Este libro es una edición limitada de la cual se imprimieron 5 ejemplares. Recopilación de obras de Juan Guillermo Tejeda. Editado por Nixie Estay bajo la supervisión del profesor Max Petit B. Impreso por Mostrenco print Maipú – Santiago de Chile. Fecha de edición Octubre del 2009 Tipografía Garamond 10 Editorial “Taller IV”
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¿Cuanto tiempo nos tomamos a diario para mirar a nuestro alrededor y darnos cuenta que vivimos en un mundo lleno de información? Y cuanto mas nos costó entender que esto sucedía a nuestro alrededor. Expandir nuestro mundo, mas allá del que se deja caer ante nuestros ojos cada día, es algo que no muchos están dispuestos a trabajar. Pero ¿Qué sucede cuando estudias una carrera donde la base es la comunicación? ¿Puede existir indiferencia ante ese mundo que continua veloz fuera de nuestra pequeña burbuja? Es por eso que este libro fue editado, con la intención de remecer la conciencia y despertar el letargo de cada persona, que en ocasiones esta fuertemente influenciada por una caja que miramos desde pequeños y que funciona a base del “RGB” y que próximamente estará en “alta definición”. Los escritos del profesor Juan Guillermo Tejeda, son una pequeña demostración de que están sucediendo cosas alrededor nuestro y que obviamos en el afán diario de conseguir metas inmediatas que no son más que simples parámetros sociales, porque lo trascendente se omite y para muchos carece de valor.
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Lo vernáculo, es decir aquello estrictamente local y que de algún modo se opone presentando resistencia a los estilos o a los lenguajes dominantes, es una fuente muy rica de formas. A menudo no calibramos de qué manera se han cristalizado en nuestro hogar o en el barrio patrones morfológicos que no existen en otras latitudes y que ya sólo por ello, a la manera de especies en peligro de extinción, tienen valor. Lo vernáculo, además, conlleva marcas de la historia local, actúa como depósito de las estéticas comunitarias y de los momentos tecnológicos. La gráfica de los comercios ambulantes, los álbums de fotos familiares, los letreritos artesanales en las oficinas públicas, los graffitis, los menús de los bares, la tipografía de los mercados, la ornamentación de carromatos y triciclos de reparto, la utilería de los bares o servicios higiénicos, la disposición de los jardines o de los interiores de las casas, los modos de poner la mesa… todo ello conforma mundos, revela y esconde identidad y tiene una profunda sabiduría morfológica. Es preciso tomar algo de distancia del etiquetado vernacular de superficie, de aquellos “estilos” un poco folklóricos que ponen de moda una u otra tipografía o paleta de colores. Lo vernáculo está siempre haciéndose, y adoptando nuevas formas. Los autores de Endcommercial han expuesto de expuesto de manera brillante una lectura a la vez aleatoria y sistemática de lo vernáculo en las calles de Nueva York. Cabe ahí, como ellos mismos lo declaran, el concepto de organismo de Maturana y Varela, según el cual muchas de las cosas que vemos en la calle son formas de vida, persistencias no previstas: el comercio ambulante, los graffiti, las bolsas de plástico y mallas de kiwi, los quioscos desarmables, esa vasta selva de hechos minúsculos sobrepuesta a la red oficial de diseños corporativos o institucionales no es un residuo sino guerrilla morfológica, menudencia de un diseño también mutante y adaptativo.
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La Academia de Artes Cranbrook, situada en los suburbios de Detroit, propone una clasificación del diseño que, con contundente sentido práctico, habla de “diseño 2D” y “diseño 3D”: así se llaman los departamentos correspondientes. El primero se ocupa de las imágenes y el texto, es decir de lo que se despliega bidimensionalmente en el papel o en las pantallas. El segundo está dedicado a los espacios y objetos, al mundo material en que nos desenvolvemos. Desde que se ha instaurado como disciplina autónoma, el diseño, sucediendo en la era industrial a las artes decorativas o artes aplicadas, ha heredado la ambigüedad o amplitud de éstas, ocupándose tanto de lo bidimensional como de lo tridimensional. Es propio del diseño ocuparse de la forma de las cosas. Su objetivo específico, más allá -o a través- de la función, la estética, la tecnología, los estilos, las significaciones, etc., es finalmente la forma, y en especial lo morfológico cotidiano, esa interfaz que obliga a la materia a relacionarse con el cuerpo humano. La forma compleja y mutante del mundo artificial en que vivimos se contiene en la ciudad, y la forma del mundo virtual se despliega por medio de imágenes y signos. Echeverría y Verdú proponen la idea de un tercer entorno, un envoltorio puramente visual, de ficción. Es decir: los humanos somos naturaleza y de ella venimos, pero para no quedar desvalidos ante los fenómenos naturales nos hemos ido armando de un complejo sistema de objetos desvalidos ante los fenómenos naturales nos hemos ido armando de un complejo sistema de objetos fabricados que se resume finalmente en la ciudad y todas sus instalaciones, y esta capa de materia artificial -asfalto, vehículos, ropa, edificios, muebles, utensilios- sería nuestro segundo entorno. El tercer entorno no son ya las cosas, sino la idea de las cosas; no los objetos concretos, sino las marcas; no la materia misma, sino lo que fluye visualmente por las pantallas de los computadores y televisores. Y de hecho no nos compramos ya unas zapatillas sino unas Nike, y no pedimos un refresco sino una Coca-Cola, etc.
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El arte de hoy, los oficios creativos, la arquitectura, el diseño, la literatura, en fin, aquello que le gusta tanto a las empresas y a las primeras damas, se hacen sobre el supuesto de que copiar es malo. Es preciso ser originales. En nuestra cultura, quien copia es castigado, primero en el colegio y luego por la ley. Los profesores le ponen un uno al que pillan copiando, y se irritan si los alumnos hacen las tareas usando internet y la herramienta copy / paste del computador. El arte chileno es más chileno que arte, pero sobre todo es igual al de cualquier otro lado. Nuestros instaladores instalan las mismas mugres incomprensibles, los fotógrafos son todos Tunick, los arquitectos le dan fuerte a la cosa torcida o sea deconstructiva, o sino de madera nativa en un lago nativo con un cliente en lo posible no nativo. Hay como oleadas, sobreentendidos misteriosos. Mientras más se estimula la diferencia, más monótono es el resultado. No es que no tengamos talento. Es que, según afirman algunos antropólogos modernos como Taussig, los seres humanos nos dejamos arrastrar por el instinto de imitación. Cuando vemos a alguien más poderoso, lo imitamos. Es una compulsión, un modo de fagocitar al otro. Así es como los pueblos primitivos tratan de controlar mágicamente a quien los domina. El chiquillo de Conchalí que empieza a andar con jockey de visera atrás, zapatillas tipo Nike y pantalón rapero, está empecinado en atrapar al diablo con su propio cuerpo. Lo que quiere él no es tanto atender a sus raíces (es lo que le aconsejan el Ministerio de Educación y los intelectuales de izquierda, que llevan ballet folklórico a las poblaciones), sino capturar al gringo que desde su nacimiento lleva dentro de sí. Hacer crecer al norteamericano globalizado que le susurra desde fuera y desde dentro, y que viene a ser algo así como un alien del futuro, primo del chicano instalado en el Bronx al cual hoy el propio Bush le tiene que mendigar el voto. Somos lo que somos, hacemos lo que podemos, y nos da un poco de vergüenza ser tan mutantes.
7 Hay gente que se enoja si en el restaurante no tienen aceite de oliva, cuando en su casa no ha habido en toda la vida sino tristísimas vinagretas para la ensalada. Los norteamericanos, en cambio, se han apropiado sin más de la pizza o del sushi, que ahora son platos globalizados. La identidad no está en juego, porque cada vez que imitamos lo hacemos sabiendo que aquello es un disfraz. Cuando Martita llega a su casa, se desabotona (nunca mejor dicho) el traje sastre y le pregunta a la empleada qué hay de comer, sabe positivamente que no está en Nueva York. Pero no por ello abandona el toque Hillary. Copiamos de aquí y allá, imitamos, y eso es parte de la alegría de estar vivos. Flotamos en el flujo digital, el líquido visual y comunicacional de este tiempo se cuela por todas las rendijas del planeta, y nuestra respiración contiene las esporas de lo otro, de lo que queremos ser y no seremos. Somos un acumulado de logos y marcas fascinantes y fantasmales, un cuaderno infinito de rostros cinematográficos y de sitios web, nos hemos acostumbrado a hacer zapping con la identidad propia y ajena. Uno no sabe ya si tiene que tratar de resistir a la tentación de imitar, o debe abandonarse a ella. Los jóvenes, que en la actualidad llegan al colegio o a la universidad sabiendo más que sus profesores, no tienen duda de que hoy, para sobrevivir, es preciso copiar, mordisquearle trozos enteros a la realidad. Hay que pertenecer a alguna tribu, o a varias, o a todas, o a ninguna de las anteriores. Lo que cuenta, finalmente, es la honestidad. Mutar honestamente, cambiar de piel, fragmentarse y unirse a otros fragmentos. Bajar programas, hackear sitios, reproducir CDs. Ser una chica tecno, una gothic girl con colmillos portátiles o pelo de plástico magenta, mostrar la piel, esconderse, resucitar. Las hembras modernas imitan a los hombres y les ganan, los machos modernos se ponen aros, ropa ajustada y terminan cocinando o hablando de psicología. Somos lo que siempre hemos sido, y a la vez nos esforzamos por ser lo contrario. Es ese el juego de espejos del capitalismo que finalmente derrotó a la lógica primitiva de los intelectuales marxistas. Nos gusta que haya cosas no para consumirlas, sino para consumir en ellas nuestros temores a lo desconocido. El que copia siempre gana.
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Imagen pagina 2: Cartel de Bebidas Heladas (Chile) Imagen pagina 5: Autorretratos de 1970 Imagen pagina 8: Ilustraciones para www.tratojustoartistas.cl