Albert Camus 1913-1960
«Las grandes obras nacen a menudo a la vuelta de una esquina o en la puerta de un restaurante. Y lo mismo la absurdidad» El mito de Sísifo (1942) «La inseguridad hace pensar» Calígula (1945)
El día en que todo comenzó Hace mucho que dejaste de refugiarte en el ruido. Otro tanto desde que dejaras de percibir el latido, el aliento, la sed, el amor, el abismo o la libertad. Sí, la libertad. Esa sensación vacua consistente en rendir pleitesía a la rutina, la misma que te hacía esquivar la revolución inherente cuando todavía te quedaban fuerzas para encarar la vida, para escupir la amargura de sal, para cerrar heridas y abrirlas en Otros. Ese presente terminó. Sólo tenemos este Despertar definitivo, otro nombre absurdo con el que la humanidad intenta sobrevivirse, sobreponerse a un entorno que la rechaza, a un tiempo que se acaba. Cuando las guerras dejan de ser eficaces, inventar un nuevo orden internacional suele ser la manera más rápida de acabar con el ser humano. Miras con orgullo al hombre que habita en el espejo, un simple mercenario de Capital, una herramienta más puesta al servicio de la Recolección que, otrora, fue capaz de dirigir un país, un hombre en el que cinco millones de personas depositaron la poca esperanza que les quedaba. Pero todo aquello terminó, no pierdas tu tiempo con pensamientos estériles, aquel país no existe, siquiera Europa, un no lugar donde habita la resistencia más agresiva y difícil de hacer desaparecer. Pero la Recolección marcha, silenciosa e implacable. Y tú sólo debes superar la Prueba para alcanzar la mayor graduación posible, para ser un Recolector, uno de los elegidos entre la masa pestilente, título que te permitiría compartir reuniones con el resto de recolectores, ocho varones cuya fortuna podría hacer sonrojar al mismo universo. Quedan pocas horas para el gran examen. Te concederán el título si y sólo si eres capaz de demostrar la inhumanidad, la absurdidad que hay en ti. No puedes fallar. No hay segundas oportunidades. Respira hondo y repasa el plan trazado.
Entras en aquel habitáculo vestido con metal y decorado con cuerpos de mujer de diversos tamaños y volúmenes, con pechos tan exuberantes y sonrisas tan maravillosas que podrían distraerte, hacerte recordar el calor que desprende una piel. Pero no. Has ensayado demasiado. Al otro lado del cristal, un collage de personas famélicas, rotas, algunas quemadas, se abre ante ti. Lo observas con desprecio e intentas obviar el asco que se acumula en tu garganta. Algunos cuerpos se desploman implorando a la muerte que acuda rauda a por ellos. Pero no te importa. Tienes bastantes entre los que elegir. Miras los dígitos. Te quedan tres minutos antes de que entre el próximo candidato. Debes saber elegir, debes fijarte bien para acumular la mayor puntuación posible. Paras tu mirada en un hombre de mediana edad; una de sus extremidades parece estar dislocada y parte de su abdomen está atravesado por una cicatriz gruesa y protuberante. De entre sus piernas, asoma, como un cachorro asustado, un niño pequeño que se sostiene abrazado al muslo derecho. Sonríes. Ya has elegido. Levantas la mirada y apuntas en la pizarra electrónica: número 56849. Antes de abandonar el espacio, excitado y sudoroso, logras escuchar los aullidos del hombre y los gritos ahogados del niño. Sientes que algo grande acaba de comenzar.
Cristina Consuegra
Malconfort El cadáver de Albert, deshuesado y vuelto a coser, descansaba sobre la mesa de disección; un saco de blanda forma humana en piel, carne y entrañas, desprovisto de rasgos, cetrino aunque dotado de una deliciosa fragancia tras haber sido ungido, como mandaba la tradición, en aceite de almizcle blanco y agua de rosas. Plantada junto al lecho metálico de aquella capilla ardiente, la estructura ósea extrañada del ya no hombre, lavada y desinfectada, observaba sin ojos con los que ver lo que fuese su vestimenta terrenal, su traje temporal de batalla por la vida, ahora perdida; sin cerebro con el que procesar, la osamenta trataba sin éxito de acceder mediante la contemplación a algún tipo de memoria de lo divino de haber existido. Al no obtener ningún resultado, el esqueleto de Albert se apartó del lecho, vencido, y se acercó al único ventanuco en el cuarto. Echó un vistazo. Al otro lado del cristal blindado, motocicletas, discretos utilitarios e incluso un par de microbuses se habían hecho con la mitad del espacio libre en el parking de la universidad. Toda esa gente, que por pudor aún seguía refugiada en sus vehículos, tímidos e indecisos en sus monturas, había venido a despedirse de él, de Albert; unos, para dar fe de su muerte en persona y así al fin respirar aliviados; otros, los que más, para rendirle honores. El esqueleto deambuló por la habitación, pasando las insensibles falanges por los tubos de ensayo en las estanterías, el lomo de libros escritos en un idioma que le era ajeno y los dispositivos de medición meramente ornamentales, tan ineficientes como la docena de relojes parados que les acompañaban en las repisas de los muebles bajos cubriendo tres de las cuatro paredes. Apoyó los metacarpos en la caja de madera vasta que ocupaba casi todo el escritorio anexo a la mesa de disección. Junto a la caja, un tintero volcado había derramado su contenido en un charco negro y brillante que empezaba a gotear por el borde del tablero, generando gota a gota a gota un nuevo charco en el suelo, éste parduzco y mate. «El universo entero se echó a reír a mi alrededor», se dijo el esqueleto. Albert no tenía qué hacer en esta estancia, más que estar, formar parte del desorden y desconcierto de sus contenidos, de la absoluta ausencia de patrón organizativo o funcional.
Al completar el círculo cerrado alrededor del caos fragmentario de la capilla ardiente, y topar de nuevo con el cuerpo tendido sobre el aluminio, el esqueleto tembló y repiqueteó en un tañido sordo y convulso como la base rítmica de un estertor. Para distraer y dejar pasar la reacción alérgica, devolvió la atención a la caja de madera. La abrió. Dentro, una colección de escalpelos, navajas, sierras quirúrgicas y tijeras le sonrió con el frío del filo y la precisión del carbono acerado. «La sociedad de los vivos temía constantemente dejar paso a la sociedad de los muertos, ¿eh?», saludó. Él también era una sonrisa perpetua ahora, así que se amistó al instante con el instrumental, con las herramientas de los caníbales que vendrían más tarde a disponer de sus despojos y nutrirse de ellos, tratando de contagiarse de lo que fuese que Albert conservase de bueno. Lo cual le recordó la presencia de los que esperaban fuera, quienes sin duda a estas alturas ya deberían haber reunido el valor suficiente como para mostrarse, organizarse y entrar en el edificio principal del campus, tomar los pasillos y marchar en horda hacia la capilla. El esqueleto sintió la cercanía de aquellos seres oscuros, sus caras rotundas, sus dientes desparejados en bocas grabadas por los años de vacuidad, sus epidermis enfermas por la excesiva exposición al sol, su inmediata peste avecinándose. «Sí, en este mundo se puede hacer la guerra, imitar el amor, torturar al prójimo, exhibirse en los periódicos, o simplemente hablar mal del vecino haciendo calceta. Pero en ciertos casos, continuar, únicamente continuar, resulta sobrehumano». Poseído, pues, por la urgencia, el esqueleto de Albert tomó uno de los escalpelos, se sentó a horcajadas sobre su cadáver, el cadáver de Albert, la funda aparente de Albert, cortó los puntos de sutura que cerraban los cortes en Y en el pecho, separó la carne, miró en derredor por última vez e hizo inmersión en la herida resucitada, con los pies por delante, luego las piernas, luego el cuerpo entero se coló por el portal de la masa corporal abierta. Al desaparecer el cráneo, la obertura se clausuró tras él. El cuerpo asimiló y evacuó los sonidos del exterior. En el silencio interno, clima y paisaje escarlata, una esfera de arreglos sin sentido y laberintos, el esqueleto al fin comprendió la adoración por los finados, pero ninguna comprensión, menos aún de tan escaso brillo, le impidió trascender el tiempo y sus barreras. Libre, buceó. Francisco Jota-Pérez
La plaga No bromeo. El canario ha muerto de inanición por culpa del mismo virus que atascó el fregadero y que se negó a adelantar la hora del reloj de la cocina cuando tocaba. Sigo hablando muy en serio cuando digo que los peces de mi acuario flotan inertes por culpa del mismo vil azote que olvidó felicitar a mi madre por su cumpleaños. Pero qué culpa tengo yo de vivir bajo el asedio continuo de una plaga invisible digna del Antiguo Testamento. Ocurrió ayer, o hace veinte años, no sé. Tal vez fue mañana. Ocurrió que tosí y tosí hasta que eché un esputo viscoso encima de mi cama, una flema cáustica que dejó impresas las palabras Por qué en medio de la almohada. Desde entonces estoy contagiado, vivo anestesiado, y soy incapaz de hacer nada a lo que no esté dramáticamente obligado. Pero eso no significa que no vaya a plantar cara a este agente patógeno en forma de pregunta lastimera que ha emergido desde las profundidades de mi intestino grueso. Me mantendré en cuarentena hasta que esta duda vírica y pretenciosa se erradique a sí misma de puro aburrimiento. Cierto es que podría hacer como si nada. Podría levantar las persianas e interesarme por la vida de los conocidos y afeitarme y dar dos besos al saludar y vestirme con tonos pastel y sonreír de vez en cuando y bajar más a menudo la basura; pero entonces expondría a todos mis vecinos al contagio de esta gripe más altanera que trascendente. No. Debo contener la epidemia a toda costa, debo impedir que la infección se propague más allá de mi felpudo. Xavi Lázaro
La infancia de Sísifo «En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil pequeñas voces maravillosas de la tierra» Albert Camus Va a todas partes empujando el esternón que se añusga en su pecho, pero él traga y regurgita hueso. Crece el esternón y continúa su labor. Traga sin mascar, los coches que pasan a su lado le luxan la laringe, se le astilla el aliento, y en su piel se evapora el sol. Y al llegar a casa y encender la estufa, recuerda cuando era niño. Imagina, Camus, cómo debió ser su infancia: Aquel murmullo naranja, la regañina de su madre, cómo ella al final apagaba la estufa y ponía con un beso, sobre su mejilla, un embozo de sueños. Apretaba los pies contra la almohada, soñaba con dar el estirón. Ahora sin embargo, sabes mejor que nadie su historia. Puede que una noche decidamos que sea también la nuestra. No está tu madre, Sísifo. Deja al tiempo avivar ese murmullo naranja. Miguel Hernández Pindado
Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé. Quizá se ha suicidado, el telegrama no lo especifica. Siempre le gustó mucho Camus, que decía que el único problema filosófico verdaderamente serio es el del suicidio. Pero también podría no haberse suicidado. Ya no tenía edad para esas cosas. En general, uno se suicida de joven o no se suicida. Claro que también hay excepciones. Otra posibilidad es que haya sido víctima de esa epidemia de peste que, cuentan, azota Orán estos días. Pero morir de peste en la actualidad también es raro. Uno muere de peste en el medievo o ya no es lo mismo. Es todo muy extraño. Me acuerdo de pronto de aquello que dijo una vez Camus: «entre la justicia y mi madre, elijo a mi madre». A mí ya sólo me queda la justicia, no hay una verdadera elección. La justicia por mi mano, como matar a un árabe en la playa. Es todo muy confuso. Gabriel Noguera
La muerte del señor Meursault Sin embargo, ninguna de sus certezas valía lo que un cabello de mujer. ALBERT CAMUS
María no ha ido nunca a una ejecución, y aunque al principio se negó a asistir a la del señor Meursault, como le llaman todos los periódicos, finalmente se dijo que no podía traicionarle así. María acude a la ejecución como a una cita y frente al espejo se maquilla, coquetea, se acaricia el pelo y lo coloca de esa manera en que se lo coloca ella —parece que no se ha peinado, pero sí. El señor Meursault, si hubiera tenido alguna vez un gesto amable con ella, se lo habría dicho, que está bonita con el pelo de ese modo en que se lo cepilla, pero entonces no habría sido él y quizá, quién sabe, a lo mejor María no habría tenido deseos de casarse con él. Pero eso ya no importa porque ya no podrán hacerlo nunca, aunque le diera igual, aunque María se muriera de ganas de ser su esposa: ya no será la señora Meursault. No habrá señoras Meursault en el mundo, porque incluso su suegra, la que sería su suegra, está muerta. Cuando sale de su casa, sabe que la observan —por hermosa, por ser la amante del señor Meursault. No le importa, aunque probablemente eso le dificultará encontrar un buen marido, siendo la mujer que se acostó con un criminal el día después del entierro de su madre. ¿Qué clase de señora podría incitar a un hijo sin madre a ver una película cómica y a bañarse en el mar? Pero eso no le importa a María, porque es ante todo una señora, mucho más que las que la miran con su cabello impecable: va sin sombrero a propósito, para que puedan verle bien el rostro, un rostro que no se esconde. Sí, amó al señor Meursault y todavía le ama, y si no lo ejecutaran aquella misma mañana, podría amarle el resto de su vida, hasta que el señor Meursault se cansara de ella, aunque no parecía la clase de hombre que se cansa de una mujer, y menos si esa mujer era como ella: una buena mujer. —Fíjate en María, va sin sombrero.
Y María sonríe porque es justo lo que esperaba de aquel espectáculo. Y aunque al principio se negó a asistir a la ejecución del señor Meursault, como le llaman todos los periódicos, finalmente se dijo que no podía traicionarle así, y por eso estaba ahí, ahí estaba, con su precioso cabello y ese vestido que sabe que le realza los pechos y los hace evidentes, como si fuera lo único que existe en su cuerpo, un cuerpo que el señor Meursault había deseado tanto, de eso no le cabía ninguna duda. Frente a la plaza en la que darán muerte al que podría haberse convertido en su marido, María es el centro de atención, pero sabe que en cuanto el señor Meursault muera, pasará a un segundo plano, al menos durante algunos días, quizá semanas, hasta que todos olviden a aquel criminal al que todos, en mayor o menor medida, habían tenido en estima —todos menos ella, que no olvidará. Se ha prometido fijar la mirada un metro por encima del señor Meursault, para que los demás crean que está viendo cómo muere, pero en realidad estará concentrada en otro punto, un punto sobre él, porque no podría soportarlo. Así no llorará, así demostrará que no llorar a un muerto no es ningún pecado, que el pecado es, ciertamente, dejar a una mujer con aquella marca de por vida, porque lo que María va a llevar toda la vida es una marca, la marca de la mujer que amó a un criminal, y que si el criminal hubiera salido absuelto, no sólo sería la mujer que amó a un criminal, sino su esposa. Pero ya no habrá oportunidad, y María, María y sus pechos y su cabello, su precioso cabello, la preciosa María, todo su cuerpo está frente al señor Meursault, al que ama probablemente más que antes, porque ya piensa en él como si estuviera muerto y al muerto siempre se le ama distinto, aunque por la noche haya soñado que se escapa, en el último momento se escapa y se la lleva consigo y son felices lejos, muy lejos, en un mundo sin el crimen absurdo que cometió aquel hombre bueno —un poco extraño, pero bueno. No, el señor Meursault no se escapa, no escapa ni de su ejecución ni de los insultos de los que fueron compañeros, vecinos, conciudadanos o amigos. No escapa de nada, y María con su cabello, que vale más que la vida de su amante, el criminal, María mira a su punto, el punto que ha elegido, y fija la mirada, pero no puede evitarlo y la baja y ve al señor Meursault, y María, María, María... —¡Acaben con ese criminal! María también insulta al señor Meursault, al que sin duda ama. Jenn Díaz
Almort Camus
Albert Camus Sintes
Hoy Albert Camus ha muerto. O tal vez fue ayer, no sé. En el periódico la noticia era bastante escueta: «Falleció Camus en accidente de tráfico. Entierro mañana. Sentido el pésame del pueblo francés». Pero esto no quiere decir nada. Quizás haya sido ayer. Una muerte terrible, en cualquier caso, que vuelve a corroborar que solo hay un asunto de absoluta importancia: estar, o no, vivo. Lo demás, incluso el mito de Sísifo, las cartas a un amigo alemán, el hombre rebelde, la caída, el extranjero, el verano, la peste y las reflexiones sobre la guillotina, viene a continuación. Albert Camus no ha podido ver, ni escribir, más allá: agotó el campo de lo posible (como diría Píndaro) a los cuarenta y seis años. Para que todo sea consumado, para la comunión final de las palabras con la muerte, desearía que a su funeral asistiesen miles de personas y que el ataúd del escritor, filósofo y periodista fuese recibido con gritos de admiración.
Estanislao M. Orozco
Camus, Sísifo y su “Rolling Stone” «De pronto le asaltó un pensamiento que lo sacudió incluso físicamente. El tenía cuarenta. El hombre enterrado bajo esa lápida, y que había sido su padre, era más joven que él». El primer hombre.
Camus describió en El primer hombre el momento preciso en el que se encontró ante la tumba de su padre, caído en 1914 en la Gran Guerra. Mi buen amigo Brais Fernández escribió hace un par de meses, con motivo del aniversario del argelino-francés, lo siguiente: Camus condenaba «la violencia de los dos bandos», así se sostenía el colonialismo francés mientras Camus, como buen liberal humanitario se preocupaba tan solo del sufrimiento de su «anciana madre» y se mostraba reacio a que Argelia fuera una nación independiente. Nos dejó obras literarias brillantes pero como filósofo era más bien mediocre. Su mirada siempre se centraba en la tragedia individual, nunca en las causas de las tragedias colectivas. Reconocer su talento no implica hacerlo de los nuestros: Camus iba camino de ser el Vargas Llosa francés. En fin, Sartre dogmático, Camus librepensador. Por esta y otras cuestiones se acusó a Camus de que su rebeldía era puramente estética, aunque yo no diría tanto. Camus es la excusa para abordar el compromiso del intelectual y la forma en la que se conjugan varias esferas: la pública y la privada, la individual y la colectiva. Hemingway, más pragmático, algunos años antes, dijo: El problema de un escritor no cambia, él mismo podrá cambiar, pero los problemas seguirán siendo los mismos. Y esto es como escribir verdaderamente y encontrar una experiencia que al ser escrita se convierta en parte de la experiencia política de los escritores (4 de junio de 1937, II Congreso escritores en el Carnegie Hall de New York). Camus entendió la literatura como un motor para describir el sentido de la existencia, la sensación de «extranjero» adherida al propio nombre y la exaltación del individuo frente a cualquier tipo de norma impuesta, a pesar de lo absurdo de sí mismo. El comienzo y el final de su ensayo, El mito de Sísifo: Los dioses habian ́ condenado a Sisifo ́ a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montanã desde donde la piedra volviá a caer por su propio peso. Habian ́ pensado con algun ́ fundamento que no hay castigo maś terrible que el trabajo inutil ́ y sin esperanza. (…) Dejo a Sisifo ́ al pie de la montana. ̃ Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sisifo ́ ensenã la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él tambień juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece esteril ́ ni futil. ́ Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta montanã llena de oscuridad, forma por si ́ solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazoń de hombre. Hay que imaginarse a Sisifo ́ dichoso.
Este mito condensa gran parte del imaginario de Camus. Según la filosofía del absurdo, que la vida no tenga sentido aparente, no significa que no merezca la pena vivirla. El mito de Sísifo podría definir casi a la perfección la concepción el estado de la izquierda, desde que es izquierda. La cuestión que vemos en obras como El Extranjero, no es que describa ningún tipo de crisis de moral, es que el hombre, esclavo de su propia libertad, se ve condicionado y cuestionado de forma constante en cada decisión y acata su destino. Lo que puede parecer indiferencia o incluso resignación, en realidad me atrevo a decir que es el suicidio inducido del protagonista Mersault, sólo que en última instancia la mano ejecutora es el propio Estado: En nombre del pueblo francés, se me cortaría la cabeza en una plaza pública (cit. El Extranjero). El suicidio del que entiende vida y que, ante la insistencia de un capellán, llega a admitir, ver en «la otra vida», ¡Una vida en la que pudiera recordar ésta! (cit. El Extranjero), el suicidio como solución de lo absurdo (cit. El mito de Sísifo). El contexto histórico y su trayectoria personal, hicieron entendible e incluso admirable el existencialismo del absurdo del que se vanagloriaba con mucha mejor prosa que Sartre aunque con un compromiso ligeramente distinto. Enrique Dussel habla en sus clases en la UNAM de lo inocente de los que exaltan la condición individual ya que hasta Robinson Crusoe tenía a Viernes. El concepto de «tribu» en última instancia se impone ante cualquier intento de gestionar la propia cotidianidad de forma individual, aunque fiel como soy a lo heterogéneo y a las contradicciones —más las propias que las ajenas—, es innegable exaltar la condición creadora del artista y su propia independencia, en esto Camus era un genio. Se puede poner la literatura la servicio de muchas cosas, pero en última instancia el escritor debe estar comprometido con su tiempo y eso es algo que nadie le podrá negar jamás. Tras la Segunda Guerra Mundial Europa aún estaba herida de fascismo, estalinismo y, los reductos de fanatismos religiosos, aunque fueran como mera construcción cultural, seguían presentes con fuerza. Por tanto, la manera «absurda» de entender la realidad se resumió en un ataque frontal contra las forma de dominación ideológica tradicionales; ante eso Camus se convirtió en una suerte de libertario. La literatura queda puesta y expuesta al servicio del hombre y para los hombres apartados de lo eterno, la existencia entera no es sino una imitación desmesurada de lo absurdo. La creación es la gran imitación (cit. El mito de Sísifo) y el escritor filósofo queda expuesto, desnudo, ante la incertidumbre del cadáver del padre, más joven que él mismo y termina rogando, para sentirse menos solo, que el día de su ejecución haya muchos espectadores y que le reciban con gritos de odio. Salvador J. Tamayo
Desencuentro Veo a un hombre que camina con una mano en el bolsillo y con la otra sostiene un cigarrillo. Yo escruto el horizonte, y me digo si sabrá quién soy. Él no sabe (o tal vez sí) que llevo tiempo siguiéndolo, memorizando cada uno de sus pasos. Porque el final está dentro de cada principio. Una y otra vez. En su caminar, los perros lo miran, los automóviles se tropiezan una y otra vez. Yo lo sigo despacio, entreteniéndome con los transeúntes. Como una punzada en el estómago, una ardilla cruza la calle y desaparece debajo de las ruedas de un camión. Hay un policía que nos vigila, pero no me preocupa. Lo recuerdo en las playas de Argel, rodeado del sol y la arena que tanto le gustaban y le penetraban. Después vino la ciudad. Él dijo que «el absurdo no está en el hombre, ni en el mundo, sino en su presencia común». Ahora miro los pájaros volar y no siento nada. Un día, en un café de Argel, me dijo que «la nostalgia es el absurdo». Después desapareció, como siempre. Y yo seguí esperando a los buitres. Él sabe que las madres están al final de cada desembocadura. Él no actúa como si pudiera cambiar las cosas. «La muerte más idiota», leí en los periódicos cuando tuvo el accidente. ¿Acaso no jugó con todos nosotros? El automóvil en el que iba era su pasaje a la playa que tanto le gustaba, como una fiera agazapada. Nada tiene más sentido. No importa lo que digan. La mayoría de los transeúntes tiene pánico, lo he visto en sus ojos. No es la primera vez. Ni la última. Pero muchos no saben que levantan piedras y sucumben a ellas. Él sabe que en el fondo los lobos son animales solitarios. Esa es su sabiduría. Yo miro los tejados de las casas, y cuando me quiero dar cuenta, Albert ha desaparecido. Otra vez. Nos reuniremos en breve. Esta noche voy a conducir por el carril contrario.
Carlos Huerga
Ftqbob 2033 Exterior, siempre exterior. Sol (siempre Sol). En la terraza llena de un bar, apenas se oyen voces. Todas las mesas tienen más platos con restos de comida y servilletas aceitosas amontonadas que personas sentadas alrededor. Los clientes se recuestan adormecidos en las sillas, ojos apenas abiertos sobre las pantallas de sus teléfonos. En un lateral de la escena, tras almorzar unas tapas como cada día, 1992 y 2013 esperan a que el camarero traiga el café, como cada día. Narrador Los vulgares acontecimientos que forman parte de esta escena se produjeron en el año 201·, en Ftqbob. 2013 (baja el diario que leía y se dirige a 1992) Hoy, Ftqbob ha muerto. O quizá en 1978, no lo sé. 1992 (mirando al horizonte con aire distraído) Volverá. 2013 ¿Puedo, señora, ofrecerle mi consejo aun a riesgo de ser inoportuno? 1992 Es demasiado tarde, ahora, será siempre demasiado tarde. ¡Por suerte! (da una palmada y parece sobresaltarse cuando su teléfono brilla y vibra sobre la mesa). En ese momento suenan nueve veces las campanas de una iglesia cercana. Narrador Eran las 10 de la mañana y 1936 andaba con paso firme al encuentro del presente. 2013 (insistiendo a 1992, que sigue en estado somnoliento) Ustedes decían: «La grandeza de nuestro país no tiene precio». 1992 (bostezando y con dificultad para vocalizar) Hay que imaginarse a Ftqbob feliz. 2013 (vuelve al diario) La gran marea del pueblo, alimentada en la amargura de los recortes, arrasará estos horribles palacios. Breve fanfarria que hace pensar en un enorme ejército. Vestida con un desgastado traje de hombre de negocios de los años ’70 que le queda grande, aparece en el lateral opuesto 1936. Atraviesa toda la escena andando con aires de suficiencia hasta colocarse frente a nuestros protagonistas. Pone un pie sobre una silla vacía y, con gesto exagerado, clava una minúscula bandera en uno de los trozos de pan que hay sobre la mesa.
1936 ¡Todavía estoy viva! (se escucha una vieja grabación con tímidos aplausos) 2013 (sobresaltada) ¡El fin de Ftqbob! 1992 (impasible) No, hombre… 1936 (hablando a 1992 mientras señala a 2013) ¿Qué es, un hombre rebelde? 2013 (interrumpe y se pone en pie. Habla mirando al público) Aún nada. Tengan piedad y hagan el favor de ayudarme… 1936 y 1992 (al unísono, también al público. 1992 parece por primera vez despierta) ¡No! 2013 (vuelca su silla de una patada) En la cumbre de la tensión más alta debería surgir el impulso de una flecha recta, del trazo más duro y más libre. 1992 (volviendo a la postura anterior: un brazo colgando al lado de la silla, la vista hundida en el teléfono) No hay más que un problema nacional realmente serio: cómo aparentar más con menos. 1936 (el pecho henchido, la vista al cielo, el gesto exagerado hasta el ridículo incómodo para el espectador) Y piedra entre las piedras, volveremos a la alegría del corazón, a la verdad de los mundos inmóviles. 1992 (saca un papel arrugado del bolsillo y sin soltar el teléfono lee mecánicamente) Para que todo sea regenerado, para que la economía vuelva a crecer, tan sólo es necesario que el día de mi inauguración haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de admiración. 2013 (alejándose, pronuncia sus últimas palabras mientras desaparece por un lateral del escenario. No queda claro si se dirige a los personajes o a los espectadores) Por haber desdeñado la fidelidad al hombre, sois vosotros quienes, por millares, vais a morir en soledad. Ahora, puedo deciros adiós. Se apagan las luces. Se enciende una vela en el fondo. Apenas audible sobre el ruido de un sucio vinilo, suena un compás del himno sin letra de Ftqbob, que se repite atascado en un surco rayado. Narrador Quizá llegue el día en que, para desgracia y escarmiento de la clase política, el hombre repudie a las ratas y les impida robar a un pueblo feliz. Guillermo Héctor
«¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no». Albert Camus