BENALZINE #1 - INGMAR BERGMAN

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BENALZINE

INGMAR BERGMAN

N.1


BENALZINE #1 - INGMAR BERGMAN Publicado en Benalmádena en noviembre de 2018. Coordinadores: Sonia Marpez y Gabriel Noguera Ilustraciones: Sonia Marpez Colaboradores: Gabriela Giménez de la Riva, Alberto González, Xavi Lázaro, Kris León, Alba Navarro, Gabriel Noguera y Adriana Schlittler Kausch.


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INGMAR BERGMAN

Dice la Wikipedia que Ingmar Bergman fue un guionista y director de teatro y cine sueco, considerado uno de los directores de cine claves de la segunda mitad del siglo XX. Y dice bien porque a mí, nacido en 1954, me pilló en plena juventud con el nacionalcatolicismo en todo su apogeo. Las mujeres iban a misa de doce con un velo puesto sobre sus cabezas y, si te daba por escupir (yo no lo hacía, pero alguien sí lo hizo) en frente del Gobierno civil, te podía caer una buena. A Bergman no lo pilló el nacional-catolicismo sino el nacionalluteranismo, tan propio de los países fríos del Norte de Europa. Lutero nació en Eisleben, que significa literalmente: «vida congelada», o sea, que yo no sé qué será peor. El pobre Bergman lo llevaba claro desde la cuna, ya que fue el segundo hijo de un pastor luterano. Toda su infancia estuvo infestada del concepto de culpa y castigo. Aquí luteranos y católicos nos igualamos, pero mi

padre

no

era

pastor

de

almas,

sino

funcionario

del

ayuntamiento y encima iba muy poco a misa, porque eso era cosa de mujeres. Como mucho montaba la Cabalgata de Reyes con un rebaño de ovejas bien numeroso. «Los castigos eran algo completamente natural, algo que jamás se cuestionaba. A veces eran rápidos y sencillos como bofetadas y azotes en el trasero, pero también podían adoptar formas muy sofisticadas, perfeccionadas a lo largo de generaciones», escribe

en sus memorias.

-


¿Qué cine se puede esperar de alguien tan traumatizado? Pues un cine metafísicamente religioso o religiosamente metafísico (la metafísica de siempre ha estado muy ligada a los curas). Su primer guion llevaba el bonito título de Tortura y la primera película que dirigió se llamó Crisis.

Todo lo demás, y fue mucho desde El séptimo sello, su primera obra maestra, hasta Fanny y Alexander pasando por Gritos y susurros o Secretos de un matrimonio, es una nota a pie de página, que marca el esfuerzo de un hombre lúcido por romper con los asfixiantes lazos familiares. De lo cual se deduce que, si tuviera que dar un curso de iniciación al cine a chavales adictos a YouTube y a Instagram, -jamás se me ocurriría empezar por Bergman, como tampoco se me ocurrió hacer leer el Quijote a quinceañeros cuando ejercí como profesor de literatura. Eso sí, sería imprescindible que Bergman junto a Kurosawa, Ozú, Tarkowski, Lang, Ford, Dreyer, Murnau, Ophüls, Buñuel y tantos otros formaran parte indispensable de un curso superior de Grandes maestros para que comprobaran los jóvenes su profunda huella en el cine actual. De la misma manera que La fortaleza escondida de Kurosawa influyó en La guerra de las galaxias de Lucas, Bergman hizo lo propio con otros cineastas como Kubrick, Scorsese o Woody Allen, extendiendo su influjo al mundo de la moda, porque el director sueco fue un artista total de una gran sensibilidad estética. Bergman, como Velázquez, es un maestro de maestros.


A mí me dejó pasmado en aquella juventud mía, atravesada de franquismo rancio y tocinero, cuando asistía a las proyecciones de cine de Arte y Ensayo en selectos cineclubes con licencia especial para

aburrir

al

personal

hasta

dejarnos

extenuados

pero

contentos. No era el caso de Bergman, cuya primera película que

vi, Persona, me encantó con las vaporosas y espirituosas Bibi Andersson y Liv Ulmman, correlatos rubios de la carnalidad morena y mediterránea de Sofía Loren o Sara Montiel…¡Qué mujeres! Tampoco me puedo olvidar, para ser ecuánime y políticamente correcto, de su actor fetiche, el gran Max Von Sydow, que protagonizó películas tan señeras como El séptimo sello, El manantial de la doncella o Fresas salvajes. Todas ellas me las vi en los susodichos cineclubes que empezaron a surgir en España hacia finales de los años cincuenta, constituyendo una isla en medio de un cine comercial modorro y patatero. A ellos les debo la oportunidad de haber visto en la gran pantalla

a

los

más

grandes,

cosa

prácticamente imposible.

Alberto González

que

hoy

en

día

es



EVANESCENCIA

Al mirar en sus sueños presencia la renuncia del tiempo ante la nada, del ruido ante lo eterno. Aquel remoto joven, oculto entre las fresas salvajes de su patio, se enfrenta con desidia a la conciencia de la muerte. Aquel niño absorto en la infinitud del juego descubre en un instante su cuerpo envejecido. La realidad desnuda de historias y rutinas se extiende como el vuelo preciso de los pájaros. Aquí, la pulcritud dormida. Aquí, la evanescencia de aquel niño, de aquel joven.

Alba Navarro


FUNDIDO A ROJO

No es nada más que un montón de mentiras. Un montón de mentiras. Muchas mentiras. Gritos y susurros.

I resuena la soledad el grillo constante gorjea roto

II la exactitud invoca en el vacío todos respiramos distinto

III un cristal también aúlla


IV escarcha roja una sangre como nueva piel transmutando V muda deviene la vida rota

VI llama abismo a todo lo que no cauteriza

Adriana Schlittler Kausch


BERGMAN, DIRECTOR DE PLAYAS También de Ingmar Bergman lo que más se suele decir es que fue un «director de mujeres». Y no es mentira, pero como definición parece bastante limitada por antropocéntrica, porque fue director de muchas otras cosas con igual profundidad. Sólo en cuanto a objetos, fue un nada desdeñable director de teatros de títeres y, sobre todo, un excepcional director de relojes. Su tictac se convierte en una referencia sonora continua, casi en hilo narrativo, en algunas de sus películas. Algo que parece sacado directamente de su vida en la isla de Fårö, pues según recuerdos de familiares y los documentales que grabó con la televisión sueca, lo único que rompía aquel silencio en que se hallaba era el ruido constante de un reloj de pie que heredó de su abuelo. No fue Bergman, por ejemplo, un director de ciudades. No, sus historias, cargadas de cuestiones psicológicas, y teñidas de una austeridad protestante heredada, admiten poco decorado más. Sus exteriores son con más frecuencia espacios naturales. Algo esencial para conocer más de una persona es la pregunta de con qué paisaje natural encuentra mayor conexión. Poder verdaderamente mezclarse físicamente con el paisaje creo que es uno de los impulsos humanos básicos; y hay por suerte algunos tipos de paisajes y climas que facilitan un poco este imposible. En el caso de Bergman, su filmografía no deja dudas sobre sus preferencias, pues verdaderamente ha sido uno de los más

sensibles e incansables directores de playas que ha dado la historia del cine, diría yo.


La playa me parece un escenario natural definitivo, que culmina la experiencia del paisaje, es decir, poder sentirse lo más cercano posible al horizonte, al azul. En la playa se siente un poco más esta reunión porque el agua hace de intermediario. Es un paisaje además que termina siendo a lo largo de nuestra

vida una experiencia rotunda. No es nunca una experiencia indiferente.

Uno,

siempre

que

va

a

la

playa,

remite

inconscientemente a las playas míticas de su imaginario, a las primeras, o a las que vivió con mayor intensidad, o si no, añade nuevas costas a su colección, pero ir a la playa nunca es un tiempo ocioso en este sentido. El repertorio mitológico de playas de Bergman seguramente se nutra mucho de Fårö. En Linterna mágica escribe que la primera vez que la visitó en los 60 se dijo «Bergman, éste es tu paisaje». Se mudó inmediatamente y rodó allí muchas de sus cintas, la más asociable, Persona. En un documental sobre la isla que hace en 1979, se ve de cerca la naturaleza de estas costas. Son playas áridas en verano, barridas por un viento descomunal en invierno. A veces son extensiones de arena, y otras, empedrados con rocas de época glacial. El mar allí no es el de una amable playa mediterránea; las fuertes corrientes y la orilla repentinamente profunda hacen desaconsejable nadar en algunas zonas. Lo que fascinó a Bergman de este paisaje fue «esa espléndida proximidad al mar», que en el rodaje de Persona les resultaba tan evocador. Es una costa amenazante en invierno, le parecía. Quizá en esta aspereza y amenaza está la sensualidad de este paisaje, como de la propia obra del autor. Las playas allí parece que más que comunicar, OO



incomunican. Son playas introspectivas. Las retrata en Persona, acercándose a ellas tanto, sumergiéndonos tanto en ellas, como en los rostros de Alma y Elisabet, que amplía hasta el límite de lo posible de los planos detalle. La idea de unión con el agua en estas playas puede que sea atractiva por su belleza pero también

por su amenaza, igual que la expresión de Elisabet, que la enfermera Alma describe como dulce y casi infantil, pero con una mirada misteriosamente dura. A pesar de eso, se confía a ella. Las playas de Bergman, por ser nórdicas, siempre resultan invernales. Y la cosa más atrayente de las playas en invierno es que —olvidada la tiranía del sol y todas las actividades que éste conlleva— pierden la frivolidad que tienen en verano, y se convierten simplemente en playas, donde la tierra se une al agua, y al horizonte, y donde uno puede sentirse parte del paisaje.

Gabriela Giménez de la Riva


SIN PALOMITAS

discúlpame si llego tarde —el tráfico, la lluvia, ya sabes, cinco minutos de más mirando Instagram, mi torpeza para elegir la ropa adecuada— disculpa si te pido que me hagas un resumen de los diez primeros minutos —hacia dónde se dirigen, quién es ella, de qué se conocen— disculpa si te interrumpo con comentarios triviales

—qué ojos tan bonitos, me gusta ese vestido, ojalá tuviera su pelo— disculpa si no llevo bien los créditos y suelo estar un poco triste cuando algo acaba

—esa película, aquel viaje, una fecha señalada—


disculpa si cojo el bolso, me pongo en pie y no pronuncio ninguna frase trascendental —yo me limito a buscar tu mano cuando la luz irrumpe en la sala— y es que cada vez que abandono mi butaca como quien abandona un sueño, pienso que todo el mundo parece tener algo muy interesante que decir, algo muy interesante que mostrar: yo ya sé que no soy Liv Ullman,

que entre los dos no acumularemos tantos premios como Bergman, que esto no es una escena intensa de cine sueco —pero qué quieres que te diga, a mí todo eso, francamente, querido, me importa un bledo—.

Kris León



CINEFILIA

—Yo a ti te he visto en una película de Bergman. —Perdona, ¿cómo dices? —Sí, te pareces a Liv Ullmann. No, espera, a Harriet Andersson, eso es. Ay, podríamos vivir un bonito amor veraniego en algún fiordo sueco, aunque en realidad son noruegos, como Liv Ullmann, que es noruega y no sueca, pero nacida en Tokio. Sin embargo, nuestro amor no se acabaría como en Un verano con Monika, no, nosotros seguiríamos juntos y enamorados y nada nos separaría. Ni aunque perdieras la razón irremisiblemente como le sucedía a Harriet Andersson en Como en un espejo. No te preocupes de nada, yo cuidaría siempre de ti. No me parezco mucho a Max von Sydow, pero podría ponerme zancos. —Yo a ti te he visto en una película de Rohmer, que hablas mucho.

Gabriel Noguera


LA VISITA La habitación en penumbra. El anciano recostado en su lecho, respirando con dificultad. Su frente, barnizada en sudor. Sus ojos vidriosos clavados en el techo. Entonces, el crujido en la puerta y, tras él, el frío glacial, el silencio, y una presencia extraña y familiar al mismo tiempo. —Largo tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos, vieja amiga —dice el anciano incorporándose con pesadez. En el umbral de la puerta, una silueta siniestra se perfila y se incrusta entre las sombras. — ¿No dices nada? Está bien, supongo que ese fue siempre tu estilo. El anciano tantea en la oscuridad para encontrar sus gafas encima de la mesilla. —Ven, acércate sin miramientos ni discursos. Estoy preparado. La silueta empieza a acercarse arrancando quejidos de los tablones del suelo. — ¿Has encogido o sólo me lo parece a mí? La silueta parece entonces ponerse de puntillas y levantar la barbilla. —Además has ganado peso. La silueta tropieza y se afana en volver a erguirse y levantar todavía más la barbilla, aunque esta vez se lleva una mano al cuello para disimular una abultada papada.

—Y perdido presencia. —Bueno, ya está bien —dice la silueta deteniéndose en seco—. Un poco de respeto, por favor.


—Un momento, ¿y esa voz de cacatúa? Tú no puedes ser la muerte —dice el anciano aumentando la potencia de la luz de la mesilla dando un manotazo al regulador. La estancia ahora iluminada revela a un hombre de mediana edad con pinta de oficinista envuelto en lo que parece ser una

cortina decolorada. —En efecto —dice el desconocido mientras carraspea y adopta un tono de soflama—. No soy la muerte. Soy el Reuma. El anciano arruga la nariz y se coloca y aprieta las gafas contra el entrecejo. — ¿Qué clase de broma es está? ¿Quién es usted y quién demonios le ha dejado entrar? —Ya se lo he dicho, soy el Reuma. —dice éste suspirando—. Y la que me ha dejado pasar ha sido su esposa, que en cuanto le he dicho que venía a por usted me ha invitado a entrar con sentidas reverencias y no ha dudado en ofrecerme pasteles y vino. El anciano le increpa a voces, llegando incluso a arrojarle un par de cojines con muy mala saña. La figura que ya no es silueta ni es desconocida, Reuma, levanta las manos en gesto apaciguador. —Mire, le pido disculpas por presentarme a estas horas, pero estoy aquí por trabajo, así que si me permite explicarme le aseguro que todo quedará aclarado. El anciano, exhausto tras su rabieta, le concede a Reuma un par de minutos para explicarse mientras recupera el aliento. Reuma aprovecha la falta de oxígeno que le llega al anciano al cerebro para acercarse, ayudarle a tumbarse, y secarle el sudor de la frente con una de las puntas de su toga.


Se sienta entonces a los pies de su cama y, con el mismo tono afectuoso con el que uno le contaría un cuento a un niño con gripe, le dice que la muerte no ha podido venir, pero que no debe preocuparse porque él trabaja para la misma empresa y le han enviado en su lugar. Reuma le insiste en que, como si se

tratara de un coche de sustitución, él le atenderá y le ayudará a llegar a su destino con el mismo mimo y severidad que si lo hiciera la mismísima muerte. El anciano, que ya no está enfadado sino decepcionado, le cuenta a Reuma que ya se había hecho a la idea de que le visitara la muerte en persona, y que hasta había preparado un discurso pomposo y un tablero de ajedrez para intentar burlarla; que una vez vio que eso funcionaba en una película. Además, le dice aclarando que no pretende ofenderle, cree que en cierto modo es una falta de respeto que no le visite un mal de mayor categoría y mejor vestido. —No ofende quien quiere, sino quien puede —dice Reuma. Inmediatamente pasa a aclararle que no debe verlo de ese modo, dado que en su empresa hay mucha rotación de personal, y que los ascensos y despidos son una constante. A modo de confesión de alcoba, le cuenta que él apenas lleva unos meses en la compañía, pero que ya ha pasado por los puestos de Juanete, Carraspera, Ardor de estómago y Migraña, y que en cuanto haya una vacante opositará al puesto de Infarto. También le dice que, aunque por su aspecto no lo parezca, está lleno de ambición, y que no sería descabellado pensar que en unos años pudiera ostentar el mismísimo título de Muerte.


Por todo ello puede considerar que quien le visita hoy es una muerte novata, un aperitivo del banquete que aún está por servir. El anciano queda así tranquilo y se prepara para cerrar los ojos, no sin antes agarrar la mano de Reuma y pedirle que le cuente intimidades sobre su trabajo hasta que se quede dormido. Reuma

le devuelve un afectuoso apretón de manos, y le explica que lo único que diferencia su uniforme del de los demás es la tonalidad, puesto que la tela de la toga se va oscureciendo dependiendo de la gravedad del puesto de la afección que se ocupe. Siguiendo el mismo principio de progresión de las artes marciales, la Caspa lleva una toga rosada, y el Cáncer de próstata la lleva de un color marrón intenso. Lo mismo ocurre con el arma que se blande, la cual se vuelve más intimidadora cuanto mejor es tu salario. Él, por ejemplo, antes portaba un palo y ahora le han dado una navaja suiza, pero a partir de dos puestos por encima del suyo ya se empiezan a ver machetes. La estancia queda sumida de repente en una atmósfera afrutada, y Reuma se obliga a guardar silencio cuando observa que el anciano se ha quedado dormido. Se levanta pues con solemnidad y, justo antes de marcharse, besa al anciano en la frente; la cual ya no está arrugada ni sudada, ni mucho menos caliente.

Xavi Lázaro


B E N A L Z I N E


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