Miguel de Cervantes 1547-1616 路 William Shakespeare 1564 -1616
EL CAMINO Ser propietario de una tetería no dista mucho de dirigir un entramado de peleas tan clandestinas como ilegales. De hecho, una cosa te lleva de la mano hacia la otra. Prácticamente no hay diferencia entre servir infusiones afrutadas y echar cubos de agua encima de un cuadrilátero de cemento para limpiar la sangre que se ha vertido durante la contienda. Y es que si has ido alguna vez a uno de esos locales con música ambiente de repicar de campanas tibetanas, uno de esos sitios que huelen a incienso y en los que hay instalado un atril desde donde se recita poesía, te puedo asegurar que ya es como si hubieras acudido a un recinto donde se realizan peleas de perros. En serio. Si has escuchado a alguien con boina leer en penumbra y en voz alta el prólogo de algún libro de microrrelatos ya es como si hubieras estado presenciando una pelea de gallos en Tailandia. Es que yo sólo quería fomentar la lectura. Han sido las circunstancias y no el ánimo de lucro lo que me ha llevado a vivir en una mansión y a pasearme por el centro con un descapotable. Ha sido el destino y no la avaricia lo que me ha obligado a contratar a un tipo para que piratee la radio de la policía y me avise en caso de redada. Y todo por mi amor desmedido hacia la literatura. Verás, yo tenía una tetería normal y corriente. Un local viejo de las dimensiones de un garaje y que estaba casi sepultado por un alud de libros. Digo alud de libros porque había libros en las estanterías, encima de las sillas y las mesas, incluso se usaban libros como posavasos. Los pedidos se anotaban en la contraportada de los libros de bolsillo. La cuenta te la traía impresa en el interior de un libro de tapa dura y no tenías más opción que leer hasta encontrarla. La llave del baño estaba escondida entre las hojas de un tomo enciclopédico y es que hasta el propio papel higiénico estaba hecho con páginas de libros defenestrados Básicamente, lo que yo tenía era una librería con mesas adosadas; un laberinto como el de El resplandor, pero con muros de hojas impresas en lugar de setos. La idea era que la gente leyera aunque fuera por accidente. Pretendía que la gente leyera casi por ósmosis. No esperaba ni ganar dinero. No había consumición mínima. Podías pedir un vaso de agua, o entrar para ir al baño, o simplemente pedirle la hora al camarero, y quedarte medio día leyendo antes de conseguir encontrar la salida. Tener poca clientela no me preocupaba, pero el casero insistía demasiado en que me pusiera al día con el alquiler, y se me ocurrió utilizar la excusa del aniversario de la muerte -
de Cervantes y de Shakespeare para captar algún que otro cliente. No importa si te gusta leer o no, a esos dos los conoces aunque no quieras. Así que intenté aprovecharme de su filón mediático y decidí organizar un combate literario. Esto implicaba que se leerían pasajes y citas de cada autor y que los clientes aplaudirían con mayor o menor intensidad para dictaminar el ganador. Eso era todo. La idea era tan simple e inofensiva como leer un poco en voz alta y que se agitaran las manos en un aplauso mudo para no molestar a los vecinos. No contaba con los abucheos y los cánticos. En ningún momento se me pasó por la cabeza que nadie fuera a traer bengalas. El problema de la literatura es que, como cualquier otro deporte, cuanto más famoso es un atleta, autor o personaje, más hooligans tiene. Parece ser que corrió la voz de lo del combate literario y en el día señalado el local se me llenó de muchas decenas de partidarios de cada autor. Y cuando digo partidarios, digo hinchas en toda regla. Casi un centenar de personas que iban hasta las cejas de infusiones de té negro con leche de avena. Gente peinada para dar aspecto de despeinada, gente con la barba perfectamente recortada para que pareciera descuidada y que llevaban fulares, no bufandas, fulares con colores de las banderas de los países de origen de cada autor. Lo que se suponía que tenía que ser una lectura respetuosa y armónica terminó como una batalla de rap. Si el representante de Shakespeare empezaba a entonar algún hit mundial como «Ser o no ser», el público soltaba onomatopeyas y silbaba. Algunos incluso se tapaban la boca con las dos manos como si hubieran escuchado la mayor de las barbaridades. Si el representante de Cervantes aludía a «La Mancha», el público se daba palmadas en los muslos, asentía con vehemencia y señalaba reiteradamente el suelo imitando la forma de una pistola con la mano. Los vecinos se quejaron del ruido varias veces y el local acabó hecho un estercolero, pero esa noche serví más porciones de pastel de zanahoria con nueces que durante la última década. Es cierto que los representantes de Shakespeare y Cervantes se exaltaron un poco y terminaron por arrojarse un par de cupcakes a la cara, pero en la caja había tanto dinero que no pude ni cerrarla. A la semana siguiente repetimos la batalla, el nuevo par de oradores que interpretaban a ambos autores llegaron a empujarse, y yo tuve que guardar el dinero sobrante en una bolsa de basura. Semana a semana conseguía un dineral y semana a semana se pasó de los empujones a las bofetadas y de las bofetadas a los cabezazos. Cuanta más violencia, más clientes, más público y más dinero. Al mes y medio sustituí el atril por una -
jaula de esas que usan en las competiciones de artes marciales mixtas. Las estanterías las reemplace por unas gradas. Pasados dos meses, ya ni se recitaba ni se leía nada y el único hilo musical del local era el ruido de los mamporros y el de la caja registradora abriendo y cerrándose hasta el absurdo. Fue al año y medio, tras despertar en aguas internacionales en el camarote de mi yate y tras una orgia indescriptible de placeres ilegales, cuando entendí que me había desviado del camino. De mi camino. Y le puse fin. Decidí reencauzar mi negocio y volver a los orígenes, pero inculcando la literatura a un nivel superior. Y es que no fui yo quien dijo eso de que cuando el dinero va por delante todos los caminos están abiertos. Así que mantuve la estructura central del tinglado, pero a partir de entonces todo aquel que quisiera ver la pelea debía traer un comentario de texto escrito de su puño y letra sobre alguna obra de los autores. Para cobrar una apuesta se tenía recitar un soneto de memoria. Para ir a doble o nada tenías que responder un cuestionario sobre las respectivas biografías. También introduje cambios en las propias peleas. Ante todo, para subir al cuadrilátero y reivindicar por la fuerza la obra de Shakespeare o Cervantes, cada aspirante debía de haber participado en, como mínimo, dos representaciones teatrales y no valía Sueño de una noche de verano, que no es ni medio larga. El peleador que defendía la memoria de Shakespeare llevaba siempre guantes, por lo del negocio familiar. El peleador que llevaba el estandarte de Cervantes tenía que meter una mano durante hora y media dentro de un congelador antes de empezar, por lo de la parálisis y demás. Había hostias como catedrales, sí, pero también cierto rigor histórico. Cuando el alter ego bruto de Shakespeare estaba perdiendo podía pedir el relevo con otro tipo que hacía las veces de Christopher Marlowe, este último era siempre más alto, más fuerte y más atlético que él, y por norma general remontaba los combates más difíciles. Si la versión violenta de Miguel de Cervantes estaba en apuros tenía la opción de rendirse a media contienda y huir a Roma y también podía invocar a alguno de los personajes de sus obras para que lo ayudara: solía pedir la colaboración de Sancho Panza, que era encarnado por un ex campeón internacional de sumo que pesaba unos doscientos kilos. Nos tomamos ciertas licencias poéticas en pos del espectáculo, no lo negaré, pero aun así se intuía un leve homenaje en cada golpe. Aun así la gente leía y aprendía. Y ahora ya sólo pienso en seguir expandiendo el negocio la literatura. Hay una montaña de gente talentosa y -
muerta esperando a darse de tortazos. Leer es el único camino para aprender a recorrer caminos y tenemos un buen montón de guías dispuestos a reivindicar sus rutas a manotazos.
Xavi Lázaro
«La naturaleza se afina en el amor, y al afinarse envía alguna preciosa muestra de sí misma junto a la cosa que ama». LAERTES [HAMLET] A Susan Urich y Víktor Gómez Harta de repetirse en la grafía del litigio oscurece. Ahuyenta palabras si al levantar la niebla, únicamente espejan muchachas de seda; un contagio de imágenes volcadas hacia el ensimismamiento; voz que así marcada no se suavice en la insignificancia; ser que avance ocupando el lugar del otro con garras intencionadas. Ciertos ademanes que no resolverían su corazón. Sabe de arrebatarse en la dignidad de los humedales. De un verdor cuya desmesura jamás podría abarcar con su lenguaje. Vestir de largo y páramo cuando el día es un habitarse en lo más confuso. Un correr de bocas abiertas en mordidas equivalencias. Despojada y buganvilla ella danza lo sensible. Sámara en soledad. Resiste. Brega —a tientas— la enorme salpicadura del agradecer.
Mujer Ciervo
Pigeon P.
CUESTA POCO IMAGINAR Cuesta poco imaginar a Cervantes y Shakespeare juntos, de vinos en una vieja taberna del Toboso ser o no ser gigantes o molinos y entre tinto y tinto quién es quién escritor o personaje
cuesta aún menos soñar con Dulcinea una noche de verano.
Fernando Gutiérrez
PODER
Sir, I desire you do me right and justice, And to bestow your pity on me; for I am a most poor woman and a stranger Henry VIII, William Shakespeare
Ana se acerca con paso trémulo a Catalina. Quiere beber de su boca y oír de cerca los latidos de su corazón. ¿Por qué te quiere Enrique? Déjame verlo. El novio de Catalina ha subido al apartamento y ellas se han quedado en la playa. Hace frío, porque están en octubre, y se ha levantado el viento. El sol empieza a ocultarse en el horizonte y apenas quedan ellas y otras dos personas en la playa. —Me he dado cuenta —dice Ana, inclinándose sobre la toalla, y Catalina la mira por encima de su libro, Los cien golpes. —¿De qué? —En la piscina me mirabas las piernas. Catalina es la profesora particular de Ana. La pequeña Ana, de sólo quince años, con unos padres desquiciados y narcisistas. Tiene un hermano, Jorge, y una hermana, María, pero no se lleva demasiado bien con ninguno de ellos. Cuando Catalina empezó a darle clases de apoyo de Lengua, con un fondo de gritos y descalificativos provenientes del otro lado de la puerta, quiso arroparla con una manta, abrazarla y llevársela a casa. Se le antojó a un pequeño animal. Un gato que cojeaba a su encuentro. Esa misma mañana, Ana la ha llamado para decirle que cogía el primer autobús que salía hacia la playa. Ni Enrique ni ella, que están de vacaciones del puente de todos los Santos, se han negado a acogerla. El viento se levanta con más fuerza. Ana le da un toquecito con la nariz helada en el hombro y Catalina se sobresalta. —¿Qué haces? —Me gustas. Catalina había terminado Filología Hispánica y no encontraba trabajo. Sus padres esperaban de ella que fuese catedrática. Sin embargo, no le había llegado la nota para la beca del doctorado, así que ahora daba clases, y salía con Enrique. —Ana, a mí no me van las mujeres. —Mentirosa.
Ana sonríe y parece una criatura de agua en su elemento. Pone un dedo sobre la mano de Catalina y luego otro. —Esto no está bien —susurra Catalina, avergonzada—. Enrique... Ante la mención del hombre, Ana se hace con la mano de Catalina en un gesto brusco y se la pone entre las piernas, debajo del vestido, sobre la vulva, que late y está caliente. —Cállate. Catalina aparta la mirada. Enrique era mayor que las dos. Treinta y ocho años, ascenso tras ascenso y ya se había convertido en director ejecutivo de una imponente empresa dedicada a salvaguardar los derechos intelectuales de los actores y actrices del país. Era una empresa que movía mucho dinero. Enrique siempre llevaba traje; salvo cuando bajaba a la piscina. Era más guapo, más alto, más listo que Catalina. Por eso ella no entendía por qué estaban juntos. El apartamento también era de Enrique, aunque lo estaba pagando a plazos. Ana se acerca al lóbulo de su oreja y Catalina se estremece. Cierra los ojos. Abre los labios. —Es que yo te prefiero a ti. No era la primera vez. No lo era. Catalina ya le había visto las braguitas a Ana por debajo de la falda vaquera que tanto le gustaba ponerse por las tardes, al volver del colegio. Ana abría las piernas y fingía que no se daba cuenta de lo que pasaba. Los muslos bien separados durante las dos horas de clase de gramática. Ana va a besarla, nota su aliento sobre la boca, huele a chica. Catalina nunca ha besado a una chica. Enrique ha sido su único novio. Está temblando. Sin embargo, en el último momento, Ana se levanta. —Te veo arriba. Catalina se queda sola, mirando al mar, y cierra con estupor las piernas. Esa noche, cuando debería estar durmiendo, Ana va a su cama. Catalina no entiende cómo ha podido conocer el momento exacto en que Enrique ha salido al balcón del salón a fumarse un cigarro. Acaban de hacer el amor y Catalina está todavía desnuda. Lleva las sábanas grapadas alrededor del cuerpo. Es entonces cuando Ana se coloca a horcajadas encima de ella y la besa.
Catalina siente que no sabe cómo responder a un beso tan suave. Le pone las manos sobre las nalgas. Ana lleva bragas de algodón. El mismo vestido con olor a sal de la playa. Es morena, pequeña y de pecho descomunal. Es su olor lo que la lleva a bajarle el sujetador y levantarse para chuparle los pezones. Ana gime, se retuerce, pero Catalina la sujeta del pelo para que no se aparte. Ana se inclina y la vuelve a besar. La lengua dentro. Los labios empujando contra ella. Catalina se pregunta si es así como demuestra lo excitada que está. —Quiero comerte el coño. Ana le quita la sábana y de repente Catalina siente frío. —Espera. Ana la mira, entre sus piernas. —Para. Ana, la pequeña niña de quince años, baja de la cama con los dos pies y desaparece corriendo por el quicio de la puerta. Catalina no puede dormir. Da vueltas en la cama. Le molesta el calor de Enrique. Su olor. No le gusta el sudor que gotea por su espalda, entre los omóplatos. Le mira dormir y le envidia. Cuando hacen el amor, él entra en ella y se corre. Han estado juntos siete años, y Catalina sólo tiene orgasmos cuando está sola. Se pregunta cuándo le pedirá Enrique que se case con él. Si lo hará pronto. Se imagina la lengua de Ana recorriendo los labios de su sexo. Introduciéndose en la vagina. Chupando con delicadeza el botón de su clítoris. Y le gusta. Le pican los dedos de pensar en ir al cuarto de Ana y sorprenderla mientras duerme. Seguro que su niña se le engancharía al cuello y no la soltaría. Ana está hambrienta de afecto, es un pajarillo con el ala rota. Ana le dice a menudo que quiere estudiar matemáticas, la asignatura que siempre suspende. Catalina le enseña sintaxis, semántica y análisis literario. Ana tiene un profesor para cada materia, pero ésa en concreto nunca la aprueba. Las demás asignaturas, todo diez. Dice que quiere entrar en la carrera de matemáticas y Catalina no entiende por qué. Por qué a alguien le proporcionaría placer la posibilidad de -
fracasar. Ella se retuerce los dedos. Sabe que nunca llegará a mucho. Maestra de academia, profesora de español para extranjeros en un instituto. Sus padres la querían en lo más alto. Escritora de libros, Catedrática de Literatura, ganadora del Premio Nobel. De repente no puede respirar. Se nota dando tumbos hasta el cuarto de baño, donde cae, casi lívida, junto al váter con la tapa abierta. Se recoge el pelo con las dos manos y luego lo sujeta con una porque cree que va a vomitar. Pero no lo hace. Siente la cena revolviéndose en su interior, pero sabe que a no ser que se meta un dedo no vomitará. Y no soporta siquiera pensarlo. Prefiere quedarse toda la noche con la congoja; el flujo subiendo a su esófago y volviendo a bajar al estómago sin llegar a salir y desahogarla. Se levanta con dolor en las piernas al comenzar a andar hacia la habitación. Cuando llega, encendiendo la luz del pasillo, ve a Ana. Está encima de Enrique. Se lo está follando. Su espalda desnuda, su trasero redondo. El pelo oscuro que le cae por los hombros. Se mueve y echa la cabeza hacia atrás, dejando salir un jadeo que suena a gemido falaz, pero que a Enrique parece gustarle. A Catalina se le ha estrangulado la sangre en los ojos. Ni siquiera es consciente de su grito. Ana se gira, la mira, sale de dentro de Enrique (¿o es él saliendo de ella?) y camina hacia ella en su total desnudez. Tiene el cuerpo de niña que Catalina se había imaginado. Los pezones de sus enormes pechos apuntan hacia ella. Comienza a cerrar la puerta y, justo antes de que su rostro desaparezca, se pone un dedo sobre los labios.
Marta J. Sanchís
Omar Janaan
VERONA Me detuve en la ciudad del río anclada en sus puentes, de los amantes en estío, del calor bochornoso de la falta de muebles. De la censura de besos, de las calles vacías. Parece que el amor solo queda plasmado en monumentos basados en un drama de Shakespeare en hojas de libro amarillo hallado en cualquier estante de cualquier biblioteca.
Paola G. Sepúlveda
A単eta Martin
GIGANTE A veces soy al mismo tiempo el Quijote y los molinos de viento: lúcido y salvaje, tranquilo y combativo hasta feroz.
A veces ni los golpes más bajos me logran doblar. Los rayos del sol me hieren de soslayo y yo sólo me río. A veces arremeto contra los rebaños de gigantes desaforados y me trenzo en batalla para quitarles a todos la vida. A veces veo brazos largos de casi dos leguas o más, amenazando mis intenciones subconscientes, acercándose.
Siempre veo gigantes que espantan mis sueños. Ellos son gigantes y yo no tengo miedo. ¡Recen y quítense! que voy a entrar en desigual batalla.
Diego Mercado Villarroel
Lola MarĂn
EL INGENIOSO PRÍNCIPE HAMLET DE DINAMARCA HORACIO: Que digo yo que sería buena cosa que regresáramos a palacio, vuestra merced. Si apuramos, todavía llegaremos para la cena. HAMLET: O yo me engaño, amigo Horacio, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto y mal obraríamos si la rehuyéramos por una cena. ¿Qué diría mi dama, la sin par Ofelia del Tøboso? HORACIO: ¿Qué diría? Pues que bueno es guarecerse cuando llueve, sobre todo cuando se trata de piedras y palos como los que nos han caído encima. HAMLET: No desesperes, Horacio, que conozco la receta del maravilloso bálsamo de Fortimbrás y una sola gota de él bastará para curarte cualquier herida y dolor. HORACIO: Una redoma entera me tomaría yo entonces de ese salutífero brebaje, pues buena merced me haría. ¿No podríamos hacer un alto aquí, junto al río? HAMLET: Camino que hagamos ahora será camino que no tendremos que hacer después, Horacio. HORACIO: Creo yo que esa ínsula que me prometió vuestra merced va a tener que ser del tamaño de Islandia.
Gabriel Noguera
«No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía». Miguel de Cervantes
«El mundo entero es un escenario, y todos los hombres y mujeres meros actores: tienen sus entradas y sus salidas; y un hombre representa varios papeles en su vida, siendo sus actos siete edades». William Shakespeare
COLABORADORES Mujer Ciervo Paola G. Sepúlveda Fernando Gutiérrez Kosta Marta J. Sanchís Omar Janaan Xavi Lázaro Lola Marín Añeta Martin Diego Mercado Villarroel Gabriel Noguera Pigeon P. DIRECCIÓN Sonia Marpez Gabriel Noguera DISEÑO
Sonia Marpez Obituario N.37 – Miguel de Cervantes y William Shakespeare Publicado el 23 de abril de 2016 obituariomag.blogspot.com