Roberto Bola単o 1953-2003
BOLAÑO EN LA LIMUSINA por Víctor Manuel Ruiz Cuando uno revisa el imaginario de Bolaño, la imagen de escritor normal, de pelambrera desatada y sonriente como un viernes, no piensa que ningún libro suyo vaya a estar adornando el poyete de una limusina enorme en las calles de Nueva York. Aunque tampoco nunca imaginamos que aquella producción literaria salpicada de pequeñas obras estimulantes y enigmáticas condujeran a la novela total, como así pasó. Imaginamos que le costó lo suyo coordinarse mentalmente consigo mismo, cuando invadido de otra enfermedad, nada literaria, rastrillaba sus últimas fuerzas para articular un libro demoníacamente preciso. Perfecto. Global. 2666. Y sin embargo, ambas cosas ocurrieron, rompiendo las probabilidades de un modo voraz y atropellado. La limusina y Bolaño. Bolaño en la limusina. Vaya por delante que este homenaje a su gloria literaria no creo que fuera muy del gusto de Bolaño. Demasiado frívolo, demasiado poco juego de estructuras. Demasiada poca ambición. Además, vaya por delante que frente a las debilidades de fama y fortuna de los escritores primerizos, no creo que Bolaño soñara con nada externo a la literatura. Yo creo que se conformaba con soñar que no se moría. Ya tenía una cierta fama que le permitía perdonarse aquella vocación infantil por la escritura. Ni siquiera cuando empezó a ganar dinero, con esa producción estajanovista, se aburguesó en busca de una fama literaria global. Pero el demonio de la trascendencia se escondía en aquella limusina. Una trascendencia póstuma que guarnicionaría las arcas de sus herederos de ingresos y honores. La recompensa a un genio con la nota triste de que el genio ya no andaba por ahí para poner la última coma. Una somera recomendación televisiva lanzó el libro 2666 y, por ende, su carrera literaria al Olimpo de los reputados globales. Un chasquido. No de un enchaquetado crítico literario. Ni un político con ínfulas culturales. De hecho, ni en la más oscura de sus pesadillas de pobreza cuando vivía en un camping de Castelldefels imaginaba que sería la dueña de aquella limusina quien le ayudaría... Una limusina, enorme, blanca, exitosa y reluciente en su inacabable chapa. Aparcada en la puerta de un magno estudio de televisión. Y dentro, una mujer maneja entre sus negros dedos de uñas impecables el artefacto de Archimboldi, el feminicidio, la investigación y la discusión literaria sin alcanzar a comprenderlo del todo. Y unos ojos entregados en la visión esforzada de ese monumento. Unos ojos pertenecientes a una mujer poderosa, siempre deseando su mejora, su instrucción. No cualquier mujer. La mujer más poderosa de la televisión americana. Oprah Winfrey. Y como si fuera un juego metaliterario, la O de Oprah funcionó como el aro donde saltaría el león. Y el león Bolaño saltó a la posteridad a través de una salida torcida, inesperada, antigramatical… en el fondo le hubiera encantado.
¿Es posible ser muchas personas en una? ¿Anarquista, vividor, chileno allendista, mexicano adolescente y catalán profundo? Si esto es posible, no es menos azaroso alcanzar el estrellato gracias a que la heroína de las amas de casa norteamericanas, dedique varios minutos de su programa de televisión a elogiar con pasión la calidad literaria de tu novela total. Con ese gesto artificial y teatrero por el cual posaba el libro, supuestamente leído, en una troquelada estantería de atrezzo. El club de lectura de Oprah. El cohete estaba lanzado. La promoción de un libro tiene mucho de propulsión. De inexorable avance. De ahí la necesidad de encender la mecha por parte del editor, de la colaboración del viento a favor gracias a las primeras críticas positivas, el necesario impulso de los primeros premios de categoría, sin olvidar la propia fuerza del autor amando su obra. Pero en el marasmo literario, ni siquiera esas convergentes fuerzas son suficientes para alcanzar ese estadio celestial. Para eso hay que morir. Y a veces ni siquiera eso. Por eso Bolaño logró lo imposible. Por dos veces. La primera fruto del esfuerzo, lograr que su magna obra llegue finalmente esquivando la amenaza de una vida demasiado corta. Una obra que con el chirriante ruido de una pista de hielo es capaz de combatir putas asesinas con detectives salvajes. Y lo segundo, lograr que tu obra alcance la recompensa. La gloria, el reconocimiento, el dinero. Quizás demasiado tarde, quizás demasiado difícil. Pero lo logró. Y Oprah volvió a la limusina, ya despojada de su maquillaje y su micrófono. Aquel libro de Bolaño se ha quedado a oscuras en el plató. Ella pregunta a su asistente por el siguiente libro que debe aparecer en antena. «Quizás un escritor de Asia, ¿no? Tenemos mucho público potencial allí». El verdadero lector, aquel ayudante amante de la literatura, la mira con obediencia, echando de menos los pliegues del lomo de su libro. El producto de su intensa lectura. Esos pliegues que Oprah ha hecho suyos delante de millones de telespectadores. Esos pliegues que eran suyos. Producto de horas y horas de bolañismo. De horas de esplendor asombrado. De leer un libro que en principio eran cinco, tal era el miedo de Bolaño a no dejar a su familia más que pobreza en herencia. Y de estar satisfecho como si hubiera leído mil libros. Feliz como si ese libro hubiera tenido que ser el último que uno pudiera leer. Ese ayudante pide a Oprah que lo deje en la puertas del Barnes & Noble. Ella asiente displicente y le da la orden al conductor, parando por un segundo la entrevista que está concertando con un actor que han descubierto borracho y maltratando a su ex novia. «De Asia, ¿eh? Y esta vez que sea mujer», grita a través de la puerta. Y se cierra.
El ayudante no sabe dónde empezar en aquella macrolibreria. Cómo hubiera disfrutado Bolaño de ese pandemónium de IESEBENES, de referentes literarios, de autores desconocidos, inventados y reales. De cómo respiran sus propios libros entre la maleza de los millones de hojas de otras plantas literarias, aún verde, capulláceo pero con vocación de sequoia. El ayudante explora las escritoras asiáticas, dispuesto a cumplir como una ejecución contractual lo que Oprah le ha mandado. Pero cuando está en la caja, tiene dos libros de Bolaño además de su encargo. Asume que se acostará más tarde esta semana, pero al menos compaginará los relatos de ancianas jugando al mahjong con los asesinatos de Santa Teresa. Lo necesita. Bolaño sigue vivo. Seguirá estando vivo mientras sus monumentos literarios no caigan. Y bien sabe Dios que eso es muy difícil, aunque no imposible en los tiempos del voraz ebook. Y como decía el propio Bolaño: «Láncense a los nuevos caminos». Gracias, Oprah.
—¿Qué es esto? —dije.
—Un mexicano sacando agua de un pozo —dijo Lupe. —¿Y esto?
—Híjole, un mexicano paseando al perro —dijo Lupe. —A su chihuahua —dijo Lima. —¿Y esto?
—Cuatro mexicanos extendiendo una alfombra —dijo Lupe. —Cuatro mexicanos jugando al futbolín —dijo Belano. —¿Y esto?
—Un mexicano al que han condenado los piratas —dijo Lima. —No, un mexicano que va a saltar a la piscina —dije yo. —¿Con el sombrero puesto? —dijo Lupe. —Para evitar una insolación, claro —dijo Belano.
Gabriel Noguera y Sonia Marpez
JosĂŠ Luis Valverde
Maldito Ulises A los otros Bolaños. —¿Sabes qué pasará, Arturo? Pasará que la gente es ciega pero el tiempo no, el tiempo es un chivato que hará que todo caiga por su propio peso, el peso de tus palabras, claro, de la magia de tu estilo, del arte con el que combinas las frases, del aura que invade mi espacio íntimo cuando te leo. Pasará todo esto y cuando suceda, empezarán a leerte como si no hubiera un mañana, como quiénes han desperdiciado lo que llevan de vida, y se pondrán desesperados a olisquear tu rastro a través de las novelas, valiéndose de las pistas que dejaron tus ensoñaciones, rebuscando en cada piso que habitaste, en cada sofá que invadiste, en cada uno de tus pasos erróneos, en el cubículo de este camping de mala muerte donde hablamos ahora. Harán ciertas tus mentiras e irremediables tus verdades, sí. Sucederá que vendrán en legión a buscar tus letras cuando hayas desaparecido y yo diré que me las bebí, que por eso se han suturado mis úlceras y que ya no queda nada, que descifren si quieren tus dilemas, que se coman si les place el lomo de tus escritos, que reciten los poemas de tu lista de la compra, que hagan de tus borradores leyendas de andar por casa, que persigan las confesiones de tus amantes, que te recuerden una vez y otra hasta el empacho, que inventen recopilaciones que tú nunca hubieras querido y editen libros que tú hubieras quemado y rastreen tus cajones como perros llenos de rabia, de una rabia de la que carcome lo más recóndito de la memoria, de una rabia estúpida y desconsiderada, de una rabia que no es mayor que la que yo siento. Que homenajeen si les place a la sombra de lo que fuiste, que frente a tu tumba se llamen amigos los conocidos y conocidos los que nunca tuvieron el placer, que hagan lo que les venga en gana en nombre de la literatura. Hoy, aquí solos, amigo, mi privilegio es tu desgracia y por eso aguanto tu empeño, tu lamento confiado, tu silenciosa amistad, ese pulso que le mantienes a la eternidad. Javier López Menacho
p.strange
he llegado ya a ese punto yo soy ese pobre que escribe con las manos heladas con este hambre a veces y no imagino a ningún otro animal con más afán por la vida ni con más desesperación como un enfermo al que la enfermedad acompaña y que ha decidido resistir como un refugiado que traspasa fronteras países años que huye del miedo sin saber dónde el miedo no alcanza y lo consigue como alguien que soñó de forma obstinada como si los sueños fuesen a devolverle algo como alguien que vino a contar compulsivamente cosas que les sucedieron a otros hasta llegar al final del camino como si le estuvieran esperando como si hiciera falta
· Isabel Tejada ·
Soñé una noche que era Arturo Belano y estaba en África, vagando sin rumbo cierto en la jungla, adentrándome más y más en el corazón de las tinieblas, siguiendo los pasos de Rimbaud. Pero Rimbaud no se perdió en África, me pareció que me decía la voz de Ulises Lima. Sí se perdió, le dije, y nunca volvió a Europa: el que regresó no era él, sino un impostor. Yo busco su espíritu. O lo que dejó perdido él aquí. O quizá lo que nunca encontró, todavía no lo sé. Todavía no lo sé. Soñé a la noche siguiente que seguía explorando las profundidades africanas y que un pájaro me hablaba con la voz de Ulises Lima. No sé qué andas buscando por aquí, carajo, me espetó. Cuando lo encuentre, te lo diré, contesté. Eso es un cliché, me respondió. Soñé una noche más que seguía siendo Arturo Belano en la sofocante oscuridad de África. La voz de Ulises Lima me llegaba débil, como en un sueño dentro de otro sueño. Rimbaud murió en un hospital con una pierna menos, me dijo. A mí no me pasará eso, le dije con convicción, yo me niego a morir en un hospital. Lima se encogió de hombros.
Gabriel Noguera
El festín de los gusanos Después de pasar sus últimos quince días en estado comatoso, y padeciendo —como padecía— de insuficiencia hepática crónica, no puede decirse que lo que Bolaño nos dejó fuese precisamente un cadáver bonito. Tampoco puede decirse que viviese deprisa, aunque sí que escribió lo bastante rápido, y bien, como para dejarnos un buen puñado de obras indispensables. Y cuando digo «buen puñado» quiero decir tres o cuatro, no más. Pero tres o cuatro son muchas si son así de buenas. Bolaño sabía escribir. O, mejor dicho, no sabía no escribir. El problema de Bolaño es que se murió. Y, al morirse, se convirtió en lo que tanto odiaba: un autor de culto, un escritor reconocido por unanimidad. Si no se hubiese muerto seguiría siendo tan desconocido como Chirbes o Comendador. Pero murió. Murió, y la luz que su muerte proyectó sobre su obra y agrandó la sombra de su figura sirvió de reclamo a las polillas: a los editores, amigos, familiares y allegados de todo tipo. Ninguno de ellos quiso perderse el festín y todos cumplieron con el papel que el destino les había reservado en el innecesario —aunque previsible— espectáculo de la saprofagia. Como esposa legítima y despechada madre de sus hijos, Carolina López ha liderado el expolio de su obra más infame, la que jamás debió ver la luz, para regocijo de Jorge Herralde e Ignacio Echevarría. Han sido diez años de ediciones a contrapelo: relatos inacabados, reuniones de insulsos poemas, novelas que nadie quiso cuando estaba vivo, etc. Y, por encima de todo esto, la publicación conjunta —en contra de su última voluntad— de la «Gran Novela» del siglo XXI: 2666. Probablemente la cosa más aburrida que se ha editado desde Saramago y Coetzee. Pero esto, claro está, no se puede decir en voz alta. Ni siquiera se puede pensar. Porque Bolaño es el nuevo Borges, el rey Midas de la Literatura; nunca le faltaron inspiración ni historias que contar. No se repitió jamás, ni cayó en el engaño del enredo verbal, ni llevó al lector a caminar hacia ninguna parte, desde la pedantería más imperdonable. No. O eso dice la gente ahora, claro. Ahora que está muerto.
Hugo Izarra
ESTIMULADOR DE RECUERDOS Me compro un ESTIMULADOR DE RECUERDOS®, casco de última generación incluido. Cuando el chico de mensajería puerta a puerta me lo entrega, no sé muy bien que hacer con él. Otra adquisición compulsiva y estúpida. Hasta que me vuelve a la memoria el apartamento familiar en la costa, a sesenta kilómetros de la ciudad; la escenificación del ascenso social de mi padre. Y decido que es el espacio idóneo para estrenar mi nuevo artilugio. Por el camino pienso que gracias al ESTIMULADOR® rescataré las tardes de mi infancia frente al televisor. Los episodios de Los Ángeles de Charlie y las retransmisiones deportivas de todo tipo. Aunque entonces no tenía amigos. Y temo verme de nuevo solo ante la pequeña pantalla, o leyendo cualquier cosa que hubiera caído en mis manos. Un Mortadelo, La Ilíada, o esa enciclopedia familiar en la que figuraba que el poema clásico de Homero era un libro imprescindible que yo no entendí. Mejor recuperar los pensamientos del joven estudiante de física. El seguidor de Cosmos, la serie divulgativa de Carl Sagan. El tipo que pretendía emular a los otros héroes griegos: los antiguos sabios y su afán por medir y desentrañar los misterios del universo. Pero mientras aparco el coche, rememoro que esa fue la época de mis grandes sesiones masturbatorias frente a los libros de Electricidad y Magnetismo. Así que lo más probable es que contemple al pajillero que descubría que la ciencia de la segunda mitad del siglo XX poco tenía que ver con esa idea romántica de la persecución del conocimiento. Así que nada más abrir la puerta me encamino a lo que fue mi habitación. Espero reencontrarme con el muchacho que escuchaba las canciones de The Smiths y Golpes Bajos. El aspirante a esteta. Sin embargo, nada más colocarme el casco y activar el ESTIMULADOR DE RECUERDOS® a partir de su consola con pantalla táctil, conectada al equipo mediante cable USB, veo en tercera persona al chaval que fui. El que trabajaba de camarero en una heladería de la costa tras el crack de la economía familiar y la crisis del petróleo. El que vivía del turismo, igual que aquel escritor chileno que transitó estas playas pero sin su heroicidad. Visiono el radiocasete que nos regaló mi padre en la época de vacas gordas, y las cintas con las canciones escritas a bolígrafo en el cartón de la tapa. Después sigo al muchacho de un lado a otro de la habitación. Viste pantalones negros, tienen manchas de lejía en los bajos pero la raya impecable. La camisa blanca y los zapatos negros. En la silla, la prenda distintiva del establecimiento: el chaleco verde oscuro con reborde negro, propio de un camarero de Vacaciones en el Mar, o de un casino de Las Vegas para nuevos ricos. Menos mal que en la escena no veo la pajarita postiza que se enganchaba mediante laña a la altura de la nuca y que acababa de proporcionarnos esa imagen de pingüinos.
No la veo ni cuando, sobreexcitadas ya mis neuronas con el equipo electrónico, retorno automáticamente a aquellas jornadas de doce horas sin festivos, donde parece que lo contemple todo como si tuviera una cámara de vídeo en la cabeza. Reaparezco en el sótano de la heladería, húmedo, lúgubre, desangelado, a la hora del breve descanso antes de la avalancha de clientes. Y redescubro en primer plano la cortina ondulada que nos separaba del resto del mundo, verde aterciopelada por la cara externa, la que veían los clientes, gris sintético desde la perspectiva de los trabajadores; entonces se descargan las caras de mis compañeros, Los Camareros: Quílez, Manu y El Meneos, esa gente que había abandonado los estudios a los trece años, morenos, sonrisas pícaras; después se suceden las imágenes de excursiones nocturnas a locales plagados de trabajadores del sector turístico y extranjeras adolescentes ligeras de cascos que incluyen sórdidas sesiones de cine porno en el privado junto a otros tránsfugas de la madrugada que huelen a tabaco negro y comentan la película con voz varonil, o escenas en los grandes núcleos de costa —Blanes, Lloret— donde presencio las peleas de mis compañeros contra los turistas ingleses, sus éxitos sexuales con las extranjeras consumados sobre la arena de la playa y otras escaramuzas a las que yo soy ajeno y que completaban su quadrivium particular antes de la tragedia: sexo, alcohol, peleas y éxitos de las radiofórmulas. Tras despojarme del casco de última generación me asalta la duda. Me intriga saber por qué en algunas evocaciones aparezco como un personaje más y otras parece que las esté grabando con una cámara de video. Consulto en la pantalla el pdf con el manual de instrucciones del ESTIMULADOR®, mi última adquisición compulsiva y estúpida. No encuentro nada. Carlos Gámez
«Toda literatura lleva en sí el exilio, lo mismo da que el escritor haya tenido que largarse a los veinte años o que nunca se haya movido de su casa». Roberto Bolaño