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La ciudad de los foráneos
Por Hector Reinolds
Aún recuerdo ese viaje en autobús para asentarme oficialmente en la Ciudad de México, no fue el primero ni el último; ya había realizado algunos para hacer los trámites de registro, el examen de admisión y buscar lugares para vivir. Después hice otros tantos ya establecido, durante los puentes y vacaciones. No obstante, aquél ocupa un puesto particular en mi memoria por las emociones que experimentaba y los pensamientos que me visitaban. La incertidumbre de lo que estaba por comenzar me abrumaba. Estaba cautivado e impaciente por entrar a esa nueva dinámica, pero al mismo tiempo nervioso y asustado por las problemáticas y aspectos desconocidos del porvenir. Estoy seguro de que no he sido el único en pasar por eso, considerando que, a nivel nacional 1 de cada 6 estudiantes que cursan su primer año de licenciatura
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Provienen de otra localidad de origen y que tan solo la CDMX en el ciclo escolar 2015-2016 recibió 49,650 alumnos procedentes en su mayoría del Estado de México, Veracruz y Jalisco. A pesar de que a la capital este fenómeno demográfico le es cada vez más común, para nosotros los foráneos es único.
A diferencia de mis amigos en Acapulco, decidí adelantar el proceso un poco y apliqué el examen COMIPEMS para ingresar a la Escuela Nacional Preparatoria, sin algún conocimiento bien fundamentado, y basándome en comentarios aleatorios de internet, mi primera opción fue la Preparatoria 9, que fue donde finalmente estudié. Sin embargo, debido al desconocimiento inicial de la ubicación a la que sería asignado viví los primeros 6 meses con mis tíos en Ciudad Nezahualcóyotl. Había que tomar una combi a las 5 de la mañana con destino al metro Pantitlán, los asientos no tardaban mucho en ocuparse pese al horario, llevaba mi dinero distribuido en diversos puntos según las instrucciones de mi tía en caso de un asalto, pero nunca ocurrió.
Una vez en la estación, más por memoria que por la guía de los letreros, llegaba a los andenes de la línea amarilla, que me permitía transbordar en La Raza y posteriormente bajar en Deportivo 18 de marzo.
El trayecto era apacible, podía leer o repasar, ya que el asiento estaba asegurado por tratarse del inicio de la línea. El metro fue amable conmigo, nunca conocí los viajes con grandes aglomeraciones ni retrasos, parecía que toda la gente se movía hacia el sur en las mañanas y al norte en las tardes. Con un tiempo promedio de una 1 hora y 45 minutos, supongo que fue el primer gran contraste que viví con respecto a Acapulco, el privilegio de la cercanía a cualquier lugar al que fuera había desaparecido momentáneamente.
El azaroso periplo para llegar a la preparatoria rápidamente pasó a segundo plano. Esta tenía los característicos barrotes pintados de amarillo y letras de color azul marino de los planteles de la UNAM, pasando la caseta en la entrada de lado izquierdo se encontraba el auditorio principal que contaba con jardineras en las cuales estaba ubicado el busto de Pedro de Alba. Caminando derecho se encontraba el asta, en una explanada en medio de dos grandes edificios repletos de salones y finalmente las canchas. Irónicamente, el primer día solo escuchaba comentarios de cuan pequeña era con respecto a sus semejantes, cuando a mí me parecía interminable.
En definitiva, mi pensar hoy en día es muy distinto al del momento en que vivía los tiempos de prepa. Tal vez para mi representaba únicamente un estado transitorio que pronto desaparecería, y que por lo tanto, carecía de valor, pero los sentimientos se han añejado, por ende los recuerdos se convierten en tesoros. Ahora veo que tanto los docentes como mis amigos facilitaron mi adaptación en demasía.
Regresando de las vacaciones decembrinas en mi primer año, me dispuse a mudarme buscando menor duración en el traslado. Habíamos encontrado una colonia compuesta por unidades habitacionales en la zona norte y localizada a media hora de la prepa: Lindavista Vallejo, sus edificios eran viejos pero estaban bien conservados; todos compartían el amarillo pastel en la fachada y poseían una distribución que les permitía absorber mucha luz solar al interior. El departamento que renté estaba en el cuarto piso de un inmueble céntrico, apenas entrabas se percibía la losa tendida y las vibraciones que producía el simple caminar, era bastante acogedor. Me tomaba 5 minutos llegar a la estación Politécnico, pasaba por un camino repleto de árboles que generaban mucha sombra y una lluvia de hojas cuando el aire arreciaba. Seguía realizando un transbordo igual de largo al de La Raza en Instituto del Petróleo, solo que más lineal y menos interesante de recorrer. Fue la primera vez que viví solo.
Habité ahí hasta que nuevamente, en pos de la vecindad entre el hogar y la escuela, me marché hasta el sur, pero es esa etapa, la de preparatoria y mi vida en la Gustavo A. Madero la que atesoro más en estos momentos durante la pandemia, que por ahora me ha hecho regresar a la costa. Tal vez Ciudad Universitaria aún es muy reciente como para idealizarla, tal vez tenga que culminar ese proceso también para que adquiera un dejo recurrente. Sea cual sea el caso, resumo todo como una experiencia compleja de autoconocimiento y maduración que me guió a ser, entre otras cosas, autosuficiente. No sé cuando volveré a vivir en la ciudad, pero espero que la expectativa que tengo por volver sea la misma que ella tenga por recibirme, porque un hecho irrefutable es que nosotros, las personas que arribamos de distintas ciudades y provincias también la construimos y la hacemos crecer tanto como ella a nosotros.