Hacer bien el mal

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Bajo las pirámides H.P. Lovecraft y Harry Houdini

E

l misterio atrae al misterio. Desde que se extendiera mi nombre como artífice de hazañas inexplicables, he topado con extrañas historias y eventos que mi vocación ha llevado a la gente a relacionar con mis intereses y actividades. Unos han sido triviales e irrelevantes, otros profundamente dramáticos y absorbentes, otros generadores de extrañas y peligrosas experiencias, y otros me han enfrascado en exhaustivas investigaciones científicas e históricas. He hablado de muchos de ellos y seguiré haciéndolo libremente; pero hay uno que no cuento sino con suma reticencia, y que solamente ahora procedo a relatar después de haber sido sometido a una sesión de intensa insistencia por parte de los editores de esta revista, a quienes les habían llegado vagos rumores de la historia por boca de otros miembros de mi familia. Este asunto hasta ahora ocultado por mí acaeció durante mi visita no profesional a Egipto hace catorce años, y desde entonces he preferido evitarlo por diversas razones. Para empezar, soy reacio a explotar determinados hechos y condiciones innegablemente reales, a todas luces desconocidos por la miríada de turistas que se aglomera en torno a las pirámides, y que las autoridades de El Cairo ocultan con harta diligencia aparentemente, 47


pues no pueden no estar al tanto de ellos. Por otro lado, no me atrae la idea de relatar un incidente en el que la fantasía de mi propia imaginación de seguro jugó una parte más que importante. Lo que vi —o creí ver— no ocurrió, evidentemente; más bien ha de tomarse como el resultado de mis por entonces recientes lecturas sobre egiptología, y de las elucubraciones que sobre el tema propició como es natural el ambiente en el que me encontraba. Estos estímulos de la imaginación, magnificados por la excitación causada por un suceso real ya de por sí lo bastante terrible, qué duda cabe que dieron lugar al horror con que culminó aquella noche grotesca, hace tanto tiempo. En enero de 1910, yo acababa de cumplir con un compromiso profesional en Inglaterra y firmé un contrato para realizar una gira por los teatros australianos. Comquiera que disponía de un amplio margen de tiempo para realizar el viaje, decidí aprovecharlo emprendiendo la clase de viaje que más me interesa; así, acompañado de mi esposa, me dirigí sin prisa hacia el sur del Continente y embarqué en Marsella en el vapor P & O Malva, rumbo a Port Said. Desde ese momento me propuse visitar las principales localidades históricas del Bajo Egipto antes de partir definitivamente hacia Australia. El viaje resultó agradable y lo amenizaron muchos de los divertidos incidentes que le acaecen a un prestidigitador fuera del ámbito de su trabajo. Me había hecho el firme propósito, a fin de disfrutar de una travesía apacible, de no revelar mi nombre; pero me vi impulsado a traicionar mi propósito por un compañero mago cuyo afán por maravillar a los pasajeros con trucos corrientes 48


me tentó a duplicar y superar sus hazañas de una forma harto desfavorable para mi anonimato. Hago mención de esto por el efecto que tuvo en última instancia —un efecto que yo debería haber previsto antes de revelar mi identidad a un cargamento de turistas que estaba a punto de desparramarse a lo largo y ancho del valle del Nilo—. Lo que hizo fue anunciar a voces mi identidad allí donde fui a partir de ese momento, y nos privó a mí esposa y a mi del plácido anonimato que ansiábamos. En nuestros desplazamientos en busca de curiosidades, a menudo me vi obligado a dejarme inspeccionar ¡como si yo mismo fuera una suerte de curiosidad! Habíamos viajado a Egipto en pos de algo pintoresco y místicamente impresionante, pero fue bien poco lo que encontramos cuando el barco atracó en Port Said y descargó a sus pasajeros en los botes. Pequeñas dunas de arena, boyas que se mecían en aguas poco profundas, y una pequeña ciudad de aburrido aire europeo sin nada de interés salvo la gran estatua de De Lesseps nos espolearon a pasar a algo que nos mereciese más la pena. Tras una breve deliberación, decidimos salir de inmediato hacia El Cairo y las pirámides, para más tarde viajar a Alejandría y tomar allí el barco australiano y visitar cualesquiera que fueran las ruinas grecorromanas que la antigua metrópolis pudiera albergar. El viaje en ferrocarril resultó bastante tolerable, y consumió solamente cuatro horas y media. Vimos una buena parte del canal de Suez, cuya ruta seguimos hasta Ismailiya, y más tarde saboreamos el Viejo Egipto con una panorámica del restaurado canal de agua dulce del Imperio Medio. Luego, por fin, divisamos El Cairo 49


brillando con luz trémula en la creciente oscuridad; una centelleante constelación que se transformó en resplandor conforme nos detuvimos en la majestuosa Gare Centrale. Pero de nuevo nos aguardaba la decepción, porque cuanto contemplábamos era europeo salvo las vestimentas y la muchedumbre. Un prosaico paso subterráneo nos condujo a una plaza abarrotada de carruajes, taxis y tranvías, y rutilante con luces eléctricas que brillaban en los altos edificios; mientras que el mismísimo teatro donde en vano me solicitaron que actuase, y que más tarde visité como espectador, había sido rebautizado poco antes como «El Cosmógrafo Americano». Nos alojamos en el Shepherd’s Hotel, al que llegamos en un taxi que recorrió veloz calles anchas de edificios elegantes; y en medio del perfecto servicio del restaurante, los ascensores y los lujos típicamente angloamericanos, el misterioso Oriente y el pasado inmemorial nos parecieron harto lejanos. El día siguiente, no obstante, nos zambulló deliciosamente en la atmósfera de las Mil y una noches; y el Bagdad de Haroun el Raschid pareció revivir en las sinuosas calles y el exótico perfil de El Cairo recortado contra el horizonte. Guiados por nuestra Baedeker, avanzamos hacia el este, pasados los jardines de Ezbekiyeh y recorrido el Mouski en busca del barrio nativo, y no tardamos en caer en manos de un vociferante cicerone que —pese al rumbo que tomaron los acontecimientos después— era sin lugar a dudas un maestro en su oficio. Sólo más tarde caería en la cuenta de que debería haber solicitado un guía oficial en el hotel. El hombre, un tipo afeitado, 50


de voz peculiarmente cavernosa y bastante aseado que parecía un faraón y que se hacía llamar «Abdul Reis, el Drogman», parecía tener mucha autoridad sobre los de su clase; aunque más tarde la policía manifestó no conocerle, y dio a entender que reis es un mero calificativo para cualquier persona con autoridad, mientras que «Drogman», evidentemente, no es sino una torpe modificación del apelativo para un guía de grupos turísticos: dragomán. Abdul nos condujo entre maravillas sobre las que hasta entonces sólo habíamos podido leer y soñar. El casco antiguo de El Cairo es de por sí un cuento y un sueño —laberintos de estrechos callejones impregnados de aromáticos secretos; balcones y miradores cuajados de arabescos que casi se tocan por encima de las calles empedradas; una vorágine de tráfico oriental poblada de gritos extraños, restallar de látigos, traqueteo de carros, tintineos de monedas y rebuznos de asnos; caleidoscopios policromados de túnicas, velos, turbantes y feces; aguadores y derviches, perros y gatos, adivinos y barberos; y por encima de todo el plañir de los ciegos que mendigan agazapados en las esquinas y el sonoro cántico de los almuédanos desde los alminares que se recortan delicadamente contra el intenso e imperturbable azul del cielo. Los bazares, techados y más tranquilos, no eran menos seductores. Especias, perfumes, incienso, cuentas, alfombras, sedas y latón —el viejo Mahmoud Suleiman permanece acuclillado con las piernas cruzadas entre sus pegajosos frascos mientras unas parloteantes jóvenes muelen mostaza en el capitel vaciado de una antigua 51


columna clásica: corintia, de la vecina Heliópolis quizá, donde Augusto acantonó una de sus tres legiones egipcias—. Antigüedad y exotismo comienzan a entremezclarse. Y luego las mezquitas y el museo: los vimos todos, e intentamos evitar que nuestra fiesta árabe sucumbiese al encanto más sombrío del Egipto faraónico que ofrecían los valiosos tesoros del museo. Ese había de ser el clímax, y por el momento nos concentramos en las glorias sarracenas de los califas medievales, cuyas majestuosas mezquitas-mausoleo forman una rutilante y fabulosa necrópolis a las puertas del desierto de Arabia. Finalmente, Abdul nos condujo a lo largo de la Sharia Mohamed Ali hasta la antigua mezquita del Sultán Hassan y de ahí a Bab-el-Azab, flanqueada por sus torres y traspasada la cual asciende el empinado paso amurallado que brinda acceso a la imponente ciudadela que construyera el mismísimo Saladino con piedras de pirámides olvidadas. Caía el sol cuando escalamos ese peñasco, rodeamos la moderna mezquita de Mohamed Ali y nos asomamos al vertiginoso parapeto para contemplar, allá abajo, el místico Cairo —el místico Cairo, dorado él con sus cúpulas labradas, sus etéreos alminares y sus flamantes jardines—. Muy por encima de la ciudad se cernía la gran cúpula romana del nuevo museo; y más allá —al otro lado de las amarillas aguas del críptico Nilo, padre de eónes y dinastías— acechaban las amenazadoras arenas del desierto de Libia, onduladas, iridiscentes y malditas por arcanos más antiguos. El rojo sol acabó de ponerse dando paso al frío implacable del ocaso egipcio, y conforme se apoyaba sobre el filo terrestre como ese dios antiguo de Heliópolis —Ra-Horajti, el Sol del 52


Horizonte— vimos recortarse contra su bermejo holocausto las oscuras siluetas de las pirámides de Guiza —las tumbas paleógenas del lugar habían cumplido ya sus vetustos mil años cuando Tutankamón estableció su trono de oro en la lejana Tebas—. Entonces supimos que habíamos acabado con el Cairo sarraceno y que debíamos saborear los misterios más profundos del Egipto primigenio —la negra Khem1 de Ra y Amón, de Isis y Osiris. La mañana siguiente visitamos las pirámides, a bordo de un Victoria cruzamos el majestuoso puente del Nilo con sus leones de bronce, la isla de Geziera con sus imponentes acacias amarillas, y el puente de los Ingleses, más pequeño, hasta la orilla occidental. Descendimos por la carretera de la ribera, entre fabulosas hileras de acacias amarillas, pasado el vasto Jardín Zoológico hasta el suburbio de Guiza, donde después han construido un nuevo puente que cruza hasta el mismo Cairo. Luego, poniendo rumbo al interior por Sharia el Haram, cruzamos una región de canales vítreos y destartaladas aldeas nativas hasta que se presentaron imponentes ante nosotros los objetos de nuestra cruzada surcando la neblina del amanecer y formando réplicas invertidas en los charcos de los bordes de la carretera. Y, efectivamente, tal y como les dijera allí Napoleón a sus soldados, nos sentimos observados por cuarenta siglos de historia. La carretera inició ahora un abrupto ascenso, hasta que por fin alcanzamos el lugar de transbordo entre la 1

El nombre ancestral de Egipto, «Tierra negra» en la lengua del Antiguo Egipto, hace alusión a las fértiles y negras tierras a ambas orillas del Nilo. (N. de la T.)

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estación del tranvía y el Mena House Hotel. Abdul Reis, quien muy competentemente se encargó de adquirir nuestras entradas para las pirámides, parecía haber llegado a cierto entendimiento con la horda de vociferantes y ofensivos beduinos que poblaban una escuálida aldea de adobe a cierta distancia de allí y que como una peste asaltaban a todos los viajeros, pues los mantuvo a una distancia prudente y consiguió un excelente par de camellos para nosotros, mientras que él se montó a lomos de un asno y cedió el liderazgo de nuestras bestias a un grupo de hombres y muchachos más caros que útiles. La zona que debíamos cruzar era tan pequeña que apenas si hacían falta los camellos, pero no nos arrepentimos de sumar a nuestra experiencia tan atribulado medio de navegación por el desierto. Las pirámides descansan sobre una elevada meseta rocosa, y forman un grupo junto a la serie más septentrional de cementerios reales y aristocráticos construidos en las proximidades de Menfis, la antigua y ya extinta capital, que yacía en la misma orilla del Nilo, algo más al sur de Guiza, y que floreció entre el 3400 y el 2000 a.C. La pirámide más grande, que es la que queda más cerca de la carretera moderna, fue erigida por el rey Keops o Khufu hacia el 2800 a.C. y tiene una altura de más de ciento treinta metros. Hacia el suroeste, en línea con ésta, se yerguen sucesivamente la Segunda Pirámide, construida una generación después por el rey Kefrén, y que si bien es un poco más pequeña, parece aún más grande por encontrarse en una zona de terreno más elevada, y la mucho más pequeña Tercera Pirámide del rey Micerinos, que se erigió hacia el 2700 a.C. Cerca del borde de 54


la meseta y al este de la Segunda Pirámide, con un rostro alterado probablemente para crear un retrato colosal de Kefrén, su regio restaurador, yace la monstruosa Esfinge —muda, sardónica y de una sabiduría que desafía al ser humano y a la memoria. Hay pirámides menores y ruinas de pirámides de esta categoría en varios lugares, y la meseta entera está horadada de tumbas de dignatarios de menor rango. Estas últimas estaban marcadas originariamente por mastabas, o estructuras de piedra con forma de banco emplazadas en torno a las profundas bóvedas funerarias, como las que se encuentran en otros cementerios menfitas y de las que es un ejemplo la Tumba de Perneb del Metropolitan Museum de Nueva York. En Guiza, no obstante, todos esos elementos visibles han sido arrasados por el tiempo y el pillaje y sólo las bóvedas excavadas en la roca, ya sea cegadas por la arena o destapadas por los arqueólogos, permanecen para dar testimonio de su antigua existencia. Cada una de las tumbas comunicaba con una capilla donde sacerdotes y familiares realizaban ofrendas de alimentos y oración al etéreo ka o principio vital del difunto. Las tumbas pequeñas albergan su capilla en el interior de la mastaba o superestructura de piedra, pero las capillas funerarias de las pirámides donde yacen los regios faraones conformaban templos separados situados siempre al este de su pirámide correspondiente y comunicadas por medio de una pasarela a una gigantesca capilla de entrada o propileo situado al borde de la meseta rocosa. La capilla de entrada a la Segunda Pirámide, prácticamente enterrada por las arenas arrastradas por el 55


viento, abre su boca subterránea como un bostezo al sureste de la Esfinge. Una persistente tradición la viene apodando «El Templo de la Esfinge», y bien puede que sea correcto si la Esfinge representa realmente a Kefrén, el constructor de la Segunda Pirámide. Existen inquietantes historias sobre la Esfinge anteriores a Kefrén, pero fueren cuales fueren sus anteriores rasgos, el monarca los reemplazó con los suyos propios a fin de que los hombres pudiesen contemplar al coloso sin temor. Fue en el majestuoso templo de entrada donde se halló la estatua de Kefrén, tallada en diorita y de tamaño natural, que ahora se expone en el Museo de El Cairo; una estatua que me sobrecogió cuando la contemplé. No estoy seguro de si el edificio habrá sido ya excavado por completo, pero en 1910 buena parte de él yacía bajo tierra, y la entrada permanecía férreamente cerrada por las noches. Los alemanes estaban a cargo de la excavación, y es posible que la guerra u otros motivos interrumpieran los trabajos. Daría lo que fuese —en vista de mi experiencia y de ciertos rumores que corrían entre los beduinos, desacreditados o desconocidos en El Cairo— por saber lo sucedido finalmente con un pozo situado en una galería transversal donde se hallaron estatuas del faraón extrañamente yuxtapuestas a estatuas de babuinos. La carretera que recorrimos esa mañana a camello dibujaba una curva cerrada que dejaba a la izquierda la construcción de madera de las dependencias de la policía, la oficina de correos, el ultramarinos y las tiendas, y proseguía rumbo sur y este ascendiendo en una curva completa la meseta de roca hasta situarnos cara a cara con el 56


desierto, al abrigo de la Gran Pirámide. Cabalgamos pasada la ciclópea obra de piedra, rodeando la cara este y contemplando más abajo un valle de pirámides menores más allá del cual, al este, brillaba el eterno Nilo, y refulgía, al oeste, el eterno desierto. Muy cerca se alzaban imponentes las tres pirámides principales, la mayor de ellas exenta de revestimiento exterior y con sus enormes bloques de piedra a la vista, mientras que las otras conservaban aquí y allá el revestimiento pulcramente dispuesto que en su día les concedió una apariencia lisa y acabada. Ahora descendimos hacia la Esfinge, y permanecimos sentados en silencio bajo el embrujo de esos terribles ojos ciegos. En el vasto pecho de piedra apenas logramos discernir el emblema de Ra-Horajti, con cuya imagen se confundió a la Esfinge en una dinastía posterior; y aunque la arena había cubierto la tablilla entre ambas patas, recordamos lo que Tutmosis IV inscribió en ella y el sueño que tuvo cuando era príncipe. Fue entonces cuando la sonrisa de la Esfinge nos desagradó levemente, e hizo que pensáramos en las leyendas que hablaban de pasadizos subterráneos bajo la monstruosa criatura, que descendían muy, muy abajo, hasta unas profundidades inimaginables —profundidades ligadas a misterios más ancestrales que el Egipto dinástico que excavamos, y que guardaban una siniestra relación con la persistencia de dioses anormales con cabeza animal en el antiguo panteón nilótico—. Fue también entonces cuando cruzó por mi mente una pregunta trivial que no habría de cobrar su espantoso significado hasta muchas horas después. Otros turistas empezaron ahora a darnos alcance, y pasamos al Templo de la Esfinge, que se hallaba asfixiado 57


por la arena cincuenta metros al sureste y que ya he mencionado previamente como la gran puerta de acceso al paso elevado que conduce a la capilla mortuoria de la Segunda Pirámide, en la meseta. La mayor parte seguía bajo tierra y, aunque desmontamos y descendimos por un pasadizo moderno hasta su corredor de alabastro y su vestíbulo con columnas, me pareció que Abdul y el guía local alemán no nos mostraban todo lo que había que ver. Después realizamos el circuito convencional de la meseta de las pirámides, examinando la Segunda Pirámide y las peculiares ruinas de su capilla funeraria al este; la Tercera Pirámide, sus pirámides satélites meridionales en miniatura y su capilla oriental en ruinas; las tumbas labradas en la roca y los hipogeos de la cuarta y la quinta dinastías, y la célebre Tumba de Campbell, cuyo sombrío pozo desciende en picado dieciséis vertiginosos metros hasta un siniestro sarcófago que uno de nuestros camelleros despojó de la molesta arena tras un vertiginoso descenso con cuerda. Unos gritos nos asaltaron ahora provenientes de la Gran Pirámide, donde los beduinos sitiaban a un grupo de turistas ofreciéndose a guiarles hasta la cumbre, o con demostraciones de velocidad en la ejecución de solitarias expediciones arriba y abajo. Siete minutos, ése dicen que es el tiempo récord para realizar dichos ascenso y descenso, pero un buen número de lozanos jeques e hijos de jeques nos aseguró que podían reducirlos a cinco con el necesario ímpetu de una generosa baksheesh.2 No recibieron dicho ímpetu, aunque sí que dejamos que Abdul 2

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Propina. (N de la T.)


nos condujera hasta lo alto, y de esta manera obtuvimos una panorámica de majestuosidad sin precedentes que incluía no sólo el remoto y titilante Cairo, con su coronada ciudadela y los montes de un violáceo dorado al fondo, sino también todas las pirámides del distrito menfita, desde Abu Roash al norte hasta Dashur al sur. La pirámide escalonada de Sakkara, que marca la evolución entre la baja mastaba y la pirámide propiamente dicha, se veía clara y seductora en la arenosa distancia. Fue cerca de este monumento de transición donde se halló la célebre Tumba de Perneb —más de seiscientos kilómetros al norte del rocoso valle tebano donde descansa Tutankamón—. Y de nuevo quedé mudo de puro asombro. La contemplación de aquella antigüedad, y los secretos que cada uno de los vetustos monumentos parecía albergar y rumiar, me llenaron de una reverencia y una sensación de inmensidad que ninguna otra cosa ha despertado en mí jamás. Fatigados por el ascenso, e indignados con los inoportunos beduinos que con cada uno de sus avances parecían desafiar todas las normas del buen gusto, omitimos el arduo pormenor de entrar en los angostos pasadizos interiores de cualquiera de las pirámides, aunque vimos a algunos de los turistas más avezados preparándose para el sofocante gateo a través del más imponente monumento conmemorativo de Keops. Después de despedir y pagar en exceso a nuestro guardaespaldas local y regresar en coche a El Cairo con Abdul Reis bajo el sol de la tarde, nos medio arrepentimos de la omisión que hiciéramos. Eran tan fascinantes las historias que se rumoreaban sobre los pasadizos inferiores de las pirámides ausentes en las guías 59


de viaje; pasadizos cuyas entradas habían sido bloqueadas y ocultadas a toda prisa por ciertos arqueólogos nada comunicativos que las habían hallado y empezado a explorar. Claro está que, en principio, esta rumorología carecía de fundamento en su mayor parte, pero resultaba cuando menos curioso notar la persistencia con que se prohibía a los visitantes acceder a las pirámides por la noche, o visitar los rincones y las cámaras más profundas de la Gran Pirámide. En el último caso, es posible que fuera el efecto psicológico lo que se temía —el efecto que podía producir en el visitante la sensación de verse acuclillado bajo un gigantesco mundo de sólida piedra, de que lo único que le conecta con su vida conocida es un angosto conducto, por el que sólo puede avanzar a gatas, y que cualquier accidente o malvado designio puede bloquear—. Todo el asunto parecía tan extraño y seductor que decidimos hacer otra visita a la meseta de las pirámides a la primera oportunidad. En mi caso, la oportunidad se me presentó mucho antes de lo que esperaba. Esa noche, comoquiera que los componentes de nuestro grupo estaban un tanto agotados tras el exigente programa del día, salí solo a dar un paseo con Abdul Reis por el pintoresco barrio árabe. Aunque lo había visto durante el día, deseaba examinar los callejones y los bazares al anochecer, cuando una profusión de sombras y un atenuado resplandor de luz engrandecerían su encanto y su aire fantástico. La muchedumbre de nativos se disipaba, pero era todavía muy ruidosa y numerosa cuando nos topamos con un corro de beduinos que se encontraba festejando en el Suken Nahhasin o zoco de los artesanos de cobre. El que parecía ser el líder de todos ellos, un 60


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