BUSCANDO UN PÁJARO AZUL JOSEPH WECHSBERG TRADUCCIÓN DEL INGLÉS Y NOTAS DE ENRIQUE MALDONADO ROLDÁN
Para Ann
El autor desea mostrar su agradecimiento a los editores de The New Yorker y Esquire, en cuyas pรกginas se publicaron por primera vez algunos de los siguientes textos.
MUELLE 99 Vi por primera vez Nueva York, al despuntar una mañana de julio de 1928, desde la cubierta principal de un pequeño vapor decrépito de las Líneas Francesas: La Bourdonnais1. Realizaba mi primer trayecto transatlántico ocupando el puesto de segundo violín en la orquesta de a bordo. Durante toda la noche, cuando aún estábamos a gran distancia mar adentro, se podía observar un fulgor rojizo en la oscuridad de la noche, como el aura de un gran incendio forestal. —Once días han tardado los types del puente de mando en encontrar Broadway —dijo Maurice, el director de la orquesta—. ¡Hola, Broadway! Yo pasé la noche demasiado alterado como para marcharme a la cama, temeroso de perderme el gran momento. Posteriormente, cuando miraba fijamente la bruma matinal, lo que había parecido el contorno de una gigantesca cadena montañosa adoptó la forma de edificios, rascacielos, tejados y ventanas. —C’est ça —anunció Maurice con la mano extendida, como un posadero que enseña su mejor habitación a un posible cliente—. El horizonte urbano. Eau chaude et froide. Bains. Confort moderne. Con esta, he realizado ciento ochenta y nueve travesías, y sigue siendo un gusto contemplarla de nuevo. Ecoute, mon petit, ¿guardaste las botellas de coñac bajo mi litera? Respondí que sí, lo había hecho, y las seis botellas de Veuve Clicquot estaban en el violonchelo. Además de liderar la 1 La embarcación toma su nombre del oficial de marina francés Bertrand François Mahé, conde de La Bourdonnais (1699-1753), responsable de la toma de Mahé (India) y posteriormente gobernador general de las islas Mauricio y Reunión.
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orquesta, Maurice tocaba el chelo. Lo hacía con gran maestría cuando estaba sobrio. Tenía dos instrumentos: uno para tocar y otro, con la trasera desmontable, para almacenar ropa sucia, algunas fotografías y botellas de licor. Maurice era un hombre bajo y redondo, con el aspecto sano y rosado de muchos franceses que crecieron a base de morapio en lugar de leche materna. Tenía cuarenta y cinco años y aparentaba la mitad. Su abundante cabellera despeinada permanecía siempre oculta bajo una boina que no se molestaba siquiera en retirarse para los conciertos ni en la cama. En rara ocasión se desvestía. Era tarea del primer y segundo violinista retirarle la ropa y quitarle la botella de vino, mientras él dormía profundamente. Era alsaciano, su mujer vivía en Atlantic City y su madre en París, 18e arrondissement. Había trabajado en numerosos transatlánticos de la época: Berengaria, Paris, Leviathan, Mauretania, France, Aquitania e Île de France. A menudo yo me preguntaba qué había hecho a Maurice aceptar el puesto en La Bourdonnais, que solo tenía una chimenea y no contaba con cubierta protegida por cristal, piscina ni obras de arte valiosas en el salón de baile; tampoco transportaba celebridades en las suites de-luxe, puesto que no había suites. Necesitaba once días —el doble que los grandes transatlánticos— para cruzar el océano. En aquella ocasión nuestra embarcación había partido de un ruinoso muelle al aire libre de Burdeos, había tomado más pasajeros en los puertos españoles de Vigo y Santander, para ascender nornoroeste hasta Halifax y, desde allí, dirigirse a Nueva York. Los pasajeros, fundamentalmente españoles y canadienses, eran separados en el comedor. Esta astuta estrategia de protocolo eliminaba numerosas fricciones. A estribor, donde comía el grupo español, había mucho ruido y animación. A babor, hogar de los anglosajones, no eran extraños prolongados periodos de silencio. Solo desplazábamos a unos sesenta pasajeros, por lo que la quête —la colecta para los músicos, siempre a cargo de
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la pasajera más popular el último día de viaje— era pobre en comparación con las espléndidas propinas que nuestros compañeros del Île de France y del Paris recibían de los prósperos estadounidenses. No atracamos en el Muelle 57, amarradero de las majestuosas embarcaciones de la Compagnie Générale Transatlantique, a los pies de la Calle 14 Oeste. Nuestros oficiales alegaron que no había espacio debido a la presencia del Île de France y el Paris. Lo cierto era que los responsables de la compañía, temerosos de dañar la excelente reputación de las Líneas Francesas mostrando un familiar tan pobretón como La Bourdonnais, preferían mantenerla alejada de la curiosidad del público. Avanzamos hasta el Muelle 99, en la Calle 59. No podían escondernos a más distancia, puesto que el Muelle 99 era el último. Atracamos sin aplausos, periodistas ni fotógrafos. Diez personas, los agentes de policía y aduanas, y tres perros aburridos eran nuestro comité de bienvenida. Fue una considerable desilusión para mí, después de lo que un primer violín del Île de France me había descrito en una ocasión: «Llegas a la Calle 44, casi en el corazón de la gran ciudad. Hay un paseo a Times Square. Es una gran experiencia». Miré con tristeza la hilera de paredes, ventanas rotas, factorías y el juego de pelota que tenía lugar en plena calle, y bajé a los dos camarotes interconectados donde nos alojábamos. Maurice y mis compañeros estaban en plenos preparativos almacenando botellas de vino. La norma establecía que realizáramos nuestras comidas en el comedor de primera clase, justo antes del servicio para los pasajeros, junto con los niños más pequeños y sus amas de cría. Nos servían dos botellas de vino por comensal con cada comida, una de tinto y otra de blanco. Nadie vaciaba sus dos botellas excepto Maurice, quien además nos urgía a llevar las nuestras a los camarotes. Dos días antes de que alcanzáramos Nueva York, el líder de la orquesta tomó prestados seiscientos francos del camarero del bar de la
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clase turista y nos ordenó que hiciéramos lo mismo. Dimitrij, nuestro pianista, un hombre pálido de Vladivostok, logró quinientos francos de un marinero de aspecto siniestro al catorce por ciento de interés. Lucien, el primer violín, quien tenía una gran habilidad con las mujeres, logró ochocientos francos de madame Marguerite, de cuarenta y ocho años de edad, camarera de pisos y única mujer de la tripulación, también al catorce por ciento. Yo me aseguré quinientos del jefe de servicio al once por ciento. Todo el dinero fue minuciosamente recontado y consignado a modo de contabilidad, entonces Maurice se dirigió al bar de primera clase y al de clase turista para comprar botellas de coñac, Byrrh, whisky escocés, Dubonnet, ginebra, Bénédictine, champán, Pernod, cerveza y ron (todo con el descuento del cincuenta por ciento al que teníamos derecho los músicos). Cuando La Bourdonnais entró en aguas territoriales de Estados Unidos y los bares fueron cerrados, grandes cantidades de licor, cerveza y más de ochenta botellas de vino tinto y blanco se alineaban primorosamente en nuestros dos camarotes. Para conseguir algo más de espacio retiramos armarios y chalecos salvavidas y reorganizamos en profundidad nuestros aposentos. Fue sencillo. Pocos clavos quedaban ya en su lugar en La Bourdonnais y todo estaba sujeto de forma muy precaria. Nos entregaron nuestras tarjetas de desembarco una vez que amarramos, desde ese momento éramos libres para marcharnos. Maurice me entregó un listado de números de teléfono y me ordenó que fuera a la farmacia más cercana y llamara a todos ellos. —Tienes que decir: «Hola, La Bourdonnais llegó a puerto», eso es todo. Le recordé que yo era checoslovaco, que nunca antes había viajado a Estados Unidos, tenía un inglés más que limita-
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do y jamás había hablado por teléfono con un estadounidense. Temía que no me comprendieran. Maurice se rio entre dientes, de forma entre divertida y compasiva. —Lo entenderán digas lo que digas. Venga, vete marchando, mon petit. Marqué los números desde una farmacia cercana a Columbus Circle. Maurice tenía razón: nadie parecía tener problemas para comprender mi mensaje. La sencilla expresión parecía causar un regocijo unánime en todos mis interlocutores. La mayoría de ellos soltaron gritos de felicidad y anunciaron que llegarían inmediatamente, enfatizando su infinita amistad hacia mí. Me dirigí a Broadway y posteriormente a Times Square. Me tomé una gaseosa de chocolate y me abrillanté los zapatos. Cuando regresé al Muelle 99, en las primeras horas de la tarde, Lucien accedía al barco con dos hombres de aspecto formal. Hacía mucho calor. Mi compañero se enjugaba el sudor. —Estos caballeros son amigos —comunicó a los agentes de aduanas situados junto a la pasarela—. Han venido a visitarnos. Dimitrij estaba en el pasillo que conducía a nuestros camarotes. Tenía aspecto tenso y empresarial. —¿Dónde te habías metido? —me espetó—. Maurice te está esperando. Tenemos trabajo. Había quince desconocidos en nuestros camarotes. La mayor parte de ellos eran calvos y todos parecían hombres prósperos, ocupados, felices de haberse escapado de la oficina una tarde. Hacía mucho calor en el barco y estaban todos en mangas de camisa, abanicándose con sombreros de paja. Debido a la sofocante temperatura, estaban sedientos y cada uno de ellos sostenía un vaso. Los encontré sentados en las camas, en el suelo, sobre la funda del chelo, sobre montañas
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de partituras, en sillas, bebiendo whisky y vino y cerveza y ginebra y Dubonnet y coñac y todo lo anterior mezclado. En el cuarto de baño dos hombres habían adoptado la postura de los brahmanes, aunque sus rostros estaban rojos y alegres. Parecían muy cómodos. Maurice se encontraba frente al lavabo, que había sido convertido en bar, mezclando bebidas, abriendo botellas y guardándose dinero en los bolsillos. Me ordenó que saqueara los camarotes vecinos y cogiera todos los vasos para enjuagarse la boca de los cuartos de baño. Dimitrij llegó y nos ayudó a lavar vasos. Aquellos caballeros me estrechaban la mano y me invitaban a almorzar con ellos al día siguiente. A la hora de la cena Maurice subió al comedor acompañado por cuatro invitados. Se nos permitía cenar con invitados mientras el barco estaba amarrado, siempre y cuando pagáramos sus menús, pero la regulación en materia de pagos en rara ocasión se aplicaba puesto que en el barco se desperdiciaba, de todos modos, mucha comida. Maurice y sus amigos regresaron del comedor, felices y con una botella de vino en cada mano. A continuación me tocó a mí dirigirme al comedor con otro grupo de cuatro invitados. Dos de ellos eran, según me explicaron, un ejecutivo de ferrocarriles y el abogado de una empresa. Los otros prefirieron mencionar vagamente sus «oficinas en el centro». Todos estaban de un humor excelente y se mostraban sumamente amistosos. El abogado me ofreció trabajo. —¿Qué tipo de trabajo? —pregunté. —Oh, cualquier tipo —respondió—. ¿Qué tipo de trabajo quiere? La comida en La Bourdonnais era excelente, si bien mis cuatro invitados comieron poco. El jefe de servició se acercó a saludar y el ejecutivo de ferrocarriles le estrechó la mano como si fueran viejos amigos. El tipo de los ferrocarriles era inmensamente gordo, con una papada pesada, a punto de re-
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ventar, y un rostro como el que a veces se encuentra pintado en los globos de los niños, un amistoso semblante, como el de un Buda. Dijo que había encontrado por causalidad una pequeña imagen que podría interesar al jefe de servicio, ja, ja, ja, y le entregó un retrato de Lincoln con el número 5 en cada esquina. El jefe de servicio señaló que Lincoln era su sujet d’art favorito. Coleccionaba todas las imágenes del presidente estadounidense que pudiera obtener. Se produjeron dos incidentes: el primero cuando el abogado comenzó a cantar Hail, Columbia2 en el preciso instante en que el segundo oficial cruzaba el comedor, el segundo tuvo lugar cuando tratamos de bajar por la estrecha escalera de hierro que conducía a la cubierta C, donde se encontraban nuestros camarotes, al magnate de los ferrocarriles. A punto estuvo de romperse el gordo cuello, necesitó que todos nosotros, los tres invitados restantes y yo, participáramos en las maniobras para alcanzar nuestro destino sano y salvo. Tras la cena el primer violinista del Île de France se acercó a saludar y a despedirse. Zarpaba a medianoche. Miró a los felices caballeros dispersos por todo el camarote, muchos de ellos entonando canciones, y a Maurice, cargado con todo ese dinero en sus inflados bolsillos. —Ojalá estuviera aquí con vosotros —se lamentó—. Allí no podemos hacer estas cosas: demasiados aduaneros y maderos se pasean por la Calle 14. Mince alors, ¡cómo odio esos barcos! —Bueno, al menos estáis cerca de Times Square, en el centro de la gran ciudad —intervine yo—. Eso me dijiste en París, ¿te acuerdas? Me arrojó una mirada de indignación y se marchó. Uno tras otro, los invitados se fueron despidiendo. Antes de abandonar el barco tenían todos que aclararse la boca con 2 «Ave, Columbia». Canción patriótica estadounidense. Columbia era un término utilizado durante el siglo XVIII para referirse poéticamente a Estados Unidos.
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un enjuague especial que Maurice había preparado. El director de la orquesta olfateaba luego el aliento de todos ellos y, si un resto de licor sobrevivía, tenían que comerse un trozo de manzana y beber algo de leche. «La leche siempre ayuda — aseguraba Maurice—. No te la puedes jugar con los types esos esperando en el muelle». El magnate de los ferrocarriles dormía a pierna suelta en la cama de Dimitrij. Intentamos despertarlo durante diez minutos, pero seguía durmiendo. —Estos de los trenes son los peores —dijo Maurice—. Es el director de una gran empresa. Es una ferroviaria inmensa. Este hace más dinero durmiendo del que conseguimos nosotros cuatro juntos tocando todo un mes. Me pregunto si el director de la línea París-Lyon-Mediterráneo se quedaría dormido en el camarote de otro. Sacamos al potentado de los ferrocarriles y lo arrastramos hasta un camarote que era utilizado de almacén de colchones viejos. Lo colocamos sobre una pila de colchones, cerramos la puerta y nos fuimos a nuestra estancia para limpiar los vasos y el baño. Maurice contó el dinero, dejando cuidadosamente por escrito la suma total. Todas nuestras deudas serían pagadas al día siguiente para evitar la acumulación de intereses. El resto fue dividido a partes iguales entre los cuatro: ochenta y tres dólares por cabeza. Era casi tres veces el salario mensual de un músico del Île de France. Subimos a la cubierta superior, sumida en la oscuridad. La noche era sofocantemente calurosa y nos sentamos a contemplar el fulgor rojizo sobre lo que decidimos que era Broadway. La Calle 59 estaba desierta y dos gatos andaban a la riña sobre la techumbre del Muelle 99. Maurice dio un trago a la botella de vino que había llevado consigo y Dimitrij se tumbó boca arriba a mirar las estrellas. —Queda todavía algo para mañana —anunció Maurice— y para el día siguiente también, a no ser que vengan
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para el desayuno y el almuerzo. A veces no son capaces de esperar hasta la tarde. Cada uno de vosotros tendrá más dinero del que esos types hacen en el Île de France. Al diablo con sus adornos Louis Quinze y las pinturas impresionistas del gran salón. Creo que voy a comprarle a mi mujer un abrigo de pieles. Quiere uno nuevo y supongo que son más baratos ahora, en verano. Río abajo llegó el prolongado y profundo alarido de una sirena. Era medianoche y el Île de France abandonaba su tumultuoso embarcadero. Habría sin duda hombres con traje de gala y damas con vestidos de noche despidiéndolo, y estarían tocando los himnos nacionales: The Star-Spangled Banner y La Marsellesa. Habría por supuesto también aduaneros y maderos y una gran diversión. Quise decirle algo a Maurice, pero este estaba ya roncando.
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