No.14 La Ciudad

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Nº 14 “La Ciudad” ilustraciones de inma serrano



Nº 14 “La Ciudad”


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Editorial

Marco Polo, el gran viajero veneciano que unió oriente y occidente, le habla a Kublai Khan de las ciudades que ha visitado mientras este lo escucha fascinado pues, aunque no le crea del todo, en esas descripciones consigue discernir “la filigrana de un diseño tan sutil que escapaba a la mordedura de las termitas”, escribe Ítalo Calvino. El Khan logra ver a través de las calles, las torres, los palacios, la estructura del mundo. El gran emperador intuye que la tierra está hecha de sueños y ciudades invisibles. Samarcanda, comienza Marco Polo, es una de las ciudades más antiguas y hermosas de la tierra, sus jardines y palacios se elevan como la ligera bruma que en las mañanas del verano se alza de las fuentes llenando las calles de las que va desapareciendo mientras el día avanza y los comerciantes se apresuran para abrir sus tiendas. Es una ciudad de grandes riquezas pero en donde la pobreza es vista como un símbolo de sabiduría. Se dice que en Samarcanda la locura es una virtud, continúa el navegante, pues en ella todo toma forma. Durante horas, el viajero avanza, mientras las sombras del palacio se vuelven más espesas, tanto, que al final solo queda la voz que parece salir del sueño del Khan. Quienes van con Marco Polo saben que el viajero ni siquiera se acercó a la ciudad, pero ya nada de eso importa. Así el Khan va cayendo en un profundo sueño en el que recuerda los versos de Omar Jayyam: no trates de lograr la dicha, que la vida/ Dura lo que un suspiro. El polvo de Djemischid/ Y Kai.Kobad, al sol bailan en remolino. / La vida, el mundo, solo son ficciones y sueños.

4 Agosto2013


Editorial

5 Agosto2013

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Porque somos hijos de un tiempo en el que lo oculto ha pasado de estar contenido en las regiones ignotas de la geografía a encontrarse encerrado en el interior del ser, creemos que la ciudad constituye uno de los temas literarios más significativos. Creemos que lo extraño al pasar de estar en el ámbito de lo salvaje y lo natural a encontrarse en las intersecciones, en las líneas rectas, cortantes y pesadas de lo salvajemente civilizado abrió nuevas rutas de narración. Lo secreto se trasladó del bosque a la cristalidad pétrea de los rascacielos y ya en nuestras pesadillas, incluso en las peores, el sitio de la confusión y la pérdida ya no tiene la forma del secreto rural sino la de las calles vacías de ciudades sin nombre que se inclinan bajo la sombra de enormes chimeneas industriales de las que emerge un humo sucio y amarillo que vuelve plúmbeo el cielo. Pensemos en cómo hemos pasado de contar preeminentemente historias de viajes, en donde el viaje geográfico constituía el motor de la narración, como en el viaje de Ulises, a narrar el trayecto interior de un personaje a través de las calles de Dublín, o la violencia salvaje de Ciudad Juárez, o las ciudades invisibles de Calvino. ¿Qué nos atrae de las ciudades? ¿Qué constituye una ciudad? ¿Cuál es el hilo que une las primeras ciudades mesopotámicas con la ciudad del futuro? Ur, Babilonia, Samarcanda, Barcelona, Santiago, DF. En este número de Preferiría no Hacerlo proponemos como tema central la ciudad como espacio, como tema, como pesadilla, como anhelo, como una parte más, interna o externa, de lo que constituye al ser humano. A partir de ahí, cualquier cosa es posible.


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Editorial

6

Agosto2013


Editorial

Inma Serrano ilustradora

7 Agosto2013

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Soy profesora de dibujo y dibujante empedernida. Aunque he probado diversos campos relacionados con la creación plástica, para mi el diario gráfico es el vehículo de expresión más interesante y personal. El dibujo es mi lenguaje. Me hace sacar la parte de mi que se reconcilia con el mundo, mi lado amable. Por eso es imprescindible para mi vida y desde siempre he llevado conmigo un cuaderno en el que cuento lo que pasa. Es una herramienta fantástica de aprendizaje y de conocimiento todo lo que me rodea. Me gusta explorar mi entorno, la cotidianidad, la vida de la calle, las cosas que pasan a mi alrededor… También me gusta viajar, y conocer otros lugares y culturas, pero cuando no puedo hacerlo el cuaderno me ayuda a valorar todo los que está cerca de mi, la vida que pasa a mi lado, en cada esquina, en cada calle, en cada plaza… Dibujar es mirar más de dos veces. Es vivir de forma más lenta cada momento y dejarlo grabado como parte de tu historia personal. A la mayoría de la gente les molesta que les hagan fotografías, pero les gusta que les dibujen y les hagan un retrato. Una foto es un instante, pero el un dibujo es un proceso, es una historia, aporta más conocimiento y energía, te acerca a las personas… He colaborado con reportajes dibujados en prensa escrita, en periódicos como Le Monde Diplomatique. En el campo de la ilustración he trabajado para revistas literarias de editoriales como Planeta o Renacimiento. Ocasionalmente he ilustrado cuentos infantiles y libros de poesía. Muchos de mis cuadernos han viajado por Europa formando parte de exposiciones en ciudades como Venecia: Matitte in viaggio, 2011 y 2012, Madrid: Madrid DEARTE 2011 o Clermont Ferrand: Rendez vous du Carnet de Voyage 2012. El contacto con la gente, el intercambio de experiencias, las conversaciones... están reflejadas en mis páginas. Cuando la memoria falla, quedan los dibujos y los textos que me ayudan a revivir cada lugar, a recordar a cada persona.


Ìndice

El 600

12

de Cristian Rubio

Malasaña

16

de Julio G.

La ciudad que es todas las ciudades

24

de Gabriel S.

Embajadas y ciudades

32

de Raquel Molina Angulo

Ecos del Duero

36

de Andrés Ramírez Mejía

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aire de otoño

44

de ollin rafael

en penumbra

57

de Lamberto García del Cid

El amor de los cangrejos

58

de Daniel García

8 Agosto2013


Ìndice

sin título

62

de Adolfo Marchena

Versos Amfibis Gratacels i gratainferns 63 de Raquel Molina Angulo

Plouraràs

64

de Raquel Molina Angulo

Llavors de distància

65

de Raquel Molina Angulo

De la Naturaleza Ominosa del Lenguaje

66

Cavafis, Fundador de Alejandría

67

de Argel Corpus

A orillas de la polis

70

Julio G.

Una nova veu, estètica i honesta

70

de Jordi Sellarès

9 Agosto2013

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de Argel Corpus


FICCIONES

El 600

12

de Cristian Rubio

Malasaña

16

de Julio G.

La ciudad que es todas las ciudades

24

de Gabriel S.

Embajadas y ciudades

32

de Raquel Molina Angulo

Ecos del Duero

36

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de Andrés Ramírez Mejía

aire de otoño

44

de ollin rafael

10 Septiembre2013


FICCIONES

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11 Septiembre2013


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El 600

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Cristian Rubio

Ustedes conocen mi anciano porte y bastón de rara empuñadura; también, espero, alguno de mis libros. Aprecian con cierta ironía mis ridículos esfuerzos por ubicar la acción de mis relatos en el industrioso barrio de Sants, ese enorme complejo fabril coronado de chimeneas que me vio nacer y en ocasiones han puesto el grito en el cielo (mi secretaria filtra la correspondencia y lo sabe bien) aclarándome que jamás fueron vistos por estas calles ni el almirante Yamamoto, ni la princesa descalza de Baviera, ni el Doctor Goebbels, protagonistas todos de mi novela más vendida “Corazones explosivos en Sants”; de hecho admito haber inclinado las baldosas en alguna ocasión para que mis historias transcurrieran en La España Industrial o el Vapor Vell pero sepan, amigos míos, que la historieta juvenil redactada a continuación sucedió aquí y de esta forma, “fil per randa” cómo dicen en mi tierra.

12 Septiembre2013


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Narraré sobre cierta madrugada en que conducía un 600 borracho como una barrica de aguardiente, mi aliento se escapaba por las ventanillas haciendo vomitar a los transeúntes y Barcelona me resultaba una prolongación del extinto circuito de Montjuic. Por supuesto ya escribía, como todos saben, pero no tenía por costumbre cafés literarios, ni atracaba en los puertos oficiales de la clase instruida. Es decir, no atesoraba la amistad de las lumbreras de mi tiempo. Mi barrio estaba repleto de tabernas y bodegas (en realidad toda Barcelona era y es una inmensa bodega) y esa noche me había aplicado a fondo con la intención de perfumarme a base de aguardiente. Pero a pesar de que beber en compañía es de cobardes, la noche de autos no me separé de Marcial Lafuente Estefanía y Juan Gallardo Muñoz. Estos dos personajes,

13 Septiembre2013


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tan fabulosos como anónimos para el gran público, eran la flor y nata de las novelitas de kiosco, también llamadas pulp, o también literatura popular. Para agasajarlos siempre les decía, entre orujo blanco y orujo de hierbas, que eran los escritores urbanos por antonomasia, es decir, la modernidad más canalla, en contraposición con los novelistas rurales, de prosa aburrida y apegados a una tradición secular española que no llevaba a ninguna parte. Marcial y Juan no me decían ni que sí ni que no, pero el cuerpo se les hinchaba, se volvían livianos como un saco de plumas y debía tomarlos del antebrazo para que no acabaran en el techo de las tabernas con lámparas y musarañas. Al final de la velada opté por acompañarlos en mi coche ya que todos vivían por Sants. Estefanía, en el asiento del copiloto, intentaba, con dedos pegajosos, maridar un papelillo con su correspondiente marihuana y Juan, alias Walt Sheridan, alias Frank Logan, alias Lester Madox, alias Glenn Forrester, alias Curtis Garland, dormía la mona detrás, agarrado a un botellín de Monseñor. No les engaño, mis huéspedes redactarían a lo largo de laboriosas vidas más de seis mil libros; westerns, ciencia ficción, terror, aventuras, artes marciales…Simplicidad extrema, tramas repetidas y poco espacio para florituras estilísticas, pero seis mil títulos. Yo, como millones de lectores, conservo muchos en las estanterías: Un pueblo llamado sepulcro, Espíritus pendencieros, Una onza más de plomo, Territorio apache, El hombre biónico, El gabinete del doctor sangre… Obritas de a duro, base y sostén del hábito de leer en España durante la posguerra. Que no era poco. Con las décadas, pese a su ropa barata y prosa de riqueza averiada, serían, junto con Cervantes, los hispanos más leídos de la historia: miles de ejemplares se venderían en el cono sur, ediciones piratas se encontrarían en burdeles de Guatemala y Marcial Estefanía se convertiría, sin apenas exagerar, en el padre del poco castellano aún hablado en Guinea Ecuatorial. Pero nada de esto importaba entonces. Las siete de la mañana y el rugido del escape hacía amanecer las obreras calles del distrito de Sants. Charlábamos sobre fútbol, Vietnam y mujeres; también sobre coches, Marcial guardaba en el garaje un descacharrado R 8 de 44 caballos y Juan acababa de adquirir un 850 Especial de 37, sabían de mi pasión por las cuatro ruedas y que gastaba las nóminas -sin hembra con que arruinarme, intentando a base de escaparate conseguir cierta impresión y algún escarceo- en mi flamante SEAT 600, el utilitario más trucado y espectacular de Barcelona:

14 Septiembre2013


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15 Septiembre2013

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volante, tacómetros y velocímetros de competición, caja de cambios de un Simca de carreras, autoblocante, llantas Campagnolo y unos radiadores auxiliares para refrigerar el motor turbo de un Lotus Cortina encasquetado, sobresaliendo y con mucho arte, en la portezuela trasera. Más de 90 caballos. Pero al hacer stop en un semáforo esquinero de Sants con Arizala sucedió algo que vino a cambiar, de un soplo, el raíl por el que transitaba nuestra noche. Un Mercedes Benz largo como un submarino se detuvo a nuestra vera y, desde su interior, alguien nos insultó. Estefanía, Juan y yo nos quedamos mirando como si una alondra de alas plateadas hubiera entrado en el habitáculo. Apenas a unos centímetros, las manos enguantadas de Camilo José Cela, futuro Nóbel y escritor rural por excelencia, aferraban el enorme volante del Clase E, y su sonrisa de John Wayne se ensanchaba a medida que el eco de sus últimas palabras, lejos de disolverse en el bramido de los motores, ganaba corporeidad, como un código Morse ingresando, al ralentí, en el universo de la palabra escrita. Estefanía, hombre de treinta páginas a la semana pero parco en palabras, sólo preguntó si ese tipo había dicho lo que había dicho. Juan, de repente sobrio como un juez, asintió con la cabeza y yo, deseando escucharlo de nuevo, para corroborar la infamia, lo repetí. - Que nunca tanta mierda cupo en coche tan pequeño… La voz grave del señor Camilo no se molestó en reaparecer. Ahí se mantuvo, quieta, alargando el silencio. Luego aflojó la sonrisa, la rigidez habitual de su cara de abuela macheteada, y tras escamotearme a la vista una de sus manos, metió primera, aceleró antes del verde reglamentario y las bombillas rojas de posición de nuestro príncipe de las letras desaparecieron sobre el empedrado y doblaron por Arizala. Disipado el hechizo, el SEAT mutó en jaula de cotorras alborotadas, semejante a una cuadrilla de cazadores que ven alejarse la cena. Al recuperarme, clavé el pedal de aluminio en la alfombrilla, la turbo alimentación se activó, chasis y asientos vibraron como un reactor, dimos un brinco y el 600 se caló. Acto seguido evacuamos pues el motor empezó a flamear y ya no dejó de hacerlo. Las llamas se corrieron al resto del vehículo y un grupo de bomberos municipales tardó tres horas en apagarlo. Nunca, me confesó uno de ellos, se vio un coche arder así.


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Malasaña

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Julio G.

No me gusta que la gente sepa que escribo. Es por una extraña sensación de invasor que me asalta cada vez que soy sorprendido tomando notas en mi pequeño cuaderno: como si pasara con una malla por la superficie de una piscina para llevarme las hojas muertas que el viento arrastró allí y, con cada pasada, me llevara también un poco de agua. Porque está claro que te llevas una parte de una vida ajena cuando escribes sobre ella, aunque sea un gesto, o una cosa dicha y perdida entre todas las cosas dichas. Da igual. De todos modos puede percibirse el agravio ajeno. Por eso, desde hace unas semanas procuro escribir en la tranquilidad de mi piso sirviéndome de la memoria para evocar mis saqueos; aunque hay ocasiones en las que me es imposible recordar y escribir más tarde y debo hacerlo fuera de ese espacio cerrado: esperando el autobús, de pie en el metro, en algún rincón más o menos oculto de la librería o a veces en una biblioteca pública, como para enfriar un poco el artificio que parece que instalara con la intención de que todos me vean escribir. Pero no es así, ¿qué clase de cazador buscaría exhibirse frente a su presa? ¿Qué sentido tiene revelarte a desconocidos de quienes estás tomando detalles que pronto olvidarán de todos modos? Al final no se trata del acecho, sino que de la escritura que se vuelve una obligación oportunista contra el olvido de cosas que a nadie más importa. Y la mayoría de las veces esa obligación me asalta fuera de mi casa: después de todo, el mundo pasa afuera de nosotros y de los espacios que hemos creído domesticar. Lo de interés para contar es siempre algo que los demás no ven, o un ocultísimo aspecto de ti mismo o algo absolutamente ajeno pero a lo que nadie prestó atención. Escribir es cazar, y el escenario más propicio para ello es la ciudad. Allí las vidas ajenas se desprenden de su

16 Septiembre2013


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17 Septiembre2013

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belleza como hojas secas que se pierden en el desorden cotidiano si nadie las recoge y las aprovecha y escribe. Por eso elegí escribir sobre Malasaña, porque pasa desapercibido aunque está ahí, íntimamente cerca, acechando como el reflejo de tus propios ojos en las gafas de sol. Por eso elegí hablar de él justo ahora, esta madrugada en la esquina de la calle Pez, porque aquí me asaltó la escritura. Aquí me asaltó Malasaña. * Viajé a Madrid por unos días. Quería conocer la ciudad y, sobre todo, a Malasaña. Cristina sabía algo de él, pues frecuentaba las calles del centro: allí vivía, allí trabajaba, allí salía de bar en bar con sus amigos. Hablaba de Malasaña con cierta admiración temerosa. Pocos lo habían visto en persona, y más bien se hablaba de los lugares donde había estado y lo que había hecho la noche anterior. “Es como un vidrio roto”, le dijo alguien una vez, “como está en pedazos es más peligroso”, porque Malasaña en el fondo es todos los Malasaña que se comentan, se inventan, se imaginan y se creen


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ver entre las cabezas de los estudiantes pululando por Plaza 2 de Mayo o llenando los bares de calle Pez. Me quedé en el piso de Cristina en la calle Cruz Verde. Me dejó las llaves con su amigo Pablo que regentaba el bar Pontepez. Me recibió con una caña y una tapa. Era mediodía; había abierto hacía unos minutos así que el bar estaba prácticamente vacío. Con velocidad pasmosa pasaba los vasos por el agua. –Cristina me contó que viste a Malasaña –dije, y Pablo dejó lo que estaba haciendo. –Podría decirse… como todo el mundo lo ha visto, en cualquier caso. Seguro que te lo encuentras por estos días –contestó, sonriendo con una extraña mezcla de orgullo y temor reverencial. –¿Y por qué es tan conocido? ¿Quién es Malasaña? Pablo dejó el vaso que estaba enjuagando. –Quién es no tiene importancia. Qué es lo que ha hecho, sí. Es un secreto a voces. No aparece en los diarios ni en la televisión, pero en algunos blogs y en algunos bares de la ciudad advierten sobre los peligros de encontrarse con Malasaña. Sobre todo si eres una chica, sobre todo si llevas falda y sobre todo –por encima de todo lo demás –si tu pelo se parece al de Julia. Malasaña va tras Julia. –¿Julia? –pregunté, con un ligero tono de burla. –Es por la estatua de bronce del final de la calle, ¿la has visto? Dicen que Malasaña la está buscando. A la que más se le parezca. –Y si la encuentra, ¿qué le hará? –Nadie sabe. Con las demás chicas… –¿Qué les hace? Pablo se quedó en silencio unos segundos. Miró hacia la calle buscando algo y luego se volvió y gritó algo hacia la cocina. Una chica asomó la cabeza. –Ella–me dijo– tiene una amiga que habló una vez con Malasaña; pregúntale, si quieres. La mirada de la chica –impasible, perentoria, altiva, como sosteniendo un secreto pesado y filoso en una tela de araña– me atravesó y me enmudeció. Bebí lo que quedaba de mi caña y dejé el vaso vacío en la barra. –¿Sabes dónde puedo encontrar a Malasaña? –pregunté, por fin. Sin decir nada, la chica apuntó hacia la calle con su barbilla, se dio la media vuelta y volvió a su trabajo. *

18 Septiembre2013


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19 Septiembre2013

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Madrid es un nudo ciego. En los barrios que rodean el Centro la actividad se va difuminando hasta apagarse por completo, y por Gran Vía es tal la densidad –sobre todo por la tarde –que el espacio parece reducirse exponencialmente: las calles, las aceras, las terrazas son más estrechas. En los alrededores todo parece más holgado, menos gente pasa caminando y las fachadas de los edificios parecen sumidas en un extraño sueño. Si Malasaña camina por las calles de esta ciudad, siempre será por las del Centro. Salí por Pez a San Bernardo y vi la estatua que Pablo había mencionado: era la figura de una chica con el cabello apenas tocando sus delicados hombros al descubierto, una blusa y una sencilla falda. Malasaña iba tras la calidez y suavidad que encarnara esa figura de bronce, tras esa candidez que rodeaba esa postura distraída, con un libro en la mano y las piernas cruzadas buscando apoyo una en la otra y alzando ligeramente una cadera. Debía ir tras Julia si quería encontrar a Malasaña. Caminé calle abajo dejando atrás unas jamonerías y una muy mal disimulada casa de putas orientales. Al llegar a Gran Vía me dejé arrastrar hasta Plaza España. Vi una familia de turistas alemanes fotografiando la estatua del Quijote que daba la espalda a un enorme edificio completamente vacío. En contraste, las calles estaban atestadas de gente que atravesaba la plaza para llegar al Palacio Real o a algún banco en Gran Vía. En un extremo de la fuente, bordeando la plaza para cruzar hacia Bailén, la vi. El pelo bailando sobre su nuca pálida, sus hombros estrechos envueltos en una blusa blanca, una falda hasta las rodillas y los tobillos al descubierto. Malasaña habría ido tras ella, sin duda. A pesar de que fuese una extranjera a la ciudad: parecía que las fachadas sacaban a bailar a su mirada por turnos; y sus ojos despreocupados se dejaban llevar apaciblemente pero muy atentos. El sol llenaba la peatonal de Bailén, justo frente al palacio. La chica se detuvo a mirar una orquesta que allí tocaba. La música y la multitud la hacían ajena a cualquier posibilidad de sentirse acechada. Me acerqué de a poco, y mientras lo hacía pensaba en Malasaña y las razones que lo impulsaban a ir tras Julia: de seguro era su atractivo, pero quizá también le sedujeran las trampas sutiles de la ciudad, como esta misma, que nos ponía a mí y a esa chica uno tras la otra. Cuando acorté un poco la distancia entre nosotros –sin que ella lo notara –me di cuenta de que el sol sobre sus hombros parecía describir la suavidad de su piel y el tacto de su espalda a través de la blusa que transparentaba ligeramente. Entonces empecé a entender a Malasaña. *


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Seguí a la chica en su paseo, como posiblemente lo habría hecho Malasaña: con la distancia atenta de un extraño cortejo que no quiere disimularse del todo, pero que evita intimidar a toda costa. Ella se volteó una vez y sonreí como el otro habría hecho. Ella sonrió también, pero se llevó el gesto con un rápido giro. Cruzamos el viaducto y ella se detuvo un instante a mirar el pequeño parque en declive. Conservé mi distancia. Ella tomó unas fotografías y se giró ligeramente hacia mí, en un gesto que intencionadamente quiso reprimir. Por eso va tras Julia, por ese pequeño vértigo que le ofrece la mirada de una desconocida. Por eso Malasaña la busca en todas las chicas, porque viene y va, se evade; aparece y reaparece en señas como esa. Ella reanudó la marcha y yo detrás, esperando algo más de Julia que abriera camino a la verdadera caza y al verdadero cazador. Tomó la calle San Francisco y entró a La Latina. Buscó una terraza y pidió una caña. Hice exactamente lo mismo, y esperé pacientemente en un distante acecho por un nuevo asomo de Julia. Pero pronto pagó, se fue y no dejó nada tras ella que pudiera llamar a Malasaña. * Sentí de nuevo en mis zapatos la ansiedad cazadora de Malasaña, no ya como un eco rebotando en las fachadas elocuentes de La Latina, sino como un susurro arrastrando un ligero olor a cerveza de la caña que estaba bebiendo. Abandoné la mesa de la terraza y me adentré por los callejones repletos de locales donde liberaban móviles o cortaban el pelo; el ruido de todos esos inmigrantes gritándose de una calle a otra; el olor de su tabaco acompañándolos junto a los portales y vidrieras, todo era como un nido su deseo, que lentamente se convertía en el mío. Salí por el costado del Reina Sofía directo al Paseo del Prado. Las estudiantes cargadas con sus mochilas yendo y viniendo desde Atocha me agitaron como habrían agitado a Malasaña. Me dejé llevar al Parque El Retiro como si fuera un envoltorio vacío arrastrado por el desagüe. Los senderos casi desiertos y las sombras de los árboles tiñendo la luz del sol lograron apaciguar ese impulso perentorio de perseguir, observar, atraer, devorar todas esas bocas, esos cuellos casi traslúcidos; esas nucas tensas y rectas sosteniendo cabecitas distraídas con su pelo corto balanceándose con apremio, como provocando mi apremio y su apremio y nuestro apremio; tan hermosas todas, tan hermosas. Me pasé la tarde siguiendo chicas por el parque El

20 Septiembre2013


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21 Septiembre2013

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Retiro primero moviéndome por los senderos y luego con la vista, sentado a una orilla de la laguna mirándolas tomar el sol o salir y entrar del Palacio de Cristal como si nosotros mismos fuésemos esa construcción traslúcida, esa jaula hermosa construida en la ciudad para guardarlas a todas ellas, o parte de ellas, las partes de Julia hasta tenerla por completo. Entonces ya no haría falta ir tras ella; nos podríamos solazar contemplando esos momentos de Julia en otros cuerpos y unirlos en un solo giro de cuello tensando los tendones y marcando los finos huesos del hombro; en una sola contracción de las pantorrillas al elevar los talones delicadamente; en un solo pecho agitado por la ansiedad pero también el temor, dejando entrever la curvatura pálida de su escote, algún lunar recóndito y carnoso como el primer punto para trazar el rumbo hacia su ombligo, las delicadas pendientes de su cadera y su convergencia en nuestro deseo incombustible. A pesar de todos los esfuerzos, de las pequeñas cacerías, quedaba largo trecho por delante. La noche aún no había llegado y la ciudad aún no estaba preparada para Malasaña y para mí, para nosotros; no así tan al descubierto, no sin el maquillaje de las luces de los bares realzando las puertas y dejando las fachadas como detrás de párpados cerrados. Había que ser pacientes, esperar a que los guiris volvieran a los hoteles, que los estudiantes recobraran al menos una parte del centro, al menos tramos de sus intrincadas y estrechas calles. * El sol de la tarde se descolgaba de los edificios de Gran Vía. La luz parecía enganchada en las fachadas en un intento de quedarse más tiempo en las molduras, abrazada a las ventanas. La plaza de Callao bullía de gente bajo el brillo tutelar de las pantallas de los teatros y del descomunal aviso de neón de la avenida. El viento barrió lo que quedaba de sol y dejó ver la otra cara de las calles: nuestro espejo y el de nuestros deseos, que cada vez eran más míos. Cerramos los ojos. Escuchamos todas esas voces que eran como hojas secas que se llevaba el viento por la avenida y nos dejamos llevar de vuelta al piso de Cristina. El olor de su piel y su pelo húmedos vagaban por el pasillo desde el baño, y era el idioma del deseo y los primeros acordes de la canción de Malasaña. Cristina se asomó por la puerta como un instrumento recién afinado. –Estoy lista. Vámonos a un bar o algo. *


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El Tigre estaba a más no poder. Un hervor de estudiantes y viajeros llenaba el poco espacio disponible con el ruido de estridentes conversaciones. Bebimos unas cañas y charlamos. La conversación se perdía en calles estrechas como las de Chueca; los temas se diluían en el bullicio o en los sorbos de cerveza. Mis ojos se dejaban llevar por la alegría palpitante, por las mujeres que sonreían cada vez que me sorprendían mirándolas. Aburridas de los patanes que se carcajeaban y hablaban unos con otros, eran como barcos perdidos que se encontraban con el fulgor difuso de la luz de un faro oculto tras una densa neblina. Mi rostro era neblina, era cacería impúdica pero enredada en todo ese escándalo y ese desorden. –¿Qué quieres hacer ahora? –dijo de pronto Cristina, que se impacientaba. –Ahora nos vamos tras Julia –le respondí, acercándome más de la cuenta a su oreja. Ella me miró un poco ofendida, como si estuviese tomándole el pelo. Sus ojos enormes brillaron con un poco de celo pero también deseo, que iban a ser lo mismo. –¿Quién es Julia? –dijo entonces. –Vamos a la plaza del Dos de Mayo y te lo digo. Salimos del bar. Las calles eran colonizadas por grupos alegres que caminaban de un local a otro haciendo un poco de ruido. Al llegar a la plaza, encontramos sus terrazas rebosantes como hormigueros desordenados, todos cazadores desorientados como yo, todos un poco Malasaña, como yo. Entramos y salimos de varios locales. Yo miraba absorto las nucas descubiertas de las estudiantes que sonreían a sus amigos, que contraían sus hombros y torcían ligeramente sus caderas con una botella de cerveza en la mano. Miraba sus muñecas frágiles torcerse en gestos grandilocuentes que no eran más que un baile despreocupado para los ojos de sus amigos cazadores. Entonces perdí a Cristina. Pero no importó; las calles estaban llenas, los bares estaban abiertos, la noche era generosa y, en cualquier momento, podría ofrecerme la oportunidad de encontrar a Julia. * Entré al bar Mercurio. Como siempre, estaba lleno. Pedí un whisky solo y me apoyé en la barra. A esa hora muchos bares comenzaban a vaciarse para llenar otros tantos como este. Ella entró detrás de un grupo de universitarios taciturnos que parecían más escoltarla que acompañarla. Se volvió

22 Septiembre2013


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23 Septiembre2013

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hacia mí sólo con los ojos y se acercó de a poco. Se apoyó junto a mí en la barra y se pidió lo mismo que yo. Entonces aproveché la cercanía y puse algunas palabras en su oído. Vi los vellos de su nuca descubierta erizarse no con mi voz sino con la música que llevaba consigo como un parásito invisible que influía sobre todo lugar donde mi aire penetrara. Yo ya era un perfume, era palabras separadas de una boca; era eso que ella devoraba con sus ojos y que marcaba el camino para su boca y el resto de sus ojos. Ella era el sacrificio y la víctima y yo era Malasaña. Me volví hacia el DJ. Era igual a Spinetta. El pelo canoso, un poco revuelto; la actitud distendida y despreocupada. La sensación de dominio absoluto de ese espacio expandido por su colección de vinilos. –¿Tienes algo de Velvet Underground?–, le dije. El DJ me miró desde su altura y su delgadez extremas. Afirmó con la cabeza. Me volví hacia la chica, que me esperaba ansiosa. La urgencia de sus ojos era la urgencia de la carne. –Ponme All tomorrow’s parties–, le dije, perentorio. Escuchando esa canción afinaría el apocalipsis de esta y de todas las fiestas por venir no ya tras Julia, sino que después de tenerla a ella y todas las Julias por venir. –Hay un momento para todo–, dijo el DJ y puso Space Oddity en el tocadiscos. El sosiego desesperado del tono de la canción de Bowie fue vaciando lentamente el bar. A mí, más lentamente, me vació de Malasaña que se extinguió en el rumor de los estudiantes de intercambio borrachos diluyéndose en los callejones por los que pasaban los camiones de basura. * No sirvió de nada mantenerse despierto. La resaca asomaba por las comisuras de mi boca y a través de las sienes. Caminé hasta lo de Cristina, pero ella ya no me estaba esperando. Recogí mi mochila y mis cosas desparramadas por la calle y caminé hasta la calle Pez. Sentado a los pies de Julia, sólo acompañado por su cuerpo helado y sólido de bronce, saqué mi libreta y escribí mientras esperaba un buen rato antes de buscar un autobús o lo que fuera para salir de ahí.


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La ciudad que es todas las ciudades

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de Gabriel S. Esta ciudad es todas las ciudades. Tiene barrios buenos y malos, centros y márgenes, pequeñas casas improvisadas y enormes rascacielos unos al lado de los otros. En su linde norte una gigantesca cadena montañosa avanza desde el inicio del circular valle hasta su definición concéntrica varios kilómetros más al sur. En su sector oriental un vastísimo océano hace gala, azul y brillante, con un horizonte lejano y un sol que se hunde allí día por medio si es que no decide esconderse trémulamente tras los faldones de los enormes riscos. Nada hay que pueda envidiarle esta ciudad a cualquier otra con monumentos por doquier. Existe en una larguísima avenida una seguidilla de Cristos redentores, unos con los brazos abiertos recibiendo el porvenir, otros con la mirada perdida en un tristísimo gesto que recuerda los tiempos nazarenos. Los hay blancos y negros, amarillentos, nuevecitos, de oro puro: es la Alameda de los Cristos, una enorme e interminable calle que comienza en alguna parte y termina en el mismo lugar. Miles de Cristos de todos los tamaños y proporciones, ¿para qué pirámides, entonces? ¡Miles de Cristos haciendo todos los gestos imaginables, coordinados en un solo movimiento, como un diaporama estático de granito que solo es visible en perspectiva! También hay en esta ciudad bares, cabarets y otros lugares de entretenimiento. En un barrio rico y lujoso, hasta existe un parque de diversiones que contiene otro parque más pequeño y humilde en su interior. Al interior de ese segundo microparque, se levanta una tímida casa de hojalata detrás de la montaña rusa de dragones en donde duerme acurrucado entre cartones aquél que alguna vez soñó con levantar un parque en la ciudad. En medio de la casucha, extendidos sobre una mesa a muy mal traer, se exhiben para los turistas interesados en la historia las mil y una atracciones que el ilusionado emprendedor había planeado. Las fotos se permiten, sin flash, para no despertar al soñador. Cuenta la omnipólis con setenta calles principales y más de seiscientos barrios. Cuando llega un extranjero y pregunta por la avenida más impor-

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tante siempre hay desacuerdos. Algunos hablan de la Alameda de los Cristos, otros, por el contrario, mencionan la calle Dr. Hima, principal autopista del lugar, construida en un inicio a ras del suelo para peatones con poca imaginación, para luego, con el curso de los años, terminar por elevarse sobre las nubes en rampas y más rampas funcionales y expeditas para el tráfico automovilístico y aéreo. Todos los desafortunados que no tienen casa, que son muchos en este lugar, viven al alero de la autopista del japonés industrioso; nipón productivo que mereció su calle. Como él hubo y aún hay cientos en la ciudad y centenares son las calles de industriosos y productivos doctores, arquitectos, profesores y escritores de todo el mundo que finalmente llegaron aquí a cobijar con sus alas de cemento al mundo en sus últimos días. También cuenta esta ciudad con sus narcotraficantes, sus bandas de asesinos y su submundo muy bien organizado. Es tanto y tal que de igual forma debieron organizarse la policía y los servicios fúnebres. No pasa un día en que no muera alguien a tiros o por malos entendidos por lo que existen todos los cementerios imaginables; judíos, sintoístas, musulmanes, anglicanos, agnósticos y ateos repletan muchas cuadras de la urbe, con sus lápidas monocromas y sus cuervos de colores, con sus lloronas por hora y sus vendedores de velitas, flores y frases de falso amor y melancolía. Porque el amor y la tristeza, al igual que todo lo demás, se comercia a diario en cualquiera de los miles de establecimientos de compra y venta que repletan calles y veredas de este lugar: en veinticinco tomos, textos de lectura obligatoria en secundaria, se agrupan todas las posibilidades que el comercio local ofrece a sus visitantes y residentes. Porque vaya que hay residentes en esta urbe: todos los residentes de todas las otras ciudades que se cansaron de sus lugares de nacimiento o relación han llegado aquí. Entre sus temblorosas manos de vieja achacosa este sitio alberga tanto a esos que aparecieron de la nada sacudiéndose el polvo del fracaso en busca de oportunidades como a aquellos que llegaron a despilfarrar las suyas; a esos que vinieron solo de paso y terminaron atrapados involuntariamente entre sus vidrieras y a esos que llegaron con cámaras fotográficas y ahora deambulan por entre los callejones dando lástima y pidiendo limosna. En el último vagón del tren trashumante que es este sitio están esos que dicen ser vernáculos de la tierra, esos que reclaman sus espacios ocupados y que se han visto relegados al margen; de ellos nace la música terrena de la ciudad, de sus cantos desvencijados y antiguos y sus arcanas voces de protesta y de odio. Lo cierto, sin embargo, es que ya nadie sabe muy bien qué o

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quién es vernáculo de dónde, ya que, aparentemente, todo siempre estuvo aquí antes que en cualquier otro lugar. Nadie derrama una lágrima por los mutilados a la salida del metro en esta ciudad porque todos somos mutilados. Es este lugar el epicentro de las sensaciones y los sentimientos, de todas las alegrías y penurias imaginables. Aquí viven como hermanos el romanticismo idealista y el materialismo histórico, aquí se abrazan cínicamente el populismo y el altruismo, aquí es donde vinieron a vivir la esperanza y el nihilismo después de volverse ancianos y jubilarse. Aquí fornican los superhombres y las masas oprimidas y aquí se hacen tales: llegan como meras ilusiones, como pequeñas semillitas de mostazas humanas y luego se hacen, luchan y mueren, como las moscas sobre la mierda. Pero tiene cementerios esta ciudad, todos los cementerios imaginables para albergar a todas las moscas de todas las religiones imaginables. Dos cosas, sin embargo, no es posible encontrar entre nuestras queridas ruinas postmodernas: ni iglesias ni historia. No siempre fue así. Algunos de los ancianos vernáculos, de esos que recitan himnos ininteligibles y agitan sus vasos de plástico repletos de piedrecitas y tapas de botella, dicen que antes solían ir a la iglesia. Algunos aseguran que se arrodillaban durante horas haciendo venias, descompuestos de dolor y dignidad, otros, que prendían inciensos a sus antepasados en un rincón de sus imposibles casas de tres pisos, otros, que solo se sentaban una hora a la semana a darse de pedradas en el pecho. Pero ahora no lo hacen y por eso nadie les cree pues se fueron las iglesias junto al interés popular, porque hay tanto que hacer en la ciudad, tanto que ver y tanto por lo que alegrarse y sufrir que no hay tiempo para encerrarse a hacer venias u ofrecer manjares extraterrenales a nadie, no hay tiempo y, por lo tanto, tampoco hay historia. A veces lloran los ancianos a sus nietos y bisnietos y les hablan de otras ciudades, de campos y de lomas lejanas, de lugares no asediados por los automóviles y los aviones, de alamedas tranquilas donde, con atención, se puede escuchar el sonido del silencio, pero los niños solo los miran con indiferencia. “Abuelo”, dicen la mayoría de ellos, “esta ciudad es todas las ciudades, ¿de qué ciudad me hablas tú?” y entonces el abuelo alzaría la vista y trataría de percibir más allá del infinito mar y los infinitos Cristos, pero no habría nada; ni un límite en el que pudiese vislumbrarse algo más que las interminables hileras de rascacielos, obsesionados todos por igual con esconderse entre las nubes junto a las rampas hiperbólicas del Dr. Hima. “¿Hacia dónde queda ese paraíso, abuelo?” preguntan burlescos los


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niños, entretenidos en observar al miserable viejo revolcar sus ojos de un maletín a otro, de un cartel neón al siguiente, de un Cristo cagando en cuclillas a otro levantando ofensivamente el dedo de en medio. Y entonces admite su derrota el viejo, bajando el hocico y humillando las orejas en un gesto mudo pero decidor. Sin decir nada, aúllan y como aúllan entre las bocinas de los automóviles los viejos perros de la ciudad, los viejos perros que no se dieron cuenta que olvidaron donde tenían puestos los pies cuando todavía sin barba los arrojaron a una barca y les dijeron: “Mueran por su país y levántenle una nueva cuna”. Había sido una exitosa misión la de los viejos, inmigrantes del infierno, levantando cunas que en realidad son sepulturas. Aquí está todo lo que una ciudad puede tener y aún más. Tanto tiene que ya incluso dudan los que a ella vienen o los que en ella subsisten si es que existe algo más allá de sus infinitos ascensores y barriales. Bien podría ser este agujero en la tierra todo el mundo, con sus nubes venenosas, tierra yerma y ríos de petróleo sanguinolento, bien podría serlo todo del todo. Existe el cielo, claro, y existe el mar, pero más allá todo se difumina hasta perder su carácter inicial de pregunta. Quizás en la otra orilla todavía hoy se levanta un viejo y oxidado cartelito verde que señala con claridad: “Lago del Reposo”. Es moderna esta olla a presión en la que vivimos y morimos, tan moderna que cuenta con miles de centros de investigación de todo tipo, aunque nadie parece interesarse en ellos. “Vamos a descubrir cosas nuevas”, dicen los pocos que aún deambulan por los pasillos abandonados, desalentados frente a la invectiva evidencia del día a día: nada queda por descubrir, todo se sabe, todo se ha dicho y todo se ha olvidado. Tiene esta ciudad una deuda enorme con el resto de las personas que aseguran que hay más ciudades, una deuda de hermano mayor, de protección e instrucción, pero al monstruo nada le importa. Comenzó como un caserío y hoy es interminable, es cosa de tiempo para que esta ciudad sea todas las personas. Entonces, en un gesto algo evidente, levanto la vista sobre los techos de hojalata y constato, una vez más, que no soy capaz de contemplar a la quimera en su totalidad ni si quiera desde la azotea más alta del edificio destinado a los suicidas. Desciendo y me adentro en las calles que ya conozco pero poco a poco voy confundiéndome; doblar en la esquina equivocada es sinónimo de condena. Mucho de lo que sucede en los intestinos de la bestia es a raíz del descuido; gente que no llega a sus trabajos, empresarios exitosos que tras un desliz de su atención terminan en un lugar desconocido y de los que nunca se vuelve a saber. Fortuitos encuentros entre despistados

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viajeros y hermosas residentes que se conocen en la duda del dónde estoy, se aman y se quedan uno junto al otro hasta que un nuevo desliz los vuelve a separar por el resto de sus vidas. Son episodios en la ciudad que es todas las ciudades. Podría pasar en cualquier otro lugar y, sin embargo, pasa aquí. Yo me dejo ir en los brazos de mi ciudad. Tengo quince casas y doce familias, tengo diez perros y veinticuatro gatos, muchos coches, muchas motos y muchos hijos por doquier. Soy abuela de mis tíos y sobrina de mis nietas, soy una sombra en el registro civil, una mala palabra en la mística lengua vernácula. A veces, sentada como me quedo en alguna escalinata por la falta de aliento con que me deja el interminable viaje, los veo pasar. Uno frente al otro se cruza mi sangre en las avenidas y se desconocen, no saben que soy madre de ambos y que a ambos los amo de igual manera. No saben que si a veces no llego a casa no es porque no quiera, sino porque el extravío me ha obligado a fundar un nuevo hogar para seguir sobreviviendo. Finalmente anochece y se ilumina el campo dorado y plateado de rosas multicolores que son los múltiples alumbrados públicos y privados. Es siempre año nuevo aquí, siempre navidad, pues todo es color incluso en las zonas más oscuras y miserables de nuestro cáncer colectivo. Siguen existiendo barrios buenos y barrios malos, siguen existiendo delincuentes y millonarios, siguen existiendo miles y miles de actos impúdicos e indebidos que se deshacen en la amalgama nocturna, pero el color de la ciudad es el color del mundo entero. Alzo la vista una última vez, en esta ocasión desde el helipuerto de uno de los miles de hospitales (porque esta ciudad tiene, también, hospitales, miles y miles y de todos los tipos y tamaños, con las peores atenciones y las mejores a pocas cuadras unos de otros) y constato lo mismo que durante el día pude verificar. No existe un verdadero horizonte, ni si quiera más allá del luminoso mar que se llena de vivacidad con las pequeñas luces rutilantes de los cargueros, los cruceros, los pesqueros y los barcos de contrabando que aún a esas horas siguen y continúan con su afanosa e interminable labor. Finalmente, en esta ciudad tengo sueño, tengo sueño y estoy perdida. En esta ciudad, que es todas las ciudades, quiero irme a dormir con la seguridad que un poco más allá, al despertar, podré sorprenderme porque habré visto y hecho algo inesperado. Pero no muy lejos vislumbro a uno de los Cristos, ese que cuelga de cabeza, con una pierna detrás de la otra haciendo un cuatro y las manos detrás de la cintura, que me asegura con su gesto resignado que al despertar seguirá allí todo tal y como lo dejé.


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Embajadas y ciudades

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Raquel Molina Angulo

En cada esquina al ciudadano le acecha un peligro o una oportunidad. ¿Esta disyuntiva depende de la manera de ver la vida? No, depende del azar. Es el azar el que propicia los encuentros más allá de la sincronización de las agendas y los relojes. –Perdona el retraso–se disculpó avergonzado, sin atreverse a mirarla a los ojos. –No te preocupes, lo bueno de las ciudades grandes es que no te sientes una puta mientras esperas a alguien en una esquina. –¿Te sentías así cuando esperabas en las esquinas de tu pueblo?–le preguntó, temeroso de ofenderla. –En los pueblos no se espera. Aquí ya veo que necesitaré tener paciencia. –En la ciudad te vas a cansar de esperar: al metro, a que cese el atasco, a las oportunidades…–le advirtió–. ¿Te apetece tomar algo? Conozco un sitio en el que hacen unos gin-tonics buenísimos. –No me gusta el gin-tonic–respondió con una mueca en el rostro. –Pero queda bien en el relato…–dijo él mientras ocupaban una mesa en la terraza de un bar. –Vaya, pensaba que lo de quedar bien era sólo para provincianos. En la gran ciudad se supone que hay más libertad. Ya lo dice el refrán: “pueblo pequeño, infierno grande”. –Estás cargada de tópicos. Lo único que cambia es la jaula, pero estamos todos jodidamente atrapados en el mismo barrizal. –¿Crees que estás atrapado?–preguntó ella con tacto, se había dado cuenta que la conversación había derivado hacia un tema que a él le atormentaba. –Claro, antes no era así, no tenía miedo. Todo empezó a torcerse cuando vi la red allí, bajo mis pies ágiles que bailaban en la cuerda floja–respondió recordando el momento de la deriva. –¿Trabajabas en el circo?

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–Bueno…Más o menos, como todos los que vivimos. Se me daba bien el funambulismo porque no sabía que lo hacía, pero recuperé la conciencia y perdí el equilibrio. Parece contradictorio ¿verdad? Pero es así, la red cada vez se aproximaba más y yo, en vez de sentirme seguro, me sentía más histérico, entonces empecé a saltar, quería llegar siempre más arriba y al final me rendí, me quedé quieto y la red se transformó en jaula. –Vaya, ¿entonces no voy a ser más libre aquí?–preguntó ella desalentada. –Eso dependerá de muchas cosas. Mira a la gente, ¿lo ves?–dijo él señalando a los transeúntes que caminaban como autómatas–. Prácticamente todos programados, hasta los más enamorados, seguramente acabarán contando los días fértiles como quien cuenta la chatarra para ver si le llega para comprar el pan. Yo pensaba que sería un ente libre, en la medida que pudiera, claro, sin olvidar eso de encajar en la sociedad, es el consejo que me dio mi padre: “hemos de ser como una especie de mueble: útil para los demás y que no moleste demasiado, lo que nos mantiene vivos es lo que tenemos en el alma, son los cajones, los hemos de abrir, pero no demasiado, porque la madera puede ceder y el mueble dejaría de cumplir su función. Hijo, vigila con los cajones”. –Es un buen consejo…–dijo ella pensativa. –Sí, hasta que me enganché los cojones en los cajones. El miedo ¿comprendes? Otra vez el miedo. No encontré el punto medio, a veces abría demasiado y todo se desajustaba y otras veces abría tan poco que me pillaba los dedos y sentía un pellizco en el alma. He pasado mucho tiempo buscando el punto medio y otros puntos sentenciosos: el punto G, el punto exacto de la paella, la puntualidad, los puntos finales, los puntos y aparte. Y tal vez he subestimado los puntos suspensivos, los que dan una tregua al perfeccionismo, los que dan la libertad de leer entre líneas. Tal vez la vida sea eso, saber cambiar por puntos suspensivos aquellos puntos que no supimos encontrar. –Se nota, por cómo hablas, que te han pasado muchas cosas–dijo ella mientras se iba enamorando–. Eres una persona de mundo, yo la falta de experiencia la intento suplir con intuición. No he visitado muchas ciudades pero esta, aunque me asusta su magnitud, me atrae, a lo mejor me quiero quedar. –Todos somos embajadores de momentos, de personas, de espacios y de tiempos. Tenemos la vanidad de querer dejar huella siempre, que nos recuerden en nuestras antiguas embajadas, de la misma manera que el espacio ha calado en nosotros.

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–¿La vanidad hace que, a veces, sientas el impulso de volver a pisar las ciudades en las que ya estuviste?–preguntó satisfecha de estarle desnudando el alma. –La vanidad y la pretensión divina de querer convertir los momentos bellos en eternos. Pero cuando vuelvo a pisar el asfalto que antes había acariciado comprendo la letra de aquella canción de Sabina: “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Y también pienso en nuestra capacidad de distorsión, nunca lograremos ganarle la batalla al tiempo y aún así lo intentamos. “Somos una sucesión de instantes” decía Hume, pero el instante nos sabe a poco y por eso en cada polvo solemos acumular ácaros. –¿Cuánto tiempo estaré yo? –Hasta que dure la historia, eres la musa y yo escribo. –¿No es al revés? –Puede ser…Lo cierto es que aquí quien se vaya será el embajador y el que se quede, la ciudad.

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Ecos del Duero

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Andrés Ramírez Mejía

Huir de Madrid y encontrar algo a lo que aún no le encuentra forma, son razones suficientes para volar hasta Oporto. Al llegar toma el metro, que se mueve por la ciudad como un gusano vidente. En el vagón hay pocas personas. Un adolescente de pelo castaño que luce con altivez la camiseta de la selección nacional. Una anciana encorvada y desprovista de dientes. Un hombre gordo de mediana edad que lee el periódico y habla solo. En el trayecto hasta la estación ve una fábrica, un perro herido y una casa gris. Sale del metro con su morral a cuestas. Empieza a lloviznar. El aire está cargado de un olor a madera muerta. Camina unas cuantas manzanas y a pesar de que parece tener un GPS incorporado a su cerebro, se pierde. Saca del bolsillo de su falda un rudimentario mapa hecho a mano que es una afrenta a la cartografía. Unas cuantas gotas deforman su obra de arte. No tiene otra opción más que pedir indicaciones. Llega al hostal empapada. Lo primero que hace el hombre de la recepción es darle una toalla. Mientras se registra, el recepcionista se dirige a la cocina y prepara café. Su cuarto no está mal, tiene una cama grande, un televisor, un baño con agua caliente y una vista que da a un patio en donde reposan un viejo roble albar y una variedad de flores multicolores que se queda contemplando por minutos. Está a punto de tomar una ducha cuando llaman a la puerta. Es el dueño del hostal, un tipo flaco, bigotudo, calvo y cortés. Acepta el café y le devuelve una sonrisa, luego le pide una botella de sidra y el favor de que la levante en la mañana. La tarde agoniza. Sale del baño con la toalla ceñida a su cuerpo que despide un aroma a lavanda. La toalla se desliza por su piel blanca que es una autopista sedosa. Abre la botella y se sirve un trago. Se acuesta, prende la pequeña lámpara de la mesa de noche y retoma la lectura de un antiguo libro de poesía. Lee una página y media y el cansancio la derrota. Por la mañana, sale del hostal como una flecha. Transita por una calle adoquinada cuando la atrapa un olor a ajo que le abre el apetito. El restau-

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rante es rústico y está perdido en una callejuela irreal. Los bacalaos muertos nadan inertes en una piscina de aceite hirviente. Una matrona cuida que el fuego no estropee el punto de cocción. Entra y señala a la anciana la porción de pescado frito que desea comer. Sale a la terraza y enciende un cigarrillo. El humo azulado se expande en el vacío. Los extremos de su bufanda juegan con el viento. El camarero pone una copa de vino blanco sobre la mesa y un plato de aceitunas negras. Come con ganas. La fachada de un café llama su atención. Está compuesta por un arco de dos niveles. En el primero yace una mujer que emerge del océano con el torso desnudo. En el segundo hay unas enredaderas de piedra que amenazan con aprisionarla. Enfoca toda su atención en la fachada, luego de unos minutos se pone a caminar. Se detiene en la Torre de los Clérigos desde donde tiene una visión panóptica de Oporto. Casas estrechas y alargadas. Iglesias medievales y barrocas. El río Duero que se explaya serpenteando la ciudad. Puentes, castillos y una gaviota sombría que se pierde en el horizonte. En un bar que está ubicado en las estribaciones de un puente ordena un Martini. El camarero le pregunta en portugués: -¿Você está sozinho? Mueve la cabeza con gesto negativo como respuesta. Por el río navegan un par de góndolas y la brisa hace que se formen pequeños remolinos verdes. En la mesa contigua hay unos holandeses que hablan de mujeres. A su lado, un alemán que toma whisky. El teutón la mira y brinda al aire. Se dirige a su mesa. Conversan en inglés sobre el cielo nublado de Oporto; sobre lo mucho que la ciudad y su gente se asemejan a un estado mental surreal. Piden otra ronda de tragos. Se dejan llevar por la charla que es una marea placentera y que en el momento en que hablan sobre los juicios de Núremberg, en concreto sobre los casos RuSHA y Flick, se convierte en maremoto. Se dirigen al hotel donde se hospeda el hombre. Follan. Al terminar llora. El alemán observa un rasguño en su hombro izquierdo. Hay luna llena, llueve. Su estómago se contrae y se expande, es vértigo en estado de pureza. Llega al hostal. Estornuda. Se tira en la cama. Enciende el televisor y se queda viendo, sin ganas, un programa de concursos en donde una mujer destroza una balada italiana. Luego de unos segundos aparece un tipo con una trompeta. El verdugo toca un par de notas estridentes muy cerca del oído de la concursante, que se muestra desconsolada por su inminente eliminación. Antes de que pronuncie palabra, un presentador con aliento a vodka la despide señalando la salida del escenario. Llega hasta

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el tablado un tipo que parece un leñador, empieza a declamar un poema que enfatiza es de su autoría. Los versos son débiles y cursis. Aparece de nuevo el hombre de la trompeta. Antes de tocar se acerca a la cámara y baila. Luego hace una mueca burlona. El dedo gordo de su mano izquierda señala el suelo como si se tratase de un destino infernal. El leñador abandona el escenario abatido, cuando llega a su casa se suicida. Estornuda de nuevo, tiene escalofríos. Bien entrada la madrugada, la fiebre hace su aparición. Da vueltas en la cama, suda frío, se levanta a por un vaso de agua y moja su bufanda. La pone en su frente para bajar la temperatura corporal. Pasa el día tumbada en la cama sin que nadie que se percate de su estado, simplemente porque no quiere tener contacto con ningún ser humano. La fiebre sube y baja, es una fiera salvaje que pretende domar a punta de aspirinas. En algunos momentos siente que va a mejorar, en otros, delira. Uno de sus desvaríos es extraño. Está en un club. El DJ pincha hard techno. Cientos de personas la rodean pero no siente conexión con ninguna, sus rostros son máscaras africanas. La imagen cambia. Ve una locomotora deteriorada que lleva en sus vagones las mismas máscaras deformes del club pidiendo clemencia. El tren se detiene en un basurero. Los buitres están a la expectativa. Unos tipos de gafas oscuras y batas de carniceros afilan sus cuchillos y sonríen. Al llegar a los vagones, en los que ahora se encuentra como pasajera, están hacinados los humanos-máscaras con sierras eléctricas. Ya no es cabeza, tronco y extremidades. Ahora es solo un ojo que ve cómo los carniceros arrojan el despojo humano a una cloaca. Estando en el vertedero (ya la han arrojado) siente la presencia de un espíritu poderoso que la cuestiona por medio de un lenguaje críptico. Ella, que ahora es un ojo, trata de huir pero como sus piernas se encuentran en alguna parte del vertedero, no puede hacer nada. El espíritu está molesto. El ojo-ella está hecho de miedo. El ánima le dice con voz de trueno que la visión que está teniendo es su realidad. En alguna parte del vertedero, junto a un cerebro, a una jeringuilla, a un pene, a un dedo índice, a un condón usado, yace su nariz; que por algún motivo comienza a sangrar. Toma el teléfono y le dice al recepcionista que necesita un médico, aunque después de semejante delirio le vendría mejor un psicoanalista. Después de media hora llega un doctor que le da remedios y le ordena que guarde reposo. Pasa dos días sin salir del hostal. Mientras se recupera lee su guía de viaje, que dice en la página 26 que por Oporto pasaron griegos, romanos, alanos, suevos, musulmanes e ibéricos.


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En el bar Portugal conoce a un chico. Es torpe y no sabe bailar. Hablan toda la noche. Desconoce el motivo pero le cae bien. Al otro día se encuentran en una plaza. Caminan y llegan hasta un bar de aspecto oriental. En su interior hay fuentes, tapetes persas y unas pequeñas mesas. Se sientan en el suelo, piden una botella de vino y un narguile con tabaco de fresa. Fuman, hablan de cosas simples y profundas, ríen. En el local suena una canción tradicional de la India que un colectivo de disc-jockeys ha transformado en una pieza sonora interesante debido a su reinterpretación conceptual. Casi no hay gente. El dueño del local lleva la cabeza rapada y tiene un hilo de barba en su mentón. Mientras toma té, lee un libro que habla sobre la vida de un guerrero beduino. Pasean por las calles del centro de Oporto sin hablar. La noche es húmeda. De un viejo edificio emerge un fado. Sus respectivos ensimismamientos son producto de las calles estrechas, del gris de las edificaciones, de sus historias que se fusionan con la melancolía de la ciudad. Al llegar a la fachada del hostal, vuelven a hablar. Él enfatiza que en la tarde del siguiente día volará a Sídney. Ella se queda pensando en qué hará. Por un momento se queda en silencio y divaga sobre sus viajes y piensa en el tiempo como en un ente abstracto que respira en su cuello. Recuerda el mapa que dibujó. El plano que por efecto de la lluvia, quedó convertido en un ser contrahecho. Se ponen a fumar. Otro fado inicia su itinerario melancólico. Saca de la bolsa su preciado libro de poesía y se lo regala al australiano. Pareciera como si la acción más recurrente de su vida fuese empacar. Deposita en la maleta sus blusas, un libro de fotografías eróticas en blanco y negro, su ropa interior, un par de tenis gastados con los que ha caminado medio mundo, un paquete de tabaco, sus vestidos que delatan un gusto por lo naif, una botella de sidra y una edición de bolsillo de La Divina Comedia en su lengua original. Toca al timbre y aparece el dueño del hostal, que le desea buen viaje. Paga y lo abraza. El hombre le desea suerte. Ella dice: -Obrigada. Pasa el día vagando por la ciudad. Llega al viejo puerto. Imagina marineros pendencieros, bebedores, mujeriegos, tatuados hasta la médula pero no logra calzar el estereotipo en el lugar. Piensa en marineros tristes, solitarios, vencidos, abstemios, herméticos que aparecen ante sus ojos como fantasmas extraviados y se adaptan a la estética del viejo puerto con naturalidad.

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Desde un puente, contempla las aguas del Duero y se le viene a la cabeza Madrid, que asocia con un obstáculo, con una montaña infranqueable. Atraviesa el puente y llega hasta el costado derecho del río. Desde allí ve a dos adolescentes que se besan. Le transmiten una sensación de compenetración total y de pureza que se manifiesta en un beso, en un abrazo y que seguiría siendo pureza, así los adolescentes terminen follando en un oscuro callejón como perros desesperados. Añora volver a acariciar esa sensación, pero no está segura de cómo conseguirlo. Llega a un restaurante. Ordena un caldo verde y una botella de sidra. Un tipo de pelo gris entra al lugar y se dirige a la máquina de tabaco. En la barra dos mujeres hablan en murmullos y toman tragos de brandy. Saca el tiquete de su bolsa y el libro de fotografías eróticas en blanco y negro, que al final decidió tener a mano. Observa su itinerario: EASY JET, OPORTO-MADRID, 18:00-18:40. Se queda mirando una pared blanca. Luego una mosca. Luego a un hombre obeso que fuma despacio. Luego al camarero que rasca su nariz. Luego a las mujeres que beben brandy. Después de terminar el caldo verde y media botella de sidra, guarda el pasaje en su bolsa y se dirige hasta una oficina de información turística. Camina abstraída y en el trayecto ya no ve edificios vetustos, calles estrechas y personas ausentes. Solo ve dos monstruos de agua que luchan con cólera, solo ve dos fuentes líquidas, que supone, se han enfrentado desde tiempos remotos. Su nariz sangra. Detiene la hemorragia con un Kleenex. Enciende un cigarrillo. Fuma sin prisa hasta llegar a su destino. Pide información sobre las rutas ferroviarias de Portugal. En la estación espera ausente a que llegue su tren e imagina cómo será el lugar donde se encuentran el Duero y el Atlántico; si es que las dos masas de agua se cruzan y el sitio existe realmente. Quiere encontrar un espacio simbólico o una señal. Algo que la oriente. Una brújula que no esté estropeada. El tren aparece como un espejismo que la deslumbra. Se despide de Oporto mentalmente antes de abordarlo. En el interior del vagón pide a un extraño que la deje sentarse al lado de la ventana. Las casas se van distorsionando por efecto de la velocidad. Ve un árbol sin hojas, un niño que patea una pelota y un anciano encorvado. Mientras apoya la cabeza sobre el vidrio, desea con todas sus fuerzas deshacer el nudo que gobierna su cabeza.


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Aire de oto単o

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Ollin rafael

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45 Septiembre2013


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Aquel día se levantó como cualquier otro día, se puso la corbata del jueves, azul oscuro, se limpió los zapatos que estaban bastante empolvados, desayunó una tostada con miel acompañada, siempre, con té y se dispuso a salir a la calle. Tan naturales fueron todos sus movimientos que, cuando se dio cuenta de que no tenía adónde ir, se sintió ridículo. Llevaba jubilado exactamente un año, pero aquella mañana lo había olvidado completamente, incluso había estado reflexionando sobre cuál sería la mejor manera para afrontar con determinación un absurdo problema que tenía en la oficina: una tal Mónica, recién llegada, juvenil, atlética, pero sin una pizca de inteligencia a la que le dijeron que tenía que entrenar como ayudante. Él no necesitaba ayudante alguna, se bastaba consigo mismo. Por eso aquella mañana reflexionaba sobre cómo comentarle amablemente a su perenemente vulgar jefe que ya se las arreglaba él solo, que la patilarga podía irse a ayudar a otro. Con la mano en el picaporte decidió que aunque esa mañana no tuviese que ir a la oficina, ya que estaba vestido, saldría a dar una vuelta por el barrio. Lo cierto era que también necesitaba tomar algo de sol, el aire en su pequeño departamento se estaba haciendo demasiado denso, y eso no era bueno para la salud, estaba seguro. Ya en la calle, sus pasos se orientaron automáticamente hacía su antiguo trabajo y sin más, decidió que aquella ruta era tan buena como cualquier otra, así que se encaminó mientras le volvían a la mente los recuerdos de aquella mañana de jueves a la que había confundido con hoy. Al salir se había cruzado con un antiguo amigo que no lo saludó y poco después con otro que, al igual que el primero, pareció no reconocerlo. Había amistades que duraban tan poco en el tiempo, se dijo un poco entristecido. La mañana había sido fría y todo el mundo se refugiaba dentro de sus abrigos, iban pensativos y solitarios. Él mismo se sentía pensativo y solitario. Recorrió todo el camino casi sin darse cuenta y para cuando llegó a la oficina ya no deseaba afrontar ningún problema. Igual que en su recuerdo, aquella mañana, se encontró frente al edificio en donde trabajó durante 20 años, lo miró de arriba abajo y se preguntó cómo había podido aguantar. 20 años podían significar la cuarta parte de su vida. Se metió las manos en los bolsillos y siguió adelante. La ciudad empezaba a despertar y todo el mundo parecía que tenía un motivo para seguir. Él ya lo había perdido, ¿por qué habría dejado pasar tanto tiempo? ¿Por qué habría dedicado su existencia a la nada? Bajó la mirada

46 Septiembre2013


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47 Septiembre2013

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intentado pensar en sus mayores logros, en su influencia sobre el mundo, en su herencia, pero no le vino nada a la mente. Comenzaba a hacer calor y algunas gotas de sudor le resbalaban desde las axilas. Un empujón, otro empujón y se dio cuenta de que había perdido la agilidad para moverse entre la multitud; ¿cuántos de ellos se verían en su misma situación dentro de 20 años? A aquél, por ejemplo, se le notaba agotado, ¿cuánto tiempo de su vida lo habría dedicado a una actividad que no le gustaba? Qué inútil existencia la de la mayoría ¿o tal vez había sido solo la suya? ¿Por qué no había formado una familia? Después de todo era lo natural y lo que le hubiese permitido, como a los otros, ver que a fin de cuentas algo se había hecho por el mundo, un vástago mejor que uno mismo. Se quitó el largo abrigo y se acomodó un rato en el banco de aquel parque, se sentía un poco cansado pero sobre todo harto de sí mismo. Dejó el abrigo a un lado y se cruzó de piernas. La sombra y el descanso lo hicieron sentirse helado, que bien le sentaría ahora mismo un cigarro. Se buscó automáticamente en los bolsillos pero hacía tiempo que ya no fumaba, lo tenía prohibidísimo, se dijo en tono burlón recordando las palabras del médico en su última visita. A lo lejos vio aproximarse a una mujer atractiva pero, conforme se fue acercando, reconoció a la larguirucha que se había quedado con su trabajo y se sorprendió de la casualidad de haber pensado justo esa mañana en ella, pobre mujer, los 20 interminables años que le esperaban. Ella pasó de largo sin verlo. Era hora de seguir, había recordado un pequeño bar en el que le gustaba sentarse a beber el café a medio día y tenía ganas de pasar. Aquello le quitaría los malos pensamientos. Una manga del abrigo se agitó con el viento mientras él se alejaba dejándolo atrás. Las palomas picotearon el suelo. Una multitud de coches aceleraron a lo lejos. Ella lo supo desde el inicio, ese fue el trato, estaría un mes de prueba y asimilaría todo lo posible de aquel viejo cascarrabias, lo llamaba así en público aunque en su fuero interno le daba bastante pena, le recordaba un poco a su padre muriéndose en el asilo. Si aprendía rápido se quedaría con su trabajo. Fue sencillo y al mes siguiente lo vio llenar una caja con todas sus cosas y desaparecer ascensor abajo. Aún hoy, de vez en cuando, le parecía reconocerlo en el vagabundo cochambroso que dormía en el portal cerca de casa. Tal vez porque aquel también llevaba gafas y le daba la misma pena. Cada vez que lo veía aceleraba el paso y escuchaba asustada el martillar de sus propios tacones resonar tras de sí. Pero a la mañana siguiente el sol brillante


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de la mañana la hacía olvidar las culpas nocturnas. Desayunaba a diario en un local cerca de su casa y luego se iba a ese trabajo que no le gustaba nada. Notaba cómo su jefe le miraba el trasero cada vez que se daba la vuelta. Lo escuchaba hablar con los demás sobre ella. Le daba bastante asco. Hoy era jueves y no se sentía nada bien, le dolía el estómago, quería quedarse tumbada, de hecho sí, se quedaría tumbada todo el día, llamaría al trabajo y les diría que no podía ir, que estaba enferma, sí, eso es lo que haría. Se levantó de la cama y se preparó, tenía que hacerlo, como siempre. Se escucharon sus pasos descalzos por la casa, un leve olor dulce, el ligero golpe de una taza vacía sobre la encimera de la cocina, la puerta al cerrar. Las cortinas se balancearon mientras el sol que por fin, en silencio, se derramaba sobre la cama y las sábanas, evaporó su sudor, lenta y suavemente. Volteó para mirarle el culo y le dijo a uno de sus subordinados: para eso la contraté. El otro le sonrió con mirada estúpida y él inmediatamente se sintió avergonzado, ¿cómo era posible que dijera una burrada como aquella? ¿Qué le hacía comportarse de ese modo tan despreciable? No lo podía evitar, simplemente le salían las estupideces de la boca una tras otra. Una especie de frío le atravesó el estómago y por un momento se sintió débil. Estaba seguro de que ella se daba cuenta de su constante imbecilidad y sin embargo él no lograba evitarlo. Cómo le gustaría ser eso que se llama caballero, cómo le gustaría que pensaran eso de él. Salió de la oficina a medio día para ir a almorzar. Ni siquiera se bajó del coche, fue al autoservicio, pidió comida a través de la ventanilla y se fue a comer a un mirador a las afueras de la ciudad. Le gustaba ir ahí, le recordaba a la primera novia que había tenido, una chica guapa e inteligente a la que le solía leer fragmentos de libros que en aquel momento suponía interesantes. Con el tiempo se daba cuenta de que aquello era bastante tonto, quién sabe qué pensaría aquella chica de todo eso. Al final la conoció tan superficialmente… Mientras masticaba esa comida desabrida pensó en lo poco que se llega a conocer a la gente y en lo triste que resulta eso. ¿Cuántas personas significaban algo para él? ¿Cuántas personas lo conocían realmente? ¿Alguien sabía que en verdad no era un total imbécil, que su casa estaba llena de libros que lo apasionaban? Aquella oficina y aquel trabajo lo habían vuelto totalmente extraño a sí mismo. ¿Qué sería de aquel viejo al que había jubilado hace un año? Se escuchó el motor del coche al encenderse y un ronroneo de rocas removidas. El polvo se alzó amarillo dejando un ligero sabor metálico en el aire.

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Aquella chica lo miró como si lo conociera y durante un segundo tuvo la impresión de que lo iba a saludar, pero después de un breve instante continuó taconeando hasta el final de la calle. El perro a su lado le lamió la mano y por un momento se olvidó de que el tiempo se había detenido. Cerró los ojos mientras acariciaba el lomo de su amigo. Un nudo se le formó en el estómago y deseó que aquella noche no lloviera. No tenía ganas de moverse de aquel lugar y si llovía pasarían frío. Sacó los cartones que le hacían de cama, no se había acostumbrado a dormir directamente sobre el suelo, y se acurrucó detrás del carrito de la compra que contenía todas sus cosas. Todavía le quedaba algo de cuando había tiempo, de cuando los días eran todos diferentes, de cuando incluso las horas no se parecían unas a otras. Era curioso cómo justo ahora que vivía ahí afuera, todo se le había vuelto extraño, en cambio cuando tenía una casa y un trabajo, había sido jardinero, consideraba que esa ciudad era la suya. Solía decir, yo vivo en tal ciudad, soy de tal lugar, ese es mi barrio, esa mi calle o mejor aún, respirando profundo y alzando teatralmente los brazos: ahora son las fiestas de mi ciudad. Comulgaba con los vecinos, les abría la puerta, los saludaba, hola tal, hola cual. Pero ahora que la ciudad era realmente suya, porque la habitaba de día y de noche, porque la recorría empujando su carrito, porque se limpiaba en sus fuentes y buscaba en su basura, ahora, justamente ahora, ya nada de aquello le pertenecía, era un extraño en una ciudad cualquiera. Al dormir, se prometió que al día siguiente saludaría a aquella chica. Tal vez diría, acomodándose las gafas rotas y quitándose un sombrero invisible: buenas noches, vecina. Así, con esa imagen placentera, cerró los ojos. El viento se alzó agitando las sombras y la sirena de un ambulancia se escurrió a lo lejos, entre el agitarse inquieto de una ciudad que dormía sin sueño.


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El amor de los cangrejos

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En penumbra Lamberto García del Cid

57 Septiembre2013

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Penumbra es una extraña ciudad. En Penumbra se da un crepúsculo perpetuo. Sus calles, estrechas e intrincadas, no conocen la luz. Allí nunca es de día. Tampoco la oscuridad es absoluta. Pero sabe a noche. Toda la ciudad sabe a noche. Penumbra posee también otra peculiaridad que la singulariza: está prohibido que dos personas se crucen en la misma calle. Se trata de una antigua ley que se remonta a fechas de las que sólo perviven tradiciones orales. Para que esta penada eventualidad no se dé, cada año se realiza una cuidadosa planificación de horarios y rutas, para que cada ciudadano conozca de antemano las horas y los días en los que puede transitar por las distintas calles. No está prohibido coincidir en las casas o en los comercios, sólo en las calles. Se ignora el motivo de la restricción, pero no su castigo: diez años de cárcel. La reincidencia contempla penas mayores, incluso la muerte. Cada año los más expertos planificadores se reúnen en la casa consistorial y trazan los horarios y los caminos atendiendo a las necesidades de los distintos ciudadanos. Existen complicaciones, luchas de intereses, incompatibilidades, se alegan necesidades, se soborna para conseguir más tiempo o mejores horarios. Se tarda casi un mes de intensos trabajos para acordar la planificación del año que vendrá. Al final las listas se publican y se comunican a la ciudadanía. Cada familia, en virtud de sus franjas horarias, planifica a su vez las salidas, primando las dedicadas a la compra de alimentos y vituallas primordiales. Mucho se ha discutido sobre la utilidad o conveniencia de esta ley. Voces se han alzado para su derogación, pero finalmente vence la fuerza de la tradición, de la costumbre, y se dejan las cosas como están. Se recela que esa ley, aparentemente absurda, sea la única capaz de preservar el orden en su extraña ciudad, una ciudad en perenne crepúsculo.


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El amor de los cangrejos

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Daniel García

Una vez sentí odio y pensé en los cangrejos. Y pensé que los cangrejos no sienten odio ¿Sentirán los cangrejos? Evidentemente sienten, sienten miedo al menos, sienten hambre y deben sentir otras cosas también, pero nunca he visto dos cangrejos tomados de las tenazas caminando de lado por la playa. O quizás sí, no lo recuerdo, puede que haya sido un sueño o un programa de la National Geographic. El asunto es que creo haber visto un par de cangrejos tomados, entrelazando las pinzas, pero estaban de frente y bailaban. A lo mejor eso es amor para los cangrejos, los cangrejos pueden sentir amor, pero no saben como mostrarlo y a lo mejor se matan de amor, se matan por amor. No sé si Freud pensó alguna vez en analizar cangrejos y preguntarse si sabían de esas cosas. “Pero los cangrejos no tienen alma ni piensan”, me dice un amigo. “Hace 100 años las mujeres tampoco, le digo, pero aún así estábamos seguros que amaban”. Mi amigo se pasó la mano por la cara. “Pero las mujeres hablan, no comen carroña y no tienen pinzas”. “Las mujeres son mujeres, le digo, aman como mujeres y no pueden amar como hombres porque solo aman como aman las mujeres, los cangrejos son cangrejos y aman como cangrejos”. Ambos nos callamos un rato. “Pero las mujeres no pelean con pinzas, no aman con pinzas. Los cangrejos tampoco hacen el amor, solo se apare.. ”, dijo todo rápido, como botando espuma por la boca y después ya no entendí nada. Había burbujas flotando en el aire y pensé que era la cerveza que nos tomábamos, pero sentía el olor salado de su aliento en la cara. “Así tampoco vas a entender a los cangrejos, a las mujeres o a nadie. Aunque tampoco tienes que entender a los cangrejos, dije, solo dejar que se amen como los cangrejos se aman, con pinzas o sin ellas”. Entonces mi amigo se movió de un lado a otro, moviendo las mandíbulas sin decir nada. Esa fue la última vez que lo vi. Después me dijeron que lo vieron deambulando por la playa, moviendo un par de pinzas. “Abría y cerraba las pinzas en el aire. Parecía que tocaba castañuelas”. Eso fue lo que me contaron.

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sin título

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de Adolfo Marchena

Gratacels i gratainferns

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de Raquel Molina Angulo

Plouraràs

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de Raquel Molina Angulo

Llavors de distància

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de Raquel Molina Angulo

De la Naturaleza Ominosa del Lenguaje

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de Argel Corpus

Cavafis, Fundador de Alejandría

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de Argel Corpus 60 Septiembre2013


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Sin título

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Adolfo Marchena

Nos desviamos de la noche y caemos en lo circunspecto del agravio. Puestos a considerar el tenderete del viaje donde cuelgan grados de estribor y el bagaje torpe de una intensa ruina. La templaza es un renglón difícil de seguir, una serpiente que se enrosca en el rótulo de la farmacia donde sólo venden agua. Eso es todo contra el dolor y la desgana. Un artificio como noria que asciende y te muestra la ciudad a través de las luces.

62 Septiembre2013


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Versos amfibis

Raquel Molina Angulo

A voltes som ciutadans sense nom i el present ens cou. Gratem i s’enfosqueixen les ungles: relíquies d’un ahir fèrtil de terra humida o la ronya d’una ferida no guarida; el fang de les rebolcades sota la pluja o el ciment que et va clavar les ales. A vegades grates i et topes amb el buit, d’altres, amb el miratge de l’infinit. Quan et cogui l’ànima, recorda: no som més que un etern palimpsest.

63 Septiembre2013

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Gratacels i gratainferns


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Plouraràs

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Raquel Molina Angulo

Envejaràs la sinceritat dels núvols mullant les pells dels vianants valents. Voldràs ser la pluja indòmita alimentant els rius, esbullant cabells de noies sense aixopluc. Perdut a la ciutat, envejaràs la llibertat dels amfibis. L’impermeable de les paraules et posaràs a destemps. Hauràs perdut l’oportunitat de mullar-te: sortirà el sol i et plourà l’ànima.

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Llavors de distància Raquel Molina Angulo

65 Septiembre2013

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I la llavor que ahir vas creure plantar en va avui creix al teu camp i et preguntes com ha arribat. ¿Quin vent l’haurà portat? La terra era erma i vas decidir hivernar. Llavors potser va ploure, tu dormies i fora plovia. No tinguis por dels dies feréstecs: si ets a recer de la paraula i el símbol, si t’aixopluga la metàfora. No saps res, però tens una certesa: avui no hi ha asfalt, avui jugues a casa.


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De la Naturaleza Ominosa del Lenguaje Argel Corpus

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Escribir prefijos de origen griego es un quehacer fácil y automático, pero escribir cardia, indagar qué es crono, e incluir el sufijo algia provocó aquello que pensábamos lejano: el corazón con el tiempo se duele. Así, supimos lo que los trágicos supieron: el lenguaje es ominoso, y nos dividimos. Recién partidos, tristes, hice público mi desorden y escribí lleno de amargura y enojo civitate mexicana delenda est.

66 Septiembre2013


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Cavafis, Fundador de Alejandría Argel Corpus

Soñar que otro es tu lugar, que otra es tu vida. Andar por ahí, errando, con ese sueño entre las sienes, en el puño cerrado. Caminar por las calles que fueron arena y encontrarte en cada esquina con tu sombra, la sombra del soldado que trazó una ciudad al lado del mar.

67 Septiembre2013

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Despiertas sobre la arena con el sol en la cara y recuerdas, como en un sueño, la historia que oíste de esa hermosa boca insalubre. Piensas en la vehemencia de su encanto y apuras, aún sintiendo el placer de la historia, tu paso por los burdeles: la sensual arena de Alejandría


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A orillas de la polis

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Julio G.

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A orillas de la polis

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Julio G.

El poeta es, inevitablemente, un hombre de ciudad, el más político de los animales. Vive entre las demás personas de una forma alterna, a la orilla. Su búsqueda está en percibir ese pulso del que es parte; involucrarse en la paradoja para llevarla al límite a través del lenguaje. Esta paradoja es el punto de partida de la marginalidad de todo poeta o artista: ve la ciudad como un forastero, aunque habita entre sus paredes. La marginalidad es una atalaya fuertemente construida en el interior de escritores y poetas; una edificación sin puertas, situada en el corazón de las ciudades. Desde esa doble dimensión de estar fuera pero a la vez dentro, ven las cosas de un modo absolutamente distinto y nuevo. Para escribir hay que estar afuera, pero conectado con lo más profundo. En muchas ocasiones –si no todas– esto implica ponerse al margen de todo, y situarse desde la orilla de las cosas a relatar el mundo. La ciudad, pues, es el alimento de las experiencias del poeta quien, por medio de la marginalidad las subvierte, las transforma: Bioy decía que la literatura era una digresión de la realidad. El poeta camina por la orilla porque elige contemplar desde allí un espejismo de su propia experiencia, una visión tremolante salida de la superficie del cotidiano. Y está claro que en todo esto deja entrever un comportamiento contradictorio: orillarse es ya usar el lenguaje desde las orillas; jugar con las palabras para crear una casa de espejos. Esa postura, rayana en una hipocresía de jugador de poker, puede ser muy útil para escribir, sobre todo para buscarse ese punto de vista al margen de aquello de lo que se está escribiendo, sin salirse del borde y curándose de esa miopía propia de quienes intentan ver el bosque pero los árboles le tapan la vista. Fernando Pessoa, en El banquero anarquista, completa esta experiencia de la orilla y las contradicciones en un diálogo entre este personaje absolutamente paradójico y un narrador que podría ser el propio autor. El personaje principal va aclarando, punto a punto, una postura muy definida frente a la sociedad: el suyo es un anarquismo tanto teórico como

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práctico, muy diferente del pregonado por sus torpes camaradas que lanzan bombas y marchan por las calles. A lo largo de este cuento extenso, se va revelando un personaje que desgaja, muy lentamente, la posición de los individuos frente al orden social; y más aún, el lugar en que el artista –el poeta– está situado en medio de la vida civil. Todo el diálogo va evolucionando hasta el punto de dar cuenta de la naturaleza del anarquismo concebido por el personaje: éste es un anarquista tanto teórico como práctico. En segundo lugar, este anarquista no se ocupa de resguardar y buscar la libertad de los otros, sino que se orienta estrictamente a conseguir la suya y –he aquí lo más interesante de su argumento –busca conseguirla mediante la primera, la más importante de las ficciones sociales: el dinero. No deja de ser interesante fijar la atención, ahora, en el concepto de ficciones sociales. Como algo propiamente anarquista, implica un status de nulidad de las instituciones sobre las que se erige la sociedad: la iglesia, el dinero, las empresas, el orden, la ley. Lo más interesante es que el Banquero Anarquista deja fuera de este grupo a la justicia: la ve como algo natural, proveniente de la naturaleza del hombre. Una justicia, por tanto, que opera desde la inteligencia y la voluntad del sujeto y que está orientada a su más depurada manifestación, que es la libertad individual. El concepto de ficción social, por tanto, refleja la naturaleza artificiosa de las instituciones. El poeta, bordeando ese carnaval mudo, lo reconstruye desde su orilla, a su entera libertad. De este modo, también se puede vislumbrar la posibilidad de tomar conciencia de estas ficciones sociales y emplearlas para el propio provecho: para alcanzar la libertad personal. A propósito de esto último, del develamiento de la ficción social, de la comprensión de que la vida civil es otra pequeña comedia, surgen ciertos personajes que han sabido sacarle provecho: por un lado, está Virginia Woolf, quien en Un cuarto propio descubre la limitada perspectiva de las autoridades y las instituciones, y en vez de tratar de destruirlas –un esfuerzo tan absurdo como inútil –opta por una solución más razonable: descubre en la posesión de un cuarto propio y una suma suficiente de dinero la independencia suficiente como para desarrollar las propias ideas, sin que nadie intervenga. Es una anarquía sutilísima y salpicada de esa hipocresía de la que ya se hablaba. Como diría el propio Pessoa, “el poeta es un fingidor”. El dinero, la más importante de las ficciones sociales, es también el baluarte del banquero anarquista, quien halla en éste el punto de partida

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para su liberación personal. Aquí surge una sutileza desde la cual se puede llegar a la concepción que Pessoa tenía del poeta, del artista: al igual que el banquero anarquista, el poeta vive inserto en el orden social, consciente de la existencia de las ficciones sociales. Y, al igual que el banquero, no las combate tratando de destruirlas, sino que “sojuzgándolas, reduciéndolas a la inactividad”. De algún modo, el poeta quiere desactivar el orden establecido para generar esa distancia, ese cotidiano transitar en la orilla, en su obra. A fin de cuentas, el lenguaje se encarga de adormecer el peso y la influencia de las instituciones, subvirtiéndolas y acercando al espectador a una perspectiva casi desconocida. Hay aquí, entonces, un interesante guiño del autor, un punto de vista político y más bien filosófico que se trasciende a sí mismo, hasta llegar a lo ético y lo estético. Pessoa deja entrever, en este diálogo, su forma de entender la posición del poeta en la sociedad: una suerte de outsider que se mantiene al margen de la vida ordinaria, cívica y legal viviéndola profunda e intensamente: qué anarquista más eficaz que el que es banquero; se mantiene alejado de las “ficciones sociales” pues ha ido adquiriendo, incansablemente, la más monstruosa de ellas: el dinero. Con una fortuna considerable a su disposición, obtiene la libertad personal para hacer lo que se le antoje, haciendo bailar entre sus dedos el filo hipócrita de esa paradoja, con una ligereza que lo hace dueño de ambas realidades contradictorias –las ficciones sociales y el peso de resistirlas–, y a la vez absolutamente libres de ellas. El poeta opera de un modo análogo: busca la orilla de la sociedad para contemplarla desde allí, y sabe que se acerca más a ella en la medida que se adentre más en las instituciones, en que más se vuelva un ciudadano, en que más se vuelva anónimo. Platón, de quien Shelley decía que era esencialmente un poeta, salió de su ciudad solamente dos veces: una, para luchar en una guerra; otra, para festejar una bacanal en otra polis. Un poeta y un hombre absolutamente comprometido con el orden político: Sócrates, un personaje literario en este contexto (y perdónese semejante desatino), prefirió la muerte que el destierro, aceptándola de un modo absolutamente romántico; y lo que es más relevante, jamás renunció a aquello que finalmente lo condujo a la muerte. Platón fue un hombre de la ciudad cuyo ámbito de acción era estrictamente lo urbano; no hay que olvidar que la literatura y la política son también artificios; no obstante, estas ficciones albergan en sí mismas el espíritu


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de lo más profundamente cínico: literatura, poesía y política son las máscaras que cubren los rostros de quienes descubren las demás máscaras institucionales. La ciudad es un carnaval invisible, del que todos formamos parte. Pocos sabemos que estamos invitados. No podemos observar un sistema si no formamos parte de él, de algún modo u otro. Hay que salir de la ciudad, pero desde la ciudad para poder contarla como es debido: basta recordar Fedro, el diálogo de Platón, en que dicho personaje sale de las paredes de la ciudad, junto con Sócrates, para reflexionar: “voy a dar un paseo por los caminos”, dice, “ya que es más descansado que andar por los lugares públicos”. Al final, el conocimiento de las cosas más profundas se alcanza en un tipo de reclusión muy especial; una reclusión de cuerpo presente pero en la que el intelecto toma otro rumbo: la introspección, el insight. La experiencia de sociedad, la experiencia de ciudad es la que nos hace humanos, es la que nos permite después marginarnos de la polis viviendo en ella, imaginándola de otros modos, transformándola. A lo largo del siglo XX, la gran mayoría de los poetas y escritores pertenecieron a la ciudad de una forma absolutamente hipócrita: amándola pero a la vez poniéndose en su contra. Rimbaud, un poeta ciudadano como pocos, escribió en Puentes, después de haber construido un entramado urbanístico, su propia destrucción: “un rayo blanco, cayendo desde lo alto del cielo, aniquila esta comedia”. Vivir libre es vivir cobijado en los entresijos de la sociedad misma, en el amparo invisible, en la marginación cuyo peso nos arrastra hacia la esencia de la vida de la polis, y nos acaba cubriendo con las fibras del alma de todas las ciudades. Vivir en la ciudad como artista y como poeta es amarla y odiarla, abrazar esa paradoja que es el agua hirviente en la que se sumergen los gusanos para sacar, con suma delicadeza y en una extensísima y fina hebra, la seda de lo literario.

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Una nova veu, estètica i honesta

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Una nova veu, estètica i honesta

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Jordi Sellarès

Ciutat oberta de Teju Cole Traducció de Xavier Pàmies Quaderns Crema, Barcelona 2012 308 pàgines

Què ens pot oferir una ciutat com Nova York quan hi deambulem sense un rumb aparent? I, per extensió, què ens ofereix qualsevol ciutat quan, aparcats mapes i guies, ens llancem als carrers i deixem que se’ns impregni el seu esperit? D’això, i molt més, és el que ens parla Teju Cole (1975), escriptor americà d’origen nigerià, fotògraf i historiador de l’art. Julius, psiquiatre d’origen nigerià, està acabant la seva residència en un hospital universitari de Nova York. Per escapar de l’estrés de la feina i per airejar els seus pensaments, emprèn passejos terapèutics pels carrers de la gran metròpolis d’Occident. En aquests es deixa perdre, potser no física i geogràficament, sinó més aviat en els seus pensaments i les seves reflexions. Amb els ulls ben oberts, però també així el seu cor i esperit, Julius va fluint per diferents escenaris, molt d’ells atípics de l’arxiconeguda ciutat, amb les diferents sensacions que l’evoquen a pensar en la literatura, la música, la pintura, la història, l’arquitectura, l’escultura, etc... així com també l’ajuden a evocar episodis del seu passat i la seva infància a Nigèria.

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Així, el passat i el present s’encreuen en la ment de Julius. És possible que darrera d’aquesta història hi hagi algun repunt autobiogràfic del propi Cole, així com també es nota l’empremta de l’historiador de l’art en la profunditat i diversitat dels coneixements estètics que es mostren en aquest text, i del fotògraf en la manera de descriure tot allò que Julius contempla, com dèiem abans, no només amb els ulls sinó també amb el cor i amb l’ànima. Amb tot, és en les converses (sovint fortuïtes) i les relacions amb la gent del seu entorn (sovint amb un toc escèptic o, per dir-ho d’una altra manera, més d’oient que d’orador) que Teju Cole ens ofereix algun dels episodis més interessants i de les reflexions filosòfiques més encertades i honestes, com ara la conversa amb un treballador magrebí d’un cybercafe de Brussel·les o amb un brotha empleat de correus, per posar només dos exemples. Aquesta obra, doncs, combina moments de reflexió estètica d’alt nivell (que sovint es poden llegir en diagonal) amb moments d’introspecció, subtilesa i honestedat sobre temes més mundans, com les relacions humanes o la política i la història. Tots ells escrits amb un estil fresc que li dóna un toc menys ferregós del que es podria pensar en un principi. Aquest estil li ha valgut nombrosos premis, com ara el PEN/Hemingway i el New York City Book Award, els dos del 2012. Un llibre interessant d’una nova veu literària a tenir en compte els propers anys.


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Septiembre2013


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Argel Corpus Argel Corpus vive en la ciudad de México y trabaja en la UNAM impartiendo clases de poesía y ensayo. En el 2012 publicó su primer libro de poemas “los días pasan y se llevan su lumbre”. Entre otras cosas le gusta la foto y la práctica. http://www.flickr.com/ photos/argelcorpus/

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DAVIDE LOMEZ “Nací en la Ciudad de México en 1985 y viaje con mis padres por el país durante más de una decada, desde entonces es la ciudad a la que amo volver. Estudie diseño gráfico y me especialicé en diseño editorial, en el 2011 viaje a Barcelona para estudiar un master y los libros y revistas se volvieron mi pasión, lo mismo que la fotográfia, la danza, las pelis, los perros, la comida, los cocteles, viajar, cocinar, bailar, ir al teatro, los conciertos, las niñas... y todo lo que implique algo nuevo. Es por eso que el diseño es mi ideal, porque en cada proyecto tengo la exigencia de aprender algo nuevo, de no estar comodo y de no dejar de moverme, y al mismo tiempo puedo dejar un poco de mi, que al paso de los años me permita ver quien era, como era, que pensaba y cuanto he cambiado.”

JULIO G. "Nadie importante, como todo el mundo".

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Septiembre2013


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CRISTIAN RUBIO Cristian Rubio Villaró nació el ocho de junio de 1981 en Barcelona. Licenciado en Historia en 2009 por la Universidad Autónoma de Barcelona, ha cursado, también, provechosos estudios de escritura creativa, relato, guión y archivística. Actualmente es un hermoso becario de 32 años. Ha obtenido algunos premios por sus relatos como el Primer premio en el “XXI Certamen Literari de Nou Barris”, dos veces el premio al mejor autor menor de 25 años en los “XXV y XXVI Concurso de Cuentos Villa de Errentería”, 1er premio en el “Certamen Literari Francesc Candel” (narrativa histórica), finalista en XVI Concurso de relatos cortos “Juan Martín Sauras” y 1er premio de relato en el “II Certamen Literari Grup d´Opinió Âmfora”. Cristian Rubio Villaró habló una vez en público, vio a sus abuelos en platea y se emocionó. Cristian Rubio Villaró ha perdido el conocimiento cuatro veces en su vida recobrándolo no una, ni dos, ni tres sino cuatro veces.

“Nací en 1990 en Lleida. Soy filóloga hispánica y estudiante de Filología Catalana. De la literatura breve me atrae su ambivalencia: coquetea con la eternidad utilizando la fugacidad. “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, es cierto, pero todos tenemos esa pretensión divina de querer convertir lo bello en eterno. Si queréis leer otros de mis microrelatos os invito a entrar a: http://raquelmolinaangulo.blogspot.com.es/”.

OLLÍN RAFAEL (Xalapa, México, 1983) Licenciado en historia, en la actualidad prepara su doctorado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona, con la que aburre a todos sus amigos, pero más a sus enemigos, “La disolución del sujeto en la literatura postm...zzzzz”. Cuando escribe ficción intenta alejarse de ella pero no lo logra y crea relatos cada cual más aburrido y confuso. Es coeditor de la revista digital de creación literaria Preferiría no hacerlo, ha publicado diversos textos en ésta y otras revistas.

83 Septiembre2013

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Raquel Molina Angulo


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Adolfo Marchena Escritor español (Vitoria-Gasteiz, Álava, 1967). Entre 1992 y 1995 coodirigió la revista Amilamia y entre 1996 y 1997 funda y dirige la revista Factorum. En 1992 escribió el prólogo de Cadáveres Exquisitos y un poema de amor, de Leopoldo Mª Panero y José Luis Pasarín Aristi (Ediciones Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1992). Entre 1997 y 1999 dirige los programas radiofónicos Tocando al viento (Radio Plasencia Centro) y Peleando a la contra (SER Plasencia). En 1997 organizó el I Encuentro Poético Cultural Amilamia. Ha publicado los poemarios Cartapacios de Lucerna (VVAA, 1992, Madrid, Libertarias/Prodhufi), Proteo; el yo Posible (El Sornabique, Béjar 1999), La reconstrucción de la memoria (Groenlandia, 2009), Poemas compartidos junto al escritor Luis Amézaga, (Groenlandia, 2012) y los libros en prosa La mitad de los cristales, junto al también autor Luis Amézaga (Groenlandia, 2009) y 683 Planta de neurología, (Editorial electrónica Remolinos, 2008). Textos suyos han sido incluidos en las antologías Relatario (Fuentetaja, Madrid, 1992), Voces del Extremo (IV), Poesía y Utopía (Fuandación Juan Ramón Jiménez, Moguer, Huelva, 2002) y Asilo (Ediciones sin retorno, Barcelona 1999). Ha publicado textos en revistas como Portada, El Ateneo del Norte, Píntalo de verde, Cuaderno del Matemático, Los cuadernos del Sornabique, Escribir y Publicar, Turia, Río Arga, Ficciones o La Botica. Su poesía ha sido traducida al alemán por Hella Kluge y al francés y árabe por Belén Juárez.

Jordi Sellarès Segons les cròniques va néixer accidentalment a la Ciutat Comtal fa uns 29 anys, però es reubicà un dia després a la sagrada Ègara Imperial. Fascinat per tot allò estrany, llunyà i/o en ruïnes, entaforà ben aviat el seu nas en llibres d’Història i de viatges, cosa que l’acabà precipitant a la carretera. Els seus periples, lluny de ser epopèics, li han portat no pocs maldecaps, però també algun triomf, com ara l’inesgotable desig de conèixer més i més, cada cop més inclinat, coses de la vida, cap als móns de l’arròs, les espècies i els menja-tallarines, alhora que s’embarcà en l’atzucac de la llengua de Confuci. Pensa que per a escriure, abans s’ha de llegir, per això, com algun dels seus autors lloats, prefereix llegir abans que escriure. A tot estirar, escriu sobre el que han escrit els altres, reflexionant lluny dels fangars acadèmics, tal com ho faria, reprenent la seva devoció per tot allò arcaic, un Neandertal.

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Andrés Ramírez Mejía Estudió periodismo en Bogotá. Escribió de música, cine y humor en diferentes medios. Hizo Creación Literaria en Madrid y una maestría en Estudios Culturales y Literatura Comparada en Barcelona. Ha sido libretista y en la actualidad escribe para un nuevo portal musical y una novela llamada Freaks.

Lamberto García del Cid.

En la actualidad mantengo dos blogs: . Uno de humor irreverente: La oveja feroz (http://laovejaferoz.blogspot.com/) . y otro de literatura: Lector en desvelo (http://lacomunidad.elpais.com/lector-en-desvelo/posts) Correo de contacto: lgdelcid@telefonica.net

85 Septiembre2013

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Nací en Portugalete, Vizcaya (España), en 1951. Soy Licenciado en Ciencias Económicas por la Universidad de Bilbao. Libros publicados: . La sonrisa de Pitágoras (Matemáticas para diletantes) (Editorial Debate, 2006, Madrid; Debolsillo 2007, Madrid). . Numeromanía (Números, mística y superstición) (Editorial Debate, enero 2006) . Números notables (RBA Editores, 2011)(Traducida al italiano, portugués, francés y polaco; comenzada traducción al inglés) También he publicado en diversos sitios de la Red. Destacaría: . Red científica (www.redcientifica.com/) . Criterios estéticos en las teorías científicas. (Junio 2002) . ¿Hombres o engranajes? Máquinas, conciencia y realidad. (Junio2002) . La paradoja Einstein-Podolsky-Rosen y el Teorema de Bell. (Agosto 2002) . El controvertido origen de la vida. (Septiembre 2002) . Sincronicidades. Apología y refutación (Abril 2005)


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GABRIEL S.

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Virgo, le gusta el color negro, el animĂŠ, el debate, los videojuegos, la ciencia ficciĂłn, la naturaleza y los animales. No le gusta la raza humana, las ciudades, el olor a alcantarillado y las clasificaciones. Viene de ninguna parte y va quiĂŠn sabe a donde.

8 6 Septiembre2013


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febrero 2014

NÚMERO 14

DIRECTOR: Enrique Bartleby

ILUSTRACIONES Y PORTADA: Inma serrano

CONSEJO DE REDACCIÓN: Inma Ponce Laia Pajuelo Ollin Rafael Cristian Rubio GABRIEL S. Julio G. Alfredo Gúzman Ricardo klein isaac pachon

DISEÑO: Davide Lomez EDICIÓN WEB: Enrique Bartleby ASISTENCIA INFORMÁTICA: Oscar Rubio Jesús Valenzuela.

87 Septiembre2013

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AÑO IV



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