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MICRORRELATOS

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POESÍA

POESÍA

El Manuscrito

El profesor Muñoz llevaba más de una hora traduciendo el texto en latín contenido en un viejo pergamino, por encargo de un millonario excéntrico que lo visitó en su despacho de la universidad. Aceptó porque le resultó una propuesta seductora, por la que recibiría además un buen montante. Sentado a la mesa junto a una ventana abierta de su casa, ubicada en el quinto piso, su atención se desvió, de repente, desde el folio manuscrito hacia un accidente que acababa de ocurrir en la calle. Dos coches habían colisionado y nadie salía del interior de los mismos. La gente se apilaba en el lugar pidiendo ayuda, hasta que llegaron dos ambulancias seguidas de un vehículo de la policía local. «Conducen como locos», meditó Muñoz, mientras sacaban cuatro cuerpos sin vida de los vehículos para ser depositados sobre sendas camillas. Eran tres hombres y una mujer. Con una mueca de preocupación por un asunto tan lúgubre, se esforzó por volver la vista al folio manuscrito. Se encontraba desconcertado, en parte por el accidente, en parte porque la traducción no tenía demasiado sentido. Tal era así que se obligó a leerla en voz alta, para ver si se le escapaba algo. Nada; seguía siendo un galimatías. De repente, oyó gritar a la gente de la calle. Desde arriba vio cómo corrían, alejándose de la ambulancia. Solo quedaron cuatro personas en pie que se movían de manera torpe. No podía creerlo: ¡eran los fallecidos! Pero hubo más. Parecían mirarlo a él, en tanto caminaban hacia la entrada del bloque. De pie y pegado a la ventana, Muñoz, tembloroso y descolocado, no daba crédito a lo que estaba pasando. Al poco, oyó cómo golpeaban la puerta de su domicilio, una y otra vez, hasta que la echaron abajo. Ante él, aparecieron los cuatro fallecidos, manchados de sangre y con laceraciones múltiples. Se le acercaron, con los brazos hacia adelante y las manos abiertas, como suplicando algo. Acorralado y presa del pánico, Muñoz se arrojó al vacío para estrellarse en el duro alquitrán de la calle. El profesor Muñoz era lo suficientemente agudo para traducir obras escritas en latín; pero no tanto como para entender que aquel texto, que había leído en voz alta, era una invocación para resucitar a los muertos. Unos muertos que, en ese momento, se sentían perdidos, sin saber a quién encomendarse.

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Tanatorio

Salvador era un hombre educado y de buenas costumbres. Fue un atasco en la carretera lo que hizo que llegara tarde al tanatorio, sin que nadie velara ya al muerto. Sabía que el pobre Julián, compañero de despacho, no tenía familia. Supuso además que los compañeros de trabajo habrían marchado para cenar, dada la hora avanzada. Frente al cristal que lo separaba del féretro, con los ojos cerrados, rezó por la memoria del fallecido durante unos minutos. Entonces, alguien le dio una palmada en el hombro y Salvador se volvió. Sus ojos se abrieron y su boca quedó desencajada por la impresión. ¡El difunto estaba tras él! Notó un fuerte dolor en el brazo izquierdo y cayó al suelo al instante, desmadejado, víctima de un infarto. Ironías del destino: había ido a despedirse del difunto y terminó haciéndole compañía. Salvador desconocía que a Julián le quedaba un familiar vivo: su hermano gemelo.

Confianza

«Es muy importante —dijo él, con mirada enamorada, a su reciente pareja— que seamos sinceros en nuestra relación, Luisa». Ella, con mirada indiferente, respondió: «¿Quién es Luisa?».

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