OBITUARIO #44

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Lev Tolstรณi 1828-1910


reclinas el frĂ­o la carne como lengua ajena a punto de ser zanja (o hierro) ya es tarde

dices

y es entonces laurel alborotando igual que dragones en las paredes caballos que saltan y caen verticales como sacrificios mientras ojos miran atorados en los cuerpos mientras ojos ni siquiera la nieve

Carmen Crespo


PIATIGORSK Era apacible el viento trepando en el vacío alojado en los resquicios que el tren deja a su paso hierro fundido en lluvia que arrastra como marea como rito de la casa de la noche piedra emergiendo de la corriente espumosa que impasible contempla en Piatigorsk agua en suspensión sobre el lago gélido ardiendo como la oculta luz de la palabra ausente

Esperanza Vives Frasés


Pigeon P


EL ÚLTIMO TREN —Buenos días, quiero un billete de tren para Sudáfrica. —Perdone, caballero, pero la línea más larga que tenemos es la del Transiberiano y no le deja nada cerca. —No me importa hacer trasbordos. —Uf, veamos… Podría coger un tren hasta Odessa y allí tomar un barco hasta Egipto. O hasta la misma Sudáfrica. Si no es indiscreción, ¿no está usted muy mayor para realizar viajes tan largos? ¿Qué se le ha perdido ahí que sea tan importante? —Voy allí a cambiar el mundo. —Ah, muy loable, sí. ¿Y cómo? —Luchando contra la injusticia. —Perdone mi impertinencia, pero no veo qué necesidad tiene la justicia mundial de que un anciano se sume a su bando en un extremo de África. —No voy a hacerlo solo, contaré con la ayuda de Gandhi, un amigo indio que he hecho por correspondencia. —Ajá. Claro que sí, señor. Serán diecisiete rublos.

Gabriel Noguera


ASTAPOVO La nube de la máquina / lo envolvía a oleadas, / se mezclaba con el humo recio del tabaco / de los obreros. El frío cortante, / que se colaba por el cristal roto / de la ventanilla, le recordaba / que aún seguía vivo, / y el olor penetrante / del cuero de las pellizas de los campesinos / le traía la vida / desnuda y sin pudor. Su pecho se quejaba como un pájaro / aterido, pero nada de esto / le era del todo desagradable. / El tren se paró en medio de la nada. / Alertado por el tumulto, / el herrero alzó la vista un momento, / frunció el ceño y continuó golpeando el yunque. / La anciana con el canasto de coles / se santiguó y meneó su menuda cabeza / sin detener su paso. Enseguida se extendió el rumor: Tolstoi / se moría allí mismo. / En la estrecha cama se iba extinguiendo / su cuerpo, su memoria, / como la vela que menguaba junto / al camastro en la mesa. / Un tazón de caldo, algodones, papeles rotos; / el último equipaje. / Deliraba, conversaba con Ana / Karenina sobre el amor, / recordaba las visitas de jóvenes / encendidos que admiraban su genio / y buscaban la sabiduría y experiencia / del Maestro de Vida. / Él les aseguraba / necesitar de su pasión sin riendas, / de su frescura de flor no cortada. / La bruma de sus recuerdos era su mejor / enfermera, sostenía su aliento / con su amplia sonrisa.


Había emprendido el viaje en busca / de sí mismo, como quien escapa de madrugada / para robarle a la noche un último abrazo. / Huyendo del acoso de la fama, / intentando dejar atrás sus contradicciones, / quedó varado allí, / en un lugar sin coordenadas, como / un tren en vía muerta. / Quiero que me entierren como a un campesino pobre, / alcanzó a decir antes del final. / Y huyendo de la gloria de este mundo / dio gloria a ese lugar dormido / donde el polvo se nutre / de la humilde leyenda de su nombre.

Pedro S. Sanz


EL CIELO EN LA TIERRA No hay grandeza donde faltan la sencillez, la bondad y la verdad. Lev Tolstói he venido a encontrarte, maestro, entre laberintos de cebada a oírte murmurar en un patio de escuela lo que es una estaca cruzando mi pecho cada vez que he intentado vivir contra esa verdad que, pura, nos quebranta verdad confesa en la tripa abierta sin imperativo alguno en los establos, en las manos alzadas, limpias, que dejan caer la honda —qué sabrá la piedra los hilos de sangre de la justa victoria—; una verdad confesa en la añoranza desolada de una Luz que nos llama y nos huye sabiéndonos indignos he venido, maestro, a hallar la Luz a velarla en el hogar de los pobres, la avivan inocentes forjan su secreto en sus cuencos de borsch


el celoso amor en sus botas limpias las elevadas miserias que saben contener en sus pañuelos he venido a celebrar la vida de los muertos que esparcieron el cielo sobre la tierra a sus espaldas; he venido a llorar la muerte de los vivos

y cuando se sequen las lágrimas que en ese cielo y tierra vierto, cuando escucho que su escisión es absoluta muera yo joven, sin llegar a ver devastada la estepa amoladas las almas de mis hermanos, ya preparadas para una ordinaria dureza; muera yo con la paz que me otorga penetrando la fronda todavía una débil claridad todavía una ínfima esperanza la que el tiempo ahoga la que el mundo templa pronto en la vida abiertos los ojos


la que araĂąo en tu tumba, maestro, cama de campĂĄnula y cabello nevado

Annie Costello


INVIERNO EN MOSCÚ Carta primera Es todo muy extraño. Como si el cielo quisiera llover y algo se lo impidiera. Debería llover, llover muy fuerte, hasta que nuestras almas estuvieran saciadas de esperanza. Pero hoy es como cuando vas corriendo a coger el tren y se marcha. Sensación de vacío. Una necesidad de creer en algo, de vivir por algo. Y no hay nada. Aunque eso ya lo sabemos. A veces no está tan mal, cuando miras al cielo y sientes que alguien te escucha. Luego llega la noche, y el alcohol. Y el humo de ese cigarro que se consume insistentemente. Y tu boca. Desearía besar tu boca en Moscú. Con tu cara enrojecida por el frío y tu sonrisa helada acompañando el gélido paisaje. El tiempo pasa deprisa y ya no queda mucho que esperar. Quizás ese salvador en la oscuridad. Tu nombre oscuro. ¡Quiero oír cómo susurras mi nombre! Suena tan amargo. Creer que no vas a resistir un día tras otro. Pero todo sigue igual. Porque el poder de tu mente me entristece. Y esos besos que llevas en el pelo. Carta segunda Hoy has llegado a Moscú, y contigo la locura. Crecemos en el paraíso pero ya hemos sido desterrados. Tus brazo me complican —y tus lágrimas heladas—. Pero aquí en Moscú, a tu lado, no podría existir la pena si no fuese por tu corazón ahogado. ¡Tan


¡Tan triste es tu existencia! ¡Tan tristes son tus labios! Pero anoche te dormiste entre mis brazos y el negro mar de tu mirada desapareció bajo un manto de seda. Luego llegó Mashenka, con su cintura de diamante, y tuve que besar su frente. El caos volvió de nuevo. El sofocante palpitar de la noche. En este cielo no se ve la luna, pero sabemos que ahí moran algunos de nuestros sueños, algunas de nuestras promesas. Más tarde ella se fue y volvimos a estar solos, como cuando me mirabas, y en tu frente se dibujaba mi nombre, no tan oscuro como el tuyo. Nuestros nombres no son rusos, por eso suenan más débiles. Y un día dejaremos esta blanca ciudad, sus calles, su nieve. Quizá entonces vuelvas a susurrar mi nombre. Y esta vez será dulce como la melancolía. Y atrapado en tu pelo dormiré noche tras noche hasta que los dos podamos creer en Dios, o tal vez en Lenin. Hasta que en la eterna luz de nuestra existencia vuelvan tus lágrimas a ser negras. Carta tercera Sentado en este viejo vagón de tren regreso a Moscú. Tú no vienes conmigo. Te siento muy lejos, tan lejos que no me atrevería a asegurar que esta extraña sensación fuese el dolor de tu ausencia. Quizá dentro de dos o tres días vaya a San Petersburgo. Me gustaría que lloviese —esa lluvia frágil—. Aunque aquí ya sólo nieva. Puede que el alma de la lluvia haya decido convertirse en nieve. Más fría,


más intensa. Como cuando tu sonrisa se volvió muerte. ¡Qué miserables suenan mis palabras! Tú estarás en Madrid, leyendo a Tolstoi. Necesito que me ayudes. La noche se ha cansado de escuchar mis lamentos, como tú. Una extraña soledad invade mi alma. Estoy seguro de que es el vacío. Tanto tiempo intentando dar un sentido a mi existencia y ahora, sin ti, ya no vale la pena. Fueron tan sabias tus palabras cuando hablabas de la imposibilidad de alcanzar algo eterno. Todo tan efímero. Y tan triste. Pero a mí me gustaba tu tristeza. Hoy creo desfallecer sin tus manos. Tus manos de mármol. Esas a las que podría abrazarme el resto de mi vida. Es muy tarde. Tan tarde que incluso la noche me abandona. .

Belén Cuesta


JUSTIFICARSE ANTE LA MUERTE «”¿Y el dolor?” se preguntó, “¿Qué hago con él? ¿Dónde estás, dolor?”». Un día cualquiera, el viejo Iván Ilich subió a una escalera con el propósito de reparar unas cortinas; pero, estando arriba, se golpea, cae y un dolor inmenso le corroe. Así el hombre empieza a morir. «Ha terminado la muerte. Ya no existe». La muerte es una situación límite, el drama del sentido de la vida ante la cercanía de ella. Es una persona que se apaga mientras recuerda los momentos de salud, éxito y riquezas. Uno puede imaginarse a Iván Ilich, a Tolstói o hasta a uno mismo. Hay trivialidad al momento de enfrentar y abordar el tema de la muerte de los demás. A menudo la muerte de alguien se convierte en un acontecimiento que despierta el morbo. Es la oportunidad, más bien, para pensar en las vacantes laborales e incluso hasta sentimentales que el fallecimiento de la persona generará. Hoy en día, como en los tiempos de Tolstói y en la historia de Iván Ilich, los convencionalismos fúnebres persisten. El hombre tiene una capacidad innata para evadir la muerte de los demás, como un tema que no le concierne: total, el que se muere siempre es otro. Aún dentro del círculo familiar la muerte genera cierto sentimiento de alegría porque el que muere es otro y no ellos.


Ojalá nadie fuera como Iván Ilich, cuyo sepelio es, hasta para sus amigos, una obligación fastidiosa que les impide el acudir a eventos más agradables. Y si tu mujer, durante tu velorio, se remite a guardar la compostura pensando en cómo obtener el dinero de los seguros... pues siéntete afortunado. Y es que uno puede derribarse espiritualmente por la indiferencia del mundo hacia sus penas. El saber que uno muere y que a nadie le importa un reverendo cacahuete puede producir un enorme sentimiento de soledad y desamparo. El miedo a morir no es más que la proyección desesperada del deseo de vivir. Pero quizás el tormento mayor, que es en realidad la verdadera muerte, es el tratar de justificar toda una existencia, convencerse de que la vida ha sido buena pese al sinsentido y el vacío de ésta. Y cuando uno no ha vivido, entonces se siente incapaz de morir. Afortunadamente, el caso de Iván Ilich no es el de Tolstói, quien, una madrugada de noviembre metió en una maleta unos cuantos libros y algo de ropa interior y partió, justificando totalmente su existencia.

Diego Mercado Villarroel


LA IDENTIDAD A veces comportarse como un niño es la única manera de reivindicarse como adulto. Por eso me estoy escapando de casa a mis ochenta y dos años. Creo que ya he tragado suficiente. Sí. Sin duda, he aguantado mucho más de lo que debería. Ahora simplemente me mantendré en paradero desconocido hasta que mis editores recapaciten y reediten toda mi obra sin la salvaje censura a la que la sometieron. Es que me dijeron que harían un par de correcciones a mis textos, que modificarían una expresión por otra para adaptarla mejor así a la jerga típica de cada territorio en el que tradujeran mis manuscritos, pero lo que han hecho es cambiarles hasta el género. No han interpretado, han decapitado y diseccionado a voluntad. Y es que una cosa es que tu editor tenga la gentileza de corregirte las faltas de ortografía y otra que se tome la libertad de modificar el sexo, la personalidad, la ideología, y hasta la estatura de tus personajes. No es ni medio normal escribir un relato de ciencia ficción y que luego te lo encuentres publicado por ahí en forma de novela histórica. Aunque reconozco que yo también he pecado de inocente. Bien es cierto que en los últimos cuarenta años podría haber encontrado un momento libre para leer alguno de mis textos y darme cuenta que lo que se estaba publicando bajo mi nombre poco tenía que ver con lo que yo escribía. Pero es que para leerse a uno mismo se necesita tener un nivel mínimo de ego del que


que yo carezco; pero si es que hasta la foto de identificación de mi pasaporte es la de un paisaje, hombre. Yo me fiaba de mis editores, y en ningún caso me imaginaba que estuvieran conspirando en mi contra en pos de una cantidad ingente de fama y beneficios para su sello editorial. Sí que me parecía raro que yo les entregara alrededor de veinte páginas y ellos publicaran volúmenes de setecientas y pico, pero siempre lo atribuí a que abusaban de los márgenes, de los pies de página, y de otras tantas tretas propias de la encuadernación. El caso es que ahora huiré en plena noche y fingiré mi propio secuestro y les exigiré que me devuelvan los pedazos de identidad que me han arrebatado en cada uno de esos tomos enciclopédicos de los que pretenden que asuma la paternidad. Tampoco es que mi táctica sea un alarde madurez, pero es que a este ritmo pasaré a la historia como uno de los autores más densos y sesudos y serios que jamás ha existido. Y eso sería una tragedia si tenemos en cuenta que mi intención era la de provocar carcajadas. Distraer era mi único objetivo, y para nada pretendía generar reflexiones ni debates morales entre mis lectores. Es que si no hago algo para impedirlo mis predecesores me rebautizarán como Lev Tostón. La cruda realidad es que lo que yo hago, y lo único que escribo desde que tengo uso de razón, es comedia ligera. Lo mío siempre han sido los chistes chabacanos y las imitaciones de amanerados y de borrachos. Así que por si acaso fracaso en mi lucha a contratiempo para recuperar mi identidad, por si acaso


acaso no paso de esa estación de tren a la que me aproximo cada vez más tambaleante, le voy susurrando al oído a todo con el que me cruzo que Guerra y Paz en realidad narra la historia de una guerra de almohadas entre unos estudiantes de magisterio de un internado de Siberia. No hace ni cinco minutos que he agarrado por las solapas a un crío que jugaba por la calle y le he dicho que La muerte de Iván Ilich es la historia de un jurista que sufre un infarto tras recibir un telegrama en el que se le informa que queda inhabilitado por haber oficiado matrimonios en alta mar entre personas y animales de granja. Los Cosacos describe una reunión de alcohólicos anónimos en la que por error se sirven bombones de licor. La Resurrección es un cuento sobre un anciano moribundo que amanece con una erección imbatible. Hace menos de un instante que me he apeado en una cabina telefónica y le he gritado a la operadora que Anna Karénina no pretende más que contar las desventuras de un padre divorciado al que le retiran la custodia de sus hijos y que, desesperado, decide travestirse de doncella para servir como niñera en casa de su ex mujer y poder pasar así más tiempo con los niños. Antes de colgar le he obligado a que me repitiera en voz alta que lo del triángulo amoroso de la alta sociedad lo añadieron a traición los de la editorial. Dios, es que sólo con pensar que la gente utilizará mis libros como munición de catapulta ya se me empieza a desenfocar la mirada. Necesito que quede cristalino para las nuevas generaciones que ese que les


dirán que soy yo en realidad no soy yo. Todos esos adjetivos superlativos que los profesores de literatura me atribuirán ni me pertenecen ni me representan. Y es que prefiero que mi nombre se vincule a una realidad mediocre antes que a una ficción sobresaliente. Pero aún existen métodos para descifrar el propósito original de mi obra pese a las toneladas de revisiones que han realizado. Creo que estoy oliendo a acetona y que me estoy sumergiendo en algo más denso que un simple mareo, pero es muy importante que esto se sepa, y voy a coger mucho aire para poder decirlo de una tirada antes de ponerme muy cómodo y durante mucho rato; cada vez que uno de mis personajes recibe una carta del Zar, en realidad está recibiendo un tartazo en la cara. Cada vez que en mis obras alguien queda ofendido en realidad está resbalando con una piel de plátano. En mis textos la palabra rublo siempre sustituye a la palabra culo. Cuando se hacen menciones a la patria y al honor en realidad se está hablando de flatulencias. Y, por supuesto, cada alusión a la burguesía encubre un crudo balonazo en la entrepierna.

Xavi Lázaro


ÂŤTodas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciadaÂť. Lev TolstĂłi


COLABORADORES Annie Costello Carmen Crespo Belén Cuesta Xavi Lázaro Diego Mercado Villarroel Gabriel Noguera Pigeon P. Pedro S. Sanz Esperanza Vives Frasés

DIRECCIÓN Sonia Marpez Gabriel Noguera

DISEÑO Y PORTADA Sonia Marpez

Obituario N.44 – Lev Tolstói Publicado el 20 de noviembre de 2016 obituariomag.blogspot.com



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