Ingmar Bergman 1918-2007
Yo soy el invierno Al otro lado de la ventana, el invierno se exhibe desafiante. La belleza del paisaje atraviesa el ojo, fulmina el alma e imprime cierto temor sobre la lógica del tiempo. Ingmar observa esa geografía como el que vislumbra alguna extraña certeza sobre la condición humana. Asiente y da otro sorbo al intento de café cuyo humo deja un rastro, entre divertido y lúgubre, en el cansado ambiente de ese espacio que solía ser un hogar. Sobre la mesa algunos libros que lo han acompañado y ayudado en ese recorrido obsesivo y atormentado por saber quién se es. Por conocer qué es eso denominado ser humano. Ingmar acaricia esos nombres propios con dedos de manos ya cansadas, extremidades viejas que se agarraron a la vida desde un ángulo desprovisto de luminosidad, desde la grieta y el temor. Unas manos que perciben el final, que lo sienten. Kierkegaard, Heidegger, Sartre y Camus. «¿Serán mis verdaderos padres, Padre?», piensa mientras observa, entre desafiante y temeroso, en una fotografía arrasada por el paso del tiempo, la figura del vicario de la parroquia de Hedwidge-Eleonora, pastor luterano que inyectó en Bergman la duda perpetua en torno al sentido de la vida, la muerte. La búsqueda o la negación de Dios. El dolor arrasa la duda, la fulmina. Arroja los libros al suelo de madera. El sonido que nace de esa caída lo lleva a ella, a su amor. Siquiera se atreve a pronunciar su nombre. Cierra los ojos y se deja hacer por el dolor. Por la duda. Cansado, se sienta mientras deja las gafas sobre la mesa ocupada por diversos tipos de memoria. Multitud de reseñas de periódicos y revistas, carteles que colonizan la superficie del mueble. Fanny y Alexander, Infiel, Niños del domingo, Encuentros privados, Crisis, Secretos de un matrimonio, Gritos y susurros, El manantial de la doncella, El rostro. «Cuánto trabajo. ¿Qué quedará de todo esto? ¿Qué hay de mí en todo esto?». El dolor —¿la duda?— regresa y recorre su cuerpo como una descarga eléctrica. Una lágrima cae por su mejilla. Se incorpora con torpeza. Al otro lado de la ventana, el invierno se exhibe desafiante. Una mancha negra se incorpora a la belleza del paisaje. Ingmar posa la mano derecha sobre el cristal de la ventana. Asiente. La figura se acerca a la mirada del hombre dolorido, del hombre que duda, una figura con una capa negra que sólo deja ver un rostro extraño. Una figura desafiante. Ingmar Bergman suspira mientras de entre su aliento surge un «Por fin…».
Cristina Consuegra
Laura Munフバz Estelleフ《
«Trist el qui mai no ha perdut per amor una casa». Joan Margarit
LUCES, CÁMARAS, SILENCIO… Entre dos y tres minutos es lo que necesita Bergman para presentarnos un verano atípico, Un verano con Mónica. Transcurrido este tiempo, tenemos todos los datos para construir en nuestra mente la película que Bergman va modelando. Mónica es la protagonista absoluta, la directora del relato. El tempo rítmico de las imágenes responde a un movimiento de su mano. Consciente de que es la protagonista de una historia, va al cine con Harry y repite estereotipos sacados de la pantalla, diálogos pensados para otra voz. Mónica se mira incansablemente en todos los espejos, y ellos le devuelven y ratifican constantemente su función. Por eso Mónica mira a cámara, nos mira directamente a nosotros, porque es consciente de su labor de personaje, pero no está subyugada por eso, sino que lo vive altivamente. Harry parece ser la excusa para que Mónica pueda posar tumbada en una lancha, como si por un momento olvidara que no está en Shangai, sino en Estocolmo. Es la justificación para que su sexualidad desnuda lo impregne todo de un aire primario. Aún así, el final de la película, ya con Mónica desaparecida, y sustentada en la figura de Harry, me parece de una complejidad y belleza exuberante. Este final es digno deudor del comienzo, aparecen planos yuxtapuestos que también aparecían, aunque de otra manera, al principio, con la salida al mar. De nuevo está presente el espejo de la fábrica donde trabajaba Harry, donde se miraba Mónica y donde ahora levanta la vista para mirarse él, para sentirse personaje de una historia que él completa, pero que está marcada por el recuerdo de un verano que ha sido casi una vida entera. En esta secuencia, una vez que él sale de campo, el cristal refleja cómo la vida con Mónica llega a su fin, los compradores de muebles se llevan las posesiones de la pareja, incluido el peluche de June, la hija de ambos, que cae metafóricamente al suelo y es recogido por uno de los trabajadores. El nacimiento de June marcará un momento fundamental en la película que tiene que ver con el final del verano. Una Mónica embarazada empieza a ser consciente de que tener una hija va a materializarle algunos problemas y responsabilidades, algo de lo que Harry va a ser consciente antes. La imagen del peluche de la niña va a ser casi un rosebud. El muñeco aparece en algunos momentos, y en todos los casos va a ser despreciado y lanzado fuera del escenario por los protagonistas. Su presencia se relaciona siempre con situaciones de tensión, en la que los personajes deciden romper un núcleo familiar que en cierta medida representa ese juguete. Por eso, cuando la película termina, casi espero que arda en la nieve.
Amaranta Könisberg
«Hay imágenes en movimiento con sonido y luz que nunca abandonan los proyectores del alma sino que siguen pasando y pasando toda la vida, como en una cinta sin fin, con la misma precisión, la misma nitidez objetiva. Es únicamente el propio conocimiento lo que va adentrándose, implacable e incesantemente, hacia la verdad». Ingmar Bergman