H. P. Lovecraft 1890-1937
EL GRAZNAR DE LAS GAVIOTAS «¡Dagnú, Dagnú!», pronunció con vibrar fangoso el coro de voces en la ermita abandonada. El sacerdote, contrahecho, agitó vehementemente su cetro de cartílago de escualo sobre la crispada parturienta. Ella soltó un premonitorio gañido casi vacuno, llenando el aire helado de la estancia del vaho de su agitada respiración. Las dos ancianas que la asistían apretaron sus ataduras. Una de ellas se inclinó hasta llegar a su oreja. —Aguanta, Olga, aguanta, ya queda poco. Y’ha-nthlei. —¡Y’ha-nthleiiiii…! —gritó la mujer y volvió a empujar con todas sus fuerzas.
Los invitados al evento se dejaron caer de rodillas y entonaron un cántico cacofónico. ¡Pazo de Dagon e Nai Hidra , aroma dos cadavres flotantes, corpos mutilados dos mariñeiros, cantos das abisales gargantas, muxido da mar embravescida! El hedor de los miles de peces descompuestos sobre el acantilado pareció hacerse más fuerte, borrando aquella terrible cosecha, de golpe, el acre miasma a sudor, sangre y mierda. La atmósfera parecía cargada de electricidad. Era evidente. Los Profundos respondían, con alegría, su llamado. La mujer aulló en un postrer esfuerzo. Su lamento rompía el neblinoso amanecer para, tras colgarse en el aire un momento que holate
pareció eterno, apagarse en un desagradable gorgoteo. Tras dar a luz, se había desmayado. Al inclinarse nervioso entre las piernas de la pinesa, la capucha de la túnica del prior se inclinó dejando a la vista unos labios fofos y espantosamente gruesos. También un vidrioso ojo saltón de un ámbar apagado. Consciente de ello, dejó caer el cetro para cubrirse de nuevo
aquel rostro nauseabundo. Entonces recogió al recién nacido entre sus dedos palmeados. Lo elevó con orgullo y le dio una sonora torta en el culo. El pequeño rompió en llanto y los invitados al cónclave parecieron entrar en éxtasis, aplaudiendo y lanzando exclamaciones de alegría y bienvenida. En medio de aquello, llamó con un gesto al padre humano del bebé, que había dejado por fin de temblar. Este se acercó, colocándose al lado de su esposa desvanecida. El Profundo le habló torpemente, arrastrando las palabras. Como si le costase pronunciarlas con la garganta llena de tanto aire. —¿Aceptashh al hijo de Dagón como shi fuese tu shangre? El hombre, alto y apuesto, asintió con la cabeza. —Sea la voluntad del Durmiente, Al escuchar las palabras de su compañero, el resto de miembros
del culto pareció rezar una oración de cadencia gelatinosa. —Ph´nglui mglw´nafh Cthulhu R´lyeh wgah´nagl fhtagn El padre adoptivo hizo lo que marcaba el ritual, que le habían explicado hacía meses en su despacho de Pontevedra, cuando aceptó el trato. Cogió el cordón umbilical con las dos manos y cortó, resistiendo con éxito las arcadas, su superficie correosa con los dientes, separando físicamente a hijo y madre para siempre. Luego pareció caer en algo dep
dentro de su cabeza, tras lo que reunió valor para aproximarse a la criatura y susurrarle al oído. —Lo de la Audiencia Provincial… ¿va bien? El Profundo ignoró la estúpida pregunta del humano. Para cerrar la ceremonia abrió la pequeña boca del futuro líder y escupió dentro una mezcla de babas y sangre. Sabía que podía provocarle algún futuro
problema en la dicción, pero el pacto se cerraba así. Siempre estarían conectados, así se trasmitirían los designios de los espacios insondables. Mientras dos mujeres devolvían la consciencia a la madre con el vapor de unas hierbas aromáticas, volvió su atención hacia el humano. —¿Cómo se llamará? —Hemos pensado… en llamarle como yo. Mariano. La criatura había terminado su encargo. Era hora de emprender el camino hacia su lejano arrecife. Se envolvió en el manto que pronto arrastrarían las corrientes y abandonó la ermita, caminando con torpeza hacia las oscuras y embravecidas aguas que bañaban la Costa de la Muerte. No volvería jamás. Los creyentes acompañaron a la nueva familia hasta el coche.
Allen, el líder, se aproximó a la ventanilla abierta del acompañante y acarició con impostado cariño el cansado rostro de la madre, tranquilizándola —Todo va a estar bien, Olga. Os vamos a ayudar. Le daréis hermanos a Mariano y serán enteramente vuestros. Pero él… él será poderoso. La mujer abrió los ojos y parpadeó, agotada. Todavía tenía pesadillas
pesadillas en las que recordaba el mareante olor a pescado podrido, los pequeños dientes amarillos, aquella especie de horror escamoso hurgando entre sus muslos y gimiendo por las branquias mientras la impregnaba. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Ahora todo estaba consumado. Era hora de volver a casa. Mariano encendió el ronroneante motor del SEAT. Ella hizo un esfuerzo
para hacerse audible. —Gloria a Cthulhu Lo ojos de Allen eran dos carbones encendidos en un rostro de mármol. Esbozó un amago de sonrisa. —¡Gloria! El coche se alejó, sumiéndose en la acogedora oscuridad de aquella noche especial de finales de marzo de 1955. En el alba del crepúsculo, despuntaba el graznar de las gaviotas.
Jaime Noguera
Ana MenĂŠndez
DE LOVECRAFT EN EL FRÍO YERMO «He caminado por la Tierra, y he enseñado a los hombres a reír y a jugar, a matar y a gritar. y por ellos no muero, pero por mí mismo morí y estuve durmiendo»
El que busque hacia el Norte, en el frío de Providence, hallará en el helado yermo al que se vistió con el Caos. Conoceréis al que ha rehuido al tiempo; veréis la sombra del que vaga en las noches, del que raramente sale con otro ser humano, para darse cuenta después de que podía medrar entre los mortales. Escuchadlo a Él, vosotros, fantasiosos que no le dan la cara a la realidad, esperando que así se desvanezca. A través de la densa maleza, de cuevas y conos blancos estrechados hasta ser un tentáculo de sangre, distinguiréis su delgada figura. Porque
¿quién
sabe
de
aquel
que
atraviesa
tiempos
desconocidos? Sólo los que consideran intolerable el mundo real. Él acudirá a ellos en sueños y les enseñará cómo calmar las olas y revivir la montaña alada. Porque con extraños eones hasta la muerte puede
fenecer.
Diego Mercado Villarroel
Kosta
LA LLAMADA DE CTHULHU —Dígame. —Hola, Lovecraft. —Hola, ¿con quién hablo? —Lo sabes perfectamente. Soy Cthulhu. —Ah, perdona, no había reconocido tu voz. ¿Estás acatarrado? —Un poco. Es la humedad, ¿sabes? —Ya. Yo también tengo en las paredes del sótano. —Ya casi nunca hablamos. —Es que he estado muy ocupado últimamente. —Yo creo que me evitas.
—Claro que no, no digas tonterías. —Es por Yog-Sothoth, ¿verdad? Te estás viendo con él. —¡No me estoy viendo con nadie! —¿Me lo prometes? —Te lo prometo. Si apenas salgo de casa; me encuentro mal del estómago. —Ve al médico, que igual es algo serio. —Lo haré. —Cuídate, ¿vale? —Tú también.
Gabriel Noguera
Pigeon P
EL CONTRASTE Lo que separa el horror de la fantasía son doce tablones de madera y veinticuatro clavos. Siete ventanas tapiadas y una cerradura rota. Y es que lo que intento aquí y ahora no es más que trascender los límites de la imaginación. Me voy a explicar al mismo tiempo que atropello el ritmo del relato. Uno no es consciente de la temperatura de una estancia hasta que no sale de ella, ¿verdad? Eso ocurre porque tu cuerpo se encarga de regular el organismo como si se tratara del sistema de refrigeración de un centro comercial. Te aclimata a lo que te rodea. Por eso sudas o tiemblas en un mismo edificio dependiendo de la planta en la que te
encuentres. Aunque hay que evitar la brusquedad, porque si tal como sales de una sauna te metes en una cámara frigorífica, ten por seguro vas a saturar. Es el contraste el que te provoca esos segundos abruptos de vaivén térmico en los que comprendes que no porque sientas algo significa que sea real. Y es que puedes tener calor en Siberia y frío en el Sahara. Pues con el terror ocurre exactamente lo mismo. Todo eso nos lleva al motivo ulterior por el que estoy atrincherado en mi casa con suficientes suministros como para soportar cien plagas. Veréis, de crío sufrí un pequeño desencanto en forma de mudanza. Hablamos de un chiquillo introvertido y depresivo cuya única felicidad se la proporcionaba cuidar de su jardín y
recorrer los estantes de su
biblioteca. Así que al perder mi casa la burbuja de bienestar que me acompañaba desde la infancia estalló de repente. Por primera vez vi el mundo como realmente era. Sufrí lo contrario al síndrome de Stendhal.
El temor que sentí entonces bastó para que se me cayeran los dientes de leche y para provocarme un alud de pesadillas, y de la transcripción de estas afloraron mis primeros relatos. Y aunque estos no eran malos, tampoco eran geniales. Pero eran excelentes comparado con todo lo que había escrito hasta entonces. De hecho, hasta ese incidente jamás había conseguido encadenar más de dos frases coherentes, por lo que
enseguida entendí que un segundo de angustia inspira más que veinte años de esperanza. De verdad que no quiero ni hablar sobre la decoración estridente de la planta baja, del estampado de nubes de las cortinas del baño y del tipo de música vivaz que suena en bucle en el dormitorio. No es que evite entrar
en detalles por timidez, sino para no contagiaros la
diabetes que de bien seguro contraeré al desayunar, comer y cenar el surtido de dulces y postres de chocolate que conformarán mi único menú durante el próximo lustro. A lo que aspiro encerrándome a cal y canto durante nueve años es a crear mi propio ecosistema de bienestar. Un invernadero emocional de regocijo. Pretendo que hasta la última célula de mi cuerpo se aclimate a un júbilo que jamás ha estado presente. Y es que el mundo nos muestra una atrocidad paulatina. Todo
está hecho para que te acostumbres progresivamente al horror diario de manera escalonada. La adolescencia es ese periodo que nos inventamos para evitar que el contraste entre la infancia y adultez nos provoque una parada cardíaca. Sí, la pubertad es ese pasillo a temperatura ambiente que hay entre la sauna y el frigorífico. Y la trampa está ahí, en inocularnos pequeñas dosis de pánico para que nos acostumbremos a él, para que, en cierta medida, quedemos inmunizados
inmunizados ante las fatalidades venideras. Nadie que no hubiera sido previamente vacunado y/o amaestrado soportaría estoicamente las calamidades de la vida en lugar de rehuirlas saltando por la ventana, tal y como haría cualquiera al que se le echara encima un incendio o un león. No se nos acostumbra a arder ni a ser devorados, pero sí a transigir.
Pero yo pasaré una adolescencia bien cálida comiendo caramelos y tarareando nanas. La luz aquí es tan tenue que no podré ni distinguir mis propios lunares. No tengo espejos para no poder verme las caries. Ni relojes, para que mi ritmo vital solo lo marque mi voluntad. Y todo esto para que la burbuja crezca y se expanda hasta tal punto que cuando explote me piten los oídos durante una semana. Me acostumbraré tanto al sosiego que cuando salga por esa puerta y vea un pajarillo que ha caído de su nido y está siendo devorado por las hormigas, cuando escuche el comentario racista de algún vecino o cuando simplemente abra un periódico, tendré tamaño trauma que crearé mi propio sistema solar de angustias y temores. Y de la observación de cada una de sus constelaciones sacaré un compendio de cuentos y mitos que trastocarán el género del terror y la fantasía tal y
como se conocen hasta la fecha. En el contraste entre (mi) realidad y (tú) realidad nacerán civilizaciones y dioses.
Xavi Lázaro
«Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn». H. P. Lovecraft
COLABORADORES Kosta Xavi Lázaro Ana Menéndez Diego Mercado Villarroel Gabriel Noguera Jaime Noguera Pigeon P
DIRECCIÓN Sonia Marpez Gabriel Noguera
DISEÑO Y PORTADA Sonia Marpez
Obituario N.48 – H. P. Lovecraft Publicado el 15 de marzo de 2017 obituariomag.blogspot.com