Un buen lugar - Francisco Javier Vidigh

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Francisco Javier Vidigh

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Francisco Javier Vidigh

COLECCIÓN

ZONDA


CDD A863

Vidigh, Francisco Javier Un buen lugar / Francisco Javier Vidigh.1a ed. Cafayate, Salta: kalaediciones, 2017. 338 p. ; 21 x 14 cm.. ISBN 978-987-45954-5-4 1. Novelas de Ciencia Ficción. 2. Literatura de la Provincia de Salta . I. Título.

un buen lugar Autor: Francisco Javier Vidigh Ilustración de tapa: Leonardo Gauna Correcciones: Pía Bonzi Editor responsable: Nico Ruiz Colección Zonda!

kalaediciones

E-mail: nicoeterno@hotmail.com Web: kalaediciones.wordpress.com

Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Hecho el depósito de un ejemplar a la pachamama en un cerro de Cafayate, Salta. Impreso en Argentina

Un buen lugar se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.


Índice Primera Parte

El último amanecer - pag.1 Inti llanthu/sol sombra - pag.3 La conquista - pag.7 El hombre - pag.17 Asunta - pag.35 La podadora - pag.49 Haciendo historia - pag.51 El sonido del viento - pag.61 El gigante - pag.69 ¡Buen viaje! - pag.81

Segunda Parte

Locusta migratoria - pag.125 De regreso - pag.137 Los cazadores - pag.147 Remontando el cielo - pag.155 La muralla - pag.163 Amplio espectro - pag.173 Espejo retrovisor - pag.179 La casa embrujada - pag.187 Reguero de Pólvora - pag.203 La busqueda del tesoro - pag.211

Tercera Parte

Calle corta - pag.217 El anticuario - pag.225 La maquina perfecta - pag.233 Campo arrasado - pag.251 Anestesia moderna - pag.255 El paciente - pag.263 Las golondrinas - pag.287 Espacios vacios - pag.297 Tierra de cuervos - pag.311 El siglo de la primavera - pag.319



Agradezco a todas las personas que sin proponĂŠrselo inspiraron a los personajes de este libro; a Nico Ruiz y familia por confiar; a PĂ­a Bonzi, Milagros Aromando y MĂłnica Sztulwark por su aporte; a mi mujer por su apoyo incondicional, a mis hijos por cambiarme la vida, a mi familia y amigos por estar cerca a pesar de la distancia; y a ese lugar, su gente y su magia que sin saberlo motivaron esta historia. Francisco Javier Vidigh



“Mucha gente pequeña en muchos lugares pequeños harán cosas pequeñas que transformarán al mundo.”

Leo Buscaglia



PRIMERA PARTE



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EL

ÚLTIMO AMANECER

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l zorzal anunció con su canto el nuevo día al ver los primeros rayos de sol que asomaban tímidamente entre los grandes y coloridos cerros calentando la tierra y evaporando el rocío que dejaba la noche. La vida en el valle despertaba nuevamente con el canto de cientos de pájaros, conformando una verdadera orquesta natural. Las flores se abrían grandes y alegres tocadas por una energía invisible, vistiendo las laderas de los cerros con un manto multicolor y brindando alimento a miles de insectos y aves con su dulce néctar. Los quirquinchos y los ratones, despertando lentamente, salían de sus madrigueras, motivados por la radiante luz, en la búsqueda de alimento bajo los grandes árboles. Desde la rama más alta de un inmenso algarrobo, un carancho oteaba en toda la inmensidad del valle posibles muertes de la noche anterior que significasen su sustento diario, y dieran así continuidad al ciclo de la vida. En el río miles de peces iban y venían en lo que parecía una carrera sin dirección, intentando engañar a sus predadores al mismo tiempo que perseguían a sus presas; mientras que en la orilla, a pocos metros, una pareja de horneros preparaba el amasijo de barro para terminar el nido y tener un cálido hogar


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para sus futuros pichones. Una manada de camélidos bajaba desde los cerros con su líder al frente, en busca de agua que calmara su sed y que escaseaba por las altas cumbres donde habitaban. El camino formado por innumerables hormigas y trozos de hojas verdes se perdía de principio a fin en una ruta interminable de curvas y contracurvas, ensombrecido de tanto en tanto por el vuelo de algún cóndor que surcaba el cielo mucho más arriba. Luego aparecieron los suris, cientos de ellos, atravesando todo el valle a lo largo, picoteando los tiernos brotes verdes que crecían al margen del río. Todos los seres de aquel lugar vivían en armonía, cumpliendo con la función que la naturaleza había preparado para cada uno de ellos durante millones de años, en lo que parecía ser un equilibrio perfecto. Sin embargo, a medida que el tiempo transcurría durante aquella mañana, por alguna razón, y poco a poco, una extraña sensación de inquietud comenzó a propagarse lentamente. El ritmo en cada uno de sus movimientos y de sus palpitaciones se aceleraba cada vez más, involuntariamente, como si presintiera algo. De pronto, cuando el sol se encontraba en el punto más alto, un silencio súbito invadió el lugar. Todos se detuvieron unos instantes, víctimas de una incertidumbre colectiva nunca antes experimentada. Por unos segundos el valle entero pareció una fotografía, una inmensa postal. Algo estaba por pasar.


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INTI LLANTHU

SOL SOMBRA

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l pequeño seguía en el agua, ya había calmado su sed y parecía haber vuelto a la vida. Miró fijamente aquel cristalino río que ahora parecía un espejo que reflejaba su rostro y sus cabellos oscuros. Sumergió la cabeza una vez más y luego se sentó sobre una enorme piedra que se encontraba en la orilla. Sus amigos corrían y reían salpicándose agua y gritando. El sol se encontraba en su punto más alto cuando llegaron, y ardía pesadamente sobre sus cabezas como una braza viva. Aquel río era un verdadero oasis para todos después de tanto andar. Los adultos, en cambio, luego de beber agua se juntaron a descansar bajo la sombra del gran árbol. Seguramente estaban tan cansados como ellos, pero sus miradas inquietas expresaban cosas distintas. El niño recorrió con la vista la extensa planicie y su colorido entorno. Miró el río una vez más, y por último se detuvo en el frondoso árbol. Sin dudas ese árbol era mucho más grande que todos los que crecían a su alrededor. “Quizás aquí hagamos nuestras casas”, pensó, “aquí tenemos la sombra y el agua necesarias y hay espacio de sobra para sembrar y jugar”. Comenzó a imaginarse la nueva casa, junto a su familia, en tiempos en los que todo sería tranquilo y divertido. Podría ir a cazar pájaros con sus amigos en aquel monte que aparecía a la distancia, y seguramente en este río podría pescar junto a


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su padre… De pronto oyó un grito que provenía del grupo de los adultos. Su madre lo estaba llamando, al igual que cada mujer lo hacía con sus hijos que andaban desparramados corriendo de un lado a otro. “Ojalá sea para avisarnos que nos quedamos aquí”, pensó, “a vivir, para siempre; hace mucho que venimos andando y este parece ser el mejor lugar de todos los que paramos”. Al llegar con su madre, quiso contarle su deseo, pero justo en ese momento alguien ordenó silencio. Miró uno a uno los rostros de las mujeres y entonces comprendió que quizás no estaban caminando en búsqueda de un lugar para establecer una nueva aldea. Pero ¿qué era lo que estaba pasando, por qué llevaban tantos días caminando lejos de las casas, volveremos alguna vez, dónde están los demás? Nadie parecía darle importancia. Los mayores estaban cansados y el clima era cada vez más tenso. Hacía mucho que solo se hablaba para discutir. Todo indicaba que la tranquilidad de otros tiempos jamás volvería. Finalmente aparecieron. Habían acordado encontrarse en aquel lugar y ahora los hombres que bajaban corriendo del cerro parecían tener algo importante que comunicar. Todos de pie rodearon a los recién llegados. El mayor de ellos habló con el anciano, y el resto, en silencio, escuchó atentamente. —¡Awqa usqay! (¡Enemigo rápido!) —¿Awqanakuy? (¿Guerra?) —¡Askha! Qhatipayay (¡Muchos! Perseguir, acosar) —¡Llusp, iy! (¡Escabullirse, escaparse, salvarse del peligro!) —Waqayñan (Camino difícil y peligroso) —Khapaykachay (Caminar a zancadas) —¡Usqay! (¡Rápido!) Apresuradamente cada uno recogió sus pertenencias. Los


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Al caer la noche, otro grupo de hombres mucho más numeroso y diferente al de los anteriores se detuvo bajo el mismo árbol. Bajaron de unos seres desconocidos y todos juntos bebieron del río. Sus ropas y sus armas brillaban con la luz que la luna reflejaba en el agua, y se comunicaban en un lenguaje completamente distinto. —Esos salvajes están cerca, Coronel Mayor, he seguido sus huellas, se dirigieron hacia allí —el hombre señaló con su dedo índice hacia los confines del valle, donde comenzaba el espeso monte—. Si nos damos prisa quizás podamos cogerlos a tiempo, señor. —Será mejor que descansemos, por allí no llegarán muy lejos. Pasaremos la noche aquí, y mañana, antes de que caiga el sol, los cogeremos como a ratas. Avisa a los demás que monten las tiendas y hagan fuego, me muero de hambre. Al día siguiente, con la salida de los primeros rayos de sol, el Coronel Mayor demostró su puntería con un pequeño pájaro marrón que se encontraba en una rama del árbol, justo en el momento en que este inflaba su pecho para comenzar a cantar; y mientras las plumas del ave se esparcían lentamente en el aire, los demás animales se alejaron aterrados por el retum-

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niños fueron hacia el río para llenar los recipientes con agua, las mujeres envolvieron en sus mantas las provisiones de quirquinchos y peces que habían capturado durante la breve espera, y sin perder más tiempo continuaron con la marcha, que para ese entonces parecía no tener fin. Pronto se encontrarían rodeados por un monte virgen, abriéndose paso entre la enramada, avanzando lentamente a través de aquel terreno inhóspito y desconocido. El niño trató de memorizar el camino para intentar volver algún día.


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bo ensordecedor de aquel estruendo desconocido, y abandonaron para siempre sus nidos y sus refugios. Luego el Coronel Mayor arengó a sus hombres, y entre risas y gritos de ánimo, montaron a sus inmensas bestias para alejarse de aquel lugar, al que dejaron sumido en un silencio sin precedentes para marchar, casi al mismo paso, en una interminable fila que se perdía en el horizonte, guiados por el camino recientemente trazado.


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—¡Aquí! —exclamó Fernando— ¡Sí, es aquí! —y señaló al frente desde el caballo, apuntando con su dedo a lo que parecía ser un extenso valle entre inmensos y coloridos cerros; un claro en el monte que lo rodeaba, atravesado a lo largo por un caudaloso río y en cuyo centro se encontraba un frondoso árbol, el árbol más grande que jamás hubieran visto, y que desparramaba a su alrededor una densa sombra en la que habría podido cobijarse todo un regimiento, tal cual describían los viejos manuscritos. —¡No hay dudas, mujer —continuó—, es aquí donde encontraremos la paz que tanto buscamos, es aquí donde quiero que crezcan mis hijos, sanos, lejos de esa maldita peste…! Además, por estos lados no quedó ni uno solo de esos indios salvajes e incivilizados, los exterminaron a todos, nada ni nadie nos molestará jamás… Aquí podremos... —¡Ayúdame a bajar! —lo interrumpió Teresa desde la carreta con voz cansada, su panza de casi nueve meses de embarazo le impedía hacerlo sola.— Me gusta —dijo mientras contemplaba el hermoso paisaje que ofrecían aquellas inmensidades—, cualquier cosa antes que esa condenada ciudad. Hacía casi tres meses habían salido a la aventura rumbo al norte. Atravesaron largas e interminables leguas de bosque y desierto, cruzaron anchos y peligrosos ríos, pasaron calor

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LA

CONQUISTA


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durante el día, frío en la noche y miedo ante la aparición de gente desconocida en el camino; pero todo esto pareció valer la pena al llegar a este valle. El hombre caminaba agitado de un lado al otro, observando y calculándolo todo: “la casa aquí, el pozo más allá, por allí los caballos y las gallinas… ¡hermosa vista para una gran ventana, eh!, ¿qué te parece, mujer…dónde podría enterrar el baúl con los ahorros…?” Fernando y Teresa se habían conocido hacía menos de un año, en una de esas famosas fiestas patronales que solía hacer la aristocracia de la Gran Ciudad para evidenciar sus riquezas, y en donde mujeres jóvenes y de escasos recursos, pero muy bellas (como era el caso de Teresa), aprovechaban para ver si podían conquistar a algún galán de la nobleza y escapar a su signado destino de lavanderas o sirvientas. Él era hijo de Juan Eusebio Peralta Cruz de la Sala, un terrateniente y comerciante bien posicionado, descendiente directo del célebre Coronel Mayor Peralta Cruz Oviedo Henrique, quien había estado a cargo de la famosa misión evangelizadora realizada en el Norte el siglo anterior, y que como resultado obtuvo el exterminio de aquellos herejes salvajes que ocupaban sus tierras y consolidó finalmente la ruta comercial con el puerto de la Gran Ciudad, que proporcionaría un importante crecimiento económico y social a sus habitantes. Fernando Eugenio, junto a su hermano gemelo Feliciano Eusebio, eran sus hijos mayores; les seguían las tres hermanas mujeres, que se llevaban poco más de un año entre sí. Los dos hermanos, a simple vista, eran exactamente iguales; incluso a sus propios padres por momentos les costaba reconocerlos, pero esta similitud en la apariencia física se perdía por completo en la personalidad; al crecer fueron separándose al punto de


olvidarse por completo el uno del otro. Fernando terminó sus estudios primarios a duras penas, ya que no le interesaban en absoluto los libros, y aprobaba más por su apellido que por mérito propio. A los once años, cuando finalmente se dio por vencido en las aulas, empezó a trabajar en una de las cuatro tiendas de ropa de su padre, al principio acomodando los trajes que la gente allegada al poder se probaba; al poco tiempo pasó ser a cajero, y ese puesto se le dio como anillo al dedo. Siempre supo su padre que Fernando había nacido para los negocios: “lo que Dios no te ha dado en letras afortunadamente te lo ha dado en números, hijo mío”, le repetía como una constante al finalizar un buen día de ventas mientras contaba eufóricamente la recaudación de la caja. Fernando llegó a ser gerente de aquella tienda y llevaba la contaduría de las otras tres. Allí trabajó durante casi diez años, hasta que con Teresa decidieron partir para siempre. Feliciano, por el contrario, terminó sus estudios con altas calificaciones en el colegio pupilo nacional, que era el más prestigioso por aquel entonces, y rara vez salía a la calle. A los dieciséis años partió rumbo al viejo continente, donde las universidades ofrecían buen amparo y capacitación para un cerebro como el suyo; y aunque de tanto en tanto su familia recibía alguna carta suya, jamás volvieron a verlo. Sus tres hermanas mujeres no tuvieron problemas en vivir una vida acorde a su linaje, y de muy jóvenes contrajeron matrimonio con hijos de comerciantes extranjeros. Teresa Piedrabuena, en cambio, provenía de una familia humilde, de clase trabajadora, la otra cara de la sociedad que también emigraba desde lugares remotos. Vivía en una vieja pensión en las afueras de la ciudad en la que, junto a su madre, compartían la habitación con una anciana, doña Maruja, su

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nieto Adrián, y el baño con los otros cincuenta y dos habitantes. Decía Teresa a todo el mundo que esa era su familia, ya que de ellos guardaba los recuerdos más felices de su infancia. De niña ayudaba a la madre en su trabajo de empleada doméstica en una casa inmensa, con ocho habitaciones, tres baños y espacio de sobra para que viviesen cómodos todos los inquilinos de la pensión; aunque curiosamente, Teresa jamás vio a nadie ahí, salvo a su madre y a Matías, un jardinero de piel oscura que iba dos veces a la semana y que apenas hablaba con ellas. Allí doblaba la ropa, tendía las camas y barría. A su padre nunca lo había conocido, ya que, según contaba su madre, había naufragado en un barco mercante cuando Teresa tenía pocos días de vida. Su madre siempre le repetía: “Vos tenés que tener más suerte que yo en la vida hija, debés asegurarte buscando un hombre bien posicionado que te respete y te mantenga, y que no…”. Así fue como conoció a Fernando, después de colarse a cuanta reunión bacana pudiera, armada de un vestido poco apropiado para su realidad social y que su madre logró comprarle pagando cuota por cuota, tras interminables horas de esfuerzo y sacrificio. Sin aquel vestido, y sin el costoso maquillaje, Teresa no hubiese podido fingir ser una más de las damas que se presentaban en aquellas fiestas. Nunca se atrevió a contarle a su madre ni a nadie su sueño de ser cantante y recorrer el mundo presentándose en los mejores teatros; esto hubiese significado contradecirla, y por ende, herirla; por eso decidió guardarlo para sí misma y nunca, ni después de casada, dejó de cantar frente al espejo del baño cuando se encontraba sola, agradeciendo la ola de aplausos que oía al cerrar los ojos. —¡Sí, señor! Este es el Lugar; no me preguntes cómo lo sé


con tanta exactitud Teresa, no podría explicártelo, pero sé que es este y no otro… qué lugar más hermoso ha creado Dios, y la gente lo único que hace es concentrarse en las ciudades, sin colores ni naturaleza… preocupadísima por cosas sin importancia… ojalá esa maldita ciudad fuese invadida y arrasada por gente sana que exterminase toda esa plaga… qué bien estaremos aquí, ¡sí, señor! Fernando no paraba de dar muestras de felicidad al recorrer el lugar que acababa de elegir para empezar una nueva vida, mientras le daba vueltas una y otra vez al viejo mapa y a los demás documentos que le había entregado su padre antes de partir, asegurándose de que se encontraba en el destino correcto. —¿Te das cuenta, mujer?, aquí tenemos todo lo que necesitamos: este algarrobo nos dará sombra contra este poderoso sol y con su fruto haremos harina dulce. De aquel río nos sobrará el agua para beber y bañarnos en los días de calor; de esta misma tierra arcillosa saldrán nuestras paredes… plantaremos nuestros propios árboles frutales y nuestras verduras, tendremos vacas, gallinas... con las cañas que se ven allá a lo lejos haremos un techo fuerte y duradero y una cerca en todo el largo para que ya nadie nos moleste... sí, eso es, ya no tendremos que temer más a esa horrible peste, ahora van a ver… Estaba eufórico, desenfrenado, como si se tratara de alguien que acaba de descubrir la medicina que curará su propia enfermedad terminal y quiere darla a conocer al mundo entero. Teresa lo miraba con desconfianza, por un lado estaba feliz, ya que nunca había visto a su marido tan exaltado por un motivo así, y por otro lado dudaba: quería creer que en verdad todo había terminado. Aquella terrible peste, de la que Fernando y Teresa afirma-

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ban estar escapando, se propagaba cada vez más rápido entre los habitantes de la Gran Ciudad y parecía no tener fin. Según dicen, fue introducida por los primeros inmigrantes que arribaron al puerto, provenientes de países civilizados, y desde entonces se extendió a lo largo y a lo ancho de la creciente capital, e hizo de su contagio algo cotidiano, algo común, casi imperceptible. Poco más de un año después, el pequeño Eugenio, su hijo, quien ya daba sus primeros pasos sin la ayuda de sus padres ni de las paredes de barro del hogar, jugaba dentro de la casa con un ovillo de lana, mientras Teresa, que lo miraba desde la cocina y sonreía, atizaba el fuego para ir preparando el almuerzo. De pronto, ella vio por la ventana que una densa polvareda se levantaba en la ladera de uno de los cerros: dos carretas se acercaban a lo lejos, interrumpiendo el silencio cómodo al que se habían acostumbrado. El choque de los cascos en las piedras era el único sonido en la mañana quieta. En la primera carreta venía lo que aparentaba ser un matrimonio con varios hijos, cinco o seis por lo menos; en la segunda, un joven de piel oscura que cargaba varios bultos en la parte trasera. La imagen de Matías, el jardinero, junto con la de su madre y su infancia trabajando en aquella lujosa casa se le vino de pronto a la mente. Le resultó de lo más extraño ver gente allí, ya que desde su llegada nadie se había acercado a su casa, al menos, nadie de quien ellos tuvieran certeza. “Deben ser viajeros que andan perdidos”, pensó, “seguramente se habrán desviado de la ruta comercial y vendrán a preguntar cuál es la dirección para retomarla, o para ir al pueblo más cercano, o quién sabe…” El cuerpo de Teresa comenzó temblar sin que pudiera controlarlo. Su mano derecha, instintivamente, sujetó


con fuerza el mango de la cuchilla de cocina para ocultarla bajo su falda. —Buenos días —dijo el hombre que guiaba la primera carreta al llegar a la casa de los Peralta Cruz de la Sala con un tono imperioso en su voz —. ¿Son ustedes los dueños de estas tierras? —preguntó a Fernando, que se encontraba sentado fuera de la casa, aparentemente inmutado por la presencia de los visitantes, fumando en su pipa bajo la acogedora sombra que daba el gran algarrobo. Fernando se levantó de un salto y miró fijamente a los ojos de aquel extraño. Tras unos breves instantes de silencio en los que intentó develar el misterio que traía a aquel hombre por estos lados, contestó tartamudeando. —Si… sí se… señor, ¿qué... quééé… quéé busca…? El hombre se bajó de la carreta, se quitó el sombrero y extendió su mano a Fernando. —Mi nombre es Juan Pedro Corvalán Escudero —dijo en voz alta y clara—, mi familia y yo estamos buscando dónde poder… —¡Un momento! —lo interrumpió inesperadamente Fernando al mismo tiempo que cambiaba de mano la pipa para estrechar esa con la del recién llegado. —Sígame, por favor — le ordenó mientras se ponía sus alpargatas y miraba de reojo a la casa, asegurándose de que su mujer no se encontrara presente. Desde la entrada de la casa, Teresa pudo ver cómo los dos hombres se alejaban caminando. Pensó que se trataría de algún conocido de su marido que quizás pasaba a visitarlo, o tal vez fuera un comerciante que ofrecía la mercadería que se veía amontonada en la segunda carreta. Sintió cómo sus hombros de a poco se relajaban, y su mano derecha, casi in-

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voluntariamente, volvía a colocar la afilada cuchilla sobre el mesón de madera. Era casi el mediodía y se acercaba la hora de comer, pero Fernando y aquel hombre no aparecían. Algunos de los niños que estaban en la carreta bajaron y pidieron permiso a Teresa para beber un poco de agua en el río, y ella, tras aceptar, les ofreció unos jarros para que le llevasen un poco a su madre, que permanecía inmóvil en su lugar. Luego les ofreció algo de comer, ya que el almuerzo se encontraba casi listo sobre el fogón. Los chicos consultaron con su madre, que desde la carreta seguía atenta y en silencio con la vista el camino por donde los dos hombres se perdieron, pero ésta respondió a Teresa que prefería esperar a que volvieran los hombres. Pasaron al menos un par de horas antes de que volvieran. Aparentemente estaban de muy buen humor, se los veía sonriendo y bromeando a medida que se acercaban. El visitante se subió a la carreta y echó a andar, saludando con su mano a Fernando, quien segundos después de que se alejasen las miradas, entró desenfrenado a la casa, directamente al cuartito que sería la habitación del pequeño Eugenio, pero que por el momento usaban de depósito para guardar sus herramientas y demás bártulos. “¡A comer!” se oyó gritar a Teresa desde la cocina. Fernando salió a toda prisa del cuartito, sin detenerse ni siquiera a mirar a su mujer y su hijo, que ya se encontraban sentados a la mesa frente a los tres platos con la sopa recién servida. —¿No venís a comer, Fernando…? —preguntó Teresa con un hilo de voz. Su cara comenzaba a desfigurarse, sin entender, o mejor dicho, sin querer entender lo que estaba pasando. —¡Pará, no jodas! —respondió Fernando a través de la ventana. —¿Dónde está el martillo Teresa?, yo lo dejé por acá…


¡ah, acá está! El hombre volvió a entrar como un rayo en el cuartito de las herramientas. Teresa aguardó en silencio, mirando a su hijo que reía y jugaba salpicando la sopa con la cuchara, ajeno a todo. Fuertes sonidos de martillazos, serrucho y respiración salieron del cuartito de las herramientas durante largos instantes, hasta que finalmente Fernando salió, sudado y con las manos sucias, con algo en la mano que Teresa no pudo, o mejor dicho, no quiso distinguir. Cuando por fin se animó a salir de la casa, la mujer vio a su marido que caminaba por encima de los zapallos y lo tomates que habían plantado el año anterior, dando pasos largos y diciendo algo que ella no podía, o mejor dicho, no quería entender. —Veinte, veintiuno, veintidós, veinti… —Fernando caminaba y hablaba solo —¡Es el mejor día de mi vida! ¿¡Cómo no se me ocurrió antes!? ¡Cincuenta! No, mejor dos de veinticinco… o tres de... necesito lápiz y papel. ¡Pronto, que no hay tiempo que perder! Teresa advirtió una expresión rara, pero conocida, en el rostro de su marido. —Ricos, ricoooos! ¡Vamos a ser ricooos, ya vas a ver…! ¡Ya no más esa comida insípida y estas ropas andrajosas...! —Fernando gritaba mientras volvía a entrar a la casa. De pronto, sin poder aguantar más su curiosidad, que finalmente daría origen a su ira y más tarde a hechos de mayor relevancia, Teresa decidió ir a ver esa extraña madera en forma de “T” que su marido había clavado como una estaca, como una señal, como un cartel, más precisamente, sobre la loma por la que habían aparecido hacía escasos minutos las

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dos carretas. Al llegar se desplomó sobre sus rodillas, apretó fuerte sus puños y lloró desconsoladamente, pues leyó la inscripción con la caligrafía y la ortografía inconfundibles de su marido: “BENDO TERRENOS MUI VARATOS DUENIO PERALTA” Mientras tanto, Fernando garabateaba sin parar sobre un trozo de papel en la mesa de la casa, trazando líneas y más líneas, números y más números, sin percibir el llanto del pequeño Eugenio a su lado. —¡La Peste…—se dijo Teresa entre dientes— tiene la peste… siempre la tuvo...! Nos contagiará a todos… tarde o temprano nos contagiará…


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EL

HOMBRE

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espertó aquella mañana, como siempre, al oír el canto de los gallos que entraba por las ventanas. Un poco mareado, tal vez por el aguardiente del día anterior, salió en busca de leña seca, como lo hacía todas las mañanas, para calentar agua y preparar el té de hierbas que tomaba antes de salir a trabajar. Encendió el fuego y puso encima la pava rebosante que en pocos minutos estaría en su punto de hervor. Mientras daba fuertes sorbos a la amarga infusión, acostumbraba preparar su caballo, ensillaba y sujetaba bien el guardamonte y las riendas, afirmaba el lazo a la cincha y escondía su cantimplora cargada de aguardiente bajo la montura. Luego montaba y se internaba campo adentro, rumbo a la finca de los Reynoso, que era donde trabajaba como peón, y realizaba las clásicas tareas de campo, como arrear y alimentar animales, amansar potros salvajes y mantener regadas las plantaciones que con el tiempo se convertirían en pasturas. En el camino saludaba a cuanto vecino se cruzara. Estaban los Corvalán Escudero, que vivían a pocas leguas de su casa y que eran los más adinerados y numerosos; los Cutipa, que vivían a pocos metros de la casa de los Corvalán Escudero y trabajaban para ellos; los Benavidez, que tenían grandes plantaciones de diversos alimentos, aparentemente subterráneos, ya que a simple vista nunca se veía nada; los Paniagua, dueños


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de la única pulpería que había, pero a quienes rara vez veía, ya que iban mucho al pueblo con sus grandes carretas en las que traían cosas nuevas que a la gente del lugar le hacía falta; y por último estaban los Carpanchay, que parecían ser grandes trabajadores de la construcción, pues Eugenio los veía desde muy temprano y hasta que se ocultaba el sol levantando paredes y nuevas casas, quién sabía para qué, o, mejor dicho, para quién. Por alguna razón, tanto los Cutipa como los Carpanchay tenían la piel más oscura que el resto de las familias, y aunque nunca se lo preguntó a nadie, Eugenio pensaba que de alguna forma estarían emparentados. Eugenio Peralta Cruz de la Sala era un joven de dieciocho años, de piel clara pero curtida por el despiadado sol que azotaba por esos lados; un muchacho fornido con manos grandes y fuertes, buen jinete, un hombre de pocas palabras y con tendencia a la soledad, por lo que parecía tímido y melancólico. Era un peón de muy buen concepto entre sus patrones y jamás se metía en problemas ni entraba en discusiones con nadie. Era un ser muy humilde y pacífico, algo poco común entre los jóvenes de su edad por esta zona, ya que la gran mayoría, tras beberse algunos tragos de más, desconocía y atacaba a quien se le pusiera delante. Por el contrario, Eugenio aprovechaba sus estados de ebriedad para hacer nuevos amigos o arreglar viejos conflictos con quien quizás alguna vez había tenido algún roce o entredicho. Su madre, Doña Teresa Piedrabuena, era una mujer muy desdichada. Sufría de una rara enfermedad a la que ella misma llamaba “depresión”. Hablaba poco y nada, dormía casi todo el día y se pasaba el poco tiempo que permanecía despierta llorando y hablando para sí entre dientes. Tenía poca comunicación con su hijo Eugenio; solo se hablaban para las genera-


lidades de la convivencia. Eugenio evitaba el diálogo con ella, porque con solo oír el hilo desgarrado de su voz sentía lastima por su madre. Teresa terminó siendo para él no más que un ser de costumbre, al igual que un árbol, un perro o un caballo; y ambos habían encontrado el modo de vivir juntos sin estorbarse. Decían los habitantes más antiguos de la región que desde que su marido y padre de Eugenio, don Fernando, falleciera a causa de otra curiosa enfermedad, aparentemente distinta de la de Teresa (aunque para la mayoría se tratara de la misma), la mujer nunca más había salido de su casa y no se había vuelto a oír palabra alguna sobre ella. Para algunos había muerto hacía mucho tiempo y nadie hablaba del tema por simple superstición. El difunto don Juan Pedro Corvalán Escudero le había contado una vez a Eugenio, cuando este tenía tan solo nueve años, que su padre había sido una gran persona, un hombre muy culto, carente de egoísmo, y que hacía mucho tiempo había venido desde el sur, de la Gran Ciudad, escapando de las terribles pestes que allí eran muy comunes. De su madre, en cambio, don Juan Pedro sabía poco y nada. La conocía más de vista y por lo poco que Fernando le había hablado de ella. Se cree que don Juan Pedro fue el único en toda la zona que había conocido realmente a Fernando Peralta Cruz de la Sala en persona, o mejor dicho, el único que había mantenido una sincera amistad con él. Eugenio siempre lamentó no haber aprovechado que conocía a aquel viejo cascarrabias, y no haberle preguntado más sobre su padre para saber más sobre su origen y sus raíces. Una vez de niño, revolviendo en un viejo baúl, Eugenio encontró una pintura en la que estaban retratados su padre y su madre en el día de la boda. Ocultó aquella pintura tan

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realista bajo su cama para observar el rostro de su progenitor detenidamente, casi a diario, quizás intentando encontrarse en él, o tal vez solo para tratar de entender lo que en verdad había sucedido. Al llegar al trabajo en la finca de los Reynoso, Eugenio se dio cuenta de que algo raro estaba pasando. La tranquera estaba abierta de par en par, y adentro una tropilla de unos doce o quince caballos atados al palenque descansaba a la sombra de los árboles. Vio también unos hombres que bebían agua y comían trozos de pan duro, aparentemente, con hambre de varios días. Al llegar al galpón, vio a su patrón, don Severo, hablando con dos hombres de extraña vestimenta. Uno era alto y delgado, y de pelo claro; el otro, de estatura baja, con el cabello oscuro y un espeso bigote debajo de su nariz que le ocultaba la boca. Tenían chaquetas de color azul con botones y cuellos dorados, y una especie de esponjas brillantes afirmadas en cada hombro. Los dos tenían lo que parecía ser un sombrero en forma triangular en sus manos y un puñal gigante colgando de sus cinturas. Hablaban con don Severo de cosas que él no entendía demasiado. Tenían un acento un tanto raro pero familiar para Eugenio, muy similar al de su madre, o, por lo menos, él lo escuchaba más parecido al de ella que al del resto de la gente. A un costado de esa reunión permanecían inmóviles sus dos compañeros de trabajo, el Rengo Escurra y Juan Atabio. De pronto, don Severo giró su mirada y vio a Eugenio que estaba parado en la puerta. Lo llamó haciendo un gesto con la mano como era costumbre en él. —Vení Peralta, vení para acá que estos caballeros necesitan hablar con vos. Eugenio se acercó sin entender que pasaba.


—Sabe usted montar a caballo, según tengo entendido —le dijo el hombre de bigote mientras lo observaba de arriba a abajo. —Sí… —respondió tímidamente Eugenio, casi con vergüenza. —Y además no tiene ni mujer ni hijos a cargo. Esta vez Eugenio solo asintió con un movimiento de cabeza. Hubo unos segundos de silencio. El hombre del bigote miró fijamente a Eugenio a los ojos, tragó saliva y luego le dijo con su particular acento: —Como seguro usted ya sabrá, la Patria y la Revolución están en problemas; necesitamos jóvenes patriotas como usted, dispuestos a defenderlas con la vida y con… Las palabras de aquel hombre aturdían a Eugenio, quizás por la acentuación de cada una de ellas, o quizás por el vozarrón que salía como un tropel sin control de su boca. Poco entendía de lo que le decía, pero recordó a su patrón hablar con algún vecino o con su familia de temas parecidos; y aunque no las comprendía, conocía algunas de esas palabras. Don Severo permaneció callado, algo muy curioso en el patrón que siempre llevaba la voz de mando y las conversaciones entre los peones. Pero se lo veía tranquilo y parecía estar de acuerdo con todas y cada una de las palabras de este hombre al cual seguía con leves asentimientos de cabeza. —…entonces los tres tomen todas sus cosas, busquen sus caballos y síganme, que no hay más tiempo que perder —finalizó su discurso el hombre. —Pero don Severo… —dijo con un hilo de voz Eugenio, mirando al que ya parecía ser su viejo patrón. —¡Sígame, le dije! —interrumpió el hombre de acento dis-

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tinto casi al momento en que Eugenio abría la boca para volver a hablar. —Vaya Peralta, vaya que este es un tema muy importante, no se haga problema que el trabajo acá yo se lo guardo pa’ usté’ —le dijo don Severo mientras lo despedía con un apretón de manos y una palmada en el hombro. Anduvieron durante varios días casi sin bajar del caballo, siempre en fila, uno detrás del otro, junto con los hombres que estaban aquel día en la finca. Al frente iba el hombre de ropa brillante y de estatura más baja, que parecía ser el patrón. Detrás de él seguía siempre el otro hombre, el más alto y delgado, que aparentaba ser su segundo. De tanto en tanto paraban en fincas y poblados pequeños, y sumaban hombres a la fila al igual que lo habían hecho con ellos, y aprovechaban para comer y beber lo que la gente de esas paradas les ofrecía. Al igual que Eugenio, nadie parecía entender por qué seguían andando, algunos suponían que sería parte de sus trabajos en la finca, o que irían en busca de algo o de alguien, pero nadie se atrevía a preguntar nada. A esos hombres se los veía de peor carácter que a sus mismos patrones, y ellos jamás les dirigían la palabra al grupo de jóvenes más que para dar las órdenes de parar, comer o retomar la marcha. —Pasame un trago de tu cantimplora, Peralta. —No tengo. —Dale, Peralta, si vos tenés… —¡No tengo, Rengo, en serio, no jodas! Tras catorce días de marcha, llegaron a una pequeña posta cercana a un río ancho, donde parecían estar esperándolos decenas, centenas, millares de hombres de traje azul a caballo y extrañas maquinarias montadas en carretas con grandes


ruedas que hasta ese momento Eugenio jamás había visto. —¡Fiiiiirrrrmes! —dijo la voz de un hombre de piel casi tan blanca como el caballo que montaba. Su espalda parecía más ancha que lo normal, o por lo menos así se la veía de lejos con aquellas grandes y brillantes hombreras que cargaba en su extraño saco azul. Todo el mundo se paró, Eugenio y los de su grupo los imitaron creyendo que se trataba de un ritual común. —¡De ahora en más, ustedes ya no serán hombres comunes —decía la voz de aquel hombre—; ahora son soldados de la Patria! … ¡Nuestro enemigo intenta atacar la Gran Ciudad para sofocar la Revolución y estamos aquí para impedirlo, para dar la vida por nuestra Patria y nuestra Libertad! Hemos vencido en la batalla anterior pero aún… De pronto Eugenio cayó en la cuenta de que todo esto se trataba de una gran pelea, de una “guerra”, como ya venía escuchando, y que de alguna forma u otra los involucraba a todos, incluido él. Levantó la vista y contempló cuidadosamente a la gente que escuchaba atenta a este líder. —… ¡Necesito de ustedes, gauchos que habitan y conocen los terrenos de esta zona, para vencer en el campo de batalla…! Se detuvo en cada rostro, en cada mirada, en cada expresión, y no le quedó duda de que todos compartían la causa de esta lucha y estaban dispuestos a dar la vida por ella. —… Entonces repetid conmigo: ¡Que viva la Patria! —¡Viva! —contestó la masa de gente que hasta ese momento escuchaba en silencio. —¡Viva la Patria! —gritó de nuevo ese hombre de ancha espalda. —¡Viva! —respondió nuevamente la gente.

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—¡Viva la Patria! —¡Vivaaa! —contestaron todos, esta vez incluidos Eugenio, el Rengo Escurra y Juan Atabio. Al día siguiente, después de pasar la noche en tiendas de campaña improvisadas y armadas en el momento, unos hombres que vestían trajes azules (pero sin nada brillante que resaltara) repartieron a los últimos en sumarse, entre los cuales se encontraban Eugenio y sus dos amigos, unos trozos de tela redondos de color azul y blanco, indicándoles que debían coserlos a sus ropas y llevarlos bien visibles para “reconocerse en el campo de batalla”. Luego volvieron a montar sus caballos y se unieron al resto, en lo que ahora sí parecía una gran fila interminable de hombres, caballos, mulas, vacas y carretas. Partieron rumbo al norte, siempre al norte decían. A Eugenio le resonaron durante el resto de la travesía todas esas palabras raras pronunciadas por aquel hombre al que todos admiraban ¿Qué sería eso de “patria” y “revolución”, qué significaría “gaucho”? Lo único del discurso que pareció comprender fue cuando nombró algo relacionado con “la Gran Ciudad”, lo que le trajo a la memoria aquella charla de niño con el difunto Juan Pedro Corvalán Escudero. Pensó en el lugar de origen de su padre, y entendió que tenían el deber de proteger ese lugar de gente que quería invadirla. Eugenio creyó entonces que su padre, desde el cielo, lo miraría orgulloso por defender su tierra natal. Tomó así esta pelea como algo más personal, y sintió el deber de defender la tierra de su padre y de sus ancestros de quienes intentaban atacarla. En ese momento se oyó a sí mismo decir en voz muy baja y mirando al cielo (aunque lo más probable es que solo lo hubiera pensado): “Voy a defender el lugar de nuestras raíces, padre, seguro vos lo habrías deseado”. Luego enderezó firme


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—¿Te enteraste, vieja, de que el chico Peralta fue al ejército a pelear contra esos tiranos que quieren frenar nuestra Revolución? —¡No me digas! Cosa rara, ¿no? Ese pobre muchacho no puede matar ni una mosca. —No hables así mujer, pobrecito de Eugenio, ojalá vuelva sano y salvo a su casa, de él depende la supervivencia de esa loca de su madre, pobrecito… Aunque también en este momento la Patria nos necesita a todos… ¿Por qué no habré ido yo también a esa guerra…? —¡No digas pavadas, viejo! Si vos apenas te podes subir al caballo y con la ayuda de los chicos. Además la madre de ese chico debe estar muerta hace rato, si no ya la hubiésemos visto. —Es cierto, quién sabe. Pero a mi edad, que me queda poco, me hubiese gustado dejar la vida en un momento como este ¡por la Patria… por la Revolución, sí… que honor! —¡Callate, viejo, mejor! Y andá a darle de comer a los animales, que si no los que se van a dejar la vida van a ser los chanchos y las gallinas. —Ahí voy... ahí voy… La formación avanzaba a un mismo ritmo y en silencio durante el día, y se detenía cada tanto para comer y beber, y cada uno se ocupaba de que su caballo hiciese lo mismo. Al llegar la noche volvían a armar las tiendas y hacían fogones, de los

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su cuerpo sobre el caballo, sacó pecho, sujetó fuertemente las riendas con ambas manos y miró hacia el frente, a la lejanía, a los difíciles terrenos y los hostiles enemigos que los aguardaban más allá, como desafiando con la mirada a su destino.


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que casi todos participaban. Los que se identificaban con vestimentas azules, que eran los menos, organizaban a los otros para que prepararan los alimentos, que siempre eran carnes asadas de vacas o mulas que sacrificaban en el momento. Después de comer, algunos se quedaban despiertos durante varias horas en torno al fuego, tocando la guitarra, bailando, bebiendo o jugando a la taba o a los naipes; aunque la gran mayoría solo descansaba y conversaba mientras fumaban tabaco. “El General”, como llamaban al líder que siempre daba las órdenes, se paseaba entre la multitud dando alguna directiva o simplemente entrando en breve conversación con los distintos grupos que se formaban. Sus manos y su uniforme se mantenían perfectamente limpios, y su rostro, siempre pulcro, daba la sensación de estar recién rasurado. Se lo veía como a uno de esos patrones buenos y por ende respetados, y se notaba claramente que la gente lo seguía, obedecía y admiraba de forma sincera y desinteresada. Eugenio, que era hombre de muy pocas palabras y no le resultaba fácil ni grato relacionarse con grupos desconocidos, optaba siempre por descansar un tanto alejado de los demás, disfrutando un poco de su pequeña porción de soledad. Sus compañeros, el Rengo y Juan, en cambio, se perdían por completo entre la multitud, e incluso pasaban días enteros sin verse. Transcurrieron varias semanas desde que habían partido de aquel campamento. “El ejército”, como se le llamaba a ese grupo de hombres, caminaba por el terreno en forma tan ordenada que parecía una fila de hormigas, hasta que de pronto, casi inesperadamente, llegó el gran momento, el gran día del que todos hablaban. “El Enemigo”, aquel del que tanto se decía, estaba enfrente, a pocas leguas, en lo alto del ce-


rro opuesto. Eran la imagen reflejada y aumentada de ellos mismos; aumentada porque a simple vista parecían muchos más, y aunque sus ropas eran de otros colores, casi se podían distinguir las mismas miradas y las mismas intenciones. Rápidamente los hombres que vestían de azul dieron a cada jinete una larga y gruesa caña en cuya punta se encontraba atado un puñal afilado, y les indicaron que debían sostenerlo hacia adelante en la carrera cuando se les diera la orden. A Eugenio se le heló la sangre, imaginaba lo que ocurriría, pero minutos después, la realidad sería mucho peor que lo imaginado. Un sudor helado le corrió por la frente y por todo el cuerpo. Tanteó debajo de su montura y de un sorbo bebió el resto de aguardiente que secretamente venía racionando para ese momento, cuando de repente, el sobresalto que le produjo aquel alarido hizo que dejara caer al suelo su cantimplora y la improvisada lanza… —¡¡¡A la cargaaaaaaa!!! —gritó alguien al mismo tiempo que un clarín comenzaba a sonar estrepitosamente. De lo que pasó de ahí en más, Eugenio, tiempo después, ya en su lecho de muerte, solo recordaría algunas cosas. El grupo de hombres con el que venía andando durante todos estos días se lanzó a toda velocidad contra el enemigo, en una carrera de vértigo, pánico y odio. Los otros hombres, los de enfrente, parecieron imitarlos y se lanzaron a su encuentro blandiendo sus filosas armas, envueltos en una inmensa nube de polvo. El aire se llenó de gritos y alaridos de bronca que el mismo lugar agrandaba con su eco. Eugenio, inconscientemente, se sumó a esa vorágine. De pronto solo escuchó el latir de su corazón como si le fuera a explotar, vio sangre por todos lados, oyó estruendosas explosiones a las que confundió con los violentos movimientos de su corazón; vio la cabeza de su amigo y

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compañero, el Rengo Escurra, que lo miraba desde el suelo. Su caballo se agitaba y retobaba parado en sus patas traseras y sintió una sensación nunca antes vivida. Como un relámpago en medio de la tempestad, un rostro que a Eugenio le resultaba muy familiar y que creyó haber visto tantas veces pareció asomarse y confundirse entre los miles de rostros y gritos que conformaban aquel dramático episodio. Una y otra vez su mirada se cruzaba con la de él, creyó verlo, oírlo. Estuvo a punto de correr a su encuentro, pero justo en ese momento su caballo chocó contra un tumulto de gente, tropezando con todo lo que se le anteponía. Milagrosamente logró salvarse de caer al suelo, lo que le supondría una muerte segura. Instintivamente y no por propia voluntad, hizo un gran esfuerzo y apelando a sus condiciones de experto jinete logró guiar a su caballo a un costado de todo este horrendo escenario. Corrió despavorido a encontrarse con el resto de los hombres de su bando, que todavía se encontraban al pie del cerro de donde partieron en loca carrera, mirando hacia atrás, a la reyerta, buscando aquel enigmático pero conocido rostro. “¿¡Qué hace, soldado!? ¡Vuelva, inútil!” Escuchó gritar a alguien mientras su caballo, descontrolado y en pánico, al igual que él, corría en lo que, sin saberlo, era su retirada. “¡Vuelva, cobardeee… Cobardeee… Traidoooooor!” “¡Atrápenlo! ¡Mátenlo! ¡Denle por la espalda como se hace con los cobardes y los traidores!” Se oía gritar a viva voz desde la cima del cerro. Pero Eugenio, al igual que su caballo, no pensaba si quiera en la posibilidad de detenerse, y mucho menos de volverse hacia la gresca. Oyó las fuertes pisadas de al menos una docena de caballos a sus espaldas, cuyos jinetes, que habían sido sus compañeros en otros tiempos y en otras circunstancias, arengaban a viva voz: “¡Dispárenle!… ¡Atrá-


penlo!… ¡Fuego!” Eugenio giro su cabeza un instante y al adivinar las intenciones en los rostros de sus perseguidores, obedeciendo a un instinto hasta entonces ignorado por él, apuró aún más a su caballo, a toda velocidad. El corcel parecía enfurecido por los grandes trancos que daba. El rostro que acababa de ver en medio de la trifulca volvió a su mente, sabía bien de dónde lo recordaba, pero no tuvo el valor de permitirse pensar en aquello. Oyó a sus espaldas el retumbo ensordecedor de varias explosiones, y sintió en ese mismo instante un fuego en su espalda, en su carne, en sus huesos. Sus piernas se aflojaron, lo aterrorizó la sola idea de caerse del caballo; juntó fuerzas, apretó sus manos en las riendas e instigó a su animal aún más, gritando y vociferando con una voz encarnada que parecía salir de sus entrañas, más por el pánico que por el dolor, hasta que después de un largo tiempo de carrera, o por lo menos lo que a Eugenio le pareció una verdadera eternidad, ya no oyó a sus perseguidores, volvió a escuchar solo el fuerte latir de su corazón y su respiración. Eugenio, ya solo y a la deriva, vio su sangre que corría por la panza, por las piernas, por la montura, tiñéndolo todo, dejando un rastro rojo sobre la tierra seca, y solo entonces, sumergido en su dolor y en su cansancio, se desvaneció sobre su caballo, que no se detuvo. Cuando por fin recuperó el conocimiento, Eugenio estaba acostado sobre un catre en una gran sala, con una especie de faja que envolvía su cuerpo y algunas vendas en la cabeza y los brazos. Gente desconocida iba y venía por el salón ignorándolo por completo. —¿Dó… dónde estoy? —preguntó Eugenio a una mujer que pasaba justo a su lado y que tenía sobre la frente una tela

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blanca que cubría todo su cabello. —¡Por fin, hijo! —dijo la mujer a Eugenio mirándolo a los ojos— Quédate tranquilo, estás en la sala de curaciones de la capilla, seguramente te hirió un ladrón o alguno de esos salvajes que andan dando vueltas por estos lados. ¡Dios mío! —le explicó mientras ponía la palma de la mano sobre su frente. Hablaba con el mismo acento que tiempo antes solo le recordaría a su madre, pero que ahora le traía recuerdos muy distintos. Eugenio miró fijamente a esta señora, sus palabras y su tonada tan similar a todo lo vivido últimamente lo estremeció y lo inundó de pánico. —¡¿Quién… quién es usted…!? ¿¡Cómo llegué hasta aquí!? —inquirió Eugenio desconcertado. —Una familia que venía para el pueblo te trajo en su carreta, dicen que te encontraron desmayado y cubierto de sangre no muy lejos de aquí. Levántate ¿puedes? —¡Aagh! ¡Ayy! No, no puedo mover las piernas, ¿qué pasa? —¡Madre mía! lo que suponía el médico, seguro esa herida te habrá tocado parte de la columna, vamos a ver qué hacemos… ¿cómo te llamas y dónde vives? —E… Eugenio Peralta Cruz de la Sala… Y vivo, eh… es en… no sé cómo explicarle, solo sé cómo llegar. Mi casa está cerca de la casa de la familia Corvalán, y más allá están los Benavidez y los Paniagua y…. ¡¡Aaaaay!! —Eugenio hacía un gran esfuerzo para aguantar los dolores y poder hacerse entender con esa buena mujer. —Por favor, dinos quién es tu padre ¿Qué le pasó? ¿Sabes dónde puede estar? Eugenio tembló y su mirada pareció perderse, como intentando ver a través de aquella mujer mientras su respiración se


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Al llegar don Paniagua aquel día en su carreta, la gente que le compraba o encargaba cosas del pueblo se acercó como de costumbre a recibirlo, pero ese día, además de la mercadería de siempre, su carreta traía un envío especial: un Eugenio Peralta Cruz de la Sala como nadie lo había visto antes; moribundo, inmóvil, luchando con sus últimas fuerzas por vivir en una camilla hecha a las apuradas con cañas y sogas. —Dale, nene, vos, Pedrito, ayudame a bajarlo, vamos a dejárselo a la madre a ver si con esto se despierta un poco esa miserable mujer… porque de pagarme por el bulto ya ni me

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aceleraba. La mujer le tocó el pecho y luego el rostro. —Tranquilo, descansa, estuviste delirando mucho, parece, no parabas de decir cosas y de nombrar a tu padre una y otra vez, pensamos que estarían juntos en el momento en que te hirieron. Ya veremos de dónde eres y cómo te acercaremos a tu hogar. Te voy a dar un té relajante así descansas mejor. —Trabajo en la finca de Don Severo Reynoso, a él seguro lo conocen… ¡Aaaaay! —Ya está bien, descansa hijo, que Dios y yo nos ocuparemos. Seguramente tu familia ha de estar muy preocupada por ti y por tu padre. Ven, vamos a orar. La mujer tomó la mano del joven y comenzó a decir unas palabras en una lengua extraña, incomprensible para él; y luego de beberse el té, Eugenio se durmió profundamente. La enfermera salió al pueblo, habló con algunas autoridades, consultó a comerciantes e interrogó a algunos vendedores ambulantes de la zona, intentando ayudar a aquel convaleciente desconocido; mientras tanto, Teresa, su propia madre, no muy lejos de allí, dormía cómodamente en su cama, ajena como siempre a todo lo que ocurría.


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hago la idea… —decía don Paniagua mientras bajaba de la carreta y pedía a la gente paciencia con sus pedidos. Con la ayuda de algunos vecinos, Eugenio fue llevado en camilla a su casa y puesto en su cama, mientras su madre, escondida detrás de la puerta de su habitación, agradecía la amabilidad de estos hombres. No demostró ni un poco de dolor ante la noticia, ni siquiera su voz se oía penosa, algo que no sorprendió a nadie, puesto que lamentablemente conocían a esa mujer solo por lo que de ella se decía, o mejor dicho, no la conocían en absoluto. El pobre muchacho todavía mostraba signos de dolor y debilidad. Pedrito Corvalán Escudero, el hijo menor del célebre Don Juan Pedro, que en su época de infancia llegó a ser el mejor amigo de Eugenio, le apretó la mano y le habló en voz baja. —Descansá y ponete bien Eugenio, debés estar orgulloso de lo que te tocó, sos un héroe para todos nosotros y ojalá algún día se te reconozca como tal. Eugenio sonrió y quiso decir algo, pero las palabras que trató de articular nunca salieron de su garganta. —¿Viste que volvió Eugenio Peralta, vieja? Lo trajo el mercachifle ese, Paniagua, ayer en su carreta, estaba herido el pobrecito, seguro que habrá sido en combate… ¡Dios mío, ese muchacho es un ejemplo, un orgullo para todos nosotros, un verdadero orgullo…! ¡Ojalá hubiese sido hijo mío y no de esa enfermita, seguro que ni sabe que parió un héroe de guerra, no lo debe valorar como se merece! —Te lo dije, viejo, a ese chico no se lo veía para ir a pelear, si es más bueno que el pan, no sé para qué lo mandaron al pobre…


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Una semana después, los vecinos encontraron a Teresa Piedrabuena colgada de una soga que pendía de la rama más fuerte que el gran algarrobo extendía sobre el techo de la vivienda de los Peralta Cruz de la Sala. Fue la primera vez en casi diecisiete años que la mujer salió de la casa. Para la mayoría se trataba de una persona totalmente desconocida, para otros, era un fantasma el que colgaba de aquella soga, vaya a saber por qué razón. A los dos meses, aproximadamente, fue don Cutipa quien encontró el cuerpo sin vida de Eugenio Peralta Cruz de la Sala tendido en su cama. Pasó su últimas horas recordando aquel fatídico día y el rostro tan particular de ese hombre que creyó ver entre la multitud. De haber tenido las fuerzas necesarias, quizás le hubiese faltado el valor para buscar la pintura bajo su cama: la única prueba que podría aclararle algo y que en aquel momento se hallaba tan cerca. Por las casas, por los caminos, por los pueblos y parajes cercanos, durante esos días y en los tiempos venideros, resonaron aquellas palabras, tan escuchadas y repetidas hasta el hartazgo, de boca en boca, de generación en generación, sin

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Al día siguiente apareció don Severo Reynoso, su patrón, para saludarlo y felicitarlo por lo que oyó que se decía de él. Sin embargo, dejó en claro que ya tenía a otros peones en su lugar y en los del Rengo Escurra y Juan Atabio, y le explicó que hasta el momento no tenía novedades de ninguno de los dos. Se despidió de él con una palmada en la pierna y prometió al salir que le pagaría todo lo que le debía por sus últimas semanas de trabajo. Eugenio estaba ya muy débil y no tuvo fuerzas para intentar hacerse entender.


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saber quizás del todo su significado: héroe, orgullo, valiente, ejemplo, mártir, gaucho, Peralta.


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ASUNTA

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A

sunta era de piel oscura y adoraba a la Pachamama. Lo primero lo disimularía con el vestido y el maquillaje; lo segundo, con el rosario de marfil que le había dejado don Galarza, su difunto patrón, quien confiaba que a través de aquel sagrado objeto salvaría su alma del fuego eterno. Revisó a fondo la casa y los antiguos baúles traídos de muy lejos, donde se encontraban las pertenencias de la verdadera Asunta, la mujer con la que se había casado y enviudado su antiguo patrón. Observó uno a uno los elegantes vestidos con puntillas y bordados que fue encontrando, esforzándose por escoger el más bonito, el más refinado, el que mejor la escondiera y a su vez la hiciera resaltar entre las demás mujeres que asistirían a la fiesta. Se veía paseándose por las mesas, degustando un poco de cada manjar, y luego integrándose en las charlas de los potentados, en las que seguramente junto a ellos, despotricaría contra los gauchos brutos y salvajes que tanto repudio generaban a su sociedad. Se imaginaba la cara que pondría el hijo mayor de los Corvalán cuando la viera entrar y se quedara pasmado ante su belleza; o la mirada insinuante del hijo menor de los Paniagua, cuando se paseara a su lado moviendo suavemente el abanico, simulando no prestarle atención; y aunque no conocía a ninguno de los dos más que por lo que se hablaba de ellos en su poblado, los imagina-


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ba elegantes y distinguidos como los hombres retratados que adornaban las paredes de la casa de don Galarza. Durante la velada coquetería un poco con uno y otro poco con otro, para finalmente no decidirse por ninguno; ¿para qué?, para que lo decidiesen ellos mismos en un duelo de hombres, como se acostumbraba hacer en estos casos. Ahora se encontraba frente al fino espejo con marco dorado que colgaba en la pieza que pertenecía a su patrón. Una vuelta hacia la izquierda, otra hacia la derecha, y se convencía a sí misma de que su plan era perfecto. Aquella noche, en la fiesta que darían los Corvalán en el pueblo, nadie notaría que ella pertenecía a otra cultura, nadie debería darse cuenta. Era sabido que en aquellos tiempos la sangre india se escondía como la sarna, allí todos creían que los descendientes de los antiguos nativos habían desaparecido por completo muchísimos años atrás, y lo mejor es que así se siga creyendo, nunca se sabe. Se probó cada uno de los dieciséis vestidos que encontró tras revisar a fondo los recovecos de la casa, hasta que finalmente, tras horas de desfile e indecisión, optó por el atuendo sobrio de terciopelo negro cuyas mangas le llegaban hasta los puños, ya que además de ser de los pocos que le entraban, era el que mejor le ocultaba el rostro y sus duras facciones tras el intenso velo que colgaba de su sombrero. Luego, sintiendo la seguridad en la piel que su nuevo vestuario le proporcionaba, ensayó las distintas miradas frente al espejo: la sonrisa al ingresar, el gesto de indiferencia cuando los hombres la miraran pasearse. Estiró la mano derecha con el guante negro una y otra vez, imaginando cómo los caballeros la besarían cortésmente, suavemente. Con ambas manos se salpicó el agua de colonia que aún conservaba su aroma a flores desconocidas


pero agradables, y se miró en el espejo una vez más, acercando el candelabro. Levantó el velo unos instantes y se empolvó un poco más la cara, la nariz, los pómulos, asegurándose de que por más que indagaran bajo el paño nadie lo notara. Al finalizar enroscó fuertemente el rosario en el guante de su mano derecha, apretando sus redondas cuentas contra la palma, mientras repetía mentalmente las oraciones en esa extraña lengua que don Galarza le había enseñado durante los años de convivencia. Nunca entendió, en las traducciones de estas oraciones, por qué se le imploraba tanta piedad y se le pedía tanto perdón a un Dios bondadoso y justo. Recordó aquellas terribles historias que le contaba su finado patrón, en las que hombres, mujeres y niños eran ferozmente torturados y quemados vivos por los representantes de la Religión Oficial, solamente por ser sospechados de no aceptar las creencias y supersticiones que ellos mismos imponían como verdaderas. Utilizaban el terror como arma infalible de sometimiento: aquella técnica que se infundió durante siglos, el único método eficaz para controlar y dirigir a las grandes masas. Un escalofrío repentino le sacudió todo el cuerpo haciéndola tiritar dentro del oscuro vestido; experimentó ese miedo capaz de paralizar a cualquier individuo, ese miedo irracional y ese sentimiento de culpa que le habían instalado como parásitos siniestros en el interior a cada ser humano. Miró nuevamente aquel objeto tan poderoso, lo besó varias veces y lo acomodó de forma tal que su crucifijo blanco quedase en el dorso de la mano, asegurándose de que quedara bien visible. Salió de la casa en la fresca tarde con el candelabro de hierro encendido, haciendo un gran esfuerzo para ver a través de la mantilla de luto que le tapaba la cara, sufriendo a cada paso por sus pies grandes y redondos que no terminaban de en-

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cajar dentro de los finos botines. Fue hasta la caballeriza haciendo equilibrio sobre los tacones que se hundían en el barro a cada paso, levantándose el vestido con la mano libre para evitar ensuciarlo. Apoyó el candelabro sobre un montículo de alfalfa y revisó una a una las herraduras de cada animal, para no sufrir inconvenientes durante el viaje. Eligió al Malacara, que era el que usaba por costumbre para ir hasta la pulpería cada vez que don Galarza la mandaba a comprar algo. De un soplido apagó las tres velas y salió a todo galope en el silencio de la noche. Durante el largo trayecto no hizo otra cosa que pensar en el pueblo que ahora estaba cada vez más cerca. Por fin lo conocería y podría ver con sus propios ojos todo lo que había escuchado desde muy niña. Imaginaba un pueblo pintoresco, con casas grandes pintadas con los más bellos colores, habitadas por gente culta y elegante, en donde seguramente existiría el progreso, la educación y el respeto. “Indudablemente ese será el lugar donde terminaré viviendo si consigo mi objetivo en la fiesta”, pensó mientras sonreía, imaginándose todo lo que le esperaba en la majestuosa reunión a la que estaba tan próxima a asistir. Sin dudas sería una de esas fiestas de las que tanto le había hablado su patrón, donde se bailaban elegantes danzas y se comían y bebían las más ricas exquisiteces que uno pudiera imaginar. El frío seco del valle se le colaba por las enaguas mientas su caballo galopaba a toda velocidad contra el viento en el interminable camino. El invierno parecía haberse anticipado en aquella noche de mediados de mayo, pero ni el frío ni el viento en contra detendrían a Asunta… “Asunta”, pensó de pronto, “¡qué nombre tan raro que elige la gente para que la llamen! Quizás ese sea el nombre de alguna montaña o de alguna es-


trella en el lugar de donde esta gente proviene”. Se preguntó si desconocer el origen de aquel nombre, que al menos durante aquella noche sería el suyo, le traería problemas durante la fiesta. Ella solo sabía el significado de su verdadero nombre, pero claro que eso ahora no importaba, aquella noche estaba convencida de que era Asunta Galarza. Seguramente familiar de don Galarza, dirán, o su mujer tal vez, venida de muy lejos; porque solo a ella don Galarza le había confiado el secreto de su viudez, y ahora ella guardaba el secreto de ambas muertes. Atravesó a toda carrera las leguas del camino que conducía hacia aquel próspero pueblo en una hora aproximadamente, aunque a ella, acostumbrada a no ir más lejos que a la pulpería o a la finca donde trabajaba su hermana, le pareció eterno. Cruzó el río haciendo crujir los tablones del puente y se aproximó rápidamente hacia las primeras luces que se veían a lo lejos. Al entrar al pueblo, se maravilló al ver la cantidad de casas pegadas unas a otras que allí había, y aunque la mayoría eran pequeñas y humildes, le parecieron más bonitas y arregladas que las casas de los Reynoso, que eran las más lujosas de su poblado. En cada galería había al menos tres o cuatro personas reunidas bajo la luz de los faroles. Avanzó hasta llegar a un descampado en donde se hallaba una pequeña y rústica casa, debajo de un inmenso árbol que la cubría por completo; decorada con banderas de todo tipo y rodeada por velas rojas y blancas. En sus alrededores, cientos de gauchos se agrupaban en círculos para cantar acompañados por alguna guitarra, beber alcohol, jugar a la taba o bailar en torno a las hogueras que los iluminaban. Se horrorizó al pensar que quizás esa casita del medio fuese la de los Corvalán, y que quizás esa manga de gauchos brutos y peleadores

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fuesen los invitados, pero logró tranquilizarse al recordar las palabras que había escuchado la semana anterior en la pulpería, en donde una vecina contaba con detalles al pulpero los lujos y los manjares con los que contaría la fiesta de los Corvalán y… —Disculpeee, seeñora o señoriiita, ¿la pueeedo aaayudar en aalgo…? La mujer giró la cabeza y vio a ese gaucho ebrio que aparentemente se dirigía a ella. Con gestos de irritación, volvió la mirada al frente y arengó a su caballo para escapar lo más rápido posible, por una angosta callecita que se perdía en el pueblo. “Esta clase de gente”, se dijo, “yo creía que solo existían en los pagos de donde vengo, parecen una plaga… debo encontrar cuanto antes la fiesta, antes de que alguno de estos infelices me arruine todo”. Avanzó con su caballo por las adoquinadas y resbalosas calles del centro, entre las penumbras y la multitud, sintiendo las miradas que se le clavaban como puñales, como si algo en ella llamara la atención; y aunque sintió una inmensa curiosidad por ver con mayor detenimiento algunas de las caras nuevas, se abrió paso esquivando las miradas, temiendo ser reconocida y evidenciada por alguien de su poblado. Notó con sorpresa que varios habitantes del pueblo tenían la piel casi tan oscura como ella, y que nadie los miraba con asombro ni repudio, y aparentemente por eso ninguno de ellos se molestaba en ocultar su rostro como lo estaba haciendo ella entonces. A medida que recorría el pueblo sentía una punzada en el estómago, nada de lo que había oído o imaginado de aquel lugar parecía coincidir con lo que ahora tenía delante de sus narices. “Esta debe ser la parte marginal”, se dijo, “lo más


probable es que donde viven los Corvalán o los Paniagua esté el verdadero pueblo de gente culta y civilizada”. Parado bajo un potente farol, vio lo que podría ser un policía; por lo menos su vestimenta coincidía con la descripción que alguna vez había escuchado de aquellos hombres que mantenían el orden entre las personas, y llegaban a matar si resultaba necesario. Una vez más, volvieron a su mente las escenas de torturas y hogueras. Bajando la mirada, con el mentón pegado al pecho, pasó temblando junto a él; en ese instante apretó con fuerza el talismán enrollado en su mano que la salvaría de una muerte lenta y dolorosa, y no volvió a aflojarlo hasta encontrarse a varias cuadras de aquel representante de la ley. Cuando ya estaba lejos, suspiró y decidió acercarse a un vecino de apariencia humilde que se encontraba tomando mate con su mujer en la galería de una modesta casa, iluminada apenas por la débil luz de un farol de aceite que colgaba de la pared. —Buenas noches, señor… —dijo distorsionando su timbre de voz y su acento, tratando de imitar al de su difunto patrón—, busco la casa de los Corvalán, ¿usté sabrá cuál de todas estas es? —Mi más sentido pésame señora —le contestó el paisano agachando la mirada—. La casa de la familia Corvalán está justo frente a la finca de los Benavidez, a un costado del mercado, siga derecho por la próxima calle que es la principal y ya la va a encontrar. Asunta quedó estupefacta durante unos segundos, intentando comprender las palabras de aquel hombre. Luego partió saludándolo con una reverencia. —Lo siento mucho, señora, y que Dios guarde el alma del difunto —se despidió el hombre mientras el caballo de la mu-

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jer se giraba dándole la espalda. La india sonrió mientras se alejaba. Sin habérselo propuesto había, conseguido pasar por la mujer de Galarza. Seguramente por esos días todos se habían enterado de su muerte, y ella, al ser la única forastera, no podía ser otra sino su viuda. “Esto está saliendo mejor de lo previsto”, se dijo, y sintió como su cuerpo se distendía poco a poco. Atravesó lentamente la calle que le había indicado el hombre, entre el tumulto de gente que iba y venía junto a las grandes carretas repletas de animales, frutas, verduras y objetos hechos de hierro y madera. Una de ellas iba completamente cargada de flores de diversas formas y colores, y el recuerdo de la carroza funeraria que había llevado los restos de su antiguo patrón hasta el cementerio se le vino de golpe a la mente. Nunca había visto tanta gente en su vida, y un sentimiento raro de felicidad y vértigo se apoderó de ella. Tras una larga odisea logró finalmente llegar a la finca como le indicó el hombre: un gran espacio verde con diversas plantaciones y rodeada por un grueso alambrado de púas. Recorrió con la vista el entorno a esa finca, hasta que sus ojos marrones se detuvieron en la imponente casa que se erguía frente a la calle del mercado: una hermosa construcción con ventanales coloridos y puertas inmensas de madera tallada, en cuyo techo se alzaba una torre cuadrada con un gran campanario en lo alto; con una cúpula de la que emergía una cruz blanca que podía verse a gran distancia. La mujer miró el crucifijo que pendía de su mano derecha y volvió a mirar aquella lujosa casa, sin dudas la más alta que había visto en toda su vida, y no le quedaron dudas de que tenía que ser ese el lugar que tanto buscaba. Se bajó del caballo para no llamar la atención en aquel re-


vuelo de gente indeseada, entre el montón de perros que alborotaban con su ladrido incansable. Una vez que pisó el suelo, volvió a sentir ese insoportable dolor en sus pies por el incómodo calzado. Sigilosamente se coló entre la muchedumbre hasta quedar oculta entre los cajones que se apilaban detrás de los puestos del extenso mercado, en donde los distintos puesteros ofrecían a gritos su mercadería. Ató el animal a un árbol y agazapada recorrió con la vista la casa de enfrente. La puerta principal se encontraba cerrada, pero se relajó al ver que al menos una pequeña puerta de un costado se encontraba abierta de par en par. Intentó ver lo que sucedía adentro, pero a tanta distancia resultaba imposible. Se acercó un poco más esquivando los desperdicios nauseabundos que se esparcían por toda la calle, y agachada detrás de un puesto en donde vendían ponchos y velas, pudo ver a través del espacio que quedaba entre este puesto y el vecino a dos hombres vestidos de un idéntico azul que parecían estar custodiando la entrada a la fiesta; y si bien sus vestimentas no se parecían demasiado a las del policía que vio parado bajo aquel farol, experimentó un sentimiento de temor similar. Se preguntó si aquella reunión sería para gente conocida, o si se necesitaría algún tipo de invitación por escrito, como en la fiesta de cumpleaños que una vez había organizado su antiguo patrón. ¡No lo podía creer! Se encontraba frente al lugar con el que había soñado todo este tiempo y ahora no sabía qué hacer. Clavó la mirada en la puerta y recurrió a su astucia para decidir de qué forma lograr franquearla para entrar a la fiesta, donde seguramente se encontraban los hombres más apuestos e interesantes junto a los manjares más exquisitos del mundo. No podía volverse así, tal vez esta fuera la única oportunidad que tendría en toda su vida, y al menos debía

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intentarlo. “Quizás si coqueteara con los guardias podría convencerlos para que me dejasen entrar”, pensó; “o podría pedirles que llamaran al hijo mayor de los Corvalán, simulando conocerlo, y una vez que él me viera seguramente quedaría pasmado por la belleza de mi vestido, y de esa forma ya no tendría que batirse a duelo con el hijo menor de los Paniagua, quien seguramente ya se encuentre adentro bailando con otra…” Se le ocurrió también decir que había perdido la invitación, y mostrando seguridad, los guardias no se atreverían a negarle el paso; además, hacía un rato había comprobado que aparentaba perfectamente ser la viuda de don Galarza; ese hombre tan querido y respetado por todos… pero, ¿y si la supuesta viuda tampoco estaba en la lista de invitados…? Comenzó a transpirar, ninguna de sus ideas la terminaba de convencer y sabía que mucho menos lo haría con los dos guardias apostados en aquel umbral. “¿Y qué pasaría si probara con decirles mi verdadero nombre? El pueblo está repleto de gente descendiente de indígenas y quizás mi apellido, tan común entre ellos, figure en la lista de invitados y… ¡no! eso no”, se dijo de pronto, “eso sería arriesgar el pellejo de una forma horrenda…” De repente vio un hombre vestido con una bata totalmente negra bajar de un lujoso coche y dirigirse hacia la casa de los Corvalán, al llegar a la puerta saludó cortésmente a los guardias e ingresó sin más hasta perderse de vista en el interior. “¡Excelente!”, pensó, “parece que todo se resume en estar vestido de negro y mostrar seguridad”. Bruscamente giró la vista hacia los costados indagando uno a uno los distintos puestos. En ese momento, el sonido de los cascos de al menos cien caballos que avanzaban por la calle empedrada retumbó en todo el mercado. La gente se dio vuelta a mirar y


aplaudir aquel desfile de gauchos que pasaba frente a ellos con paso vistoso. Varios de los que encabezaban la fila portaban estandartes y banderas, los de más atrás llevaban lanzas que agitaban al pasar. Todos, menos ella, parecían entender y disfrutar lo que sucedía. “Esta es mi oportunidad”, pensó, y sin perder más tiempo, ante la distracción de la multitud, recorrió a pie el mercado de una punta a la otra, hasta que finalmente encontró lo que buscaba. Se dio la vuelta y vio que el tropel estaba casi llegando a su fin. Sin perder más tiempo, se paró frente a un espejo que estaba en venta en un puesto cercano a la esquina, y acercándose lo más que pudo se miró de arriba a abajo, pretendiendo ver su propio rostro bajo el negro velo, pero afortunadamente no pudo encontrarlo. Acomodó la cruz del rosario en el centro del dorso de la mano derecha, para que su color hueso resaltase lo más posible con el negro del guante, y se convenció de que todo estaba perfecto, que nada podría salir mal; incluso se veía mejor vestida que la mayoría de las mujeres con las que se había topado hasta ahora. Cuando la caravana parecía terminar, la india corrió hacia el final, donde avanzaban ahora los últimos caballos montados por unos cuantos niños. Cruzó la calle a todo correr, creyendo que seguramente, al igual que los demás, los guardias también estarían distraídos mirando el desfile y no le prestarían demasiada atención cuando intentase ingresar. Sujetándose la falda y trastabillando en cada paso, logró llegar a la casa de los Corvalán cuando todavía el desfile estaba pasando por allí. Caminó a toda velocidad por la vereda, cada vez más cerca de su objetivo, con la mirada fija en el suelo intentando no tropezar con las grandes baldosas de piedra que sobresalían unas de otras. El sonido de sus pisadas parecía ir al mismo ritmo que los cascos del centenar de caballos. Casi al llegar, levantó

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la cabeza unos instantes y efectivamente vio cómo los dos hombres que flanqueaban la entrada seguían con la mirada el final de la tropilla, que ya en ese momento comenzaba a perderse doblando por la esquina del mercado. Apuró aún más la marcha. Cerró el puño derecho con fuerza, sintiendo cómo las redondas cuentas se hundían en la palma de su mano, que al igual que el resto de su cuerpo temblaba por los nervios. Sin dudarlo cruzó la puerta y se introdujo en la casa antes de que fuese demasiado tarde, dejando un rastro de colonia importada en el aire; una vez dentro, se mezclaría entre la gente aristócrata sin dificultad, pasando a formar parte de ellos, y nadie notaría su intromisión. Atravesó un largo pasillo impregnado de olor a flores, cubierto por una frondosa parra de la cual brotaban enormes racimos de uvas verdes, y pronto se encontró dentro de un gran salón decorado por cortinas de seda roja bordadas con ribetes dorados. Levantó la vista sin poder controlar su respiración y vio una larguísima mesa con infinita vajilla blanca que resplandecía bajo la inmensa araña plateada que colgaba del techo. El aire estaba enrarecido por un penetrante humo blanco que olía a resina quemada. Vio decenas de hombres vestidos con el mismo uniforme negro, sentados en torno a la gran mesa, pero ni una sola mujer. Los comensales levantaron la vista con asombro para observar a la recién llegada y su espeso atuendo fúnebre, que parecía coincidir con sus propias vestimentas y desentonar con los colores claros y brillantes que los rodeaban. Miró uno a uno los rostros de aquellos hombres que ahora la miraban fijamente, en silencio, sin saber qué hacer ni que decir. Sus siluetas espectrales oscilaban con la luz de las velas que pendía sobre sus cabezas. Notó que todos eran ancianos y que a su vez portaban crucifijos dorados


en el pecho que irradiaban una luz cegadora y amenazante. Todo su cuerpo comenzó a temblar y sudar bajo el grueso vestido que ahora sentía invasivo sobre la piel. El peso de aquel silencio se tornó insoportable. Bajó la vista y pensó en retroceder sobre sus pasos, temiendo que quizás fuese demasiado tarde para intentar escapar de aquella boca de lobo en la que se había metido sola, pero antes de que pudiera dominar su temblor para comenzar a mover los pies en retirada, cuatro manos fuertes como garras la apresaron sorpresivamente por los brazos y hombros, arrastrándola por el largo pasillo bajo las uvas. Comenzó a gritar e implorar a viva voz mientras se zamarreaba para intentar zafarse: “¡Creo en Dios, creo en Jesucristo y en la Virgencita… piedad, por favor, piedad… me llamo Asunta Galarza… amo al Todopoderoso… lo juro… tengo un rosario… Pater Noster qui es in caelis, sanctificétur nomen Tuum…!” La intrusa gritaba y su voz retumbaba en las incontables habitaciones de la casa, regaba de lágrimas el camino de salida, hasta que finalmente sintió cómo aquellas manos inquisidoras la levantaban y la arrojaban a la calle como si se tratase de un costal de papas. Una vez liberada, Asunta, tendida en el suelo, se giró hasta quedar sentada frente a los dos guardias que la miraban desafiantes, y antes de que la volviesen a atacar, la india se puso de pie y echó a correr a toda velocidad, sin voltearse a mirar, perdiéndose entre la multitud del mercado que miraba curiosa aquel insólito espectáculo; gritando mientras se alejaba por las estrechas calles del pueblo: “¡Pater Noster qui es in caelis sanctificétur nomen Tuum… adveniat regnum Tuum…!”

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LA

PODADORA

Una tarde de verano, cuando Irene se disponía a vaciar el cuarto de su madre, oyó que un carro se detenía en la calle y alguien llamaba a la puerta. Al abrirla, dos hombres aparecieron del otro lado, uno claramente más joven que el otro, ambos cargaban un maletín negro en su mano derecha.

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L

a anciana no mejoraba y parecía que su final estaba signado por el mismo destino que el de sus dos hermanas mayores. Fueron a verla los mejores médicos de la ciudad, pero nadie parecía encontrar la cura para esa rara enfermedad. Irene, su hija, fue a ver al cura para que le diera la extremaunción lo antes posible; todo indicaba que no viviría mucho más. Aquella epidemia parecía no tener fin en la Gran Ciudad, los médicos explicaban que se trataba de fiebre amarilla, pero para muchos se trataba de otra cosa, mucho peor. Irene pronto se convertiría en la única habitante de aquella antigua y lujosa casa que alguna vez había sido el hogar de sus abuelos inmigrantes. No pensaba avisarles a sus primos, que eran los únicos familiares que le quedaban y que vivían en sus estancias en las afueras de la ciudad. Nadie notaría su ausencia en el velorio; además, sabía de sobra que solo le traerían problemas con la casa y con los locales en los que habían funcionado las antiguas tiendas de ropa de la familia.


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—Buenas tardes, señora —dijo el mayor de ellos mientras se quitaba el sombrero—. ¿Es esta la casa de la familia Peralta Cruz de la Sala? Irene hizo un silencio mientras buscaba la respuesta en su memoria. —Ese era el apellido de mi abuelo, creo, pero murió hace muchos años, antes de que yo naciera… ¿Pero qué es lo que quieren… quiénes son ustedes? —Disculpe que no me presenté —dijo el hombre—, mi nombre es Vicente Ortiz Padilla y él es mi ayudante, Manuel Argoitía. Necesitaríamos saber si ustedes son familiares de Eugenio Peralta Cruz de la Sala, o si existe algún descendiente de él a quien conozcan para continuar con nuestra investigación. La mujer volvió a hacer una pausa, esta vez más larga que la primera. —Me parece que se equivocan, señores, nunca oí nada acerca de esa persona —exclamó Irene con aspereza—, seguramente debe haber un error... —Mire, según los testimonios que pudimos recopilar en la Asociación, Eugenio Peralta Cruz de la Sala fue hijo de Don Fernando Peralta Cruz de… —¡Ya le dije que se equivocan, señores! —interrumpió Irene de un grito—. ¡Adiós y buenas tardes! La puerta se cerró dejando un retumbo en el aire. Una vez dentro, Irene comenzó a vaciar los viejos muebles de la casa, buscando y destruyendo retratos, daguerrotipos, fotografías, manuscritos, y otros papeles y objetos que pudieran contener datos genealógicos, asegurándose de que al viejo y abandonado árbol no le brotaran nuevas ramas.


HACIENDO

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HISTORIA

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A

l mediodía llegó un carro lujoso, nada habitual en esos lados. Muy bien vestidos y muy bien hablados, bajaron sus dos tripulantes: un hombre con anteojos de armazón negro y sombrero de fieltro y un joven de cabellos rubios con un maletín negro en la mano derecha. El cochero permaneció sentado en su lugar. —Buenos días, disculpe usted, señora, ¿este pueblo es Corvalán? —preguntó el mayor de ellos a una mujer que caminaba descalza con un manojo de leña bajo el brazo. La mujer asintió con un leve movimiento de cabeza mirando de arriba abajo a los visitantes. —Mire —continuó el hombre ante la pasividad de aquella mujer—, yo soy el profesor Vicente Ortiz Padilla y el joven es Manuel Argoitía, mi ayudante; ambos pertenecemos a la Asociación Nacional de Historiadores y nos han enviado de la Gran Ciudad para recolectar testimonios y documentos históricos sobre la hazaña independentista. —¿A quién busca, señor? —inquirió la mujer desconcertada, tras una larga pausa. —En realidad estamos buscando datos históricos señora… Según habitantes de los pueblos vecinos, aquí vivió un tal Eugenio Peralta Cruz de la Sala, y suponemos que desempeñó una gran actuación en…


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—¡Ay, sí! —exclamó la señora interrumpiendo al profesor al mismo tiempo que se persignaba impetuosamente con su mano libre—. Usted está hablando del Gauchito Peralta, ¿qué necesita saber?, dígame. —Bueno, en realidad estaba buscando información detallada y fechada sobre él: en qué año y dónde nació, si tiene descendientes directos, si hay constancia de su participación en las batallas de… —Mire, señor, la verdad que yo le puedo decir poco de esas cosas, yo siempre le pido a él y él siempre me cumple, ¿vio? Vaya a visitarlo a su santuario, que está donde él vivió y, según dicen, ahicito mismo está enterrado… pídale lo que usté necesite, él es muy cumplidor, vaya… —¡Excelente!, explíquenos cómo llegar, por favor. ¿Anotó ese dato, Manuel? —Sí, sí, señor profesor, ya lo anoto, a ver… enterrado en la casa… Al llegar a la estancia donde se decía que había vivido el hombre en cuestión, pensaron que más que una vivienda daba la sensación de ser un antiguo santuario derruido por el paso del tiempo, repleto de velas, flores, cartas e imágenes religiosas en su interior. Se encontraba construida estratégicamente para quedar bajo la sombra del inmenso algarrobo que la cubría en su totalidad. El profesor y su ayudante tomaron nota de todo lo encontrado, pero como esta información carecía de contenido histórico decidieron entonces hablar un poco más con la gente del pueblo. Entraron a una antigua pulpería en cuyo palenque vieron atados algunos caballos. Adentro se encontraron con varios grupos de gauchos sentados en torno a los grandes mesones


de madera y en la barra, jugando naipes, bebiendo y fumando. Un espeso humo blanco lo envolvía todo. Se acercaron a la barra y se presentaron a los hombres y al pulpero que estaba del otro lado del enorme tablón, y miraba atento a los intrusos mientras secaba unos vasos con un trapo sucio. —Buenos días, señores —dijo el visitante de más edad mientras limpiaba con un pañuelo los cristales de sus lentes—, yo soy el profesor Vicente Ortiz Padilla y él es mi ayudante, Manuel Argoitía; estamos en busca de datos históricos sobre Eugenio Peralta Cruz de la Sala. ¿Ustedes podrían proporcionarnos algún dato acerca de él y de su participación en las guerras por la independencia? Los cuatro hombres que bebían en la barra y el pulpero se quitaron sus sombreros, e indicaron a los dos hombres que los visitaban que debían hacer lo mismo en señal de respeto cada vez que nombraran al Gaucho Peralta. El profesor volvió a colocarse los lentes y se quitó el sombrero. Luego conversó con estos hombres durante un poco más de media hora, mientras a un lado su ayudante tomaba nota de cuanto se hablaba en el salón. Aparentemente, todos los relatos coincidían en lo mismo: la figura de Eugenio Peralta como un “héroe mártir”, un hombre valiente que había dado su vida por la Patria. Aseguraban que entre el “gauchaje”, era un ejemplo de humildad y bondad. Cada uno de ellos había recibido todos estos datos por parte de sus padres, que a su vez los habían recibido de sus abuelos, y ellos hacían lo mismo con sus hijos. Parecía que Eugenio había sido un gran hombre, o al menos, así era considerado por la gente que de él hablaba. También le dijeron que la persona más indicada para aportar datos específicos sobre Peralta era Eugenio Pedro Corvalán Escudero, nieto del mismísimo Pedro Corvalán Escudero, quien se

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creía que era uno de los pocos que había conocido en vida a Eugenio Peralta, y con quien había mantenido una encarnada amistad. Al terminar la conversación, los dos visitantes saludaron a estos hombres, les agradecieron por los datos aportados, y les invitaron por todo aquello una vuelta de vino. Los gauchos les agradecieron y bebieron en honor al célebre Peralta; los visitantes, nuevamente en las calles del pueblo, se dirigieron hacia la casa de ese tal Eugenio Pedro Corvalán Escudero. De acuerdo con las indicaciones de aquellos hombres, atravesaron un gran descampado al que los lugareños llamaban “Plaza Grande”, avanzando como pudieron entre los montículos de desperdicios que los perros vagabundos se encargaban de esparcir, y entre los caballos que descansaban atados a la sombra de los árboles. A su alrededor se hallaban casi todos los comercios, además de la Iglesia, la Comisaría y la Oficina de Correos y Telégrafos. Tras orientarse, tomaron una angosta calle que conducía hacia los confines de la zona urbanizada, en donde las casas se distanciaban más unas de otras. Los habitantes parecían ser gente pacífica, aparentemente no muy acostumbrada a ver forasteros en la zona. Los niños corrían y jugaban en las calles de tierra, y los perros, que no eran pocos, salían de todas partes a torear a los dos extraños. La gente observaba con curiosidad a estos hombres desde la galería o la entrada de sus casas, hablando entre sí mientras los saludaban. En la periferia se podían ver los extensos viñedos que se mezclaban con el entorno árido del paisaje, entre estancias lujosas y ranchos humildes. Había también corrales donde se criaban cabras, ovejas, llamas, chanchos y gallinas; y al igual que en la mayoría de las poblaciones, las clases sociales pare-


cían estar bien identificadas y aisladas entre sí. Por aquella época, decenas de hombres de otras partes se encontraban trabajando en la construcción de la usina y la colocación de los postes para el tendido de cables, que pronto abastecerían de energía eléctrica a todo el pueblo y las localidades aledañas. Tras una larga caminata, llegaron finalmente a la casa de Eugenio Pedro; cruzaron una rústica empalizada de caña, abriéndose paso entre decenas de perros lograron alcanzar la galería y golpearon la puerta. Aguardaron unos instantes ante el ladrido incesante de los canes que iban y venían. Advirtieron que de la chimenea salía humo, por lo que volvieron a insistir, esta vez con más ímpetu. Al cabo de unos minutos la puerta se abrió, y un viejo de cabellos blancos y semblante ceñudo apareció tras ella. —¿¡Qué quieren!? —preguntó aquel hombre mayor de aspecto tosco y al parecer nada amable. —Buenos días —dijo el profesor, y luego de una breve presentación pidió al hombre unos minutos de su tiempo para poder continuar su trabajo. El hombre aceptó de mala gana y los hizo pasar. Hablaron durante un par de horas, mientras Don Eugenio avivaba el fuego en el hogar, calentando en una vasija de arcilla lo que parecía ser un guiso para el almuerzo. Les contó a los investigadores que él era el único Corvalán Escudero con vida, ya que no había tenido hijos, o al menos ninguno que él reconociera, y el resto de su familia había muerto trágicamente a causa de una extraña peste traída al pueblo por viajantes que venían de las grandes ciudades en los comienzos; y, según él, todo indicaba que jamás se podrá erradicar; aunque curiosamente él fue el único de su familia que resultó inmune a esa

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epidemia. Parecía orgulloso al decir esto, y más aún cuando contó que el pueblo de Corvalán debía su nombre a su bisabuelo, Don Juan Pedro Corvalán Escudero, “quien fue el que pisó por primera vez este valle, y por ende, su primer habitante y fundador”. En referencia a Peralta, pocos datos específicos pudo aportar el anciano; no tenía idea sobre su fisonomía, ni en qué año había nacido, ni qué rol había desempeñado en el Ejército durante las Guerras por la Independencia. Al hablar del tema, no hacía otra cosa más que jactarse de ser nieto de Pedro Corvalán Escudero, “el mejor amigo de Eugenio Peralta”, repitió aquel dato en un sinfín de oportunidades, y aunque no llegó a conocer en vida a su abuelo, explicó que había sido él quien había cavado la tumba donde enterró a su amigo, “pero no dentro de su habitación como todos creen, si no en el fondo de la estancia”, debido a una vieja superstición que rondaba por aquella época en torno a la casa. Contó también que su difunto padre, Don Juan Eugenio Corvalán Escudero (llamado así al igual que él para honrar la memoria del amigo de su abuelo), le había enseñado todos los valores y ejemplos que había aprendido sobre Peralta, y que fue él quien impulsó la tradición de que cada 13 de mayo, a pesar de la fuerte oposición de los curas de aquel entonces, se realizaran los desfiles gauchos por la calle central del pueblo en conmemoración a su muerte. Al finalizar la charla, los dos hombres de estudio saludaron amablemente a Eugenio Pedro, agradeciéndole por su tiempo y por los datos aportados; y aunque encontraron interesantes los relatos del anciano, coincidieron en que eran demasiado pobres en cuanto a contenido histórico. El único dato interesante que hallaron los investigadores en toda la visita fue cuando el anciano mencionó que los padres de Eugenio Pe-


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El sol comenzó a desaparecer tras la extensa cadena montañosa. Los dos investigadores estaban a punto de darse por vencidos con aquella imposible búsqueda. A esas horas tenían la sensación de haber hablado con más de medio pueblo, y absolutamente todos los relatos concluían en lo mismo: nada. Parecía que cada uno de los entrevistados tenía su propia razón para venerar a Peralta, pero poco sabían acerca de él y de su historia. Emprendieron el camino de vuelta hacia la entrada, donde habían dejado al cochero esperándolos para seguir viaje. Al llegar al puente, decidieron parar unos instantes a conversar con tres mujeres que lavaban ropa en la orilla del río, como último intento. —Buenas tardes señoras —saludó el profesor casi sin paciencia, mientras automáticamente se quitaba el sombrero para continuar—. Con mi ayudante estamos investigando sobre Eugenio Peralta, ¿ustedes saben algo importante sobre él?

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ralta habían muerto trágicamente de extrañas enfermedades que habían contraído en la Gran Ciudad, donde eran muy comunes, y, según dedujeron, ellos habrían sido los responsables de la antigua peste que se propagó como una epidemia por todo el pueblo en sus comienzos ocasionando víctimas fatales en las que seguramente se incluirían los antepasados de Eugenio Corvalán. Luego continuaron prácticamente al azar, siguiendo pistas e indicios contradictorios que la gente del pueblo les había ido proporcionando, realizando un trabajo más parecido al de detectives que al de historiadores, intuyendo y decidiendo quién decía la verdad y quién no, para poder seguir un rastro que los condujera a algún punto.


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Las tres mujeres, casi en forma sincronizada, se persignaron. Una de ellas explicó que el “Gauchito Peralta” era una figura sagrada y que también era muy milagroso, ya que cumplía cualquier pedido que la gente le hiciese, y a cambio había que ofrendarle una vela o algo; “es por ello que cientos de personas visitan su casa, algunos incluso vienen desde lugares muy remotos para pedirle algo”. El profesor entendió en ese momento lo que había encontrado en la casa donde vivió Eugenio Peralta. En cuanto a su vida, las mujeres explicaron que “el gauchito” le robaba plata a los ricos para dársela a los pobres, “y es por eso que es tan querido por la gente humilde y tan odiado por la aristocracia”. Se despidieron apresuradamente de aquellas mujeres, y, ya agotados y decepcionados por la falta de datos históricos reales sobre el hombre en cuestión, tanto en la Gran Ciudad como en su pueblo natal, decidieron volver al lugar donde habían comenzado el recorrido sin más interrupciones. Se subieron al coche sin vacilar, justo en el momento en que un farolero comenzaba a encender las velas del alumbrado público. El profesor ordenó al cochero avanzar a toda prisa, sin perder más tiempo, para dejar atrás aquel pueblo, y con él, su frustrada investigación; dudando de la relación entre Eugenio Peralta Cruz de la Sala y las hazañas que se le atribuían junto al Ejército Revolucionario Independentista; relacionando su figura a un mito o a una leyenda más que a un verdadero héroe. Meses después, de regreso en la Gran Ciudad, el profesor Vicente Ortiz Padilla redactó el informe sobre su viaje al Norte, en el cual figuraba su visita a Corvalán, que no supe-


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raba los diez renglones del extenso documento. Todo aquello quedó asentado en el archivo de la Asociación Nacional de Historiadores (tomo 16, capítulo 4, folio 526). Años más tarde, ese mismo informe fue destruido por gente del gobierno de turno, seguramente movilizado ante la gran crisis que atravesaba el Norte por esos años, y reemplazado por otro en donde se dejaba claro que Eugenio Peralta Cruz de la Sala había dado heroicamente su vida por la Patria en el Campo de Batalla, por lo que se lo consideraba Prócer Nacional, con lo que este post mortem accedió al grado de General, y se decretó como feriado el día 13 de mayo en todo el norte.


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VIENTO

EL

SONIDO DEL

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L

o primero que Mr. Green vio del verdadero mundo fueron los postes del tendido eléctrico (aunque también podrían haber sido los del telégrafo, lo mismo daba), y hacia ellos se dirigió, atraído como un insecto hacia la luz. Comenzó a correr por la pendiente del cerro, riendo como un niño, saltando de una piedra a otra, bajando a toda prisa para librarse por fin de aquel mundo prehistórico en el que se había aventurado durante los últimos días. Sujetó fuerte su cámara fotográfica que en ese momento comenzaba sacudirse y golpearse contra la mochila y el cuerpo; en ella tenía todo lo que necesitaba para redactar el artículo que sin dudas lo haría ganar un premio o un ascenso en el periódico: un merecido reconocimiento por tanta audacia. Una vez que pisó el terreno llano se relajó y comenzó a caminar. Abrió bien grande la boca y los pulmones intentando recuperarse, como si el aire de allí abajo lo devolviera un poco a su hábitat natural. Caminó sin detenerse, sin apartar la vista de su objetivo. Los postes se veían cada vez más cerca y separados unos de otros, hasta que logró distinguir la carretera que se hallaba junto a ellos, y una gran sonrisa contenida se dibujó en su rostro. Allí estaba la salida: el camino que conducía a la civilización. Ansiaba volver al mundo sistematizado y moderno cuanto


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antes. Imaginó el refresco que se tomaría en el primer bar que encontrara abierto, junto a una hamburguesa con queso y muchas salsas, y luego otro refresco, y luego una copa de helado con crema y una cereza en lo alto, con la música de una gramola que sonaba de fondo, hasta que la primera canción se terminara y después, con tan solo echarle una mísera moneda, vendría otra, y luego otra, y luego otro refresco, y otra hamburguesa, y otro helado… Llegó hasta la carretera, se paró en el medio de ella sintiéndose cada vez más cerca del mundo real, y sin pensárselo demasiado echó a andar en el mismo sentido que el automóvil que lo había dejado allí la semana pasada, creyendo que su lugar de destino se hallaba más cerca que el de partida. “Las carreteras al menos conducen a algún lugar concreto”, pensó, “no como los senderos naturales que lo llevan a uno hacia lo desconocido”. Aguzó el oído intentando captar el sonido de algún motor a combustión, pero solo el sonido del viento y el de algún ave le llegaban de lejos. Sin detener la marcha, levantó la cabeza para ver por última vez los cerros donde había estado cautivo los últimos días, seis o siete según sus cálculos. Sus ojos claros miraban todo con recelo. Luego miró su cámara fotográfica, en donde guardaba aquellas imágenes imposibles de creer: la prueba de su aventura y sus experiencias con seres humanos salvajes que aún habitan el planeta. Quiso recordar sus nombres, pero parecía imposible guardar alguna palabra de esa extraña lengua. Se preguntó si aquella gente se habría enterado de los cambios que había atravesado la humanidad durante todos estos años: la tecnología cada vez más avanzada para alivio de la gente, los vehículos modernos que no dependen de los animales para


funcionar, las máquinas alimentadas por energía eléctrica que hacen todo más fácil. Seguramente no les interesara. Durante un momento pensó en la enorme suerte que había tenido él de nacer en el lugar en que había nacido, en la época en que la vida era más sencilla gracias a la industria. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó su gruesa billetera, la examinó y la volvió a guardar. Levantó una vez más la vista hacia los picos que escondían las viviendas de aquella gente y se lamentó del error que había cometido al dejarles tantos billetes como pago por el alojamiento y la hospitalidad que, sin siquiera conocerlo, le habían brindado, a su modo, durante esos días. ¿Tendrían ellos idea del verdadero valor del dinero? Ni siquiera lo miraron cuando lo dejó apilado sobre el mesón de troncos, ni le prestaron atención cuando intentó explicarles su valor, indicándole que lo guardaran para cuando fueran a algún pueblo o ciudad, allí podrían cambiarlos por ropa buena y comida distinta. Lo más probable es que lo usasen para encender fuego. Al pensar en los billetes ardiendo bajo una vasija de arcilla rebosante de agua sucia, un escalofrío le atravesó el cuerpo. Tuvo ganas de volver corriendo a buscar su dinero, cambiárselo por unas cuantas ramas y hojas secas. Imaginó la difícil tarea que tendrían por delante los que gobernaran alguna vez aquellas tierras, cuando intentaran incluir a gente como esa en el sistema, gente que ni siquiera habla la misma lengua, que ni siquiera les interesa bajar de aquellos cerros, mezclarse con gente civilizada, aprender de ellos… Sacudió la cabeza un par de veces y apretó los dientes, luego volvió la vista hacia el frente, intentando volver a concentrarse en su objetivo, no deseaba pasar ni un solo día más en ese hueco del mundo donde el tiempo parecía haberse detenido.

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El sol se volvía cada vez más inclemente a medida que ascendía por el cielo limpio, sin una sola nube que prometiera sosiego a largo plazo. Su fuerza parecía atravesar como si nada el sombrero de paja que lo protegía a medias, calentando lentamente su blanco y delicado cuero cabelludo. La vegetación que crecía a ambos lados del camino era muy escasa, y encontrar un poco de sombra donde resguardarse del sol abrasador parecía imposible. A lo lejos, entre decenas de cactus, logró distinguir un letrero rectangular, y sin perderlo de vista caminó hacia él con paso firme, cortando camino para evitar una curva que se abría por la ruta. Volvió a pensar en la civilización, en el bar, en el refresco, en la hamburguesa con queso, en el ventilador que tendría en frente, en la agradable música que reproduciría la gramola; y sin proponérselo aceleró el paso. Cuando estuvo a poca distancia del cartel improvisó una visera con las palmas de las manos, y logró leer la inscripción en negro que rezaba: CORVALAN 35 REYNOSO 60 Permaneció unos minutos quieto frente al cartel, intentando recordar cuantas millas hacían un kilómetro, o cuantos kilómetros comprendían una milla, pero fue inútil, se sentía muy cansado y hambriento como para pensar. Se descolgó la mochila y se sentó ubicando la cabeza bajo la pequeña porción de sombra que ofrecía el cartel. De un sorbo bebió el agua que le quedaba en su cantimplora con una expresión de asco; el agua estaba caliente y aún conservaba ese sabor amargo a minerales que obtuvo durante su descenso por las rocas. Un enjambre de moscas negras lo rodeó intentando hidratarse con él, lo que hizo aún más inso-


portable aquel momento. De un movimiento brusco revoleó la cantimplora a un costado y maldijo a viva voz su situación. Luego abrió la mochila y sacó un pañuelo blanco con el que se secó la traspiración de la cara. Miró a ambos lados de la carretera, con la ilusión de ver una polvareda levantarse, de escuchar el sonido de un motor rugiendo en la lejanía, o al menos el traquetear de una carreta tirada por bestias que lo acercase un poco; pero solo el sonido del viento que hacía eco en sus oídos volvió a invadirlo una vez más. En ese momento notó las sombras de al menos tres aves de gran envergadura que planeaban en lo alto, dibujando círculos a su alrededor. Se frotó la cara con ambas manos y lanzó un resoplido de bronca. Volvió a observar detenidamente el cartel que tenía justo encima de su cabeza, con la esperanza de que quizás treinta y cinco kilómetros fueran mucho menos que treinta y cinco millas. Tras largos minutos de indecisión se puso de pie, y con las fuerzas que le quedaban reanudó la marcha. El sol comenzaba a ceder lentamente, dando lugar a una ráfaga de viento seco y cálido que le golpeaba la cara como una bofetada, impidiéndole ver con claridad. Su silbido agudo le penetraba los tímpanos haciéndolo tiritar. Los dedos de los pies y manos se le hincharon, y un mareo repentino lo hizo trastabillar. Sus botas se arrastraban lentamente por el árido suelo, el ritmo de su marcha fue disminuyendo gradualmente, poco a poco, hasta que casi parecía mover los pies sobre el mismo lugar. El aullido del viento en contra, junto a los remolinos de tierra que formaba a su alrededor, lo obligaron a caminar de espaldas, utilizando su mochila como escudo contra la arenilla que se levantaba azotándolo sin piedad. Su sombra se proyectaba inmensa hacia un costado con los rayos oblicuos del sol.

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Por un momento pensó en volver hacia los cerros, pedir un poco de esa agua sucia y asquerosa aunque fuera para refrescar su boca y su garganta completamente secas; quedarse en aquel refugio rústico de barro y palos al menos hasta que el viento amainara. Levantó la vista una vez más, buscando el camino que lo había llevado hasta allí, pero la nube de tierra que se movía a gran velocidad le impedía distinguir algo. Metió la mano en el bolsillo una vez más y con el pulgar acarició el filo de los billetes que sobresalían de su billetera de cuero; estaba dispuesto a dárselos todos a quien pudiera sacarlo de allí, salvarlo de aquel lugar inhóspito y primitivo para llevarlo hasta la ciudad, hasta el bar en donde lo esperaba un refresco helado y una gran hamburguesa con queso, con la música de una gramola sonando de fondo y el aire metálico de un ventilador chocando contra su rostro. El viento se hacía cada vez más insoportable, hasta que finalmente lo hizo detener. Acurrucado y sin quitarse la mochila se dispuso a esperar a que cesara un poco, sabía que con las fuerzas que le quedaban sería imposible llegar a algún lugar seguro, y no podía luchar contra la fuerza de aquel tornado. A su alrededor volvió a ver las mismas sombras que giraban en lo alto describiendo círculos perfectos. La claridad del día comenzó a desvanecerse, y con la llegada de la noche el viento se volvió menos cálido y persistente. Green volvió a ponerse en pie, haciendo un gran esfuerzo para no caer hacia un costado por el peso de su mochila. Nuevamente reanudó la marcha por el borde de la carretera irregular que ascendía imperceptiblemente, sin ver una sola señal de vida. El sonido del viento tenía ahora un tono más grave y fresco. Levantó la cabeza para ver una vez más aquel paisaje teñido ahora por la luz del ocaso. El silencio del lugar


solo era interrumpido por el graznido de algunas aves que en bandadas cruzaban todo el cielo hasta perderse de vista. Una vez más giró para ver los cerros en donde vivían esos seres incivilizados, y esta vez los vio más lejanos que antes. Luego miró hacia el lado opuesto, donde creyó vislumbrar las luces centellantes de una pequeña ciudad en la lejanía. Comenzó a oscurecer, el aire ahora era frío y manso. Estaba seguro de que ya quedaba muy poco para alcanzar la población que indicaba el cartel, seguramente ya habría caminado más de treinta kilómetros, quizás treinta y dos, treinta y tres… Pronto cayó la noche. A lo lejos le pareció distinguir mejor el poblado que resplandecía con su luz artificial, aunque lo más probable era que solo fuese su imaginación: un espejismo al final de ese desierto infinito. Sin apartar la vista de su objetivo apuró el paso lo más que pudo, apretando los dientes para soportar el peso infernal de su mochila, de su cámara fotográfica, de su libro de anotaciones. Cerró los ojos intentando aislarse aunque fuera por unos segundos de todo lo que lo rodeaba, y sin proponérselo comenzó a recordar sus tardes de domingo en su apartamento de la calle 16, tirado en su sillón favorito, escuchando la transmisión del juego por la radio con una cerveza fría en la mano; hasta que de repente un sonido débil a sus espaldas lo hizo volver a la realidad; un ruido nuevo y que no parecía provenir de la naturaleza podía distinguirse a lo lejos: ¡Sí, eso era! ¡Un motor! ¡El poderoso rugido de un conjunto de engranajes alimentados por combustible aceleraba hacia él! ¡El sonido inconfundible de la civilización que acallaba el insoportable y hostil retumbo del viento en sus oídos! ¡Su pasaporte hacia la ciudad, hacia el bar, hacia el refresco, a la hamburguesa con queso, a la música de la gramola, a la copa de helado, al ventilador…! El sonido se hacía

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más y más intenso a medida que se acercaba, hasta que Green pudo ver con claridad los dos potentes faros redondos que lo miraban amigablemente en medio de la densa oscuridad, como si se tratase de un par de ojos familiares. Se zamarreó hasta que se deshizo de su mochila, de su pesada cámara fotográfica, estaba exaltado. Metió su mano en el bolsillo y de su billetera extrajo todos los billetes que tenía para alzarlos con una mano, procurando que todos ellos quedasen bien visibles a los ojos del conductor de aquella poderosa máquina. Sus ojos se empañaron, su sonrisa parecía no entrar en todo el ancho de su cara, su respiración se agitaba a cada instante que pasaba. Ya podía saborear el refresco, el vehículo estaba a pocos metros con su bullicioso sonido, la hamburguesa con queso y salsas, ya podía escuchar el chirrido de los neumáticos sobre la tierra, la agradable música ambiental que despedía la gramola, ya pasaba por su lado, la copa de helado con crema y una cereza en lo alto, el conductor ya lo veía a él y a la inmensa riqueza que sujetaba en su mano firme, ya sentía el aire fresco del ventilador rozando sus mejillas, ya se alejaba en la oscura noche con su potente rugir, levantando una cortina de polvo a su paso, inundando la atmósfera con su ráfaga de humo blanco que olía a civilización y progreso, mientras Mr. Green inmóvil lo observaba alejarse por la carretera, hacia la luz blanca y centellante que aparecía a la distancia.


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—Disculpe, señor, pero nosotros no necesitamos esas cosas, muchas gracias. —Pero señorita, ¿me va a decir usted que no quiere ver…? —Perdóneme, pero le acabo de decir que no. Adiós y buenas tardes. La puerta se cerró, y el hombre con corbata cuadriculada y portafolio marrón se marchó un tanto confundido. Rosaura entró al cuarto donde su madre descansaba en compañía del aparato de radio. —¿Quién era, nena? —preguntó la anciana. —Nada importante, mamá, uno de esos vendedores pesados que insisten para vender todo ese asunto de las antenas y las pantallas… —¿¡Y qué le dijiste!? —insistió la madre mientras se incorporaba en la cama, esta vez con tono impaciente. —Y nada, mami, vos sabes lo que opina Héctor de todo esto, así estamos bien, ¿para qué queremos esas cosas…? —¡Ay, nena, al menos lo hubieses hecho pasar! —¿¡Para qué, mamá!? —la pregunta de Rosaura sonaba como una acusación. —Mirá, querida, yo no sé en qué mundo vive este novio tuyo, pero Norma, la mamá de Marcela, dice que lo puso y es genial, se divierten todos, incluso las noticias las da un hom-

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el

gigante


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bre muy buen mozo que se puede ver y… —¡Basta, mamá! —sentenció la joven—, así estamos bien. Héctor es un hombre sumamente inteligente que vivió demasiado, y si dice que todo esto es malo, por algo será. Con un gesto de impotencia, la anciana estiró la mano para subir el volumen de la radio y se volvió a recostar. En ese momento estaban anunciando los números sorteados de la lotería a la que ella jugaba cada mañana. Rosaura salió de la pieza cerrando suavemente la puerta, fue hacia el baño y abrió la ducha. En poco tiempo llegaría Héctor, su prometido, y juntos irían a pasear al parque como lo hacían cada jueves. Se sentía la mujer más afortunada del pueblo, salía con el hombre más interesante y entretenido; no dependía, como sus amigas, de esos nuevos aparatos con los que ellas junto a sus familias se encerraban días enteros, y se preocupaban por cosas sin sentido, incluso pasaban horas sin hablarse. Al llegar al parque se dieron cuenta de que esta no sería una tarde cualquiera de un día cualquiera, estaban a punto de presenciar algo único, algo histórico, algo de lo que años después podrían sentirse orgullosos al contárselo a sus hijos, y quizás a sus nietos. —¡Ay, Héctor, que sorpresa!, seguro que vos sabías que esto iba a pasar… Héctor afirmó los redondos lentes en su delgada nariz e hizo un gesto de aprobación, sonriendo y besando a Rosaura en la cabeza. —Por supuesto, mi amor, quería que este día estemos juntos, para no olvidarlo nunca —respondió él mientras tomaba su mano.


El parque parecía un hormiguero: había caras conocidas y otras nuevas, agrupaciones tradicionalistas de todo el país a caballo, políticos, periodistas de la Gran Ciudad y un sinfín de curiosos espectadores. Nunca antes habían visto tanta gente junta en sus vidas, y durante esa tarde se sintieron parte de todo aquello. En el centro, sobre el escenario, estaban el gobernador, el intendente y otros tantos hombres bien vestidos presidiendo la ceremonia. Luego vendrían los números de los distintos artistas locales y allegados: músicos, bailarines, poetas, historiadores. Hacía unos meses, el concejo vecinal del pueblo había decidió en forma casi unánime que la plaza central (en donde antiguamente estaba situada la finca de la familia Benavidez) llevase el nombre de “Plaza 13 de Mayo”, en conmemoración a la muerte del General Eugenio Peralta Cruz de la Sala. La plaza se encontraba a casi dos kilómetros de la casa donde el General había fallecido. Se le encargó al célebre escultor Victorio Carpanchay realizar la estatua que pronto se descubriría en lo alto del centro de la plaza, y a pesar de la controversia que hubo con respecto a la fisonomía del prócer, la mayoría de los estudiosos reconoció que la obra reflejaba fielmente su verdadera apariencia. Ese monumento pasó a ser la construcción más alta de Corvalán por aquellos tiempos, superaba por poco a la antigua cruz de madera de la catedral que se encontraba enfrente, y fue quizás por este detalle que comenzarían los conflictos con las autoridades religiosas, quienes apenas dos días después de la inauguración de la escultura ordenaron el inicio de las obras de un nuevo campanario, en cuya cúpula situarían una inmensa cruz de hierro. Meses más tarde, la avenida principal también cambiaría su

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nombre, de Avenida Paniagua (nombrada así por la misma familia que había vivido allí y que había aportado al pueblo los avances de la ciudad) a Avenida General Peralta, con lo que el intendente dejaba claro que al menos su gobierno se interesaba en reivindicar la imagen tan cuestionada del héroe popular, y le daba el reconocimiento que se merecía. —Ahora entiendo por qué hicieron esa construcción tan alta con piedras y cemento ¿Cómo no me lo contaste antes, mi amor? Mirá que sos malo, eh… —Rosaura sonrió y dio un apretón a la mano de Héctor en el momento en que decía estas palabras, como signo de complicidad y confianza. Héctor volvió a sonreír, pero esta vez no dijo nada; se dedicó a contemplar detenidamente aquel monumento. —Está hermosa la escultura —dijo el joven tras un largo silencio—, mirá que bien que lo hicieron al General en su caballo, con esa lanza y esa bravura en la mirada… sin duda Peralta es un gran orgullo para todos nosotros y este reconocimiento era lo menos que podíamos hacer por él. Héctor y Rosaura guardaron en su memoria aquel célebre día, fueron unos de los primeros que veían aquella obra, tan común en las ciudades más grandes del país, por lo que sintieron que Corvalán era un lugar importante. Favorecidos por los faroles eléctricos que ahora iluminaban las calles durante toda la noche, volvieron tarde a casa de Rosaura; algo muy raro en ellos, que acostumbraban a dormir temprano. Aquel espectáculo pareció devolver de alguna forma la alegría y la tranquilidad al pueblo, desviando un poco la atención y actuando como una especie de anestesia ante la gran crisis económica que atravesaba el norte por aquellos tiempos.


Rosaura salió del baño y comenzó con las tareas de embellecimiento: se peinó, se pintó la cara, se puso su largo vestido blanco con florcitas y se roció colonia fresca. Los domingos eran días sagrados en Corvalán, y todo el pueblo, o por lo menos la gran mayoría, acudía a la misa de la mañana. Héctor la pasaría a buscar en poco tiempo, juntos irían a la catedral y luego pasarían por la casa histórica de Peralta, como era su costumbre cada domingo. Caminando por las calles del pueblo notaron que cada vez era más difícil transitarlas a pie. Los modernos vehículos que ahora se desplazaban sin la ayuda de animales parecían multiplicarse día a día, y con el tiempo fueron reemplazando al transporte de siempre, a la estructura urbana del pueblo, y a los antiguos conceptos de tiempo y distancia. También se podía ver que prácticamente no quedaban casas sin esas pequeñas antenas metálicas que emergían de los techos como periscopios. Parecía que todo el mundo, menos ellos, había optado por aquellos raros aparatos que eran propios de las ciudades. —¿Te diste cuenta, Héctor?, pareciera que nuestro pueblo de a poco se está convirtiendo en una de esas ciudades en las que vos viviste —dijo Rosaura con tono de preocupación. —Hmm… es cierto —respondió Héctor con aire de incertidumbre—, yo no sé dónde irá a parar todo esto. En la ciudad la gente parece tonta enchufada a esos aparatos y no hacen otra cosa más que mirar esa pantalla en su tiempo libre, ojalá eso nunca pase aquí. —No va a pasar, seguro que esto es parte de una moda, de querer ser como la gente de la ciudad. ¡Como si vivir en un pueblo tan lindo como este fuera malo! Debido al trabajo de su padre, que había llegado a ser jefe

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de policía, Héctor Báez había pasado su infancia y parte de su adolescencia viajando con su familia por casi todo el país. Había nacido en Corvalán durante uno de los tantos destinos de su padre, y aunque solo había vivido allí hasta los cinco años, siempre había tenido un profundo sentimiento de pertenencia con su pueblo natal. Su paso por las ciudades parecía haberlo nutrido de conocimientos y experiencias distintas, y su decisión de volver a vivir allí no era casualidad. Rosaura se entretenía mucho escuchando las anécdotas vividas por su novio en los distintos lugares que había conocido. Héctor parecía saberlo todo, era un excelente narrador de historias y describía muy bien cada lugar por donde había andado, recordaba con gran exactitud hasta los más mínimos detalles; estas charlas eran el entretenimiento principal de la pareja. Al llegar a la estancia donde había vivido Peralta, se sentaron en un banco, bajo la sombra que proporcionaba el gran algarrobo, y advirtieron por un gran cartel puesto por el gobierno que finalmente la vieja construcción comenzaría a ser remodelada. —Menos mal —exclamó Héctor al llegar—, esta casita en cualquier momento se venía abajo. Un lugar histórico como este debe cuidarse como oro. Si no recordamos y valoramos nuestro pasado y nuestra historia, entonces ¿qué quedará para nuestro futuro? —le decía una y otra vez a su novia, quien, como siempre, asentía. Pasaron una agradable tarde allí, tomando mate y aprovechando para charlar con la escasa gente del pueblo que por allí pasaba. Se daban cuenta de que la vida social y la relación que alguna vez habían tenido los corvalanenses entre sí se estaban perdiendo, y a pocos les interesaban los temas cotidianos como antes.


Aquella mañana, durante la misa, el sacerdote había criticado con dureza a los devotos de Peralta acusándolos de herejes. El revuelo generado por un grupo de seguidores del mítico Gauchito, que llevaba días intentando localizar sus restos dentro de la casa para llevarlos a la catedral (como comúnmente se hacía con los próceres en todo el país), causó una gran polémica en todo el pueblo, y se cree que si aquel grupo de hombres hubiese hallado su sepultura después de excavar durante dos semanas, las cosas quizás hubiesen tomado un rumbo diferente. Pero su cuerpo, “gracias a Dios”, jamás se encontró. Rosaura, como de costumbre, consultó aquello con su novio, que la tranquilizó, explicándole que la gente de clase baja no tenía acceso a los libros y a la educación como ellos, por lo tanto había que tolerar algunas de estas torpezas que eran propias de su condición social. “El General Peralta es y será un héroe de la Patria”, dijo a su novia, “de eso no caben dudas, pero nada tiene que ver lo histórico con lo religioso”. Años después, cuando finalizaron las tareas de restauración ordenadas secretamente por la iglesia, en un intento frustrado de restarle importancia a ese falso santo, aquella vieja casa y santuario popular fue declarado Patrimonio Nacional y Museo Histórico, y comenzó a exhibir en sus vitrinas uniformes militares, armas de fuego, sables y objetos que se usaban en la época de Peralta; y a pesar de que ninguno de ellos había pertenecido al General, miles de visitantes y curiosos acudían a llevarse una foto típica del lugar, o simplemente rendir un modesto homenaje dejando flores, velas y cartas. Esto atrajo a mucha gente, incluso de otros países, lo que produjo en Corvalán un importante crecimiento, convirtiendo al antiguo pueblo en uno de los principales destinos turísticos del Norte,

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debido también a sus bellos paisajes y a las playas artificiales que se hicieron en la orilla del río. Héctor y Rosaura pasaban horas allí sentados, observando e imaginando cómo habría sido la vida por aquella época. ¿Cómo se la habría arreglado la gente para vivir sin electricidad, sin automóviles, sin radios, sin telégrafos? ¿Cómo habría sido la infancia de Peralta? Seguramente, según Héctor, donde ahora estaban sentados, el General dejaría atado su caballo; y quizás más allá estaría todo su ejército formado, aguardando sus órdenes. Eran tardes hermosas para la pareja. Se sentían privilegiados de vivir en aquel lugar al que tanta gente visitaba de muy lejos para ver, entre otras cosas, esa casa a la que ellos podrían ir cuando quisiesen, cualquier día, a cualquier hora. Eran una pareja feliz, única, envidiada, distinta a todas las demás. No dependían más que de ellos mismos para divertirse, y mientras todos se preocupaban por los problemas por los que el mundo atravesaba, ellos sentían que vivían en un verdadero paraíso. Corvalán estaba en pleno proceso de transformación. Cada vez se veían más caras nuevas y a veces costaba diferenciar a los que venían por unos días de los que lo hacían por largos años. En torno a la plaza y por los barrios del centro se notaba un gran cambio en el ritmo de vida y en las costumbres de la gente; incluso uno ya casi no se cruzaba con los vecinos de toda la vida. Los comerciantes de siempre, ubicados en torno a la plaza, fueron cambiando de rubro amoldándose a las nuevas necesidades que el pueblo demandaba. Las tradicionales familias que vivían en el centro parecieron desplazadas hacia los nuevos barrios que se habían ido construyendo, alejados de la denominada “zona turística”, y poco a poco el pueblo


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Un jueves de otoño, los dos ancianos, como de costumbre, se encontraban sentados en un banco del parque leyendo. De pronto ella cerró el libro y miró a su alrededor. La gran cantidad de gente que iba y venía en vehículos cada vez más modernos y ruidosos parecía haber cambiado por completo las solitarias tardes en el parque. Intentó recordar el silencio de otras épocas, pero le fue imposible. Luego dirigió la vista a su marido, aparentemente inmutado ante el bullicioso entorno. —¿Te diste cuenta, viejo? —le dijo con tono triste—, el pueblo está muy cambiado. Su compañero asintió con un leve movimiento de cabeza, simulando no prestar demasiada atención. La mujer tomo aire

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pareció dividirse entre los antiguos y los nuevos pobladores. Ya no se contaban de a cientos, sino de a miles los turistas que visitaban Corvalán en las vacaciones, y por la gran demanda de estos, se realizó el tendido de TV por cable en todo el pueblo, que más tarde sería reemplazado por las antenas satelitales. Al principio se dijo que era solo para conformar a los turistas, que no concebían pasar tantos días sin esa compañía, pero luego la población entera se conectó y adquirió modernos y costosos aparatos receptores. La televisión se transformó en el gran entretenimiento de la familia, reemplazó a las antiguas actividades que antes se realizaban y ocupó un lugar protagónico en cada hogar. Se reunían en torno a ella tardes enteras, riendo, llorando, aprendiendo, sufriendo y pensando. Cada vez se veían menos niños jugando y adultos conversando por las calles como en otras épocas. La televisión, también en Corvalán, logró modificar para siempre el modo de vida de la gente, y ya nadie imaginaba una vida feliz sin ese maravilloso aparato del cual brotaban imágenes y sonidos.


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y continuó. —Y a pesar de que cada vez vienen más turistas, Corvalán no tiene más atracciones que el museo Peralta, la playita y esta plaza. El gobierno podría hacer algo más para que toda esta gente haga otras actividades, ¿no te parece? —Podría ser —el hombre hizo una pausa en su lectura y levantó la vista unos instantes—. Igual parece que a la gente le gusta, si no, no vendrían tantos. Tras un largo silencio, el anciano cerró su libro, se quitó los anteojos y se frotó la cara con ambas manos. Tuvo ganas de decirle a su compañera lo que hacía años venía pensando: él también estaba aburrido de hacer siempre lo mismo. Llevaban toda una vida con la misma rutina: si no era pasear por la plaza era ir a misa y visitar el museo, sentía que necesitaba cambiar un poco de aire, ver otros pueblos, otros paisajes; seguramente el mundo estaría lleno de lugares tan lindos y atractivos por conocer como ese. El discurso que siempre había mantenido sobre Corvalán pareció disolverse en aquel instante. Tuvo ganas de decírselo a ella, pero se contuvo, hubiese sido una contradicción muy grande después de tantos años y de innumerables charlas. El tañido de las campanas de la iglesia anunciaba que ya era tarde. Un repentino viento seco, de esos que obligan a cerrar puertas y ventanas, ocultó el sol tras unas nubes. Los dos ancianos emprendieron la vuelta a la casa por la avenida Peralta, caminando casi a la par, y sin saber por qué, se detuvieron involuntariamente frente a la vidriera de aquel nuevo local inaugurado hacía una semana. Del otro lado del grueso cristal se encontraban las distintas pantallas que transmitían imágenes a todo color: hombres jugando al fútbol, políticos hablando sobre temas importantes, policías dispersando con gases a un


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grupo de manifestantes en un país remoto, una mujer que enseñaba a cocinar y varios personajes de dibujos animados. Cada uno leyó para adentro las letras que estaban pintadas con cal en el inmenso escaparate: “OFERTAS EN NUEVAS TV COLOR — 6 Y 12 CUOTAS SIN INTERESES — 10 % DE DESCUENTO A JUBILADOS”. La mujer miró al suelo y después a su marido, que parecía haber abandonado su cuerpo. Tragó saliva y aguardó en silencio unos instantes con la mirada baja, hasta que finalmente, juntando las fuerzas necesarias, se animó a hablar. Luego los dos ancianos se tomaron de la mano, refugiados en su antigua complicidad, al mismo tiempo que ponían un pie dentro de la tienda.


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“¡Falta poco, ya falta poco”, se decía a sí mismo mientras aguardaba en la oscuridad, “sé que falta poco!” El niño acostado sobre el largo sillón del living, que era también su cama, tapado hasta el cuello y con los ojos bien abiertos, no soportaba más la ansiedad de que el reloj emitiera ese estrepitoso sonido, tan odiado en otras circunstancias. Imaginaba todo lo que le esperaría en los días siguientes y no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Se levantaba una y otra vez con la excusa de ir al baño o a tomar agua, y de paso, miraba con detenimiento el reloj despertador que su madre le prestó aquella noche para que se levantara solo, sin interrumpir el sueño de sus padres y sus hermanas. Ese incesante “tic tac” dejaba en claro que cada vez faltaba menos. Revisó cuatro veces la inmensa mochila para ver que no faltase nada de lo que necesitaría durante los próximos días. Encendió una y otra vez la linterna en la oscuridad para asegurarse de que las pilas no estuviesen gastadas. Armó y desarmó infinitas veces su bolsa de rancho, y miró detenidamente cada uno de los cubiertos que llevaba, para estar seguro de que cada uno cumpliera su función. A la séptima u octava vez que miró el despertador decidió que era suficiente. El reloj marcaba las cuatro y cuarenta y cinco clavadas con sus dos negras agujas. El niño, cansado de

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¡BUEN VIAJE!


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tanta espera, se abrigó, se cargó la pesada mochila a la espalda, y salió de la casa dejando un portazo y un reloj despertador sin desactivar como despedida. Sin parar de sonreír, caminó las once cuadras en la fresca mañana hasta llegar al lugar de encuentro, donde sus compañeros y dirigentes lo estarían esperando. Se subiría a la camioneta del papá de Ariel, que seguramente ya estaría en marcha, para por fin dejar atrás su casa y su vida de todo un largo año. Al llegar al lugar de encuentro no vio más que al perro del cura que dormía plácidamente junto al portón, y aunque su nombre era otro, los chicos lo llamaban Rocky, porque tenía una mancha negra alrededor de un ojo. “¡Qué raro!”, pensó, “habíamos dicho que nos juntábamos a las seis. ¿Habré caminado muy rápido? ¿Será hoy el día y no mañana?” Por un momento dudó incluso de si se encontraba en el lugar correcto, pero pronto se tranquilizó al levantar la vista y ver el gran cartel de madera que colgaba de dos cadenas a la pared, con sus letras talladas a mano y pintadas en su interior de verde, en el que se leía a la distancia: “GRUPO SCOUT LUJAN DEL BUEN VIAJE”. No tenía dónde ir, así que se descolgó la mochila de los hombros y utilizándola como respaldo se limitó a esperar sentado sobre la vereda, junto a Rocky, que aunque abrió su ojo negro y vio al niño, parecía no estar. Facundo (así se llamaba, aunque en el grupo le decían cariñosamente “Grillo”, debido a una graciosa anécdota relacionada con un personaje de dibujos animados) comenzó a marearse de tanto mirar hacia un lado y hacia otro, esperando que alguien, aunque no fuese del grupo, pasase caminando por aquella cuadra; pero nadie parecía haberse despertado en toda la ciudad.


Y no fue hasta que vio la figura del Cabezón que logró calmarse. Con su gran mochila verde y sus inconfundibles anteojos de armazón negro llegaba caminando hacia el punto de encuentro acompañado por su padre; con sus característicos pasos largos debido a su estatura y su típica cara de recién levantado. —¿Qué haces, Grillo, recién llegas? —dijo el cabezón, casi al mismo tiempo que bostezaba. —¡Cabezón! —lo saludó Grillo desde el suelo, extendiendo su mano para dar a su amigo el tradicional saludo de meñiques cruzados. La alegría que sentía ahora Grillo era desbordante, sabía que nada había fallado: estaba en el lugar y en el momento convenidos, y todo se daría según lo planeado. De a poco fueron llegando los chicos. Todos vinieron acompañados por su padre o su madre, o incluso por ambos, quienes querían despedir a sus hijos y aprovechar para darles algún último consejo como “lavate los dientes”, “llamá apenas puedas” o “portate bien”. Cristian y José eran los dirigentes del grupo. Cristian era un hombre flaco y alto, amante de la naturaleza y la aventura. José era más pequeño y tranquilo que Cristian, pero se le daba mejor el manejo del grupo debido a su carácter fuerte y su personalidad autoritaria; le faltaban pocos meses para recibirse de médico, por lo que planeaba en breve dejar su cargo en el Grupo Scout para cumplir con su verdadera vocación. Este sería su último campamento junto a los chicos, pero eso no lo sabía nadie más que él. Ya estaban todos: el Cabezón; los hermanos Elizalde (Nacho y Martín, que eran gemelos); Víctor, su inseparable amigo de aventuras; el gordo Sergio, uno de los guías de equipo pero

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solo por una cuestión de edad y seguramente de tamaño; Miguel, que era el otro guía y el más mandón; el Chino Escalante, al que consideraban insoportable debido a la seriedad con que se tomaba todo; Mariano, el más alto; Ariel y su papá Roberto, quien tenía una verdulería y se había sumado al grupo a último momento cuando ofreció su camioneta para hacer el viaje y colaborar con las tareas de cocina; Marcelo, que casi nunca hablaba pero obedecía al pie de la letra las órdenes de Miguel; y por último Mario, que era el más desbaratado del grupo, y a nadie le sorprendió que llegara corriendo arrastrado de la mano de su madre cuando la camioneta ya estaba en marcha y a punto de salir. Grillo era el menor, y además, el más pequeño. Él pensaba que quizás sería por esto que nadie lo tomaba en serio dentro del grupo cuando hablaba, ya que todos se le acercaban para bromear o para sumarlo en algún chiste. A los demás se les consultaba en cada reunión sobre las decisiones que se tomarían, pero a Grillo, siempre que le preguntaban algo, era para obtener una respuesta graciosa que provocara la risa y el buen ánimo en el grupo. En una de las reuniones, cuyo objetivo era asignar las distintas funciones a cada uno, a Grillo le asignaron la de “histrión”, y aunque él nunca supo el significado de esa palabra tan rara, la asoció con “bufón”, que a su vez la relacionó con el comodín, y por eso se sintió la carta más valiosa de todo el mazo, ya que alegraba a quien la recibiera en cualquier juego. Haciendo una cadena humana subieron al carrito que iría enganchado en la vieja camioneta Ford las mochilas, las carpas, los palos, las sogas, las cajas que contenían herramientas y comida, el botiquín y las demás cosas. Luego abordaron a la oscura caja de la camioneta, cubierta casi totalmente por


una gruesa lona verde, se sentaron e hicieron sociedades de amistad como era costumbre en cada viaje. Roberto se subió último, después de verificar que el carrito se encontrara bien enganchado a la parte trasera de su máquina, se sentó al volante, y con su tradicional explosión, la vieja Ford se puso en marcha. Lo último que se escuchó mientras la camioneta comenzaba a moverse fue la voz de una madre deseándoles buen viaje. Avanzaron por la ciudad todavía desierta y pronto subieron a la autopista. La brújula de Miguel indicaba que se dirigían al noroeste. Grillo, apoyado en la puertita trasera de la pick up, miraba atentamente hacia los costados, intentando ver cómo la ciudad de todo el año se quedaba por fin en su lugar de siempre. “Imposible que me sigan”, pensó. Sintió un inmenso alivio mientras se alejaba de todo, y ese alivio se hacía más profundo a cada kilómetro que avanzaban, mientras el resto del grupo cantaba las tradicionales canciones de viaje, repitiendo y coreando las frases que Cristian originaba. Cuando ya solo vio verde a cada lado de la ruta, Grillo se sumó al grupo que siguió cantando y riendo durante una hora o dos, hasta que se dejó vencer por el sueño de toda una noche en vela, se acomodó en una esquina de la camioneta, y recién despertó para comer los sándwiches a la hora del almuerzo en el fondo de una solitaria estación de servicio. Tras largas horas de viaje, y con casi todos durmiendo o descansando, llegaron finalmente al destino que José y Cristian habían elegido para establecer el campamento. Mientras Roberto iba despertando de a poco a los chicos para ir descargando el carrito, los dos dirigentes fueron a dar una vuelta de reconocimiento para decidir dónde y cómo se

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instalarían. Al volver a la camioneta, José les ordenó que se trasladaran a la sombra de un árbol para hacer la primera reunión. El sol de aquel lugar quemaba en las cabezas como nunca antes. Roberto, como solo era un padre que acompañaba, aprovechó para dormirse en la cabina de la Ford, estacionándola bajo la sombra de un árbol cercano y dejando abierta la puerta del acompañante para sacar los pies por ella. Sentados en ronda, todos escuchaban a José dando las clásicas instrucciones de las cosas que había que hacer y las que no. Grillo ya se las sabía de memoria, eran siempre las mismas cosas aburridas de todos los campamentos, por lo que prefirió acoplarse a Víctor y Mario, que les estaban tirando piedritas al Chino Escalante y a Marcelo, y aunque ambos parecían fastidiados, ninguno de los dos se dio vuelta para darse por aludido, tratando con indiferencia a sus agresores. De pronto la reunión se interrumpió durante unos instantes. —¿Qué pasa, Grillo? —Nada. —¿De qué te reís? —De nada, José. —No, de nada no, de algo te estás riendo… Contale al grupo el chiste así nos reímos todos. Pero Grillo ya no podía hablar, la cara con claros signos de irritación del Chino Escalante en el momento en que se daba vuelta y lo miraba fijo hizo que se tentase y terminara revolcándose en el árido suelo, riendo a carcajadas, casi sin poder respirar. —¡Este pibe no cambia más —dijo en voz bien alta Miguel—, no sé para que lo dejan venir…! Cristian separó a Grillo del grupo y lo puso a su lado, y lue-


go continuó la charla. Grillo no podía evitar buscar la mirada irritada del Chino, o lo que era peor, la de Víctor haciéndole muecas a escondidas intentando provocarle otro ataque de risa. —Andá a la camioneta, Grillo, después vamos a hablar — ordenó José, esta vez con su tono fuerte y autoritario. Grillo, que seguía sin poder controlarse, se levantó y se fue secándose las lágrimas producidas por la descontrolada risa, mientras sentía el murmullo de desaprobación por todo esto a sus espaldas. Desde la camioneta vio cómo todos se levantaban, y con el clásico grito para aclarar que todo había quedado comprendido, el grupo se dispuso a cumplir con las tareas asignadas. Tras una breve charla con Cristian, Miguel y Sergio, José se dirigió hacia la camioneta donde Grillo lo aguardaba. Su risa finalmente parecía haberse calmado. —¿Qué pasó, Grillo? —Nada, es que me estaba riendo de la cara del Chino… — al recordarla parecía que el ataque de risa volvería a invadirlo. Intentó seguir con la explicación, pero el inminente ataque lo hizo detener. —Mirá, Grillo —continuó José mirándolo fijo a los ojos—, esta vez no te voy a tener la paciencia que te tuve en el último campamento, o hacés caso y te acoplás al grupo o vas a vivir corriendo y en penitencia. Acá no venimos a molestar ni a reírnos de nuestros compañeros. Cuando Cristian y yo ordenemos hacer un juego, ahí sí podes jugar y reírte todo lo que quieras, pero mientras tanto, tenés que hacer caso. Que sea la última vez, ¿me entendiste? O te juro que te llevo a la terminal y te subo en el primer micro de vuelta a tu casa y le aviso a tu mamá que te vaya a buscar. Ahora andá con Miguel que tiene

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tareas para darte. Al oír esta última amenaza, Grillo sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda. Luego se fue corriendo donde estaban sus compañeros de equipo, “los Pumas”, como habían decidido llamarse. El equipo estaba dirigido por Miguel, un líder nato que aspiraba a ser Jefe de Grupo algún día; y también se encontraban Nacho, Víctor, Mariano y Marcelo. Se dedicaron a armar la carpa donde dormirían durante todo el campamento, por lo que Miguel ultimó cada detalle de armado y orientación, ubicándose en los puntos cardinales y calculando las horas y las posiciones del sol en esa época del año; quería tener luz por la mañana y sombra durante el mediodía y la tarde. El lugar elegido por Miguel se encontraba a unos treinta o cuarenta metros del árbol donde se estacionó la camioneta, en el medio de dos altos molles, que según él, estaban orientados al sudeste y hacia el noreste respectivamente, por lo que parecía ser perfecto. Cada uno sabía casi de memoria lo que le tocaba hacer; algunos desenrollaban y sacudían la lona y el cubretecho, otros clavaban las estacas y estiraban los vientos. Grillo y Nacho siempre se dedicaban a armar los parantes. Las tareas transcurrieron en completo silencio, solo la voz de mando de Miguel se oía cuando necesitaba dirigir o coordinar las distintas actividades. El otro equipo, “los Castores”, liderado por el gordo Sergio, optó por armar su carpa debajo del mismo árbol donde tuvo lugar aquella primera reunión, y donde tendrían sombra durante todo el día. En aquel equipo se encontraba el resto del grupo: el Cabezón, Martín, Ariel, Mario y el Chino Escalante. A diferencia del equipo de Miguel, se mostraban distendidos y bromeaban entre sí. Ese grupo no estaba estrictamente orga-


nizado como ellos, y todos hacían el mismo trabajo a la hora de armar la carpa, por lo que tardaron casi el doble de tiempo en hacerlo, y la carpa, una vez terminada, parecía chueca, inclinada sobre el lado izquierdo. No advirtieron que la puerta quedó muy cerca del tronco del árbol, por lo que se hacía un tanto complicado entrar y salir, sobre todo para su guía, Sergio, a quien Grillo consideraba “un enorme mastodonte”. La carpa de los dirigentes, en la que también dormiría Roberto, se encontraba perfectamente armada bajo el robusto tala en donde Roberto había estacionado la camioneta, a unos veinte o treinta metros del árbol de la reunión, y que hacía de tercer vértice en el triángulo que conformaban las tres carpas, y ofrecía así una visión perfecta desde su interior hacia los lugares donde se habían ubicado los chicos. Una vez armadas las carpas, todos fueron hacia el carro que aún seguía enganchado a la camioneta, y dividiendo las tareas, como seguramente habría indicado José en aquella primera reunión, dedicaron el resto del día a armar las mesas, los bancos, las letrinas y el mástil; todo con los palos y las cuerdas que habían traído, haciendo fuertes y distintos amarres para que todo quedase firme. Grillo, como habitualmente hacía, buscó la complicidad de Víctor y Mario para conspirar alguna travesura para molestar al Chino o a Marcelo; pero Miguel que, como siempre, estaba atento a todo, lo llamó enseguida, y apartándolo y destinándole una tarea en el mástil, lejos del denominado “grupo de los revoltosos”, evitó que hicieran sociedades entre sí que terminaran por generar problemas al resto. El día transcurrió tranquilo, tanto chicos como grandes se ocupaban de que todo quedara listo para comenzar al día siguiente con las actividades programadas para cada día de

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campamento. Llegó la hora de la cena, y todos con su bolsa de rancho en mano se dirigieron a la gran olla que Roberto cuidaba al fuego. Tocaba polenta con salsa, y el gesto de Grillo al enterarse del menú dejó en claro que no le agradaba en absoluto. Formaron fila para que Roberto le sirviera a cada uno su ración con el gran cucharon de madera, y luego se sentaron en ronda en torno a la olla. En la mesa hecha de palos no se veía nada, por lo que decidieron cenar junto a la luz que ofrecía el fogón. El silencio generado por el hambre hizo que se pudiese oír el croar de las ranas y el canto de los grillos y demás insectos. Grillo, sintiéndose cómplice, sonrío y permaneció inmóvil durante toda la cena, con su plato de polenta intacto entre las manos. Aquella noche todo el grupo durmió sin vacilar, tenían a cuestas el largo viaje y el pesado trabajo de transportar y armar el campamento. Grillo soñó que un ser inmenso y peludo le agarraba la pierna, lo sacaba de la carpa y lo arrastraba y lo llevaba hacia su guarida. Se despertó de un sobresalto, pero por suerte logró volver a dormirse rápidamente. A la mañana siguiente despertaron a las ocho, como era la costumbre de los campamentos. Fueron a la formación, y luego de izar las banderas y hacer las oraciones, tomaron el desayuno. Mate cocido con pan y mermelada de durazno o ciruela era el desayuno tradicional de todo campamento. Al finalizar, el grupo entero se preparó para hacer la exploración del segundo día. Parecía que cada campamento era una copia del anterior, pero al ser siempre lugares distintos nadie lo notaba. Salieron casi a las diez de aquella soleada mañana, dejando a Roberto solo para que cuidara las cosas; con el objetivo de


recorrer a pie la distancia que separaba el campamento de la ciudad, que, según explicó Cristian, se llamaba Corvalán. Aquella gran extensión desierta atravesaba un monte que por momentos se tornaba bastante espeso, pero por suerte, gracias a Miguel y su orientación en el terreno, pudieron llegar rápidamente a orillas del río que, como les dijo Cristian, los llevaría al pueblo sin demasiada dificultad. Tardaron casi dos horas en llegar. Entraron por la avenida principal, “la Peralta”, según explicó un baqueano a José, con el fin de dirigirse directamente a la plaza. Caminaron casi un kilómetro por aquella avenida asfaltada, atravesando pequeños corrales y casas humildes. La gente se asomaba a las puertas y ventanas para saludar a los nuevos visitantes. Algunas mujeres les sonreían mientras barrían en silencio sus veredas. Comparado con la Gran Ciudad, aquello más bien parecía un pueblo, sin demasiado progreso, pero a medida que se iban acercando a la plaza se dieron cuenta de que no era tan así. Pudieron ver cómo el entorno cambiaba bruscamente, y el pueblo se convertía de casas bajas de barro y caña, en construcciones altas y modernas de ladrillo y cemento. Las calles de pronto cambiaron su superficie arenosa y blanda por una más dura de adoquines y piedra. Una casa llamó la atención de todos y el cabezón le sacó una foto: era una vivienda de un tamaño y un lujo desproporcionado para la cuadra en la que se encontraba, parecía sacada de los barrios adinerados en las afueras de la Gran Ciudad y puesta por una mano gigante allí, en medio de todas esas pequeñas casas rústicas y descoloridas. Por una calle ancha que subía hacia los cerros, vieron una curiosa casita hecha de barro en medio de un descampado, al pie de un inmenso árbol, adornada con banderas y flores, que desentonaba con el color pálido y uniforme del pueblo. Se

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pararon un momento a descifrar qué era, y el Cabezón aprovechó para tomar otra fotografía. —¡Un circo! —exclamó Grillo. El grupo entero, incluidos Cristian y José, estallaron en risa. —¿Cómo va a ser un circo, Grillo, no ves que ahí no entra ni en pedo un elefante? —se burló el gordo Sergio, y el grupo entero volvió a reír. —Debe ser algún santuario popular, algo muy común en los pueblos como este. La gente necesita crear en sus propios santos, ¡como si no les alcanzara con los ya tenemos! —explicó Cristian, que siempre parecía saber todo acerca de cada lugar al que iban. —¿Y para qué sirve? —insistió Grillo. Las risas volvieron a inundar la silenciosa esquina. Cristian le pellizcó la nariz al pequeño en señal de juego y simpatía, y luego le respondió con un gesto de ternura en su mirada. —Ese es un lugar donde la gente mundana que necesita cosas va y las pide, y como agradecimiento dejan regalos, por eso es que hay tantas velas y tantas flores, ¿entendés, Grillo? Todas esas son cosas que la gente dejó ahí en retribución, porque creen que milagrosamente se les cumplió lo que pidieron. Grillo se quedó mirando fijamente aquel lugar tan misterioso, asintiendo con la cabeza en señal de que había entendido, y envidiando la suerte de los habitantes de esa ciudad. “Es increíble”, pensó el niño, “tienen algo parecido a la fuente de los deseos, como en el cuento que nos leyó la maestra en clase, pero en vez de monedas, este funciona con velas y flores”. Grillo sonrió feliz y pidió encarecidamente a Cristian que lo llevase a ese lugar, pero él le explicó que no se podía, que ya estaban previstas las actividades para aquel día y que además ellos pertenecían a la Religión Oficial, que prohibía toda clase


de cultos paganos y falsos inventados por la gente, pero que si se portaba bien, vería qué se podía hacer. Grillo imaginaba los deseos que pediría si tuviera la oportunidad de ir, y ya no prestó atención a Cristian con sus aburridos consejos de siempre. Al llegar a la plaza, el grupo entero tuvo la sensación de haber llegado a un oasis en medio del desierto. Algo que no tenía nada que ver con lo que venían viendo hasta ahora en el viaje. El Cabezón volvió a sacar su cámara de la mochila. Más que una plaza, como le llamaba la gente del lugar, aquello era un parque grandísimo, decorado con un intenso césped verde que resaltaba ante los colores áridos del paisaje, árboles de todo tipo y una estatua de un hombre sobre un caballo en su centro. A Grillo le recordó a la estatua que había en la plaza de su barrio, en la cual demostraba a sus amigos su valor y su condición de experto trepador. Aquel espacio era tan grande que desde un extremo resultaba casi imposible distinguir con exactitud lo que había en el otro. En toda la circunferencia se extendía la feria artesanal: una infinidad de puestos coloridos donde se podía comprar desde una manta tejida a mano hasta una vela con la imagen de un gaucho. En una de las esquinas se encontraban al menos una docena de caballos atados a un árbol, y junto a estos un cartel en el que se ofrecían excursiones y cabalgatas. En las cuadras de enfrente, además de la majestuosa Catedral y el Banco de la Provincia, estaban los restaurantes, las hosterías, más carteles que ofrecían excursiones por el valle, el cine, una casa de fotografía, la telefónica, el local de videojuegos, la heladería, la farmacia y un pequeño kiosco. Todo parecía estar bastante bien cuidado en aquel lugar, y hasta los faroles y los tachos de basura parecían hechos en forma artesanal. Se detuvieron en una de las esquinas donde había un bebe-

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dero del que brotaba agua cristalina, y de a uno fueron pasando a refrescarse. Grillo parecía abstraído de todo, algo bastante común en él, imaginando las cosas que pediría a esa “casa de los deseos”. José ordenó al grupo que lo esperaran allí y se perdió entre los comercios. Al cabo de diez minutos volvió masticando algo que podría haber sido un chicle, y reuniendo al grupo dijo en voz bien alta: —Los que quieran llamar a sus padres pueden hacerlo ahora, tenemos una hora de descanso. Todos, a excepción de Grillo, salieron corriendo a los gritos en dirección a la esquina donde se hallaba la telefónica, en una desenfrenada carrera por ver quién llegaba primero. José los siguió detrás, insistiendo inútilmente para que se calmaran. —¿Qué pasa, Grillo, no vas a llamar a tu mamá? —preguntó Cristian al darse cuenta de que el pequeño aún seguía a su lado. Grillo se sonrojó y torció la mirada hacia el monumento, tratando de pensar qué contestar. El adulto volvió a formular su pregunta, creyendo que el niño no lo había escuchado. —Es que no tengo plata… —contestó tímidamente Grillo con su tierna vocecita. —¿Pero cómo, no te dio plata tu mamá? Pero si en la última reunión avisamos a todos los padres que aparte de la plata del campamento tenían que darle a… —Me la olvidé en la carpa —lo interrumpió Grillo bajando la mirada y frotando los deditos de las manos entre sí. —Bueno, no te hagas drama, yo te presto, vamos. —Pero no me sé el número… Grillo comenzaba a temblar, el miedo a ser descubierto lo aterraba. Cristian sonrió y le acarició la cabeza enrulada con ternura.


—Bueno, seguro debe estar en la guía, ¿cómo es tu apellido?, yo te ayudo, dale. El dirigente parecía no querer darse por vencido. En ese momento Grillo estaba a punto de ponerse a llorar, sentía un nudo en la garganta y en el pecho que lo paralizaba, y tuvo que juntar todas sus fuerzas para contenerse y poder hablar. —Es que… que… mi… mi mamá está trabajando… Nunca supo de dónde había sacado aquella respuesta, pero poco le sorprendió después de su tercera o cuarta mentira consecutiva. —¿¡A esta hora!? —insistió Cristian, mirando su reloj pulsera, haciendo ya imposible para Grillo sostener su farsa. —¡Si, trabaja en una fábrica todo el día y vuelve a la casa de noche y muy cansada! —gritó el pequeño tratando de callar de una vez por todas a ese nefasto hombre, al que tanto apreciaba y que acababa de desconocer. Dicho esto se dirigió hacia el centro de la plaza con la excusa de que quería ver más de cerca la estatua del hombre a caballo. Tiempo después, al recordar estas últimas palabras, se dio cuenta que en un acto inconsciente había mezclado a su papá con su mamá, o quizás había sido al revés, y aunque ya había zafado de aquel momento tan incómodo, trató de memorizar cada una de sus respuestas por si se le llegaba a presentar otra ocasión similar. En el camino de vuelta al campamento fue Cristian quien desconoció a Grillo. Notó una expresión rara en su mirada y no pudo descifrar si era bronca por no haber hablado con su familia o malhumor por haberse quedado solo en la plaza toda la tarde mientras el resto del grupo se divertía en el local de videojuegos. Quizás era una mezcla de ambas. Fuera cual fuera la respuesta, estaba claro que esa no era la mirada típica

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de Grillo, pero lo que Cristián jamás imaginó era que aquel día hubiese marcado un antes y un después en su relación con el simpático chiquito que tanta ternura le generaba. —¿Qué pasa, Grillo, que no hablas?, contate un chiste — dijo alguien durante la caminata de vuelta. —Estoy cansado —contestó el niño con desgano. Al llegar al campamento se metió apresuradamente en la carpa y se tapó hasta la cabeza dentro de su bolsa de dormir. Al día siguiente Grillo se levantó mucho antes que el resto, ya que se había quedado dormido temprano. Salió de la carpa ante los ronquidos de sus compañeros de equipo y se sentó en un tronco grande seguramente traído para hacer leña, junto a las cenizas del fogón. Oyó el dulce canto de los pájaros y buscando entre los árboles intentó verlos en el momento en que cantaban, pero no logró distinguir cuál estaba cantando y cuál escuchando. Le pareció que aquello era una conversación entre un grupo de pájaros, seguramente un grupo como el suyo que estaría en alguna reunión o simplemente bromeando. Al imaginar lo que estarían diciendo, Grillo sonrió y se preguntó si alguna vez podría descifrar el lenguaje de los pájaros para entender sobre qué hablaban tanto. Sentía hambre, su panza rezongaba cada vez más y quizás fue por eso que se despertó. Fue sigilosamente hacia el carro que seguía acoplado a la vieja Ford y se las rebuscó para conseguir un pedazo de pan que estaba bastante duro. “No creo que se enojen”, se dijo mientras miraba a su alrededor, comprobando que nadie lo vigilaba. “Ayer a la noche no comí, así que no me pueden decir nada por un pan duro”. Lo afirmó a su cintura, ajustándolo con el elástico del pantalón de jogging y dejándolo oculto bajo la remera. Luego salió a caminar en


busca de un lugar alejado donde comer el pan sin que nadie lo viera. En un principio quiso llegar hasta el río, pero como se sentía desorientado y tenía miedo de perderse, se conformó con llegar hasta otro árbol grande que estaba cercano, un viejo algarrobo quizás más grande que el que acobijaba al equipo de los Castores. Llegó al árbol y observó que era muy fácil de trepar. Tomó carrera y tras dar un gran salto se colgó de la rama más baja. Una vez que se sentó en ella, decidió treparlo hasta lo más alto para descansar en alguna rama que ofreciera una vista más amplia del lugar, y así de paso ver las carpas por si se levantaban Miguel o José, que eran los más madrugadores y mandones. Al llegar a la cima se recostó en la última rama estable que vio, y aunque al principio se sintió un tanto incómodo, finalmente logró rebuscárselas para conseguir una buena posición. Dejó una pierna colgando y la otra flexionada, y apoyó la cabeza en lo que parecía ser una pelota dentro de aquella rama. Grillo sabía que era un gran trepador de árboles, el mejor del grupo y quizás del mundo, ya que nunca había conocido a nadie en el barrio o en la escuela que pudiera ganarle trepando. Sacó el pan del pantalón, que ya se encontraba más blando y caliente debido al contacto con su cuerpo, y comenzó a comérselo a grandes mordiscos, tironeando fuerte para poder cortarlo. Mientras masticaba el primer bocado se dio cuenta que desde allí se podía ver el río, y que no parecía estar demasiado lejos. Grillo sintió que estaba en un mirador perfecto y se abstrajo por completo mirando el hermoso paisaje, imaginando situaciones y lugares. Más allá del río, entre los dos grandes cerros que se iban juntando, se extendía lo que parecía ser un bosque de árboles gigantes, más grandes que

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los que se veían por la zona donde ellos estaban acampando, y seguramente detrás de aquel bosque estaría el pueblo. Tal vez detrás de aquellas montañas habría una cabaña donde viviría un hombre solitario y al que nadie conocía, parecido al de aquel cuento que le había leído un día su abuela. Se preguntó Grillo si sería posible encontrar alguna vez esa cabaña y conocer al ermitaño que la habitaba para darle la gran oportunidad de hablar con alguien. De pronto se le vino a la mente el recuerdo de aquel horrible sueño de la primera noche en el campamento, y pensó que quizás sería el monstruo peludo el que viviera en esa cabaña; aunque descartó rápidamente esa opción, ya que la cabaña era muy linda como para que la habitara un ser tan espantoso. Observó detenidamente los confines del valle, buscando cuál sería el lugar donde estaría la guarida de aquel monstruo, pero no pudo encontrarlo. “Quizás viva mucho más lejos”, pensó, “por ahí detrás de las montañas que se ven desde acá”. Dio un suspiro y se relajó, eso ya era demasiado lejos como para encontrarse por casualidad con esa horripilante criatura. El canto de los pájaros se oía claramente desde aquel lugar, sin la voz de nadie que los interrumpiera, y aunque Grillo seguía sin poder verlos en el momento exacto en que cantaban, se entretenía imaginando que quizás le estaban hablando a él; hasta que se sintió perturbado con aquella idea. Probablemente estaba siendo un maleducado al no contestarles. Tragó rápidamente el trozo de pan que tenía en la boca y comenzó a silbar, tratando de imitarlos, y por un momento le pareció que los pájaros le respondían; pero como Grillo no conocía su lenguaje, se inquietó al pensar que quizás les estaría diciendo cosas malas, o lo que sería peor, los estaría insultando sin querer. La idea lo aterrorizó y llegó a imaginar que los pájaros se


pondrían de acuerdo y lo atacarían todos juntos, picoteándole los ojos hasta matarlo. Instintivamente y ya un poco nervioso, arrancó un trozo de pan y lo arrojó al suelo, luego volvió a silbar lo más dulcemente que pudo, y arrojó otro trozo. Miró atento los dos trozos de pan que estaban en el suelo, hasta que por fin un pájaro marrón se acercó y se lo llevó con el pico. “Menos mal, ya me estaba asustando, ahora seguro que entendieron mi intención”, se dijo mientras se relajaba volviendo la vista hacia los cerros y el cielo. Mordió otro trozo de pan, y mientras lo masticaba duramente, miró de reojo al suelo buscando el segundo trocito que acababa de arrojar, pero no pudo encontrarlo. “Seguramente se lo habrá llevado otro pájaro”, pensó, “uno de los negros quizás, ¡qué suerte, ahora los pájaros negros también me quieren!” Para dejar bien clara su intención de amistad, el niño partió el resto de pan en dos partes casi iguales, y desmenuzando el pedazo que parecía más grande, fue soltando las migajas hacia ambos lados, para compartir aquel pequeño desayuno con sus nuevos amigos. Después de esto se relajó por completo en su rama y se dispuso a terminar su parte de pan, entregándose por completo al lugar, a sus sonidos, a sus aromas, a sus colores. Una curiosa sensación de sosiego lo envolvió de pronto, algo que nunca antes había sentido; y aunque estaba completamente solo en aquel lugar, se sintió seguro. —¡Grilloooo! ¡Grillooooooo! El sonido de aquellas voces casi olvidadas desconcertó a Grillo y lo hizo volver de golpe a la realidad. Giró la vista hacia donde estaba el campamento y reconoció la figura de sus compañeros que ya se dispersaban en el terreno. ¡Uy, me van a matar!, pensó mientras se descolgaba de las ramas, bajando lo más deprisa que pudo. ¿Me habré quedado

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dormido? ¡Qué cagada, José me va a matar! se decía mientras volvía corriendo. —¿¡Se puede saber dónde carajo estabas, Grillo!? —la voz acusadora de José sonaba más fuerte que nunca. Grillo, temblando y mirando al suelo, se quedó callado, como aceptando el castigo de aquel vozarrón. —¡Contestá! ¿¡Dónde te habías metido!? Hace una hora que te estamos buscando, nos tenés preocupados a todos. ¿Mirá si te pasa algo, qué le voy a decir a tu mamá cuando me reclame, eh? —luego hizo una breve pausa, dejando al campamento en un incómodo silencio—. ¡Decime dónde estabas, hablá! Grillo, sin dejar de temblar, experimentaba ahora una conocida sensación, mezcla de nervios y miedo que lo paralizaba por completo. Apretó fuertemente sus deditos entre sí, que era la forma en la que juntaba valor; levantó la cabeza y habló, mirando a José a la cara pero no a los ojos. —Me fui a caminar… me estaba haciendo pis… —la mentira parecía ya ser un recurso necesario en toda explicación para él, le salía involuntariamente y se alegraba cuando veía que los grandes la aceptaban como realidad. Las miradas del grupo en torno a aquel diálogo parecían flechas que se le clavaban a Grillo en la nuca, en el cuello, en las orejas, en la frente... —¿Haciendo pis? ¡Pero si acá tenés las letrinas! ¿¡Para qué carajo las hicimos, entonces!? Un prolongado silencio se apoderó nuevamente de la situación y de Grillo, que volvió la mirada al suelo. —Hoy vas a estar todo el día en penitencia, acá en el campamento, a ver si así aprendés a hacer caso de una vez por todas —concluyó José; luego se alejó hacia el campamento seguido por todo el grupo.


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Cuando Grillo volvió a abrir los ojos se dio cuenta que se había dormido un buen tiempo, más de lo que imaginaba. Siempre se dormía sin darse cuenta cuando una situación de angustia lo superaba, ese era “su mecanismo de defensa” según les había explicado una vez la psicóloga de la escuela a sus padres en un comunicado que él alcanzó a leer. Corrió lentamente la lona que hacía de entrada a la carpa y logró ver que afuera estaba oscuro. El campamento parecía vacío. Asomó la cabeza y miró hacia ambos lados y solo vio a Roberto, el papá de Ariel, haciendo fuego. Una música sonaba cerca, probablemente provenía de la radio de la camioneta. Grillo se frotó los ojos y salió. —¡Eh, Grillo, cómo dormiste, che! —el vozarrón de Roberto terminó por despertarlo del todo. —¿Qué hora es —dijo el niño desconcertado—, dónde están los chicos? —el asombro con el que preguntaba Grillo hizo reír a Roberto, aunque él se reía cada vez que el pequeño le hablaba. —Se fueron después del almuerzo a caminar a no sé dónde,

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Los ojos de Grillo se empañaron, quiso tragar saliva pero no pudo, ese conocido dolor en el pecho y en la garganta le avisaban que estaba a punto de llorar. Avanzó hacia su carpa dando pasos largos, se zambulló dentro y hundió la cabeza en su bolsa de dormir. Afuera comenzaron a oírse nuevamente las voces, dejando atrás ese largo y tedioso silencio. “¡Este pibe!” “¡No cambia más!” “Siempre lo mismo.” “En todos los campamentos.” “¿Para qué viene? Arruina todo.” “¡Mirá si se perdía! Y nosotros perdíamos todo el día buscándolo”. “No hay que salir con estos pendejos tan chicos. Son para problemas.” “Nunca más…” blablablá…


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a buscar huellas o algo así dijeron. ¡Cómo dormiste, nene!, no te quisimos despertar. Como lo hiciste calentar a José, estaba furioso… Roberto volvió a reírse, y aunque Grillo no entendía el motivo de su risa, ya no le importaba. A él tampoco lo entendían cuando se reía, por eso no se lo tomó como algo trascendente. —Debés tener hambre vos, no comiste nada, pará que te traigo un pan. En ese momento Grillo sintió que su estómago iba a estallar de tanto ruido que hacía. Roberto fue hacia la camioneta y volvió con un pan flauta y una lata. —Tomá, comé, aguantame que te busco el abrelatas… ¿dónde lo dejé...? Grillo devoró sin distracción, aquel pan blando mezclado con fresco atún en aceite le parecían un manjar exquisito. Se hizo un sándwich y casi no respiraba mientras masticaba y tragaba. —Claro… si desde ayer que no morfás, nene. Pará que te traigo más pan, está fresquito viste, lo compré en el pueblo esta mañana, es lindo el pan de acá. Una vez saciada su hambre voraz, Grillo bebió abundante agua de una cantimplora que Roberto le había acercado, derramándose por los costados de la cara y mojándose la ropa. Luego se limpió la boca con el puño de su pulóver y volvió a hablar. —Gracias. —¡Grillito viejo y peludo! Pucha que sos bravo, eh, como te encanta meterte en quilombos. ¿Querés ayudarme con la cena? Hoy vamos a hacer guiso de fideos. Dale que los chicos deben estar por volver. El niño asintió con la mirada y fue a buscar más ramas secas


para el fuego como Roberto le había pedido. En su recorrido por aquel lugar, alumbraba de tanto en tanto con la linterna al vacío para ver si encontraba el árbol donde había estado aquella mañana, o por si veía a los chicos que seguramente estaban volviendo; pero no vio nada. Agarró unas cuantas ramas secas y volvió junto a Roberto, que ya se encontraba pelando unas papas junto a la gran olla que estaba sobre el fogón. Don Roberto era un hombre fornido, tenía un espeso bigote y anteojos con vidrios gruesos, su pelo era muy tupido y negro, y el flequillo se le encorvaba un tanto hacia adelante. La barba estaba apenas crecida debido a los dos días de campamento y parecía un hormiguero alrededor de su cara oscura. Allá en el barrio, Grillo lo saludaba siempre que pasaba con la bicicleta por la calle de su verdulería, y Roberto le devolvía el saludo con una gran sonrisa. Aquel hombre parecía sentir un gran aprecio por ese niño, aunque Grillo no sabía exactamente cuál era la razón, ya que, a excepción de la fiesta de comunión de su hijo Ariel, nunca habían cruzado palabra. Repentinamente se le vino la imagen del monstruo de su sueño, y le pareció que por la cantidad de pelo bien podría ser pariente de Roberto. Esta idea le provocó mucha gracia y estuvo a punto de preguntarle si tenía algún familiar monstruo, pero se contuvo, no quería hacer enojar a su única compañía en ese momento; aunque lo más probable fuese que Roberto se volviera a reír con esta nueva ocurrencia. —Grillo, Grillito… —decía de tanto en tanto Roberto mientras revolvía la olla con un palo y cantaba frases sueltas de un tango o algo parecido que sonaba en la radio de su camioneta. Media hora después llegaron los chicos. Parecían agotados, algunos estaban embarrados hasta las rodillas. Unos cuantos

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se sentaron en torno al fuego mientras bebían grandes cantidades de agua de las cantimploras que llenaban del tacho grande, otros fueron a lavarse y cambiarse de ropa. Se acercaba la hora de la cena, todos fueron a buscar su bolsa de rancho, como había ordenado José, y formaron fila. La comida estaba lista, pero Grillo ya no sentía hambre. —¿Y tu plato, Grillo? —preguntó Cristian. —No tengo hambre —contestó el pequeño. —Dale, comé. Ya pasó —insistió el adulto dándole una palmada en la espalda a modo de consolación. Roberto explicó a los dirigentes que ya le había dado a Grillo un pan con atún, por lo que recibió un regaño por parte de José que no se esperaba: Ese atún era para el día sifuiente que iban a salir al campo, y que la hora de la comida había que respetarla, y que las normas del grupo eran esas, y que nadie podía comer cuando tenía ganas, y que blablablá… Roberto se disculpó explicando que no sabía nada al respecto y prometió que no se volvería a repetir. La cena transcurría en perfecta armonía, parecía que no volaba una mosca. De pronto, Víctor miró a Grillo, que era el único que no comía, y lo animó con su característica sonrisa cómplice para que hicieran alguna travesura. Luego señaló con la vista al Chino Escalante, e hizo un gesto conocido por ambos para que Grillo iniciara alguna maldad contra él; que le arrojara alguna piedrita o algún palito que lo molestara, para divertirse como era costumbre entre los dos amigos. Pero Grillo hizo un gesto de que no quería saber nada, por lo menos por ese día, y prefirió no seguir mirando a Víctor por miedo a caer en la tentación y arrepentirse más tarde de las consecuencias que traería todo aquello. Lentamente y en silencio cada uno lavó su plato y cubier-


tos y se metió en su correspondiente carpa para descansar después de un largo día. Grillo, como era de suponerse, no tenía el más mínimo rasgo de sueño; se quedó dentro de la bolsa de dormir despierto durante un buen tiempo esperando a que todos se durmieran, y cuando por fin se cercioró de que al menos en su equipo no había nadie despierto, sacó silenciosamente la linterna de su mochila y salió de la carpa, con la mentira preparada de que iba a hacer pis por si alguno lo interceptaba en el camino. Una vez afuera, alumbró con la linterna hacia los alrededores del campamento intentando ver algo, pero solo vio oscuridad y más oscuridad. Se dirigió hacia el fogón, que más que fogón ya eran brasas agonizando, y pensó en volver a encenderlo. Buscó hojitas y ramitas secas casi sin levantarse del tronco donde estaba sentado, pero pronto cayó en la cuenta de que si hacía fuego, José o Cristian podrían despertarse por la luz que desprendería, por lo que descartó la idea por completo. En ese mismo momento el sonido de un pájaro invisible sobresaltó a Grillo en el silencio de la noche, y le recordó repentinamente al monstruo peludo que vivía detrás de las montañas del valle. “Podría estar cerca ahora”, pensó. Sintió cómo la piel comenzaba a erizársele, y sin dudarlo, volvió corriendo hacia su carpa a toda velocidad, entrando tan torpemente que tropezó con los pies de alguien. —¿Qué pasa? —dijo la voz de Miguel apenas perceptible. —Nada, soy yo, fui al baño —dijo Grillo y se metió otra vez en su bolsa. Aunque no se pudo dormir con facilidad, sintió una profunda alegría que corría por su cuerpo tapado hasta el cuello. Por un lado había logrado escapar de esa horrible criatura, y por el otro, una de sus mentiras le había permitido eludir una vez

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más la amenaza de un grande. La mañana del tercer día pareció calcada a las dos anteriores. Todos se levantaron casi al mismo tiempo y se prepararon para desayunar en la mesa hecha de troncos y sogas. Parecía que el grupo entero ya estaba acostumbrado a vivir de campamento, incluso en aquel lugar, como si llevaran meses instalados allí; se habían acostumbrado al cambio y nadie parecía extrañar la vida en la ciudad. Las consignas para aquel día se basaban en comenzar con las actividades de las conocidas competencias entre los dos equipos, donde ambos se disputaban el honor de todo un año de trabajo y aprendizaje. El premio era un banderín de reconocimiento al equipo ganador, que tenía el símbolo de la flor de lis estampado en lila. La competencia comenzaba con la búsqueda de los mensajes que Cristian y José habían escondido en el monte, según las pistas dadas en una especie de adivinanza, que sería entregada a los dos guías apenas sonara el silbato. Una vez hallados los mensajes, había que descifrar la clave en la que estaban escritos y seguir las instrucciones que allí se impartían. El grupo de chicos era impar, pero los Castores no hicieron objeción alguna ya que se sabía de antemano que Grillo no contaba. El silbato sonó y los dos equipos se separaron y se esparcieron por el campo en la búsqueda del primer mensaje. Cristian estaba con los Castores y José con los Pumas. Miguel gritaba y arengaba a su equipo a correr mientras leía en voz alta la adivinanza para que todos participaran. Grillo mucho no aportaba al grupo en cuanto a los objetivos de la competencia, pero se sentía feliz corriendo con el equipo de un lado al otro, compartiendo junto a sus amigos los nervios y la adrenalina


que generaba aquel desafío. Por momentos, José lo agarraba de la mano y lo llevaba corriendo para que no se quedara atrás, y también lo ayudaba cuando había que atravesar alguna espesura o saltar algún obstáculo. Ese espíritu de grupo, que pocas veces podía sentirse, ponía muy contento a Grillo y quizás era por esas cosas que le encantaban los campamentos; y aunque este le parecía distinto a los otros dos a los que ya había asistido, estaba igualmente contento; prefería que lo retaran allí y no en su casa. Al mediodía, los dos equipos hicieron una pausa en la competencia y se juntaron a comer bajo la sombra de un árbol que crecía junto a la orilla del río. De camino al punto de encuentro, Víctor agarró a Grillo del brazo y le dio unos pequeños palitos con filosos pinches que había encontrado en el monte durante la competencia, y le indicó que eran para tirarle a Escalante en su lata de comida sin que lo advirtiera, para que se pinchara la lengua y así se divirtieran como a ellos dos les gustaba. Grillo agarró los palitos y se los guardó en el bolsillo, pero le parecía que si esta vez lo descubrían sería la última. José ya estaba harto de él y sus travesuras, y pensó que estaría dispuesto a todo, incluso a mandarlo en micro de vuelta a su casa como había amenazado, y a eso sí que Grillo le tenía pánico. Llegaron al punto de encuentro y el grupo formó la tradicional ronda, casi igual que en la cena del día anterior. Grillo, que temía caer en la tentación de llevar a cabo el plan que había acordado con Víctor, se sentó lo más lejos que pudo de Escalante, para tener la excusa de estar lejos de la víctima y así sacarse la presión a la que su amigo lo sometía. Fueron pasando los dos abrelatas que habían cargado y de a poco comenzaron a comer en silencio. Grillo no quería mirar

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a Víctor, que estaba frente a él y a un costado de Escalante, para no tentarse y correr el riesgo de que todo se viniera abajo. De pronto, no aguantó más lo inevitable, y dirigió su mirada a Víctor, que le hacía señas para que comenzara con el plan, pero Grillo le hizo un gesto señalándolo con el dedo para que esta vez él lo hiciera, ya que se encontraba más cerca de la víctima. Tiempo después lamentaría no haberse negado a participar de aquella broma. Víctor le guiñó un ojo, e inclinándose ligeramente hacia atrás, lanzó el proyectil aprovechando que Escalante estaba distraído mirando algo que parecía moverse en el río, con tan mala suerte que el palito desapareció dentro de su lata de atún. En ese mismo momento, Grillo estuvo a punto de escupir la comida que tenía en la boca, haciendo un increíble esfuerzo para contener un inminente ataque de risa. Luego bajó la mirada, concentrándose para no seguir mirando y evitando así caer en otro ataque que levantara sospechas. José, que como siempre estaba atento a todo, lo miró fijamente y luego al resto del grupo, deteniéndose en la cara de Víctor, que comía tranquilo, aparentemente ajeno a la risa de su amigo. —¿Qué pasa ahora, Grillo? —le dijo, con la certeza de que tramaba o escondía algo. —Nada, me estaba acordando de algo —la mentira salía ahora por su boca involuntariamente. La tentación parecía a punto de volver. “Hagas lo que hagas, no mires a Escalante ni a Víctor”, se dijo así mismo, “hagas lo que hagas, nunca los mires”, se repitió. Luego se concentró en su comida y no miró más nada que a su lata, su pan y su tenedor. Y si no fuera por el grito agudo que soltó Escalante, aparentemente al pincharse la lengua con la espina del palito que Víctor le acertara, todo habría transcurrido normalmen-


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“¿Dónde estará…? ¿Dónde se habrá metido…?” La cabeza le daba vueltas, avanzando y retrocediendo, casi al mismo ritmo que su cuerpo. “Quizás me habré propasado en haberlo hecho correr descalzo por los cardos. Tal vez no debería haberlo asustado diciéndole que mañana mismo lo pondría en un micro de vuelta a su casa. Seguramente no debe tener familia, por algo sus padres son los únicos que nunca vienen a las reuniones”. La cabeza ahora parecía ir más rápido que el cuerpo. Comenzó a ver al niño como nunca antes había podido, desde un lugar que poco tenía que ver con su autoridad en el grupo, tratando de entender por qué hacía las cosas que hacía. “Quizás no sea él quien tenga toda la culpa, es tan solo un niño. ¿Cuántos años tendrá? Seis, siete como mucho. Quizás no sabe lo que hace, o quizás por algo es que lo hace. ¿Será esa su forma de comunicarse con nosotros, nos querrá decir algo?” Por unos momentos creyó haber tenido la culpa de todo esto, pero lo cierto es que todos sabían que la culpa no era suya, que él era un dirigente ejemplar y que había actuado correctamente. Para todos estaba claro que así era, pero en su conciencia esa claridad se opacaba cada vez más. José parecía otra persona, perdía esa serenidad ante las dificultades que siempre mostraba. Pensaba en las distintas posibilidades que seguirían, sabiendo que su imagen y su reputación estaban seriamente en juego. Pero lo cierto es que Grillo no estaba, simplemente no había aparecido después del desayuno como el día anterior, ni a la hora del almuerzo.

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te durante ese almuerzo, durante ese día, y quizás durante el resto de su vida. Pero el graciosísimo grito que salió de la boca de Escalante lo arruinó todo, y ya nada volvería a ser lo mismo.


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Se dividieron en tres grupos, cada uno con un adulto, para rastrillar toda la zona, dejando de lado la competencia y perdiendo un día entero de campamento, lo que derivó en la bronca colectiva de todos los chicos. Roberto y Cristian parecían estar más preocupados por Grillo que por el resto. Víctor, por su parte, sentía como si un puñal se le hundiera en el pecho mientras gritaba a viva voz por el monte, desesperado como nadie por que su amigo volviese sano y salvo. Era el único a quien Grillo le había confiado que planeaba ir a “la casa de los deseos”, pero no fue hasta mucho después que lo recordó y se lo contó a los demás. Rezaba para adentro las oraciones que su padre le había enseñado para cuando se encontrara en situaciones difíciles; veía a Grillo en cada árbol, en cada piedra, necesitaba salir corriendo a su encuentro y abrazarlo, pedirle perdón, aclarar todo con José y Cristian. “Ojalá no sea demasiado tarde”, pensaba, “después de todo, yo qué sabía que José lo quería mandar de vuelta a su casa en un micro. Seguro que pronto aparece y después de un reto de José vuelve a estar todo bien y se queda en el campamento hasta que nos volvamos todos juntos”, se decía una y otra vez, tratando de tranquilizarse mientras caminaba mirando de un lado al otro en el inmenso desierto. La búsqueda se extendió hasta casi entrada la noche, por lo que necesitaron de sus linternas para volver al campamento, en una andanada de insultos, broncas y nervios. Unos cuantos kilómetros río arriba, Grillo también comenzó a desesperarse. Si bien su idea inicial fue escaparse para estar fuera durante casi todo el día, jamás se imaginó que la noche lo encontraría donde lo había encontrado. Esa misma mañana, al salir de la carpa, agarró dos panes y


se fue al mismo árbol de la mañana anterior, tal cual lo había planeado. Allí, desayunó con sus amigos los pájaros (es por eso que esta vez tomó dos panes) y pensó en salir rumbo al pueblo, en busca de la “casa de los deseos”, como la había llamado, creyendo que sería lo mismo que la fuente del cuento pero con forma de casa. Una vez allí pediría los tres deseos que tanto había planificado durante la penitencia en la carpa del día anterior, y que había anotado prolijamente con la lapicera y el papel que Roberto le había prestado por si fuese necesario dejar la carta dentro de la casa. Tenía todo preparado, incluso le había encontrado solución al problema de la vela que debía dejar en agradecimiento, según lo explicado por Cristian, siempre y cuando sus deseos se cumplieran. Llegó al río, y sabiendo que lo conduciría a la entrada del pueblo, decidió seguirlo por uno de sus márgenes, con la idea de llegar antes del mediodía a la casa, y al ponerse el sol volver al campamento, pero nada fue tan sencillo. El camino por la orilla del río le pareció distinto, pero como sabía que no podía fiarse de su memoria, se dijo que era el mismo, solo que esta vez, al estar completamente solo, estaba prestando más atención a los detalles que antes. Al cabo de un par de horas de caminata el río se bifurcaba en dos brazos, cosa que sorprendió y desconcertó por completo al niño. “¡Qué raro!”, se dijo, “no tenía recuerdo de que el río se dividía en dos, ¿será este el mismo río? ¿No habré caminado en la otra dirección?” Cada duda se convertía en una lucha interna, pero ya no tenía tiempo para cambiar de rumbo. Pensó que debía guiarse por su instinto, y su instinto de entrada le había hecho elegir aquella dirección. Miró a ambos brazos del río, esperando nuevamente a que su instinto lo guiase, y luego de concentrarse en las dos opciones, pero sobre todo en sí mismo, optó por el brazo

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que se extendía hacia un lejano bosque de inmensos árboles. Seguramente ese es el mismo bosque que veía desde el árbol, y de última, si hoy no llegara al pueblo, podría pasar la noche en la cabaña donde vive el ermitaño del cuento, no creo que tenga problema aquel hombre, debe ser bueno y estará encantado de tener una visita, quién sabe cuándo fue la última vez que tuvo visitas. Caminó y caminó sin parar, dando pasos cada vez más largos, sabiendo que debía llegar a la cabaña antes de que se pusiera el sol, porque como no sabía llegar, en la oscuridad sería casi imposible encontrarla, a menos que tuviera una luz encendida y… ¡no!, esa posibilidad la descartó casi de inmediato al recordar que en el cuento nunca se hablaba de electricidad, ni de televisión ni de heladera, estaba seguro de que aquella cabaña no tenía luz precisamente porque esa particularidad fue lo que más le había llamado la atención. La idea de llegar al pueblo la había abandonado casi cuando tomó la decisión de seguir este brazo del río, con todo lo que llevaba caminando tendría que haber llegado hace rato. Seguramente tendría que haber elegido el otro brazo, pensaba mientras apuraba más y más el paso, pero al igual que antes, ahora tampoco tenía tiempo de volver atrás; además debía aprovechar la luz del sol y las energías que le quedaban para encontrar la cabaña. De tanto en tanto le venía la imagen del monstruo de aquel sueño, pero pronto la expulsaba de su cabeza a la fuerza, temiendo que la idea de ser encontrado por aquella bestia antes de llegar a la cabaña terminara por invadirlo y hacerse realidad. El sol se fue apagando lentamente hasta que por fin desapareció por completo. “¿¡Y ahora qué hago!?”, se preguntó Grillo. La desesperación ya se tornaba inaguantable. Comen-


zó a gritar lo más fuerte que pudo para ver si el hombre de la cabaña lo escuchaba, pero creía que la cabaña estaba pasando el bosque y todavía se encontraba entre esos grandes árboles que se extendían más y más, haciendo imposible ver dónde terminarían. Sin pensarlo volvió a gritar con todas sus fuerzas, pero no tuvo más respuesta que el silencio de aquella inmensa arboleda. Su cabeza, al igual que la de José a varios kilómetros de distancia, comenzó a aturdirse en una ola de pensamientos que le brotaban de todas partes. ¡No lo puedo creer, llevo todo el día caminando!, ¿cuánto más me faltará?, debo estar cerca, sé que estoy muy cerca, ¿por qué no me escucha el hombre de la cabaña?, ¿por qué no puedo pedir los deseos ahora y no en esa casa?, ¿dónde estoy?, ¿cómo vuelvo?, los chicos, José, Cristian, el pueblo, la cabaña, la bestia... Instintivamente comenzó a correr, sin ninguna dirección fija, mientras su cabeza trataba de ordenar alguna reflexión. Corría entre medio del gran bosque haciendo zigzag entre los árboles, lo más rápido que podía, haciendo crujir el follaje seco bajo sus pies; corría y gritaba, sentía que algo lo perseguía, gritaba para deshacerse de su perseguidor, pidiendo auxilio; se llevó por delante una telaraña redonda y viscosa que con un arañazo certero logró despegar de su cara, sintiendo que si se detenía sería alcanzado, necesitaba llegar al final del bosque, de eso dependía seguir viviendo, corría cada vez más rápido, gritando lo más fuerte que podía, hasta que al final, vencido por el cansancio y la falta de aire en los pulmones, se detuvo ocultándose detrás de un árbol. Su respiración era incontrolable, el corazón parecía que iba a estallar, su cabeza latía casi tan fuerte como su corazón. No podía pensar, estaba atrapado en aquel laberinto natural. Luego miró cuidadosamente por un costado del ancho tronco que lo escondía y no

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vio nada. Ya no me sigue, lo perdí, tengo que esconderme antes de que vuelva, no puedo seguir corriendo, este bosque es infinito y tarde o temprano me va a atrapar... Levantó la vista y observó que el cielo ya estaba de un color azul oscuro, casi negro. Una lechuza se encontraba posada en una rama observando todo a su alrededor, sin perder detalle. La noche había llegado y con ella desaparecían todas las posibilidades de encontrar la cabaña. Siguió mirando hacia arriba, a los árboles que lo rodeaban, debía elegir el más alto de todos para esconderse, ¡rápido!, antes de que su perseguidor volviera. Los árboles parecían todos iguales, como hechos con un mismo molde. “¡Rápido!”, se dijo en voz muy baja, “no tengo mucho tiempo”. Sin saber por qué, se dirigió a un árbol que estaba delante de él, en diagonal al que lo había ocultado, y comenzó a treparlo con la velocidad y la necesidad que nunca antes había tenido. Trepó y trepó hasta que pronto se dio cuenta que había llegado hasta la rama más alta. Se sentó en ella apoyando la espalda en el tronco principal, y trató de controlar el sonido de su respiración tapándose la boca con la mano para quedar totalmente oculto en la oscuridad y el silencio del bosque. “Menos mal que soy el mejor del mundo trepando árboles, si no estaría muerto”, pensó poco después. Pasaron varios minutos, quizás horas; las pulsaciones y la respiración parecieron normalizarse. Grillo estaba acurrucado, hecho una bolita abrazando sus piernas flexionadas contra el pecho. No se atrevía a mirar hacia abajo, el temor de ver a la bestia se lo impedía, sabía que estaba allí abajo buscándolo, solo era cuestión de tiempo, tenía que esperar a que se cansara y se volviera a su guarida. De pronto recordó que aquel abominable ser solo salía de noche, y seguramente volvía a su escondite durante el día. Este pensamiento estre-


meció a Grillo, pero pronto se tranquilizó sabiendo que si no lo había encontrado hasta ahora quizás no lo encontraría nunca. Estando en esa posición, en silencio y sin mirar hacia abajo, seguramente confundiría a su perseguidor. Descubrió una vez más que sin querer había encontrado una técnica que le permitía librarse de su enemigo y salirse con la suya, al igual que las mentiras con los grandes; este nuevo hallazgo lo puso de buen humor por un momento. Poco después los pensamientos relacionados con el monstruo y el peligro que este le representaba se fueron disolviendo en su cabeza, dando lugar a otros que más tenían que ver con su realidad en aquella rama: En definitiva, ¿qué hago acá, cómo llegué hasta esta situación? Yo venía de campamento a divertirme con los chicos; si esperé ansioso todo el año para esto, ¿cómo puede ser que haya terminado acá, solo, quedándome quieto y callado en esta rama para que no me maten? Comenzó a recordar los días anteriores y le pareció que nada tenía sentido, que nada explicaba su situación en ese momento. Resolvió que después de todo la culpa no era suya, sino de Víctor ¿Por qué no le dijo a José que él había sido el que le tiró el palito en la lata al Chino Escalante?, ¿acaso no le dio lástima cuando José me hizo sacar las zapatillas y me llevó de la mano corriendo al campamento, no me escuchó gritar del dolor, no sabía que el lugar estaba lleno de pinches? Él es mi mejor amigo del grupo, ¿por qué permitió que yo llegase a esto? Los grillos comenzaron a cantar, uno a uno se iban sumando a la orquesta conformada por ranas y aves nocturnas. Grillo sonrió y por un momento sintió que no estaba solo en aquella rama, de alguna forma los grillos del campamento lo habían seguido sin que él lo advirtiera, e interpretó aquello como una buena señal. “Al menos alguien está de mi lado”,

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pensó. Seguramente este bosque sería un lugar muy distinto para él si estuviesen allí sus amigos. Una sensación de alivio lo tranquilizó al menos durante unos minutos. El frío de pronto se hizo sentir y Grillo temblaba como una hoja más de aquel árbol. El aire fresco se le metía por el pantalón, por debajo de la remera, por las orejas, por los huesos. Sabía también que tenía hambre, pero el frío y su situación en esa rama le habían hecho olvidarlo. “¡Qué frío!”, se decía hacia adentro, “cómo extraño mi bolsa de dormir allá en el campamento, daría cualquier cosa por volver allá ahora”. Pero volvió a la misma idea que lo había llevado hasta ese lugar, y ahora ya no le quedaban dudas de que era tarde para volver, demasiado tarde… Si tan solo pudiera pedir un deseo ahora… Cerró fuertemente los ojos y se concentró en la casa, luego dijo en voz muy baja, casi inaudible: “Deseo volver al campamento”, creyendo que seguramente al abrir los ojos se encontraría acurrucado en su bolsa de dormir, dentro de la carpa con los chicos de su equipo. Juntó todas sus fuerzas, cerró aún más fuerte los ojos y apretó fuerte los puños, tratando de poner toda su energía en aquel deseo para que se cumpliese. Desde lejos le llegaba el rumor del río. Al abrirlos volvió a ver el mismo escenario que antes de cerrarlos: sus rodillas y más atrás la oscuridad del bosque. Pasó toda la noche en aquella posición, pensando y hamacándose en su lugar hacia adelante y hacia atrás, hacia un costado y hacia el otro, pensando y pensando aún más. Nunca imaginó que se podrían pensar tantas cosas y tan distintas al mismo tiempo. Su cabeza no era más que una ensalada de personas, lugares e imágenes. Se le mezclaban anécdotas del colegio, peleas con su mamá, juegos con sus amigos del barrio, su maestra de grado, la plaza del barrio, una noche que se


quedó a dormir en la casa de su abuela, el viaje en la camioneta, una paliza que le dio su padre por llegar tarde de la plaza, la cabaña, el monstruo, el grito de una madre deseando buen viaje, la casa de los deseos… Parecía que su cabeza pensaba por sí sola, y le era imposible dirigirla como casi siempre lo hacía. Sintió un agujero en la panza, el hambre lo estaba matando. Miró a su alrededor y vio la rama que estaba más cerca cómo se movía y se agitaba debido al viento que soplaba allí arriba. Extendió su brazo para alcanzarla, y luego de arrancarla, sin pensarlo se la puso en la boca y comenzó a masticarla. Su sabor era horrible, pero seguramente debe tener mucho alimento para no morir de hambre, por algo las hormigas se alimentan de eso y son tantas y tantas. Repitió esto cuatro o cinco veces más, por momentos sentía arcadas, pero la idea de que moriría de hambre si no comía esas hojas se imponía al sabor amargo que le producían en la boca. Volvió a su posición fetal, hamacándose de un lado al otro para luchar contra el frío, y sin poder controlar sus pensamientos, se dignó a esperar que la noche terminara. Una vez que el sol saliera y el monstruo ya no lo acechara, podría bajar del árbol y volver por donde había llegado. Los sonidos de la noche se mezclaron con sus pensamientos, y el niño, al borde de la locura, no pudo precisar con exactitud qué sonido provenía de la noche y cuál de su imaginación. Pasaron las horas, que más que horas parecieron siglos, hasta que por fin el color del cielo pareció aclararse, cambiando de ese terrible negro a un celeste cálido. La luz cobriza del sol se abrió paso entre los árboles y Grillo, sin dudarlo, comenzó a bajar descolgándose de rama en rama. En cuestión de segundos tocó la tierra con los pies, con las manos, sintiendo

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que volvía a la vida tras una noche entera en la que se había debatido con la muerte. Se dirigió trotando hacia lo que, según dedujo, sería el final de aquel bosque, y un par de horas más tarde se encontró finalmente en un claro, un oasis entre los miles y miles de árboles. Hizo un recorrido con la vista por todo lo que lo rodeaba, tratando de orientarse de alguna forma, pensando, esta vez con mayor precaución, cuál sería el camino correcto. Sabía que no soportaría una noche igual a la anterior, por lo que se tomó varios minutos para decidirlo. Recordó el río y pensó que quizás debería volver a buscarlo, ya que era un gran punto de referencia para volver sobre sus pasos y llegar finalmente al campamento. Seguramente había caminado por la orilla del río en sentido contrario al que conducía al pueblo, y sabía que si esta vez lo recorría al revés, lo devolvería al campamento, o incluso al pueblo donde se encontraba la casa de los deseos. Aguzó el oído durante unos segundos tratando de escuchar el sonido del flujo del agua, pero no oyó nada. Luego dudó si esa idea sería la mejor, ya que fácilmente podría volver a cometer el mismo error de caminar en sentido contrario y perderse aún más. Intentó recordar el cauce del río, ¿había caminado en la misma dirección que corría el agua o en contra? Pensó en aquello un buen rato tratando de recordarlo, pero cuando tenía la respuesta correcta, la duda de si sería lo contrario volvía a su mente, haciéndolo cuestionar su razonamiento una y otra vez. Finalmente se deshizo de la idea de guiarse a través del río, ya que demasiados problemas le había traído. La imagen de Miguel mirando la brújula y guiando al grupo se le vino a la cabeza, y deseó tener aquel aparatito mágico en ese momento que lo llevaría a donde quisiera. Luego recordó una tarde en la que Cristian había enseñado cómo guiarse con el sol, un palo clavado en la tierra


y un reloj pulsera, o algo así, y se esforzó por recordar algo de aquella técnica, pero pronto la descartó también, puesto que no tenía reloj. “Tengo que orientarme de alguna forma para no caminar hacia cualquier lado”, pensaba Grillo una y otra vez, “quizás si llegara a aquel bosque lejano podría subir a uno de esos árboles gigantes y desde la copa vería todo: el río, el pueblo y hasta las carpas y la camioneta, incluso vería a los chicos en plena competencia, lo más probable es que nadie se haya dado cuenta de que desaparecí”. Aquel bosque parecía no ser tan espeso como el que había sido su refugio durante la noche anterior, y le ofrecía mejor visibilidad, ya que los árboles no se tapaban entre sí. Además, al menos desde su posición, esos árboles parecían mucho más altos que los otros. ¡Sí, eso es, voy a ir hasta aquel nuevo bosque y me voy a subir a la rama más alta del árbol más alto! Desde allí voy a poder ver todo y voy a decidir qué me conviene más, si ir al campamento, al pueblo, o a la cabaña del hombre solitario. Dio un gran bostezo y se puso en marcha hacia su nuevo objetivo. Este bosque se encontraba bastante lejos, pero por lo menos todavía era temprano, pensó Grillo, y esta vez no esperaría a que se hiciera de noche para tomarse en serio las cosas. El pequeño caminó sin detenerse atravesando la gran extensión árida del valle, esquivando sus distintos obstáculos: plantas espinudas, pantanos, árboles caídos, pozos y rocas grandes amontonadas. Trató de pensar lo menos posible, ya que esto lo cansaba mucho, y prefería agotar todas sus energías en la marcha. Sentía un hambre terrible. Recordó su cena de hojas y se tranquilizó al pensar que seguramente en aquel bosque habría árboles con frutas para comer, como las moras, los nísperos o los quinotos que había en el barrio; en los

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que junto sus amigos pasaba tardes enteras trepando, jugando y comiendo. Al acordarse de esas tardes en el barrio, Grillo sintió una necesidad imperiosa por orientarse y volver al campamento más que a ningún otro lado, debía volver con sus amigos del grupo, pero sobre todo sabía que tenía el deber de volver a su barrio y contar a sus amigos todo esto que ahora estaba viviendo, sin exagerar ni inventar nada. Sin dudas esta sería una aventura única y fascinante que a cualquiera le encantaría escuchar. Apenas pasado el mediodía, Grillo comenzó a internarse en el nuevo bosque; estaba exhausto, mareado y sediento; el hambre parecía habérsele olvidado. Tenía la idea fija de subir rápido al árbol más alto para ver dónde estaba el campamento y así poner fin de una vez por todas a aquella increíble odisea. Observó detenidamente cada uno de los árboles que ahora lo rodeaban. Parecían demasiados. Buscó el más alto de todos, el que ofreciera la mejor vista para no perder ni un minuto más. Advirtió con sorpresa que estos árboles parecían iguales que los del otro bosque, y aunque era cierto que estaban más separados unos de otros, no encontró la gran diferencia que esperaba. Casi al azar eligió uno, porque le pareció que su rama más alta sobresalía apenas un poco más que las de los otros árboles, y comenzó a treparlo. Su ritmo y su velocidad no eran las mismas de siempre, tenía el cansancio de dos días o quizás más en el cuerpo, pero racionando la energía que le quedaba logró llegar hasta lo más alto. Cuando estaba por subir a la última rama, desde donde finalmente vería el campamento, notó que era demasiado delgada y que quizás sería peligroso pisarla, pero pronto se convenció de que más peligroso sería pasar otra noche como la anterior, sin comida, sin amigos, escapando hasta de sí mismo. Cerró los ojos, juntó


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todas sus fuerzas, y colgándose de esa última rama logró subirla y quedó finalmente parado en ella. Tardó unos segundos en afianzarse y hacer equilibrio en aquel lugar tan alto, hasta que por fin levantó la vista, sabiendo que lo próximo que vería le traería el alivio más grande de su vida. De pronto sintió un crujido bajo sus pies. Un pájaro que se encontraba en una rama cercana voló hacia otra más alta, y el bosque entero quedó en completo silencio.



segundA PARTE


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LOCUSTA

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MIGRATORIA

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I

gnacio Ricutti no podía dejar de mirar por la ventanilla. Estaba deslumbrado por el paisaje que aparecía allí abajo. Los cerros, cada uno con su particular forma, parecían más altos y coloridos a medida que avanzaban. A lo lejos, en medio de todo aquello, se vislumbraba el resplandor de la ciudad que los aguardaba. Le parecía increíble que existiese un lugar tan hermoso en el mundo y a la vez tan cercano. Se preguntó cómo podía haber tardado tantos años en tomar la decisión de vacacionar allí. Aquello no se parecía en nada a lo que su imaginación alcanzaba cuando planeaba junto a su mujer este viaje. Aterrizaron en el moderno aeropuerto “Eugenio Pedro Corvalán”, inaugurado hacía apenas un par de semanas. Ignacio hizo notar a su mujer que el tiempo de viaje para llegar allí era igual o menor al que él hacía cada día para ir y volver del trabajo en la Gran Ciudad. Ángela sonrió y le acarició tiernamente la barbilla, hacía mucho que no veía aquella mirada de niño inocente y curioso en su marido, la misma de la que se había enamorado en su adolescencia. Mientras esperaban el equipaje, observaron los carteles que estaban pegados en casi todas las paredes, en los cuales aparecía la foto de un niño desaparecido hacía pocos días junto a un mensaje que pedía información sobre su paradero. Ángela


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se preocupó al pensar que quizás lo habrían raptado, pero Ignacio, que parecía ya conocer de sobra el lugar, le explicó que seguramente se habría perdido por los cerros y que pronto aparecería. Subieron a un taxi y se dirigieron al hostal en donde tenían hecha la reserva, ubicado a dos cuadras de la plaza principal, y pronto se encontraron organizando las excursiones e itinerarios que les recomendaron en la recepción. A ella le agradó el lugar, y aunque le hubiese gustado pasar otras vacaciones como las anteriores en la playa, prefirió no decírselo a su marido, que parecía fascinado con cada cosa que veía. Una tarde decidieron visitar el Museo Peralta, que según la chica que los atendió en la oficina de información turística, era uno de los atractivos más importantes que existían dentro de la ciudad. Al llegar se encontraron con lo que parecía ser una procesión: cientos de personas, algunos de ellos con la foto del niño desaparecido en sus manos (la misma que vieron en los carteles del aeropuerto), se encontraban en la plazoleta que rodeaba la casa-museo rezando y pidiendo a ese tal Peralta para que el niño apareciera sano y salvo. Era tanta la gente que rodeaba aquel lugar, que ni siquiera intentaron abrirse paso entre la multitud para llegar al museo. Un hombre de aspecto humilde ofreció un banco a Ángela bajo la sombra del gigantesco algarrobo que lo cubría todo. La mujer agradeció aquel gesto, además de estar embarazada de tres meses se encontraba agobiada por el persistente sol. Intentó darle una moneda al hombre a modo de propina, pero éste la rechazó. Observaron los rostros consternados de aquellas personas, algunos parecían lugareños, otros más bien turistas como


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Llegó finalmente el último día de aquellas vacaciones inolvidables, las últimas que harían antes de la llegada de su hijo. Ignacio puso el despertador de su celular a las cinco de la mañana, y sin despertar a su mujer, salió a caminar solo. Quería aprovechar al máximo aquel paraíso, ese lugar en el que el tiempo parecía fluir lentamente y en donde siempre había algo por descubrir. Sabía que en pocas horas lo esperaba un año largo y tedioso en la Gran Ciudad. Cuando regresó al hostal, Ángela lo estaba esperando nerviosa, dando vueltas en la habitación, ya había tomado el desayuno y estaba armando las valijas para partir. Sabía que la ausencia de su marido se debía a algo. Le preguntó dónde

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ellos; pero lo cierto era que toda esa gente, que seguramente no conocía ni al niño extraviado ni a su familia, pasó allí toda la tarde orando por su aparición. Ignacio de a poco logró entender los rezos y por un momento intentó sumarse al grupo repitiendo las frases que todos sabían de memoria. Ángela insistió en dejar aquella visita para otro día, y al cabo de media hora partieron hacia la plaza principal, donde tomarían un helado y se pasearían por la feria de artesanos. En el camino Ignacio no paró de dar muestras de admiración por aquella gente. Hasta ese momento no había conocido a nadie que se preocupara tanto por un desconocido. Llegó a querer hacer la comparación de que si al hijo que estaban esperando le pasara lo mismo pero en la Gran Ciudad, seguramente nadie… “¡Basta!” El grito de Ángela hizo que Ignacio olvidara aquellas ridículas comparaciones, ya que a su hijo jamás podría pasarle algo semejante porque eso solo les pasa a los padres irresponsables que abandonan a sus hijos como si fueran qué se yo… y blablablá...


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había ido, le explicó que se había perdido el desayuno, y le pidió que le diera una mano con el equipaje ya que había que dejar la habitación pocos minutos después. Bajaron casi corriendo por las escaleras. El taxi que los dejaría en el aeropuerto llevaba un rato esperándolos en la puerta. Ignacio se despidió apresuradamente de la recepcionista y agradeció con una propina la atención con la que los habían tratado. Llegaron con el tiempo justo para abordar el avión de regreso. Ignacio se colocó junto a la ventanilla, al igual que en el viaje de ida, y trató de abstraerse de todo mirando hacia afuera. Pronto el avión despegó, y sin apartar los ojos del hermoso paisaje, el hombre habló con voz pausada, con un tono suave y relajado, algo poco común en su vida cotidiana. —¿Te diste cuenta, Ángela?, aquí es imposible sufrir por algún problema, solo basta con levantar la vista y ver esos cerros para relajarse y ponerse de buen humor… —y tras decir esto su propia voz le pareció la de un desconocido. Luego hizo una pausa esperando que ella dijera algo, pero esto no sucedió. Ángela miró unos instantes por la ventanilla y luego se encogió de hombros, como alguien que no sabe qué decir. —¿Te imaginás cómo sería vivir acá? —continúo Ignacio con su voz cada vez más tranquila. Pero Ángela, que carecía del carácter impulsivo y aventurero de su marido, prefería no prestarle atención. Seguramente se trataba de otra de sus locas ideas sin sentido, y lo mejor sería dejarlo hablando solo, como lo hacía siempre, hasta que se aburriera y terminara olvidándolo. —Este lugar es hermoso, está lleno de magia, de paz…


pude verlo en las calles, en los cerros, en el río, en la mirada de la gente… es un lugar sano y seguro para que crezca nuestro hijo… además se ve que está en pleno crecimiento… seguramente si consiguiéramos algún terrenito no sería difícil… Ignacio siguió pensando en voz alta durante largo tiempo. Su mujer desviaba su atención hacia la revista que estaba ojeando, haciendo como que nada pasaba, aunque sabía de sobra que cuando a su marido se le ponía algo en mente era difícil ignorarlo; lo conocía demasiado, por eso decidió ser tajante de entrada y evitar así que aquella idea se convirtiera en una de sus tantas obsesiones que la conducirían al hartazgo. Hubo un silencio que se prolongó durante casi todo el viaje, y no fue hasta que comenzaron a verse los inmensos edificios de la Gran Ciudad que Ignacio volvió a hablar. —Sí, quizás tengas razón, quizás sea una locura, pero ese lugar tiene algo… es perfecto. Sería cuestión de estudiarlo mejor, algo se nos va a ocurrir… Ignacio ya no volvió a ser el mismo. Le contó a cuanta persona se cruzó de sus experiencias en las vacaciones, asegurando que algún día se iría a vivir allá; y a pesar de que por esos tiempos era algo muy común mudarse de las grandes ciudades a lugares más pequeños en busca de tranquilidad, nadie lo tomó demasiado en serio. Meses después, inmerso nuevamente en su trabajo rutinario de oficina, Ignacio Ricutti no lograba entender qué era lo que realmente le pasaba. Una sensación única de paz lo invadía cada vez que recordaba aquellos días de vacaciones. Creía que todo aquello ya lo había vivido, y a pesar de que nunca pudo encontrar una explicación lógica, sentía que conocía aquel lugar desde mucho antes.

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Su hijo Bruno nació casi al final de ese mismo año, y junto a él volvieron a Corvalán en cuantas vacaciones tuvieron oportunidad. Ignacio, más que a pasear, se dedicó a analizar las distintas posibilidades laborales para cuando se radicasen allí. Aquella idea, que más que idea fue quizás la obsesión más importante que tuvo Ignacio en toda su vida, a diferencia de otras, parecía no desvanecerse con el tiempo; incluso llevaba a Bruno a conocer de afuera las escuelas que estaban cerradas por vacaciones, para decidir juntos cuál era la más linda; y de a poco logró convencer a Ángela del cambio, un trabajo en el que Ignacio jamás se dio por vencido. Cada vez que volvían de Corvalán a la Gran Ciudad, Ignacio se encargaba de comparar las diferentes formas de vida, atormentando a su mujer con las trágicas noticias de inseguridad y violencia que a diario reflejaban los medios de comunicación. Una noche, mientras cenaban y miraban el noticiero, sucedió algo que no pudo haber resultado más provechoso para Ignacio y su plan: en la pantalla aparecían las imágenes del cadáver de un joven que había sido secuestrado al salir de la escuela días atrás; asesinado en las vías del tren con cuatro balas en la cabeza. La noticia en sí no habría tenido tanta trascendencia si no hubiese sido por las cámaras que mostraban al joven muerto, desfigurado e irreconocible, a muy pocas cuadras de donde ellos vivían; y luego de eso, a un costado, aparecía la imagen desconsolada de sus padres, llorando y pidiendo a gritos justicia. Pero lo más curioso de todo era que la familia del joven asesinado parecía de clase trabajadora, humilde, algo llamativo en un caso de secuestro. Aquel episodio pareció afectar a Ángela quizás más de lo imaginado, y el irónico comentario de Ignacio no pudo ser más oportuno:


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Doce años después del primer viaje, los Ricutti se radicaron definitivamente en Corvalán, como Ignacio tanto había deseado. Una buena excusa para no hacerlo antes fue que Bruno debía terminar la escuela y no querían alejarlo de sus amigos; la otra, que debían ahorrar dinero suficiente como para ponerse un negocio que les fuese rentable, según las investigaciones realizadas en cada viaje. Ignacio sintió que el sueño de su vida se había cumplido, y aunque estaba claro que Corvalán ya no era la misma que doce años atrás, para él nunca dejó de ser la ciudad destinada a ser su lugar en el mundo. Durante aquel período miles de personas de diferentes ciudades, e incluso de países lejanos, habían decidido radicarse allí; y, al igual que Ignacio y su familia, afirmaban haber sido atraídos por la tranquilidad y el paisaje que el lugar ofrecía para comenzar una nueva vida, cansados de los problemas que existían en las infestadas ciudades superpobladas que abandonaban. Compraron un terreno sobre la Av. Peralta —que más tarde se convertiría en peatonal— a la familia Paniagua, y según sus nuevos vecinos, en aquel mismo lugar había existido una an-

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—¡Hagamos una cosa, esperemos que nos pase algo así con Bruno y entonces ahí nos vamos a dar cuenta de que esta maldita ciudad no da para más! Aquellas palabras, junto con las imágenes del joven asesinado y su familia destrozada, resonaron en la cabeza de Ángela durante mucho tiempo, y ya no volvió a sentirse tranquila ni siquiera cuando Bruno, ya grande, le pedía por favor que no lo fuera a buscar con el auto al salir de la escuela, porque le hacía pasar vergüenza delante de sus compañeros.


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tigua pulpería, el primer comercio en la historia de Corvalán. Allí construyeron un amplio local que daba a la calle y una pequeña pieza con baño en el fondo, donde además de vivir los tres, instalaron una tienda de artesanías y productos regionales. En la puerta colgaron un inmenso cartel de algarrobo, y en sus letras talladas a mano se podía leer a gran distancia: “REGIONALES RICUTTI”. Según la opinión en las guías de turismo, allí se vendían los mejores objetos de cerámica, fabricados por artesanos indígenas a un bajo costo, además de diversos instrumentos musicales, dulces caseros, postales y demás adornos típicos de la zona. Aquel modesto negocio les permitió ahorrar en poco tiempo un dinero valioso para seguir con las obras. Más tarde, en el fondo, construyeron cuatro piezas con baño para alquilar durante la temporada de vacaciones; y tiempo después, sobre esas mismas, hicieron otras cuatro iguales, lo que les proporcionó a los Ricutti una tranquilidad económica impensada. Llegaron a tener cuatro empleados, y así dispusieron de mucho tiempo libre para dedicárselo a ellos mismos y a Bruno, como tanto anhelaban en la Gran Ciudad, lo que derivó en un problema inesperado. Ignacio pronto hizo un grupo de amigos con los que salía a cazar y pescar. Algunos sábados, ante la resignación de Ángela, se reunían en el fondo de la casa a comer asado, guitarrear y beber vino hasta entrada la madrugada. Todo indicaba que aquel lugar había estado esperando a Ignacio durante esos años, y por primera vez se sintió a gusto con la vida. Para Ángela fue más difícil adaptarse. Intentó sin éxito buscar actividades recreativas como clases de baile, taller de tejido y cerámica, entre otras, pero nada parecía entretenerla. Pasaba casi todo el día encerrada atendiendo el local y el hospedaje, y en su tiempo libre dormía mucho y se pasaba horas mirando


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Una mañana, cuando Ignacio salió a baldear la vereda, vio que el vidrio de su camioneta estaba roto, y que de su interior faltaba el estéreo. Adjudicó aquel hecho vandálico a algún turista confundido, que seguramente había decidido ir a Corvalán creyendo que era como ir a las ciudades del mar. Esa misma mañana, sin que nadie lo advirtiera, llevó a reparar el vidrio, y para no preocupar a su mujer, explicó que el estéreo se lo había prestado a un amigo que lo necesitaba más que él, total ellos solo escuchaban música en la casa. Al poco tiempo a Bruno le desapareció la bicicleta del patio de la escuela y se tuvo que volver caminando. Ignacio supuso que se trataba de una confusión, seguramente algún chico se había llevado su bicicleta por error y al día siguiente aparecería en la escuela para devolverla, pero eso nunca ocurrió. Con el correr del tiempo, parecía que los problemas que Ignacio y Ángela habían intentado dejar atrás se reflejaban a diario en su nueva vida. Ángela estaba convencida de que

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televisión. Bruno, por su parte, sufrió mucho los primeros años. No le gustaba en absoluto aquel cambio, extrañaba a sus amigos y vivía reprochándole a su padre el haberlo llevado a esa aburrida ciudad. Sus nuevos compañeros del secundario lo molestaban llamándolo “gringo”, pero Ignacio siempre lograba tranquilizarlo mostrándole en la TV las noticias sensacionalistas de robos, secuestros y muertes que ocurrían a diario en la Gran Ciudad y sus alrededores. “Todavía sos chico, Bruno, pero más adelante me lo vas a agradecer”, le decía para poner fin a aquellas charlas. Bruno terminaba por conformarse con su realidad, pensando que seguramente sus amigos de la escuela y del barrio estarían peor.


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todo se debía a la incesante oleada de gente que se mudaba a Corvalán, trayendo consigo parte de su pasado. Algo similar a una antigua plaga que, ante la falta de alimento, se expande por todo el mundo arrasando y devorándolo todo, haciendo de su control una tarea prácticamente imposible. Y aunque aquella tendencia migratoria parecía que nunca llegaría a su fin, para Ignacio nada parecía opacar la belleza del lugar. Hacía tiempo que la relación entre Ignacio y Ángela no estaba bien. Prácticamente desde que se habían mudado a Corvalán, habían intentado en vano retomar ese compañerismo que a ambos los unía en su vida anterior. El infinito tiempo libre y sin preocupaciones, junto a las grandes cantidades de dinero que sus negocios generaban, hicieron que la pareja ya no tuviese esa complicidad humilde de otros tiempos, y parecía que ya nada los conformaba ni entretenía. Finalmente decidieron separarse. Ángela volvió a la casa de sus padres en la Gran Ciudad para ponerse al frente de la empresa de sepelios de la familia. Apenas seis meses después, conoció a un hombre extranjero veinte años mayor, accionista de una compañía petrolera, con el que cumplió su sueño de recorrer el mundo, y solo volvió a ver a Bruno para su casamiento. A Ignacio le llevó cuatro años establecer una relación seria con otra mujer. Conoció a Luisa, una joven corbalanense a la que había contratado para trabajar en la tienda de regionales, y con ella tuvo otro hijo varón al que llamó Inti. Años más tarde, Ignacio compró el fondo de comercio de una agencia de turismo frente a la plaza principal, que con el tiempo manejaría Bruno junto a su mujer. Sin llegar a saber por qué, Ignacio por ningún motivo de-


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seaba abandonar aquel lugar con el que había soñado durante tanto tiempo, y aunque la tranquilidad del pueblo pasó a ser un recuerdo entre la gente de su edad, cada vez que se iba de vacaciones aguardaba ansioso el momento de volver a su casa en Corvalán, sintiéndose tan parte de ese lugar como aquel remoto día de vacaciones en que lo había conocido. Sabía que los problemas de los que hacía años intentaba escapar de alguna u otra forma lo perseguían y quizás terminarían encontrándolo, solo era cuestión de tiempo; hasta que finalmente logró ahuyentar aquellas ideas de su cabeza prendiendo la televisión y sacando cuentas frente al espejo, creyendo que al menos no viviría para verlo.


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DE

REGRESO

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L

a camioneta avanzó a toda velocidad por el sinuoso camino que atravesaba los cerros, levantando una cortina de humo y polvo a su paso, hasta que finalmente se detuvo sobre lo que parecía ser el punto más alto de la desolada carretera. Las puertas se abrieron, y de su interior, junto con el ensordecedor sonido, salieron sus cuatro ocupantes. Gabriel, que era el dueño del vehículo, pidió a Hernán que lo ayudara a bajar la pesada conservadora que estaba detrás. Julio metió la mano bajo el asiento y extrajo el paquete oculto; luego con Lucas bajaron casi al mismo tiempo y se fueron al encuentro de los otros dos, que ya estaban sentados delante de la camioneta, frente a las luces que irradiaban los potentes faros. Lucas miró en todas direcciones para asegurarse de que no hubiese nadie cerca, ya que por aquellos días se encontraban policías de todo el país rastrillando la zona, en la incesante búsqueda del famoso niño desaparecido cuya foto aparecía al menos veinte veces al día en los canales de TV. —¿Se fijaron si no hay canas por acá? —preguntó Lucas mirando a Gabriel, en el momento en que este destapaba la primera botella de cerveza. —No pasa nada, Luquita, no te persigas, no vimos ni un solo vigilante en todo el camino, se habrán ido a dormir esas


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ratas… además a ese pendejo ya se lo deben haber llevado los ovnis —dijo Gabriel iniciando su rutina humorística, como era costumbre en él, ante la risa de aprobación de los otros dos. Los cuatros amigos se conocían desde el secundario, y aunque habían egresado hacía más de diez años, la amistad que los unía era la misma que en aquellos tiempos en las aulas. Salían todos los fines de semana en la Gran Ciudad, se divertían en los diferentes bares y discotecas que frecuentaba la gente de su edad, bebiendo y consumiendo las modernas drogas que de a poco habían ido conociendo. Durante las vacaciones de verano se iban a la costa marítima, con el objetivo principal de conocer todo el ambiente nocturno de sus ciudades, para volver del viaje con cientos de divertidas anécdotas que recordarían durante el resto del año. Sin embargo, aquel verano decidieron innovar e ir a Corvalán, motivados por la gran prensa que existía en torno al lugar y a la insistencia obsesiva de Lucas por conocer el norte. Pero apenas en el segundo día de vacaciones, Gabriel, Hernán y Julio parecían arrepentidos de haber cambiado de destino. Allí, la actividad nocturna para los jóvenes consistía en dos pequeños bares con capacidad para no más de cien personas; y además, por ser días de semana, cerraban sus puertas a las tres de la mañana según lo establecía la ley local, hora en que para ellos comenzaba realmente la diversión. Esa noche, al igual que la noche anterior, visitaron los dos bares con la esperanza de pasar un buen rato, pero antes de que pudieran darse cuenta, todo había terminado. Decidieron entonces llenar la conservadora portátil de bebidas alcohólicas y seguir la noche en los cerros, escuchando música, bebiendo y fumando.


Lucas caminó unos metros separándose de los otros tres, mirando en dirección a la inmensa cadena montañosa en donde la luna parecía estar posada. Luego se recostó en la tierra intentando abstraerse de todo. —¡Este lugar es un fiasco, loco, cómo le pifiamos! —dijo Gabriel. —Sí, yo creo que estamos a tiempo, podríamos desarmar la carpa e irnos a la costa, allá se debe estar armando una fiesta bárbara —agregó Hernán. —Yo no pienso perder mis quince días de vacaciones acá, creo que hoy mismo deberíamos fumarnos las reservas e irnos a cualquier parte… además nos queda muy poco —Julio levantó y observó la bolsa verde que guardaban bajo el asiento—. Seguro que esta noche nos fumamos todo y acá es un quilombo comprar macoña, este lugar está lleno de milicos… ¡y todo por un pendejo que seguro se fue a tomar San Pedro y debe estar mejor que todos nosotros! Al decir esto los tres estallaron de risa. Lucas, completamente ausente en aquella reunión y con la mirada perdida en la claridad que irradiaba la luna, parecía ajeno a lo que hablaban a sus espaldas. Contemplando el entorno que ahora lo rodeaba, comenzó a imaginarse los cataclismos que se habían producido durante miles de años para formar esas cordilleras. Se preguntó cómo y cuándo habrían hecho su aparición allí los primeros hombres. Recordó una vez más los documentales que hacía años venía mirando, en donde explicaban cómo fueron las antiguas civilizaciones que habitaron el altiplano del continente. Se imaginó qué aspecto tendrían, cuáles serían sus costumbres, como habrían hecho para subsistir en aquellas cumbres tan altas, tan frías e inhóspitas. El documental que más le gustó explicaba que elegían

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los picos más elevados para establecerse y no las planicies de los valles, ya que las alturas les proporcionaban una vista panorámica de todo el lugar y así evitaban ser atacados por sorpresa. En aquellas cumbres se las ingeniaban para tenerlo todo y prácticamente no necesitaban bajar de ellas: tenían una increíble técnica para construir terrazas escalonadas donde cultivaban los alimentos, y el sofisticado sistema de riego subterráneo que empleaban en la época invernal, cuando prácticamente no llovía, era algo que superaba la imaginación de cualquiera. Pero lo que más le llamaba la atención a Lucas era cómo habían hecho para desaparecer misteriosamente, casi sin dejar rastros de su avanzada civilización más que algunas que otras ruinas y objetos. Se preguntó si todavía existirían descendientes de aquellos pobladores que vivieran en estos lugares y conservaran algo de aquella intrigante cultura, quizás algunos de sus descendientes hubieran sobrevivido a la masacre de… Las risas, que ahora comenzaban a transformarse en carcajadas, fastidiaron a Lucas como siempre lo hacían, pero tal vez, en ese momento y en ese lugar, lo hicieron aún más. Dio media vuelta y buscó la forma de volver con ellos y compartir aquel tema que tanta curiosidad y obsesión le generaba, e intentar convencerlos de que aprovecharan estar en aquel lugar tan hermoso para hacer cosas distintas a las que hacían siempre, pero al ver que sus amigos ahora se revolcaban en el suelo muertos de risa y bajo los efectos del alcohol y las drogas, cayó en la cuenta de que nada podía hacer. —Che, Lu, ya que estas ahí parado como uno de esos vigilantes, ¿por qué no subís el volumen un toque?, este tema me re cabe —dijo Hernán recostado en el suelo mirando a Lucas de costado, pero este no se inmutó—. Y vos, cabeza, pasame


una seca que te estás fumando todo, chabón —dijo luego a Julio, que se encontraba a su lado. —¿Qué pasa, Luqui?, agarrate una birra que están fresquitas, loco —le gritó el de la voz más fuerte del grupo—. Este pibe está cada vez más raro —susurró en voz muy baja. De pronto Lucas avanzó hasta ponerse frente a sus amigos. Miró fijo a Gabriel, que acababa de hablarle, luego dirigió la vista hacia los otros dos, mirándolos con ojos penetrantes, como si fueran objetos; hasta qué finalmente, perdiendo por completo la paciencia, fue hasta la camioneta y apagó el autoestéreo, dejando todo sumido al silencio. —¿¡Qué pasó con la música!? —¿¡Qué haces, te volviste loco!? —¡Prendé, chabón, dejate de joder! Lucas volvió con sus amigos y los miró fijo a los ojos, uno a uno, y tras tomarse su tiempo les habló con un tono que solo utilizaba cuando se sentía desbordado. —¿¡Nunca se pusieron a pensar que aquí vivió gente alguna vez, y quizás todavía viva alguien a quien podríamos estar molestando con tanto ruido!? Los tres rieron al mismo tiempo durante un buen rato, el eco de sus carcajadas resonaba con mayor fuerza en todo el lugar ahora que la música que se había silenciado. Fiel a su costumbre, Gabriel soltó la primera broma de las innumerables que surgieron después: —¡Sí, chabón, quizás viva el Indio Comanche con su familia en el medio de esas montañas… y en este momento se deben estar fumando un churro con E.T. y el pendejo ese desaparecido…! ¡Cómo la flasheas con eso de los indios vos...! Los tres volvieron a reír desenfrenadamente hasta quedar casi sin aire. Una vez que se recuperaron, compitieron por

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ver quién hacía la broma más ingeniosa y que más hiciera reír al resto, como era habitual en ellos, pero Lucas ya no los escuchaba. Cerró fuerte los puños en un acto de bronca e impotencia y se alejó del grupo perdiéndose entre la inmensidad del lugar, bajo la luz de la luna llena, caminando lo más rápido que las piernas le permitieron, sintiendo sobre los hombros el peso y la vergüenza de pertenecer a aquel grupo de amigos que siempre se reían de todo y que nunca entenderían nada. Caminó durante un buen rato, buscando tal vez refugio en la soledad, agitado por un torbellino de recuerdos y de incertidumbres, barajando diversos pensamientos, intentando escapar lo antes posible del retumbo de la música que volvía a salir, esta vez con mayor potencia, de la camioneta de Gabriel y se mezclaba con los gritos y las risas descontroladas de sus tres amigos. Mientras se alejaba en las penumbras, Lucas pensaba que ya no podía continuar con esta farsa. Sabía que ellos tres eran sus mejores amigos, y en realidad, eran los únicos que tenía, pero le faltaba el valor necesario para abrirse del grupo con el que hace tiempo no se sentía cómodo. La vida nocturna y el descontrol vivido junto a ellos durante tantos años parecía haber llegado a su fin, pero separarse de esa forma de entretenimiento significaría quedarse solo, sin amigos, y esa idea lo aterraba como nada en el mundo. Siguió caminando sin poder apartar esos pensamientos de su cabeza, sintiendo los años de desolación. Se preguntó si estaba extraviándose o, por el contrario, encontrándose a sí mismo. Tal vez no siempre habría sido así, pensó. Quizás en otra época los jóvenes se divertirían haciendo otras cosas, mirando las estrellas en silencio o caminando por lugares bellos como


lo estaba haciendo ahora. Parecía como si el tiempo pasara por su lado sin dejar rastro. El tiempo. Si existiera alguna forma más real de medir el tiempo que con horas, minutos y segundos, si se pudiera medir el tiempo en forma distinta… Por ejemplo, ahora mismo, el tiempo que transcurre mientras mis pies avanzan sobre estas montañas y en esta soledad no tiene relación con el tiempo en compañía de mis amigos, buscando desesperadamente alguna forma rápida y simple de entretenimiento que nos haga reír y olvidar, escapando de ese mismo tiempo en que no se hace nada, ese tiempo que está destinado al ocio, al descanso, a nada… ese tiempo que terminaría fastidiando, aburriendo… ese mismo tiempo que debemos matar rápido, en un boliche, en un bar o hasta en este hermoso lugar... ¡matarlo rápido!, de eso se trata, con ruido, con alcohol, con drogas, con bromas y risas, con gente conocida o desconocida; sin perder más tiempo, antes de que el tiempo se convierta en algo aún más peligroso como la soledad o el silencio… verdaderas amenazas… Quizás el alcohol o las drogas tengan algún efecto de aceleración o retroceso y hagan que todo se viva más rápido o más lento, más o menos intenso, distorsionándolo todo, retardando de alguna forma el momento de volver a encontrarse con esta realidad tan aburrida, tan incómoda… Tal vez mi destino sea estar solo, como estoy ahora, después de todo tan mal no estoy… Su vida y sus sensaciones parecieron aclararse en esos momentos, y sin embargo, para su sorpresa, no tenía recuerdo de haber consumido ninguna droga aquel día. Notó que sus pies se movían a un ritmo distinto que el de costumbre, como imitando al de sus pensamientos, que para ese entonces parecían fluir sin control; y así, perdido en sus reflexiones, siguió caminando.

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Finalmente lo detuvo un brusco precipicio, donde seguramente a la luz del día se podría contemplar un bello paisaje. De no ser por aquel abismo con el que se topó, quizás hubiese seguido caminando inconscientemente, movilizado por la necesidad de alejarse, de escaparse cada vez más. Se dio cuenta de que desde allí no se escuchaba la música de la camioneta, y mucho menos las voces y risas de sus tres amigos. Se recostó sobre un montículo de piedras que parecían haber sido apiladas por alguien con algún extraño fin, de espaldas a las luces de la ciudad, y observó el hermoso espectáculo de constelaciones que emitía el cielo en aquel momento. El aire ahora era manso. Las estrellas refulgían en la noche fresca y parecían estar más cercanas, casi palpables. Luego, como obedeciendo a una voz misteriosa, se recostó sobre el árido suelo y cerró los ojos. Sintió cómo cada parte de su cuerpo se aflojaba y se mezclaba con el entorno donde ahora se encontraba tendido, experimentando una sensación única de paz. Una extraña pero conocida música, que no provenía del vehículo y aparentemente de ningún otro lugar, comenzó a sonar en aquel momento relajando por completo a Lucas, trasportándolo. Sin la necesidad de abrir los ojos pudo ver los distintos instrumentos que escuchaba, algunos fabricados con cañas, otros con huesos y cuero de animales, emitiendo cada uno su particular sonido y vibración; incluso pudo distinguir a los hombres y mujeres que estaban tocándolos en aquel ritual, con sus coloridas vestimentas y sus rostros oscuros. Por allí estaban los niños, jugando y bailando en torno al fuego; algunos de esos niños le eran conocidos, hasta que por fin los reconoció: eran sus amigos de la infancia, con quienes jugaba y reía en aquella tarde en la que sus padres tocaban música en


torno al fogón y depositaban pequeños objetos en un pozo cercano al montículo de piedras. Luego se vio a sí mismo, un niño de piel oscura, al que sus amigos llamaban por otro nombre que ya le era familiar, mientras corrían y bailaban los distintos ritmos que sonaban. Su cuerpo recostado en el borde del precipicio vibraba con la música que cada vez se oía con mayor claridad. Sus ojos comenzaron a humedecerse hasta que de ellos brotaron las contenidas lágrimas. Permaneció en aquel estado durante largas horas, riendo, llorando, cantando, jugando; hasta que finalmente las imágenes se fueron disipando, y con ellas, sus maravillosos sonidos, sus alegres cantos, sus risas, su llanto… Lucas abrió los ojos y se encontró con un cielo que comenzaba a aclarar. Se frotó los ojos, como si despertara de un profundo sueño evocador. Se sentó sobre una de las piedras que lo rodeaba y pudo ver lo que había supuesto: el lugar más hermoso que jamás hubiera imaginado bajo un cielo limpio e inmenso, con su río serpenteante allí abajo, con sus formas, sus colores, sus senderos, sus misterios, su vida. Sintió como si el tiempo hubiese perdido el control, como si hubiese cambiado la noción que hasta ahora tenía de él. El sol comenzó a dar sus primeras señales y pronto asomaron sus rayos entre las siluetas de los picos filosos, lentamente, tiñéndolo todo de rojo y naranja. Abrió la boca bien grande para llenar los pulmones y todo su ser de ese aire. Sintió que la imagen de los cerros translucidos y borrosos por la neblina matinal era un recuerdo antiguo en su memoria, como si aquel instante ya lo hubiese vivido. Permaneció inmóvil mucho tiempo, sobrecogido por el paisaje, el silencio, la quietud; sintiéndose tan parte de aquel lugar como si hubiese nacido en él.

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Todo parecía perfecto, y si no fuese por una mano que le tocara el hombro, sacudiéndolo y devolviéndolo a su otra realidad, hubiese permanecido inmerso allí mucho más. —Lu… ¿qué hacés acá?, ¡hace como tres horas que te estamos buscando, loco!, ¿¡no nos escuchabas!? Dale, dale que nos vamos… La voz de Hernán le sonó distinta, y a pesar de que hablaban el mismo idioma, le tomó unos segundos comprenderlo. Lucas se paró, se refregó los ojos y luego los dos partieron en silencio. Caminaron durante largos minutos, que también pudieron haber sido horas, bajo los rayos del sol cada vez más presentes. Tanta luz parecía quemar e impedir ver con claridad. La magnitud de aquel lugar, que ahora podían dimensionar, hizo que se desorientaran durante unos instantes, hasta que finalmente Hernán logró guiarse por el retumbo de los inmensos parlantes que no había cesado en toda la noche. Llegaron al encuentro de Gabriel y Julio que ya se encontraban dentro de la camioneta con el motor en marcha; justo a tiempo para que la música que los llevaría en el viaje de regreso comenzara a sonar.


LOS

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CAZADORES

—¡Qué buen día que nos tocó, Luis! —Es un día ideal, yo llevo mi sombrero por costumbre pero no creo que haga falta hoy. —¿Y no crees que llueva? —Quizás… más tarde, cuando caiga la noche —dijo Luis recorriendo el cielo con la vista. Los dos hombres y los cuatro perros partieron exaltados como niños, y se detuvieron en el viejo Museo Peralta. Lamentablemente para Luis, aquel lugar histórico poco se parecía al que en su niñez visitaba junto a su padre y su abuelo. Más que un sitio de interés cultural y turístico, aquella única construcción de barro que quedaba en toda la ciudad se encontraba destrozada por actos vandálicos y abandonada

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Los días comenzaban a ser más largos y cálidos, y en cualquier momento comenzaría a llover. La primera lluvia del año siempre era bien recibida por las culturas primitivas del valle, ya que además de refrescar las aldeas y los caminos era también sinónimo de abundancia y fertilidad. Se cree que las culturas prehistóricas de la zona agradecían a sus dioses por aquella bendición que les llegaba en forma de agua y que anunciaba el comienzo de la llamada “época de vida”. Parecía un milagro que se daba solo en la época estival y de aquello dependían las cosechas, y, por ende, la supervivencia de todo el pueblo.


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por completo al paso del tiempo, y daba un aspecto repulsivo y tenebroso. El abuelo de Luis había sobrevivido a una operación muy riesgosa, según afirmaban, gracias al mítico Gaucho Peralta; y el famoso caso del niño desaparecido (que aparentemente se había extraviado cuando se dirigía hacia el santuario, según el testimonio de su mejor amigo, el último en verlo), que tanto revuelo mediático y polémica había generado, no había logrado opacar la imagen sagrada de aquel personaje en su familia. Luis sacó de su mochila una pequeña vela, y abriéndose paso entre la basura y los escombros, logró finalmente ubicarla en una de las esquinas de la habitación en la que supuestamente había muerto el General. Levantó la cabeza dentro de la histórica casa, ahora sin techo, y a través de las ramas del gran algarrobo observó los nubarrones grises que de a poco cubrían el cielo. Se convenció a sí mismo de que le darían tiempo, tenían que darle tiempo. Luego se agachó y sacó una cajita de fósforos del bolsillo, y mientras encendía la vela recitó en voz muy baja la oración a Peralta que su padre le había enseñado de niño. Le pidió un buen día de caza para él y su amigo, y le ofreció a cambio comprarle flores con la décima parte de las ganancias que obtuvieran. Zoilo, que lo aguardaba afuera con los perros, lo miraba con nostalgia, recordando aquellas costumbres típicas de otros tiempos, extinguidas casi por completo. Al salir, Luis llamó desde su celular a Cacho, el fletero, que los pasaría a buscar por el viejo museo y en cuestión de una hora los dejaría en los confines de la ciudad, donde luego se perderían en la espesura del monte. Aquel día estaban decididos a ir más allá de donde siempre iban; estaban tan motivados por la ventaja del clima que les


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permitiría avanzar sin sofocarse, que casi no prestaron atención a los perros, de los cuales dependían para hallar a sus presas.

Durante largas horas atravesaron el monte sin hablar. Cruzaron el río y pasaron por un extenso claro. El paisaje pronto cambió bruscamente, y casi sin darse cuenta se hallaron rodeados por un tupido bosque, en donde un millar de árboles inmensos se erguían en apretadas filas, tapando casi por completo la claridad del cielo. Los dos cazadores se miraron como extrañados, sentían que estaban descubriendo nuevos horizontes. Al llegar la hora del mediodía decidieron parar a descansar y comer. Se sentaron junto a un tronco caído, y utilizándolo de respaldo, se dispusieron a preparar los sándwiches para almorzar en la fresca tarde. Querían seguir más aún, tenían

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Se sabe que en este valle, en épocas remotas, se cazaban camélidos y aves, lo que representaría un alimento rico en proteínas para los antiguos habitantes. En la actualidad, ya que el problema de la alimentación se resolvía de forma diferente, el animal más preciado era el quirquincho. Este pequeño ser, declarado en peligro de extinción y protegido por leyes ambientales, había adquirido un inmenso valor en todos los destinos turísticos del norte, ya que con él se hacían instrumentos de cuerdas con los que se tocaban ritmos tradicionales; y además se vendía como objeto decorativo. El quirquincho embalsamado, a pesar de ser ilegal y mal visto por las organizaciones ecologistas, era un suvenir típico de Corvalán, y los turistas estaban dispuestos a pagar importantes sumas de dinero por aquella simpática criatura momificada.


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la certeza de que aquel día volverían con buenos trofeos, que les proporcionarían una buena suma de dinero en el mercado negro de artesanos, y por ende, un alivio económico para sus familias. —¿Habías venido alguna vez hasta acá, Luis? —preguntó Zoilo, intentando dar comienzo a la charla. Luis hizo una breve pausa mientras tragaba, luego mirando hacia arriba respondió. —Sí, de chico, con mi abuelo atravesamos todo este bosque. Recuerdo que más allá se extendía un monte bastante accesible y repleto de animales. Hasta allí no llega nadie y los quirquinchos se reproducen sin ninguna amenaza. Estoy convencido de que hoy va a ser un buen día… seguro que nos llenamos de plata. La cara de Luis pareció iluminarse al decir estas palabras. Zoilo sonrió y bebió un buen trago de la caja de vino que traía en su mochila. Luis sacó su bolsa de coca y tras armarse un acullico se la pasó a su amigo. Luego los dos hombres descansaron en silencio durante unos minutos apoyados en el tronco. Solo el rumor de un río cercano y el canto de los pájaros se oía de fondo en la apacible tarde; hasta que finalmente decidieron continuar con la marcha, exaltados y ansiosos por lo que imaginaban que les aguardaba más allá de aquel bosque. Silbaron y pronto reunieron a los perros. Luis cortó una de las botellas de plástico vacías a lo largo, y, llenándola de agua, les dio de beber, mientras les hablaba arengándolos a rastrear a aquellos pequeños animales que, según él, pronto aparecerían de a montones. Caminaron y caminaron; quizás pasaron horas buscando la salida de aquel inmenso bosque, pero este parecía no termi-


nar nunca. El cielo estaba cada vez más oscuro y amenazante. A esa hora se hacía prácticamente imposible distinguir entre la infinita arboleda un camino que los sacara de allí. La cara de Luis se transformaba una y otra vez como intentando recordar algo. Zoilo, por el contrario, caminaba detrás de él y parecía distendido, entregado como siempre a las decisiones de su amigo. —¿Estás seguro de que es por acá, Luis? Este bosque no termina más. —Sí, Zoilo, ya estamos saliendo, quedate tranquilo. Pero a Luis ni sus propias palabras lograban tranquilizarlo. Sabía que no tenía idea de dónde estaban y que caminaban a la deriva sin ningún punto de referencia a la vista que los pudiera orientar. Seguramente estarían caminando en círculo. Luis se dio cuenta de que la tarde se acabaría, y con ella, sus ambiciosas pretensiones. Comenzó a desesperarse y apurando la marcha pensó en los miles de quirquinchos que estarían tan cerca de ellos. Tan solo encontrando la salida de aquel laberinto podría hacerse con el dinero que, para la vida de un obrero como la suya, significaba muchas cosas. Sabían de sobra que aquellos animales se alimentaban principalmente del fruto que cae de los algarrobos, y que sus madrigueras habitualmente estaban debajo de aquellos árboles y no de estos que ahora los rodeaban; por lo que debían salir lo antes posible de aquel bosque al que seguramente ningún quirquincho visitaría jamás. Apuraron el paso más y más, avanzando a grandes trancos, hundiendo por momentos los pies en el barro que por la oscuridad no llegaban a distinguir. Los perros iban y venían corriendo, parecían haber olvidado su función y se divertían jugando y persiguiéndose unos a otros. Zoilo seguía a Luis

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de forma mecánica, pisando casi sobre sus huellas, estaba exhausto, hasta que el cansancio en sus piernas lo obligó a detenerse. —Paremos un poco, Luis, no doy más... tomemos un trago de vino —dijo, y apoyó la mano en un árbol, intentando recuperar el aliento. —Bueno dale, pero rápido, el color del cielo no me gusta nada. Zoilo bebió con insaciable sed de la caja, derramando parte de la oscura bebida en su cara y su ropa. Luego se refregó los labios con el puño de la camisa y ofreció a Luis de beber. —Decí la verdad, Luis, estamos perdidos, nunca estuviste acá vos… Luis tomó la caja de vino y comenzó a beber pequeños sorbos, casi sin tragar. Estaba nervioso, necesitaba tiempo para contestar, para decidir. Recordó la vela que quizás aún estaría ardiendo dentro del santuario y se estremeció. Las nubes oscuras ahora cubrían el cielo por completo. Un frío húmedo le corrió por el cuerpo. Sintió cómo sus ansias de cazar aquel día y volver a su casa con un verdadero botín se esfumaban lentamente. De pronto, el ladrido ensordecedor de los cuatro perros en el silencio de aquel bosque los hizo reaccionar, y sobresaltados corrieron en busca de sus canes. ¡No quedaban dudas, esos ladridos anunciaban claramente que habían encontrado algo! Luis sintió que el corazón se le salía por la boca, de una escupida fuerte se deshizo del acullico y los dos corrieron hasta que por fin llegaron al lugar en donde los cuatro perros se agrupaban. —¡Rápido, Zoilo, sacá la pala, dale! —ordenaba Luis mientras se quitaba la mochila y se la daba a su amigo.


—Pero… Luis, mirá eso… Luis miró y su respiración se detuvo unos instantes. Sabía que aquello no era un quirquincho y mucho menos algo que hubiese esperado ver. Los dos hombres se miraron entre sí y luego volvieron la vista al suelo, donde los perros ladraban y mordisqueaban ferozmente el hallazgo. Luis ordenó silencio a sus perros y pateándolos logró apartarlos de la escena. Hubo un largo silencio que se extendió quizás más de lo previsto. —¿Qué hacemos, Luis? —dijo Zoilo, todavía jadeando. —Nada… no podemos hacer nada… —Pero tendríamos que avisar… —No, Zoilo, eso nos traería muchísimos problemas… además el abogado me dijo que todavía nos están investigando por el tema de… —¡Mirá! —lo interrumpió Zoilo señalando con el dedo hacia aquel lugar— Quizás nos dé una pista, o por ahí explique lo que pasó y no tengamos problemas con… —¡No toques nada! Pero Zoilo ya estaba agachado. Extrajo la bolsa blanca de nylon que asomaba por un costado, y dentro de ella encontró una gran cantidad de flores secas y un trozo de papel doblado. Lo abrió y comenzó a leer en voz alta: —“Los 3 deceos: Que no me buelba a mi casa, que Jocé no se enoge cuando me bea y que me encuentre una bela en el camino de buelta al canpamento. Firmado: Facundo Julián Vega 1º B” En ese momento un fulgor blanco se dibujó en el cielo —Será mejor que volvamos —dijo Luis, apretando los párpados—, parece que va a llover.

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remontando el cielo

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on Horacio miraba ansioso por la ventana de su habitación. Llevaba mucho tiempo despierto y no veía la hora de que llegaran. El sol de las vacaciones irradiaba como nunca su energía y su calor aquel domingo. Al penetrar por las ventanas de los cuartos, sus dorados rayos tenían la particularidad de alegrarlo todo. Daban ganas de levantarse de un salto y salir a recibirlo, a disfrutarlo. De acuerdo con la marca de lápiz rojo que él mismo había hecho en el almanaque que colgaba de su armario, hoy era día de paseo. Según la rutina, siempre y cuando no lo olvidaran o no surgiera ningún contratiempo, su hijo y su nieto vendrían a buscarlo para llevarlo a dar una vuelta por el parque como él tanto ansiaba. Para don Horacio, estos momentos eran los únicos que lo mantenían con vida. Aquellos paseos, junto a su infinita galería de recuerdos, eran su único motivo de placer y entretenimiento; pequeñas cosas que al menos a él le alcanzaban para sentirse vivo. Cuando por fin vio aparecer el moderno automóvil, Horacio sintió que su corazón estallaría. Procurando no perder tiempo, se puso su viejo sombrero de paja, ajustó el nudo de la corbata frente al espejo, tomó el bastón que dejaba junto a la puerta, y salió de la habitación en cuestión de segundos,


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con su característico paso firme y una gran sonrisa que inundaba su cara. Saludó a las enfermeras y a los demás internos de la residencia como alguien que se despide para no volver por mucho tiempo. Salió a la calle dando pasos largos, evitando así que alguna enfermera se acercara para acompañarlo tomándolo del brazo. Se subió al cómodo vehículo y se relajó mientras éste se ponía en marcha. Tanto su hijo Esteban, que conducía a su lado, como su nieto Diego, que estaba sentado justo detrás de él, parecían ausentes del hermoso día que para don Horacio acababa de comenzar. Su hijo hablaba sin parar por su teléfono celular, tan ocupado que ni siquiera lo saludó cuando se sentó a su lado. Diego, en cambio, permanecía en silencio pero sin apartar la vista de su curioso aparato, muy similar a una delgada tablita rectangular totalmente negra, al que no dejaba de toquetear una y otra vez. Pero todo esto parecía no sorprender demasiado al abuelo, y aunque le costara aceptarlo, ellos eran los únicos que al menos parecían acordarse de que existía. Tuvo ganas de preguntar a dónde irían, pero temiendo alguna respuesta ofensiva por parte de su hijo, como era habitual, se contuvo y aguardó en silencio sentado en su lugar. Atravesaron las avenidas y las calles de la ciudad que, para asombro del anciano, parecía desierta y silenciosa; incluso los escasos vehículos que se cruzaban en el camino parecían mudos. El anciano no paraba de mirar de un lado al otro, intentando develar el misterio de tanta ausencia. Pulsando el único botón que halló en su puerta logró bajar el cristal de la ventanilla; temía que el hermetismo de la cabina le impidiera escuchar el ruido de la ciudad, pero al bajar el cristal por completo no halló demasiada diferencia. El automóvil se detuvo casi en el mismo lugar en el que se


habían estacionado durante el paseo anterior. Sus tres ocupantes descendieron y cruzaron la ancha avenida que los separaba del parque. —¡Vayan a caminar! —ordenó Esteban mientras apretaba los botones de su celular, al que no perdía de vista—. Yo después los alcanzo que ahora tengo que hacer un par de llamadas muy importantes. Abuelo y nieto se perdieron bajo la sombra de los árboles verdes por el verano. Curiosamente para don Horacio, parecían ser los únicos visitantes del parque en aquella soleada tarde dominical. El anciano se detuvo casi al llegar al centro, y afirmándose con ambas manos en la empuñadura de su bastón, levantó la cabeza mirando de un lado a otro, como buscando algo. En el cielo no había una sola nube, y su color celeste le pareció más nítido que nunca. Fue entonces cuando decidió cerrar sus ojos, y esforzando su memoria y su imaginación, logró finalmente encontrar lo que tanto buscaba: ¡Sí, allí estaban! Por fin pudo ver con claridad los viejos barriletes que surcaban el cielo del parque, con sus diversas formas y colores. Había barriletes con caras y sonrisas, otros con escudos de fútbol o personajes populares. Vio también aquel barrilete azul que había hecho con su padre durante esas vacaciones tan divertidas y que provocaba la envidia de todos sus amigos, ya que apenas se podía ver de lo alto que volaba. Escuchó las risas, los pelotazos y el griterío en el constante correr de los niños junto a sus padres en aquellas interminables tardes de juegos bajo el sol vivo de las vacaciones. Distinguió el sonido inconfundible del vendedor de pochoclo y el aroma irresistible que emanaba de su carro, capaz de silenciar por unos momentos el alocado bullicio.

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Recordó de pronto la tarde más feliz de su vida, en la que junto a sus dos inseparables amigos del barrio, Pepe y Marito, había escalado hasta la cumbre el inmenso monumento a Peralta, y desde allí habían podido ver todas las casas, incluida la suya, desde arriba. Se habían sentido en la cima del mundo. Fue entonces cuando abrió bruscamente los ojos para ver el monumento al que, ya cercado por grandes rejas, oxidado y sucio por los excrementos de las palomas, nadie trepaba, y parecía que a pocos les interesaba. El silencio que encontró en su vuelta a la realidad lo descolocó al punto de no saber dónde estaba parado. Miró a Diego, que todavía se encontraba a su lado, pero el también parecía estar en otra parte. Le habló suavemente, con el mismo tono con el que le hablaba cuando era apenas un niño y se sentaba en su falda: —¿Querés que hagamos un barrilete, Dieguito? Pero él, concentrado en su extraño artefacto rectangular y ajeno a todo, pareció no escuchar o no entender lo que su abuelo le quería decir. —Vamos, que hay que volver —dijo el adolescente tras un breve silencio que a don Horacio le pareció interminable; señalando el lugar por el que habían llegado y donde su padre ahora hacía gestos con la mano que tenía libre para que volvieran (el teléfono celular parecía ya ser parte de la otra extremidad). Don Horacio sonrió, ya no recordaba la voz de su nieto, fueron pocas las veces que lo había oído hablar, y no supo distinguir si aquel sonido había provenido en verdad de él o de su inagotable fuente de imaginación. Volvieron por el mismo camino por donde se habían internado en el parque, caminando casi con exactitud sobre sus anteriores pisadas. Los tres subieron al vehículo en sus respectivos lugares, con


la voz de Esteban resonando a modo de monólogo, como siempre, incluso levantándole por momentos el tono a su interlocutor a través de su inseparable aparato. En el camino de vuelta, sin entender por qué, el abuelo notó que iban por un camino distinto al de siempre. Al llegar a la rotonda se encontraron con un cartel de desvío que indicaba que la avenida Peralta se encontraba cortada por nuevas obras. Tomaron la diagonal que atravesaba la ciudad de este a oeste a toda prisa, deteniéndose bruscamente ante la luz roja que mostraba un semáforo en una de las tantas esquinas. Una vez que logró ubicarse, don Horacio levantó la cabeza y miró hacia la vereda de enfrente, un inmenso cartel tapaba casi toda la cuadra, y en su gran inscripción de letras rojas se podía leer claramente: “PROXIMAMENTE: PERALTA RESORT”. Afirmando la montura metálica de sus lentes y entornando ligeramente los párpados, hizo un esfuerzo por ver las grandes ramas del histórico algarrobo, el árbol más grande y longevo del país del que se había jactado el pueblo entero, pero no consiguió verlo. “Quizás esté detrás de todos esos carteles”, pensó. La cara del viejo pareció desfigurarse por completo. Miró de reojo a su hijo, quien sin dejar de hablar miraba con impaciencia al semáforo, esperando segundo a segundo que cambiara. El anciano estuvo a punto de decir algo, pero justo en ese momento se encendió la luz verde, y el vehículo dejó atrás aquel mítico lugar. Minutos después, el auto se detuvo frente al geriátrico. Esteban y su padre se bajaron y cruzaron la calle que los separaría durante varios meses. Se despidieron casi sin hablar y Horacio entró acompañado por una de las enfermeras al hogar en el que vivía hacía más de diez años. Como todavía era domingo, y por ende día de visitas, había

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más gente de lo habitual en la residencia de ancianos. Don Horacio se acercó a la mesa donde se encontraban un hombre y un niño junto a una anciana de al menos cien años, que no hablaba y apenas veía. Notó la gran diferencia entre esa familia y la suya, y aprovechó la ocasión para poder hablar con alguien. —Buenas tardes —dijo a los visitantes. —Buenas tardes, abuelo —contestaron los dos casi a coro, y dejaron ver el mismo crucifijo dorado que pendía de sus cuellos en el momento en que se daban vuelta a saludar. —Disculpen la molestia —dijo con voz temblorosa—, ¿alguno de ustedes sabe qué es lo que pasa en el Museo Peralta? —el asombro y la curiosidad que había despertado en el anciano aquel cartel lo desbordaba y parecía que ya no podía más. —¡Pero claro, abuelo! —se apresuró a responder el mayor— Lo demolieron el año pasado y ahora están por construir un importante hotel allí, ¿no lo vio en la tele? Esa casita de barro ya no daba para más, en cualquier momento se venía abajo… además no estaba dando ingresos, todo el mundo lo sabe, ¡y encima en esa ubicación! Desde que esa manga de negros no viene más a nuestra ciudad a prender velas y emborracharse, por suerte vivimos mucho más tranquilos, ¿no le parece, abuelo? Gracias a Dios ahora es otra clase de turistas la que nos visita, y podemos andar tranquilos en la temporada de verano… Dicen que el nuevo hotel va a tener una pileta climatizada, canchas de tenis, una sala de convenciones… Pero Don Horacio ya no oía a este amable hombre que hablaba sin parar, en ese momento hubiera preferido que aquella gente fuese como su familia. Sintió un nudo en la garganta que trató de disimular mientras se despedía, y forzando una


sonrisa de agradecimiento se alejó hacia el pasillo de los ascensores. De regreso en su habitación, apoyó el bastón en el lugar de siempre, se aflojó el nudo de la corbata y se quitó el sombrero de paja para dejarlo colgado nuevamente en el gancho que sobresalía en lo alto de la pared. Se recostó en la cama bocarriba con las manos entrelazadas en la nuca, dispuesto a descansar tras el agotador paseo, y permaneció inmóvil durante un par de horas con la vista perdida en ninguna parte. Luego se dio vuelta hasta quedar de costado, con las piernas recogidas y la cabeza apoyada en la almohada, observando el sombrero que aún oscilaba en la pared donde lo había dejado, y que desde su posición parecía estar suspendido en el aire. Casi de un salto se levantó para observarlo de cerca, detenidamente, como si aquello fuese un truco de levitación que veía por primera vez. De un zarpazo quitó el sombrero con las manos temblorosas, pero no logró tranquilizarse ni siquiera cuando tocó el metálico gancho que brotaba de la pared con los dedos, con las manos, intentando aferrarse a ese objeto curvado similar a la rama de un árbol, sintiendo a través de la rugosa piel su fría superficie, examinando cuidadosamente sus dimensiones, su solidez, su función. Al llegar la noche de aquel largo día, la voz de siempre anunció por los altoparlantes que se acercaba la hora de la cena, y los abuelos lentamente comenzaron a reunirse en torno a las redondas mesas del salón comedor. Don Horacio Cutipa Piedrabuena no salió de su cuarto aquella noche, y tampoco lo hizo durante el siguiente día, aunque nadie pareció advertirlo.

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muralla

—¡No se puede creer, esta india otra vez no aparece! La mujer no paraba de dar vueltas en la casa mientras descargaba su rabia a los cuatro vientos. Agarró una escoba e intentó acumular en un rincón la tierra y las migas de varios días. —¡Seguro debe andar borracha carnavaleando por ahí… son todas iguales estas negritas…! ¿¡Y ahora qué hacemos, qué hacemos!? En una hora llegan Ricardo y Agustina con el pavo y nosotros con toda esta casa mugrienta… Miró una vez más el reloj de pared y se fue corriendo hacia el comedor, en cuya mesa aún se encontraba la vajilla sucia del día anterior. La apiló torpemente y corrió a depositarla en la pileta de la cocina, tan de prisa que no se percató de la parpadeante luz verde del contestador automático que indicaba un nuevo mensaje de voz. Sus blancas y delicadas manos se engrasaron, y al darse cuenta, lanzó al aire una nueva maldición. —Tranquila, mi amor, no pasa nada —dijo Germán al salir de la habitación—. Cuando lleguen les explicamos lo que pasó y listo, total el día está lindo y seguro que comemos en el fondo. Virginia rompió en llanto y su marido la abrazó para consolarla, besándola en la cabeza mientras miraba por el ventanal

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hacia la calle. —Además —continuó el hombre—, ellos también viven acá y saben cómo es esta gente. Vos andá a pegarte una ducha y a arreglarte un poco que yo me encargo de recibirlos y explicarles, no te hagas drama. Virginia se apartó de su marido y se secó las lágrimas con las manos, luego lo besó en la boca y se fue en silencio hacia la habitación. Germán observó el gran caos que tenían ese día en la casa y, dándose por vencido, se sentó a esperar a las visitas en uno de los sillones del recibidor mientras ojeaba un diario viejo. Minutos después Virginia apareció en el comedor luciendo su cómoda ropa deportiva de los fines de semana. Cerró los ojos y suspiró. Luego fue hacia el recibidor donde se encontraba Germán, aparentemente distendido. —¿Y si les cancelamos, Ger? Digámosles que yo me siento mal y que… —No te preocupes, ellos ya llevan más de veinte años acá, seguro que deben estar acostumbrados a este tipo de cosas. Cuando lleguen si querés los hacemos entrar por el pasillo del costado y... —¡Pero si el pasillo también está hecho un quilombo! En serio, dejémoslo para otro día, Germán, me da mucha vergüenza que vean la casa así… Germán estaba por salir para ver el estado del pasillo, pero el sonido de la bocina del auto que esperaban lo detuvo en seco. —Dejá que yo me encargo, dale —le ordenó a Virginia mientras giraba la llave para abrir la puerta blindada. Salió de la casa forzando una sonrisa de costado, y avanzó hacia el portón de rejas por el colorido camino de piedritas


que atravesaba el verde jardín. —¿Cómo andan? —Saludó a los visitantes— Esperen que les abro así meten el auto. —¡Eh! ¿Qué haces, pibe? —contestó Ricardo con su clásico tono amigable a través de la ventanilla del automóvil. Una vez que el vehículo se estacionó adentro, Ricardo y su mujer se bajaron y abrieron el baúl trasero. —¿¡Cómo estas, querido!? —dijo Ricardo en el momento en que Germán se acercó para saludarlos y ayudar a llevar las bolsas. —Ahí andamos, más o menos. Virginia está medio mal porque hoy no vino la chica a limpiar y tenemos la casa patas para arriba… —¡Ay, querido! ¿¡Me lo vas a decir a mí!? Hace veintitrés años que vivo acá, ¡mirá si no los voy a conocer…! —agregó Agustina mientras caminaba a su encuentro para saludarlo con un beso. —Y sí… qué se le va a hacer... bueno, pasen, ya vemos cómo nos arreglamos. Tras cruzar la puerta, Virginia salió del baño a saludar a los invitados con cara de frustración ante el desorden que los rodeaba. Agustina se adelantó y le habló con voz muy baja. —Ni te hagas drama por nosotros, Virgi, ¿vos sabés las veces que me lo hicieron a mí? Es cuestión de tiempo, ya te vas a acostumbrar. Yo al principio me lo tomaba así, pero ahora ya me resigné, esta gente es un caso perdido. Virginia sonrió y relajó los hombros, luego las dos salieron al fondo siguiendo a los hombres que se habían adelantado. La leña comenzaba a arder en el asador. Los dos matrimonios se sentaron en torno al largo mesón de algarrobo que estaba dentro del quincho de tejas verdes y cerramientos de

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aluminio. Ricardo destapó una botella de champagne mientras Agustina y Virginia se encargaban de preparar y condimentar el pavo y la ensalada de hongos. Germán, fiel a su costumbre, trajo el minicomponente y puso el CD de música pop que acompañaba las reuniones familiares en casa de sus padres. Subió el volumen hasta tapar el ruido de los pájaros que hasta ese momento predominaba en el aire y volvió a la mesa. —¿Eso es la radio? —preguntó Agustina intrigada mientras aplastaba con fuerza la colilla de su cigarrillo contra un cenicero. —¡No! ¿¡Cómo va a ser la radio, Agus!? —se apresuró a responder Germán con tono burlón— Si acá la radio que no te pone cumbia te pone folklore, toda esa música que solo les gusta a los negros y a los viejos. Ricardo se encargó de remojar permanentemente el pavo que ya se encontraba sobre la parrilla, volviendo cada tanto a la mesa para participar de la conversación. —Tranquila, Virgi, al principio los querés matar a todos, después ya te conformas por insultarlos de vez en cuando — dijo Agustina intentando poner humor en la mesa. —No sé cómo habrán hecho ustedes para aguantarlos tanto tiempo —replicó Virginia desahogándose—, yo creo que no podría. El otro día fui a la verdulería de la esquina y la india que trabaja ahí tardó media hora en atenderme, ¡media hora!, y eso que adelante mío no había más de tres o cuatro personas, son más lentos... —Y eso no es nada, amor —agregó Germán demostrando complicidad con su mujer—, en la obra tenés que explicarles veinte veces las cosas para que te entiendan, y cuando parece que ya te entendieron, te das media vuelta y hacen todo al revés. Yo no sé si lo harán a propósito, pero uno como arqui-


tecto los trata bien, les lleva una gaseosa los días de calor y no hay caso, ¡no hay caso!, están acostumbrados a que les den con un látigo como se hacía antes, te juro que uno de estos días me compro uno y termino el hotel este en menos de un mes. Al oír esto los otros tres se rieron distendidos, asintiendo con la mirada a Germán. —¡No… y si les cuento lo que me paso la semana pasada se mueren…! —continuó Germán, animado por las risas generadas— De repente se aparecen en mi oficina el maquinista que estaba excavando para hacer los cimientos y el capataz, diciéndome que habían encontrado unos huesos enterrados y que según ellos podían ser los restos de alguien famoso… un gaucho o algo así; cuando voy a ver qué pasaba me encuentro a todos los obreros que se habían agrupado alrededor a rezar y no querían seguir trabajando, decían que por respeto o yo qué sé qué carajo… ¿¡pero desde cuándo se respeta a un gaucho!?… ¡y encima a uno que ya murió hace no sé cuántos años…! —Mirá, Germancito —le dijo Ricardo apoyando una mano en su hombro—, acá no te tenés que calentar, ellos son así y no los vas a cambiar nunca. Por suerte en estos últimos años se vino a vivir mucha gente culta como ustedes, y dentro de todo entre nosotros nos podemos juntar a pasar un día como este y al menos charlar de algo. ¿¡Pero vos sabes qué difícil fue para nosotros cuando apenas nos vinimos y abrimos el consultorio!? ¡No sabés! Estos brutos no saben hablar de otra cosa que no sea del partido del domingo o de cuántos vinos se tomaron la noche anterior —el hombre se mordió el labio inferior y bajó la vista en un gesto de desconsuelo, luego continuó hablando con la voz más grave, evitando así ser in-

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terrumpido—. Te tenés que bancar todo lo de ellos: su música, sus fiestas, sus santos, sus comidas, ¡todo! No hacen nada para incluirte a vos que venís de afuera a darles una mano... ¡y encima de todo se quejan de que venimos! Si no fuera por nosotros, acá no tendrían ni médicos, ni arquitectos, ni turismo, ni nada… Tras decir esto, Ricardo destapó otro champagne y lo sirvió en las cuatro copas que estaban casi vacías. Dejó la botella en la mesa y observando de cerca la etiqueta trasera agregó: —Ni siquiera champagne tendrían acá, estas botellas las trae un paciente mío que es extranjero y tiene el contacto allá en su país. Luego de beber apresuradamente el contenido de su copa, volvió a llenarla y se retiró hacia la parrilla para remojar y dar vuelta el pavo una vez más. —Nosotros no pensamos quedarnos mucho tiempo más acá —afirmó Virginia, que se sentía cada vez más desinhibida—. Con Germán casi no salimos de la casa, estamos todo el día encerrados. ¡No hay ni un cine, ni un shopping, ni un restaurante en el que se coma como la gente, o en el que al menos te atiendan como debe ser! Todo bien con el paisaje y la naturaleza, pero apenas Germán termine la obra del hotel este nos vamos; yo no pienso llegar a vieja en Corvalán —la mujer hizo una pausa, bebió el resto de champagne que le quedaba en la copa de un sorbo y continuó—. “Corvalán”… hasta el nombre es feo en esta ciudad. Seguro que la habrán llamado así en honor a alguno de esos caciques salvajes que anduvieron matando gente inocente en las misiones pacíficas que se hicieron por estos lados... Ricardo trajo algunos trozos de alitas para que fueran probando. Germán entró a la casa para buscar más champagne y


gaseosa dietética, y justo cuando estaba por salir, oyó el sonido de unas palmas que venía de la calle. Estuvo indeciso unos instantes, hasta que finalmente resolvió no prestar atención y volver al fondo, donde aquel manjar tan preciado se encontraba recién servido. Al llegar apoyó las botellas en el mesón y se sentó en su lugar. Justo en ese momento la melodía de una canción infantil muy popular salió por los parlantes del timbre, resonando en toda la casa y el patio trasero. —¡Uh! ¿¡Y ahora quién será!? —dijo Virginia con fastidio. —Seguro debe ser alguno de estos de acá que quiere vender o manguear algo —añadió Germán un segundo antes de probar el primer bocado. El timbre volvió a sonar, esta vez con la melodía de una conocida obra de música clásica que se mezclaba y confundía con la que reproducía el minicomponente. —¿¡Y si es la chica que limpia!? —inquirió Virginia mirando con sorpresa a su marido—, ¿por qué no vas a ver, mi amor?, de última la hacemos que limpie todo este desastre y después de que termine la echamos. Germán masticó el trozo de pavo que tenía en la boca a toda prisa, luego tomó un sorbo de champagne, se limpió los labios con una servilleta y se levantó de mala gana. Caminó por el pasillo del costado esquivando y pateando los trastos que se encontraban desparramados en el suelo para abrirse paso. Se asomó a la pared de la casa para ver quién era sin ser visto, pero la columna de ladrillos rojos junto a la puerta de reja se lo impidió. Avanzó pisando el fino césped hasta quedar de frente a la puerta de calle. Del lado de afuera, un hombre de baja estatura y piel oscura y una niña de trenzas negras y vestido floreado lo miraban sonrientes. Germán caminó lentamente mirando

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al hombre a los ojos, en un gesto de impaciencia y hostilidad. —¡¿Qué quieren!? —dijo al mismo tiempo que se cruzaba de brazos, procurando no ocultar su irritación. —Buenas tardes, doncito —contestó el visitante—, yo soy Ramón, el vecino de acá al lado del tapial, y con mi sobrina queríamos dejarle una invitación para la fiesta patronal que se va a celebrar este fin de semana en la canchita de la esquina, donde está nuestro santito, ¿vio? Como sabemos que ustedes son nuevos en el barrio los queríamos invitar para que participen y se integren en... —No, pero no tengo plata, pasen en otro momento que ahora no puedo… —dijo Germán intentando poner fin allí mismo a la conversación. —No, señor, no se haga problema que es totalmente gratuita, aquí cada uno viene y ayuda con lo que puede. El jueves se reúnen las mujeres para hacer el recado de las empanadas y los pastelitos, así que si su mujer quiere venir la esperamos; nosotros los hombres nos juntamos el viernes para armar el escenario y la decoración. Va a estar lindo porque va a haber jineteada y destrezas gauchas, se va a servir locro y vino regional, y ya para la noche van a tocar varios conjuntos folklóricos y grupos de música tropical. También van a estar bailando ellos —el hombre puso una mano en el hombro de la niña que se encontraba a su lado—, los chicos de la academia de danzas tradicionales… —Mire, señor, en este momento estoy ocupado, cualquier cosa después yo lo veo… —lo interrumpió el dueño de casa. —Está bien, disculpe la molestia, aquí le dejo la invitación. El hombre extendió el brazo a través de la reja sosteniendo un trozo de papel en la mano. Germán miró fijamente el papel y luego al hombre, que no dejaba de sonreír ante su


evidente fastidio. Después hubo un breve silencio, denso como un muro de piedra, que pareció eterno. —¡Señor! —dijo finalmente Germán, perdiendo del todo la paciencia y con la mirada desafiante— A ver si nos entendemos de una vez: no me interesan estas cosas. Además, ya le dije que no tengo plata y que estoy muy ocupado. ¿¡Me entiende o no me entiende lo que le digo!? El visitante recogió la mano y cerró los ojos unos segundos, luego le habló a Germán, que ya se había dado vuelta y volvía caminando por donde había aparecido. —Discúlpenos, vecino, no queríamos molestar. Le voy a dejar la invitación en el buzón, y no se haga problema si el viernes no nos puede dar una mano para armar el escenario. Lo esperamos el sábado acá en la canchita, que los chicos tienen por costumbre hacer un regalito a los nuevos vecinos a modo de bienvenida. Adiós y buenas tardes. Germán se detuvo en la mitad del pasillo cuando el hombre terminó de hablar. Giró la cabeza y los vio atravesar todo el frente de su casa hasta perderse de vista. Esperó unos segundos para asegurarse de que no apareciesen otra vez y volvió hacia la entrada. Sacó del buzón el papel que aquel hombre acababa de dejar. Abrió apenas la puerta de reja y asomó la cabeza para ver donde estaban, pero no vio nada. Echó una mirada rápida al papel, leyendo entre líneas las gruesas letras trazadas desprolijamente y con faltas de ortografía. Sin perder más tiempo, cerró rápidamente la puerta de calle con llave, deslizó el pasador para asegurarse de que quedara trabado con el candado, y entró en la casa a desconectar el timbre. Luego se dirigió al pasillo del costado, agarró la escalera que se encontraba tirada en un rincón y la levantó hasta dejarla

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en posición vertical, apoyando su parte superior en la pared medianera. Puso un pie en el primer peldaño, pero antes de intentar subir al segundo, se dio cuenta de que con aquella pequeña escalera no llegaría ni siquiera a la mitad del inmenso paredón perimetral que había mandado a construir antes de mudarse a esa casa, por lo que sería imposible asomarse para ver hacia el otro lado. De mala gana apartó la escalera de la muralla y de un empujón la devolvió al lugar donde se encontraba, a donde cayó con un estrépito atroz. Dio media vuelta y caminó apresuradamente hasta salir al fondo, mientras apretaba fuertemente el puño haciendo un bollito con el papel. Al pasar por el asador lo arrojó al fuego, y sin detenerse volvió a sentarse a la mesa dispuesto a pasar el resto del día con su gente, compartiendo junto a ellos el tradicional menú de los domingos, debatiendo como de costumbre sobre temas importantes, y escuchando de fondo su música favorita.


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espectro

amplio

Las cosas vistas desde arriba tienen otro aspecto, otras formas, otros colores...

a policía irrumpió en la discoteca como lo hacía siempre. Hablaron con Claudio, el encargado del local, y de a poco las luces blancas se encendieron para indicar a la gente que comenzara a salir. Curiosamente, Pablo no se encontraba aquella noche. Había dejado a su amigo Claudio a cargo de todo, pues debía asistir a una reunión muy importante convocada por las autoridades en el lujoso hotel recientemente inaugurado. Pablo Ricutti era el dueño de una de las veinticuatro discotecas que había en Corvalán, y planeaba abrir una segunda debido a las grandes ganancias que la noche generaba. Aquel boliche funcionaba en el local donde alguna vez había estado la agencia de turismo de su difunto padre, quien había sido asesinado el año anterior tras permanecer un mes secuestrado. En los tiempos que corrían, y debido a las nuevas exigencias de los turistas, que parecían disfrutar más con la diversión nocturna que con las actividades que antiguamente se ofrecían para realizar al aire libre, Pablo, al igual que Corvalán, había tenido que adaptarse para subsistir. La discoteca “Don Nacho” (la había llamado en honor a

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su abuelo, el primero de su familia en llegar a la ciudad), funcionaba hasta las seis de la mañana según lo establecían las leyes locales, aunque una vez cerradas las puertas, tanto Pablo como sus amigos y amigas se quedaban dentro del local siguiendo la fiesta en privado, consumiendo alcohol y drogas que traían de lugares cada vez más remotos. La vida nocturna en Corvalán había llegado a ser la más atractiva para los jóvenes de todo el norte, y además de los turistas, cada viernes llegaban a la ciudad miles de chicos de poblaciones vecinas a divertirse y abstraerse de todo durante el fin de semana; una fórmula exitosa que se extendía a lo largo y ancho del mundo y que funcionaba como anestesia a los malestares de la vida cotidiana.

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…seguramente hasta deben tener otras texturas y otros aromas... A unas pocas cuadras de “Don Nacho”, Pablo se levantó sobresaltado en la lujosa habitación de la vigesimoséptima planta, quizás debido a la pesadilla que estaba teniendo, en la que una mujer con una soga gruesa iba apretando lentamente su cuello hasta asfixiarlo; o tal vez su sobresalto se debió al incesante sonido de su teléfono celular. Se frotó los ojos y tomó el aparato sorprendido por la hora que era, levantó la tapa y del parlante surgió la voz de Claudio: —¿¡Qué haces, Pablito, dónde andas, loco!? Hace como una hora que te estoy llamando… Venite para acá que estoy con un grupo de extranjeras que quieren fiesta… trae “papusa”, que parece que estas gringas están con ganas de seguir… Pablo cerró bruscamente la tapa del celular y presionó el botón de apagado durante unos segundos, luego arrojó el


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aparato al piso alfombrado y cerró los ojos mientras se recostaba en el respaldo dorado de la cama. Intentó volver a dormirse, pero no lo consiguió. Lentamente se levantó y fue hacia el baño, procurando no tropezar con las botellas de champagne y las copas que se encontraban desparramadas por todos lados.

De regreso a la cama, se detuvo a observar cuidadosamente la habitación donde se encontraba, asombrado por su gran tamaño y el de los refinados muebles y cuadros de estilo imperial que la adornaban. Tanto el piso como las aberturas estaban hechos de algarrobo finamente trabajado, algo muy raro para esta época, en la que aquella preciada madera escaseaba. Años más tarde, aquella misma habitación recibiría el nombre de “Suite Presidencial”, ya que allí mismo se hospedaría el Presidente de la Nación en su gira por el Norte, y en el mismo salón de conferencias, inaugurado la noche anterior, firmaría aquel polémico contrato con la famosa Compañía Multinacional Extranjera. Se paró a los pies de la cama matrimonial y vio, envuelta en las sábanas blancas, la figura esbelta de la mujer que lo había acompañado durante toda la noche: una joven de piel oscura y rasgos indígenas exaltados por el maquillaje. Su cuerpo y su piel desprendían una inexplicable atracción. Por aquellos tiempos, esa clase de belleza exótica proveniente de culturas antiguas se había impuesto en todo el mundo, y marcaba una nueva tendencia. Pablo se sentó en la cama junto a ella y aca-

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…desde lo alto se pueden apreciar las dimensiones del lugar en el que uno vive cada día sin tener conciencia de lo pequeño que uno es…


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rició suavemente su piel y su cabello negro. La india abrió los ojos y se dio vuelta, quedando frente a él. Lo miró con sus redondos ojos marrones y sonrió. Pablo quedó descolocado, nunca antes había visto ni sentido nada igual. Se recostó junto a ella y la abrazó hasta que se quedó dormida. Pablo comenzó a recordar lo vivido en las últimas horas en el moderno hotel, intentando convencerse de que todo aquello había sido real y no soñado. Recordó cada detalle de la reunión que había tenido lugar en la Sala de Convenciones de la décima planta, a la que había sido invitado sin saber por qué. Allí se encontró con algunos políticos, jueces y comisarios a los que conocía desde niño, ya que casi todos ellos habían sido amigos o conocidos del Dr. Bruno Ricutti, su difunto padre, intendente de Corvalán que no había logrado terminar su segundo mandato. Todos estaban acompañados por hermosas mujeres, entre las cuales se encontraba Patricia Galarza, la joven que habían contratado para él y que ahora dormía entre sus brazos.

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…y lo poco que puede abarcar en un lugar tan grande, cuyos límites no se llegan a precisar con exactitud desde la superficie… Si bien las drogas ilegales habían aparecido en la ciudad como fenómeno mucho tiempo atrás, se cree que aquella reunión, la primera de las tantas que se llevaron a cabo en el Peralta Resort, fue determinante para el futuro de aquel lucrativo negocio. La gente que representaba a la sociedad había organizado aquella reunión con el fin de presentar a Pablo una novedosa sustancia que venía funcionando con éxito en los países avanzados. Su objetivo era incorporar en el negocio


a los jóvenes de edad cada vez más temprana, quienes, debido a su curiosidad y a la falta de atención por parte de los mayores, necesitaban liberarse y alejarse de aquella vida en la que no se sentían para nada cómodos ni felices. Les vaciaban las mentes y les hacían creer que se revelaban contra el sistema por consumir las drogas que ellos mismos se encargaban de ilegalizar, pero en verdad no hacían otra cosa más que alimentar a ese sistema tirano al que tanto criticaban y al que intentaban modificar con sus ideales y sus convicciones, y se volvían cómplices no solo de la corrupción entre la gente del poder, sino también de la violencia y de las miles de muertes que aquel espectro acarreaba en todo el mundo. Al igual que en tiempos remotos, cuando los colonos necesitaron del apoyo de los terratenientes locales para suministrar el alcohol etílico como arma de dominación, la nueva forma de conquista necesitaba ahora de comerciantes como Pablo para la distribución de la moderna sustancia; contaminando, al igual que en la antigüedad, a los sectores más vulnerables de la sociedad, debilitándola como un virus invisible que se instala en su organismo y acaba lentamente con él, sometiendo a los involucrados de forma rápida y segura a un nuevo régimen. Y a pesar de que esa misma sociedad, tiempo después, señaló a Pablo Ricutti como el gran conductor de aquella monstruosa maquinaria, la realidad era que él solo cumplía con la función que le habían asignado esa noche en la Sala de Convenciones del Peralta Resort; y solo era una pieza más de las infinitas que conformaban aquel inmenso y complejo engranaje. Aquel trato (imposible de rehusar), no podía venirle a Pablo en un mejor momento: lo asfixiaban las deudas que mantenía con entidades prestamistas por el rescate de su padre, a quien, pese a haber recibido la suma millonaria exigida, habían asesi-

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nado los secuestradores.

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…pero viéndolo todo desde arriba, la realidad es completamente distinta... La joven finalmente despertó, sorprendida por el exquisito y variado desayuno que la esperaba a un costado de la cama junto a un inmenso ramo de flores que su acompañante había solicitado por teléfono al room service del hotel. Miró a Pablo, que se encontraba frente al inmenso ventanal panorámico de la habitación, desde donde se podía contemplar toda la ciudad y sus contrastes, como si se tratase de una maqueta a escala: los barrios cerrados en donde el rojo de las tejas y el verde de los jardines parecía irreal, y las zonas periféricas, grises, a las que era conveniente no mirar. Tal vez en aquel momento estaba observando el parque central y su discoteca, que se hallaba enfrente, o quizás el local de artesanías y productos regionales de sus tíos sobre la peatonal. Seguramente, mirándolo todo desde aquel lugar tan alto, pudo ver por primera vez un lugar mucho más pequeño y agradable que la simple ciudad donde el azar quiso que naciera; tal vez se sintió, aunque solo fuera por un momento, en lo más alto de ella. Patricia se levantó de la cama, dio un vistazo general a la lujosa habitación y luego fue al baño, sigilosamente, procurando no llamar la atención de su acompañante. Allí, sobre el lavatorio, encontró la cajita plateada que le habían dado a Pablo a modo de muestra la noche anterior. La abrió apresuradamente y tras un breve silencio volvió a cerrarla, levantó la vista y la expresión que le devolvió por el espejo lo explicaba todo. Estaba vacía.


retrovisor

espejo

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l viento seco del otoño se hacía presente a través de los ventanales entreabiertos. Las hojas de los árboles comenzaban gradualmente a palidecer anunciando el final de la temporada de verano. Pablo aún dormía en su habitación tras una larga noche de negocios cuando Patricia, aburrida de ver la inmensa pantalla de TV satelital durante largas horas, decidió hacer una visita a su familia y compartir junto a ellos una tarde como las de antes. Seguramente se alegrarían al verla; y ahora que podía, les llevaría a sus hermanas una de esas tortas que de niñas observaban juntas con deseo en las vidrieras de la panadería del pueblo. Caminó apresuradamente hasta el garaje abanicándose con su delgada cartera de cuero para intentar contrarrestar el calor pegajoso y asfixiante que la sorprendió al salir de la casa. Abrió el portón eléctrico y sin perder tiempo se subió al vehículo deportivo que su marido le había regalado. Puso en marcha el motor, y mientras el aire acondicionado se expandía dentro de la cabina, de la cartera sacó el estuche de cosméticos y el pequeño espejo con aumento que usaba para retocarse el maquillaje, y se aseguró de que todo estuviera bien. Luego se puso las gafas de sol y volvió a mirarse al espejo. Observó en el tablero el nivel de nafta, y aunque estaba casi a la mitad, se


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convenció de que le alcanzaría para ir y volver sin problemas, ya que esa clase de autos modernos se caracterizaba por su bajo consumo. Fue hasta el portón automático y explicó a los dos hombres con chalecos negros que solo saldría por un par de horas, por lo que no sería necesario contar con su compañía. Los hombres insistieron explicando que tenían órdenes de escoltarla, pero ella, apelando a sus encantos femeninos y desplegando su irresistible sonrisa, logró convencerlos, y la dejaron salir sola. Recorrió la solitaria carretera que la separaba de su antigua vida en Reynoso en menos un cuarto de hora, escuchando música cantada en un idioma distinto del suyo, y del que nada entendía. Al llegar, se estacionó frente a una humilde casa de barro entre los árboles que en su infancia eran pequeñas plantas, y que hoy daban una agradable sombra. Su madre salió a ver qué pasaba cuando sintió el potente ruido del vehículo detenerse, mientras se secaba las manos con el borde de su viejo delantal. Le tomó unos segundos reconocer a Patricia bajando de aquel curioso y diminuto automóvil, tan llamativo y bullicioso para el pueblo. Estaba sorprendida de cuán cambiada estaba su hija mayor. —¡Qué calor que hace hoy, espero que funcione el ventilador! —le dijo a su madre, que se acercaba lentamente a su encuentro. Doña Estela, una mujer robusta, de piel y cabello oscuro, le dio un beso con una sonrisa que Patricia halló un tanto forzada, algo inusual en su rostro siempre alegre. Dejaron de lado el abrazo de siempre, ya que Patricia ahora lucía ropas finas y su madre no quería estropearlas con el contacto físico.


—¿Pasa algo, mami? —indagó Patricia con el tono y la mirada ahora más fuertes que cuando niña, debido quizás a los años que llevaba viviendo en la ciudad. —Nada, nena, lo de siempre, tu hermano otra vez… — contestó doña Estela bajando la mirada y observando las brillantes botas que llevaba puestas su hija. —¡Uy, no les de bola, mamá, si ya sabes que Jerónimo es un caso perdido! Ayudame con la torta que está en el asiento de atrás, vamos a tomar un café, dale. La madre intentó abrir la puerta trasera del moderno vehículo pero no pudo. Patricia se acercó con una sonrisa burlona y la ayudó. Doña Estela tomó el paquete con ambas manos y siguiendo a su hija que se había adelantado fue hacia la puerta de entrada. Patricia entró a la casa sin quitarse las gafas de lentes oscuros que protegían y ocultaban su mirada, a pesar de la nitidez que había en el hogar. Un exquisito aroma a perfume importado se impregnó en el comedor, y se mezcló con el olor a humo y tierra mojada de la vivienda. Desde alguna habitación llegaba el murmullo débil de la radio: la voz de un periodista que opinaba sobre actualidad se intercalaba con música antigua. Minutos después, por la puerta trasera entró don Rosendo, su padre, quien se encontraba en el fondo cortando leña. —¡Hola, mi corazón! ¿Cómo está mi princesa? —la dulzura en la voz del padre era una de las pocas cosas de antes que aún conmovían a Patricia. —Hola, pá —saludó ella mientras en su cara se dibujaba una tierna sonrisa—. Traete el ventilador de la pieza que estoy muerta de calor. El hombre se secó el sudor de la cara con un repasador y luego se perdió por el pasillo que conducía a su habitación.

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¿Dónde están Mariana y Julia? —preguntó a su padre en el momento en que este aparecía nuevamente con el pesado ventilador de pie. —Las chicas salieron a comprar harina al almacén de Carlitos, estaban con ganas de hacer unos bollos, ya deben estar por volver—, explicó don Rosendo mientras conectaba el viejo aparato metálico en el enchufe que estaba destinado a la heladera. Mariana y Julia eran sus hermanas menores, de quince y trece años respectivamente. En sus años de infancia, las tres eran muy compinches y se divertían muchísimo durante las vacaciones cuando salían de aventuras por el monte junto a sus compañeros de escuela. Hoy en día apenas se hablaban en las escasas visitas que Patricia les hacía, y se aburrían rápido al agotar los pocos temas de conversación que tenían en común. Jerónimo era su único hermano varón, un año menor que Patricia, pero el pueblo entero desconocía esto; creían que él era el hijo más grande de la familia Galarza, ya que era un hombre fornido y parecía mayor de lo que era. A diferencia de sus hermanas, él no había terminado la escuela, ya que había tenido que trabajar con su padre en el campo de sol a sol para proveer el sustento a la familia durante la época de crisis. Tuvo muchas diferencias tanto con sus padres como con sus hermanas debido a su carácter temperamental, insostenible por momentos, pero esto no parecía afectar la relación con su madre, quien era la única capaz de tranquilizarlo con su incondicional amor maternal. Esto generaba celos en sus hijas desde muy pequeñas, pero doña Estela se divertía con todo aquello explicando a las chicas que a los hombres había que cuidarlos más, ya que de ellos dependían las mujeres. —Prepará café, mamá —ordenó Patricia sentada a un lado


del viejo mesón de algarrobo que abarcaba casi toda la cocina, mientras se disponía a abrir el paquete. —No tengo, nena, ¡si vos sabes que nunca tomamos café en esta casa! ¿Querés que te haga unos matecitos? —propuso doña Estela mientras llenaba la pava en el fregadero, bajo la parra del fondo. —Bueno… —respondió Patricia con el tono de alguien que intenta conformarse con lo que hay. Una vez preparada la verde infusión, padre, madre e hija se sentaron en el mesón, cada uno en el lugar que por costumbre ocupaba cuando Patricia aún vivía con ellos. Don Rosendo en la cabecera, como siempre, cebando mates con su particular forma y participando de la charla solo como espectador. Su mujer a su derecha, y su hija mayor a su izquierda, tomaban mate y comían trozos de la torta que don Rosendo cortaba en silencio con la enorme cuchilla que habitualmente utilizaba para carnear. Por fin su madre se dispuso a hablar con su hija mayor lo que tanto le preocupaba, y aunque sabía que no encontraría en ella el alivio que necesitaba, decidió al menos desahogarse. —Tu hermano, nena… está cada vez más raro, ya ni viene a dormir… pasan semanas que no sabemos nada de él. Lo echaron del trabajo en la bodega, parece que se peleó con don Severino, su patrón… yo no sé en qué andará, pero hay veces que llega borracho, come lo que encuentra y se va sin hablarnos… La voz de aquella mujer sonaba como la de alguien que está a punto de quebrarse en llanto, pero para doña Estela esa no era la actitud correcta de una madre fuerte y luchadora. Hizo una pausa. Bebió el mate de un sorbo, tragó saliva, tomó aire para juntar fuerzas y continuó.

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—Yo no sé qué le pasará, aparece con ropa nueva de marca… dicen que se está juntando con una gente que anda de noche por la ciudad, tomando de esas porquerías nuevas que no se sabe de dónde salieron… yo sé que él tiene sus cosas pero en el fondo es bueno… El chirrido de le pesada puerta de madera interrumpió de golpe a doña Estela justo cuando sus ojos parecían volver a empañarse. Mariana y Julia entraban con las bolsas de las compras y sus caras se iluminaron al ver el manjar troceado que había sobre la mesa. Saludaron a Patricia y se sentaron también en sus lugares de siempre en torno a la mesa, dejando las bolsas de harina sobre la silla de la otra cabecera, que era el lugar que ocupaba Jerónimo en otras épocas, y olvidando por completo los planes que tenían para la tarde. Doña Estela prefirió abandonar el tema de conversación al ver que sus tres hijas hablaban ahora alegremente de sus cosas, actualizando a Patricia de las novedades y de los chismes del pueblo. A pesar de la tristeza que transmitían sus ojos, en sus labios volvió a aflorar la sonrisa de siempre. Mariana, que era las más habladora de la familia, se mostró admirada con la nueva vestimenta que llevaba puesta Patricia, halagando hasta el más ínfimo detalle y mostrándose maravillada por las brillantes botas con tacos altos que calzaba su hermana mayor. Julia, por el contrario, permanecía en silencio mientras saboreaba la torta, asintiendo con la cabeza, al igual que su padre, cada vez que la miraban; y aunque, al igual que Mariana, no despreciaba el dinero que Patricia les daba a escondidas de sus padres en cada visita, no se mostraba tan interesada en los lujos con los que vivía su hermana mayor en la ciudad. Las horas transcurrieron lentamente, devolviendo a la casa


ese aire de domingo lejano, solamente interrumpido cada vez que el celular de Patricia sonaba y ella salía al fondo para atenderlo. Por momentos, Patricia y Mariana parecían acaparar la reunión, comparando una y otra vez la vida y las posibilidades que había en la ciudad, y coincidiendo en que no quedaba otra salida más que abandonar cuanto antes el pueblo si en verdad se quería progresar. De rato en rato Patricia echaba una ojeada a su delgado reloj pulsera, cada vez con mayor frecuencia, hasta que finalmente se paró con un gesto similar al de un comensal que demuestra estar satisfecho. —Bueeeno… me voy que se me hace tarde —dijo, mientras agarraba la cartera que colgaba del respaldo de la silla. Su padre, ausente hasta aquel momento en la conversación de las mujeres, miró con ternura a su primogénita buscando su mirada tras los oscuros lentes que la escondían, y mientras hablaba, le acariciaba la mano suavemente. —¿No te querés quedar a comer, nena? Tu madre hizo un locro riquísimo esta mañana, lo caliento en un ratito y… —No, papá, gracias —lo interrumpió Patricia—. Hoy tenemos otra cena muy importante con los amigos de Pablo en el “Peralta”, además quedé con la peluquera para que viniera a casa un rato antes, ¡me voy urgente que no llego! Se despidió dando un beso a cada uno con movimientos calculados y se metió en el vehículo plateado en cuestión de segundos, procurando no exponerse demasiado al implacable sol. Puso en marcha el motor y subió al máximo el aire acondicionado, mientras en el estéreo comenzaba a sonar esa extraña música a todo volumen. El auto desapareció entre los árboles adultos que flanqueaban la casa, tras una cortina de polvo.

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Lo último que Patricia vio a través de los ahumados cristales mientras se alejaba fue la figura pálida de su madre que se asomaba a la puerta para despedirla con la mano. En pocos segundos abandonó el pueblo lanzando chorros de humo blanco y cruzó el desierto acelerando a fondo, mirando y mirándose cada tanto en el espejo retrovisor, como temiendo que alguien, o quizás algo la siguiese.


la

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casa

embrujada

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l mensaje que había recibido la semana anterior en su cuenta de red social decía claramente que se presentara en el país a la brevedad, más precisamente en la ciudad de Corvalán, y aún más precisamente, en la avenida Peralta al 4300, donde se encontraba la oficina de ese escribano de apellido imposible de pronunciar; con el objetivo de retirar la parte que le correspondía por la venta de la casa de su padre, que casi sin saberlo había heredado; pero en sus líneas nada decía que debía presentarse también en la propiedad, incluso, pensó durante el viaje, no había ninguna necesidad de hacerlo. Sin embargo, y sin saber porque, allí estaba ahora, parado frente a la casa en la que habían transcurrido sus primeros años de vida, sorprendido todavía de lo fácil que por esos tiempos resultaba ubicar a una persona por más que intentase ocultarse para siempre. Podría haberse ido tras firmar todos esos papeles, con el pasaje de vuelta en el bolsillo y el cheque a su nombre en la mano, pero no se fue. Quizás, según la explicación más lógica que pudo encontrar días después, la razón por la que se quedó más tiempo del conveniente fue el horario que figuraba impreso en el billete de la aerolínea para la vuelta: 18:30, y aún no eran las doce del mediodía cuando finalizó el trámite. Al salir de la escribanía, comenzó a caminar por el que en


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algún momento había sido su barrio, absorbido por la muchedumbre que ahora invadía esas mismas calles que en otros tiempos habían sido desoladas y silenciosas. A los pocos minutos, desconcertado por lo que lo rodeaba, y casi sin darse cuenta —aunque esto último suene poco probable—, se topó sorpresivamente con esa antigua construcción que su memoria se había encargado de borrar casi por completo. Allí estaba. En el lugar de siempre y con el aspecto sombrío de siempre; solo que ahora, al estar abandonada, ese aspecto lúgubre parecía acentuarse aún más. Sus paredes de cal y ladrillos estaban atravesadas por sinuosas y profundas grietas que se ramificaban a lo largo y a lo ancho; y los claros signos de deterioro en el techo de tejas despoblado advertían que en cualquier momento se vendría abajo. En la reja carcomida por el óxido todavía se encontraba el cartel rectangular rojo de la inmobiliaria Carpanchay, atravesado en diagonal por otro más pequeño y amarillo con letras negras que indicaba que estaba vendida. Se preguntó qué ser tan repugnante sería capaz de comprar algo así. Permaneció estupefacto en la vereda de enfrente observando la casa durante un buen rato, inmóvil y en silencio; hasta que finalmente, aprovechando un breve instante en que no pasaban autos, se animó a cruzar la calle para poder verla mejor. A través de las oxidadas verjas, recorrió con la vista una a una las ventanas de madera carcomida que aún conservaba su fachada, algunas sin postigos y sin vidrios, intentando recordar lo que había detrás. El silbido del viento que se colaba por los huecos y por los visillos roídos, junto con las telarañas grises que se amontonaban en los rincones, acrecentaban su semblante fantasmal. Más allá estaba la misma puerta de en-


trada, que a su vez —como había aprendido rápido y bien—, era también la de salida; con el mismo picaporte de bronce redondo que, con apenas girarlo un poco, lo dejaría en el recibidor, y luego en el pasillo estrecho que atravesaba toda la casa y que comunicaba con las habitaciones, con esas habitaciones altas y húmedas que seguramente conservarían ese irritante hedor a desgracia, a descomposición, a muerte... Sabía casi con seguridad que esa ventana daba a la cocina, y esa otra, la más pequeña —ahora lo recordaba con mayor claridad—, era la de un baño de azulejos verdes y molduras de yeso mutiladas. Más allá, detrás de todo y sin ninguna ventana, estaba esa habitación; la que, además de ser el living, el comedor, la sala de estar, el salón de reuniones y de TV, era también su dormitorio. Recordó con precisión fotográfica las paredes altas y manchadas de aquel espacio donde dormía de niño. Según supo mucho después, fueron esas manchas mohosas las que transformaron el aire de su infancia… por ellas comenzó el silbido, ese insoportable silbido proveniente de su pecho que llegaba a desesperarlo por las noches, haciéndole imposible respirar normalmente y dormir con tranquilidad. Al recordar la sensación de humedad que emanaban esas cuatro paredes derruidas, sintió un picor en la nariz, en la garganta, en los ojos, en el pecho, y fue en ese momento, con la mirada perdida, que se preguntó qué era exactamente lo que estaba haciendo allí, parado frente a ese lugar cuyo recuerdo había decidido ignorar durante tanto tiempo. Repentinamente miró hacia el portón del garaje, por donde todas las tardes ingresaba un auto de color blanco conducido por un hombre de cabellos y bigotes oscuros, y se estacionaba dentro del patio rectangular; el mismo patio en donde él se recordaba jugando con una pelota naranja durante toda la

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tarde… hasta que el portón se abría… y entonces entraba el auto… y entonces la diversión terminaba. Era ese el mismo portón de rejas, decorado en lo alto con flores metálicas que, si la memoria no le fallaba, habían sido negras en sus tiempos. Notó con sorpresa que el candado de la cadena que ahora lo sujetaba a un costado estaba abierto. Se acercó hasta allí caminando lentamente, dio un vistazo hacia ambos lados de la calle, y con un movimiento cauteloso lo quitó. Disimuladamente desenrolló la cadena y luego dio un pequeño empujón al portón, que cedió hacia adentro lanzando un chirrido agudo y desagradable. Un escalofrío silencioso le corrió por el cuerpo. Entró al pequeño patio, que era también el garaje, cubierto ahora por un colchón de hojas secas, y lo recorrió con la vista minuciosamente, como buscando algo. Inesperadamente una ráfaga de viento formó un pequeño remolino de hojas marrones frente a él, y el sonido desagradable del portón volvía a chillar a sus espaldas, paralizándolo por completo, reproduciéndole el mismo mensaje de siempre. Guiado quizás por un instinto o una vieja costumbre, bajó los dos escalones de cemento gris que había a la derecha, y caminó sin pensar por el angosto pasillo de baldosas ajedrezadas y sucias que atravesaba todo el frente de la casa, entre las ventanas descuajadas y los canteros invadidos de maleza y basura, haciendo crepitar las hojas secas a cada paso, hasta quedar parado frente a la puerta de madera. El mismo aroma a ruda macho y albahaca flotaba en el aire. Miró el picaporte dorado, ahora algo verdoso, durante largos minutos, haciéndole frente a aquel lugar que solo estaba presente en sus pesadillas. Sus manos comenzaron a temblar dentro de los bolsillos del sobretodo gris. Estuvo a punto, aunque eso lo advirtió mucho después, de empuñar ese frío pomo redondo e intentar


hacerlo girar, pero afortunadamente sus rugosas manos jamás se animaron a salir del fondo de su escondite. Lo peor, pensó también más tarde, hubiese sido que el picaporte girase, y la puerta cediese, inexplicablemente, al igual que el portón del patio, y entonces… Cerró fuertemente los ojos pretendiendo dominar el temblor de sus manos y de sus rodillas. Tuvo la idea de forzar nuevamente su memoria —que ya para ese entonces se encontraba demasiado confusa y borrosa— para intentar reproducir el rostro, la voz, los gestos de aquella persona, adulta para él en ese entonces, con la que había vivido allí mismo, bajo su amparo y sus leyes; aquella relación intensa y cargada de fatalidad; pero el abismo entre ellos era aún demasiado grande y definitivamente insalvable. En ese momento, mucho más fuerte y tangible, volvió a percibir la insoportable pestilencia húmeda proveniente del interior de la casa, como si aquellas paredes se hubiesen acercado de pronto… Oyó voces lejanas, gritos, llantos… “Lo más probable es que aquellos fantasmas todavía sigan rondando, allí, muy adentro…”, pensó. Comenzó a agitarse. Un viejo desasosiego y un antiguo temor se apoderaron de él. Escuchó el sonido áspero de su propia respiración... Precipitadamente levantó los párpados para asegurase de que aún se encontraba del lado de afuera, física y mentalmente. El silbido ahora resonaba en su pecho, en sus bronquios y en sus pulmones con la misma insistencia de otras épocas, arqueándolo hacia adelante, obligándolo a concentrarse en su respiración para no marearse, haciéndole imposible vivir y pensar en otra cosa que no fuese ese silbido. Abrió la boca bien grande para aspirar una honda bocanada de aire y así luchar para no sucumbir nuevamente y después de tantos años en el silbido… ese silbido avasallante que de niño lo perseguía

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por las noches transformándolas en largas y tediosas, haciendo de su presencia un calvario… ¡ese maldito silbido…! Nunca recordó como hizo para salir de allí, para zafar de ese siniestro lugar y de esa horrible situación. Más tarde, su memoria logró reproducirle el recuerdo de estar sentado en una mesa de un lujoso restaurante de comida gourmet, ubicado en una de las esquinas frente al parque central, con la carta en la mano y escuchando las recomendaciones del mozo. Pero no hubo forma de que lograra llevarlo hasta el momento en que, seguramente, salía corriendo por el pasillo ajedrezado, subía los dos escalones grises de un salto y atravesaba el portón de rejas entreabierto, para alejarse sin detenerse, cruzando la calle sin prestar atención al tránsito para luego doblar en la esquina y perderse en el refugio que ofrecía la gente en la avenida principal. Sin hacer caso a las recomendaciones del mozo y fiel a su costumbre de exilio, pidió para su almuerzo costillas de cerdo con salsa barbacoa, cerveza sin alcohol y una porción de cherry cake acompañada con una bola de helado. Comió en silencio mientras ojeaba sin ganas un diario local que aburría con la noticia de la tapa repetida una y otra vez en casi todas sus páginas, que hablaba sobre la polémica desatada en torno a la investigación realizada por una empresa extranjera en los alrededores de la ciudad, y en la que se advertían importantes y peligrosos descubrimientos. Para cuando le trajeron el café ya se encontraba abstraído con su computadora portátil y su celular, poniéndose al tanto de cómo estaba todo en su casa y en su negocio durante su ausencia a través de las cámaras de seguridad, cuya trasmisión vía internet le llegaba en vivo y en directo.


Al finalizar, llamó al mozo y le consultó si podía pagar la cuenta con moneda extranjera, y este, sorprendido, le respondió que no había ningún problema, e incluso señaló que le harían un pequeño descuento. Miró nuevamente la pantalla de la agenda electrónica, y de mala gana advirtió que apenas eran las 13:30, por lo que todavía quedaban cinco horas que soportar recluido en su ciudad natal. A través del opaco cristal que daba a la calle contempló lo que ocurría afuera, mientras terminaba su segundo whisky, revolviendo cada tanto el vaso corto para hacer tintinear los trozos de hielo. Observó la ciudad como si recién la estuviese conociendo, como si alguien se la estuviera presentando allí, en ese momento, después de tantos años. El importante movimiento que a esa hora había en aquella esquina céntrica, muy parecido al de la ciudad en la que había decidido radicarse hacía más de cincuenta años, nada tenía que ver con el recuerdo cada vez menos borroso que ahora tenía de Corvalán. Intrigado, se puso de pie y agarró el sobretodo y la bufanda que había colgado en el respaldo de la silla para abandonar el restaurante e internarse en ese nuevo mundo recién descubierto, dejando sobre la mesa la propina suficiente como para pagar otro almuerzo similar al que había pedido. Caminó, como al principio, sin rumbo, pero esta vez intentó no tropezar con la misma piedra. El viento otoñal parecía haberse llevado consigo hasta la última hoja de cada árbol, dando a las calles un aire triste y desolador. Notó con asombro cómo los edificios y los comercios estaban protegidos con rejas metálicas y casi todos contaban con alarmas y cámaras de seguridad. Cruzó la ancha avenida que terminaba allí para transformarse en peatonal y se internó en el parque. Aquel gran descam-

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pado también se parecía al parque central de la ciudad en la que él vivía: infestado de desperdicios, vagabundos, drogadictos, perros sarnosos y palomas sucias que brindaban un triste espectáculo a sus visitantes. Notó que había menos árboles, tanto en el parque como en el resto de la ciudad, y quizás por esto el viento ahora azotaba a la gente sin descanso. Avanzó en diagonal con la idea de atravesarlo rápidamente y entrar en la vieja iglesia, cuya imponente cruz de hierro se seguía viendo desde lejos; la misma iglesia a la que iba cada domingo en compañía de sus amigos del barrio, de quienes apenas podía recordar las caras. Casi al llegar al centro se detuvo ante la montaña de piedras enjaulada, donde en lo alto aún permanecía esa siniestra estatua, prácticamente irreconocible por la capa de excremento de paloma que ahora la cubría. Aquella era la misma imagen que —ahora su memoria parecía volver a funcionar— de niño le producía tanto miedo todos los domingos al ir y volver de la misa, ya que, según un viejo mito que circulaba por esos tiempos, aquel hombre era diabólico y mataba a los niños que desobedecían a sus padres y se perdían en los bosques. Sin comprender ahora la extraña relación, él recordaba sentirlo entrar en su habitación, con su caballo y cara de loco, para clavarle en el pecho ese palo con punta que llevaba en la mano, durante esas noches de desvelo en las que el silbido aparecía, súbitamente … entonces se escondía, se tapaba con la manta hasta la cabeza, con esa manta y esas sábanas impregnadas de su orina, y procuraba respirar despacio y disimular el silbido en el pecho para que aquel hombre malvado no lo escuchara y lo librase de su asedio… De pronto, sonaron las campanas de la iglesia con el mismo sonido herrumbroso de siempre. Una bandada de palomas


asaltó el parque volando a la altura de la gente. Bruscamente sacudió la cabeza con los ojos cerrados para ahuyentar (esta vez sí por voluntad propia) aquel recuerdo desagradable. Luego dio media vuelta y caminó a toda velocidad por el mismo camino por el que había venido, esquivando a los perros que le ladraban incesantemente y a los niños que se le acercaban desafiantes para pedirle de mala manera una limosna; quería alejarse lo antes posible de ese lugar horrendo cuyo cielo seguía dominado por ese imponente y odioso ser. De vuelta en la esquina, cruzó la calle evitando ser atropellado por el centenar de automóviles que avanzaban lentamente, casi a paso de hombre; y sin dudarlo se internó en la peatonal para buscar nuevamente refugio entre la multitud, hasta perderse entre la marea humana. Caminó abriéndose paso entre la multitud de trabajadores, estudiantes, turistas, vendedores ambulantes y mendigos que iban y venían, procurando no pensar en nada, no seguir recordando. Pudo ver que la ciudad contaba ahora con lo que tanto se les envidiaba en otras épocas a las ciudades más grandes: cines, teatros, locales de ropa de marca y restaurantes de comidas rápidas, universidades, discotecas, casinos... Casi todos los comercios parecían centrar su actividad en las demandas generadas por los turistas, que ahora eran muchos más y, aparentemente, tenían un mayor poder adquisitivo que en otras épocas; todo lo contrario de lo que él recordaba. Se sorprendió al ver la cantidad y la diversidad cultural de la gente que ahora residía en la ciudad, muy similar a la de las grandes ciudades de los países progresistas. Por un momento sintió como si se encontrara caminando por las calles de la ciudad en la que ahora vivía al oír la variedad de idiomas que hablaban los transeúntes que iban y venían.

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Distraído con las novedades y el hormiguero de gente que lo rodeaba, no entendió cómo había hecho para llegar tan rápido hasta el final del paseo, que según supo por los carteles de numeración, se extendía por más de diez cuadras. Volvió a mirar la hora, y sin más ideas, dio la vuelta dispuesto a caminar otra vez por la calle peatonal, esta vez en sentido contrario. Entonces vio un gran cartel de madera oscura que sobresalía en lo alto de una marquesina, y, por algún motivo, su inscripción tallada a mano le resultó familiar. Se acercó para verlo de cerca y pudo advertir lo que suponía: un local donde se vendían artesanías y recuerdos típicos de la zona. Volvió a levantar la vista y entonces la imagen de Inti Ricutti, su mejor amigo y quizás el único que había tenido en toda su vida, se le apareció de repente. Una expresión de nostalgia surgió de sus ojos fatigados por primera vez en años. Ahora su memoria lo transportaba a esos escasos momentos agradables de su infancia, junto a su inseparable amigo, en las tardes de travesuras por el barrio. Miró hacia adentro de la tienda con la ilusión de verlo allí, al mismo “Gringuito”, como lo llamaba para fastidiarlo a modo de broma, pero no vio más que a una pareja joven en su interior que parecía no dar abasto para atender a los turistas que se amontonaban. “Quizás alguno de ellos sea su hijo”, pensó, “el muchacho se parece bastante a él, aunque por la edad puede que sea su nieto”. Recordó aquella tarde que junto a su amigo se había animado por fin a entrar en “la casa embrujada”, como la había bautizado Inti, debido a una antigua leyenda que decía que allí, en una de las ramas del inmenso árbol que cubría la casa por completo, los primeros pobladores de la ciudad habían ahorcado a una mujer, acusándola de haber infectado a todos con una extraña peste que había traído consigo desde muy


lejos y cuyos devastadores efectos, según afirmaban algunos, aún se encontraban presentes. Los más escépticos, además de ser también los más intelectuales, señalaban que en realidad la habían ahorcado por adúltera, pues había mantenido una relación extramatrimonial con un sirviente de la familia más adinerada de aquel entonces; y años después, los descendientes de aquella familia habían atribuido varios milagros inexplicables a su difunto hijo intentando enmendar viejas culpas. Pensó por un momento en ingresar a la tienda y preguntar por su amigo; sin dudas sería increíble volver a verlo después de tantos años. Pero no se animó. Quizás el miedo a estropear una linda imagen de su niñez lo detuvo. Sintió que lo mejor sería guardar ese recuerdo así, tal cual lo veía ahora, y evitar que terminara siendo como los otros, los desagradables, los que no habían dejado de invadirlo desde que había bajado del avión. Luego, sin vacilar, dobló en la esquina de la tienda que en algún momento había pertenecido a la familia de su amigo (aunque la propiedad ahora estaba en manos del hijo que había tenido su padre con otra mujer), y caminó sonriendo por las angostas veredas que se alejaban de la peatonal, atestadas de taxis estacionados y vendedores ambulantes que ofrecían su mercadería a los gritos. Se dio cuenta de que su paso y su cuerpo parecían ahora más sueltos, más relajados, debido quizás a que acababa de encontrar un objetivo, un lugar al que dirigirse concretamente en vez de estar dando vueltas sin sentido y esperar que el tiempo transcurriera solo. Guiado por las calles que todavía conservaban sus nombres, y algunas hasta sus edificios, logró dar con la calle donde se encontraría la mítica “casa embrujada”. Avanzó sin detenerse, cada vez más orientado, pero en su lugar, halló un imponente

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hotel cinco estrellas, amurallado por un grueso paredón gris y separado de éste por un intenso césped verde. Se paró en la vereda de enfrente a contemplar lo que ahora quedaba del mejor recuerdo de su infancia, bajo el sol pálido de la siesta. Aquella inmensa construcción de veintisiete plantas que ahora se erguía allí era sin dudas la más alta de todo Corvalán, y superaba ampliamente a la metálica cruz de la iglesia, al monumento Peralta y a la cordillera de edificios espejados que emergía al final de la avenida principal. Las puertas y ventanas de la recepción eran de madera —probablemente algarrobo, algo poco común para la época— finamente trabajadas y talladas a mano, y brindaban una calidez única que encantaba a quien ingresaba allí. Supo después, a través de internet, el lujo con el que contaban las habitaciones de aquel hotel y de las innumerables celebridades del cine y la TV que allí se habían hospedado, y que habían aportado a la ciudad un prestigio y una fama turística inigualables. Intentó buscar, a través del portón de entrada, el inmenso árbol en el cual, según afirmaban sus amigos del barrio, se aparecía cada tanto el fantasma de la mujer ahorcada colgando de una soga en una de las ramas y clamando venganza; pero no se veía nada, ni árbol, ni casa, ni aventuras, ni fantasmas. Todo quedaba resumido a sus recuerdos y a su imaginación, y aunque a esa casa si le hubiese gustado volver a entrar, tuvo que conformarse con evocar el recuerdo de aquella lejana tarde. Cruzó la calle para intentar ver de cerca el edificio. Pensó que quizás todavía quedaría algo de aquella misteriosa casa, aunque solo fuera un pedazo de pared tirado en un rincón, o el recuerdo de ella compartido con otra persona; pero el guardia de la puerta, que no entendía nada de lo que le hablaba, le indicó que le estaba prohibido dar ningún tipo de


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Faltaban poco más de dos horas para que se cumpliera el plazo establecido cuando decidió tomarse un taxi, y esperar ese tiempo resguardado en el aeropuerto. Durante el viaje evitó la charla que intentó proponerle el taxista, concentrándose en la pantalla táctil de su celular y espiando de reojo por la ventanilla, cada vez más tranquilo al ver cómo el vehículo cruzaba el nauseabundo río a través del puente colgante y se alejaba velozmente por la autopista entre los cerros, dejando atrás aquella ruidosa y nefasta ciudad. Una improvisada muralla de láminas de zinc impedía a los visitantes ver los asentamientos marginales que se extendían en la zona periférica, a orillas del río que cada vez estaba cada vez más contaminado: un conglomerado de casas precarias en donde miles de pobres proliferaban a su modo entre la basura y el abandono. —Parece que era como le decía, jefe —dijo el chofer mientras baja la velocidad del auto—, ahí están, ¿¡qué le dije!? Desde su lugar en el asiento de atrás, bajó la ventanilla y asomó la cabeza para intentar ver lo que afuera ocurría, hasta que un insoportable hedor lacrimógeno lo obligó a subir nuevamente el vidrio. —¿Qué sucede? —preguntó finalmente al taxista. —Lo que le venía diciendo, ahí están esos que se la dan

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información con respecto al hotel, y mucho más prohibido estaba el ingreso de gente que no tenía reservas, ya que esa era la única forma de asegurar a los huéspedes una estadía tranquila y exclusiva. Desconcertado, miró una vez más el reloj de su agenda, que ahora parecía haber avanzado, y se marchó del lugar caminando lentamente, sin la menor idea de qué hacer o a dónde ir.


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de pueblos originarios haciendo piquete otra vez para evitar que los gringos sigan excavando y analizando la zona. Dicen que las tierras son de ellos y no sé qué carajo… Pero quédese tranquilo que ya está la policía en el lugar para dispersar a toda esta manga de indios que todavía se hacen los rebeldes… En ese momento se sintieron fuertes explosiones y una espesa nube blanca lo envolvió todo. El gas ácido comenzó a filtrarse en el vehículo y en sus pulmones. Ambos tuvieron que cubrirse la cara con un pañuelo para intentar contrarrestar sus efectos. —Quédese tranquilo, jefe, que ya pasa, ahí los están corriendo otra vez. Yo ya estoy acostumbrado a todo esto… Ayer me salió un viaje a Reynoso y los indios me tuvieron parado como una hora en este mismo lugar… No se refriegue los ojos que es peor, tome un poco de agua. El hombre le paso una pequeña botella y él la bebió de un saque, luego bajó la vista y observó una vez más la hora. —A las seis y media sale el avión… ¿usted cree que llegaremos? —le dijo al taxista intentando dominar su respiración mientras le devolvía la botella vacía. —Sí, jefe, quédese tranquilo… Mire, ahí se van corriendo como ratas esos negros. ¡Mírelos cómo van vestidos, mire, están vestidos mejor que yo y que usted!, ¿se da cuenta?, estos de originarios no tienen nada… A ambos lados de la autopista se veía una gran cantidad de gente que corría en sentido contrario al del aeropuerto, con las caras tapadas igual que ellos. Más tarde aparecieron los policías, abriéndose paso con sus escudos transparentes y sus largos bastones entre los manifestantes que ya habían quedado atrás, hasta que todos se perdieron de vista camino a la ciudad.


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Fue el primero en hacer el check in y embarcar, ya que no poseía equipaje para despachar. Tapó la ventanilla para evitar seguir viendo, reclinó la butaca lo más que pudo y se puso los auriculares para relajarse con la música funcional que ofrecía el avión. Luego pidió un vaso de agua sin gas a la azafata y se tomó dos píldoras para dormir en vez de una como había hecho en el viaje de ida. Horas más tarde aterrizaba en la misma ciudad de la que había partido un día antes, casi sin darse cuenta del viaje. Hizo una llamada desde su celular; en minutos, un auto largo y blanco lo pasaría a buscar para dejarlo en la cochera subterránea de su edificio. Al entrar en su apartamento, ubicado entre uno de los tantos rascacielos que había en la ciudad, tiró sobre el sillón del recibidor el sobretodo y la bufanda que no necesitaría por unos cuantos meses. Afirmó el cheque —cuyo valor real nunca supo— en la heladera con un imán para recordar depositarlo en su cuenta al día siguiente, y se metió en la ducha con la intención de borrar nuevamente todo rastro de aquel lugar que pudiera quedarle encima. Luego, envuelto en su bata blanca, fue hasta el comedor y se preparó unos sándwiches mientras

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—Listo —dijo el chófer mientras se descubría la cara y ponía en marcha el motor para seguir viaje—. Esta vez al menos no duró tanto, se ve que la policía ya está entrenada. Los vehículos de adelante comenzaron a moverse lentamente y el taxi en el que iban ellos avanzó también. En el camino que quedaba al aeropuerto el taxista siguió explicando y opinando sobre el tema en cuestión, pero él ya no lo escuchaba, lo único que ahora deseaba era subir al avión y alejarse cuanto antes de aquel infierno al que nunca debía haber regresado.


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bebía una lata de cerveza y miraba en la TV la repetición del partido de béisbol que aquella tarde había jugado su equipo. Al finalizar, se dio cuenta por el reloj del ángulo de la pantalla que era de noche, y que no tenía el menor síntoma de sueño. Apagó el televisor y cerró la cortina de tablillas. Lentamente se recostó en el sillón con los ojos cerrados, intentando sosegarse y olvidar todo aquello, esta vez para siempre. Bruscamente se incorporó. Con una mano se tocó el pecho, y luego, con la otra, tocó la pared que estaba a su lado, para comprobar que era suave y seca, y no tenía una sola mancha de humedad. Recorrió con la vista todo el apartamento, y se detuvo en la puerta de la heladera durante algunos segundos. Perturbado se mantuvo en esa posición, intentando explicarse el motivo del silbido repentino que ahora volvía a sentir muy dentro suyo, ese maldito silbido en el pecho que lo atormentaba constantemente y que una vez más le indicaba que estaba allí, donde había estado siempre.


reguero

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de

pólvora

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L

a lluvia ahora era más intensa y ruidosa, y parecía que nunca amainaría. Las gotas de pronto se transformaron en pequeños bloques sólidos que resonaron como un bombardeo en toda la carrocería del viejo automóvil estacionado sobre la vereda del parque. Los dos jóvenes aguardaban en silencio mientras escuchaban las noticias en la radio, interrumpidas ahora por el choque del granizo en la chapa. El humo era cada vez más espeso dentro del antiguo Dodge y se hacía difícil ver y pensar con claridad. Jerónimo estiró la mano y subió el volumen de la radio para poder seguir escuchando la voz eufórica del periodista que transmitía en las inmediaciones del lujoso hotel, no muy lejos de donde ahora se encontraban, describiendo detalladamente lo que allí ocurría. A su lado, inclinado hacia adelante y con ambas manos sobre el volante estaba Maxi, su inseparable amigo, que ahora lo miraba sorprendido y de costado. —¡Dejate de joder, Jero… ya quedó claro que está toda la policía de la ciudad pendiente del hotel ese —le dijo en el momento en que giraba la perilla plateada en sentido contrario para volver a bajar el volumen—, este tipo ya me tiene podrido! Jerónimo metió la mano en el bolsillo de atrás del pantalón


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y sacó el delgado estuche una vez más, se cubrió la cara con él y luego le ofreció a Maxi, pero este lo rechazó. Volvió a guardarlo y encendió otro cigarrillo. Se llevó la mano a la cintura para sentir otra vez el frío metálico que desprendía aquel poderoso objeto sobre la punta de sus dedos. Lo recorrió lentamente, acariciándolo, hasta que vencido por su curiosidad y sus nervios lo sacó de aquel incómodo escondite. —¿Estás seguro que está cargada, no? —preguntó con la voz alterada a su amigo, sin apartar la vista del juguete nuevo. —Ya te dije mil veces que sí, loco, deja de joder y guardala que se te puede escapar un tiro. —¿Y cómo sabes que está cargada si no se le ven las balas? —volvió a insistir mientras lo giraba en sus manos una y otra vez. —Mirá, Jero, si tenés miedo bajate, ya me tenés cansado con todo esto… además mirate, tenés los ojos rojos… ¡estas re pasado vos! —No tengo miedo… —replicó Jerónimo mientras volvía a guardar el arma en la cintura, esta vez en la parte de atrás, y, sintiendo ahora su fría superficie en la espalda, la afirmó contra el tapizado de cuero. Luego comenzó a mirar en todas direcciones sin parar, intentando canalizar su ansiedad. Favorecidos por la poca presencia policial, que por esos días se encontraba ocupada en la organización del importante operativo de seguridad desplegado alrededor del hotel Peralta, los dos muchachos aguardaban en silencio a que llegara el momento de salir del auto. —¡Ahí empiezan a llegar! —exclamó Maxi finalmente, señalando hacia la esquina de enfrente. Una lujosa camioneta oscura se detenía sobre la vereda de un restaurante internacional, y de ella bajaron varias personas


que pronto se metieron en el local. —¿Estás seguro que son esos? —preguntó Jerónimo. Maxi se inclinó hacia delante y entornó los ojos para intentar ver mejor a través de la nube de humo que los envolvía. —Sí, son ellos, no pueden ser otros. El dato que me pasaron es que reservaron el restaurante entero para ellos solos. Siempre se reúnen en el hotel Peralta, pero ahora con el asunto este de que viene el Presidente no pudieron, y por eso esta es la oportunidad. En aquel momento, un segundo vehículo frenaba en la misma esquina, y otras cuatro personas bajaron y se perdieron de vista tras ingresar por la puerta del restaurante, al igual que los anteriores, buscando un refugio urgente ante la granizada. —¿Cuántos son? —preguntó Jerónimo nuevamente. —Yo que sé, ni idea… con que esté el tipo que nos interesa ya nos alcanza, ¿no te parece? —respondió Maxi con la mirada fija en la vereda de enfrente. —¿Y cómo hacemos para saber cuándo llega el tipo este? —volvió a insistir Jerónimo mientras se comía las uñas. Maxi se giró para mirar de frente a su amigo por primera vez desde que se habían estacionado allí, y le habló distendido, palmeándole suavemente la pierna, intentando demostrar calma. —Quedate tranquilo, pibe, adentro está el tipo que nos dio el laburo y él mismo me va a avisar cuando llegue; vos confía en mí y no preguntes más. Prendete otro pucho, dale, y ojo dónde lo apagas, mirá que esta misma noche tengo que devolverle el auto al Tano, y si su viejo se entera que se lo sacamos del taller donde labura se pudre todo. Jerónimo abrió la guantera y sacó el paquete de cigarrillos, y mientras el interior del auto se iluminaba con el resplandor

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azul de la llama del Zipo, volvió a mirar la foto que se encontraba en el medio de los dos, junto a la palanca de cambios. Le pasó el cigarrillo encendido a Maxi y levantó la foto para mirarla una vez más: un hombre sonriente de unos cincuenta y pico de años aparecía vestido con una camisa de rayas finas y saco oscuro. Intentó ver algo más, develar su personalidad, su voz, quizás para reconocerlo mejor cuando entraran al restaurante y tuvieran que distinguirlo entre toda la gente que seguía ingresando. Comenzó a impacientarse. La cabeza le picaba cada vez más por los nervios mientras contemplaba la fotografía. Encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior, sin apartar la vista de la imagen. Esa cara le resultaba conocida, tenía la certeza de que no era la primera vez que la veía, pero su cabeza ahora estaba aturdida, como siempre, o quizás aún más. —¿Qué pasa, Jero? —lo interrumpió su amigo mientras le devolvía el cigarrillo. —A este tipo lo tengo visto de algún lado, es conocido, ¿no? —Y eso qué importa… —dijo Maxi mientras le sacaba la foto de las manos para arrojarla junto a la puerta de su lado— Lo único que importa es que después de esta noche no conozca a nadie más así cobramos el resto de la guita… —en su cara se dibujó una sonrisa tiesa. A Jerónimo la cabeza comenzó a darle vueltas en todas direcciones, hacia atrás y hacia adelante, sin control. Quiso entender cómo había hecho para llegar hasta allí, hasta el asiento de ese viejo automóvil y en esas condiciones. Miró a su amigo una vez más y la primera imagen de él, cuando se conocieron en la escuela, lo invadió de repente. Comenzó a recordar aquellos días cuando se juntaban a jugar a los videojuegos en su casa, allá en el pueblo, y cuando fumaron el


primer cigarrillo escondidos durante un recreo. Un poco después, entrando en la adolescencia, compartieron su primera borrachera, y poco más tarde, también juntos y escondidos en la orilla del río, probaron las drogas que les había conseguido “el Pollo”, ese amigo mayor al que ellos admiraban por su valor y su reputación; y luego, cuando ya se habían cansado de esas probaron otras, y después otras, en sus diferentes formas y variedades, cada vez más placenteras y necesarias y que inexplicablemente se habían esparcido por todos los rincones del mundo, incluido su pueblo, como reguero de pólvora. Y allí era cuando él creía que se había terminado todo, o mejor dicho, cuando había comenzado todo: aquel camino que a través de los años los llevaría hasta allí, hasta ese lugar, juntos, siempre juntos, aguardando a que llegara el momento para cruzar la vereda y traspasar ese límite que los llevaría al siguiente escalón, de donde ya no se podía retroceder, como había sucedido hasta ahora. Aquello ya no pertenecía al nivel en el que estaban ahora, ese nivel que no se excedía de robarle la billetera a un transeúnte que caminaba solo por alguna calle oscura infundiéndole miedo con una navaja; cortar la cadena que sujetaba una bicicleta para salir pedaleando a toda velocidad; o romper el vidrio de cualquier automóvil para sacarle el estéreo y canjearlo por droga; esa droga cada vez más necesaria que proporcionalmente los convertía en delincuentes cada vez más valientes y de mayor jerarquía. Levantó la cabeza y miró de reojo a su amigo, que ajeno a todo continuaba estático en la misma posición, observando atento hacia la vereda de enfrente con los ojos entornados. Si se pudiera retroceder en el tiempo hasta aquella tarde en el río en la que “el Pollo” vino con ese paquete y… Pero ya era tarde, demasiado tarde. Ahora estaban allí, sentados uno al lado del otro, converti-

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dos en sicarios, aguardando con esas máquinas en las cinturas para ascender al próximo escalón, y todo por no encontrar sosiego en otra cosa. Antes de que su cabeza estallara metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó el delgado estuche una vez más, lo abrió y se lo llevó a la cara sin vacilar, procurando alejar cuanto antes aquella ola de pensamientos negativos. Luego se quedó unos instantes mirando por el espejito de su costado, observando el granizo, ahora más pequeño y de color verde, que impactaba en los árboles y plantas que se vislumbraban en la oscuridad del parque. La eterna lluvia parecía trastornar el sentido de la realidad. El tiempo parecía suspendido dentro del automóvil. —Pasame un poco —dijo Maxi tocándole el brazo, sin apartar la vista del frente. —No queda más —explicó Jerónimo abriendo el estuche y mostrándole a su amigo el interior vacío. —¡Uh, que chabón! Estás re enroscado vos con esa gilada… Maxi agarró el celular que ahora comenzaba a vibrar sobre el tablero del Dodge, y que iluminaba apenas sus manos y su rostro. Lo miró atentamente durante varios segundos y luego buscó entre sus pies la petaca casi vacía que venía racionando desde que se habían detenido allí. Del bolsillo del pantalón sacó dos pastillas rosas que puso con un movimiento brusco en su boca, y que tragó con el resto de ginebra que quedaba en la pequeña botella con otro movimiento aún más brusco. Se refregó la cara con ambas manos y luego habló con voz temblorosa, fijando sus ojos rojos y vidriosos en los de su amigo: —Ahí me llegó el mensaje de Claudio, ya está adentro, sentado al fondo, en la cabecera de la única mesa larga que hay en


todo el restaurante, al lado de una india teñida de rubio con pinta de gato. Va vestido con una camisa blanca arremangada hasta los codos, está fácil, miralo bien—en su mano Maxi enseñaba una vez más la foto que llevaban horas observando—. Como quedamos: vos apretás al tipo que está en la caja y le pedís que te ponga la guita en una bolsa mientras yo me quedo apuntando a los que están sentados… el encargado del restaurante y los que laburan ahí también están arreglados así que no vas a tener drama… no te olvides de que tiene que parecer un robo y nada más… Una vez que ya tenés la bolsa con toda la guita en la mano, me avisás y ahí los dos juntos le tiramos al chabón de la punta, a la cabeza, al cuerpo, a donde sea, y después nos volvemos para acá. ¡Dale…! Jerónimo apenas lo escuchaba, se encontraba aturdido con tantas imágenes mezcladas y sabía que nada de lo que habían planeado durante los días anteriores podría ser tan sencillo como ahora lo explicaba su amigo. Sincronizadamente se calzaron los pasamontañas. Maxi puso en marcha el motor y ambos bajaron del Dodge al mismo tiempo. Cruzaron la avenida corriendo a toda prisa bajo los cascotes de hielo que no dejaban de caer. Apenas entró, Jerónimo advirtió inesperadamente algo que no debería de estar allí, casi en el fondo: un rostro inconfundible junto al objetivo señalado. Permaneció impasible durante varios segundos intentando reponerse de aquello, esforzándose en dominar su cabeza para volver al plan. Afuera, el granizo pareció mermar y por un instante le pareció escuchar el motor del Dodge. En ese momento se oyeron gritos y estallidos. Un fuerte olor a pólvora se regó en el ambiente nublándolo todo. Se llevó la mano a la espalda y sintió el metálico objeto, cada vez menos frío, deslizándose entre sus dedos.

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Miró en todas direcciones buscando una salida, pero inmediatamente y sin entender cómo ni por qué, se encontraba con la cara apoyada en el suelo, mirando todo de costado, sintiendo un calor indescriptible que se propagaba por todo su cuerpo. Desde allí lo vio a su amigo que a través de la capucha le gritaba algo imposible de entender, y que luego corría hacia la puerta por donde habían entrado hacía apenas unos instantes, pero antes de que pudiera advertirlo, él también estaba en el suelo, tirado junto a él, a pocos centímetros, sintiendo tal vez el mismo calor en todo el cuerpo y mirándolo fijo a los ojos, sin pestañear, con los mismos ojos del inseparable amigo de la infancia con el que se escondían en los recreos a fumar, siempre juntos, seguramente lamentándose como él, maldiciendo aquella tarde lejana en la orilla del río cuando había comenzado todo.


tesoro

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busqueda del

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os gritos y las risas infantiles provenían de la habitación 2512. Un empleado del hotel golpeó la puerta para pedir silencio una vez más, pero, al igual que en sus intentos anteriores, no obtuvo respuesta alguna. Nunca antes se había visto tanta gente uniformada dentro y fuera del lujoso hotel. Todo indicaba que personas muy importantes se estaban hospedando por aquellos días en el Peralta Resort. Los cánticos y los tambores de los miles de manifestantes ambientalistas congregados en los alrededores, que parecían no rendirse ante el granizo que había caído durante casi toda la noche, apenas se escuchaba en el interior; y con solo cerrar las ventanas herméticas de las habitaciones, sus ocupantes podían aislarse por completo de lo que afuera ocurría. Periodistas de todas partes intentaban avanzar por las calles para obtener algún testimonio o foto de aquellos momentos, pero el espectacular operativo desplegado en el radio de diez manzanas en torno al hotel hacía imposible el acercamiento a cualquier persona ajena al evento. Los tres niños de cabellos rubios y piel blanca como la nieve saltaban en la cama y corrían por toda la habitación. Prendían y apagaban la TV una y otra vez, intentaban encontrar sin éxito algún canal donde se entendiera lo que hablaban. Estaban


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exaltados y ansiosos. Su padre les había prometido llevarlos de viaje con la idea de que juntos buscarían un gran tesoro que se hallaba escondido allí, guiándose con los mapas en los que él llevaba meses trabajando. Imaginaban cómo sería cuando lo encontraran y lo desenterraran, qué cosas misteriosas habría en él. La intriga y el ansia se volvían insostenibles dentro de aquella aburrida habitación y no veían la hora de que su padre por fin regresara. Horas más tarde, catorce pisos abajo, las autoridades dieron por finalizada aquella extensa reunión. El famoso geólogo y accionista de la prestigiosa Compañía Multinacional, Iván Kapodrovich, recogió sus informes y los guardó ordenadamente en su maletín, luego se despidió de cada uno de los presentes con un fuerte apretón de manos y una gran sonrisa. Miró su reloj y se sorprendió del tiempo que había transcurrido desde que había ingresado en aquel salón. Escoltado por sus dos hombres de confianza y su traductora, subió por el ascensor hasta la vigesimoquinta planta, atravesó el largo pasillo lo más rápido que sus piernas le permitieron y se metió en la habitación sin perder más tiempo, ordenando a su gente que lo aguardase afuera unos instantes. Los niños se le abalanzaron a los gritos, colgándosele de los pantalones, del saco, de la corbata. —Сокровища! Сокровища! Где же карта? Папа, давай поищем сокровища! (¡El tesoro, el tesoro! ¿Dónde está el mapa? ¡Vamos a buscarlo, papá, vamos!) —Спокойно, спокойно! Но вы правда хотите увидеть карту сокровищ? (Bueno, tranquilos, tranquilos. ¿Pero de verdad quieren ver el mapa del tesoro?) —respondió Kapodrovich incitando a sus pequeños.


—да! (¡Sí!) —el grito a coro de los tres se escuchó casi hasta en la recepción de la planta baja. Kapodrovich avanzó hacia el ventanal de la habitación, lo abrió de par en par, y pronto los cuatro se encontraron afuera, parados sobre el pequeño balcón. Allí abajo vieron la ciudad iluminada por millones de luces pálidas, como un enjambre de luciérnagas quietas. La lluvia torrencial finalmente había amainado y solo quedaba el granizo amontonado en las calles como testimonio de ella. En el aire flotaba un olor ácido que penetraba en los ojos y en los pulmones produciendo una insoportable irritación en los lagrimales. A lo lejos se oía el retumbo de las explosiones junto al rumor de las sirenas que se alejaban hasta perderse en la oscuridad de la noche. Nada quedaba ya de aquellos molestos tambores y cánticos de protesta. —Смотритe! (¡Miren!) —dijo señalando con ambas manos hacia el frente, sin poder disimular su alegría —Всё, что видно отсюда - это большой знак Х на карте, который указывает - где нужно копать. (Todo lo que ven desde aquí es la gran “X” que señala el punto donde excavar en el mapa). Los niños se miraron entre sí, y luego clavaron los ojos en su padre, exigiéndole una explicación. El hombre los miró sonriendo, los ojos le brillaban. Luego se puso en cuclillas para quedar casi a la misma altura que ellos. —Теперь нам больше не о чем беспокоиться, дети (Ya no tendremos de qué preocuparnos niños) —dijo mientras acariciaba los rulos de sus cabezas —Перед нами огромное сокровище! (Estamos parados sobre un inmenso tesoro).

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tercera PARTE


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calle corta

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ederico apuró el desayuno. Llevaba toda la semana esperando ese día. Con la excusa de que iría a la casa de un amigo a ver tele y la promesa de volver a la hora del almuerzo, salió ansioso en la fresca mañana del sábado. En su casa había un único aparato de TV, y su papá explicaba que solo debía usarse para cosas importantes, por lo que permanecía encendido todo el día en los canales de noticias. Aprovechando la distracción de su madre, que observaba atenta el aburrido discurso de un político, logró salir sin ser visto con su mochila de la escuela, en donde se aseguró de guardar un cuaderno nuevo y la cartuchera llena de útiles. Estaba decidido a ir al pasaje, el mismo por el que pasaba en auto con su madre cada vez que volvían de hacer las compras en el hipermercado; y aunque le hubiese gustado ir al parque del caballito, prefirió no arriesgarse, ya que su padre le advertía que ese era un lugar muy peligroso según el informe que un día vio en el noticiero. Aquel pasaje, que solo comprendía una cuadra y que aún conservaba las casas bajas y antiguas con las que seguramente se había creado, producía a Federico una inmensa curiosidad, ya que era la única calle del barrio que poseía ese aspecto tranquilo y enigmático, parecido al que Federico imaginaba


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en los cuentos que de muy pequeño escuchaba de su abuelo antes de ir a dormir. Al llegar al lugar observó detenidamente cada casa y el único comercio que había, la verdulería de la otra esquina. En el silencio de la mañana se podía oír en el interior de cada casa el sonido de los modernos aparatos que iluminaban y acompañaban a sus ocupantes durante casi todo el día, y quizás por eso, pensaba Federico, sería difícil verlos entrar o salir. Comenzó a imaginar a las personas que vivirían en cada casa como si fuesen personajes de cuentos: “El hombre alto y de sombrero blanco que seguro viva en la casa gris de este lado, está enamorado de la mujer rubia y con vestido blanco que vive en la casa roja de enfrente y a la que le encantan las flores y los bombones; y seguramente en algún momento se terminará enamorando y casando con su vecino para tener muchos hijos y un hermoso perro lanudo. Y en esa otra, la casa negra de al lado de la roja donde vive esa mujer, por ahora soltera, habita una vieja bruja que hace hechizos a la gente para que se conviertan en sapos o en cucarachas. Probablemente en la casa que está casi al llegar a la esquina y que tiene aspecto de estar abandonada, hay fantasmas, y nadie en el barrio se atreve a entrar...” Todo este mundo recién creado lo fascinaba como ninguna otra cosa, incluso más que volver a ver televisión o jugar a los videojuegos en la casa de sus amigos como lo hacía antes. Se descolgó la mochila de los hombros y se sentó en el cordón de la vereda, bajo la sombra de un pequeño arbolito, procurando quedar en la mitad exacta de la cuadra y así obtener una visión completa de todo el escenario. Sacó un lápiz negro y el cuaderno que colocó sobre sus piernas flexionadas. Abrió la tapa y en la primera hoja escribió con letras


grandes: “CUENTOS DE LA CALLE CORTA – Federico Tilerman”. Se llevó el lápiz a la boca y luego levantó la vista para hacer un paneo de una punta a la otra, como buscando algo. ¿Por dónde empezar? Si bien soñaba con ser escritor cuando fuera grande, todavía no sabía qué era lo que quería escribir, o aún más importante: qué era lo que a la gente le gustaría leer. Por un momento se preguntó si valdría la pena escribir cuentos parecidos a los que recordaba de su abuelo y que tanto lo entretenían. Tal vez lo más conveniente fuera escribir cosas que se parecieran a las de los diarios que su padre leía cada mañana durante el desayuno, aquellos relatos capaces de modificar la existencia de sus lectores; por algo tanta gente grande e inteligente como él los compraba todos los días. De pronto cayó en la cuenta de que nunca había visto un libro como los que su abuelo explicaba que leía en su infancia, y que le contaba de memoria cada noche que se quedaba a dormir en su casa. “Quizás”, pensó, “si escribiera alguna noticia, aunque fuese inventada, mucha gente como mi papá o mi tío se interesaría en leerla; además, de esa forma evitaría perder tiempo escribiendo cosas sin sentido y que seguramente terminarían desapareciendo como pasó con los libros que leía mi abuelo”. Federico abrió la cartuchera y sacó la goma, borró rápidamente lo que había escrito y sin dudar volvió a escribir encima: “NOTICIAS DE LA CALLE CORTA – Federico Tilerman”. Levantó la vista otra vez y contempló una a una las viejas casas que lo rodeaban. Cerró los ojos unos instantes y comenzó a imaginar nuevamente: “El hombre con cara de loco que vive en la casa gris está seguramente entrando en este momento a la casa roja de enfrente por un túnel subterráneo que lleva meses cavando. Una

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vez adentro, envenenará al perro asesino de dientes filosos como cuchillos para luego atar y amordazar sin problemas a la mujer vestida provocativamente, y así violarla y apuñalarla sin problemas. Más tarde, aprovechando que su vecina está moribunda y atada, entrará la bruja de al lado, la que vive en la casa negra, para robarle todas sus joyas y su dinero, haciendo hechizos para abrir sin necesitar explotar la caja fuerte que se encuentra detrás de un cuadro viejo; y cuando la bruja esté escapando con su botín, en la esquina se le aparecerán los fantasmas de la casa embrujada, le apuntarán con sus pistolas y...” Súbitamente abrió los ojos y buscó la casa de aspecto abandonado, y vio que en su interior también estaba encendida la televisión, por lo que descartó de inmediato aquella historia imposible de creer, ya que seguramente pondría fin a su carrera de escritor. Agarró el lápiz y comenzó a escribir lo que acababa de imaginarse, pero al llegar a la mitad de la primera palabra pensó que quizás necesitaba algún dato real sobre la gente que allí vivía, para luego inventar una noticia trágica más creíble y entretenida para sus lectores, como las que salían en los diarios. De un salto se puso de pie, decidido a recorrer la pequeña calle cuidadosamente. Quizás en alguna casa figuraría algún apellido en la entrada, se dijo, o quizás encontraría alguna carta debajo de una puerta que proporcionara algún nombre y en base a eso crearía las historias de las noticias como seguramente hacían los escritores. Caminó por ambos lados de la calle una y otra vez, mirando por debajo de las puertas, en los buzones, en la casa gris, en los timbres, por las ventanas, en la casa roja, por el ojo de la cerradura, en la negra; intentando saber algo, pero no halló rastros, ni una sola pista, nada.


Desconcertado, se sentó en el cordón de la esquina bajo los rayos del sol, arrojando a un lado su mochila junto con el cuaderno y el lápiz. Se dio cuenta de que había llegado allí hacía un buen tiempo, y no entendía cómo no había visto a nadie entrar o salir de alguna de las casas en toda la calle. El zumbido metálico de las pantallas y el chillar de los pájaros eran las únicas señales de vida en todo el pasaje. Un viento húmedo, que probablemente anunciaba algo, comenzó a soplar en ese momento mientras la rutina del mundo continuaba imperturbable. Estaba a punto de darse por vencido y volver a su casa, cuando levantó la vista y vio el cartel luminoso que se asomaba en la otra esquina. “Ahí sí que tiene que haber alguien”, pensó, “aunque sea una persona que atienda a los que vayan a comprar; además, ¿quién si no el verdulero que atiende el único negocio que hay en la calle podría saber más sobre la gente que vive allí? Seguramente todos son sus clientes y conversan con él de sus cosas, de sus ideas, de sus odios y sus planes contra los otros vecinos”. Federico corrió sonriendo a toda prisa hacia la esquina opuesta; el parpadeante cartel se encontraba cada vez más cerca. Llegó agitado. Se asomó hacia adentro del local y vio a un hombre con cejas muy gruesas y una barba apenas crecida que se esparcía por toda su cara y cuello que tomaba mate mientras observaba atento al gran aparato de pantalla plana amurado a una pared. Federico aguardó unos segundos afuera mientras recuperaba el aire, hasta que finalmente, ya más calmado, se animó a entrar. Saludó al hombre con un cordial “buenos días”, pero este pareció no advertir su presencia, seguramente debido a que su débil voz quedaba tapada por

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las voces que salían del aparato, o quizás porque por su baja estatura el hombre no alcanzaba a verlo detrás del mostrador. Federico, que no se rendía fácilmente ante un objetivo fijado, trató de interponerse entre el hombre y las imágenes que proyectaba aquel aparato. Fue entonces cuando el verdulero giró su vista unos instantes para dirigirse al pequeño. —¿Qué hacés, nene, qué necesitás? —dijo el hombre con la voz tan gruesa que parecía coincidir con su aspecto y sus cejas, al mismo tiempo que bajaba el volumen con el control remoto. —Buenos días —repitió Federico, y tras una breve pausa continuó—. Estoy buscando saber cosas de la gente que vive en esta calle corta, en la casa gris por ejemplo, o en la roja de enfrente, seguramente siempre vienen a comprar aquí y usted los debe conocer… —No sé, nene —lo interrumpió el verdulero—, con el asunto este de los hipermercados ya casi ni vienen a comprar acá. ¡Qué van a venir si los orientales estos te venden la verdura más barata que el precio de costo que nos dejan a nosotros, estamos todos locos! Yo no sé a dónde va a ir a parar todo esto… si el gobierno no hace algo pronto, este país se va al tacho, viejo… Federico, desconcertado, bajó la mirada intentando descifrar el mensaje que acababa de escuchar de este señor, y buscar en él alguna respuesta a sus interrogantes. —Entonces, quiere decir que el hombre que vive en la casa gris es oriental y tiene un hipermercado, ¿no es así? —dijo Federico con los ojos bien abiertos, en un gesto muy típico suyo cuando sentía que descubría algo. El hombre apartó nuevamente la vista de la pantalla para mirar al niño, pero no le contestó, solo le sonrió mientras se


cebaba un nuevo mate y volvía la vista al aparato. Federico entendió aquel gesto como un “sí”. Rápidamente sacó de su mochila el cuaderno y el lápiz y anotó: “Último momento: violador oriental y dueño de un hipermercado que vende más barato vive en la casa gris de la calle corta”. Cerró el cuaderno y dio un vistazo general al pequeño local repleto de cajas y latas, cada una con las diferentes fotos de las verduras o frutas que contenían. En una de las paredes se encontraba una pizarra luminosa en la que se leía: “VERDULERÍA PERALTA — OFERTA DEL DÍA: 3 LATAS DE PAPAS Y 2 DE ZANAHORIAS, 2.500.000 — FREE DELIVERY”. —¿Usted es Peralta? —preguntó Federico al hombre después de tomarse su tiempo para hablar como hacía por costumbre. El verdulero giró la vista sorprendido, dejó el mate sobre el mostrador y con la mirada triste contestó: —No, nene, la verdulería se llama así por el pasaje, antes era el nombre de la peatonal que estaba acá a la vuelta, pero ya desapareció, por ahí están poniendo las vías para el tren carguero de alta velocidad… hasta el río dónde yo pescaba de pibe lo entubaron para que por arriba pase el monorriel este, ¿a vos te parece? Es una pena que no conservemos esas cosas lindas que antes nos unían… ¡ahora ya nadie se conoce ni con los vecinos que tiene al lado...! El hombre hizo una breve pausa mientras aprovechaba para llenar de agua el mate, mirando de reojo la pantalla. De pronto su cara pareció transformarse por completo en un gesto de asombro. Buscó a tientas el control remoto con la mano libre y subió el volumen. Luego, sin apartar la vista del aparato, siguió hablando:

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—¡Ahí está, ves, así nos tienen! Parece que el presidente va a subir la verdura otra vez por el asunto del combustible y los fertilizantes… ¡estamos todos locos…! —¿A dónde la va a subir, al tren carguero? —insistió Federico entusiasmado, con el cuaderno abierto y el lápiz preparado para tomar nota. —¡Pero no, nene! Que la va a subir significa que va a ser más cara, para mí y para todos, por supuesto, yo no tengo la culpa, ¿qué quieren que haga?, ¡la gente se me queja a mí como si yo fuera el que pone los precios…! ¡Dicen que ahora el mes que viene sube todo otra vez: el pan, la luz, los impuestos… este país…! Federico oyó el vozarrón de aquel solitario hombre a quien no entendía, mientras se alejaba lentamente caminando hacia atrás. Al llegar a la puerta, se despidió de él haciendo un gesto con la mano y salió de la verdulería, mientras el hombre seguía hablando solo. Una vez fuera, levantó la cabeza y vio un cartel azul con letras blancas clavado en la pared de la casa amarilla de enfrente, cruzó la calle para poder verlo mejor y leyó en él: “Pasaje Peralta”. Inmediatamente volvió a cruzarse de vereda, entró corriendo a la verdulería víctima de un ataque de curiosidad, con el cuaderno y el lápiz todavía en la mano. —¿¡Y quién es Peralta, el que vive en la casa amarilla de enfrente!? —preguntó con un grito, intentando sobreponerse al audio de la pantalla y evitando así perder tiempo. —¡Pero yo qué sé, nene! —contestó el hombre de mala gana, golpeando el mostrador con su enorme mano velluda— ¡Preguntás cada pavada vos también…!


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anticuario

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a puerta del fondo se abrió con un retumbo seco, y por ella apareció el anciano. Levantó el interruptor y la parpadeante luz pronto dejó todo a la vista. Arrastrando los pies se dirigió hasta el portón de entrada, y tras oprimir la tecla roja situada a un costado, la pesada cortina metálica comenzó a subir lentamente, emitiendo un agudo chirrido mientras se enrollaba en lo alto, dejando al descubierto el antiguo escaparate de cristales gruesos. Cerró la puerta de vidrio con traba debido al persistente viento, y giró el pequeño cartel que colgaba adherido a ella por una ventosa, dejando a la vista exterior el lado que decía “ABIERTO — OPEN”. Luego, encendió el equipo de música y en su interior colocó el mismo disco de siempre, el único que tenía, y las canciones comenzaron a fluir por todo el local a través de los cuatro parlantes situados en cada esquina. Un conjunto de cuatro voces masculinas entonaba a coro canciones tradicionales de la zona, acompañados por guitarras, bombos y bandoneones. El anciano, primero con la escoba y luego con el plumero, se dispuso a limpiar, sacudiendo el polvo en los incontables objetos que ocupaban los largos estantes y las góndolas. Al finalizar, se dirigió a la caja registradora para contar cuidadosamente el dinero que había en su interior, procurando tener el cambio suficiente para todo el día. Estaba a punto de ter-


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minar, cuando unos suaves golpes sobre el vidrio de la puerta lo interrumpieron. Caminó hacia la entrada exaltado, sonriendo por la emoción; quitó la traba y pronto un joven vestido con un traje azul brillante y con una carpeta táctil ingresó en la vieja tienda. El anciano le indicó que podía agarrar lo que quisiera sin compromiso, sonriendo, mientras volvía a su tarea de contar el dinero detrás del mostrador. El joven quedó parado en medio del local, y lo examinó detalladamente a lo largo y a lo ancho, como intentando develar sus dimensiones. El anciano concluyó su tarea y se dirigió al joven con el amable tono de siempre: —¿Vio algo que le interese? Tengo unos ponchos artesanales de los pocos que me quedan… son tejidos a mano, y además están en oferta… El muchacho sonrió y lo miró fijo, como alguien que no entiende lo que le están diciendo. El viejo permaneció inmóvil, esperando alguna respuesta. El par de tubos fluorescente que colgaban del techo zumbaban como un enjambre de insectos sobre sus cabezas. —¿No se acuerda de mí, Amaru? —dijo el joven rompiendo el silencio—, soy Walter Carpanchay, de la empresa City Brokers, estuvimos hablando ayer por videófono. El anciano frunció el ceño, se llevó una mano a la barbilla, y luego, con la misma mano, se afirmó los gruesos anteojos sobre la arrugada nariz, intentando ver mejor a su interlocutor. Walter Carpanchay abrió su carpeta y de su interior brotaron unas coloridas luces y sonidos que parecieron alegrar por unos instantes aquel opaco entorno, la apoyó sobre el mostrador y luego continúo hablando. —Ayer por la pantalla le di la tasación de su local, queda-


mos en que hoy me daría una respuesta definitiva. La empresa constructora nos está presionando porque necesita comenzar ya mismo con las obras, así que… —Me parece que se equivoca de persona, joven —lo interrumpió el anciano inmutado, con su sonrisa infranqueable—, usted y yo no nos conocemos. El joven lo miró asombrado, nervioso, pensando qué decir. Metió la mano en el bolsillo exterior de la carpeta y sacó un pequeño aparato plateado que observó durante unos instantes de mala gana. —Mire, abuelo… —continúo hablando, esta vez con tono impaciente—, no me haga perder el tiempo. Ayer estuve toda la mañana hablando con usted explicándole la oferta que estamos dispuestos a hacerle por esta propiedad, y como usted no tiene conexión a internet, me pidió que se la haga por escrito para consultarla con sus hijos, se la mandé por fax esa misma tarde, no me venga con que no se acuerda. Llame a sus hijos ahora si es necesario, pero yo estoy trabajando y la empresa me exige que salga de aquí con resultados. El anciano miró al suelo sin saber qué hacer, luego levantó la vista hacia el joven, quien apoyado con una mano en el mostrador aguardaba irritado. —Mire, señor, yo de estas cosas no entiendo, dígame qué es exactamente lo que quiere y cuando vengan a verme mis hijos yo… —¡Amaru! —lo interrumpió Carpanchay bruscamente— Necesito saber si a usted le interesa la oferta que le hicimos, estamos dispuestos a mejorarla, le aseguro que podemos mejorar cualquier oferta, ¡cualquiera! El anciano de pronto entendió el motivo de la visita de aquel hombre en su tienda. Sintió como si varios recuerdos

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lo invadieran de golpe. Pensó que aquel era el mismo hombre que lo había visitado durante tanto tiempo, y todo indicaba que nunca se daría por vencido. Luego tomó aire, y con tono menos amable, volvió a hablar. —¡Este negocio no se vende, señor, perteneció a mis abuelos, luego a mis padres y le quedará a mis hijos cuando yo me muera! —explicó con la precisión de un discurso aprendido de memoria y muchas veces repetido. Y tras decir esto, el anciano se volvió tras el mostrador y se sentó en su carcomida silla de madera, fijando la mirada entre las antiguas baldosas cuadradas. Se cruzó de brazos dispuesto a no volver a hablar, como intentando defenderse de un supuesto nuevo ataque. El joven continúo en el local hablando casi a los gritos durante una hora aproximadamente, ante la pasividad e indiferencia del anciano. —¿¡Pero no se da cuenta, abuelo!? ¡Este negocio no da para más! Si no, fíjese cuánto hace que no vende uno de esos adornitos, algunos hasta telarañas tienen. Dígame, señor, ¿cuánto hace que no entra nadie en este local a comprarle uno de esos quirquinchos embalsamados que se extinguieron hace como mil años…? No se da cuenta de que le estoy ofreciendo un negocio que es por su bien. ¿Quién va a venir de vacaciones a Corvalán teniendo lugares maravillosos como el mar o las cataratas? Mire, yo no había nacido y esta ciudad dejó de ser turística, Amaru, entiéndalo, hasta el Peralta Resort se fundió, ¿no ve que lo están por demoler? ¡Los tiempos cambian y ahora lo que importa es que la ciudad necesita…!— y continuó balbuceando frases armadas. El anciano, fiel a su postura, permaneció inmutable durante aquel eterno y agotador momento, intentando concentrarse en las frases cantadas por las voces de aquel cuarteto que sa-


lían de las cuatro esquinas, ignorando el huracán de palabras sin sentido que provenían de aquel nefasto ser. “Ya es hora de que cambie el cartel de afuera”, pensó por dentro don Amaru, como cada vez que entraba aquel mismo y confundido personaje, “apenas vuelvan mis hijos, juro que lo cambio”. Una vez fuera de la tienda, vencido ante la apatía de su oyente, el joven activó el microchip incrustado en su oído derecho y se alejó gritando mientras caminaba a toda prisa por la angosta vereda, junto a las rejas que impedían caer en las vías del tren carguero: —¡Si ya le expliqué la oferta que estamos dispuestos a pagar…! No, no creo que tenga otras ofertas, si no me lo hubiese dicho… más de una hora estuve hablando con él… Sí, lo tengo todo grabado… Le juro que sí… ¿¡Pero qué quiere que haga…!? ¡El viejo está loco, insiste en seguir con esa tienda de artesanías y suvenires…! No quiere saber nada… ¡Hasta fingió no reconocerme…! Está tan mal que ni siquiera una pantalla de televisión tiene en el local… Sí, es lo que yo pienso, podríamos rastrear a sus hijos y hablar con ellos, seguramente van a entender… quizás podríamos subir un poco más la oferta así los tentamos a ellos y… No, no creo que sean ellos los que traben la operación, no… No, es imposible seguir negociando con él, está senil… quedó estancado en su juventud… no sé qué más hacer para que entienda que… Bueno… sí, hagamos eso… Ok. Aquel local de dos plantas, más parecido a un museo histórico que a una tienda de regionales como su cartel indicaba, estaba situado en un lugar privilegiado de la ciudad, y contrastaba con los inmensos edificios que lo rodeaban, construidos en los últimos años ante la gran demanda de viviendas y oficinas que Corvalán atravesaba.

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De camino a la oficina, el vendedor inmobiliario buscó en internet sobre la historia de la ciudad, y se sorprendió al descubrir lo corto que se había quedado en las explicaciones que le dio al dueño del local al descubrir que, incluso antes de que sus padres nacieran, la ciudad había dejado de centrarse en la actividad turística como principal fuente de ingresos. Al parecer todo había cambiado desde que se había establecido en Corvalán la Compañía Multinacional dedicada a la megaminería, y se había apropiado de los alrededores de la ciudad, incluidos los antiguos circuitos naturales. Al comenzar con las tareas de excavación y extracción, había provocado la devastación casi total de los cerros que rodeaban el valle por aquella época, dejando un entorno poco atractivo para sus visitantes y una atmosfera cada vez más hostil para sus pobladores; pero afortunadamente para la gran mayoría, los miles de puestos de trabajo generados y las sumas millonarias repartidas entre ellos por esta nueva y poderosa empresa bastaron para dejar de lado sus antiguas preocupaciones ecológicas y, sobre todo, sus eternos problemas financieros; y felizmente, la economía local no volvió a depender de la cantidad ni del poder adquisitivo de los turistas que antiguamente se agolpaban en las vacaciones de verano. Walter Carpanchay fue el último de los interesados en la propiedad que durante años habían intentado sin éxito negociar con aquel viejo senil, ya que apenas dos semanas después de su visita hallaron al anciano muerto en una de las tantas habitaciones del fondo de la tienda, dejando sin herederos aquel valioso inmueble que poco después fue adquirido por la empresa constructora de la Compañía Multinacional Minera en un remate, y allí pronto se levantaría el primer y único Edificio Vehicular de Corvalán, la construcción más alta de la


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ciudad en toda su historia. Federico Tilerman, el periodista encargado de conducir el informe titulado “El fin de la última casa”, mientras estaban por grabar el momento de la demolición, leyó el cartel que colgaba en el frente y se preguntó si aquella antigua tienda tendría alguna relación con el famoso narcotraficante asesinado el siglo pasado, junto a su mujer y su cuñado, en un restaurante ubicado frente al parque central durante un confuso episodio. Quiso preguntarle a alguno de los ingenieros que se encontraban allí, pero pronto sonaron las estruendosas explosiones que hicieron temblar la tierra que se encontraba sepultada bajo toneladas de cemento, y la vieja construcción, junto a sus infinitos objetos y su corroído cartel de madera tallado a mano, en pocos segundos quedó reducida a escombros.


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maquina perfecta

—¡Rápido, Gómez, pasame el destornillador que ya lo tengo, ya lo tengo! —¿Le parece, profesor…? Mire que… —Sí, Gómez, ¡dale, no discutas!, estoy seguro que es este tornillo, media vuelta más y… a ver… ¡Listo! ¡Ya está! ¡Perfecto, Gómez, perfecto…! ¡No quedan dudas, esta es la máquina perfecta, Gómez, que maravilla! El profesor retrocedió unos pasos, se quitó la linterna en forma de vincha que rodeaba su cabeza, se limpió el sudor de la frente con un pañuelo y sonrió feliz contemplando la obra, mientras su ayudante acomodaba las herramientas en la caja y en los estantes, sin prestar atención al robot de apariencia humana que permanecía en el centro de aquel oscuro sótano; la alegría que desbordaba a su jefe parecía no provocar nada en este hombre. Aquella obra en la que ambos habían trabajado durante tanto tiempo se trataba de un híbrido, según explicaba el profesor, entre la belleza femenina y la tecnología cada vez más aplicada en función del hombre; pero no del hombre como especie, si no del hombre como género masculino. Después de casi veinte años dedicados al mismo trabajo y tras innumerables intentos fallidos, parecía que el proyecto había concluido satisfactoriamente.

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—¡Qué mujer, Dios mío! —exclamó el profesor sin apartar la vista del robot mientras encendía un puro— ¡Con ella saldré a pasear, iré al cine, me casaré, tendremos hijos...! ¡De ahora en más podré disfrutar de la compañía de una mujer sin tener que avergonzarme o enfurecerme por los reclamos y las malditas llamadas! Se acabó eso de “¿¡Dónde estás!?” o “¿¡A qué hora volvés!?” ¡Basta! ¡Ahora podré volver borracho a la hora que quiera y me esperarán con la comida servida, y haré el amor como si nada pasara… haré nuevos amigos a los que invitaré a jugar naipes para quedarnos trasnochando, fumando y bebiendo mientras ella sirve más y más whisky! —¿Le parece, profesor? —insistió Gómez mientras se rascaba la cabeza y observaba al robot con desconfianza—. Mire que con este van veintiséis intentos y… —¡Veintisiete! —se apresuró a corregir el profesor—, ni una más. He aprendido de mis errores y año tras año he mejorado el sistema de circuitos internos hasta dar con Ella —y señaló a lo que ahora parecía ser una mujer, iluminada apenas por la tenue luz de mercurio que pendía del techo—. Me tomaré un descanso, creo que me lo merezco, necesito dejar este horrendo taller que ya me produce claustrofobia, he pasado demasiado tiempo aquí encerrado entre toda esta chatarra y esta mugre; ahora haré vida de novio, como cuando era joven, uno o dos años quizás, y después de casarme me pondré a trabajar en mi siguiente obra: un hijo perfecto. Vos también deberías tomarte unas vacaciones, Gómez, andá a tu casa ahora, yo mañana te deposito todo lo que te debo así te haces un viajecito para descansar después de tanto sacrificio. La indiferencia de Gómez provenía de una mezcla de sentimientos encontrados: por una lado sentía que sus días, tanto en el taller como en Corvalán, habían llegado a su fin, cosa


que le producía un gran alivio, ya que vivía diciendo que no veía la hora de terminar con este trabajo para buscar nuevos horizontes. Aunque no lo demostraba, sabía que esta última era una obra perfecta y ahora sí que nadie lo notaría. Pero por otro lado, se sentía solo, no tenía más amigos que el profesor. Se decía a si mismo que debía buscar en otro lado su destino y su felicidad, pero en su interior sabía que le faltaba el valor y la personalidad para afrontar semejante desafío. Fue así como Rómulo Gómez, entre dudas e inseguridades, abandonó aquella noche el taller que fuera durante tantos años su trabajo y su segundo hogar, llevándose con él una caja con algunas de sus herramientas, su taza de café, el banderín del Corvalán Virtual Club, y los miles de recuerdos y anécdotas junto al profesor que inmortalizó en la memoria de su teléfono celular. Al poco tiempo, y sin éxito, dejaría también la próspera ciudad para buscar su lugar en el mundo; cualquiera, decía, en donde existiera la gente con la que pudiera compartir sus gustos y sus valores, un lugar donde aún no hubiera llegado la contaminación humana, como explicaba al profesor en algunas de sus charlas. Por otra parte, tampoco quería volver a verse envuelto en problemas con la justicia y con la sociedad, ya que cada vez que el profesor terminaba un nuevo prototipo de novia-robot y la sacaba del taller, caía la policía a requisar y destruir todo bajo la orden de un juez, y los dos hombres eran detenidos y humillados por la prensa y la opinión pública. Aunque nada de esto parecía detener al profesor, que al salir en libertad no hacía otra cosa que ponerse a trabajar, y convencía a su fiel ayudante de seguir con el proyecto, corrigiendo sus errores y perfeccionando el modelo para que pasase completamente desapercibido.

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Durante los días siguientes, sabiendo que este era su último intento, el profesor allanó el camino y contó a cuanta persona se detenía a saludar de la supuesta relación amorosa que mantenía por internet, explicando que había conocido a una jovencita extranjera en una de esas viejas salas de chat donde la gente de su edad entraba para buscar pareja, y que seguramente ella no tardaría demasiado en venirse a vivir a Corvalán para iniciar así una nueva vida junto a él. Fue por esto que tardó tanto tiempo en juntar coraje y salir del taller de la mano de su invento; la idea de ser descubierto una vez más lo aterraba y sabía bien que esta vez no tendría revancha. Un día fue al Peralta Shopping Center a comprar ropa de mujer para su nueva novia. Aturdido por la diversidad de talles y los modelos de cada prenda, se equipó de la ropa más moderna y cara que pudo, para al fin poder lucirse por la ciudad como tanto anhelaba. Su ignorancia demostrada en cada local volvió a llamar la atención de la gente, que siguiendo con su rutina, no dudó en dar aviso a la Justicia para que reprendiera cuanto antes a este abominable hombre y destruyera sus aberrantes inventos. Se sabía que Corvalán era una ciudad libre de perversiones, y su gobierno jamás permitiría cosas semejantes: estaba totalmente prohibido inventar algo sin un permiso municipal, algo que no se otorgaba hacía muchos años debido a que se había saturado el cupo (según anunciaban las pantallas en la entrada de la Casa de Gobierno), por lo que los habitantes debían conformarse con lo que la industria local y mundial ofrecía en cada uno de los comercios autorizados y estrictamente controlados. Y parecía que a nadie, a excepción del profesor, le molestaba este sistema establecido por los gobernantes. Como en un capítulo de una vieja serie televisiva repetida


varias veces, la policía irrumpió esa misma noche en la guarida del profesor, exigiéndole el permiso que, por supuesto, no tenía; y actuando de memoria comenzaron a requisar el lugar, dando vuelta cuanto chirimbolo se apareciera en la escena. El profesor, esta vez tranquilo y fumando en su vieja pipa un tabaco tranquilizante de su propia invención, pareció no inmutarse ante la presencia de los hombres de la ley que allanaban su morada. —Por favor, profesor, tenemos la orden firmada por el juez Paniagua, así que no nos haga el trabajo más difícil, díganos dónde está y nos vamos —dijo el jefe de operativos especiales Báez, quien conocía bien al profesor y sus controvertidos e ilegales inventos, mientras lo miraba fijo a los ojos. El profesor hizo un gesto negativo moviendo la cabeza. —No sé de qué me habla, Báez —dijo con la mirada y la voz desconcertadas—, pero adelante, si usted dice que el juez Paniagua lo autorizó a entrar en mi casa nuevamente para destruirlo y desordenarlo todo como siempre… adelante, hagan su trabajo. El profesor se dirigía al jefe del operativo con la confianza de alguien con el que se tiene una relación íntima. Báez entornó los ojos, como escrutándolo, intentando reconocer al hombre que acababa de hablarle, como si hubiesen cambiado lo que había dentro de ese ser tan conocido por él. —Y por favor, Báez, dígale a sus hombres que no hagan tanto ruido, mi amada duerme después de un largo viaje y no me gustaría darle un susto innecesario, que todo esto no tiene ningún sentido —continuó el profesor mientras encendía nuevamente su pipa con un fosforo, y así trataba de dominar sus nervios, como tanto había ensayado. —¿De qué habla ,profesor? ¡No me joda! Ambos sabemos

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que se trata de uno de sus raros robots que simulan ser mujeres reales y que… De repente, el chillido de la puerta metálica que comunicaba el taller con la habitación del profesor hizo callar a Báez, y por un momento el recinto quedó en silencio. Por la abertura trasera se asomó el rostro hermoso de una joven que no aparentaba superar los veinte años. Los policías, como hipnotizados, dejaron su actividad de requisa y contemplaron atónitos la belleza que desprendía aquel ser. Recorrieron con la mirada la figura esbelta y llamativa de la joven. La atracción carnal que provocó en estos hombres llegó a erizarles la piel; incluso al mismo jefe Báez, al igual que sus hombres, le era imposible apartar la vista de ella. En el sótano, ya de por sí silencioso, reinaba una profunda quietud y por unos instantes no se oyó ni un solo ruido. Uno de los agentes, en total excitación y asombro, como preso de un raro hechizo, se quitó el luminoso casco y extendió su mano enguantada para intentar tocar el rostro de la muchacha, pero una voz de mando, y que no provenía del jefe precisamente, lo detuvo en seco, devolviéndolo de golpe a la realidad. —¡No la toque! —gritó el profesor con una voz que retumbó en las paredes del sótano— ¡Les juro que si la llegan a tocar los voy a demandar a todos! ¡Hagan su trabajo pero no abusen de su autoridad, porque ahí sí que me van a conocer…! —agregó señalando con su dedo índice a los hombres de azul, con la seguridad de quien lleva años preparado para aquel momento. —Ya está, profesor, ya entendimos —lo tranquilizó Báez extendiendo su brazo, casi tocándole el pecho con la palma de la mano—. Pero dígame, ¿quién es ella? Es otro de sus locos inventos, ¿verdad? De ser así, lo mejor es que lo diga


ahora, usted sabe que tarde o temprano lo descubriremos y será peor. —Ella es Cindy, mi novia, nos conocimos a través de internet, como se hacía en mi época, todo el mundo en la ciudad lo sabe. Está recién llegada a Corvalán. Yo seré un hombre mayor para este lugar, pero en el país de donde ella viene aún se conservan esas costumbres antiguas. Pierdan cuidado, caballeros, que ella tiene la suerte de ser extranjera y no entiende una sola palabra de lo que estamos hablando. Hay veces que siento vergüenza de vivir en esta ciudad tan retrógrada, infestada de gente como ustedes, y si ella se enterase de lo que están haciendo ahora en mi domicilio no sabría cómo explicarle. La cara del profesor parecía desdibujarse en un gesto de impotencia y tristeza, y por un instante, Báez sintió que ese hombre decía lo que muchos pensaban pero no se atrevían a decir. Luego, con paso lento y ante la atenta mirada de los policías, el profesor se dirigió hacia ella, y mirándola fijamente a los ojos pronunció unas palabras en una lengua incomprensible, jamás escuchada por el resto de los hombres allí presentes. La mujer hizo una reverencia inclinándose levemente hacia delante, sonriendo pronunció unas palabras, aparentemente en la misma lengua, y desapareció por donde había llegado. Los policías se miraron entre sí como buscando alguna respuesta para lo que acababan de presenciar. Esa mujer… no habían visto jamás algo semejante en sus vidas y necesitaban que alguien les explicara lo que realmente estaba pasando. De pronto el jefe Báez hizo un movimiento circular con su brazo en alto y ordenó a su grupo abandonar el lugar. —Ya nos volveremos a ver, profesor, quiero advertirle que lo estaremos vigilando de cerca, y pobre de usted si se trata de

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otro de sus trucos… —Adiós y buenas noches, Báez —dijo el profesor mientras acompañaba a los hombres hacia la salida, y luego del sonido del portazo, un profundo silencio volvió a inundar el taller. Al quedar nuevamente solo, o mejor dicho en compañía de su nueva obra, el profesor sonrió, sacó del bolsillo de su chaleco la caja de fósforos, encendió nuevamente su pipa, y sin dejar de sonreír se acomodó en su sillón, contempló el humo azul y sintió que el sueño que había perseguido durante tantos años parecía haberse hecho realidad. Sus anteriores intentos, decía, habían fracasado por un “error en el cálculo de las proporciones”: a algunas les faltaba esencia femenina, por lo que se terminaba notando su lado robótico y la sociedad y la ley de Corvalán terminaban por dar fin al intento; otras veces, en cambio, sucedía exactamente lo contrario: la esencia femenina era aplicada en una gran dosis, por lo que él mismo era quien terminaba destruyendo su propio invento, ya que odiaba las “actitudes impropias del común de las mujeres”, como explicaba a quien quisiera oírlo. Nunca pudo lograr compartir sus conceptos sobre “libertad” con una mujer. Para la mayoría de ellas, señalaba, “libertad” era solo una palabra más del diccionario, sin demasiado sentido, casi sin importancia; para otras, no era más que el nombre de una cadena de drugstores, el de una autopista o el de un trasbordador. Al principio, en su juventud, era un hombre medianamente tolerante con estos temas, pero con el correr del tiempo se había vuelto cada vez más ermitaño y terminó por no soportar ni la más mínima molestia que una mujer le pudiera causar. A su anteúltimo prototipo, por ejemplo, lo había terminado desactivando y destruyendo solo por haberlo llamado al celular en el momento en que se encontra-


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Con el correr de los días, la noticia del operativo fallido llevado a cabo aquella noche por Báez y sus hombres en el taller del profesor corrió en Corvalán como reguero de pólvora. La mayoría no creía que el profesor se hubiese reivindicado y sostenía que se trataba una vez más de sus perversos inventos; sin embargo, querían verlo con aquella mujer hermosa de la que tanto se hablaba. Pero el profesor, que había aprendido mucho de sus errores en todos esos años, se hizo esperar hasta que las aguas se amansaran casi por completo. Una mañana, cansado de hacer el amor durante días enteros y no teniendo dudas de que esta mujer que lo hacía tan feliz sería realmente humana a los ojos del mundo, tomó a su novia de la mano y subió a dar una vuelta por la plataforma de simulación virtual que había en el barrio —una de las tantas que había construido el gobierno durante las últimas décadas con fines recreativos, debido a la atmósfera hostil que amenazaba a la ciudad desde el establecimiento de la Compañía Multinacional Minera—, y que daba la agradable sensación de estar paseando dentro de una selva tropical, con brillantes cascadas y aves salvajes sobrevolando el cielo azul a través de sus inmensos proyectores y altoparlantes. Como era de esperarse, la gente lo miraba de reojo, observando más bien a la chica de arriba a abajo. El profesor sen-

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ba bebiendo con Gómez en el bar de la esquina, luego de la dura jornada laboral por haberla creado. El profesor no quería vivir solo, sabía que no estaba hecho para la soledad, pero había descartado por completo la idea de conseguir una novia real, de carne y hueso como todas, y por eso había dedicado los últimos veinte años de su vida a crear lo que la naturaleza no había podido, lo que él llamaba “la mujer perfecta”.


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tía que a sus espaldas la gente hablaba y comentaba, pero se relajó: para los hombres esa mujer era motivo de deseo; para las mujeres, en cambio, era algo de lo más aberrante y un mal ejemplo para la juventud. El profesor se sintió orgulloso de lo que había creado, Cindy no solo era su compañera ideal, también era su revolución. Al llegar al pie de una vertiente, se encontró con su amigo Cutipa, jefe de mantenimiento de aquella plataforma, y le presentó a Cindy. Le explicó que como ella era extranjera no entendía su idioma, pero que de a poco él se lo enseñaría. Don Cutipa felicitó al profesor y en ningún momento pareció apartar la vista de la bella dama, cosa que al profesor no incomodó en absoluto, sino todo lo contrario. Cuanto conocido se cruzaba y presentaba a su acompañante parecía quedar hipnotizado, con la mirada fija en ella, y hasta perdía el hilo de la conversación por momentos. La joven parecía además muy simpática y educada, ya que el profesor traducía a su modo todo lo que Cindy quería decir, en su extraña pero agradable lengua. En anteriores oportunidades, era imposible acercarse a hablar con el profesor estando en compañía de una mujer, pues éste, por los nervios de ser descubierto, evitaba todo contacto con personas que pudieran sospechar y delatarlo. Al regresar a la casa, el profesor revisaba cuidadosamente cada circuito de su novia, para ver que todo funcionara correctamente, ya que hasta el momento nunca había tenido tanto éxito con uno de estos robots y por nada del mundo quería arruinarlo. Cada vez se sintió más seguro de lo que había creado, y por ende de sí mismo. Así fue como el profesor y Cindy recorrieron uno a uno los diferentes bares, restaurantes, discotecas,


cines y teatros, luciendo los dos en cada ocasión prendas y peinados nuevos, así como también bronceados artificiales y costosos maquillajes. Un día lo invitaron a un programa de TV para que explicara el secreto de su éxito, mientras en la pantalla de fondo aparecían las últimas fotografías tomadas a su flamante esposa en ropa interior por un paparazzi, aparentemente de forma clandestina; y las imágenes de Cindy generaron conmoción en toda la audiencia. Ese fue el comienzo de una vertiginosa popularidad que ni él mismo se esperaba. Su nombre, por primera vez, se hizo conocido para bien, y en poco tiempo el profesor se convirtió en la máquina perfecta de los medios, pues generaba altos ingresos a un bajo costo. El ambiente mediático de Corvalán hablaba hasta hartarse de ellos y se llegó a decir que podrían llegar a alcanzar una nominación en la elección de “la pareja del año”, premio que era otorgado por el programa televisivo “Lo que pasa en Corvalán”, conducido por el famoso periodista Fede Tilerman, y que nueve de cada diez personas veía diariamente. La feliz pareja vivió plenamente una vida llena de placeres y diversión, y el profesor se convirtió en una de las celebridades más envidiadas de Corvalán, según la encuesta realizada por la página “Corvalán Magic Magazine”, cuyos informes generaban nuevas pasiones en la población. Nadie notó jamás la diferencia entre su mujer y las demás mujeres, incluso él mismo, su propio inventor, llegó a convencerse de que era un ser real y olvidaba verificar sus circuitos o controlar sus baterías durante meses. Todo el mundo lo reconocía por las calles gracias a sus apariciones en la TV. Daba teleconferencias en vivo e incluso hizo una publicidad de telefonía celular y otra de té helado.

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Surgieron chistes populares acerca de los momentos de intimidad que podría llegar a tener con su novia, y corrieron de boca en boca los comentarios acerca de los afrodisíacos y las variadas técnicas orientales que se le atribuían para la estimulación sexual. Cambió su profesión y ya no se presentaba a la gente como profesor, su actividad ahora lo acreditaba como “mediático”. Se mudó con Cindy del viejo sótano y del humilde barrio para instalarse en Peralta Hollywood, el barrio privado más top de la ciudad, en una casa con piscina cubierta, cámara de hidromasaje y video-simuladores. Su apariencia mejoró notablemente: se implantó cabelló natural que más tarde tiñó de rubio platinado, se hizo pequeñas cirugías en el rostro que ocultaban las arrugas producidas por los años y cambió su dentadura original por completo, lo cual generaba una agradable impresión a quien lo viera sonreír. Todos los viernes se reunía con sus nuevos amigos de la farándula a jugar al póker, beber whiskies importados, fumar habanos artesanales, y deleitarse con las drogas más caras y dignas de gente rica y poderosa; mientras Cindy, provista como siempre de ropa ajustada o cortas minifaldas, servía a los invitados lo que estos le pedían. Luego, y también como un ritual, se metían todos en la piscina durante las calurosas noches de verano, a seguir bebiendo mientras ella, ante la atenta mirada de los hombres y la aprobación del dueño de casa, deleitaba a los invitados quitándose la bikini y nadando de una punta a la otra. El profesor parecía disfrutar de la vida como nadie en Corvalán, y era por aquella época uno de los hombres más conocidos y envidiados de la ciudad. Una tarde nublada, de esas que advierten la llegada del invierno, el profesor se disponía a revisar los circuitos de Cindy


después de varios meses de no hacerlo, cuando notó que hacía un buen tiempo que no lo llamaban de los canales o de los sitios web para saber sobre él. Intrigado encendió el cielorraso-pantalla de su habitación y, poniendo a la vista todos los canales, advirtió que en los conocidos programas, incluido el de Fede Tilerman, hablaban sobre la infidelidad del famoso jugador de golf de pantalla Benavidez con la exitosa modelo y cantante Galarza; y del escándalo entre la actriz Carpanchay con su ex, el ingeniero nuclear Kapodrovich Jr. Instintivamente miró su celular y comenzó a llamar a sus amigos productores y editores, pero ninguno se mostró interesado en él, todos intentaron disuadirlo con la excusa de que estaban ocupados reorganizando las programaciones para las nuevas temporadas, y prometiendo que en cualquier momento lo llamarían para juntarse. Permaneció largas horas recostado en la cama giratoria mirando hacia arriba, buscando en los distintos canales y programas en los que anteriormente aparecían rumores sobre él y Cindy, pero no se encontró. Se levantó, fue hacia el salón de estar y encendió la pared-espejo, luego miro a su alrededor como quien hace una panorámica de trescientos sesenta grados y volvió a verse en el espejo, pero no se reconoció. La sangre se le heló. Sintió que todo a su alrededor le daba vueltas. Jamás se hubiera imaginado estar donde hoy estaba y por primera vez en su vida sintió miedo. Se le apareció la imagen de Gómez, su ayudante y compañero de aquellos días de trabajo duro en el viejo taller. Rememoró cada una de las borracheras y las interminables charlas junto a su viejo amigo. Quiso llamarlo, pero pronto recordó que él se había ido de la ciudad y que sería poco probable que hubiese vuelto. Comenzó a temblar desesperadamente. Corrió al cuarto del fondo, donde Cindy, de acuerdo a su programación, se re-

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cargaba acostada en la cama envuelta en sábanas. La observó detenidamente, pero ya no pudo ver en todo ese tejido símil humano montado sobre acero y atravesado por cables a la mujer, a la compañera, al ser con el que tanto había soñado y al que había dedicado toda una vida de trabajo. Tuvo el impulso de salir corriendo por la calle en busca de una tienda de antigüedades, pero pronto recordó que habían demolido el último anticuario que quedaba en Corvalán. La imagen del desordenado y oscuro sótano se le volvió a la mente una vez más, necesitaba urgente una linterna, una pinza, un destornillador, quizás media vuelta menos... Horas después, y tras recuperar la calma casi por completo, el profesor se paseaba solo por la plataforma virtual de su nuevo barrio, disfrutando de un paseo increíble a través de los inmensos glaciares azules, cuando de repente el sonido de aquellos témpanos cayendo se interrumpió por el de su celular. El profesor sonrió y atendió la llamada. —Hola, Cindy… —¡¿Dónde estás!? —la voz cortante que salía del parlante contrastaba con el entorno natural de aquel paraíso. —¿Cindy? —¡Decime ya con quien estas! —Estoy en la plataforma de los glaciares, mi amor… —¡Mentira, decime dónde estás, basura! ¡Seguro que estás con otra! ¡Te voy a matar! ¿¡Me entendés…!? —Para, Cindy. ¿¡Que te pasa…!? —¡Sos una basura, yo acá preocupada y vos seguro que estas emborrachándote y divirtiéndote con unas de esas locas que…! Pero el profesor ya no escuchaba la voz que salía de su apa-


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El profesor se encontraba trabajando en el mesón de su taller bajo la luz blanca de mercurio, cuando de pronto una mano conocida pero imprevista golpeó la puerta. Se quitó la linterna de la cabeza y se dirigió hacia la puerta; al abrirla su cara se transformó por completo en una confusión de alegría, emoción y alivio. —¡Gómez! —¡Eh, profesor! ¿Cómo anda? —alcanzó a decir Gómez mientras escrutaba el nuevo rostro de su viejo amigo y los mechones dorados que emergían de su cráneo. Luego extendió su mano buscando la del profesor, pero éste se abalanzó sobre él y lo abrazó con una fuerza contenida de años. Se examinaron durante largos segundos sin decir nada. El profesor estudió detenidamente el rostro y la vestimenta de Gómez, ambos con claros signos de deterioro tanto físico como anímico. —Pasá, pasá, por favor, ponete cómodo ¡Pero qué sorpresa, mi amigo! ¿Querés tomar algo? —No, gracias, profesor. —Dale, no seas tímido, te sirvo un poco de café gaseoso. ¡Pero mi viejo Gómez, cuánto tiempo, parece mentira! Ponete cómodo, en seguida va a llegar Rosita, mi mujer, se fue a hacer unas compras al hipermercado, creo, le puedo pedir que cocine algo y te quedás a comer si queres, no sabes que rico que le sale el pastel de papa con pasas de uva, es un amor. Gómez sonrió, sorprendido por completo con estas últimas palabras que acababa de escuchar. Con la vista hizo un paneo

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rato, sino el estruendo de los imponentes derrumbes en la hermosa mañana mezclados con su risa cómplice, mientras se perdía caminando entre las inmensidades de hielo.


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generalizado de todo el lugar, deteniéndose un instante en aquel rincón y luego en la mesa de trabajo. —¿Qué hace, profesor? —Gómez parecía intrigado observando lo que había sobre la gran mesa. —Estoy trabajando en mi último invento, Gómez: una tostadora de pan automática en la que la tostada sale con manteca y mermelada sobre su superficie, lista para comer, creo que esta es una máquina perfecta… vos que me conocés sabés que siempre quise tener una de estas. Me va a llevar un buen tiempo terminarla, todavía me falta ajustar unas cuantas cositas… —el profesor hizo una pausa mientras apoyaba un par de latas transparentes sobre la pequeña mesa ratona que los separaba, luego mostró su sonrisa cómplice y se animó: — Voy a necesitar ayuda, seguramente… ¿Qué decís? Gómez se sonrojó, su rostro pareció relajarse pero su timidez lo obligó a bajar la vista. El profesor, que lo conocía demasiado, decidió continuar hablando para sacarlo del apuro. —Está bien, no hace falta que me contestes ya, tomate tu tiempo y después me decís. Igual pensá que ahora no vamos a trabajar con el apuro ni con la problemática de antes, eh... Los dos hombres conversaron con la confianza y la curiosidad de dos hermanos que no se ven desde niños. Cada uno contó, aunque sin demasiadas ganas, sus experiencias de estos años sin verse. Ninguno de los dos dio demasiados detalles, más bien estaban interesados en lo que el otro tenía para relatar. Parecía que este último tiempo vivido no representaba demasiado para contar de sí mismos. La mujer de la que habló el profesor no regresaba del hipermercado, pero ninguno de los dos pareció advertirlo. A medida que corrían los minutos y la conversación se diluía en insignificancias, Gómez y el profesor miraban de reojo, y


de tanto en tanto, hacia un rincón del taller, luego al reloj de pared, y por último a la puerta de entrada, como víctimas de un tic nervioso. Continuaron hablando y riendo durante un tiempo que pareció infinito, la sincera amistad que ahora quizás los unía más que antes podía percibirse en el ambiente y estaba claro que ahora se necesitaban más que nunca. Sin perder la costumbre, los dos hombres aprovechaban el descuido del otro para mirar de reojo el rincón, el reloj de pared, la puerta de entrada y nuevamente el rincón. Los temas de charla se desvanecieron poco a poco, hasta que Gómez, vencido al fin por su curiosidad, se animó e hizo al profesor una seña conocida por ambos, que consistía en un movimiento de cabeza señalando hacia el rincón, y una expresión de interrogación en su mirada levantando ambas cejas, como con miedo de ser escuchado por alguien. Un súbito silencio se apoderó de los dos hombres que, tras apartar la vista del rincón, se miraron a los ojos con semblante taciturno. El profesor tomó aire, se llevó su lata a la boca y durante unos segundos saboreó la burbujeante infusión con los ojos cerrados, como asimilando un duro golpe. Luego se mordió el labio inferior, e inclinándose apenas hacia adelante, respondió resoplando, con la voz de alguien que acaba de verse derrotado. —Nada, Gómez, lo de siempre… lo de siempre… —Ah, claro… bueno… que se le va a hacer… Igual… —Ya está, Gómez… ya está… Sobrevino otro largo silencio que los dos hombres emplearon en encontrar algo más que decir, pero afortunadamente no hizo falta agregar nada más. El sonido de la bocina de un gran vehículo proveniente de la calle, y que a los dos hombres

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les era familiar, interrumpió con el oportunismo con el que un trueno irrumpe en una tranquila tarde de campo. Aquel fuerte retumbo pareció transmitir una especie de alivio en los rostros de ambos, similar al que la campana de un ring de boxeo puede producirle al luchador que está siendo duramente castigado contra las cuerdas por su adversario. El profesor y Gómez se miraron y se sonrieron cómplices. Ambos parecían diminutos en las sombras proyectadas por la luz blanca que pendía sobre sus cabezas. Hubo un instante de desconcierto e indecisión, hasta que uno de ellos se levantó, abrió la puerta y vio ese enorme camión que pasaba una vez más, como lo hacía cada año, recolectando la chatarra y los residuos que pudieran ser reciclados. Volvió la vista unos instantes hacia su compañero, hacia el viejo taller, hacia aquel rincón, y sin dejar de sonreír, dirigió la mirada a los hombres del vehículo. —Buenas tardes, señores —dijo con un suspiro—, los estábamos esperando.


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campo

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ras largos meses de discusión e infinitos debates televisados, llegó finalmente el día acordado, y con él, las inmensas excavadoras invadieron el céntrico parque bajo el revuelo de miles de palomas que huyeron desconcertadas. Comenzaron temprano con las tareas de excavación sobre la arenosa superficie, todavía cubierta por la escarcha invernal e iluminada por un sol pálido que de a ratos se ocultaba tras unas nubes blancas; estaban haciendo nuevos intentos por hallar el mineral radiactivo que hacía tiempo había comenzado a escasear en las afueras. Todo indicaba que las únicas reservas estarían por debajo de los cimientos de la ciudad, incluso bajo los barrios privados, de donde no sería nada fácil extraerlo. El Parque Central, como lo llamaban, había sido creado y forestado en su época con fines recreativos para los antiguos habitantes. Con el tiempo, sin cuidados y reemplazado por las modernas plataformas de simulación virtual, había perdido las tonalidades de verde que alguna vez había tenido, hasta volver a parecerse al lugar árido que alguna vez hubiera sido, y sólo sus árboles autóctonos habían sobrevivido al clima seco del valle. Aquella gran extensión desierta, situada en el centro del área urbana, era el único espacio sin construir que quedaba en todo el valle, y se conservaba como una necesidad indispensable de toda gran metrópoli, cumpliendo con la función


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similar a la de un gran pulmón. Por medio de controles remotos, los ingenieros geólogos guiaban a estas gigantescas máquinas tuneladoras desde las oficinas del Edificio Vehicular que se encontraba a pocas cuadras de allí, mirando a través de sus cámaras infrarrojas y observando atentamente los sensores de radiación para no dar puntadas sin hilo. Empezaron por el contorno del parque, luego fueron avanzando progresivamente, día tras día, en forma de espiral, hasta llegar al centro, donde aún estaba aquella pequeña y rústica construcción de piedra y hormigón similar a una montaña, en cuya parte superior se encontraba afirmada esa extraña y oxidada escultura metálica. Desde la gran muralla de edificios espejados que rodeaba el parque, construida sobre los restos que había dejado como saldo el último conflicto civil, miles de oficinistas abandonaron por un momento sus tareas para observar aquel maravilloso espectáculo. Más tarde hubo festejos con pirotecnia por los nuevos hallazgos que anunciaban décadas de estabilidad económica. En pocos días, aquel desierto pasó a ser un inmenso cráter en el centro de la ciudad, donde decenas de camiones de autocarga computarizados se encargaban de separar y extraer el preciado metal a cielo abierto, para luego trasladar aquel tesoro escondido hacia la estación del tren carguero, el cual lo llevaría hacia el puerto de la Gran Ciudad en cámaras herméticas de plomo macizo. Desde allí, continuaría su recorrido bajo el mar, y el viaje finalizaría en los distintos puntos del planeta donde se encontraban las bases militares de las potencias aliadas. Por aquellos años, aquel material se había vuelto indispensable para la supervivencia en el mundo entero, no solo por la gran riqueza que generaba sino también por la


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amenaza de una nueva Guerra Mundial. El trabajo de las máquinas concluyó en el descampado una semana después, pero pronto se las vería excavando en diferentes puntos de la ciudad. En la actualidad, la escultura que hallaron en el fondo del viejo parque se exhibe en la entrada a la quinta planta del Peralta Shopping Center, y en la placa de titanio adherida a su base se puede leer: “Gauxo - Pieza de arte perteneciente al período antiguo - Representación en metal del guerrero en la mitología vallista”. Se cree que fue una donación del gerente de la Compañía Minera a uno de los accionistas del shopping, con quien, según se comenta, lo unía una larga y sincera amistad.


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anestesia

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a música comenzó a sonar a todo volumen a través del largo pasillo. Una voz en idioma extranjero invitaba a la gente a levantarse y bailar según la traducción publicada en la web. —¡Atendé, mamá! —gritó desde el cuarto de baño mientras contemplaba su cuerpo desnudo reflejado en los seis espejos. En aquel momento, su madre se encontraba en la otra punta del apartamento realizando su sesión matinal de rayos UV, por lo que le resultaba imposible enterarse lo que ocurría fuera de la cámara. En el videocomunicador la música se cortó repentinamente, y tras un breve silencio una voz humana salió por los parlantes: “Hello, Stefy, no te olvides que quedamos con las chicas en el Fast del Peralta a las dos o’clock, no faltes, kisses, bye!” Al salir del baño, Stephany se dirigió al salón principal envuelta en toallones, presionó el botón del control remoto y apenas reconoció la voz y el rostro de su amiga en el mensaje, corrió hacia su habitación a toda prisa, procurando no perder tiempo. Allí estuvo durante las siguientes tres horas, decidiendo junto al espejo parlante cual sería la combinación perfecta para aquella salida, intentando que tanto su rostro, perfume, peinado y vestuario conformaran un mismo look.


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Una vez finalizada aquella agotadora tarea, revisó cuidadosamente el contenido de su pequeña cartera, asegurándose de que no le faltara nada de lo necesario: el videomóvil, las cuatro tarjetas plásticas, las dos cremas faciales brillantes, los tres perfumes y el frasco de píldoras que abrió al menos cuatro veces para asegurarse de que estuviese lleno. Subió por el estrecho ascensor hasta la terraza del edificio para abordar la aeronave que habitualmente utilizaba el novio de su madre, ya que esa era la más moderna y veloz de las cinco que tenía su familia. Encendió la computadora de viaje y con voz pausada pronunció el destino al navegador automático. —Dirección Peralta Shopping Center —repitió la voz electrónica por los parlantes laterales—, ¿confirmar? —Confirmar —respondió Stephany sin vacilar. Luego se conectó los auriculares y puso videomúsica para entretenerse durante el viaje mientras reclinaba la butaca. La misma voz del navegador recomendó hacer urgente una recarga de combustible, ya que el depósito de hidrógeno se encontraba casi vacío; pero la joven no pudo advertirla debido al sonido de la música que ahora entraba por sus oídos. Siete minutos más tarde la nave se estacionaba en el playón del shopping que se extendía hacia un costado de la gran edificación rectangular de cristal y hormigón. Stephany se dirigió hacia las cintas transportadoras que conducían a la planta baja, en donde se encontraban los locales de comidas rápidas. Allí estaban ellas esperándola, sentadas en la mesa de siempre, sus tres mejores amigas que conoció a través del chat virtual: Susan, Mary y Jenny. Construido sobre los viejos cimientos de un antiguo y lujoso hotel del siglo pasado, abandonado durante décadas y del


que solo se había conservado el nombre, el Peralta Shopping Center era el lugar elegido por los jóvenes para juntarse cada vez que salían de sus casas; ya que el entretenimiento y la variedad de productos que ofrecían sus locales se renovaban constantemente, adaptándose a las nuevas tendencias que el mundo atravesaba. Tras un breve saludo de dedos, Jenny oprimió el botón verde situado en el centro de la mesa y las cuatro amigas, de a una, ordenaron al parlante su combo preferido. Stephany eligió el menú amarillo, que consistía en un sólido bloque sabor hamburguesa con queso y rodajas de papas saladas condimentadas con salsa de maní, acompañado por una lata de agua saborizada y gelatina de frutos exóticos para el postre. Mientras comían, las cuatro adolescentes se dedicaron a compartir los videos que cada una había descargado en su videomóvil durante la semana. Una vez terminado el almuerzo, se levantaron para dirigirse, al igual que lo hacían todos, hacia la fila para abordar los ascensores que conducían a la décima planta, en donde comenzaba el recorrido. Stephany aprovechó el último sorbo para tomarse la píldora verde de la mañana, y aunque se acordó algo tarde, su poderoso efecto no se hizo esperar. Una sensación agradable comenzó a expandirse por todo su cuerpo, y una sonrisa similar al de sus amigas pronto se vislumbró en su rostro. Aquellas píldoras mágicas, elaboradas y distribuidas en forma gratuita por el gobierno proporcionaban los mejores efectos emocionales, combatiendo de forma sana y segura los síntomas de malestar y aburrimiento que a menudo se daba en los adolescentes. Con el correr del tiempo, aquella sustancia secreta había logrado reemplazar a las drogas ilegales que se consumían antiguamente, librando definitivamente a toda la

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población de sus trágicos y devastadores efectos secundarios. Al llegar a la última planta, casi de memoria, cada una agarró un carro con patines y ocupó un lugar en la fila de entrada al circuito, con la ansiedad de recorrer una vez más aquel paraíso en busca de los últimos adelantos en tecnología e indumentaria imprescindibles para la vida diaria. Un conocido tema de moda fluía por los parlantes ubicados en cada columna, haciendo aún más placentero el paseo. Susan y Mary compraron en la décima un videomóvil con funciones de cámara a distancia, muy parecido al que tenían sus dos amigas. Stephany cambió el microchip que se ajustaba al oído por uno más moderno que quedaba invisible. Jenny, por su parte, aprovechó la ocasión para renovar los parlantes de su computadora por unos más potentes y con luces de colores. Lentamente las cuatro adolescentes, al igual que el resto, atravesaron el circuito obligatorio como lo hacían cada vez que se juntaban, procurando no perderse ningún detalle que se exhibiera en las vidrieras: los nuevos productos que la sociedad exigía tener. Aquel shopping estaba diseñado de forma tal que, para recorrerlo, había que subir obligatoriamente hasta la planta más alta en ascensor, y luego ir descendiendo piso por piso a través de las rampas mecánicas que se hallaban al final de cada nivel. De esta forma los visitantes se veían obligados a pasar por todos los pasillos y recorrerlos en su totalidad, sin poder saltearse ninguno de los locales situados estratégicamente a lo largo del paseo. Horas más tarde, llegaron a la mitad del camino, la quinta planta, el nivel que ofrecía un descanso para reponerse y


continuar la travesía. Allí se encontraban los bares, las expendedoras de píldoras, los simuladores virtuales, las camas de bronceado, las slot machines y el casino electrónico. Stephany se detuvo un momento ante la curiosa figura metálica que se hallaba sobre un pedestal de piedra y tras una gruesa vitrina en la entrada; algunos jóvenes aprovechaban la ocasión para tomarse una selfie distinta junto a aquel objeto para luego publicarla en las redes sociales. Pulsó la tecla de información y la voz del holograma comenzó a explicar de qué se trataba. —¡Hey, Stefy! —dijo Jenny apoyándole una mano en el hombro—. ¿Qué pasa? —¿Alguna vez se fijaron en esto, chicas? —dijo Stephany con tono perturbado, sin apartar la vista de aquel extraño artefacto. Susan oprimió una vez más la tecla y el holograma volvió a aparecer y a explicar aquello nuevamente a través de los parlantes superiores. —¡Que imaginación tenía la gente de antes...!, un hombre sin afeitarse y con una antena en la mano subido a un dinosaurio… ¿a quién se le pude ocurrir semejante estupidez? —¡Qué horror! —agregó Mary con un gesto de repugnancia—. ¿Se imaginan viviendo en esa época donde no existían las computadoras ni los simuladores virtuales, y no había más diversión que estar todo el día imaginando cosas ridículas como estas para no aburrirse? Las cuatro jóvenes esbozaron una leve sonrisa irónica mientras contemplaban en silencio aquella curiosa escultura antigua. Luego, mirando hacia la placa de titanio adherida a la base en la que se encontraban grabadas una serie de letras, Susan agregó: —Piensen que la gente de antes tenía que aprenderse todos

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esos símbolos raros de memoria para comunicarse… ¡Qué suerte que no me tocó nacer en esos tiempos donde todo era tan complicado! —¿Vamos a jugar unos créditos, chicas? —propuso Jenny intentando poner fin a aquella aburrida actividad. —Sí, vamos —replicó Mary dándose la vuelta para volver a sujetar su carro. Mientras caminaban hacia el salón de juegos, Stephany abrió su cartera y sacó el frasco de píldoras y les ofreció a sus amigas, luego se fueron pasando la lata de té gaseoso que Susan había traído de la expendedora para poder tragarla, procurando inmunizarse cuanto antes de su propia imaginación. El informador horario anunciaba las 20:15 en la gran pantalla que colgaba del techo del segundo subsuelo cuando las chicas llegaron. Allí se acomodaron cada una en una butaca reclinable, y ajustándose las máscaras de simulación, se dispusieron a ver los nuevos estrenos de cine cuatridimensional que la cartelera ofrecía. Al finalizar, Mary hizo notar a sus amigas que ya era demasiado tarde y que el shopping estaba por cerrar. Stephany fue la última en quitarse la máscara, ya que la película que había elegido duraba unos minutos más que las otras. Una vez que las cuatro se encontraban de pie y dispuestas a abandonar la sala, Stephany sacó de su cartera el videomóvil, y tras ajustarlo en la función de espejo, se detuvo unos instantes a retocar el maquillaje brilloso de sus ojos que se había corrido por el contacto con la máscara. Luego atravesó corriendo el pasillo central para seguir a sus amigas que se encontraban haciendo la fila de los ascensores. En las pantallas de información un hombre se disculpaba porque en breve el shopping cerraría


sus puertas, invitando amablemente a sus clientes a volver pronto y haciendo un breve adelanto de las cosas con las que contarían próximamente, acompañado por la misma música de siempre sonando de fondo. Un frío inesperado las sorprendió cuando salieron al playón del estacionamiento exterior. El aire era ligeramente húmedo. Las cuatro amigas se despidieron apresuradamente con el habitual saludo de dedos, evitando exponerse demasiado tiempo a la hostil atmósfera; quedaron en volver a encontrarse allí mismo el siguiente mes y en seguir en contacto unos minutos más tarde a través del chat virtual. Stephany avanzó rápidamente hasta su aeronave, y sin detenerse volcó el contenido del carro de compras en la parte delantera que ya se encontraba abierta de acuerdo a la programación de su censor. Amontonó desprolijamente la ropa, calzado, perfumes, cosméticos, aparatos de electrónica y demás objetos que había comprado para todo el mes, aunque la mayoría de ellos pasaría al olvido sin siquiera salir de su envase. Por último, revisó una a una las nuevas adquisiciones, lamentándose de las cosas que hubiese comprado si el crédito de sus cuatro tarjetas plásticas se lo hubiese permitido. El crecimiento económico que había generado la industria minera en la ciudad permitió que todos pudieran darse el gusto de vivir tranquilamente como siempre quisieron. La muchacha apoyó la yema de su dedo pulgar en la puerta y subió a la cabina del vehículo que comenzaba a iluminarse por una tenue luz ámbar. En ese momento la computadora de viaje se encendió automáticamente, recibiendo a la joven con su característica voz metálica: —Welcome, señorita Stephany Galarza. Please, indique de forma clara el destino deseado.

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La chica habló pausadamente, pronunciando palabra por palabra. La voz del navegador volvió a salir por los cuatro parlantes: —Destino solicitado: Edificio Galarza, ciudad del Rey Oso, ¿confirmar? Tras una breve sonrisa burlona, la chica confirmó el destino. Luego sacó el spray de perfume sintético de su pequeña cartera y se roció todo el cuerpo. Encendió el aparato de videomúsica y la nave comenzó a elevarse lentamente, mientras la computadora de a bordo en vano anunciaba una vez más la falta de hidrógeno necesario para recorrer la distancia calculada. Luego abrió la puerta del pequeño refrigerador de viaje y sacó una lata de café energizante que utilizó para tragar la píldora de la noche. De memoria se colocó los auriculares inalámbricos mientras una agradable sensación se expandía nuevamente por todo su cuerpo. La aeronave atravesó la puerta de salida a toda velocidad y se perdió de vista en la oscuridad de la noche. Una niebla densa envolvía la luna amarilla. Las infinitas luces de los edificios brillaban ahora en el cielo de la ciudad formando nuevas constelaciones. Stephany se recostó en la butaca mientras cantaba y se agitaba al ritmo de la música cuyas imágenes se proyectaban en el techo de la cabina; sin entender del todo el significado de las frases de esa conocida canción de moda que ella misma repetía de memoria, pero que sin dudas era muy pegadiza y sonaba en todos lados.


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el

paciente

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os dos hombres de uniforme blanco aparecieron por la puerta automática que comunicaba con el pasillo principal, y lentamente avanzaron por el patio cubierto observándolo todo con minuciosa atención. —Bue… buenos días, se… señor di… di… director —saludó un viejo calvo, que se encontraba hablando solo y con la mirada perdida, en el momento en que ellos pasaban a su lado. —Buenos días, 724 —respondió el más joven de ellos—, ¿cómo amaneció hoy? —Bi… bi… bien, se… señor di… directo… tor… —Buenos días, señor director, ¿cómo está usted? —dijo una mujer muy delgada y de cabellos blancos que se acercó a los dos hombres en el momento en que estos intentaban continuar con el recorrido. —Buenos días, 368 —dijo el mismo hombre—, ¿cómo se siente? —Perfectamente, señor director, ya casi no escucho esas voces que me dicen que soy fea y que me voy a morir… Por favor, ¿sería usted tan amable de llamar a mi hijo?, necesito hablar con él urgente… por favor, se lo ruego… —la mujer juntó sus manos en forma de súplica mientras lo miraba con turbación.


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—Está bien, 368, ya lo llamaremos, vaya tranquila, vaya… —Muchísimas gracias, señor director… gracias… gracias… dígale que ahora en verdad me encuentro bien y que por favor me llame esta noche, o mañana, pero que me llame… no importa cuando… gracias… gracias… —repetía la mujer mientras se alejaba caminando de espaldas, con las manos suplicantes y sin dejar de mirarlo a los ojos. —Ya lo ve, señor supervisor —dijo el más joven mirando a su acompañante mientras continuaban con la rutina de inspección—, en este hospital los pacientes se encuentran compensados y en perfecto estado de salud e higiene. Caminaron a través del largo patio, abriéndose paso entre los grupos de internos que se agolpaban frente a las pantallas. Casi al llegar al final, el mayor se detuvo un momento para observar a un paciente que se encontraba sentado junto a un cantero de plantas artificiales, abstraído de todo completamente mientras deslizaba su dedo índice sobre la arena seca. Los dos hombres permanecieron de pie junto a aquel interno, observándolo con asombrosa curiosidad. —Este es 509, señor supervisor —dijo el director rompiendo el silencio, sin apartar la vista del hombre que se encontraba sentado y de espaldas a ellos—, es uno de los casos más curiosos que tenemos en nuestro instituto, cree que es un experto en decodificar jeroglíficos antiguos para traducir los mensajes que él afirma recibir de la gente del pasado. El supervisor se inclinó levemente hacia adelante, y llevándose una mano a la barbilla recorrió con la vista la extensa fila de símbolos que aquel hombre dibujaba sin parar, probablemente hacía horas. —Qué curioso… —dijo frunciendo el ceño— ¿Qué grado de investigación han alcanzado con este caso?


—Si no me equivoco, creo que su investigación no superó el grado cuatro señor supervisor, es un paciente que no participa demasiado en la Sala de Terapia y casi no se relaciona con los demás internos. —¿¡Grado cuatro!? —inquirió con asombro el supervisor—, ¿y las grabaciones de seguridad no aportaron algún otro dato acerca de su comportamiento en privado? —Nada, señor supervisor, ya le dije que es uno de los casos más curiosos que tenemos, en todo el tiempo que lleva aquí no hemos podido lograr ni una sola mejoría. Está convencido de que entiende todo esto —dijo con resignación señalando la interminable fila de símbolos que se extendía a lo largo del cantero—. Lo único que hace es dibujar aquí en la arena y no hay forma de introducirlo en otra actividad. —¿Y no han probado con las drogas Gama 22? —preguntó mirando con sorpresa al director. —Por ahora no lo creemos necesario, señor supervisor, es un paciente muy tranquilo y hasta el momento no manifiesta trastornos graves de conducta; se pasa las tardes enteras aquí, tal como lo ve ahora, y no nos representa un problema mayor. El supervisor volvió a examinar los curiosos dibujos que aquel interno seguía trazando sobre la arena, aparentemente ajeno a todo lo que hablaban a sus espaldas. Se acercó al cantero por uno de los laterales, intentando ver su rostro y el número impreso en su mameluco gris, y sin dejar de observarlo preguntó a su acompañante: —¿Qué interno me dijo que era? —509, señor supervisor —se apresuró a responder el otro. El supervisor se agachó hasta quedar casi a la misma altura que el hombre en cuestión. —Buenos días, 509, ¿cómo se siente? —le dijo poniendo

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una mano sobre su hombro, forzando una sonrisa y un tono amable. El paciente lo miró de reojo durante unos segundos y luego volvió la vista al cantero para reanudar su tarea. —¿Me escucha, 509? —insistió el supervisor mirando ahora con asombro al director, como buscando en él una explicación. —Es un caso demasiado complejo, señor supervisor, es el único que no responde al número que se le ha asignado —explicó el director mientras sacaba del bolsillo un aparato intercomunicador portátil—. Él cree que es… a ver, déjeme consultarlo y ya le confirmo… En ese momento, inesperadamente, el interno se puso de pie, escrutando con la mirada al director y luego al supervisor que permanecía agachado. —Tilerman —dijo con voz áspera y seria—, me llamo Michael Tilerman y no como ese número que ustedes les ponen a todos aquí. El supervisor se paró, quedando de frente al paciente. —Aha… —dijo mirándolo a los ojos—, ¿así que “Tiderman”…? —¡Tilerman! —corrigió con el tono ahora más fuerte—. Ti–ler-man, con “l”, se escribe con “l” y no con “d”. —Bien —respondió el supervisor mirando de reojo a su acompañante por encima del hombro del interno—, pero dígame usted, ¿qué se supone que es todo esto? —preguntó luego señalando con ambas manos hacia el cantero. Tilerman cerró los ojos en un gesto de impaciencia, y tras inspirar hondo respondió: —Son letras, letras de nuestro alfabeto, esta que está acá es la “A”, y esta otra es la “B”, en mayúsculas, por supuesto,


después están las minúsculas que son éstas —explicaba señalando las distintas figuras que hizo sobre la arena. —¿Letras? —preguntó el supervisor tras un breve silencio—, ¿y para qué sirven? —Sirven para escribir, para comunicarse… —¿¡Para comunicarse!? —interrumpió extrañado el supervisor—. ¿Y qué es lo que usted pretende comunicar y a quién? El interno volvió a cerrar los ojos con bronca, luego se arrodilló junto al cantero y con la palma de la mano alisó la arena, borrando lo que allí había hecho, y nuevamente comenzó a trazar con el dedo índice figuras más grandes y visibles, esta vez a mayor profundidad. Los dos hombres que permanecían de pie a su lado lo observaban atentos, mirándose cada tanto entre sí. —¡Miren! —dijo al cabo de un rato, cuando pareció haber concluido—. Esta es la letra “T” y esta otra es la “I”, esta es la “L”, y estas otras son las letras “E”, “R”, “M”, “A” y “N”; aquí dice “TILERMAN”, que es mi apellido. Uniendo las letras entre sí se forman las palabras, como esta, por ejemplo, al igual que pasa con los números, que si se los agrupa se logran números diferentes, ¿no es así…? —hizo una breve pausa esperando alguna respuesta, pero esto no se produjo, y trazando una larga línea debajo de aquellos gráficos continuó—. Si a estas mismas palabras se las une con otras palabras, se forman las oraciones, y si a esas oraciones se las une con… —Está bien, 509, está bien… —interrumpió el director pretendiendo poner fin de una vez a aquella disparatada entrevista— ya lo dejó claro, 509, ahora puede continuar con lo suyo. Hubo un largo silencio mientras el interno volvía a ponerse de pie, hasta que finalmente, mirando con ojos incisivos al

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director, le habló con tono desafiante. —¡Mi nombre es Michael Tilerman y sé leer y escribir, no estoy loco como ustedes piensan, he aprendido todo esto de mi abuelo y si me lo permiten puedo comprobarlo y demostrar que los que realmente están locos son todos ustedes y no yo! Los tres hombres permanecieron en silencio unos instantes, mirándose con evidente nerviosismo, hasta que finalmente aparecieron los enfermeros por detrás, tomaron al paciente por sorpresa de los brazos, de las piernas y del cuello, inmovilizándolo, para luego suministrarle el suero tranquilizante. En pocos segundos el paciente 509 se durmió, y tras sujetarle al cuerpo la camisa de fuerza lo llevaron en andas hacia su habitación. El supervisor y el director se quedaron allí, casi al final del patio, mirándose aliviados al sentirse fuera de peligro. El director volvió la vista al cantero, sacó nuevamente su intercomunicador portátil, y mientras repetía a través del aparato las órdenes que el supervisor le dictaba, comenzó a remover la arena con su pie derecho, alisándola, procurando no dejar rastro de todo aquello. Tres días después, Tilerman despertaba sobresaltado en su habitación. En el techo se encendió la pantalla con la imagen personificada del Programa de Tratamiento. —Buenas noches, 509 —dijo con su característica voz metálica, imitando una voz humana y femenina—. ¿Cómo se siente? El hombre sujeto a su cama por la camisa de fuerza intentó en vano incorporarse. Luego miró hacia ambos lados de la habitación, y al descubrir que se encontraba solo, cerró los ojos


y lanzó un largo soplido en señal de impotencia. La imagen del techo volvió a repetir la pregunta. —Bien… —respondió tras un largo silencio— me encuentro bien. Necesito levantarme, salir… la Sala de Terapia, eso es… por favor, quiero hablar con el Terapeuta… —Muy bien, 509 —respondió la imagen. La cama se movió suavemente emitiendo un pitido intermitente, y las sujeciones de la camisa de fuerza que lo apresaba comenzaron a aflojarse. Tilerman se sentó y lentamente fue quitándose de encima la pesada tela que lo envolvía; en ese momento la puerta circular se abrió iluminando toda la habitación. —Por favor, 509, siga el camino iluminado para llegar a la Sala de Terapia. Le informo que por violación del artículo 1420 tiene restringido momentáneamente el acceso al comedor y al patio. Se puso de pie y comenzó a caminar por el pasillo iluminado de rojo. Al llegar a la mitad vio una abertura ovalada señalada con luces verdes, y al franquearla, una puerta metálica se cerró tras él, dejándolo encerrado dentro de una sala amplia y con música funcional. Las paredes allí estaban recubiertas por una gruesa capa acolchonada, y en el centro, sobre una pequeña plataforma, se hallaba el diván automático. El techo se iluminó y una voz símil masculina le ordenó sentarse. Tilerman obedeció y el diván comenzó a reclinarse, dejándolo de cara a la pantalla. —Buenas noches, paciente 509, ¿cómo se siente? —dijo la voz del Programa de Terapia con tono serio. —Buenas noches —respondió el paciente—, bien, creo que bien. —¿Podría explicar qué fue lo que le sucedió?

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El hombre, recostado completamente, comenzó a mirar hacia ambos lados de la habitación. La computadora repitió la pregunta. —No lo sé —respondió finalmente—, no recuerdo nada. —Quizás el efecto del Gama 21 que le suministramos haya borrado parte de su memoria reciente, 509. Aguarde unos instantes mientras el sistema busca las imágenes tomadas por las cámaras de seguridad. —Pero… ¡¿acaso me estuvieron medicando!? —gritó el paciente alterado—. ¡Quedamos con el director en que no me medicarían mientras no generara problemas y…! —Así es, 509 —interrumpió la voz de la pantalla esta vez con mayor volumen—, se lo ha medicado por violar el artículo 1420: faltar el respeto, atacar o incomodar a la Autoridad, fíjese. El cielorraso comenzó a reproducir las imágenes tomadas en el patio aquella tarde junto al cantero de flores de plástico, en donde Tilerman se veía a sí mismo apuntando con su dedo índice al supervisor y hablándole con el tono y la mirada amenazantes, luego aparecieron los enfermeros por detrás y en ese momento la grabación se detuvo. —Bien —dijo la imagen del Terapeuta que volvía a aparecer—, ¿podría explicar ahora qué fue lo que le sucedió? El hombre cerró fuertemente los ojos y apretó los labios entre sí mientras la computadora volvía a formular la pregunta. —Miren —dijo tras un largo silencio—, yo sé que ustedes no me creen y los entiendo, pero yo sé leer, se los juro, y también puedo escribir, me lo enseñó mi abuelo cuando yo era apenas un niño… él era una de las pocas personas que aún conservaba esa facultad, puedo demostrarlo… —hizo una


breve pausa mientras contemplaba el rostro del techo que parecía escucharlo con atención—. Mi abuelo me habló de que antiguamente existían lugares llamados “Bibliotecas”, y allí se almacenaban miles… millones de escritos, tienen que creerme, es la verdad… Quizás pueda encontrarlas y demostrarles que no estoy loco —tomó aire, se pasó la lengua por los labios y continuó—. Él me explicó que aquellos lugares guardan una gran cantidad de secretos y conocimientos del pasado, cosas que, según él, gente muy poderosa hizo desaparecer para implantarnos otros mensajes a través de los medios de comunicación: otras ideas, otros conceptos, lo que Ellos quieren, lo que a Ellos les conviene, para que solo obedezcamos lo que nos dicen Ellos, sin discutir, sin contradecirlos, sin pensar, manipulando la opinión pública… de esta forma siembran en nuestra sociedad el consumismo y la ignorancia, y de estos males derivan todos los demás… Por supuesto que para el sistema que nos implantaron es mucho más útil que aprendamos números antes que palabras, pero todo esto es parte de nuestra historia, ¡nuestra maldita historia…! Mi abuelo, Federico Tilerman, fue un famoso escritor e investigador y supo a través de antiguos manuscritos que esta ciudad fue fundada por gente ignorante, infectada de codicia y egoísmo, todas esas pestes que nos fueron transmitiendo nuestros ancestros, de generación en generación… es por eso que ahora estamos destruyéndolo todo, matándonos entre nosotros… todo por el dinero, por el poder… lo único que parece importar… —Tilerman se frotó la cara con ambas manos, intentando calmarse para continuar— Esta ciudad está construida sobre lo que alguna vez fue un hermoso valle natural, con un paisaje muy colorido y habitado por millones de especies que se extinguieron hace siglos debido a nuestra ambición desme-

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dida… todo eso también está documentado en los libros… ¡Debemos hacer algo…! Por favor, estoy convencido de que existen esos depósitos de escrituras a los que mi abuelo llamaba “Bibliotecas” y “Librerías”, solo tendrían que dejarme investigar más acerca de todo aquello… ¡Les juro que es verdad…! Hubo un largo silencio mientras la computadora analizaba y procesaba la información recibida, hasta que finalmente volvió a hablar: —¿Investigar?, y ¿cómo piensa investigar sobre estos lugares de los que usted habla? —Mi abuelo me dejó un mapa en donde están marcados algunos de esos lugares llamados “Bibliotecas” y “Librerías” —se apresuró a responder Tilerman esperanzado—, solo sería cuestión de buscarlos, ya se lo planteé al director varias veces pero me toma por loco, al igual que todos… Miren, yo creo que no se pierde nada: si se comprueba que tengo razón habremos hecho un descubrimiento importantísimo para toda la humanidad; y si no, si en verdad no existe nada de lo que digo y resulta que todo esto me lo inventé, entonces me vuelven a internar aquí y pasaré el resto de mi vida entre estas paredes como un loco más… ¡Por favor, se los ruego, al menos tienen que darme una oportunidad! —¿Un mapa? —dijo la computadora tras analizar nuevamente la información—. ¿Y tiene usted ese mapa del que habla? —¡Lo tenía en mi apartamento pero seguramente se lo habrán llevado los Agentes de Seguridad del Estado que entraron aquella noche en mi casa…! Se llevaron todas mis cosas, mis escritos, los de mi abuelo, todo… seguramente tienen que estar en la Comisaría o en el Juzgado que sin interrogarme


siquiera decidió encerrarme aquí… tiene que haber alguna manera de recuperarlo… El paciente intentó incorporarse en el diván, pero un dolor fuerte en ambas sienes lo detuvo. Volvió a recostarse, y mirando fijamente a la pantalla continuó: —Escúchenme, por favor, si pudieran reproducir la cinta de seguridad de mi apartamento en la noche que la policía entró por la fuerza, seguramente se podrá ver el mapa del que hablo y entonces podrán comprobar que al menos el mapa existe y no me lo inventé. Reproduzcan la grabación ahora y verán que no miento… —Lo siento, 509, esas imágenes no se encuentran almacenadas en nuestra memoria. —¡Búsquenlas en internet! —ordenó el hombre bruscamente—. ¡Tienen que estar en el sitio web del Ministerio de Justicia y Orden… o en el de Seguridad y Obediencia…! —Eso llevaría tiempo, 509… —¡No importa, puedo esperar, llevo años haciéndolo! —interrumpió de un grito. —Está bien, 509, pero mientras el buscador hace su trabajo podría aprovechar su tiempo de terapia para hablar sobre algo más: cuéntenos acerca de esos mensajes, de esos “secretos y conocimientos del pasado”, como usted los llama y que tanto lo perturban. Tilerman resopló cerrando los ojos con fuerza, perdiendo poco a poco la esperanza y la paciencia. Luego recorrió la habitación con la vista, como buscando una salida. —¡Si quieren les doy la fecha del allanamiento para que sea más rápida la búsqueda, la recuerdo como si fuera ayer! —Lo lamento, 509 —dijo la voz de la computadora tras un breve intervalo—, todo ese material se encuentra clasificado

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por el Departamento de Seguridad del Estado, el acceso a ese video está restringido. Por favor, háblenos ahora un poco más acerca de esos mensajes del pasado que usted intenta reproducir en los canteros del patio ¿Cómo le llegan? ¿Acaso escucha voces que le hablan y no sabe explicar de dónde provienen? El hombre, harto de todo aquello, intentó levantarse nuevamente, pero el mismo latido en las sienes lo obligó a detenerse. Hizo un nuevo intento, esta vez pretendiendo sobreponerse a la dolencia, hasta que se desmayó sobre el diván. Unos segundos después, cuatro enfermeros entraban en la sala para sujetarlo por las extremidades y llevarlo de vuelta a su habitación. Pasaron varias semanas hasta que Tilerman volvió a salir al patio, semanas en que tuvo que soportar sesiones diarias de terapia y someterse a los tratamientos farmacológicos más modernos; hasta que finalmente obtuvo el permiso del director, bajo la promesa de comportarse correctamente y no volver a dibujar sobre la arena. Aquella ansiada tarde en que volvió a pisar nuevamente el patio, dio una vuelta larga por todo el recinto simulando entretenerse como lo hacían todos: mirando fijamente las distintas pantallas de TV y comentando a gritos lo que en ellas sucedía. Más tarde, cuando ya quedaba poco tiempo de recreación, se dirigió hacia el fondo y se sentó disimuladamente en el borde del cantero, ante el asedio permanente de las cámaras de seguridad. Se llevó una mano al mentón y cerró los ojos intentando pensar. Su mano derecha, apoyada sobre el borde, se deslizó sigilosamente, y su dedo índice comenzó a moverse


muy despacio sobre la arena seca. “Eso es”, se dijo, concentrado y sin bajar la cabeza, “ya lo recuerdo, esta es la letra ‘A’”. Luego, haciendo como que se rascaba el tobillo, bajó la vista un instante y observó lo que había escrito. “¡No, no puede ser! esa no es la ‘A’ sino la… la ‘B’, o la ‘E’, o…” Su cara comenzó a palidecer, sus manos temblaron. De un salto se puso de pie y se alejó del cantero rápidamente. “La medicación”, pensó de pronto, “me están medicando con drogas que atacan mi memoria… Las letras, no debo olvidarlas, el abuelo Federico decía…” Cerró los ojos nuevamente y se llevó ambas manos a la frente. “¡Es la ‘L’!”, pensó en voz alta, “sí, eso es, esa letra es la ‘L’, ahora lo recuerdo”. Bruscamente volvió hacia la esquina del cantero donde estaba la letra que había trazado con su dedo hacía apenas unos segundos. “¡No, no puede ser, esa letra es la ‘M’… o la ‘P’… o tal vez…! ¡¿Qué me pasa…?! ¡Esa maldita medicación, debo hacer algo, me olvidaré de leer y de escribir… y entonces…!” —¡Paciente 509, diríjase a sector de enfermería para tomar la medicación, paciente 509! —dijo de pronto la voz del Sistema a través de los altoparlantes. “Debo hacer algo”, pensó de repente, “no puedo olvidar lo que sé, es la única manera de comprobar que no estoy loco… ¡no estoy loco! ¡Me llamo Michael Tilerman y sé leer y escribir, no estoy loco, no… lo sé, lo sé todo…!” La voz del altoparlante volvió a repetir el llamado, y Tilerman, recuperándose a medias, comenzó a caminar hacia la puerta que comunicaba con el pasillo principal. Una vez que llegó, los cristales se separaron, el hombre ingresó al corredor y siguiendo el rastro luminoso se dirigió hacia el puesto de enfermería. “Debo hacer algo”, pensó mientras caminaba, “debo esca-

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par de aquí cuanto antes y buscar el mapa del abuelo Fede, eso es, el mapa… ¡no!, el mapa está en poder de Ellos, si me aparezco por el Departamento Seguridad del Estado me atraparan y me volverán a encerrar otra vez aquí, en este manicomio… debo escapar urgente, eso es, creo recordar el mapa, sí, había unas cuantas cruces marcadas con color rojo en varios puntos de la ciudad... creo recordar alguno de ellos… eran demasiados puntos… demasiadas cruces…” Tras el grueso cristal, una enfermera observó el número impreso en su mameluco gris. —Esta es su medicación, 509 —dijo la mujer con tono serio en el momento que le pasaba por debajo del vidrio un pequeño recipiente que contenía una píldora rosa y un vaso con agua. El hombre observó durante unos instantes aquella píldora ovalada, y tras vacilar unos instantes se la llevó a la boca; luego bebió un sorbo de agua y se alejó en silencio por donde había venido. —¡Aguarde un momento, 509! —gritó la enfermera por el parlante del cristal—. ¡Vuelva hacia aquí inmediatamente, 509! El hombre se detuvo súbitamente, temblando como una frágil hoja. Retrocedió hasta la ventanilla y miró a la mujer con sorpresa. —¡Abra la boca, 509! —le ordenó. El interno obedeció tiritando de miedo. —¡Levante la lengua, 509! —volvió a ordenar. Haciendo un esfuerzo sobrehumano para controlar sus nervios, el hombre levantó lentamente la lengua, la enfermera escrutó el interior de su boca con expresión implacable. —Está bien, 509, puede retirarse. Tilerman bajó la vista y se alejó, luego caminó por el pasillo


apresuradamente, intentando alejarse cuanto antes, dominando como pudo el temblor que invadía todo su cuerpo. Casi sin pensarlo se metió en la sala de los baños. Entró al cuarto de los inodoros y en uno de los sanitarios escupió la píldora que sin saber cómo había ocultado, observándola con atención mientras se deshacía en el remolino de agua turbia hasta desaparecer por completo. Fue hacia los lavatorios y mirándose en el espejo abrió la boca para asegurarse de que no quedasen restos. Vio con sorpresa unas cuantas partículas rosadas sobre su lengua, e inmediatamente presionó el botón de agua. Tras enjuagarse la boca varias veces volvió a mirar el interior de su boca reflejado en el espejo. Luego, recuperando un poco la calma, salió del baño y avanzó por el pasillo, procurando no despertar sospechas ante las cámaras. De vuelta en el patio caminó ansiosamente entre los grupos de internos perdiéndose entre la multitud. Sintió que la garganta se le secaba por completo. Un sabor ácido y desagradable invadió de pronto su boca, y se preguntó si tenía algo que ver con la píldora que acababa de escupir, pero trató de alejar aquellos pensamientos concentrándose nuevamente en su plan: “Debo escapar de este lugar cuanto antes, esta misma noche, cuando todos duerman”, pensaba, “quizás sea mi única oportunidad, no sé cuándo podré volver a esconder la píldora que me dan… estuve muy cerca de ser descubierto… Tengo que encontrar los manuscritos antes de que sea demasiado tarde… ¡Esa maldita píldora me hace pensar y ver cosas que no son… eso es lo que Ellos quieren, que piense como ellos, que actúe como ellos, como todos estos locos que están aquí…! pero no, ¡eso no lo lograran conmigo! Esta misma noche iré en busca de las ‘Libriotecas’, eso es, y una vez que las encuentre, entonces sí podré probar que no estoy

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loco”. En ese momento volvió a percibir aquel sabor agrio en la boca, esta vez más intenso. “¡No, no puede ser, no!, ¿es probable que una parte de la píldora se haya disuelto en mi boca?, ahora sí que me volveré un loco como todos estos que caminan y hablan solos, y entonces… pero no, ¡no…! seguro fue demasiado poca la cantidad como para que me haga efecto y… tranquilo, tranquilo, Tilerman, no pasa nada… esta noche, cuando todos duerman y los guardias estén distraídos mirando las noticias me escaparé, sí… no será difícil… tengo que huir de aquí hoy mismo, antes de que sea demasiado tarde… antes de que olvide todo lo que sé…” La cena transcurría con normalidad. Las alborotadas voces de los distintos conductores de TV que aparecían en las seis pantallas se mezclaban con el constante bullicio de los internos que en su mayoría conversaban consigo mismos. Sentado en el medio del gran salón, Tilerman miraba impaciente de un lado al otro, hasta que por fin las cuatro cámaras de seguridad apuntaron hacia un lugar cercano de la esquina en la que se encontraban situadas. Disimuladamente tomó el cuchillo y lo escondió en su ropa interior, bajo el mameluco, y sin volver a levantar la vista se dispuso a terminar su plato, tragando los pequeños trozos de bloque sólido que había cortado apresuradamente. La voz del Sistema de Actividades anunciaba la hora de dormir. Las pantallas se fueron opacando en cada pared hasta exhibir su color negro natural. Lentamente los internos se levantaron y avanzaron en fila por el pasillo central, iluminado apenas por una tenue luz ámbar. Minutos después todos se encontraban en sus respectivas habitaciones. Tilerman se recostó en la cama y la puerta se cerró tras él.


Procurando no quedarse dormido comenzó a repasar su plan, mientras acariciaba con sus dedos la punta del filoso cuchillo. Pasaron varias horas hasta que todo quedó en silencio. El hombre se dirigió a la entrada de su habitación, y tras explicar por el micrófono que necesitaba ir al baño, la compuerta volvía a abrirse. Caminó apresuradamente por el pasillo, pasó junto a la puerta del baño, y simulando un profundo bostezo dobló en el siguiente desvío camino a la recepción. Oculto tras una columna metálica advirtió que los dos guardias, según su rutina, se encontraban observando atentos las imágenes proyectadas en la pared principal. En ese momento estaban emitiendo las primeras imágenes de la Gran Guerra que finalmente acababa de comenzar al otro lado del océano. Un rato después oyó que hablaban de él, “el 509”, que aparentemente aún no salía del baño, y tras intercambiar un par de palabras y mirar los monitores de seguridad, uno de ellos decidió ir a ver. Tilerman comenzó a temblar cuando el hombre de vigilancia pasó junto a la columna donde se hallaba escondido. Sintió cómo la puerta del baño se abría, y en ese instante, sin dudarlo, se abalanzó sobre el otro guardia, que seguía hipnotizado las imágenes de los primeros bombardeos mientras bebía sorbos de café enlatado. Lo tomó por sorpresa del cuello y le clavó el cuchillo en la espalda, a la altura los riñones; el hombre intentó lanzar un grito de dolor que Tilerman ahogó tapándole la boca con su mano, luego lo arrastró hacia la puerta ovalada y lo dejó caer. Se agachó junto a él, y sin prestar atención a la sangre que fluía por todo el piso, extrajo de su cinturón la tarjeta magnética que se encontraba sujeta por un cable extensible a su cintura, tiró con todas sus fuerzas hasta que logró apoyarla en el lector, y una

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luz verde se encendió de pronto; en ese momento sintió las pisadas del otro guardia que volvía. Empujó con todas sus fuerzas la pesada puerta blindada hasta dejar un pequeño espacio que alcanzase para franquearla, y corrió a toda prisa por el espacio que separaba el edificio de la calle, iluminado por los potentes reflectores que le apuntaban desde las cuatro esquinas. Al llegar al alambrado perimetral dio un gran salto y comenzó a treparlo, sin detenerse a mirar hacia el lugar de donde provenía la voz del Sistema de Seguridad que daba la señal de alarma y profería amenazas. Esquivando los cables electrificados que había en la parte superior, dio otro salto y rodó por la vereda externa. Una vez afuera, se puso de pie como si nada y se alejó corriendo a toda velocidad por las calles oscuras en zigzag, para no ser alcanzado por los dardos tranquilizantes que le disparaban desde la torre de control, experimentando en todo su cuerpo y después de tanto tiempo ese agradable placer que produce la sensación de libertad; escapando en cualquier dirección con toda la rapidez que le permitían sus piernas, chocando contra los postes y los edificios, tropezando, cayendo al suelo y levantándose para seguir corriendo, alejándose cuanto antes de aquel Neuropsiquiátrico, como lo llamaban, en donde había permanecido cautivo durante tanto tiempo; ese siniestro lugar de torturas psicológicas similar a los calabozos de penitencia en donde los Misioneros Espirituales se encargaban de regenerar a los herejes. Se alejó desesperadamente sin pensar en nada por la ciudad desierta, el aire allí afuera era denso y le costaba respirar. Finalmente se detuvo en una esquina, tras la columna de una pantalla de publicidad. Estaba exhausto y desorientado. La ciudad sombría que ahora tenía delante de los ojos apenas se asemejaba al recuerdo borroso que había atesorado en su


memoria. Sintió cómo sus piernas se le aflojaban lentamente. Miró hacia ambos lados y notó que nadie lo seguía, y entonces comenzó a caminar, ahora con más calma, perdiéndose en el silencio de la noche. Llegó a una avenida ensombrecida por una cadena interminable de edificios idénticos, aparentemente abandonados; decenas de máquinas excavadoras de la Compañía Multinacional se encontraban perforando cerca de sus cimientos. “Eso es”, pensó de pronto, “las ‘Biblierías’ deben estar bajo tierra… Ellos lo saben, habrán escuchado la grabación de la sesión en la Sala de Terapia y quieren hallarlo antes que yo para destruirlo todo, por eso dirigen estas tuneladoras… ¡No es metal radiactivo lo que buscan si no libros… quieren borrar la prueba, la única evidencia que demuestra que no estoy loco, que en verdad existe todo eso de lo que el abuelo Federico me habló… debo encontrarlas antes que ellos…!” Tilerman comenzó caminar por el laberinto de calles desoladas y oscuras, intentando controlar su mente y recordar el mapa y los puntos que aparecían señalados en él. Se sentó sobre una pequeña pila de chatarra, cerró los ojos, y haciendo un gran esfuerzo mental logró traer a su memoria el viejo mapa y situarse en él. La sutil luz de la luna asomaba ahora entre los rascacielos descoloridos. Una densa niebla gris comenzó a extenderse a su alrededor como en una de esas pesadillas donde uno se encuentra cada vez más solo. Tras unos minutos, se paró, e instintivamente comenzó a caminar por un estrecho pasadizo que se le apreció de golpe, entre la basura que se amontonaba al pie de los edificios. Era tal la desolación del lugar que el sonido de sus pisadas hacía eco en los edificios deshabitados. El callejón desembocaba en

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una pequeña y rústica estructura antigua de color blanco con el techo rojo acanalado, y se convenció de que tenía que ser allí. Ingresó por una abertura rectangular y pronto se encontró en un inmenso salón completamente oscuro. En el aire flotaba un polvoriento hedor a viejo. Tanteando las paredes con ambas manos comenzó a recorrerlo. Notó con sorpresa que todas las paredes estaban conformadas por estanterías de un material que, según supuso por la época en la que se habían hecho, podría ser de árboles; pero todos estaban completamente vacíos. Siguió tanteando en la oscuridad, cuidadosamente, recorriendo los estantes con ambas manos, agachándose para llegar hasta los de más abajo y poniéndose en puntas de pie y trepando para intentar alcanzar los más altos; hasta que dio la vuelta completa y quedó nuevamente junto a la abertura rectangular por la que había entrado. Una débil luz se filtraba ahora hacia el centro del recinto. Su mano distinguió un objeto cúbico que sobresalía junto a la puerta, en cuyo centro emergía un pequeño objeto redondo que, según dedujo, podría ser un antiguo botón. Lo presionó y un sonido tenue se esparció por el lugar dejándolo paralizado. De pronto unos cilindros alargados y blancos parpadearon en el techo, y tras titilar durante unos instantes, el lugar quedó completamente iluminado. Tilerman pudo ver lo que había supuesto: una habitación inmensa cubierta de estanterías marrones que iban desde el suelo hasta el techo, pero todas, absolutamente todas, vacías por completo. —¡Nooo! —gritó mientras recorría con la vista los rectangulares espacios que lo rodeaban— ¡No puede ser, llegué demasiado tarde…! Se tomó la cabeza con ambas manos y lanzó un nuevo grito que el vacío de la habitación devolvió amplificado. De pronto


se le vino a la memoria la imagen de las máquinas excavadoras y se convenció de que las escrituras tendrían que estar enterradas; seguramente alguien las habría ocultado bajo tierra para mantenerlas a salvo. Se desplomó sobre sus rodillas y comenzó a investigar el áspero piso cuadriculado, tanteando cuidadosamente con sus manos, pero se encontró con un suelo de piedra impenetrable. De golpe advirtió un trozo de tela cerdosa que se encontraba en una de las esquinas y gateó hasta allí a toda velocidad, como un niño desesperado que descubre su juguete preferido en un rincón de la casa. De un tirón quitó aquel paño oscuro y pudo ver una pequeña abertura cuadrada. Haciendo un increíble esfuerzo con sus manos, escurriendo sus uñas y sus dedos por los bordes para hacer palanca, logro levantarla, y gracias a las luces blancas que pendían del techo de la habitación pudo ver una angosta escalera tubular que descendía hasta perderse de vista. Sin dudarlo se descolgó por el hueco hasta que sus pies se afirmaron en el primer peldaño y comenzó a bajar lentamente. La luz de los tubos pronto se esfumó y una tenebrosa oscuridad húmeda lo envolvió todo. Descendió por la interminable escalera caracol durante varios minutos, que por su cálculo dedujo que se trataba de cientos de metros, hasta que finalmente los escalones se acabaron. Tanteó los alrededores y advirtió que se encontraba en un pequeño sótano que olía a moho. Siguió examinando hasta que descubrió un boquete hecho en uno de los rincones, y se dio cuenta de que el recorrido parecía continuar a través de un angosto túnel por el que apenas entraba agachado. Lentamente comenzó a gatear por el estrecho conducto subterráneo que parecía seguir descendiendo. El aire se volvía cada vez más cálido y denso a medida que avanzaba. “Estoy seguro de que todo esto es la obra de alguien que, como mi abuelo, intentó

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preservar todos esos escritos… para que alguien como yo los encuentre y los saque a la luz después de tantos años… una vez que todos los vean, ese director se va a dar cuenta de que el loco es él y no yo, y entonces voy a ser yo el que me ría de él y lo llame por un número cualquiera…” Al meditar aquello lanzó una carcajada que hizo eco en todo el pasadizo, retumbando en sus oídos como en los de un murciélago que busca guiarse en una oscura caverna; hasta que un repentino mareo lo obligó a concentrarse nuevamente en cada uno de sus movimientos para no desmayarse. El túnel se hacía cada vez más angosto, llegó un momento en el que tuvo que arrastrarse para poder seguir avanzando, coordinando sus brazos, sus piernas y su respiración. Estaba agotado. Dentro de aquel conducto era como si las conexiones con el mundo de arriba se hubiesen cortado para siempre. Se sintió más solo que de costumbre. Hizo varias pausas para recuperar el aire. Estaba a punto de desistir cuando de pronto vio un haz de luz a lo lejos, e instintivamente fue hacia ella de la misma forma que lo haría un insecto. El camino finalizaba bruscamente en el lugar del que provenía la luz. En un costado halló una pequeña rendija y al asomarse a ella distinguió a la distancia una antigua puerta metálica que se encontraba entreabierta. La luz blanca que se filtraba por el espacio abierto de la puerta dejaba a la vista un largo pasillo que conducía hacia ella, y que era lo suficientemente alto como para recorrerlo a pie. Juntó todas sus fuerzas y retorciéndose como una lombriz logró pasar lentamente por la rendija. Apenas pudo, se paró de golpe y sintió un hormigueo en la cabeza y en todo el cuerpo; y respirando agitadamente comenzó a caminar, apoyándose en ambas paredes para no caer, guiado por la franja de luz que desprendía la puerta.


“¡Allí está! ¡Sí, esa es la puerta del almacén de escrituras, mi abuelo Fede tenía razón…! Debo llegar rápido, debo cruzar esa puerta y leer todo lo que encuentre para saber qué debo hacer y…” “¡Paciente 509… paciente 509…!” “¡No!”, gritó de golpe, y apurando el ritmo continuó pensando, por momentos en voz alta: “¡No…! Tengo que llegar a la puerta, tengo que llegar…” “¡Paciente 509, la medicación, paciente 509…!” “¡No!”, repitió, “¡Fuera! ¡No me detendrán…! ¡Lo sé todo… lo sé y ustedes ahora también lo sabrán…!” Un insoportable latido en las sienes lo paralizó por un momento, y luego sintió como si unas manos intentaran agarrarlo por los brazos y piernas, pero de un movimiento brusco logró zafarse y avanzó a toda velocidad hacia la mortecina luz que se desvanecía lentamente en la penumbra a medida que se acercaba a ella... “¡Paciente 509, responda, 509…!” “¡Suéltenme, déjenme!” Comenzó a correr, y cuando estuvo a pocos pasos de alcanzar la puerta, se tropezó y cayó violentamente, sintiendo cómo ahora aquellas manos lo sujetaban de los brazos, de las piernas, del cuello, inmovilizándolo. Su cuerpo paralizado comenzó a retorcerse y a sacudirse. Las gotas de sudor helado que le empapaban la frente relucieron bajo la luz espectral que despedía la puerta. El zumbido en ambas sienes se volvió insoportable. “¡No… no…!”, gritó moviendo su cabeza de un lado al otro. “¡No me detendrán…!” Juntó todas sus fuerzas, y en un último y desesperado intento quiso estirar la mano para empujar aquella extraña abertura rectangular y abrirla por completo, para que todos pudieran ver ese lugar en donde habían permanecido ocultos aquellos misterios durante siglos: la prueba irrefutable que demostraba que no estaba loco como todos creían; pero la camisa de fuerza que lo sujetaba a su cama se lo impidió.

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a nave permanecía inmóvil. Las turbinas de pronto se apagaron y la voz del navegador anunció el comienzo del modo de ahorro de energía. Jonathan Green se incorporó bruscamente en la butaca y comenzó a mirar hacia ambos lados de la autopista aérea, mientras la pantalla de la cabina continuaba lanzando luces, ahora más débiles, sobre su cabeza inquieta. La larga hilera de aeronaves que se veía adelante parecía infinita y suspendida en el tiempo. Mucho peor, pensó, que la fila que habían tenido que soportar durante toda la mañana para cargar hidrógeno. Desesperado encendió la computadora de viaje, y la imagen satelital mostró el importante congestionamiento de vehículos en todo el trayecto hacia el aeropuerto. Cerró los ojos y se recostó nuevamente en la butaca, tratando de canalizar de alguna forma su fastidio. Giró la vista hacia la parte de atrás, donde estaban sus dos hijas, para compartir con ellas la insoportable espera; pero estas, con sus rostros cubiertos por las máscaras de simulación, parecían abstraídas de todo. Vencido por la ansiedad volvió a incorporarse, y a través de las ventanillas circulares comenzó a mirar uno a uno los vehículos que lo rodeaban: primero los de adelante y los de atrás; y luego los que estaban más allá, a la derecha y a la izquierda, en


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los otros carriles; todos completamente estáticos bajo la fina llovizna que hacía aún más tedioso aquel momento. A unos cuantos vehículos de distancia y sobre la vía derecha, le pareció distinguir la aeronave del ingeniero Smith, con su inconfundible color mostaza y atravesada a lo largo por dos líneas negras; y la imagen de su ex jefe se le vino a la memoria. Recordó aquel último día de trabajo en las oficinas del Edificio Vehicular, junto a él y a los miles de empleados de la Compañía Multinacional; aquel fatídico día en que las autoridades habían anunciado el cierre definitivo, pues se habían dado por vencidas ante la falta de resultados en los sensores de radiactividad que ambas monitoreaban; y no quedó más remedio que despedirse en silencio, conformándose con la indemnización que les habían ofrecido y que en aquel momento parecía una fortuna. Vio con sorpresa que la parte superior de la aeronave de Smith, al igual que la suya y la de las miles que los rodeaban, estaba abarrotada de equipaje como para emprender un viaje de mucho tiempo; y mientras contemplaba las rectangulares maletas que sobresalían de la cabina se preguntó si Smith, al igual que sus dos hijas y aparentemente todos los que allí se encontraban, estaría yendo hacia el aeropuerto con el objetivo de abandonar la ciudad y buscar oportunidades en otra parte. Nunca se imaginó que la falta de aquel material, al que sus descubridores habían calificado de inagotable, fuese tan trascendente para el destino de toda una población; pero sin embargo allí estaban ahora: vaciando lentamente la ciudad en la que parecía no faltar nada; hasta que comenzó a faltar el preciado metal. A pesar de que las noticias hablaban de miles, por aquellos tiempos parecía contarse en millones a los que decidían exi-


liarse para probar suerte en otros lados. Hubo incluso días en los que el cielo de la ciudad se nublaba de aeronaves y trasbordadores casi por completo, cada una emitiendo su particular sonido mientras se alejaba; algo similar a una confusión de aves migratorias hambrientas que, desconcertadas ante la falta de alimento, resuelven tomar cada una rumbos diferentes para sobrevivir. Le hubiese gustado adelantarse y ponerse a la par de la nave de Smith, intercambiar con él una mirada amistosa o un saludo, pero la caravana permanecía quieta, inmóvil frente a sus ojos. Luego miró hacia abajo, donde tras una espesa neblina estaba la ciudad conformada por millones de rascacielos de tonalidades grises que hacían juego con el color del cielo. Observando con mayor detenimiento pudo distinguir las vías muertas del antiguo y lento tren carguero, y más allá estaba la estación móvil, abandonada junto al Cráter Central. Comenzó a pensar si alguna vez tuviera que tomar la decisión de abandonar la ciudad como lo hacían casi todos, ¿a dónde iría?, ¿qué haría? Inmediatamente se tapó los ojos con ambas manos y sacudió la cabeza de un lado al otro, alejando una vez más aquellos pensamientos nefastos que a diario lo perseguían; convenciéndose nuevamente de que aquello era algo imposible, ya que su mujer, la reconocida maquilladora, jamás podría dejar su puesto en el canal de TV; además, concluyó, con el sueldo que ella recibía cada semana, más el saldo que aún le quedaba en la cuenta por el despido, podrían vivir, aunque no como lo hacían antes, sin demasiados contratiempos, hasta que él consiguiese otro empleo. Por otra parte, y esto quizás fue lo que más lo tranquilizó, ahora que sus hijas se irían a vivir lejos ya no tendrían que afrontar las deudas que

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ellas generaban por medio de sus tarjetas de crédito. Los vehículos de más adelante comenzaron a moverse, las turbinas de la nave volvieron a girar y lentamente todos avanzaron algunos metros zumbando como moscas gigantescas. El viento incesante barría las gotas de un lado a otro. Jonathan fijó su mirada en las luces traseras de la aeronave de Smith, intentando no perderlo de vista, pero pronto se mezclaron con las luces del enjambre y fue imposible seguirle el rastro. A un costado de la autopista magnética aparecía ahora la sombra gigantesca del Edificio Vehicular; y más allá, bajo una densa bruma blanca, entre miles de edificios modernos de acero y cristal, podía distinguirse la figura tenebrosa y rectangular del Peralta Shopping Center: aquella construcción de apenas diez plantas desmantelada recientemente que, junto con las píldoras y los créditos cada vez más accesibles, lograron persuadir a sus dos hijas de no dejar la ciudad mucho antes. Nada quedaba de aquellos carteles luminosos que en otros tiempos anunciaban las últimas novedades de la moda invitando a los transeúntes a entrar. Volvió la vista hacia las butacas de atrás una vez más, y estuvo a punto de llamarlas para que vieran el contraste de aquel lugar en donde ambas fueron felices; pero pronto desistió de la idea al darse cuenta de que aquello solo les traería aún más tristeza. La computadora de viaje anunciaba que todavía quedaban demasiadas millas para llegar al aeropuerto cuando Jonathan abrió una lata de té tranquilizante. Apagó la pantalla del navegador, reclinó la butaca y volvió a conectarse los auriculares para distraerse con las imágenes, mientras daba pequeños sorbos a la amarga bebida y evitaba seguir pensando. El cielo estaba completamente oscuro cuando por fin llega-


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El tránsito en la autopista de regreso aparecía bastante más fluido en las pantallas del navegador. El hombre contempló la extensa fila de aeronaves que permanecía detenida en la mano contraria, y comenzó a pensar lo difícil y triste que sería para todos ellos que, al igual que sus dos hijas, tendrían que dejar todo lo que de alguna forma u otra habían logrado en esta ciudad para buscar una vida mejor; o al menos un empleo que lograse solventar la vida de lujos y confort a la que se habían acostumbrado y que ahora parecía desvanecerse, poco a poco, de la misma forma y a la par que el metal que había respaldado todo aquello.

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ron. Nunca creyeron que un viaje al aeropuerto podía durar todo un día. Las butacas comenzaron a vibrar y la aeronave se iluminó por completo. La voz del navegador anunciaba que en breve se estacionaría en el playón cubierto. Se incorporó y miró hacia atrás; sus dos hijas, ahora con los rostros descubiertos, retocaban apresuradamente su maquillaje frente a las pantallas de reflejo. La nave hizo un pequeño giro y finalmente se detuvo. Las compuertas se levantaron, los tres descendieron para recoger las maletas que el electroimán automático depositaba junto a ellos, y en silencio se abrieron paso entre la gente para alcanzar la cinta transportadora que los llevaría hasta la sala de embarque. Minutos después, Jonathan Green despedía a sus dos hijas con una sonrisa forzada y algún que otro consejo aburrido, típico de padre anticuado, repitiendo una y otra vez que no olvidaran conectarse cuanto antes a sus videocomunicadores portátiles para seguir en contacto.


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Una vez más comenzó a imaginar su vida, junto a su mujer quizás, lejos de esta ciudad, trabajando como programador de una escuela virtual o ejerciendo el mantenimiento de las maquinarias de alguna moderna fabrica en algún lugar remoto, donde seguramente hablaran otro idioma y tuvieran costumbres muy distintas. Dio un vistazo general a toda la ciudad que aparecía debajo y observó con asombro las avenidas, ahora vacías, y los edificios y los comercios cada vez más deshabitados. Se preguntó si toda esta tendencia migratoria llegaría alguna vez a su fin; o si el destino de todos, incluido el suyo, sería armar las maletas y partir cuando ya no tuviesen para sostener el cómodo estilo de vida al que les era imposible renunciar. Al sobrevolar nuevamente el Edificio Vehicular intentó ver a través de sus cristales espejados, buscando tal vez su oficina, las salas de radares o el bufete; cualquier lugar que le trajera a la memoria un recuerdo agradable de aquellos días en los que todos eran tan distintos, tan felices y unidos; pero la aeronave avanzó muy deprisa por la vía invisible que ahora se encontraba más despejada; dejando atrás aquella parte de un pasado al que, al parecer, ni siquiera en recuerdos se estaba permitido regresar. Abrió el refrigerador de viaje y sacó una lata de té tranquilizante, la observó unos segundos y sin abrirla la devolvió nuevamente a su lugar. Durante el resto del viaje intentó tranquilizarse sin la ayuda de los químicos, de cuyos efectos parecía haberse vuelto inmune; mirando, pero sin ver, la gran ciudad que aún permanecía allí abajo; alegrándose de la suerte de tener una mujer con un empleo seguro que de alguna forma les garantizara a ambos una vida relajada; al menos hasta que él consiguiera trabajo, pero… ¿trabajo de qué?, hacía más


de un año que estaba buscando empleo de lo que fuera y no conseguía nada… ¿y cuando ya no quedara más de la indemnización…? Volvió a pensar en el trabajo seguro de su mujer y se tranquilizó. “Trabajo seguro” se dijo de pronto, ¿y si en verdad ese trabajo no fuese del todo seguro? ¿Acaso trabajar para la Compañía Multinacional Minera no era “Trabajo Seguro” hacía apenas un par de años? Meditó aquello un buen tiempo, y la idea de que los canales de TV eran incluso más necesarios para todos que el metal radiactivo lo tranquilizó de golpe. “Mientras tengamos para pagar nuestras tarjetas y la hipoteca”, pensó, “jamás podría abandonar esta ciudad en la que nací y me críe”. La aeronave descendió lentamente por la salida que conducía a su edificio bajo la incesante llovizna. Se sorprendió al ver la interminable fila de aeronaves que conformaban aquel éxodo, estancadas a lo largo de la autopista que se perdía de vista de principio a fin, y un gesto de desaprobación se dibujó en su rostro una vez más. El vehículo ingresó al parking del edificio y se detuvo en el lugar de siempre. Jonathan se dirigió hacia los ascensores y allí espero durante varios minutos a que llegara el único elevador que funcionaba. La voz del Sistema de Mantenimiento se disculpaba una vez más por las molestias ocasionadas, explicando que los otros nueve aparatos estaban fuera de servicio por ahorro de energía y falta de presupuesto. Mientras bajaba comenzó a pensar en sus dos hijas, ¿cómo les iría?, ¿cuándo las volvería a ver? “Ellas son jóvenes y no tienen la culpa de nada”, pensó, “tienen derecho a hacer sus vidas como les dé la gana y donde les dé la gana. Pobres… ellas no tienen la culpa de nada… la culpa en todo caso es nuestra, de nuestra generación que les dejó un mundo en es-

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tas condiciones…” El ascensor se detuvo finalmente en la octogésima tercera planta. El hombre caminó a lo largo del pasillo sin dejar de pensar. Al llegar a la entrada de su apartamento puso la palma de la mano en el sensor y atravesó la puerta hexagonal. Automáticamente se encendieron las luces en el recibidor. Fue hasta el comedor y dio la orden para que los cristales se opacaran y así evitar seguir mirando hacia afuera. Luego se dirigió hacia el dormitorio y la pantalla del organizador se encendió, reproduciendo el mensaje que su mujer le había enviado desde el canal de TV, explicando apresuradamente a través de su videocomunicador portátil que aún estaba con mucho trabajo por una serie de noticias sobre la Gran Guerra que emitirían a última hora, luego dijo algo referido a los enlatados que había comprado aquella tarde para la cena y dio una serie de indicaciones que Jonathan ignoró. Se quitó el calzado y se recostó en la cama, intentando distraerse con las imágenes tridimensionales. Una publicidad, en la que aparecía una joven modelo muy hermosa, explicaba las distintas funciones de un nuevo dispositivo que se introducía en la médula espinal para lograr un cuerpo perfecto como el de ella. Pero su cabeza parecía estar en otra parte, demasiado lejos quizás. Miró de reojo la lata de aquel brebaje sedante durante un par de segundos y de un salto se puso de pie. Caminó apresuradamente por el pasillo principal del apartamento mientras las luces se encendían a su paso, hasta llegar a la puerta circular que aparecía de frente y al final del largo corredor. Entró al closet y pronto las luces dejaron todo a la vista. Subió a un taburete y sacó la maleta negra que sobresalía apenas del último estante. Cuidadosamente la apoyó en el suelo, y tras quitarle el transparente envoltorio y abrir la tapa, contempló


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meticulosamente su interior, en silencio, recorriendo con la vista toda su superficie. Salió apresuradamente del closet y la puerta se cerró tras él, dejando el taburete contra el placar y el último estante vacío. Se refregó los ojos con la mano libre, e intentando no perder el equilibrio caminó tambaleándose por el largo pasillo, chocando contras las paredes como un ave que por puro instinto pretende levantar vuelo en un reducto completamente cerrado y oscuro, haciendo innumerables esfuerzos inútiles para recuperar su libertad.


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espacios vacios

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fuera no había amanecido cuando la alarma comenzó a sonar. Sin abrir los ojos, dio la orden para que el volumen de los parlantes subiera aún más, y el potente sonido electrónico retumbó en los cristales oscuros del apartamento. Lentamente abrió los párpados hasta encontrarse con los intermitentes destellos luminosos que lo apuntaban desde los ángulos superiores, al ritmo de las imágenes de compañía que proyectaba la pantalla central sobre su cuerpo inmóvil; y que ahora volvían a mezclarse con la voz de advertencia. Finalmente, cansado de aquella insistente voz, se levantó y fue hasta el panel de control, guiado por la titilante luz roja. La música y las luces comenzaron a desvanecerse, y la voz de la computadora se oyó claramente: “…low battery, low battery, low battery, low battery…”. Desesperadamente corrió hasta el extremo de la vivienda, entró al depósito donde guardaba las baterías y advirtió con fastidio que estaba vacío. Volvió al dormitorio y recogió del piso los diminutos auriculares transparentes que se introdujo sin dudar; luego se afirmó el control en su muñeca derecha y una música muy similar comenzó a penetrar en sus oídos. En ese momento las luces parpadearon durante unos instantes hasta que finalmente se apagaron, sumiendo todo en una densa oscuridad. Sus ojos tardaron varios minutos hasta acos-


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tumbrarse. Muy nervioso caminó a tientas hasta llegar al placar empotrado y comenzó a vaciar los cajones sobre el piso. Luego se arrodilló y escarbó entre el montículo hasta que apareció la pequeña linterna; y al encenderla pudo ver el brillo de la pequeña pila plateada entre los objetos desparramados. Sin perder tiempo la levantó y corrió hacia el closet, la guardó en el bolsillo del pantalón que luego se puso, junto con una gruesa chaqueta, unas botas de goma y la máscara de gases; y salió del apartamento sin vacilar. Al pasar junto al depósito de alimentos manoteó una lata de café energizante que se bebió mientras bajaba por las escaleras. La claridad del día comenzaba a iluminar todo de gris cuando finalmente salió al exterior. Una tormenta cálida lo recibió tras años de encierro, y después de tanto tiempo volvió a ver las calles, que más bien parecían lagunas cubiertas de verdín. Apagó la linterna, metió ambas manos en el interior de la chaqueta impermeable y comenzó a caminar bajo el torrente de agua tibia que se deslizaba por todo su cuerpo; intentaba recordar las imágenes satelitales que alguna vez había visto de niño, por aquellos tiempos felices en los que todavía existía la electricidad y los canales de televisión, sonriendo para sus adentros, como quien revive un hermoso recuerdo con todos sus detalles. Avanzó por la ciudad solitaria con la sensación de ser el único ser vivo en todo el universo. Como pudo, esquivó los charcos y los riachuelos de agua sucia que se formaban en las profundas grietas de las veredas, sorprendido a cada paso por lo cambiado que estaba todo, calculando el tiempo que llevaba recluido en su apartamento, aquel refugio al que había equipado con todo lo necesario con la idea de no volver a salir.


Finalmente logró llegar a la antigua tienda de electrónica que había en el barrio. Se paró frente a ella y observó que, tanto su puerta automática como las grandes vitrinas de fibra transparente habían desaparecido. Todo estaba oscuro y silencioso. Entró cautelosamente y cuando ya no sintió el calor de la lluvia sobre su cabeza sacó las manos de la chaqueta y encendió la linterna. El haz de luz dibujó un círculo blanco en las paredes y el piso. Recorrió detenidamente todo el local, iluminando cada rincón, pero solo encontró basura de años y charcos formados por las innumerables goteras que se filtraban por el cielorraso. Una espesa capa de polvo lo cubría todo. No se veía una sola computadora, ni una batería, ¡ni siquiera una maldita pila! Nada. Todo indicaba que alguien había entrado allí con la misma intención. De pronto se le vino la idea de que quizás habría otra gente en su misma situación, buscando una fuente de energía capaz de proporcionar la compañía necesaria para vivir sin enloquecer; haciendo funcionar las pantallas y las computadoras para combatir ese mal que amenazaba constantemente desde que se había interrumpido el suministro eléctrico. Un escalofrío le corrió a lo largo de la columna vertebral e instintivamente se miró la muñeca: el nivel de energía se encontraba casi agotado, y otro escalofrío similar le sacudió la cabeza y los hombros. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y un alivio momentáneo le devolvió la calma apenas sintió la pequeña pila de repuesto entre sus dedos. Dio media vuelta, salió del local y corrió a toda prisa para llegar cuanto antes a la otra tienda de electrónica que recordaba. Dobló en la esquina y luego siguió en línea recta sin detenerse, hasta que llegó a la gran avenida que ahora se encontraba completamente inundada, prácticamente transformada

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en un ancho y caudaloso río, debido quizás a las excavaciones que se habían hecho en toda la ciudad mucho tiempo atrás. Permaneció de pie un buen rato, sin atreverse a cruzar, hasta que decidió caminar por la orilla y observar detenidamente la vereda de enfrente, donde debía de estar el lugar que buscaba, pero la cortina de agua que caía del cielo hacía imposible ver con claridad. Siguió caminando hasta que de pronto se topó con un grueso poste metálico que se encontraba caído a lo ancho de la avenida, seguramente colocado por alguien a modo de puente. Sin dudarlo se sentó en él dejando caer una pierna a cada lado, rosando apenas la correntada con la punta de sus botas, y dando pequeños saltitos hacia adelante avanzó lentamente, sujetándose con ambas manos para no perder el equilibrio. Una vez que pisó la orilla opuesta, corrió con todas sus fuerzas hasta que finalmente encontró el local que buscaba. Vio con sorpresa que, al igual que la otra, aquella tienda tampoco contaba con los cristales en las aberturas redondas como los recordaba. Desde la vereda contempló su interior, con la boca bien abierta, intentando recuperar el aliento a través de los filtros de la máscara de gases, hasta que decidió entrar. Estuvo a punto de sacar nuevamente la linterna de la chaqueta para requisar el lugar, pero en ese momento la luz de un relámpago silencioso dejó todo a la vista durante unos cuantos segundos. Se desplomó sobre un montículo de artefactos obsoletos amontonados por el agua en un rincón, vencido ante la impotencia. Otro destello natural iluminó nuevamente su rostro y el recinto vacío en el que se encontraba; y con los ojos cerrados lanzó para sus adentros una maldición. De pronto sintió un crujido en el estómago y por un momento pensó en el depósito del hipermercado que alguna


vez había funcionado debajo de su edificio, de donde años atrás había extraído una gran cantidad de latas de conserva suficientes como para alimentarse durante el resto de su vida. ¿Estarían todavía allí? ¿Habría entrado alguien a saquearlo como lo habían hecho con estas tiendas? ¿Cuánta gente viviría todavía en ese lugar? Su corazón comenzó a agitarse con aquellos pensamientos; nunca antes se había puesto a meditar en ello, pues hasta aquel día no había hecho falta. Tras unos minutos de indecisión, se paró y observó su muñeca: una fastidiosa e intermitente luz roja anunciaba que la pila se encontraba casi agotada. Desesperado comenzó a correr hacia el poste que hacía de puente, y lo cruzó nuevamente, esta vez más rápido; luego comenzó a caminar por las calles dando pasos largos, esquivando los infinitos charcos que se aparecían por todos lados. Pasó por la entrada de su edificio y se metió en el hipermercado de al lado, encendió la linterna y abriéndose paso entre las góndolas oxidadas se dirigió hacia el fondo. Bajó apresuradamente por la escalera angosta hasta que llegó al sótano, dio un empujón a la pesada puerta metálica y apuntó con la linterna a su interior, iluminando las interminables estanterías que, para su tranquilidad, aún se encontraban repletas, tal cual las había dejado años atrás. Dio un suspiro y luego tomó una lata de carne condimentada, la abrió, deslizó el bloque sobre la palma de su mano y de un par de bocados lo devoró; luego se bebió de un solo sorbo el contenido de una lata de jugo de hortalizas. En ese momento, la música comenzó a desvanecerse dentro de sus oídos. Automáticamente metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó la pequeña pila que reemplazó por la que estaba en su pulsera en cuestión de segundos, procurando no demorarse demasiado, como si quisiera mantenerse en pie so-

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bre un mundo que se derrumbaba poco a poco. Los potentes sonidos electrónicos pronto volvieron a penetrar en sus oídos y lo tranquilizaron. Con el puño de la chaqueta limpió el visor empañado de su máscara protectora y volvió a salir a la calle, mirando cada tanto el indicador de energía en su muñeca. Comenzó a pensar, después de tanto tiempo, en alguna solución para el problema que se avecinaba, y sin darse cuenta, caminó al azar por las calles vacías, tratando de ordenar sus ideas para resolver qué decisión tomar. De repente, vio, o le pareció ver, una figura humana en la vereda de enfrente que corría a toda velocidad bajo la incesante lluvia hasta perderse de vista tras doblar en la esquina. Se detuvo en seco, perplejo, sin saber qué hacer. Instintivamente comenzó a correr hacia aquella esquina; se asomó y comprobó lo que había supuesto: la figura inconfundible de un hombre que se alejaba para volver a desaparecer en la esquina siguiente. Sin proponérselo comenzó a correr en la misma dirección que aquel misterioso hombre, y al llegar a la esquina pudo ver cómo volvía a doblar, como alguien que intenta escapar de una persecución. Sintió un fuego en todo el cuerpo y un violento latido dentro de la cabeza. Desconcertado, comenzó a correr tras él, sin importarle las lagunas que se aparecían a su paso, respirando con fuerza a través de los filtros carbónicos. Al llegar a la siguiente esquina, el hombre parecía más cerca, a menos de una cuadra de distancia, y el alivio que sintió al saber que ya no lo perdería de vista le dio fuerzas para correr aún más rápido. De repente el hombre giró su cabeza hacia atrás, y él pensó en hacerle una seña, algún gesto para que se detuviera, pero no pudo reaccionar. En aquel instante advirtió que el hombre al que perseguía llevaba un bulto entre las manos, un paquete o


una caja tal vez; “quizás sea comida”, pensó, “o una batería”; aquella última reflexión lo entusiasmó aún más, y sus ojos ahora se fijaron en aquel bulto. La persecución parecía no dar tregua, los dos comenzaron a correr cada vez más rápido, el hombre con la caja en sus manos doblaba en cada esquina para un sentido diferente, en un eterno y confuso zigzag. Tras correr unas cuantas calles, estaba exhausto, sentía que sus pulmones estallarían en cualquier momento y cada vez veía más lejos el enigmático paquete. Poco a poco fue disminuyendo la marcha, hasta que finalmente, ya sin aliento, se dio por vencido. Se apoyó con una mano en un viejo poste oxidado, y con la otra mano intentó hacerle un gesto al hombre para que se acercara, intentando convencerlo de que él era inofensivo y solo intentaba llegar a un acuerdo justo y favorable para ambos, pero el otro no se detuvo. Lanzó un grito salvaje que pareció salir del fondo de sus entrañas y que se ahogó dentro de la máscara, mientras contemplaba cómo aquello que podría ser una batería eléctrica se alejaba en los brazos de aquel ser que ahora caminaba, dando pasos ligeros mientras esquivaba los charcos, hasta perderse definitivamente de vista en la esquina de enfrente. Se quitó la máscara y soltó otro grito demencial que esta vez resonó en las calles desiertas. Le imploró que regresara asegurándole que solo quería hablar con él, negociar con él, ofrecerle todas las latas de comida y bebida que quisiera a cambio de una batería... hasta que un mareo repentino lo obligó a colocarse nuevamente la máscara. Las piernas comenzaron a aflojársele y los pulmones parecían a punto de estallarle. Como pudo se sentó junto a la entrada de un viejo edificio, bajo las fastidiosas gotas que seguían cayendo del cielo, mirando fijamente hacia el lugar donde aquel paquete había desaparecido, con la leve esperanza de que el

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hombre que lo cargaba entrara en razón y volviera sobre sus pasos. Ya vencido, apoyó la cabeza contra los cristales espejados mirando hacia la nada, e invadidas por una desolada tristeza sus pupilas vacías se anegaron de lágrimas. Tres de las cinco luces verdes continuaban encendidas en el control de su muñeca cuando volvió a mirarla; eso confirmaba que solo le quedaban unas cuantas horas antes del fin. Juntó fuerzas y se puso de pie, dispuesto a aprovechar el tiempo que le quedaba en encontrar algo, o alguien con quien al menos desahogarse. Caminó hacia la esquina donde había visto desaparecer a aquel hombre, con la esperanza de volver a cruzarlo, pero al llegar solo había espacios vacíos y agua a caudales. No tenía ni idea de dónde estaba parado, la persecución lo había llevado por lugares en los que jamás había estado. Sin más opción, caminó en línea recta por la calle por la que ese hombre se había esfumado, hasta que unas rejas cubiertas por matorrales lo detuvieron. Se asomó y pudo ver las vías del viejo tren carguero. Movió su cabeza de un lado al otro intentando orientarse, y la figura imponente del antiguo Edificio Vehicular que aparecía del otro lado de los rieles hizo que de a poco recordase las imágenes satelitales que antiguamente emitía la televisión local, hasta que finalmente se ubicó. Sabía con certeza que si caminaba bordeando las vías muertas llegaría hasta el Cráter Central, y una vez allí, ir hasta su casa no sería tarea difícil. Caminó unos cuantos metros cuando de repente recordó que, más o menos a mitad de camino entre el inmenso rascacielos y el cráter, internándose un poco hacia el lado de la rotonda, estaba nada menos que el viejo shopping Peralta. Los ojos se le iluminaron al pensar en ello, y sin dudarlo, dio media vuelta y corrió hacia el puente que


daba justo a la entrada del Edificio Vehicular. ¿¡En qué lugar sino en ese podría haber computadoras, parlantes, auriculares, baterías y pilas a montones!? Según las grabaciones que aún circulaban en internet, allí habían abundado esas cosas en su momento, y seguramente algo de todo aquello tendría que haber quedado; y a pesar de que algunos videos lo relacionaban con viejas maldiciones y fantasmas, no dudó en dirigirse hacia ahí. Cruzó las vías y se internó en las calles oscuras, buscando en su memoria recuerdos que lo ayudaran a orientarse. En el camino atravesó un curioso pasaje de tan solo una cuadra de largo, en cuyas veredas se encontraban los edificios más coloridos que jamás hubiera visto. En una de sus esquinas había una antigua verdulería, se asomó por curiosidad y vio que insólitamente aquel comercio abandonado conservaba en sus góndolas un sinfín de verduras y frutas enlatadas; entonces se convenció de que la comida no era un problema; nadie se había tomado la molestia de saquear los locales que tenían alimentos, al menos por ahora. No le quedaron dudas de que aquel hombre corría con una batería en las manos, y por eso que había huido desesperado. “La única forma de sobrevivir es teniendo energía eléctrica para hacer funcionar las computadoras, los reproductores de sonido y las pantallas de alcance satelital. La supervivencia aquí no depende de la alimentación”, se convenció, “el problema es aún mayor”. Un viento fuerte comenzó a soplar y las gotas que ahora venían de frente golpearon con fuerza en el visor de su máscara y en todo su cuerpo, dificultándole cada vez más la marcha. Bajó la cabeza y lentamente siguió caminando, abriéndose paso entre la ventisca, sabiendo que cada vez estaba más cerca de su objetivo. Atravesó una calle inundada, sentía cómo

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el agua le llegaba a la cintura y luego casi al cuello. Pisando sobre los sedimentos artificiales que el agua se encargaba de transportar, logró cruzarla; y al llegar al otro lado se encontró con la estructura rectangular e inconfundible de lo que alguna vez había sido el Peralta Shopping Center. Vio un enorme escaparate roto y sin dudarlo corrió hacia allí para colarse por él. Una vez dentro, al resguardo del eterno diluvio, se quitó la chaqueta y la arrojó a un costado. Encendió la linterna y miró en todas direcciones: una infinidad de cajas vacías y escombros se apilaban por doquier. De pronto se le vino a la mente aquel famoso video que había visto de niño en el que varios expertos hablaban de la maldición que existía sobre aquel pequeño edificio, y afirmaban que bajo sus cimientos habían quedado sepultados los restos de un antiguo personaje sagrado y que varios testigos aseguraban haber visto su espíritu deambulando por allí. Una sonrisa inesperada y quizás de esperanza se dibujó en su rostro, y le provocó aún más ganas de explorar aquel mítico lugar que pisaba por primera vez. Recorrió la planta baja y no halló nada, seguramente por ser el piso más accesible habría sido saqueado fácilmente. Subió a la segunda planta por una rampa polvorienta, escudriñando todo con atención, entrando en cada uno de los infinitos locales y pateando cuanta caja se le aparecía en el camino, pero allí tampoco encontró nada. Solo una luz verde resaltaba de su muñeca entre la oscuridad del lugar cuando llegó a la décima planta. La linterna dibujaba ahora una tenue aureola amarilla sobre el suelo y las paredes. Intentando no perder la calma se concentró y revisó a fondo cada recoveco de aquel último nivel, al que segura-


mente ningún saqueador habría alcanzado. Al llegar al final del corredor la luz de la linterna se desvaneció repentinamente, y todo quedó envuelto en penumbras. Intentó revivirla golpeándola contra el suelo; luego le quitó las pilas y las volvió a poner intercambiando su orden, pero no respondían. Dando un grito de bronca la arrojó contra una pared con furia y la linterna se deshizo en mil añicos. Continuó con la requisa a tientas, entre la maleza incipiente. Solo quedaban un par de locales en los que seguramente hubiera quedado algo. El último rincón se encontraba iluminado apenas por un chorro de luz natural que se colaba por un ventanal sin cristales, dejando a la vista un montículo de escombros amontonados bajo una gruesa gotera. Desesperado revolvió todo aquello, su última oportunidad de mantenerse a salvo, pero no halló otra cosa que fragmentos de cielorraso, cascotes y polvo húmedo. Lanzó una maldición y en un arrebato de furia comenzó a golpear el suelo, las paredes, pateó las cajas vacías que se le interponían en el camino vociferando a viva voz, suplicando piedad, llorando desconsoladamente. El volumen de la música comenzó a disminuir dentro de sus oídos. La intermitente luz roja que desprendía su muñeca indicaba que quedaba muy poco. Se asomó al ventanal con expresión interrogante, quiso buscar sosiego en el ruido del mundo, en cualquier sonido capaz de aliviar los síntomas que generan el aislamiento y la soledad. Se preguntó a qué distancia se encontraría el lugar más cercano donde hubiera electricidad o señal de internet, pero justamente ahora por la falta de ambos era imposible saberlo. Estuvo un buen rato mirando al vacío sin entender nada de lo que veía. La fina llovizna que caía sin pausa parecía distor-

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sionar la visión. Contempló uno a uno los edificios abandonados y estáticos bajo una atmósfera cada vez más hostil, con su aire enrarecido por los vapores tóxicos que brotaban de sus entrañas. Las infinitas gotas resplandecían sobre las paredes doradas con la luz cegadora y muda de los relámpagos. Ni una sola nave surcaba el cielo como en otras épocas. La lluvia, que azotaba en silencio a la ciudad arrasada, transmitía un claro mensaje de desesperanza y tristeza. Recorrió con la mirada las incontables ventanas que lo rodeaban, buscando una luz, una señal, alguien que lo ayudase a combatir aquel vacío inminente, cualquiera con quien al menos poder chatear en persona como se hacía en la antigüedad. Los sonidos débiles que apenas emitían los auriculares finalmente se disolvieron dentro de su cabeza, sepultándolo todo bajo un silencio sobrenatural. Una espeluznante sensación solo comparable con la muerte se apoderó de todo su ser. Se desplomó contra la pared del ventanal bajo la gruesa gotera que caía del techo, y sintió por dentro el peso del mundo. Una infinidad de imágenes mezcladas y superpuestas comenzaron a proyectarse en el reverso de sus párpados. Se quitó la máscara y con un grito de bronca la arrojó lo más lejos que pudo. El agua tibia ahora corría por su rostro mezclándose con el sudor y las lágrimas. Un picor ácido invadió sus labios y sus pulmones. Sin pensarlo estiró ambas manos y tomó dos cascotes del montículo de escombros, e instintivamente comenzó a golpearlos entre sí, cada vez más fuerte, intentando sofocar una vez más los sonidos provenientes de su interior, evitando caer en la desgracia de tener que escucharse a sí mismo. El sonido que se produjo por el choque entre los dos casco-


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tes se extendió a lo largo del pasillo y bajó luego por las rampas inmóviles, multiplicándose a medida que avanzaba por los infinitos rincones y aumentado por el eco que devolvían los espacios vacíos.


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tierra

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de

cuervos

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S

entada sobre la azotea del edificio vehicular, Martha Stefens sujetaba fuertemente los grandes trozos de hierro intentando captar alguna señal de onda larga, para enterarse de los últimos informes sobre la Big War a través de la radio solar de alcance transoceánico. La panorámica vista que ofrecía a Martha esta terraza provocaba en ella la curiosidad de cómo habrían sido los días en esta gran ciudad, allá por la época en la que cada edificio cumplía con la función para la que había sido construido: un paisaje completamente trastornado debido a una larga ocupación humana. Por allí, entre la maleza salvaje, estaban las ruinas del antiguo Hospital Neuropsiquiátrico “Kapodrovich”, de más de cuarenta plantas y amurallado por una cerca imposible de franquear. A través de sus grandes ventanales se veía crecer la frondosa vegetación que abundaba en su interior, en cuyas ramas se posaban las gigantescas aves negras que lo habitaban. Más allá, tras la cortina de niebla, se distinguía el campo tubular de simulación deportiva, que la gente de otros tiempos seguramente visitaría para practicar softbol o golf virtual. En la actualidad, sin techos a la vista, cumplía con la función similar a la de una enorme maceta, ya que desde sus entrañas brotaban inmensos arbustos que desbordaban por su cilíndri-


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ca estructura. Seguramente en un período se habían producido fuertes terremotos, pensaba la joven, ya que en el suelo podían distinguirse las anchas y profundas grietas que habrían ocasionado los derrumbes de tantos edificios, y el pánico generado entre sus antiguos habitantes los habría obligado a abandonar sus hogares. A través del profuso verdor se podían ver las autopistas aéreas, las fábricas, el aeropuerto, el casino, el cementerio, las plataformas de simulación virtual; hasta el antiguo hogar de ancianos se distinguía tras las tupidas marañas de enredaderas y trepadoras. Solo desde allí se podían ver los confines de la ciudad cercada por una cordillera de cerros, o lo que había quedado de ellos: esas formaciones naturales devastadas, apenas perceptibles, que aún permanecen de pie en los contornos del valle como únicos vestigios de un pasado remoto, víctimas de una civilización que había sucumbido ante la fuerza avasalladora de su propia codicia. Se imaginaba viviendo junto a su familia en esta misma ciudad varios siglos atrás: saliendo a pasear con sus padres y hermanos, teniendo un grupo de amigas divertidas, y hasta conociendo al hombre del cual se enamoraría para formar su propia familia. Pero toda esta fantasía se desvanecía a medida que bajaba uno a uno los infinitos escalones de aquel rascacielos, y volvía como absorbida por un agujero negro a su realidad una vez que pisaba el suelo. Martha tenía tres hermanos menores: John, Peter y Brian; y junto a sus padres, Charles y Diana, vivían en una enorme construcción de cristal y hormigón de diez plantas comunicadas entre sí por rampas; envuelta por una extraña yedra marrón que penetraba por los ventanales como telarañas vis-


cosas. Se creía que alguna vez todo eso había sido un centro de compras y diversiones muy lujoso, donde los jóvenes del pasado se juntaban para disfrutar de un agradable paseo. Los Stefens eran los únicos habitantes de lo que en algún tiempo se había conocido como Autonomous City of Crowland, una antigua ciudad-estado que misteriosamente había quedado abandonada; algo similar a lo que había sucedido con las grandes metrópolis de la prehistoria que pertenecían a civilizaciones avanzadas. Diana y Charles habían llegado de jóvenes, cuando recién comenzaban a planear tener hijos, motivados por la tranquilidad que el lugar ofrecía y que parecía escasear en todo el mundo. Por aquella época vivían unas pocas personas allí desparramadas, pero con el correr del tiempo y casi en forma consecutiva, se habían ido. Algunos lo hacían por viejas supersticiones, otros decían que era por posibles amenazas de derrumbes debido al agrietamiento del suelo, aparentemente por las continuas lluvias que llegaban a durar semanas e incluso meses debido al exceso de hidrógeno en la atmósfera; pero ellos nunca habían tomado todo esto tan en serio. Cada mañana, Charles se levantaba apenas el sol se filtraba entre la enredadera invasiva del ventanal de su habitación, preparaba las latas de café con cereales, despertaba a sus hijos varones, y luego de desayunar y colocarse las máscaras, los cuatro hombres de la familia partían en busca de alimento. Cazaban con sus ballestas a cuanta ave o cuadrúpedo se cruzasen por el camino, y así sumaban algo de carne a la inagotable reserva de frutas, verduras y hortalizas enlatadas que habían ido recolectando y amontonando durante años en una estación de tren móvil que se encontraba en el fondo de un inmenso y profundo cráter situado en el centro de la ciudad;

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lo que alguna vez, creía Charles, habría sido una hermoso lago. A menudo los niños le preguntaban a su padre dónde estaba la gente que había vivido alguna vez en los demás edificios y por qué ellos eran los únicos que no se habían ido de allí. Charles, que nunca sabía qué responder a aquellas intrigas, distraía a sus hijos contándoles las clásicas leyendas que le habían transmitido las personas con las que había tenido contacto al llegar, para que cada uno sacara sus propias conclusiones, imaginando posibles desenlaces y destinos de los antiguos habitantes. La leyenda más conocida narraba la historia de un hombre mitológico, de cuatro patas y dos cabezas, mitad animal y mitad hombre (seguramente muy similar al antiguo robot que se encontraba en la quinta planta de la casa), al que todos admiraban y adoraban ya que había matado con su lanza a un gigante forastero que quería conquistar el lugar. Otra historia popular hablaba de una rara enfermedad que producía aburrimiento y tristeza, y que se había propagado por toda la ciudad en sus comienzos, pero por fortuna, seres de otros planetas habían logrado erradicarla suministrando píldoras mágicas y construyendo placas de proyección satelital muy entretenidas, que habían salvado milagrosamente a los habitantes, y por eso estaban en gran deuda con aquellos extraterrestres. Los tres niños se divertían mucho con su padre y aquellas historias, y se sentían felices de vivir en un lugar tan misterioso y lleno de leyendas fantásticas. Por las noches, luego de cenar, se sentaban en el playón que había a un costado de la casa para escuchar el graznido de las aves nocturnas y observar las inmensas estrellas fugaces que cada vez eran más frecuentes en el cielo. Martha explicaba que se trataba de misiles teledirigidos, pero el resto de la familia, con risas burlonas, la trataba de delirante y poco amante de


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Una mañana, mientras la familia se disponía a preparar el almuerzo, Martha entró en la cocina de la casa a toda velocidad, gritando mientras se quitaba la pesada máscara de gases, como exaltada por un nuevo hallazgo: — Mom, Dad! Everybody, quick, come here! I have heard the latest news on the radio! (¡Mamá, Papá! ¡Pronto, vengan todos! ¡Escuché las últimas noticias por la radio!) Martha hablaba como si fuese la última noticia que tenía para dar, pero su familia no se alarmó en lo más mínimo, conocían lo suficiente a Martha, que siempre exageraba demasiado cuando regresaba de jugar con aquel viejo aparato. La muchacha se puso la máscara a medias, abrió bien grande la boca intentando llenar de aire sus pulmones y continuó: —They are throwing those bombs again, the ones that dematerialize everything, on our continent! First on the abandoned cities, as a warning, then … who knows…! We´ve got to do something! (¡Van a volver a tirar de esas bombas que desmaterializan todo en nuestro continente! Primero en las ciudades abandonadas a modo de advertencia y luego… ¿¡quién sabe!? ¡Debemos hacer algo!) —Martha gritaba ante la pasividad de todos. —There´s nothing to be afraid of, honey (No hay nada que temer, cariño) —le dijo su padre mientras apoyaba una mano en su cabeza—. This city is not abandoned, we are here. They must be watching from those radar satellites this very moment, there´s nothing to worry about. (Esta ciudad no está abandonada, estamos nosotros. Desde los satélites-radar nos

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la naturaleza. Los tres niños se pasaban horas contemplando otros planetas y discutiendo acerca de cuál sería el más lindo para vivir de grandes.


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deben estar viendo en este momento, no hay nada de qué preocuparse). Martha estuvo a punto de seguir hablando. Su padre la miró y sonrió aprensivamente, y antes de que su hija volviera a abrir la boca se adelantó: —That´s ridiculous, Martha, it´s well known that there´s no more of that mineral under the surface of the planet, what remained was here, in this area, and they took all of it. It´s impossible that they build bombs like those. Now, help your mother with lunch, it´s lunchtime already and... (Es ridículo, Martha, se sabe que ya no queda de ese mineral bajo la superficie del planeta, por esta zona estaban las últimas reservas y se lo llevaron todo. Es imposible que fabriquen bombas así. Ahora ayudá a tu madre con la comida que ya es la hora del almuerzo y…) —But dad! (¡Pero papá!) —lo interrumpió Martha perdiendo la paciencia— It would be safer if we moved, just like everyone else here did… (Sería más seguro mudarnos, como lo hicieron todos aquí…) — Enough, Martha! I don´t want to hear about this anymore, just do as I say! And that´s that! (¡Ya basta, Martha! ¡No quiero escuchar más, hacé lo que te digo y punto!) —volvió a interrumpir Charles, mirando esta vez con turbación a su hija. Martha se quedó mirándolo en silencio, sintiendo cómo cada segundo que pasaba era un segundo perdido, aunque no tardó demasiado en comprender la inutilidad de su esfuerzo. Luego miró a su madre con irritación, buscando en vano su complicidad, mientras se acercaba a ella en silencio para ayudarle a abrir las latas de conservas y a mezclarlas unas con otras, ante la atenta mirada de Charles. Tras aquel episodio, Martha no volvió a escuchar ondas de


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Una noche, Martha no volvió a cenar, pero sus padres poco se preocuparon, creyeron que su hija se encontraba entretenida observando las nuevas ciudades que por esos tiempos se construían en Marte y Júpiter, fascinada con su nuevo artefacto y alejada por fin de todo el asunto ese de la guerra y las bombas que tan mal la tenían. Al día siguiente, Martha tampoco apareció por la casa. Su madre, un tanto preocupada, pidió a Charles que saliera a buscar a su hija mayor, pero éste la tranquilizó asegurándole de que pronto volvería, ya que seguramente estaba intentando llamar la atención con todo esto. Almorzaron con los tres hijos en silencio, casi sin mirarse; temían, sin decirlo, que la ausencia de Martha en la mesa tuviera un significado mayor al que su padre explicaba. Luego el matrimonio decidió dormir su habitual siesta, aunque a Diana le costó un poco conciliar el sueño aquella tarde. Al caer el sol, cuando se esperaba que todo quedara en penumbras, Diana y Charles se levantaron sobresaltados en su litera, seguramente debido a los ruidos que provenían de la quinta planta, en donde los niños tenían por costumbre jugar con el antiguo y oxidado robot que se hallaba tirado en el suelo.

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radio. Su padre decidió destruir el viejo aparato a palazos, aduciendo que solo traía paranoia a su hija y malestar al resto de la familia; a cambio, le regaló un poderoso telescopio que encontró en el sótano de un edificio cercano, con el cual se podía observar el avance de los hombres en los planetas vecinos; pero ella nunca lo utilizó, le interesaba más lo que pasaba en el lugar donde se encontraba parada que lo que pudiera ocurrir en sitios tan distantes.


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En ese mismo momento y a varias millas de distancia, Martha, con su enorme mochila cargada de ropa y alimento, se encontraba caminando sola por la vieja autopista que unía Crowland con King Bear City; mirando cada tanto hacia atrás, solo para ver si todavía existía algún vehículo que pasara por esos lados.


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siglo

el

de primavera la

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L

a gran nube de radiación comenzó a disiparse lentamente. El sol, que nunca había dejado de asomar entre los pequeños y descoloridos cerros, podía volver a apreciarse como en otras épocas, calentando nuevamente la atmósfera, colaborando con su cuota indispensable de energía y proporcionando una agradable brisa cálida. La cápsula se quebró y de su interior salieron cientos de larvas de insectos que pronto se esparcieron entre los escombros, como un puñado de semillas que se arroja a la tierra recién arada; lo que en algún momento allí mismo se había denominado “plaga”, volvía a ser uno de sus primeros habitantes. Luego vinieron las épocas estivales, en donde el cielo se oscurecía por las tardes y dejaba caer sobre el suelo grandes caudales de agua, a los que el lugar pareció agradecer con un hermoso espectáculo de formas y colores, en disonancia con la sombría atmosfera que perduraría cientos, o quizás miles de años. Más allá, y por aquel lado también, decenas de tallos, primero marrones y luego verdes, brotaban desde las cenizas y se elevaban al cielo, desafiando tanto a la gravedad como a la fuerte radiación, formando copas de lustrosos abanicos


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verdes que anunciaban los períodos primaverales, y que en la época otoñal caían al suelo formando una intensa alfombra amarilla. La vida resurgió una vez más entre toneladas de muerte, y dio comienzo a un nuevo ciclo y librándose lentamente de antiguas contaminaciones.

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Una mañana soleada, la diminuta nave de reconocimiento sobrevoló la planicie del valle y extrajo muestras de atmósfera y suelo, que procesó y analizó. Luego emitió un mensaje en código que recorrería millones de kilómetros en el espacio hasta ser recibido y codificado. En el aire flotó un zumbido intermitente similar al que emitían las aves en otros tiempos. Todo indicaba que aquel se trataba de un buen lugar…




- todo lo que das vuelve -


Esta ediciรณn se termino de imprimir en El Antigal Cafayate / Salta / Argentina. en Marzo de 2017


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