer el sol, apresuré mis pasos para lle-

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gar a la cabaña, igual estaba a unos diez metros del patio trasero. Desde el árbol observe al niño mirar fija y tenazmente el horizonte: esperaba mi regreso. Me acobardé, desde la cercana lejanía lo observé por horas, hasta que el sueño lo venció y con Fredo de cama y frazada, se dejó dormir en la entrada. Imagen exquisita: una noche de otoño con luna llena como si fuera otro sol, iluminando la inocencia de la cara de aquel pequeñín.

MIERCOLES 26 de JULIO de 1944

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e acerqué sin hacer ruidos, me senté en la escalera y lo contemplé por horas. El amanecer se adelantó ese día, el sol brilló como lo hace en verano. Se despertó muy despacio, Fredo movía su cola, yo sonreí. Quise disculparme por no llegar a tiempo, pero no pude. “No vuelvas a mentirme, si lo haces confundirás a mi corazón” dijo. “Lo lamento tanto, pero debes saber la verdad, y no preguntar más de lo que puedo contarte, ¿Crees que podrás hacerlo?” Asintió con la cabeza y se sentó a mi lado. “Hoy es el cumpleaños de Damián, era mi hijo, cumpliría ocho años. Pero ya no está y necesité estar solo más tiempo del que creí. ¿Entiendes?” Respondió que sí, y dijo:

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“Sólo que no era, es. Además no estás solo nunca. No te apenes, tu regalo está intacto”. “¿Cuál es?” Se acercó y me abrazó, dijo: ”Este es tu primer obsequio, la puesta de sol te la daré luego”. Bostezó. Lo llevé a su cama, me acomodé a sus pies, y Fredo se sumó al descanso. No recuerdo haber dormido tan incómodo en mi vida pero tampoco recordaba lo que era sentirse en paz previo a dormir, esa mañana la tristeza se escondió tanto que ya no supo volver, mi cuerpo había reencontrado el alma. Me sentí vivo. Descansé por horas hasta que un desayuno raramente variado me despertó: una bandeja con pan del día anterior, mermelada, jugo, whisky, cereal y un trocito de carne a medio cocinar. Me sentí un rey atendido por su príncipe y pensé “imposible comer semejante desayuno”, me reí, él rió y después dí una carcajada. Lo tomé en brazos y besé su cabellera. Tomé mi jugo, comí un pan semiduro con mermelada. Bajé las escaleras rápidamente y volví con la ropa nueva. Le pedí que fuera a su cuarto, que me bañaría y estrenaría la vestimenta. “Igual yo” dijo y corrió junto Fredo a su piecita. Pasó menos de una hora. Nos reencontramos en la entrada de la cabaña. Volví a reír al verlo bajar, si antes parecía extraño ahora parecía doblemente extraño, pero al menos no estaba solo, éramos dos cambalaches de colores verdes y marrones. Arremangué su pantalón y su camisa. El talle más chico

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le quedaba enorme, igual no había posibilidades de ser más ridículos, si alguien nos viera, certificaría que el único cuerdo es el perro... y si nos viera más detenidamente, también podría certificar, que los tres éramos felices. Fredo recuperó la mirada luminosa y su colita ventilador. Todo me recordaba a Damián, mi corazón se aceleraba, no tenía tiempo que perder, mi duelo lo llevaría conmigo por el resto de mi vida y nos dimos tanto amor, que era injusto y egoísta que la imagen de mi hijito siempre venga acompañada de llanto, esta vez no, esta vez reí fuerte, tomé esa manito y empecé a caminar a paso seguro y firme hacia el arroyo. Pasamos toda la tarde ahí. Almorzamos, tiramos piedras al agua, hicimos una fogata, dormimos la siesta y al despertar hubo un chapuzón en las aguas tibias del arroyito. La vida me regaló una tarde que había dejado de soñar hace tiempo. Recordé a Damián y me complació hacerlo... pero la mente es extraña... justo cuando todo empezaba a cicatrizar, recordé a Patricia y su mirada inquisidora. Todo me dolió de golpe y contuve el llanto para no asustarlo, fingí cansancio y salimos del arroyo. “Voy con Fredo a caminar” dijo. Le pedí que se mantuviera cerca, que no pase de la estación de combustible. Me quedé sentado recordando cada detalle una y otra vez... cuando el portal que me llevaba a los abismos, a los infiernos, a desear morir

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se abría ante mí, una mano me tocó el hombro, y con una mirada de contención, Manuel se sentó a mi lado. No necesitó preguntarme nada, empecé a hablar por mi cuenta, la tristeza estaba por estallarme dentro, dicen que hablando los problemas parecen más pequeños, no fue mi caso, pero al menos evité entregarme al dolor. Le conté que en las estadísticas la familia Amaro sólo era una cifra más, perdida entre millones de accidentes viales, pero para mi vida era número definitorio. Todo estaba normal, familia tipo, Patricia trabajaba de peluquera, yo en la oficina de despacho del correo, Damián iba a la escuela... pero en un segundo, se pueden perder años de felicidad. Decidimos pasar el domingo en el campo de un amigo, una tarde común y amena, Damián jugó y nadó muchísimo en la pileta. Volvimos temprano ya que una tormenta se avecinaba. En la ruta de vuelta una lluvia enorme nos encerró... un segundo... no se veía nada y de golpe... todo se oscureció. Estuve inconsciente cinco semanas, después los coágulos cedieron y recobré el conocimiento, Damián había muerto por el impacto, Patricia sufrió dos quebraduras leves y fue dada de alta a las 48 horas. La enfermera me contó que vino a visitarme, que se quedaba a dormir sentada a mi lado, que la escuchó llorar todas las noches y que un día, simplemente dejó de venir... desapareció. Mi familia

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estaba en el exterior, sólo regresaron para el funeral de Damián, luego volvieron a sus vidas y día por medio mandaban cartas a la clínica para saber de mí. A la semana sexta tuve el alta y me retiré de la clínica. Felipe me fue a buscar y me llevó a casa, ofreció quedarse, pero entendió que necesitaba privacidad, le aseguré que volvería a la oficina. Todos los días son duros, pero esa semana fue una estadía en los infiernos. Un lado de la cama desierto, mitad del ropero vacío, una piecita sin dueño, juguetes inútiles esparcidos por todos lados y un silencio mortuorio en la casa. Ya no podía seguir en ese lugar ni un día más. Decidí vender e irme, tomarme un tiempo fuera de todo lo que antes me fue cotidiano. Al renunciar al trabajo Felipe me ofreció venir a esta cabaña y aquí me ves. Manuel me preguntó por el niño y le conté como apareció, exactamente todo. “Es un ángel de Dios” dijo. No quise ofenderlo, pero no era un ángel, era un niño y sus padres lo estarían buscando pensé. Escuchamos los ladridos y esa risa mágica llegar como el viento, nos levantamos y fuimos a su encuentro. Esa noche cenamos los cuatro, y de sobremesa leímos el manual, intentando buscar toda información que nos sea útil, ¿para qué?... no lo sé. Pero estos son los datos que seleccionamos: ”El mar Mediterráneo, es un mar casi cerrado. Sus aguas se renuevan cada ochenta o cien años y en-

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tran y salen de forma casi exclusiva por el estrecho de Gibraltar. Que lo conecta al océano Atlántico”. Le comenté que el océano Atlántico llega hasta nuestro Río de la Plata y el río tiene desembocaduras amplias a través del Río Paraná y el Río Uruguay, que a su vez estos, llegan a distintos sectores. “Tal vez el Mediterráneo pueda estar cerca de nuestra cabaña, con tantas conexiones, nunca se sabe”, (Le dije para alimentar su imaginación). Su cara luminosa se iluminó aún más, se levantó de un salto y fue en busca de su pantaloncito blanco y del bolsillo extrajo unos papeles arrugados que contenían dibujos, “Aquí, debajo de este cordero, escríbeme lo que leímos y lo que sabes”. Y así lo hice, dentro del manual encontró una hoja en blanco, la tomó y dijo “Dibújame el Mediterráneo y no olvides tus detalles”. Mirando el manual hice un boceto que lo colmó de alegría, luego tomó sus papeles, los miró con ternura, suspiró y volvió a guardarlos. Ya entrada la medianoche, nuestro invitado se fue (ofrecimos acompañarlo y se negó, ya tenía compañero de caminatas, descubrimos en ese momento donde es que iba Fredo cuando no estaba con nosotros). Nos sentamos a la mesa, volvió a traer sus dibujos, y los miraba en silencio, parecía un científico resolviendo una fórmula enigmática, no interrumpí su concentración con mi intriga, y como no ofreció contarme, entendí que esos papeles eran su tesoro

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personal. Cuando los volvió a guardar, le pregunté: “¿No sabés escribir?”, “Sé hablar” respondió, “No confío en la palabras, los dibujos son exactos, nunca causan malos entendidos”. Besó mi mejilla y se retiró a descansar. Junté la mesa, ordené y limpié la cocina. Regresó Fredo. Nos fuimos a dormir. El recuerdo de Patricia, nublaba mi humor. Estaba angustiado, recordé la risa del pequeño y esa música incomparable me hizo conciliar el buen sueño.

JUEVES 27 JULIO de 1944

A

l día siguiente, me permití un momento de lucidez y pregunté al niño cuándo se iría. Me respondió: “¿Cuándo te irás tú?” No supe que decirle. La lucidez desapareció y nos entregamos al juego nuevamente, salimos con Fredo. Caminamos hasta la estación de combustible en busca de provisiones. Al regresar pasó horas mirando sus dibujos y yo pasé horas mirándolo. Oscureció. Esa noche antes de la cena lavamos nuestras ropas. Momento difícil: ¿cómo lavar sus ropas? Parecía un estilo de traje militar. Cepillé suavemente su capa azul y hasta me tomé un rato de ocio y jugué con sus graciosas charreteras. El pantalón y su polerita blanca estaban en el mismo

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fuenton junto a mi ropa. Los calcetines azules los lavé por separado. Lustré sus botas, el color negro revivió intacto, parecían nuevas. Aproveché a preguntarle mientras lavaba: “¿Tienes más ropa?”. “Esa es mi favorita”, respondió. “Aunque esta que me has regalado también lo es”. Me preguntó si mañana podría comprarle otra muda. Respondí que sí. “Quiero tener mi traje presentable, para cuando me vaya”. No le pregunté cuando, ni como absolutamente nada, pero me inquietó la idea de perderlo. Cenamos y me dio la posibilidad de preguntarle cosas que me intrigaban. El empezó: “¿Cuál es tu nombre?”, “¿Cuál es el tuyo?” Retruqué. Sonrió. Pensé: qué extraña situación, hace cuatro días estaba a mi lado, y no sabíamos nuestros nombres. Tal vez tenía razón en eso de no confiar en las palabras. Fue mi turno, pregunté: “¿Qué edad tienes?”, “No lo sé” respondió. Sentí lastima de él. Y prosiguió: “Nunca se me había ocurrido”. “¿Nunca festejaste un cumpleaños?” Volvió a preguntar con tono de tristeza, “¿Para qué es un cumpleaños?”, le expliqué que es una celebración en la cual cada 365 días se conmemora un año más de vida. “Que triste” respondió, “Siento pena por ti, tuviste pocas celebraciones en tu vida”. Me sorprendí y dije que no, tuve 48 celebraciones. Rompió en llanto y me abrazó. “Pobre de ti” dijo. Estaba desconcertado. Me besó en la mejilla, su cara se iluminó, sonrió y

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dijo: “Desde hoy haremos una celebración todos los días, conmemoraremos un día más de vida, ¡eso haremos! Todos los días serán tu cumple día feliz y para recuperar el tiempo perdido también festejaremos tu cumple noche feliz”. Me emocionó su interpretación. Volvió a preguntar: “Y a Fredo ¿Cuándo festejas su cumpleaños?” Le dije que no lo hice nunca, es más, no sabía con exactitud qué día había nacido. “Habrá que homenajearlo también, al igual que a ti, de día y de noche, él también recuperará sus celebraciones perdidas”. “¿Y para tí?” pregunté, “Para mí no será necesario con urgencia, siempre festejé mi cumple día feliz sin saberlo, salvo un día que estuve triste y contemplé la puesta del sol cuarenta y tres veces”. No salí del asombro de mi nuevo aprendizaje sobre las celebraciones, pero escuché lo que dijo. Y le pregunté “¿Estabas realmente triste ese día?” No, respondió. Lo abracé y se durmió en mis brazos. Me sentí un privilegiado. En un mundo en guerra yo tenía un refugio de paz. Lo llevé a su cuarto y lo vi dormir plácidamente: “Feliz cumple noche para ti y para mi”. Lo besé en su cabellera. Fredo esperaba en la puerta del cuarto. Lo miré, acaricié su cabeza: “Feliz cumple noche para ti también”. Colgué sus ropitas para que se secaran, la mía aún necesitaba remojo. Me acosté en paz y con la sensación de aprender al fin, un nuevo

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conocimiento real y útil. Me dije para mi “Mañana celebraré mi feliz cumple día”. Sonreí y recordando las palabras habladas, me levanté de la cama, abrí mi mochila, tomé la foto de Damián, la estreché contra mi pecho y dormí plácidamente.

VIERNES 28 de JULIO de 1944

M

e desperté tarde, cerca del mediodía. El niño no estaba en su cuarto, Fredo tampoco. “Habrán salido a jugar”. Desayuné. Miré por la ventana y sin que nadie me viera me dije en voz alta: “Feliz cumple día” y soplé mi café, como los niños soplan las velas de un pastel. Ordené la cabaña. Descolgué y doble la ropita del pequeño. La dejé a los pies de su cama. No sabía qué hacer. No recordaba qué hacía antes que él viniera a mí. Me aburrí un largo rato en mi fiesta de cumple día feliz. Tomé la foto y recordé los cumpleaños de Damián, recordé todos su regalos, cuando cumplió su primer año le compramos con su madre una cajita musical que le dábamos cuerda a la noche, cuando Damián se dormía amamantado por Patricia. Esa foto no la tengo en ningún lado, salvo en mi memoria, ojalá dure para siempre. El segundo año le fabriqué con

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su abuelo, que es carpintero, un gran camión de madera, Patricia lo pintó de azul y rojo. El tercer año la costurera del barrio le confeccionó un equipito de futbol azul y amarillo. Lo llevé a la cancha todas las fechas de local, con la conducción de Enrique Sobral, nuestro equipo saldría campeón de la Copa Campeonato. En su cumpleaños número cuatro, fue uno de sus regalos más esperados: El triciclo. Qué alegría que tenía, ese día lo acompañamos a la vereda a estrenarlo, en medio de la fiesta, todos los invitados estaban afuera para el gran acontecimiento. Susanita, nuestra vecina y compañera de jardín de Damián, pidió a su mamá que le traiga el suyo, que ella le enseñaría a usarlo. La mamá hizo una carrerita y enseguida los triciclos estaban listos para salir. Así fue como Susanita le enseñó a andar en triciclo, que alegría, todos aplaudíamos y lo felicitábamos. Mi hermano tenía la cámara lista, ¡Flash!, inmortalizó ese momento. Esta es la foto que llevo siempre conmigo. A los cinco hubo pelota nueva. A los seis había empezado a leer y Patoruzú era el favorito de todos, así que le regalamos un libro que armamos con muchas historietas y ese era, junto a la música de la cajita, el ritual nuestro antes de dormir cada noche. A los siete fue su último regalo, la bicicleta, nos costó conseguirla, el mundo estaba parado debido a los conflictos bélicos, pero se la

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compramos a un inmigrante europeo, la restauramos con mi padre y parecía nueva. Nos dio sustos enormes, tenía las piernitas llenas de moretones, pero no quería que le pongamos las rueditas, “Ya soy grande”, decía. Además pidió que soldáramos un asientito atrás. Lo recuerdo y la verdad que sí, era todo un hombrecito, pero terrible y audaz, daba vueltas por la vereda a toda la manzana, junto a Susana que viajaba agarrada a su cintura sentadita como una princesa. Qué lindo recuerdo oírlos reír. Es la primera vez que extraño el reloj, no sabía cuánto tiempo pasé recordando aquellos años. Escuché ladrar a Fredo. Me alegré. Salí al encuentro, pero esta vez vino solo. Me extrañé, y enseguida se me ocurrió: “Debe estar con Manuel”. Igual no me quedé tranquilo, fui a buscarlo. Manuel no tenía novedades, hoy no lo había visto. Pensé: “La ropa está, los dibujos están. No se fue, ¿Estará perdido?”. Me desesperé, entré en pánico. Inicié su búsqueda, Fredo y Manuel me acompañaron. Lo buscamos por horas, repetimos la búsqueda. Anocheció. Seguí buscándolo. Ya estaba por volver a la ciudad en búsqueda de ayuda policial, cuando escuché la voz de Manuel llamarme a gritos. Me asusté, me desesperé. El corazón parecía estallarme. Pensé lo peor. Corrí, lloré. Estaba agitado. Al llegar estaba parado en la entrada de la cabaña, junto a Fredo y a Manuel. Lo abracé fuerte, lloré,

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lo abracé más fuerte. “¿Dónde estuviste?”, le pregunté con tono serio. Si bien no era su padre, sentí responsabilidad sobre él. “Fui a buscar tu último regalo” contestó asustado por mi tono de voz. Volví a abrazarlo, le pedí que jamás se fuera sin avisarme. “Jamás me iría sin avisarte. No te he mentido nunca. Que tu corazón esté tranquilo”. Lo abracé unos instantes más. Entramos a la cabaña y cenamos, pero esta vez Fredo no participó, se fue al patio trasero y empezó a cavar. “Cosa de perros” pensé. Pasamos una velada tranquila. Manuel nos comentó de su vida, de la niñez de Felipe, de la llegada de su nieto, él también necesitaba hablar, y sí que lo hizo, el niño juntó sus manitos y escuchando a Manuel, se durmió en la mesa, lo recosté en el sillón. Miré por la ventana, Fredo seguía cavando. Volví a la mesa. Manuel hizo un gesto de alivio. “Estaba esperando que el niño se durmiera, necesitaba hablar en privado contigo”. Sacó una carta con sello de la capital y me la leyó, era de Felipe. Contaba que tenía vacaciones y que vendría a visitarlo el sábado y se quedaría a pasar el día y luego viajaría a Buenos Aires para visitar a su hermano. Luis se quedaría con su madre ya que tenía que asistir al colegio el lunes. Nada extraño, hasta me alegré de su visita próxima. En el post data, decía que tenía noticias para mí. Me intrigó, pero no le di importancia. Manuel terminó

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de leer la carta. “Eso es todo” dijo. Agradecí la confidencia y luego se retiró. Fredo había terminado de cavar en el patio y se aprontó a escoltarlo hasta la estación. Dormí con varias hipótesis de qué noticias habría para mí. No sabía qué con exactitud, me dio más intriga. Me senté en el sillón continuo al niño y observándolo dormir, concilié el sueño.

SABADO 29 de JULIO de 1944

N

os levantamos juntos, el sol entró por la ventana y nos obligó a abrir los ojos. Desayunamos, le conté que el hijo de Manuel vendría hoy a visitarnos. Limpiamos la cabaña. Tapé el pozo del patio. Me dí un baño. Nos pusimos la otra tanda de ropa de camuflaje. Se me ocurrió cortar flores para perfumar el ambiente. “No lo hagas” me pidió serio. Obedecí. Todo en orden, no había más nada que hacer. Manuel traería la cena. Fuimos al arroyo a pasar el tiempo. “Ojalá este arroyo tenga una gota del Mediterráneo”. “La debe tener”, le aseguré. No quería romper su fantasía. Casi no hablamos, miramos el sol en las aguas, arrojamos piedras, lo dejé ganar casi todas las veces “Al menos dibujas bien” dijo y sonrió. Y sonreí. Escuchamos los ladridos de Fredo, supimos que la visita

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había llegado. Nuestras primeras palabras fueron: “No preguntes” dije mirando disimuladamente al niño. “Algo me contó mi padre” respondió. Y nos abrazamos. “Buenas noches Felipe” dijo el niño, “Buenas noches, ¿ese es tu perro?” le preguntó. “Es de tu padre, de él y mío. Los tres somos responsables de Fredo”, Felipe acarició sus cabellos rubios (esos rizos eran irresistibles). Cenamos juntos, disimulé mi intriga, quería saber qué noticias había para mí, no preguntaba, estaba ansioso pero seguía el hilo de la conversación, lo normal... hablar del clima, fútbol, radio, chismes del trabajo, etc. Lo único interesante fue que el niño trajo una bolsita con el manual de Luis, y dijo “Muy útiles estas palabras, no todas causan malos entendidos, gracias”. Felipe también agradeció ya que se había olvidado de que Luis le pidió que lo traiga a su regreso. Cuando noté una pausa pregunté: “¿Qué noticias me traes?”. Hubo silencio, me miró fijo y con la voz bien baja dijo: “Patricia te está buscando”. Me paralicé. Hubo más silencio. El niño preguntó: “¿Quién es Patricia?”. Hubo un silencio incómodo. Mi tono de voz volvió a ser serio, no lo miré: “Era la madre de Damián” respondí. “No era, es” respondió. No levanté la vista. Pedí un cigarrillo a Felipe, hacía meses que no fumaba. Salí a fumar en su compañía. Manuel se quedó con el niño dentro de la cabaña. Me contó, que Patricia hacía un

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tiempo que iba al trabajo a buscarme y siempre le preguntaba si tenía novedades, si sabía dónde estaba. Me juró que no había revelado mi ubicación. “No sé qué hacer, no sé qué decirle”. Le pedí que no le comente nada de mí si regresaba. Me contó que estaba como perdida, triste, que no la vio bien de salud. Me preocupé, pero sabía que estaba mejor lejos de mí. “Perdoname, pero necesitaba decírtelo personalmente, mandale una carta si queres, me dejó su nueva dirección, acá está”. Me dio un papelito. Recordé su manera de escribir y como la P tenía la misma pancita que hacía Damián. La dirección me era familiar, guardé el papel. Le agradecí el gesto. Entramos. No había nadie: “Están en el patio” dije. Salimos por la puerta trasera y vimos al niño, Manuel y Fredo cavar el pozo nuevamente: “No lo tapes aún, aquí dejaré tu regalo” dijo la suave voz. Le sonreí y le pedí que fuera a bañarse, estaba lleno de tierra. A Fredo lo bañaríamos mañana. “Yo también necesito un baño, vamos hijo” dijo Manuel. Mientras el niño se bañaba salí a despedirlos y vi perderse la luz del farol que llevaban. Admiré a Manuel que aún siendo mayor no sintió vergüenza de abrazar a su hijo y caminar pegado a su lado. Parecía que entre ellos no había pasado el tiempo. Me tomé un instante afuera, respiré hondo y me preparé para responder las preguntas que me aguardaban dentro. Subí a la habitación y lo vi con

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su pantaloncito y polera blanca, ordenaba su ropa en un cajón, y cantaba algo que no llegué a escuchar bien, igual lo bello era el sonido de su voz. Sonreí mirándolo. Terminó y se acostó. Me dijo que pase: “Arropame y saludame por mi cumple noche feliz”. Sonreí nuevamente. Le acomodé las sábanas y besé su manito y su frente. Me quedé sentado a los pies de su cama. El recuerdo de Patricia podía ser manto como infierno. Temí a su recuerdo. Saqué la foto de mi bolsillo y reconstruí en mi memoria todo ese día. Ella estaba hermosa, tenía un vestido de flores y zapatos blancos, el pelo suelto, apenas maquillada, siempre fue la más hermosa de todo el barrio, me costaba imaginarla con otra imagen. Volví a preocuparme por lo que Felipe me había contado respecto a su salud. Saqué el papel y volví a leer la dirección. Pensé en escribirle. Pero ¿Qué le diría?, ¿Cómo le contaría lo que sucede? Para mí era una locura, no imagino para ella. Recibir una carta que diga: Estoy en una cabaña, me intenté suicidar y hace unos días soy tutor de un niñito rubio que brotó de un árbol y además desconozco su nombre, creo que la única noticia coherente sería: Fredo está bien, te extraña. Lo demás era una completa y descabellada situación. Guardé el papel y me fui a mi cuarto. Dejé las puertas abiertas de ambas habitaciones y lo oí respirar pacíficamente desde mi cama; el

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sonido de su respiración me recordó la melodía de la cajita de música de Damián. Me dormí en paz.

DOMINGO 30 de JULIO de 1944

M

e levanté, por los ruidos de los ladridos. Miré por la ventana y los vi jugando con tierra, había tapado el pozo. “Qué habrá escondido allí” pensé. Abrí la ventana y lo saludé: “Buen día” grité contento, “Feliz cumple día” me respondió. Preparé el desayuno, pero esta vez desayunamos en la escalerita de entrada, tenían demasiada mugre y la cabaña estaba limpia. Le pedí que se lavara las manos y venga a mi lado. Estuvimos un buen rato mirando cómo el color marrón clarito de Fredo, había desaparecido bajo una capa de tierra. Parecía gris, casi negro. Después del desayuno, con el sol arriba, decidimos bañarlo en el arroyo. Pensé que iba a resistirse, pero no, me equivoqué, lo llevamos hasta la orilla y dio un salto a las aguas que me hizo suponer que no era la primera vez que lo hacía, más tarde confirmé que Manuel lo llevaba al arroyo luego de sus caminatas. Nos divertimos mucho ese mediodía, parecía verano más que otoño, supimos disfrutar al máximo. Pensamos

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invitar a Manuel a almorzar con nosotros. Con un Fredo marrón clarito fuimos hasta la estación. Al llegar vimos que estaba trabajando en la tienda. Nos contó que su empleado regresó a la ciudad, ya que rendiría los últimos exámenes para recibirse de biólogo, nuevamente mis prejuicios me jugaron una mala pasada y me avergoncé, pensé que era sólo un campesino de cerca, cuánto me perdí de conocer por no estar abierto a la gente. Pero ya era tarde para eso, si volvía, le preguntaría mil cosas sobre la naturaleza, tal vez sepa si el Mediterráneo por alguna casualidad podría llegar hasta nuestro arroyo. Ese día nos quedamos con Manuel en la tienda y vimos que era una gran cantidad de gente la que se detenía a cargar combustible o comprar alguna cosita para comer. El niño atendió a varias personas, “Buen día”, “Gracias”, “Regrese pronto”, “Buen viaje”. Pensé que habría un padre muy orgulloso y muy preocupado buscándolo. En ese momento decidí que lo llevaría a la ciudad, a la estación de policía y comenzaría a buscar a su familia, era adulto y tenía que ser responsable de mis actos, pensé que tal vez iría preso, no lo sabía... la idea me disgustó, pero ya estaba decidido, era lo correcto. Tomé mate amargo detrás del mostrador con Manuel, y veíamos al niño atender a la gente. De vez en cuando alguien pedía gasolina, entonces salía Manuel o yo a terminar el trabajo. A la

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tarde Manuel le dio pan que ya no podía venderse, le dijo “Apretalo fuerte y tira de a miguitas a unos metros del baño”. ¡Qué sorpresa! Qué fuerte reía, esa tarde fue un niño enteramente feliz, y si alguna vez tuvo una tristeza que lo obligó a ver cuarenta y tres puestas de sol, en ese momento había desaparecido. Un centenar de golondrinas bajaron a alimentarse de las miguitas de pan, “¡Dame mas Manuel, dame más!” y así invertimos todo el bolsón de pan y algunos bizcochitos que teníamos para acompañar el mate... valió la pena, hasta Fredo estaba contento... no mucho... recibió uno o dos picotazos al intentar servirse las migas. La gente que paraba se quedaba, después de comprar o cargar gasolina ,mirándolo. Hacía tiempo que no veía tantos rostros felices, incluido el mío. Luego de largo rato, un camión se detuvo y Manuel me pidió ayuda para bajar mercaderías. Noté que estaba cansado, le pedí que cuidara del niño, que yo me ocupaba. Al terminar le llevé el remito, y le dije “Son 35.088 pesos, pero faltaron las bebidas”. Habló con el distribuidor y este se excusó por el error, igual se las dejó pagadas para la próxima entrega. Me agradeció que pudiera controlar el pedido y descubrir el faltante. Me preguntó si quería trabajar con él en la estación. Al principio no me sentí listo, pero arreglé con Manuel que el niño podría usar todos los sobrantes de pan o panadería para alimentar las

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aves por la tarde y que iríamos a darle una ayuda todos los días. Creo que fue uno de los tratos comerciales más justos que realicé en mi vida. Le comenté que iríamos a ayudar a Manuel, y cuando le informé del trato, noté en su cara que no cabía más felicidad, me dije ¿Entonces? Qué es lo que hago, tengo que llevarlo a la estación de policía. ¿Cómo le explico?... mañana hablaré con él, es lo correcto. Cenamos en la casa de Manuel esa noche. Tenía una pequeña cabaña detrás de la estación, muy similar a la nuestra. “Construí ambas y una tercera está pasando la carretera” nos contó. Qué admiración que tenía por ese viejo, la verdad sí que supo invertir la vida en cosas productivas. Me intrigaba saber si era casado, cuantos hijos tenía, yo sólo conocía a Felipe, pero escuché nombrar a otro hermano que vive en Buenos Aires, tal vez sean más... pero no sentí la confianza de hacerle preguntas tan íntimas, recién empezábamos a ser amigos. “Tiempo al tiempo”, me dije. Terminamos la cena, el niño jugó con unos juguetes de Luis, había un camioncito, soldaditos, un avión y una pelota. Tomó el avión y lo hizo planear con su mano por toda la cabaña, estuvo jugando un largo rato. Sentí alivio, ví un reloj y supe con exactitud en varios días la medida del tiempo. Jugó una hora y veintidós minutos sólo con el avión. Qué importantes son los números, ya casi me había olvidado, no sé si lo pensé o lo

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dije, pero el niño respondió: “A ustedes les gustan los números, ¿Sabés cuantas veces el avión dio la vuelta entera a esta mesa?”. Reí, Manuel también, él no. “Ciento tres veces” respondió. Era tarde, nos saludamos con un abrazo, Manuel besó la cabellera del pequeño y emprendimos camino de regreso. Mientras caminábamos le enseñé a silbar. Fue muy divertido volver a permitirme un juego. A mitad del camino dijo: “Extraño mis botas, estos borcegos son muy pesados”, lo tomé en brazos y lo cargué hasta llegar a la cabaña. Llegó dormido, lo acosté en el sillón, volví a cepillar sus botas y se las dejé a un costado. Me senté enfrente y volví a contemplarlo hasta dormirme.

LUNES 31 de JULIO de 1944 (Mi renacimiento)

M

e desperté temprano. Lo ví parado junto al pozo del patio, bajé y hablamos: “¿Qué hay dentro?”, pregunté. “Una sorpresa única, ve preparándote: consigue una pantalla y no permitas que las orugas se acerquen”. dijo mirando la tierra. Fuimos con Manuel. Al llegar a la estación estaba el empleado, que había vuelto a buscar sus últimas pertenencias, dije al niño: “El sabe mucho del Mediterráneo y mucho

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más de golondrinas, preguntale lo que quieras”. “¿Sólo comen de tarde o puedo alimentarlas ahora?”. El futuro biólogo respondió: “Cuando tú quieras, tira migajas y vendrán”. Salió corriendo a su ritual, como no había pan de ayer, Manuel le dio el del día. Agradecí el gesto. Pregunté al muchacho en forma de adivinanza: “¿Si hago un pozo en la tierra, y te digo búscate una pantalla y aleja las orugas, qué crees que hay dentro?” Respondió convencido: “Una planta, una rosa” El niño levantó la voz y entre risas y golondrinas dijo: “No, no es una rosa”. El muchacho desconcertado encogió los hombros. Le ayudé a cargar unos libros y ropa. Se despidió, tenía un auto igual al mío, una coupe Plymouth de color negro brillante, que auto precioso, lo escuché irse y el ruido de ese motor con sus 6 cilindros fue música para mí. Extrañé mi auto. Me sentí tonto al extrañar un auto. Volvió Manuel y, mientras el niño aún alimentaba las aves, le conté mi plan. Le dije que necesitaría su ayuda para contarle y que entienda que es por su bien. Manuel me dijo que mañana sin falta lo llevaríamos. Que disfrute el día de hoy. Y así fue, estuvimos atendiendo gente toda la tarde. La pasamos muy bien los tres, éramos un estilo de familia extraña, sólo de hombres... y un niño... y un perro y golondrinas. Manuel fue a jugar con el niño fuera de la estación. Entró un hombre, un cliente más, pensé:

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“Buen día, ¿qué necesita?”, respondió: “Del correo señor, ¿alguna carta que enviar?”. Respondí que no mecánicamente y antes de que el cartero partiera, tomé un sobre de la tienda y en un papel escribí, lo más rápido que pude: “té amo”, agregué remitente y destinatario. Vi que mi “P” también tenía una pancita. Sonreí y entregué el sobre. Nos saludamos. El niño me pidió volver a la cabaña. Dio un abrazo a Manuel y un beso en cada mejilla. Le dejó un papel, pensé que tal vez le estaba regalando uno de sus dibujos. Caminamos de regreso, “Con mis botas puestas podría caminar mil veces esta distancia”. Me apené por haberle comprado borcegos de caza, no tuve otra opción. Llegamos a la cabaña, subió a su cuarto, se puso toda su ropa y bajó como un príncipe, decidido y con la espalda firme, sonreí al ver que en su cinturón conservaba la rama que le regalé el día que nos conocimos. Recordé el árbol. Sentí vergüenza. Me invitó a salir de la cabaña, se sentó en la escalera, me pidió que me sentara a su lado y al cabo de unos instantes dijo: “Esta noche me iré”. Quedé petrificado, se me humedecieron los ojos, le pregunté si había visto a su padre en la estación, dónde iría, por qué se va, le hice tantas preguntas, que sólo respondió: “Esta noche me iré, lo lamento tanto, pero debes saber la verdad, y no preguntar más de lo que te cuento, ¿Crees que podrás hacerlo?”. Recordé mis palabras

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y lo que sentí al decirlas. Afirmé con la cabeza. “Esta noche, me iré a buscar a un amigo, para eso vine aquí, sólo que te conocí y me gustó quedarme contigo y con Fredo y con Manuel, pero debo irme, me estará esperando, y no se debe faltar a una cita que ya está pactada”. “¿Quién es tu amigo?, ¿Dónde vas?, ¿En qué te irás? ¿Cuándo volverás? Puedes invitarlo a vivir aquí, yo le doy mi cuarto y dormiré en el sillón”. Ante mi desesperación, me miró con ternura y dijo: “No podemos quedarnos aquí. Este mundo es muy pequeño para los dos, no llores, si realmente me quieres, no llores, nuestros momentos fueron felices. No vuelvas a llorar jamás, no quiero ser responsable de tus lágrimas”. Secó con su manito mis mejillas y me susurró al oído: “Damián tampoco quiere que llores”. Lo abracé. Lo acuné en brazos y traté que la desesperación no me consumiera, me pidió que silbe una canción. Se durmió rápido y complacido. Yo miraba para todos lados, temía que alguien apareciera en la oscuridad y lo arrebatara de mis brazos, lloré, me contuve. Mis gemidos lo despertaron, abrió sus ojos claros, secó mis lagrimas nuevamente y dijo: “No llores, silba para mí. Escucha la melodía del viento en los pinos, sílbame esa canción.” Presté atención al sonido que el viento hacía en los árboles e intenté imitarlo. El también silbó. “Esa será nuestra canción para siempre” dijo y se durmió. Silbé

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un rato largo... hasta llegó a gustarme la melodía. Sin darme cuenta me dormí. El sol me despertó. Ya no estaba. No intenté buscarlo. Sólo había dejado migas de pan en la entrada de la cabaña. Me quedé sentado allí por horas reconstruyendo estos días últimos. Ví bajar unas golondrinas y comer los restos de pan que habían quedado. No sabía qué pensar. Fredo apareció con Manuel. Lo miré melancólico y dije: “Se fue”. “Dios lo habrá llamado” respondió. Nos quedamos en silencio toda la tarde. Escuché un motor acercarse, cómo no reconocerlo, un 6 cilindros, pensé que era el empleado de Manuel que venía a buscarlo, le avisé: “Tu empleado está viniendo”. Entré a la casa, subí a la habitación y su cama aún estaba destendida, el perfume de su piel aún estaba allí. Me recosté y me dormí. Al despertar, aún estaba Manuel en la cabaña, hablaba con alguien, no era la voz del pequeño, al abrir la puerta supe enseguida quién era: Patricia. Lo que sucedió después es mi vida privada y poco creo que le importe, pero por si acaso le resumo, que mi mujer pensó que jamás le perdonaría el haber llevado junto a ella a Damián en el asiento delantero. Estuvo en casa de su madre. Pasó el duelo al igual que lo pasé yo. Ambos fuimos rescatados, la única diferencia es que aquí tuve un principito para ayudarme a no morir y ella tuvo a su rescate un... o mejor dicho una, nuestra princesita, que desde

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su vientre, también la rescató y la trajo hacia mí. Nos quedamos a vivir aquí. Soy empleado de una estación de gasolina con mini tienda y artículos de caza y pesca.

P.D.: el papel que tenía Manuel decía lo siguiente: “No es una rosa. ES TU ROSA. Si encuentras mi espada, consérvala, tal vez algún día vuelva con mi aviador a buscarla”. Confirmé que sabía escribir y que su “P” no tenía pancita como la P de la Familia Amaro. Todos los domingos salgo de excursión con Fredo, Patricia y nuestra princesita. Algún día encontraré su espada.

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Epílogo “EL AMOR NUNCA NOS DEJARÍA SOLOS, AÚN EN LA OSCURIDAD TIENE QUE SALIR A LA LUZ” Could You Be Loved * 1980* Bob Marley




Este libro fue impreso en “La Imprenta Digital SRL” Calle Melo 3711 Florida, Provincia de Buenos Aires En el mes de Agosto del año 2015


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