"La mujer sin mirada" de Rosa Font

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narrativas, 3 LA MUJER SIN MIRADA

PREMIO CIUTAT DE PALMA LLORENÇ VILLALONGA DE NOVELA 2013

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Esta obra recibió el Premio Ciutat de Palma Llorenç Villalonga de novela en catalán 2013. El jurado estuvo formado por Ponç Puigdevall Aragonès, Eduardo Jordà Forteza y Javier Fernández de Castro.


La mujer sin mirada Rosa Font i Massot PREMIO CIUTAT DE PALMA LLORENÇ VILLALONGA DE NOVELA 2013

narrativas, 3

BENICARLÓ


Primera edición septiembre de 2014 © Rosa Font i Massot © De esta edición Onada Edicions © Imagen de cubierta ‘Un mundo’ de Ángeles Santos Torroella © Archivo Fotográfico Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía Edita Onada Edicions Plaça de l’Ajuntament, local 3 Apt. de correus 390 12580 Benicarló www.onadaedicions.com onada@onadaedicions.com www.premsaonada.blogspot.com www.twitter.com/onadaedicions Teléfono 964 47 46 41 Diseño de la colección Ramon París Penyaranda Maquetación Òscar París Garcia Traducción del catalán Helena Álvarez de la Miyar Corrección lingüística Rosa Maria Camps Cardona

ISBN 978-84-15896-57-9 Depósito legal CS-281-2014 Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en cualquier formato o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro o por otros métodos sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright PEFC Certificat Aquest producte procedeix de boscos gestionats de manera sostenible i fonts controlades www.pefc.org


La mujer sin mirada

Ă?ndice Un mundo de agua

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QuerĂ­a pintar el mundo

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1 27 2 31 3 39 4 47 5 53 6 59 7 65 8 71 9 77 10 87 11 91 12 95 13 107 14 111 15 113 16 119

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La obra pictórica de Ángeles Santos Torroella, y especialmente su cuadro Un mundo, es el origen de la ficción literaria de la novela La mujer sin mirada. La producción pictórica de esta artista, sobre todo la que corresponde a su primera juventud, conectó con las nuevas corrientes pictóricas que surgieron en la Europa de los años veinte y deslumbró la intelectualidad de la época (desde Federico García Lorca y Ramón Gómez de la Serna hasta Jorge Guillén) por su energía creadora y su singularidad. Esta novela quiere ser un reconocimiento a la vida y a la obra artística de muchas mujeres ignoradas o silenciadas. Rosa Font i Massot



LA MUJER SIN MIRADA



UN MUNDO DE AGUA



Esta tarde me marcho a un largo paseo… me bañaré en un río con los vestidos puestos… ¡qué contenta estoy de dejar, por fin, el baño civilizado en bañeras blancas!… después me iré por el campo, huyendo de que me quieran convertir en un animal casero. Ángeles Santos Carta a Ramón Gómez de la Serna (1930)



19 de abril de 1992

M

e levanto de la cama. Las piernas me pesan, me pongo las zapatillas y arrastro los pies hasta la puerta del final del pasillo. Un rayo enfermo se proyecta sobre las baldosas de flores verdes y hace palidecer el círculo amarillo que tienen justo en el centro. Voy dejando atrás una escuadra de crujidos que me pisa los talones mientras avanzo. Abro la puerta. Enciendo la luz. La bombilla parpadea: la enrosco bien con los dedos y dejo que se balancee por encima de mi cabeza. Me acerco a la bañera y subo la palanca del grifo. El agua choca contra la porcelana y gorjea produciendo un ruido parecido al de una vieja quisquillosa golpeando el suelo con el bastón. Los golpes se van transformando en un murmullo suave y monótono hasta que ya no oigo nada. Me veo la cara reflejada en el espejo: la piel de las mejillas dibuja unos pliegues alrededor de la boca y las arrugas horizontales de la frente quedan segadas por los surcos verticales del entrecejo y por una línea oblicua que atraviesa el 17


lado izquierdo, tan profunda como una cicatriz. El cabello enmarañado se electriza cuando me quito el camisón y me veo los pechos flácidos, como las peonías marchitas que tengo en el jarrón del comedor. Prefiero desviar la mirada. Meto la mano en el agua. Está demasiado caliente. Giro la palanca hacia el punto azul. Apoyo la mano en la pared ­­—clinc, clinc, clinc repiquetean los colgantes de la pulsera— y meto el pie derecho dentro de la bañera. Luego el otro pie; me siento y dejo que mi cuerpo se sumerja en el agua. Llevo un esparadrapo en el dedo corazón de la mano izquierda: me he cortado rebanando el pan. Me quito el esparadrapo y brota una gota de sangre que se disuelve en el agua. Vuelvo a meter la mano dentro: noto el pulso en la herida: un chup chup que late, incesante e inacabable. Ya no me pesan las piernas. Dentro del agua, parecen dos toneles avejentados. Bajo una piel cada vez más transparente, las venitas azules fluyen formando estuarios aquí y allá. Me miro los dedos de los pies: los pliegues se multiplican en torno a la base de unas uñas demasiado largas: me las tengo que cortar. La punta blanca se ha ido reblandeciendo y pruebo a arrancarme la del dedo gordo que está un poco desgajada. Tiro agarrándola con dos dedos: ahora se ha quedado sujeta por un extremo nada más. Doy un tirón para acabar de arrancarla y noto una punzada de dolor. Brota un hilito de sangre que se pierde en los círculos de agua de la superficie. Poco a poco, me desembarazo del lastre de la carne flácida, de los músculos sin masa y de los dedos de unas manos que ya no saben dibujar. Sumergida en el agua tibia, siento mi propia ingravidez y se me van cerrando los ojos poco a poco, poco a poco. Apoyo la cabeza en el borde de la bañera y siento una fuerza implacable sobre los párpados que me obliga a cerrar los ojos bien fuerte, bien fuerte. En medio de una inmensa sombra, distingo el destello de un hacha que me cae sobre la cabeza; la afilada hoja de acero me parte el cráneo en dos, se hunde en mi cerebro, disecciona los huesos de la cara, me divide limpiamente el cuello y me 18


astilla el cuerpo lentamente hasta llegar a la punta de los pies. No me sale ni una gota de sangre, no se desparrama ni un trocito de órgano, ni media salpicadura de ningún líquido corporal, y tampoco siento el más mínimo dolor. El cuerpo ha quedado perfectamente dividido en dos partes. La mitad anterior, cara, pechos y vientre, ha caído sobre el grifo y el golpe ha girado la palanca hacia la izquierda. La parte posterior, la espalda y las nalgas, yacen dentro del agua que está empezando a quemar. ¿Con qué mitad del cuerpo podría salir de la bañera? Me quedan todavía la esclerótica blanquísima y la córnea para contemplar cómo supuran las baldosas y cómo se empaña el espejo. Asciende del agua una bocanada de vapor que se va estirando como un huso y va adquiriendo volumen. De repente, de esta masa etérea brotan dos manos con un ojo en sendas palmas. Desvío la mirada hacia el techo del baño y veo las manos de Maria por las que corre un reguero de sangre. El agua se va tiñendo de rojo y mis pies van menguando hasta que desaparecen. Quiero escapar pero no puedo. No tengo pies ni cuerpo y las manos se me han ido desmenuzando dentro del agua hirviente. De aquel par de ojos han surgido miles más que me vigilan constantemente y, de aquellas manos, han nacido muchas más que ahora tapan la ventana y atrancan la puerta. ¡Abrid! ¡Abrid! Nadie me responde. La puerta de la casa de los abuelos en Portbou es azul como los ojos de Maria: ¡No me atraparás, Júlia, no me atraparás!, grita. ¿Me ves, Júlia? ¡Mira hacia la enredadera de flores blancas de la glorieta! Me he escondido detrás de las hojas y no me podrás atrapar porque ahora me he vuelto invisible. Y Júlia mira hacia arriba y no para de preguntarme: ¿Dónde está Maria? ¿Dónde se ha marchado, Eugènia? ¿Lo sabes tú? Pero yo tampoco la veo, solo noto el roce de las hojas de la higuera en la cara. Un escozor rabioso me obliga a rascarme la piel de las mejillas y el cuello. El líquido blanquecino 19


y espeso que brota del peciolo de las hojas me ha bajado rodando desde el lóbulo de la oreja hasta el pecho: me estremezco y comienzo a deslizarme higuera abajo. Me agarro bien fuerte. Ahora caeré, caeré, caeré. Me miro los dedos de las manos: me estoy sujetando con tal fuerza que cada vez se parecen más a los nudos del tronco. Ya veo a Maria: ha salido de su escondrijo; lleva puesto el vestido blanco de los domingos y da un salto justo al lado de Júlia: ¡No me ves, Júlia, soy invisible!, exclama. Ahora Júlia llora y llora sin parar. Yo sí, te veo, Maria, veo tus ojos azules y tu vestido blanquísimo. Y me hablas de los colores del cielo, de los del agua y de los del fuego: estos colores, no conseguirás pintarlos jamás, Eugènia, me dices. No hay nadie capaz de hacerlo, ¿no lo sabías? Y, mientras me susurras todo eso al oído, una mancha negra va avanzando por tu vestido, cubriéndote la falda, subiéndote por el cuello en dirección a la barbilla hasta cerrarte los labios, marcarte las mejillas y segarte los ojos. Ahora ya no tienes ojos ni rostro, Maria: solo manos por las que corre un reguero de sangre y que luego se vuelven negras, muy negras, se enroscan como las raíces de una cepa y apestan a chamuscado. Pero tú corres y corres, y todavía te queda un hilillo de voz que se descuelga por los labios y huye exclamando: ¡Eres una llorona, Júlia! ¿Por qué no espabilas un poco? Y tú, Eugènia, ¿a qué esperas para bajar de la higuera? ¡Ay como te vea la abuela! Ahora me caeré de la higuera. ¡Y justo debajo está el rastrillo! No quiero mirar al suelo. No puedo mirar. Si miro, me caeré. ¡Abre los ojos, Eugènia!, me dice Maria. ¡Despierta! Oigo un chapoteo dentro del agua de la bañera: la pulsera se me ha caído y se ha hundido hasta el fondo. Una mano la alcanza: Toma, Eugènia, me dice Ernest. Es mi regalo: ¡toma la pulsera! Clinc, clinc, clinc. Los colgantes tintinean: las diminutas ánforas, los corazoncitos, los tréboles, las lágrimas de plata. Clinc, clinc, clinc, repiquetean al compás 20


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