Documento de trabajo N°3/2014: Modelos de seguridad

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Escuela Superior de Guerra Carrera 11 N°102-50 Teléfono: 6294928 Bogotá, Colombia www.esdegue.mil.co

Documento de trabajo - Número 3/2014

Modelos de seguridad Ricardo Esquivel Triana, Ph.D. esquivelr@esdegue.mil.co

La serie Documentos de Trabajo del CEESEDEN es un medio para difundir los avances de los proyectos de investigación. También para permitir que los autores reciban comentarios antes de su publicación definitiva. Se agradece que los comentarios se hagan llegar directamente al (los) autor(es). D.R. ® 2014. Centro de Estudios Estratégicos sobre Seguridad y Defensa Nacional - Escuela Superior de Guerra, Cra. 11 # 102 - 50, Bogotá, D.C. Tel. 6294928, Correo electrónico: ceeseden@esdegue.mil.co www.esdegue.mil.co

Ricardo Esquivel Triana. Doctorado en Historia (UNC). Magíster en Análisis económico, político e internacional (IAED). Asesor de investigación y docente de la Escuela Superior de Guerra. Artículo para el proyecto “Prospectiva en seguridad y defensa en América Latina”, de la Escuela Superior de Guerra. Su bosquejo se derivó de la conferencia “Modelos de seguridad comparados” (2007) del diplomado CESPO-Universidad Javeriana. Desarrollado en la cátedra de la Maestría en Seguridad y Defensa Nacionales (ESDEGUE) dictada por el autor.

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MODELOS DE SEGURIDAD RESUMEN Los estudios sobre seguridad deben asumir que desde el final de la guerra fría el orden mundial sigue en transición. Para el contexto colombiano se evidencia la superposición de tres modelos diferentes: uno el de seguridad nacional, o modelo tradicional que imperó durante la guerra fría. Otro que refleja la transición de un mundo bipolar a uno multipolar, la globalización y el debilitamiento del papel del Estado. El tercero, de seguridad humana, reconoce la importancia de los ciudadanos en su propia seguridad. Sin ser exhaustivo, el análisis sugiere que el mejor modelo de seguridad es el que promueve el fortalecimiento de la democracia con el principal compromiso de la Fuerza Pública para educar y de proteger a la comunidad. PALABRAS CLAVE Seguridad nacional. Seguridad democrática. Seguridad humana.

Buena parte de los estudios sobre seguridad, independiente del nivel considerado, son reiterativos al referirse a un nuevo orden internacional, hoy, el derivado del final de la Guerra Fría. Así que seguridad global, seguridad regional, seguridad hemisférica, seguridad nacional, seguridad pública o, incluso, seguridad humana, son vistas a través de los principios rectores del mundo que delinean las grandes potencias. En este contexto hay una referencia obligada a la Guerra Fría, el periodo entre 1948 y 1991 cuando se dio la novedad histórica de un sistema internacional bipolar, esto es, la disputa por el poder entre dos grandes bloques: el capitalismo y el socialismo, liderados por Estados Unidos (EE.UU.) y la Unión Soviética (URSS) respectivamente. Al desplomarse este último país en 1991, se dio por hecho que un nuevo orden internacional reemplazó al anterior. Debe dudarse que eso sea cierto, pues en los tres lustros transcurridos desde el final de la Guerra Fría las grandes potencias y otros países han procurado adaptarse a las imposiciones de un orden mundial que, eso es lo cierto, sigue en transición (Ghotme, 2006, p. 76). Pero referirse a modelos de seguridad1 en el contexto colombiano evidencia la superposición de tres diferentes:2 uno el de seguridad nacional, donde las necesidades del Estado y de los ciudadanos no se diferenciaban frente al imperativo de evitar la expansión comunista. El segundo, afectado por la transición de un mundo bipolar a uno multipolar, la globalización y el cuestionamiento del papel

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del Estado. Por último, aquel liberado de la presión internacional que se mueve a reconocer la importancia de los ciudadanos en su propia seguridad, recuperando las tradiciones y experiencias locales. Veamos a espacio cada uno. Inseguridad Nacional Para el caso, el orden bipolar comenzó a gestarse cuando todavía no concluía la Segunda Guerra Mundial (IIGM), sin que hubiera indicios de que Alemania y sus aliados perderían la guerra. De hecho, meses después de que Alemania lanzó sus fuerzas contra la URSS en 1941, Churchill y Roosevelt firmaron la “Carta del Atlántico”. La historia rosa cita este hecho como el precedente inmediato de las Naciones Unidas, pero se soslaya así que Gran Bretaña y EE.UU. procuraban preservar sus intereses estratégicos en el Atlántico igual que ejercían un comodato en otras partes del mundo (Cadena, 2006, p. 120-122). Tal carta, al acordar el establecimiento de un “sistema permanente y más amplio de seguridad general” buscaba anticiparse al desafío alemán. Churchill y Roosevelt volvieron a reunirse a fines de ese año para concentrar sus principales esfuerzos: EE.UU. en el Pacífico contra Japón y Gran Bretaña en el norte de África. Y aunque Stalin insistió en que necesitaba ayuda, los soviéticos tuvieron que aguantar solos el embate alemán. Luego de dos años, una vez recuperó sus fuerzas, Stalin se afanó en llegar primero a Berlín y rendir los

territorios de Europa Oriental a su paso. La coalición anglo-estadounidense no había previsto que la URSS se convirtiera en la primera potencia vencedora en 1945. EE.UU. debió presionar a Stalin para que le permitiera entrar de segundas a Berlín. Así se inició la bipolaridad. Casi medio siglo después, en 1991, la bipolaridad terminó dando paso a un orden internacional que tiende a ser multipolar, aunque por momentos ha parecido unipolar. También devino del final de otro conflicto, la Guerra Fría, solo que la URSS no sufrió una acometida militar, bloqueo o invasión por tropas de sus enemigos, sino que se desplomó por si misma (Mires, 1995, p. 54). Durante la Guerra Fría las dos potencias se enfrentaron sin declararse nunca la guerra, ni combatir directamente. EE.UU. apuntaló la firma de un pacto de seguridad colectiva en 1949, la OTAN, de nuevo basado en el control del Atlántico Norte. Su contraparte surgió posteriormente, en 1955, cuando la URSS aupó el Pacto de Varsovia, dirigido a equilibrar fuerzas en el centro de Europa. Pero en otras latitudes ambas potencias se enfrentaron a través de terceros: Corea, Indochina, Malasia, Cuba, Vietnam y, en general, en el Sudeste Asiático y en las guerras de liberación en los países del Tercer Mundo. A raíz de la crisis de los cohetes en Cuba en 1962 (Allison, 1988), las dos potencias buscaron limitar sus armas estratégicas (acuerdos SALT-I, 1972; SALT-II, 1979) y luego sus armas nucleares de alcance medio (acuerdos START-I, 1991;

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START-II, 1993). Lo no imaginado fue que en la URSS el proceso iniciado en 1985 por Gorbachov, de reestructuración de la economía (‘perestroika’), conduciría al desplome final del régimen soviético. EE.UU. quedó desde ese momento como la potencia hegemónica en el campo militar, pero la presencia de grandes potencias económicas concedía cierto equilibrio a su dominio. Esta multipolaridad incentivó las disputas entre las mismas potencias por sus áreas de influencia. Esto en medio de una fuerte tendencia integracionista de los países a partir de sus intereses comerciales, donde el Tercer Mundo participa más con sus conflictos locales heredados de épocas históricas anteriores. Precisamente en el contexto de la Guerra Fría se inició en Colombia un conflicto interno, al comienzo evidente en guerrillas que tenían fuentes de inspiración y respaldo en la URSS, China o Cuba. Más tarde estas fueron permeadas por los dineros del narcotráfico, el crimen organizado y el terrorismo. La paradoja es que solo después de caer los regímenes militares que asolaron América Latina por más de 20 años, luego de ser desactivados los conflictos armados en Centroamérica,3 en fin, solo al concluir la Guerra Fría, el conflicto interno en Colombia quedó expuesto como el problema más espinoso del hemisferio. En el mismo contexto de la Guerra Fría Colombia procuró la modernización de sus fuerzas militares con la participación en la guerra de Corea (1951-4). No

obstante ese esfuerzo fue opacado por dos fenómenos: uno, el paréntesis impuesto a la tradición democrática colombiana por cuenta de los gobiernos militares (dictadura Rojas 1953-7; Junta Militar 1957 -8). Segundo, el creciente compromiso de la fuerza pública en el conflicto armado interno. El posterior pacto bipartidista del Frente Nacional (1958-74) significó el regreso a la inveterada subordinación militar al poder civil en Colombia. De hecho, tal subordinación apenas ha sido cuestionada en nuestra existencia como República. 4 En compensación la despolitización llevó a que los militares adquirieran más influencia en el manejo del orden público, mientras la imposición de una maquinaria electoral bipartidista ignoraba la oposición ciudadana. Durante este período la debilidad de una política de seguridad se reflejó en la elaboración de planes ajustados a los conflictos del momento, sujetos a la tradición institucional y las doctrinas estadounidenses. Allí el concepto de seguridad nacional y la supuesta amenaza del comunismo internacional, se superpuso al de defensa nacional y a la salvaguardia de la soberanía frente a los países vecinos.5 De hecho el Ministerio de Defensa, que quedó asignado al oficial más antiguo del escalafón militar, permitía a cada ministro definir su propia política. Paradójicamente hubo una política excepcional: el Plan Lazo gestado por el general Alberto Ruiz (1962). Este procuró integrar la acción militar y el desarrollo

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social bajo orientación de las instituciones militares. En este plan confluyeron dos vertientes, un acendrado anticomunismo impuesto por el liderazgo político y la adopción de la guerra de guerrillas como doctrina de combate para el conjunto de las fuerzas. Ambas vertientes que fueron evidentes en 1964 con el desarrollo de una de las grandes operaciones contra los reductos comunistas. De otra parte el uso político del Estado de Sitio desde 1948, condujo a debilitar de facto el Estado de derecho en Colombia. Aquel mecanismo estimuló la autonomía militar, reforzada en 1968 al consagrarse la política militar como asunto exclusivo del Ministerio de Defensa. Momentáneamente, en 1972 la creación del Consejo Nacional de Seguridad ratificó al Ministerio de Gobierno como coordinador de los organismos de seguridad. El permanente Estado de Sitio, como la agudización de la crisis social del país, llevaron en 1977 a una gran manifestación popular no conocida por el país desde décadas anteriores, el primer Paro cívico nacional. El gobierno de turno, de López Michelsen, procuró soslayar la posición del alto mando militar para adoptar mano dura respecto al desorden público. Tal posición encontró eco en el llamado Estatuto de Seguridad expedido por el gobierno Turbay A., con resultados imprevistos en el campo de los derechos humanos. Como reacción a esta dinámica el gobierno Betancur gestionó una

amnistía para lograr la paz, con el trasfondo del terrorismo del narcotráfico, que se tradujo en un reforzamiento de las guerrillas. Durante este período se reorganizó el Ejército en divisiones y se amplió la nómina de generales. En seguida el gobierno de V. Barco, sin conflictuar con los militares, avanzó sobre su control civil sustrayendo el juzgamiento de civiles de los tribunales militares, mientras en 1990 se articulaban las brigadas móviles del Ejército para enfrentar la subversión. El final de la Guerra Fría y la coyuntura interna indujeron un vuelco bajo el gobierno Gaviria. De un lado la Constitución de 1991,6 como la creación de la consejería Presidencial para la defensa y el nombramiento de un civil en el Ministerio de Defensa. Por otro lado, se presentó la Estrategia Nacional contra la Violencia, fijando responsabilidades de cada instancia del gobierno frente a ella, y el reforzamiento de los servicios de información del Estado (Dávila, 1998, p. 98, 117; Leal, 1994, p. 95, 139), sin eludir la visión militar sobre tales asuntos. Pero desaparecido el factor bipolaridad internacional, el esquema político colombiano quedó al descubierto: el énfasis en la confrontación (algunos lo confunden con la doctrina de seguridad nacional) no es aceptable para un mundo ‘democrático’ e integracionista. En perspectiva diferente el sistema internacional surgido después de la Guerra Fría tampoco ha recibido nombre, porque sus elementos

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permanentes todavía no se han consolidado. Corresponde si a una tercera reestructuración del sistema en el siglo XX, después de cada una de las intentadas al final de las dos guerras mundiales, y conlleva la otra revolución industrial, después de la "fordista" a comienzos del siglo XX. Mientras terminan de confluir los dos procesos, América Latina ha enfrentado una difícil inserción en tal sistema pos-Guerra Fría. Si la bipolaridad fue militar, económica y política, ahora se trata de un predominio científico-tecnológico multipolar, donde EE.UU. seguirá siendo la superpotencia militar debido más a su gran manejo de las comunicaciones. Pese a que el capitalismo se hace dominante, no desaparecen los conflictos económicos, con la participación de bloques regionales (Unión Europea, Asia-Pacífico, NAFTA) que imponen sus condiciones a los países no integrados. Esto ha profundizado la desfavorable presencia del eje Norte-Sur, con la eclosión de conflictos nacionalistas y de minorías, máxime cuando las materias primas van declinando en la economía mundial, y las fuerzas armadas deben ocuparse de los problemas delincuenciales derivados de estos cambios (Crocker, 1996). Debe recordarse que durante la Guerra Fría EE.UU. impuso sus objetivos de seguridad a los países de América Latina. Con el final de aquella, las tendencias evidentes en la transición hacia un nuevo orden internacional son la importancia de

actores no estatales y la de los asuntos económicos. Mientras, en última instancia, se refuerza la tesis del uso de la fuerza militar internacionalmente. Ahora que si la guerra del Golfo impuso la necesidad de hacer más eficaz la seguridad colectiva, al contrario, la intervención en Bosnia reflejó la dificultad para obtener un mínimo de consenso operacional. Algo que debió mejorarse para atacar a Afganistán y a Irak después del 11-S, un remedio que se esfumó por la mayor dificultad para que los países comprometidos aportaran contingentes militares. De hecho ninguna de las amenazas existentes en América Latina exige el empleo de la fuerza militar para eliminarlas, pues en gran medida son una manifestación del subdesarrollo económico. Las fuerzas militares preparadas durante la Guerra Fría para combatir al enemigo interno en cada país, ahora deben enfrentar otro tipo de amenazas como el tráfico de drogas, el tráfico de personas, la destrucción del medio ambiente, entre otros. Sin embargo, los países más afectados por el narcotráfico, Colombia y Perú, desde la década del 90 fueron amenazados por una intervención militar coordinada por EE.UU. Tal eventualidad Brasil la percibe además como una amenaza militar directa a su soberanía en el Amazonas. Como quedó dicho, EE.UU. no conquistó la hegemonía mundial con la derrota de la URSS. Ello pese a contar con los recursos para garantizar sus intereses

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vitales en el globo, como ha demostrado querer mantener su capacidad militar. Por su parte los países de América Latina usarán la fuerza militar en las "situacioneslímite" de defensa del orden constitucional o la defensa del territorio, al tiempo que la tendencia integracionista sugiere el desmonte del aparato militar. Factores estos conducentes a rechazar la hegemonía de EE.UU. en el continente, no enfrentándola directamente sino fortaleciendo la integración latinoamericana. A partir de la Cumbre antidrogas en Cartagena (febrero 1990) se asumió que la represión fuerte podría acabar con el narcotráfico, mientras el apoyo de EE.UU. se daba a condición de liberalizar las economías. En este sentido, las medidas adoptadas por los gobiernos Barco y Gaviria no se tradujeron en crecimiento de la economía, ni mucho menos en incremento de la ayuda de EE.UU. Es decir, la mayor colaboración en la "guerra contra las drogas" traducida en la política colombiana de "sometimiento a la justicia" que permitió la extradición de algunos capos, y mayores avances en la erradicación de cultivos, fue retribuida por la insistencia de EE.UU. en combatir sólo la oferta. El balance para 1992 fue de un exagerado costo que dejó exhaustos a los dos países. En Cartagena se insistió en la amplia concertación diplomática entre las partes, dando lugar a ‘cocainizar’ la lucha antidroga, mientras en EE.UU. seguían

prosperando el cultivo de marihuana y el consumo de coca y otros estupefacientes. La lucha se concentró así sobre los países andinos inicialmente, para constatar luego cómo se desbordaba sobre Brasil y México, con el agravante de comprometer a las fuerzas militares de la región y declararla problema prioritario del Pentágono, manifiesto en la invasión a Panamá en 1989 y en la interdicción de naves en la costa Caribe colombiana. El balance de la administración Bush (padre) frente a la lucha anti-drogas, sumado a su presión para el derrumbe del Pacto cafetero, fomentaron una mayor tensión entre Colombia y EE.UU. Algo que no cambió bajo la administración Clinton, considerando que tal política es manejada de facto desde el Departamento de Estado. Entonces fue necesario un mayor dinamismo de la diplomacia colombiana, frente a la actitud de EE.UU. de encontrar un "enemigo-culpable" de los males domésticos y globales, justificando acciones de marginamiento de la comunidad internacional hacia Colombia. Por otra parte, el temor a un cataclismo nuclear favoreció el temprano control sobre las armas estratégicas como mencionamos más arriba. Al contrario, con las armas convencionales hubo que esperar hasta la Resolución 43/75 I de 1988 de la Asamblea General de ONU. Esta norma intenta prevenir el comercio ilícito de las armas clasificadas como pesadas.7 No ocurrió lo mismo con las armas convencionales ligeras (las transportadas y

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accionadas por un individuo), pues se asume que su control es asunto de la soberanía de cada Estado. Con la globalización y el final de la Guerra Fría, el número de fabricantes de armas ligeras, en su mayoría empresas privadas, ha aumentado haciendo más difícil su regulación. En el contexto de los conflictos en Colombia la demanda de armas ligeras por la subversión, el narcotráfico, las autodefensas, el crimen organizado, y ciudadanos particulares ha intensificado el comercio ilegal. Así el mercado ilegal se aprovisiona a través de la venta libre en EE.UU., y el tráfico de armas desde Centroamérica y Venezuela, dependiendo de las posibilidades de acceso a esas fuentes por los demandantes. Frente a este comercio los países productores insisten en que es responsabilidad de los países receptores controlarlo, postura opuesta a la del tráfico de drogas donde se achaca la responsabilidad a los países productores (Soto, 1994). Algunos también controvierten que Indumil, empresa estatal, venda armas ligeras automáticas que exceden las condiciones de defensa personal establecidas por las normas, pese al costo inflado del mercado local. Ahora que si la existencia de una brecha entre la Policía y la ciudadanía fue un fenómeno común a las grandes ciudades del mundo, aquella se hizo más evidente en la era pos-Guerra Fría. En Colombia, con muchas particularidades, la necesidad de despolitizar a la Policía

condujo a su nacionalización a partir de 1953 adscribiéndola al Ministerio de Defensa, homologando el escalafón del personal con los militares y quedando sometida a la autoridad de las cortes marciales. La nacionalización del presupuesto de la Policía en 1962 favoreció una mayor independencia de las contribuciones locales, pero se incrementó la influencia de los grupos económicos sobre los servicios policiales. No obstante, en ambas situaciones, el rol de la Policía continuó siendo de apoyo de las operaciones de contrainsurgencia del Ejército y fortalecer la vigilancia urbana. Con los cambios suscitados a partir de los años 70, como la crisis económica, la Policía pasó a percibirse como un instrumento defensor del statu quo antes que como árbitro del conflicto social. Es así que se admitió la militarización en los procedimientos policiales, al tiempo que se remitían los asuntos de seguridad a la categoría de delitos. En poco más de una década hasta 1992 la Policía aumentó en 57% su personal, dejando en promedio 315 habitantes por policía, nivel aceptable para naciones subdesarrolladas. A su vez, mientras el servicio urbano se fue ajustando según las estadísticas delincuenciales, el rural se basó en patrullajes permanentes, sin contar los servicios de los cuerpos de elite. En 1993 se instaló la comisión externa para la Reforma de la Policía, con la cual se le dio mayor autonomía a la

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Policía al hacerla dependiente del Ministro de Defensa y no del Ministerio, pese a lo cual la relación con las autoridades locales en cada región debió precisarse en virtud de la coordinación de políticas en medio de un alto nivel de desorden público. Más recientemente, se incentivó la repartición de tareas, donde el Ejército se ocupó preferencialmente de perseguir a la guerrilla, en tanto la Policía se ocupó del control urbano y la lucha antinarcóticos. La misma evaluación (Torres, 1994) a mediados de los 90 preveía que la división en servicios urbano, rural, judicial y especial debía traducirse en cuatro cuerpos relativamente independientes, coordinados por una estructura nacional. También preveía que los mecanismos de participación ciudadana presionarían una mayor demanda por servicios de Policía; situación esta donde el Comisionado nacional de Policía haría las veces de puente entre la ciudadanía y la institución policial. Estado y Seguridad

permanente” (Sonntag, 1987, p. 61). En el proceso histórico el establecimiento de democracias representativas como forma de Estado permitió que los ciudadanos gozaran de paz y seguridad internas. Pero, dada la debilidad estructural del Estado en Latinoamérica y el ejercicio hegemónico de EE.UU. la seguridad externa se supeditó a la política anticomunista de este país, con la consecuencia de estimular las dictaduras militares y, por ende, el desequilibrio de la paz interna. En casos como el de Argentina, en el que la dictadura militar buscó espacio político a través del intento de ocupar las islas Malvinas,8 no solo se comprometió la seguridad externa sino que se dio el golpe de gracia a mecanismos de seguridad regional como el TIAR (Silva, 1987, p. 159). El análisis al respecto confirmó que entonces a EE.UU. ya no le preocupaban Cuba ni la URSS, no percibía amenazas de ellas, cierto si se recuerda que también Gorbachov había iniciado las reformas que llevaron al desplome soviético a los pocos años.

En el contexto anterior el papel del Estado mantuvo un carácter intervencionista, tanto en lo económico como en otros aspectos de la organización social. Aún más en los países de economía dependiente, esta misma era una debilidad per se, el Estado debía proyectar una mayor fortaleza en las instancias políticas y sociales que era aparente, pues tal fortaleza era difícil de sostener y se vivía un “Estado de excepción

Los episodios de las Malvinas, como el del Grupo de Contadora liderado por el gobierno colombiano, inauguraron un debate informal sobre el papel de la OEA y la misma ONU. De esta dejamos dicho más arriba que tuvo sus precedentes en la Carta del Atlántico, un sistema de seguridad en función de los intereses de EE.UU. y Gran Bretaña, la que le insufló ese carácter de pacto solo entre Estados. Pero las crueldades de la guerra, como la

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participación de otras potencias en reuniones posteriores (Moscú, 1943 y Washington, 1944), le asignaron la defensa de los derechos humanos, es decir, debía ocuparse también de las personas. Esto significa, cita Silva Michelena, que el concepto de seguridad debía redefinirse en el sentido de que lo primero era la seguridad de las personas, después vendría la seguridad del Estado y por último la seguridad de las ligas de Estados, en un orden de complejidad. Es decir, que el Consejo Económico y Social era el llamado a asegurar la paz entre los Estados, antes que el Consejo de Seguridad (Silva, 1987, p. 161). En el mismo marco que hemos señalado, el de la Guerra Fría, sucedió al contrario, se impuso la perspectiva de la seguridad nacional a través del Consejo de Seguridad. Por lo mismo, el Tratado de Río de Janeiro (1947) y la OEA (1948) se convirtieron en medios para aplicar la política de EE.UU. en la región (OEA, 2002), aunque al parecer no haya nexos entre seguridad nacional y seguridad regional. La seguridad regional implica varios elementos que están lejos del concepto de seguridad nacional, que ha dominado durante las últimas décadas el pensamiento estratégico. Un componente central es la preocupación por la estabilidad política y económica del "vecino", que se considera una de las mejores garantías para la seguridad regional. En ese contexto, todos los esfuerzos por crear medidas de confianza

facilitan la cooperación necesaria en medidas de seguridad transfronterizas, tanto en relación con la seguridad pública como con la seguridad nacional (Grabendorff, 2003, p. 12). De acuerdo con este criterio, como en las Américas los conflictos no tienen carácter de amenaza militar, pues son intraestatales, el Estado no puede reaccionar adecuadamente para mantener la seguridad pública y ve más amenazada su seguridad nacional. Entonces la cooperación regional sirve para que la inestabilidad nacional no sea una amenaza para la seguridad regional. También contribuye a reaccionar contra las amenazas transnacionales, que afectan a muchos estados por su riqueza en recursos. Siendo divergentes las necesidades de EE.UU. y el resto de países, se pone en duda que haya una seguridad regional. Lo evidente es que la región tiene más problemas de seguridad humana que de seguridad nacional, igual que percibe de modo diferente las nuevas amenazas. Por ello hay una fragmentación de respuestas, las que se derivan de tres agendas de seguridad, la tradicional que enfatizaba los conflictos fronterizos, la nueva que ve las amenazas transnacionales y, la más omnipresente, el terrorismo (Cardona, 2003, p. 206207). La seguridad nacional en tales términos no coincide con la seguridad del Estado. Al contrario, si el Estado resulta de la confluencia de un territorio, un gobierno

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y los ciudadanos, es claro que la protección de estos últimos, o igual, la seguridad de la ciudadanía, otorga mayor seguridad al Estado. La razón de Estado ha demostrado ser arbitraria, en cuanto imposición de ciertos intereses sin considerar los de los ciudadanos. Tan tendenciosa visión también ha sido insuflada por los teóricos de las relaciones internacionales al concentrarse en la seguridad de las naciones, haciendo abstracción de la seguridad de los individuos. El ejemplo de la amenaza nuclear demuestra lo absurdo de este enfoque, pues el aniquilamiento de la población por una bomba sustraería la materia viva que da lugar a la existencia de los Estados (Reynolds, 1977, p. 55-56). Algo similar a lo que ocurre con los estados totalitarios, y las dictaduras, donde la supervivencia del aparato de Estado (no del Estado como un todo) prima sobre los derechos de la mayoría de la población. Es en este punto donde podemos desligarnos de tales enfoques como el de seguridad nacional, la seguridad regional o hemisférica, aupados por gran parte de teóricos de las relaciones internacionales, para ocuparnos de los enfoques de seguridad que inician con un reconocimiento a las personas como tal. Lo anterior significa que otros conceptos de seguridad pueden ser abandonados aquí provisionalmente. Entre ellos:9 la seguridad colectiva o mecanismo que prevé los ataques producidos al interior de la comunidad (su

principal exponente, la misma ONU); la seguridad cooperativa, como su nombre lo indica se basa en la cooperación y la confianza mutua, prescinde de la formalidad; seguridad preventiva o simplemente “golpear primero”, es la aplicada hoy por EE.UU., que controvierte los principios de las Naciones Unidas; seguridad multidimensional, orientada a enfrentar los diferentes tipos de amenazas identificados en la era pos-Guerra Fría; y, por último, la seguridad defensiva, postura en la cual los Estados se preparan evidentemente para rechazar ataques externos, que Restrepo (2004) califica como rezago de la era anterior. A este respecto, debemos acotar que el genio creador de la “blitzkrieg” y el más reconocido estratega asesor del gobierno británico, Liddell Hart, afirmó exactamente lo contrario: la OTAN nunca fue un mecanismo idóneo para la defensa de Europa, tampoco lo fueron los esquemas ofensivos. El ideal para la supervivencia de un Estado, aún frente a una amenaza nuclear, era un sistema defensivo basado en un pequeño ejército con mucha movilidad, entrenado “para acciones de carácter policial” (Hart, 1964, p. 75-76), apoyado por cuerpos de gendarmería y las milicias locales. Un ejemplo de tal esquema defensivo, durante las dos guerras mundiales y la misma Guerra Fría, fue Suiza en el centro de Europa, por ello sobrevivió incólume y como símbolo de neutralidad. En

la

anterior

relación

de

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conceptos hay uno que es excepcional, el concepto de seguridad humana. Surgido también al finalizar la Guerra Fría como una visión optimista de que el globo había llegado al final de las confrontaciones armadas,10 su énfasis eran todos aquellos factores que impedían el desarrollo y bienestar del ser humano. Lo que llevó al PNUD en 1994 a plantear equivalencia entre la seguridad armada tradicional y otras seguridades: alimentaria, económica, salud, ambiental, personal y política. Se basaba en el hecho de que la interconexión de todas las actividades humanas exige una seguridad definida del mismo modo, según consigna el Informe de la Comisión sobre Seguridad Humana, presidida esta por el economista Amartya Sen. Aunque el Estado siga siendo el principal proveedor de seguridad, como reconoce el Informe, la seguridad debe centrarse en los individuos por definición: “proteger la esencia vital de todos los seres humanos de manera que realce las libertades humanas y la realización humana.” (Protection and Empowerment, 2003) Este enfoque de seguridad humana o integral es coincidente con el de “seguridad democrática” planteado a fines de los 80 en el marco de la desmilitarización de América Latina. Entonces se sostuvo: “el concepto de seguridad de una nación o sociedad no puede ser confundido con el de defensa o el de seguridad militar, como ha ocurrido con frecuencia en América Latina *…+ En la

sociedad democrática, la seguridad de la nación es la seguridad de los hombres y mujeres que la componen, e implica, además la ausencia de amenazas físicas, la existencia de condiciones mínimas de ingreso, vivienda, salud, educación y otras.” (Somavia & Insulza, 1990, p. 7)11 Más precisamente, un enfoque que cuestionaría el criterio de seguridad aplicado en Colombia afirma: Las amenazas armadas en contra del Estado o de la sociedad, que deben ser respondidas, constituyen un asunto político y no militar, de seguridad interna. La concepción militar de la ‘defensa interna’ ha sido aplicada para sustentar regímenes autoritarios, superponiendo las policías con los ejércitos. Mantener el orden público interno no es tarea de los ejércitos, sino de las fuerzas del orden. (Somavia & Insulza, 1990, p. 8)12

Aquel concepto de “seguridad democrática” fue reiterado a fines de los 90 en Colombia, mientras la fuerza pública sufría una serie de “reveses tácticos” con la captura de decenas de sus miembros. La definía el general Bonett, entonces comandante del Ejército, como la “situación protegida, dentro de la cual todos disfrutamos por igual las garantías que el sistema nos ofrece, aceptamos como necesarias las restricciones que se puedan presentar y cumplimos nuestros deberes y obligaciones en forma solidaria. Todo esto dentro de un marco de estricta igualdad que nos debe llevar a

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la autosatisfacción” (Bonett, 1997, p. 70). Su vigencia dependería de un marco de protección, diferente al planteado desde la seguridad nacional, además del respeto y aplicación de los medios democráticos; marco que a su vez necesitaba de educación y plena participación de los civiles. Para el general colombiano, la seguridad democrática solo era posible dentro del respeto a las reglas de juego democrático, incluso por el mismo Estado que debía promover la “discusión racional” y la búsqueda de consensos. La misma diversidad de conceptos sobre seguridad, que recién hemos listado, refleja el intento por definirla que se viene haciendo desde la década de los ochenta. Parte de su evolución se refleja en los informes de la Comisión Brandt (1981), Palme (1982) y Bruntland (1988) (Sánchez, 2004, p. 276). Lo discutible es que en buena parte tales conceptos no logran separarse del marco de la seguridad de los Estados, como también acotamos más arriba. Es claro que el final de la Guerra Fría no mejoró la percepción de seguridad: los conflictos en los Balcanes, en el Medio Oriente y en África solo antecedieron el atentado del 11-S, iniciando un nuevo ciclo de inseguridad. América Latina también aportó su cuota de conflictos étnicos, de pobreza, tráficos de droga, armas y personas, y algunas diferencias territoriales. Pese a lo anterior, el mayor número de muertes en América Latina se atribuyen a inseguridad

interpersonal citándose una tasa de homicidios de 51,9 por cada 100.000 habitantes en la región Andina, de 21,1 en Brasil y de 6,2 en el Cono Sur.13 Con el proceso democratizador de los 80 se inició la desmilitarización de algunas instituciones policiales de la región, con menos incidencia en Brasil, Chile y Colombia. Con éxito relativo sobre las cifras de inseguridad pues a estas se agregaron las denuncias por corrupción y abuso de autoridad. Desde finales de los 90 fue notoria en América Latina la necesidad de otra reforma a la policía. Infortunadamente, las soluciones se buscaron en las mismas fuentes que en tiempos pasados habían orientado a la fuerza pública y los resultados oscilaron entre el fracaso y nuevos problemas suscitados por las reformas. Aunque aplicado a contextos distintos,14 una de las propuestas fue el de “broken windows” que sirvió al alcalde Giuliani de Nueva York para ganar popularidad política, junto con el aumento de denuncias por violencia policial e incidentes racistas. Los más reducidos presupuestos en nuestros países, que impedirían la expansión del sistema judicial, contraparte obligada de dicho modelo, como las dificultades para reducir los casos de violencia policial, de por sí altas previamente, son algunas de las razones que harían inviable su aplicación. Igual ocurrió con el modelo de “policía comunitaria, exitosa en Chicago y en Ontario, y que se ha implantado en

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Santiago, Sao Paulo, Río de Janeiro y otras ciudades brasileras, Bogotá y Villa Nueva (Guatemala), como en China, Japón y África (Gamero, 2008?), pero ha recibido muchas críticas porque su aplicación no consultó la particular mentalidad de las gentes y policías de este lado del mundo (Ruiz, 2004, p. 129, 134 y 137).15 Muchas de las dificultades en la región para desmilitarizar la policía, acercarla a la comunidad y combatir el delito, se originan en la diferente evolución que tuvo el Estado entre nosotros. La noción de Estado en los países desarrollados fue exitosa en cuanto resultado de una historia más larga y, sobre todo, por la progresiva especialización en el uso de la violencia por diferentes entidades: The success of the modern nationstate in the past 200 years or so rested on the acceptance of its claim to be able to guarantee the physical security, the economic well-being, and the cultural identity of its citizens. Through the monopolization of coercion domestically in the form of police forces, and externally through military forces, states aimed to enforce order and authority internally, uphold “national” interests vis-à-vis other states externally, and ensure the safety and security of their citizens more generally (Axtmann, 2004, p. 261).

Criterio que contrasta con la perniciosa influencia del concepto de Seguridad Nacional en nuestros países, que reforzó la condición por la cual las

policías fueron militarizadas y los ejércitos se dedicaron a funciones policiales. Colombia no es la excepción en América Latina, pero la imagen mental que comparten políticos, académicos y miembros de la misma fuerza pública es buen ejemplo cuando dicen que en “Colombia, por ejemplo, la policía combate a la guerrilla, aunque esta sea una competencia de las Fuerzas Militares.” (Ruiz, 2004, p. 129). Este parecer de uno de los expertos colombianos sobre seguridad incluso choca con el de los dos expertos chilenos ya citados, uno académico y otro militar, para quienes el de la guerrilla es un problema político, no militar. Si además los voceros de Colombia proclaman en los foros nacionales e internacionales su inveterado respeto al derecho, resulta curioso que confundan la función policial y la función militar. Desde luego que hay que combatir a la subversión armada pero, como tal, sus militantes son civiles, y debería ser competencia de la policía. De contera, está el efecto de la Seguridad Nacional y de medio siglo de conflicto interno, pues hoy tenemos “dos cuerpos policiales: uno conocido como el ‘mejor del mundo‘, la Policía Nacional, y otro que hace las veces d e sú p e r- p o licía, e l E jé rcito Nacional.” (Esquivel, 2003, p. 186). Ciudad segura Los verdaderos expertos en seguridad ciudadana son los mismos

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ciudadanos. Las otras instancias son coadyuvantes para hacer efectiva esa seguridad. De hecho, para algunos la seguridad es un asunto institucional, el ordenamiento jurídico que tiene una determinada sociedad; para otros más, la seguridad es una institución en particular, la fuerza pública, la policía o sus equivalentes. En uno u otro caso se pretermite que son las sociedades humanas las que han dado lugar al ordenamiento, expresado en leyes, organización del Estado y una moral aceptable para todos sus miembros (Aradau, 2004). Del mismo modo, la fuerza pública es una expresión más de ese ordenamiento social como, incluso, suele entenderse que los miembros de la fuerza pública son ciudadanos a quienes el resto de la sociedad les ha encargado ejercer la fuerza para controlar a aquellos que intentan alterar la organización aceptada por la mayoría. Es claro, que el ejercicio delegado a los miembros de la fuerza pública supone el empleo de grados y medios violentos sobre los que la misma sociedad concede alguna aceptación. Hasta aquí, la complejidad de la organización social, de la institucionalidad y del ejercicio de la fuerza dependen del contexto histórico, esto es, del nivel de desarrollo de esa misma sociedad por lo que no son lo mismo la organización tribal donde el jefe monopolizaba todas las funciones de control, comparado con el modelo

republicano contemporáneo donde suele existir una división de poderes públicos (Legislativo, Ejecutivo y Judicial), elección de dignatarios y diferentes cuerpos de fuerza pública según las necesidades de la seguridad. Pero la seguridad ciudadana no es coto cerrado de unos pocos funcionarios. En la década de los 90, en algunas ciudades de países desarrollados (Canadá, EE.UU., Japón, Nueva Zelanda, Gran Bretaña y Australia) se avanzó en reconocer que ciudades más seguras dependían de un mejor diseño y planeación de las mismas ciudades. De allí que hablar de ciudades seguras no significa más policía, sino una visión más amplia como lo demuestra la experiencia de Toronto, a partir de 1990. Sobre esta se afirmó: Our standpoint is that cities are vital and exciting places, and that all citizens should have equal rights of access to the streets and to urban services. Much of the new work on women, fear of crime, and community-based solutions. Our experience in Toronto has shown that when cities can tap and r e inf or ce the se community resources the city is both enriched and galvanized to take action to develop strategies to make cities safer for all its citizens (Wekerle & Whitzman, 1995, p. viii).

Criterios similares se derivaron de la experiencia de Bogotá entre 1995 y 2003, durante las administraciones

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sucesivas de Mockus, de Peñalosa y, de nuevo Mockus. En primer lugar, respecto al enfoque de la seguridad durante tales administraciones, planteó el director del “Programa Colombia” de la Georgetown University: "el Estado no se puede concebir sólo como el gobierno nacional y la seguridad nacional como función de las autoridades centrales ya que, en esencia, les corresponde a los gobiernos regionales y locales la tarea fundamental de velar por la seguridad y la convivencia ciudadana." (Valenzuela, 2004, p. 25). Planteamiento que solo refrendaba uno de los criterios iniciales, hipótesis si se quiere, que sirvió para analizar lo ocurrido en materia de seguridad en Bogotá durante el período señalado. Criterios similares se derivaron de la experiencia de Bogotá entre 1995 y 2003, durante las administraciones sucesivas de Mockus, de Peñalosa y, de nuevo Mockus. En primer lugar, respecto al enfoque de la seguridad durante tales administraciones, planteó el director del “Programa Colombia” de la Georgetown University: "el Estado no se puede concebir sólo como el gobierno nacional y la seguridad nacional como función de las autoridades centrales ya que, en esencia, les corresponde a los gobiernos regionales y locales la tarea fundamental de velar por la seguridad y la convivencia ciudadana." (Valenzuela, 2004, p. 25). Planteamiento que solo refrendaba uno de los criterios iniciales, hipótesis si se quiere, que sirvió para analizar lo

ocurrido en materia de seguridad en Bogotá durante el período señalado. Específicamente, y en segunda instancia, que "la seguridad ciudadana, como la democracia y la gobernabilidad misma, en la práctica terminan siendo un "asunto local", que se concreta cada día, en cada una de las calles de las ciudades grandes y pequeñas, en cada una de las veredas y caseríos del país, en cada una de las personas que temen por sus propias vidas y por las de sus familias." (Martin, 2004, p. 31). A título comparativo debe observarse que las dos experiencias citadas, la de la ciudad de Toronto y la de Bogotá, parecen ser excluyentes en un estado del arte. Más claro, la experiencia de Toronto se ubica hacia 1990 con los talleres “Planning for a Safer City” e identifica precedentes desde la década anterior en ciudades de otros países (Holanda 1985, Francia 1987, Australia 1988, Gran Bretaña 1989 y Nueva Zelanda 1992). O sea, en un ejercicio netamente académico, documentos y experiencias de no menos de un lustro transcurrido constituirían un buen bagaje para definir que hacer respecto a los problemas de seguridad en cualquier otra ciudad. La experiencia de Bogotá se inauguró en 1995 con la primera alcaldía de Mockus cuyo foco fue la “cultura ciudadana”, es decir, aparentemente no tomó elementos de aquellas experiencias

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anglosajonas y europeas basadas más en la planeación y el diseño urbanístico. Dado que los resultados de la propuesta de “cultura ciudadana” fueron óptimos, se entendería porque se le reconoció internacionalmente su originalidad y eficacia. Además la trayectoria de Mockus, estrictamente académica, en los campos de la matemática y la filosofía, confirmaría su aparente desconocimiento de las experiencias de Toronto y demás ciudades citadas. Claro, esta inferencia también puede soslayarse si se recuerda su ascendencia lituana, el haberse educado en un colegio francés, como haber hecho estudios de postgrado en Europa. Por lo mismo, resultaría menos original la propuesta de Peñalosa que si se centró en los aspectos de planeamiento y mobiliario urbano; más cercana a las experiencias de Toronto y demás ciudades. Igual este alcalde, quien vivió más tiempo fuera de Colombia gracias a su familia diplomática, cursó su formación básica en otro colegio de corte francés y su formación superior la hizo en el exterior. Tal vez, con estos perfiles personales, se esté confirmando que los modelos que conceden más importancia a la participación de los ciudadanos no provienen de los grandes sistemas que tradicionalmente dictaron los parámetros de la seguridad, sino de una escala menor que dice mucho más sobre las necesidades del ciudadano (Naredo, 1999). En el caso de Toronto, Wekerle &

Whitzman llegaron a los criterios de “Ciudad segura” después de trabajar para disminuir la violencia contra las mujeres y los niños. Circunstancias particulares les habían demostrado que las principales víctimas de la inseguridad en las grandes ciudades eran las mujeres y minorías varias. Lo curioso es que si en el documental “Bowling for Columbine” (Moore, 2002) su director llega a convencer que Canadá es un paraíso frente a la violencia que se vive en EE.UU., Wekerle & Whitzman admiten pocas diferencias en la criminalidad que azota a las grandes ciudades de ambos países. “Violent crime is the issue of the nineties. In every major city, there are daily reports of street crimes and violence against persons *…+ Urban crime and increasing levels of fear of crime are situated within a culture of violence.” (Wekerle & Whitzman, 1995, p. 1). La existencia de una cultura de la violencia en las grandes ciudades norteamericanas (Canadá y EE.UU.) en la década de los 90 puede resultar sorpresiva para muchos colombianos. Pero las cifras aportadas son significativas, a partir del número de homicidios. Homicide is often used as a reliable indicator of violent crime because it is uniformly reported. Most recently violent crime has taken an upswing. Between 1986 and 1990, homicides rose by 14 percent in the United

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States. In 1990 the homicide rate nationally in the United States was 9.4 victims per 100,000 inhabitants. *…+ The U. S. murder rate is three times that of Canada, four times that of Italy, and nine times that of England. The report concludes that the United States is the most violent of all industrialized nations. These national statistics actually hide the far higher crime rates in major U.S. cities. In just one city, New York, in 1992, there were 1,995 homicides and guns were used in 75 percent of the city’s homicides. *…+

Violent crimes such as forcible rape and aggravated assaults have increased far more than homicides. In the United States, in the period 1981 to 1990, there was a 24 percent increase in reported forcible rapes, with a 12 percent increase from 1986 to 1990. Aggravated assaults showed an increase of 59 percent between 1981 and 1990, but a 26 percent increase in the period 1986 to 1990. Forcible rapes and aggravated assaults increased by 2 percent in 1992 (Wekerle & Whitzman, 1995, p. 2).

Este panorama de creciente criminalidad es el que empujó a las autoras a cuestionarse como hacer más seguras las ciudades. Se refiere a un incremento notorio de la criminalidad en el lustro 1986-1990 tanto a nivel nacional como en algunas ciudades, Nueva York la principal. Obsérvese que si el número de

homicidios crece, es mayor el incremento en el número de violaciones y asalto agravado sobre todo este último en el lapso más breve. Sin embargo, Wekerle & Whitzman insisten en que la sensación de inseguridad se incrementa mucho más rápido que los mismos actos criminales, al punto que para el mismo periodo 6 de cada 10 mujeres declararon sentirse inseguras en sus propios vecindarios. Es un círculo vicioso, porque la sensación de inseguridad es un estímulo para los delincuentes como, a su vez, desestimula las actividades productivas, la generación de riqueza y la calidad de vida. De allí que la criminalidad urbana tenga mucho que ver con el derecho al disfrute del espacio público para todos los ciudadanos. El examen sobre la experiencia en Bogotá, aunque no declare aparente inspiración de su par canadiense, sigue parámetros bastante similares. También cuantifica en función del número de homicidios, solo que su autoría marca la diferencia sobre cuales son las características de Colombia. Lo discutible es que en nuestro caso los periodos de tiempo tomados son mucho más largos, estableciendo un sesgo que limita la comparación. Específicamente se afirma que: *…+ desde finales de los años setenta la tasa de homicidios -como indicador más evidente de inseguridad- creció de manera significativa en Bogotá, como en el resto del país, bajo la influencia

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combinada de niveles crecientes de criminalidad organizada, liderada por carteles de la droga, grupos de guerrilla y grupos de autodefensa armada, en el contexto de instituciones de seguridad y de justicia débiles y de altos niveles de impunidad. La tasa de homicidio en el país se incrementó de 26 homicidios por cada cien mil habitantes en 1977 a 86 homicidios por cada cien mil habitantes en 1991 (Martin, 2004, p. 99).

Desde luego que la comparación en este caso resulta odiosa: la tasa nacional de homicidios en EE.UU. creció a 9.4 victimas por 100.000 habitantes en 1990, que citamos más arriba, mientras que la de Colombia había aumentado a 86 homicidios por cada 100.000 habitantes en 1991, según acabamos de mencionar. Y es más chocante la comparación a sabiendas que EE.UU. tiene un territorio ocho veces mayor y población siete veces más grande que los de Colombia. Por lo que resultaría conveniente argüir que la alta tasa de homicidios en Colombia era atribuible entonces a la amplia gama de actores violentos: grupos subversivos de izquierda, otros de derecha, carteles del narcotráfico, crimen organizado y delincuencia común. Y por lo mismo es que resultan destacables los resultados del período posterior, si no fuera porque se toman indicadores nacionales para mostrar los progresos locales; cierto, el mismo procedimiento que siguen

Wekerle & Whitzman para mostrar lo contrario, la mayor inseguridad en EE.UU. [...] los muy significativos logros de la ciudad de Bogotá en el mejoramiento de la seguridad y la convivencia a partir de 1995, se presentan hoy como un mode lo par a la complementariedad de los esfuerzos del nivel local con los del nivel nacional. [...] en particular la tasa de homicidios, que disminuyó de 86 homicidios por cada cien mil habitantes (86/100.000) en 1994 a 23,4 homicidios por cada cien mil habitantes (23,4/100.000) en el año 2003. *...+ Rompiendo con la tradición de considerar a la seguridad como un asunto manejado exclusivamente por el gobierno nacional y reservado para la Policía Nacional [...] (Martin, 2004, p. 32).

Hecho el diagnóstico, sea en Toronto o en Bogotá, las opciones para controlar la criminalidad urbana suelen ser dos: la predominante incluye más policía, leyes más drásticas y endurecer los castigos. La otra, más conciliadora, promete más educación, más empleos y desarrollo económico. Al proponer estas opciones los dirigentes de los dos países no se diferencian, pues un político seguirá siendo un político en cualquier parte del mundo. Del otro lado, “A typical law and order response was U.S. President Bill Clinton’s 1993 anti-crime initiative which proposed to spend $3.4 billion over five years to put act additional 50,000 police officers on the streets.” (Wekerle & Whitzman, 1995, p.

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5) De este lado, "El gobierno nacional comenzó a lanzar políticas de seguridad, como la "Estrategia nacional contra la violencia", del gobierno del presidente César Gaviria en 1991; el programa "Seguridad para la gente", de 1993; la Ley 62 de 1993 (organización de la Policía Nacional y del Sistema Nacional de Participación Ciudadana en la misma), y el Decreto Ley 2188 de 1995, del Ministerio de Justicia (Seguridad Ciudadana) durante el gobierno del presidente Ernesto Samper." (Martin, 2004, p. 106). Para Wekerle & Whitzman la primera solución, que llaman “respuesta de ley y orden”, conduce a la creación de un Estado policial. Los retenes para los vehículos, las requisas a los transeúntes, la retención masiva de supuestos sospechosos (batidas), el patrullaje por grandes destacamentos, la intensificación de allanamientos, el registro de documentos de identificación. Todas estas medidas que aparejan “the destruction of public space used by the poor and homeless.” (Wekerle & Whitzman, 1995, p. 5). En consonancia las empresas, comercios y gremios contratan más seguridad privada, humana y tecnológica, haciendo de esta industria una de las más prósperas en EE.UU. A ello deben sumarse también las barreras y guardas de conjuntos residenciales. Así, al restringir el espacio público y hacerlo menos amable se incrementan la inseguridad y, aún más, la sensación de inseguridad. Unos pocos

tienen el privilegio de vivir en condominios suburbanos, que además de d emandar se gu ridad e xclu siva contribuyen a una inadecuada densificación urbana y desorden en el transporte (Esquivel, 1997, p. 39-61). La segunda opción, que demagógicamente suele llamarse desarrollista, en realidad, constituye un agravamiento de la pobreza. En efecto, sostienen Wekerle & Whitzman, este desarrollismo no solo tiende a fragmentar los escasos recursos en muchos frentes (educación, subsidios, empleo, etc.), también exige: una estrategia de muy largo plazo, masivas inversiones de dinero y estrecha cooperación entre las diferentes entidades del gobierno y la misma comunidad. Ellas plantean que es muy poco probable que se de esta confluencia de factores. Sabemos que tampoco en Colombia resultaría posible, pero el estudio de la Universidad de Georgetown que venimos citando sugiere que, por lo menos entre 1995 y 2003, los alcaldes Mockus y Peñalosa, pese a representar grupos políticos divergentes, lograron coincidir en una propuesta coherente y sostenida para la ciudad. La mejoría en la seguridad de Bogotá durante el periodo 1995-2003 es por muchos entendida, antes de ser relacionada con políticas de seguridad ciudadana, en relación con la profunda transformación urbanística de la ciudad durante el mismo periodo [...] Entre 1998

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y 2002, se construyeron mas de dos millones de metros cuadrados de espacio público; se recuperaron y crearon centenares de parques; se construyeron 270 kilómetros de ciclo rutas; se instalaron mas de 10.000 elementos de inmobiliario público; se sembraron 135.000 árboles y se implementó un nuevo sistema de transporte público. Se erigieron edificios públicos de gran interés social y arquitectónico, como: bibliotecas, colegios, una cárcel distrital y el archivo distrital (Martin, 2004, p. 264). Destacamos el progreso de Bogotá entre 1995 y 2003 porque coincide con la tercera opción que se propuso para Toronto y ciudades afines. Así como se hizo en Bogotá, la opción llamada “Ciudades seguras” comprometió esfuerzos nacional, local y ciudadanos. El foco de acción era prevenir la criminalidad a través de mejorar las condiciones ambientales de las ciudades, el desarrollo de la comunidad y la educación. Se asumía que los cambios en el diseño de los espacios públicos tenían gran impacto sicológico en los comportamientos ciudadanos, por lo que se necesitaban mejores diseños a partir de las peticiones de la misma comunidad. Y un principio rector del cambio era que los ciudadanos eran los expertos en seguridad urbana (Wekerle & Whitzman, 1995, p. 11), incluso cuando buena parte de las iniciativas partieron de los sectores marginados, pobres y minorías, como ocurrió en Amsterdam, Manchester, Nottingham, Baltimore, St.

Paul, Chicago, Boston y la misma Toronto, entre otras más. Por último, comunidades y expertos llegaron a establecer la siguiente jerarquía de lugares que ameritan atención prioritaria para hacer más seguro el ambiente urbano (Wekerle & Whitzman, 1995, p. 61): 1- Sistema de transporte: paraderos, pasos peatonales, ciclo vías, parqueaderos. 2- Áreas comerciales: no exclusivas, sino integradas con centros habitacionales. 3-

Áreas industriales: diseñadas también para acoger mejor a empleados y clientes.

4- Parques: hacerlos más integrados a las actividades de la comunidad. 5-

Áreas residenciales: deben transmitir sensación de seguridad para todos.

6- Universidades y colegios: deben atraer a toda la comunidad y ampliar sus horarios. Para concluir, sin haber agotado este examen sobre modelos de seguridad, debe quedar claro que el mejor modelo será aquel que promueva el fortalecimiento de la democracia y la interacción con la ciudadanía. En él, la Fuerza Pública tiene el principal compromiso de educar y de proteger dado su contacto directo con la comunidad.

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Notas Finales 1.

Otra posibilidad sería referirse a “modelos contra el delito” (Torres y De la Puente, 2001).

2.

Aludiendo al manejo de la inseguridad se establecen tres momentos (Ruiz, 2004, p. 124).

3.

Proceso que también tocó otras latitudes (véase Huntington, 1994).

4.

Las excepciones fueron la dictadura de Bolívar (1828-30); el golpe de Melo (1854), y el golpe de Rojas en 1953 (Leal, 1989, p. 114 y ss).

5.

Situación similar se vivió en el resto de la región (véase Rouquie, 1984).

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6.

Fue la consagración de un proceso de reforma del Estado que inició en la década de los 80 que reasignó funciones a los municipios, reorganizó la justicia y creó una policía judicial, y estableció la elección popular de alcaldes (véase Medellín, 1989).

7.

Armas pesadas, aquellas cuyo costo de investigación y desarrollo es de más de U$ 50 millones o de producción de más de U$ 200 millones, también llamadas Major Defense Equipment.

8.

Buena parte de los recordatorios de la guerra de las Malvinas hechos 25 años después dejaron en claro que fue una aventura inconsulta y traumática solo para beneficio de la Junta Militar en el poder.

9.

Todos los conceptos son comentados a partir de Restrepo, 2004, p. 40-55.

10.

Ejemplo de ese optimismo United Nations Development Programme (1994). “Capturing the peace dividend”.

11.

Somavia e Insulza (1990) recogen los documentos presentados por un grupo de expertos académicos y militares de la Comisión Suramericana de Paz, reunida en Montevideo en 1988.

12.

Las nuevas amenazas a la seguridad, como los problemas de guerrillas y “narcoguerrilla” (sic), exigen solución política y no militar; sostuvo una década después un militar chileno (véase Thauby, 2000, p. 331).

13.

Las cifras son citadas sin mencionar a que año corresponden (Ruiz, 2004, p. 123).

14.

En México se debatió si adoptar el esquema de Nueva York o el de Sicilia, véase “Palermo y Nu eva York compiten..” (2003).

15.

Sobre Policía Comunitaria véase también WOLA, 2000.

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