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VOLVERÉ CON MIS PERROS
“El aliento de ballena enloquece”. Se trata sólo de una frase que, a decir verdad, no me pertenece. Recuerdo el temblor de tus labios y un cierto resplandor que brotaba de tus dientes cuando la pronunciaste. Y aquella tarde la repetiste, con una insistencia que se me antojó insidiosa, mientras dejabas que la brisa refrescara tu hermoso cuerpo de muchacho. Habías batallado en silencio sobre las erosionadas colinas de mi cuerpo hasta que el aliento de la ballena se te hizo insoportable y decidiste escapar. Sudoroso y fatigado te refugiaste en el extremo sur del balcón, allí donde el viento cargado de presagios mitigara los ardores de tu piel. Yo, desde mi lecho revuelto, entre cojines y almohadones de plumas, fumando te observaba. Y tu imagen crecía dentro de mí, alta y vigorosa, como una palmera. Dicen que a los moribundos, en la hora postrera, se le representan escenas enteras de su vida, que desfilan delante de sus ojos al igual que una película acelerada. Yo, que yazgo a la intemperie y que no alcanzaré a ver el lento fundido de las colinas y del cielo –desde el verde tornadizo y el azul esmaltado hasta el negro carbón, pasando por las múltiples tonalidades del sepia y el gris–, intento llenar este espacio breve con figuras falsas, espectrales, que mezclo y entrevero a sucesos de los llamados, a falta de una termino120
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logía más precisa, reales. Me pregunto qué importancia puede tener ahora saber si te conocí ayer –como cualquier aprendiz de detective lo podría determinar– o hace algunos meses –como lo quiere mi imaginación–. ¡Qué importa! Si cuando el sol se apague ya nada habré de recordar. Ni el color de tus ojos ni las formas amenazantes de tus perros de presa, ni siquiera el contorno enrarecido de las montañas al atardecer. Vuelto hacia el cielo. Azul. De un azul malva, amoratado. Mi rostro macerado cubierto por un manto de cenizas. Veo torbellinos de luz, sombras danzantes, claridades como de acuario. E intento rescatar del fondo de mi cerebro, recalentado como un motor al rojo vivo, alguna imagen borrosa de mi infancia, un aroma persistente, la vibración de un sonido, la textura de un objeto familiar. El perfume letal de mi madre. La sonrisa sesgada de mi padre. Mi largo vestido azul celeste. Sentado en el poyo de la ventana contemplo los gruesos goterones que se desgranan allá afuera levantando nubecitas de polvo sobre las baldosas del patio: lluvias caprichosas en mitad del verano. Un rumor de voces y de risas llama mi atención, me volteo y veo a mi madre en compañía de sus amigas, que se agrupan alrededor de una mesita. Toman café y saborean pastas de arroz espolvoreadas con canela, buñuelos rellenos de miel, galletas untadas con crema de leche. Se acomodan en feos sillones, comentan la visita del señor obispo o el matrimonio vergonzoso de una sobrina, charlan como pajarracos. Detesto a esas intrusas que se interponen entre mi madre y yo, que me roban su cariño a esta hora cuando el sueño me hace cabecear. Si estuviera solo con ella, me acunaría en su regazo y me dormiría escuchando frases lisonjeras: «mi amor, mi corazón, mi rey». Algunas veces, 121
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creyendo que duermo, acerca sus labios a mi oído y con voz dulce repite: «mi niña, mi niña». ¿Niña? Cuando descubriste la foto marchita guardada entre las páginas de un libro de historia, te burlaste de la seriedad de mi semblante. «Pareces una aprendiz de geisha», dijiste. Travesuras de nuevos amantes, pensé. Luego agregaste que a pesar del aspecto desvaído y de los años transcurridos, podías adivinar el color del vestido: azul celeste. Acertaste. La foto, en blanco y negro, había sido tomada a principios de la década del veinte, y a la luz de tu comentario adquirió un nuevo valor para mí. La coloqué en un marco plateado. Más tarde hiciste referencia al carácter simbólico de aquella prenda. Argumentaste que el entramado de la tela se había adherido a mi cuerpo como una segunda piel, moldeándolo según los deseos secretos de mi madre, devolviéndolo a su condición original. Esta vez acertaste a medias, psicólogo de porquería. Tres perros diurnos, tus dogos, altos y hermosos, de ojos amarillos, babeantes, asesinos, levantaron sus pesados garrotes y los dejaron caer una y otra vez sobre mi cráneo y mis costillas, metódicamente, con saña, hasta que mis gritos no fueron más que muecas silenciosas, mi boca una espesa masa rojiza abriéndose y cerrándose como una flor carnívora. Tú, que no quisiste manchar tus manos de oro con mi sangre, permaneciste alejado. Fumando vigilabas desde el automóvil. Luego de un porrazo en la oreja no supe más de mí. ¿Acaso me quedé dormido? ¿Alguien se acercó para susurrarme una frase de despedida: mi niña, mi niña? Si llegué a pensarlo, ahora lo dudo. Tus dogos me dieron por muerto, abordaron el auto y regresaron a la ciudad cantando melodías obscenas. Tú conducías en silencio, abrazado al volante, abriéndote en 122
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las curvas con temeridad, acelerando, huyendo del demonio, recordándome. El aliento de la ballena enloquece, y esta tarde, más que nunca, el sol aviva esa podredumbre. Hablo para ti, sólo para ti. Y mi voz, como mi aliento, te acosará en tus tardes del futuro cuando vaciles entre aturdirte de gritos y atiborrarte de cerveza en el partido de fútbol o salir a cazar ratas, acompañado de tus dogos, por los basureros del muelle. Tal vez decidas acercarte hasta el mercado de flores y comprar un ramo de claveles para obsequiarlo a esa malvada a quien te has empeñado en llamar madre. En cualquier caso, mi voz no te concederá tregua. Hablo para ti pues presumo que tu depravación –esa forma sutil de candor adolescente– bastará para impulsarte a escribir el final de mi tragedia, que, de alguna manera, fue también la tuya. Imagino que le imprimirás al relato un sello personal, eso que llaman estilo, quizá optes por un tono desenfadado, casual, y omitas algún detalle ominoso, pero no te atreverás a modificar su aspecto lúdico y ritual, tampoco negarás tu participación decisiva y esencial... Una idea torcida interrumpe mi delirio: esta puesta en escena es consecuencia de un acto deliberado. En tu afán por vivir experiencias extremas planificaste mi destrucción. El propósito no era deshacerte de un enemigo indefenso –por odio, deseo de venganza o cualquier otra manifestación sentimental–. Se trataba, más bien, por así decirlo, de una preocupación estética. De este suceso contemplado en primer plano podías extraer el material para uno de tus escritos. ¿Acaso no ambicionabas trasladar al papel la esencia de lo real? Pero no, exagero. Tus motivaciones no eran artísticas, que yo sepa aún no has leído a De Quincey. La verdad es que mi desaparición resolvía tu pasado, de un solo manotazo 123
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borraba la vergüenza que un día se abatió sobre ti como la sombra de un pájaro de mal agüero. Hasta ese punto soy capaz de entender. Sin embargo, me niego a admitir que la ceniza del tiempo silencie mis palabras, pues ellas forman el tejido de esa historia, hermosa u horrenda, que tú intentas escribir. No olvides dibujar una escena en la que aparezcamos desnudos revolcándonos en la alfombra de la sala como bestias felices, habitantes voluntarios de la misma jaula. Aniquilarme era una tarea de fácil realización. ¿Con qué fuerzas iba yo a resistir la embestida de tus perros? Me entregué, incluso con docilidad. Acepté mi destino. No obstante, hay algo a lo que nunca, ni en los sueños más absurdos, lograría encontrarle una explicación satisfactoria: y es esa manera tuya tan particular de asumir la crueldad –reflejada en el brillo emponzoñado de tus ojos verde agua mientras animabas los movimientos de tus perros de presa–. La revelación de aquella cualidad, que no podía asociar a tu naturaleza, me permitió –muy a mi pesar, pues hubiera preferido someterme a cualquier otra prueba– demostrarte el grado de mi sumisión. A pesar del desmoronamiento de tu imagen te fui fiel hasta el final, soporté los golpes como un animal manso y resignado, y en ningún momento me volví contra ti ni exigí compasión, pues, aunque te suene extraño, pensaba que al actuar de aquella manera no sólo estaba cumpliendo tu voluntad sino que también me hacía grato a tu espíritu. Mientras tus perros se ensañaban en mi cuerpo, yo chapoteaba en un charco de sangre e intentaba evadirme, buscaba anular cualquier motivo que me moviera hacia el odio. Aturdido me decía a mí mismo: «Si nunca le hice daño, si los hilos que me ataban a su carne eran puros como los sueños de un ángel, si sus ojos verde agua fueron para mí ventanas 124
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abiertas hacia la locura. No es posible que de sus labios haya salido la orden de mi tormento, alguien ha usurpado su identidad, sí, sí, el sol crea en mi mente absurdos espejismos. Es otro quien trazó este plan siniestro, sí, él nunca, nunca». Soy –¿debería decir era?– por naturaleza un ser tranquilo. Prefiero el sosiego a la agitación. Me complazco en el devenir previsible de los días. Abomino de los cambios compulsivos y de los relojes de arena. Me siento a gusto en una habitación con ventanas, tanto mejor si éstas se abren a un paisaje arbolado o a un jardín. Mi única ambición era la de permanecer vivo hasta la hora de mi muerte. Respirar sin temor a envenenarme, regar mis plantas en la terraza del apartamento, tejer para ti un suéter o una bufanda. Contemplar durante un tiempo sin medida los movimientos caprichosos de mis peces de colores, adormecerme en un sillón, aguardar tu llegada. Bienvenido, príncipe, mi Alcibíades. Juntos tomamos té, masticamos galletas y jugamos a las cartas, hasta que la noche bate sus alas oscuras frente a la ventana. Hace frío allá afuera, querido. Yo estoy ardiendo. Pero un día aciago, como mensajeros de la peste surgieron de alguna pesadilla los tres dogos, tus guardianes, e intuí de golpe que el orden de mi mundo se derrumbaba. Cuando algún pájaro extraviado o el ojo implacable de Dios o las primeras moscas descubran los despojos de mi cuerpo, se habrán ya borrado todos los recuerdos. Acaso una nube blanquecina, como de tiza, flote intacta en mi memoria. ¿Cómo saberlo? Conservaré hasta el último instante –de eso sí puedo estar seguro– el azul de mi vestido y la sonrisa sesgada de mi padre. Elijo estas imágenes pues tú te encargaste de desenterrarlas. ¿Te rindo así un nuevo homenaje? Con tu habitual manera de menospreciar lo superfluo cen125
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traste la atención en el color del vestido y en el ángulo de la sonrisa, te afincaste en esos detalles, al parecer insignificantes, y te zambulliste como si nadaras en un líquido amniótico hasta tocar fondo. Para ti la foto constituía un signo revelador, un códice fácil de descifrar, y así lo manifestaste. Escucho tu voz: «No es preciso ser un mago de ojos de azabache, todo está claro y transparente como el agua de esta pecera. Veamos. Por alguna razón, que ahora no nos importa determinar, tus padres tuvieron un sueño que alimentaron hasta convertirlo en obsesión. Tu nacimiento debe haberlos desilusionado, sin embargo, como ocurre en ciertos casos de esquizofrenia aguda, no se resignaron. Si la naturaleza había contrariado sus deseos regalándoles un varón en lugar de la hembrita anhelada, ellos se encargarían de aplicar los correctivos. Entonces comenzaron a llenarte de miriñaques, cintas para el cabello, peinetas, aretes, vestiditos. Te aficionaste a jugar con muñecas. Aprendiste a tejer y bordar. Creciste en la ambigüedad... Creo que te equivocas al definir la sonrisa de tu padre como sesgada. Fíjate bien. Tu padre se inclina hacia ti y rodea tus hombros con su brazo, y es a causa de esa posición un tanto incómoda que la línea de los labios muestra un leve desvío. Los ojos, en cambio, se mantienen fijos y atentos, contemplan el lente de la cámara. De cualquier manera, el rostro de tu padre resplandece de satisfacción, y es eso lo que cuenta. Un poco alejada, y también de pie, con la mano enguantada apoyada en el respaldo de una silla, tu madre se esfuerza por conservar una postura hierática. Contiene la respiración, hincha su pecho, de puro orgullo. ¿Quién se atrevería a negar que ambos disfrutan de un instante de felicidad? Casi puede verse el aura de dicha que flota sobre sus cabezas. Tú, en el centro del cuadro, eres la encarnación viva 126
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de su sueño». No me sorprende tu lucidez freudiana. A tus escasos diecinueve años tu visión del mundo está impregnada ya con el aire de autosuficiencia y ligereza que caracteriza a los jóvenes de tu generación. Nada te asombra. Sin embargo, quedaban dentro de ti los vestigios del niño que fuiste en otro tiempo, y a ratos, confuso y desamparado, tiritando, buscabas refugio en mi calor. Te abrazabas a mi espalda y como a un ciego te iba conduciendo, ciego yo también, a tientas, cuidando de no desbaratar el juego, poco a poco, hasta dar con el portillo, dejándonos llevar por el vaivén de la corriente, ¡viaje maravilloso! Y al término de la faena te detenías como un perro alucinado, acezante, sin voluntad, girabas revolviendo las sábanas, hundías tu rostro sudoroso entre la almohada y te quedabas quieto, aletargado. Entonces me acercaba y te acariciaba el cabello, me acercaba más y te besaba el cuello, me acercaba aún más y emprendíamos el camino de regreso. Ida y vuelta, ¡viaje maravilloso! ¿Quién es el que habla ahora? Si ya estoy muerto, ¿a quién pertenece esa voz? ¡Calla! Y así agregábamos otro eslabón a la cadena iniciada una tarde de abril cuando coincidimos en la única mesa libre del bar La Escalera. Después de las primeras miradas, que se cruzaron en el aire como sables de luz, envueltas en el humo azul de los cigarrillos que trepaba hacia el techo, dijiste no sé qué de la asamblea anual de los subastadores de lluvia o del encuentro fortuito de dos peregrinos en un oasis que pudiera ser un espejismo. Dejaste deslizar la palabra “azar” y le diste una entonación tan sutil y sugestiva, tan cargada de resonancias, de manera que el desconcierto hiciera estragos en mi mente... Y luego hablaste de los jinetes del Apocalipsis, del gallo desplumado de Diógenes y de la oreja izquierda de Van Gogh. ¿Querías impresionarme con 127
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tu cháchara de dementes? ¿Fingías acaso una ebriedad permisiva? Tus ojos de serpiente relampagueaban en la penumbra del salón. Hablaste de un profeta prisionero en un ascensor y de un niño que daba cuerda a su cometa rojo sacudido por el viento del sur y de un anciano desnudo corriendo enloquecido a través de un campo de trigo. «Tengo una madre dominante y pelirroja», anunciaste con solemnidad divertida. Revelaste algunos secretos de tu vida andariega, pero en ningún momento hiciste alusión a la existencia de tus perros guardianes. Quizá el momento era demasiado hermoso para mancharlo con el recuerdo de futuros ladridos. De pronto aquel torrente de palabras se interrumpió. ¿Qué sucede? Un pesado y herrumbroso candado colgaba de tus labios. ¿Te comieron la lengua los ratones? En aquel repentino arrebato de silencio descubrí mi oficio de buzo: en aguas muy profundas y entre la maraña de peces, corales e hipocampos, pude vislumbrar los insospechados alcances de nuestro encuentro. Un golpe de dados. El azar. Es mi turno, pensé, e hice mi jugada. Miraste al trasluz los restos de tu cerveza y, quizá ocultando una sonrisa, aceptaste mi azorada invitación a compartir un té de hierbas en la terraza de mi apartamento. Guardo una botella de vodka en el refrigerador, agregué, sorprendido de mi osadía. Comenzaba a anochecer. Disponíamos de tiempo suficiente para escuchar varios discos de jazz –habías dicho que el saxo era tu instrumento predilecto–, y mientras aquel ritmo envolvente y cadencioso reverberara en el aire y acariciara nuestra piel, yo te iría mostrando, como si las hubiera encontrado por casualidad, algunas láminas de un libro de arte: un retrato del joven Durero, un ángel andrógino de Botticelli, el San Sebastián de Guido Reni. Un invisible mechón crea una zona de turbulen128
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cia, un nido enrevesado como de golondrinas, cerca de tu ojo izquierdo. Acerco mi mano para deshacerlo. La mesa está servida. Atravesamos calles mal iluminadas, nos adentramos en el barrio de los desahuciados, y cuando estábamos a pocos pasos de nuestro refugio pensé que nada había hecho para merecer tanta felicidad y como si quisiera desatarme de la trama de aquel sueño te di una oportunidad de escapar. «En mayo cumplo cincuentisiete años. Soy un Géminis degenerado», así hablé. «Y yo soy Tauro, del veintiocho de abril», comentaste. «Abril, lluvias mil», repetí como en un eco. Y tu seguiste el juego: «Mayo es el mes de las flores», y sin pausa alguna agregaste: «El zodíaco es un espejo mentiroso». Soplaba un viento feroz, como pilotos ciegos nos aferramos al timón y ya nadie pudo contener la nave. Cinco meses después exigiste una pausa. ¿Te preparabas para desertar? «Me voy, mi madre me espera en la casa de la playa. Gracias por el suéter, lástima que no pueda usarlo ahora, lo guardaré para mi regreso. Te dejo mis discos, algunos libros y mis apuntes de novela. Vuelvo la primera semana de octubre. Te recordaré. Besos». Releí la nota y la aparté con rencor. Tu ausencia me dejaba en los labios un sabor a cenizas, y, por primera vez, pensé con preocupación en tus perros de presa. «Guardo tres dogos en el solar de mi casa. Cada mañana los alimento con una ración de soledad y otra de rabia. Acostumbran dormir a los pies de mi cama, vigilan las evoluciones de mi sueño, atentos al más leve parpadeo, dispuestos a volver trizas al infeliz que se atreviera a interrumpir mi reposo. Algunas veces, sobresaltados por el ruido lejano de una campana o por el canto de algún gallo madrugador, ladran furiosamente. Entonces me levanto, abro la puerta 129
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que da al patio y los dejo salir. Orino a la luz de las estrellas y ellos hunden sus hocicos en la hierba, la sal los tranquiliza. Luego regreso a mi aposento dispuesto a reanudar mi sueño interrumpido. Temprano me levanto y abro las ventanas para que el viento barra los olores de la noche. Me deslizo en dirección al baño, acciono el grifo de la ducha y el agua fría me limpia la mirada: percibo la claridad como una pátina plateada en el tragaluz o como destellos tenues en la superficie de los azulejos. Más tarde, silbando y vestido con un short estampado, atravieso la sala sembrada de muebles de estilos contradictorios, lámparas, mesitas, cachivaches y cuadros de un gusto ramplón, y llego al comedor donde me aguarda mi madre cubierta por una bata de seda. Al inclinarme para besarla entreveo sus senos de mujer madura, firmes aún, tostados por el sol. El vaho que brota de aquel cuerpo, semejante al fermento de un caldo de cultivo, me produce un ligero mareo. Me siento en mi silla y unto un pedazo de pan con mermelada, humea el café. Y allá afuera, entre las palmeras del jardín, los perros se pasean inquietos, dan vueltas persiguiendo a un molesto moscardón». Alguna vez amenazaste con azuzar tus perros de presa contra mí. No presté atención a tus palabras. Cómo iba yo a hacer caso de semejante sentencia si pensaba que los dogos no eran más que una metáfora. Las fuerzas ocultas de tu mente, tus celos contenidos o algo así. Sin embargo, al leer en la libreta que me confiaste aquel párrafo revelador, tuve dudas. En el escrito retratabas a tu madre, ni siquiera recurriste al maquillaje de la ficción. Era ella, ya me habías hablado de su leche amarga y de sus pezones oscuros y correosos, endurecidos por la brisa marina. ¿Y los perros? ¿Por qué aguardé pasivamente como si me dispusiera a cum130
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plir una condena? Pude escapar o reforzar las puertas con cerrojos o cavar una trinchera. Nada hice, sin embargo. Y no me sorprendí cuando irrumpieron con una violencia inusitada, quizá innecesaria, en la calma dominguera de mi apartamento. Hágase tu voluntad. Llegan como un viento rabioso, aúllan, derriban los muebles y saltan sin compás como torpes aprendices de una danza burlesca y mortal. En sus gestos, exagerados y grotescos, hay algo de fingido, teatral, que a mí, a pesar del desasosiego, me recuerda una escena de Ubú rey –la vimos juntos, tú y yo, tomados de las manos–. Sacuden sus garrotes con formas de falos, bailan como pieles rojas de película, las puntas aceradas de sus botas viajan buscando mis costillas. Los golpes no son de utilería. Me arrastran como a un muñeco de trapo, a empujones me meten en el ascensor. El descenso se me hace interminable; en el espejo contemplo mi imagen, la consumo con voracidad pues sé que no la veré nunca más. El calvario apenas comienza. La soledad del domingo es el cuarto perro. En el estacionamiento del sótano, al lado del ascensor, reconozco la silueta del auto y tu perfil tras el cristal. Y en aquel acto desesperado –en el cual yo soy el protagonista principal– veo la huella inconfundible de esa mujer, a quien tú, insensato, aún llamas madre. ¿Quién sino ella era capaz de dejar en libertad a tus perros de presa? Fue entonces cuando me compadecí de ti e imaginé la escena en la casa de la playa. No tuve que esforzarme demasiado pues tú, en las páginas de la libreta, con tu poder de anticipación, habías hecho una descripción detallada del suceso. Ella descansa en una silla de lona. El mar, a escasos cien metros del pretil de piedras que bordea el jardín, ruge como un león. El aire cargado de sal agita su cabellera color sangre. Tú te acercas desnudo, te hincas y le besas las 131
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rodillas. Ella, absorta en la contemplación de las uñas de su mano izquierda, pareciera no haber reparado en tu presencia. Se trata, no obstante, de una impresión pasajera, pues ahora interrumpe su tarea, alarga la mano, toma un vaso rebosante de ron y te habla en un tono maternal. ¿Alguna vez te habló de otra manera? «Hijo, el primer tercio de la línea de tu vida está cortado por una cicatriz que representa un río turbio y engañoso. Deberás cruzarlo a nado, con las manos atadas a la espalda. Sólo así podrás sobrellevar el recuerdo de la vergüenza y el deshonor, y, por añadidura, te harás merecedor de mi admiración. Acepta este cáliz que te ofrezco (aunque no lo especificas, en este punto acerca a tus labios el vaso de ron), bébelo hasta la última gota... Levántate ya. Mañana muy temprano subirás hasta la ciudad maldita, y antes de que el sol se retire de este corredor regresarás con tus manos manchadas de sangre. Con agua de rosas te las lavaré y luego te las cubriré de besos. Anda, vete ahora y procura descansar. No temas, la sombra de tus perros te protegerá». Así pudo haber sucedido, en cuyo caso admiro tu don de adivinación. Pero me pregunto si acaso tú, en el bar La Escalera, el mismo día de nuestro encuentro, antes incluso de ponerte a hablar como un poseso, no habías tramado ya el argumento de esta historia. ¿Por qué, a sabiendas de que me iba a reconocer en el personaje, el seductor de cabello entrecano y mirada ladina, como lo describes en las primeras líneas, por qué me confiaste el manuscrito? Sólo la perversión explica este juego en el que mezclas realidad y ficción. ¿Por qué incluyes una escena de amor –inspirada en Sade, me imagino– en la cual el héroe adolescente y la madre, una pelirroja furiosa como una walkiria de Wagner, se refocilan sobre 132
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una alfombra al ritmo de “Ciudad Caliente”, un blues de Parkinson, mi canción favorita? Sólo para hacerme rabiar de celos. ¿Y por qué el manuscrito se interrumpe justamente cuando la madre ordena al hijo el cumplimiento de la venganza? Me planteas un desafío y un acertijo: debo completar el manuscrito y hallar el final previsto por el autor. No, no te detengas ahora, continúa escribiendo. Si acaso he desmontado tu juego, de nada me servirá. Hace rato ya que el auto se desvió de la autopista, avanza a saltos a través de un camino de tierra. Se detiene en un paraje solitario, una ensenada entre colinas, el lugar escogido para mi ejecución. Sales del auto e inspeccionas el terreno, tus guardianes se carcajean y se disputan la botella de ron. Te acercas, oteas el horizonte como si buscaras en el azul del cielo alguna señal. Luego enciendes un cigarrillo. Qué importa si reconozco la falsedad de este monólogo: una historieta que gira sobre sí misma, contradiciéndose en cada vuelta, agregando nuevas mentiras. ¡Qué importa! El orden del universo no se alterará si entretengo mi agonía con esta balada –que es también un balido por lo que me corresponde de Cordero–. Melodía desafinada, fábula sin moraleja, que inventé en los últimos instantes de mi vida. Por compasión hacia mí mismo, creo, pues cuando supe que tus perros se habían ido olvidándose del golpe de gracia, decidí alterar el argumento de nuestra breve e intensa relación, que se iniciara ayer tarde en el bar La Escalera y que culmina hoy, aquí, al anochecer. Imaginé una historia de amor, con introito, nudo y desenlace. La viví durante cinco meses. A partir de un comentario tuyo, «tengo una madre dominante», ¿te acuerdas?, di forma y sustancia a un personaje digno de Sófocles. Ah, y como en tu fuga precipitada dejaste una libreta con 133
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bosquejos de cuentos, poemas y otras idioteces, colgué de tu cuello la etiqueta de genio adolescente. ¿Qué sucedió, en realidad, cuando llegamos al apartamento? Te mueres de la curiosidad por saberlo, ¿no es así? «La realidad: una de las múltiples variantes de la ficción». ¿Quién dijo eso? Sucedió que bebimos como cosacos y bailamos como putas desvergonzadas. Nos besamos. Luego hiciste un streaptease espectacular que quisiste rematar con un vuelo rasante sobre la ciudad. Ícaro bajo la luna llena, te detuve a tiempo, justo al borde del voladizo del balcón. ¿Sabías que estábamos en el piso catorce? ¿Dónde comienza tu laguna mental? ¿Qué es lo que no quieres recordar? Más tarde tropezaste y caíste sobre la alfombra, boca abajo, largo y hermoso como una palmera. No te levantaste. ¿Perdiste el conocimiento? Creo más bien que simulaste un sueño profundo para enmascarar tu entrega. ¿Qué hice yo? Con mi buril en ristre firmé mi sentencia de muerte. Y me quedé dormido. No supe la hora en que te fuiste ni escuché el portazo ni tu voz amenazante. Al despertar leí tu nota de despedida escrita con espray rojo sangre en la pared: «Volveré con mis perros, viejo maricón». Las sombras cubren las ensenadas y el borde de las colinas se oscurece también. Si pudiera recordar el color de tus ojos alumbraría con su luz la tiniebla que me aguarda. Escucho un zumbido persistente. ¿Un moscardón? Me apresuro a terminar el manuscrito, escribo la última frase, tus dogos salen del ascensor y se dirigen a mi puerta.
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