Quebradero, una balada grunge

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QUEBRADERO (Una balada grunge) Jesús Maestro

MONOGRAFÍAS LITERARIAS, 1

BENICARLÓ, 2012


Primera edición, diciembre 2012 Letra, música, fotografías: Jesús Maestro Bartolomé www.jesusmaestro.com Edita Onada Edicions Plaça de l'Ajuntament, local 3 Ap. de correus 390 12580 Benicarló www.onadaedicions.com onada@onadaedicions.com www.prensaonada.blogspot.com www.twitter.com/onadaedicions Maquetación: Jesús Maestro Corrección lingüística: Mª Pilar Maestro ISBN 978 84 15221 814 Depósito legal CS 444-2012

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra por ningún medio sin el consentimiento expreso del propietario de los derechos.

Todos los derechos reservados 2012


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"It's better to burn out than to fade away..." (Neil YOUNG)

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INVIERNO DE 1994. La historia que voy a contar sucedió en invierno de 1994. Uno de sus protagonistas es el agente de policía Flavio Boidman, que había llegado a Quebradero pocos meses antes. “Si solicitas el traslado sin especifcar un destino, acabas en sitios como éste”, se lamentaba Boidman al reconocer su refejo en el largo ventanal de un bar llamado Clarksdale, nuestro escenario principal. Aquel día, las noticias del periódico no eran tranquilizadoras: Lluvia y frío para dos semanas, carreteras cortadas, ofertas de Navidad y un asesinato aún por resolver. El protagonista de la necrológica era Jef Maple Levee (1967-1994), cantante y guitarrista. De tez pálida, barbilampiño, tenía las uñas mordidas y un tatuaje consumido por el sol o quizá por su propia carne. Fue criticado por su aspecto estrambótico, por borracho, por derrochador y por todos sus discos exceptuando el primero, pero nadie discutía su talento, ni siquiera Rowy Miller, aquel periodista que dijo haber fotografado a Elvis meando en un lavadero de coches. Miller había escrito: “Jef es el hijo de puta más grande que existe, pero sabe cómo clavar una nota en tu llaga más profunda y removerla hasta que la herida permanezca para siempre. Esa lanza que surge tras el humo y las luces hace que perdones al hombre mientras odias al dios que lleva dentro.” Cuando el agente Flavio Boidman fue consciente de que estaba en el último refugio del

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legendario Jef Levee, no pudo evitar un pensamiento siniestro de dramática compasión. Aquel antro no presumía de la mejor clientela de un barrio que, desde luego, no era el más aconsejable de la ciudad. Desde allí se olían las tripas abiertas de nuestra decadencia, esa autopista de diez carriles que despedazó la reserva india, un Drive-in convertido en cementerio de neumáticos y el horizonte infestado de bidones humeantes que delataban un campamento de caravanas yonquis. Es decir; estamos donde acababa el escenario admisible de una civilización de entrañas pestilentes. “Siempre hay sitios peores que otros, incluso para decir adiós.”- pensó el policía. Al respecto de la extraña muerte de Jef Levee, el primero en la lista de sospechosos era precisamente el encargado del bar Clarksdale, Zoltán Vlašić, rumano de unos cuarenta años que había sido el último mánager de Jef Levee. El agente de policía Flavio Boidman estudiaba de incógnito al presunto asesino. Mostrándole a Vlašić la noticia publicada en la prensa, le hizo entrar sin muchos rodeos en una conversación que, de todos modos, era ciertamente habitual esos días. -¿Y usted, cómo conoció a Jef Levee? Zoltán Vlašić había sido el fantasma de ese hombre durante dos aciagos años. Atraído por el aura de las leyendas del rock, Zoltán inventó una historia acorde a ese mito del que tanto ansiaba formar parte.

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-Entró en el bar y pidió un tequila con el borde del vaso mojado en absenta. Me dijo que por culpa de ese brebaje tenía úlceras tan grandes como los huevos de un marine. En fn, así fue como le conocí. Era una manera simple de resumirlo, pensó Zoltán, porque de otro modo tendría que haber explicado que, aquella noche de 1991, Jef empezó a encogerse en el taburete a causa del alcohol. También que recogió a Jef del suelo del Clarksdale; y que lo llevó hasta el hotel; y que lo acostó en la cama con la ayuda de dos groupies que estaban esperando en la puerta de su habitación. Zoltán pasó la velada durmiendo sobre una alfombra mientras ellas disfrutaban como hienas de la apenas inmóvil carcasa de Levee. Al amanecer, Jef resucitó y vomitó sobre él, sin advertir su presencia hasta que le pisó la mano con sus pesadas botas de cuero, la única prenda superviviente tras el ataque nocturno de aquellos súcubos ya desvanecidos. Al poco, Jef salió de la ducha exactamente de la misma guisa y, detenido a contraluz, preguntó: -¿Cómo coño me han quitado los pantalones y me han dejado las botas puestas? -Con unas tijeras.- Contestó Zoltán Vlašić. Jef evaluó rápidamente la integridad de sus testículos.

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-Les pedí que tuvieran cuidado al pasar por ahí. – Aclaró Vlašić, tan nervioso como avergonzado. -Si puedes cuidar de mis genitales, quizá puedas ocuparte también de mis guitarras. ¿Sabes qué modelo es ese? Jef señaló una guitarra blanca que estaba apoyada sobre el respaldo de un sillón. Semanas más tarde, Zoltán había aprendido que era una Gibson SG con trémolo Bigsby y golpeador de bronce, pero en ese momento confesó que no tenía ni puta idea. -No tengo ni puta idea, pero con tanto cromado seguro que vale mucha pasta; con las motos pasa lo mismo. -Me basta. Ojalá el tipo que me la vendió hubiera empezado por ahí. Entonces hablaron un rato más. Zoltán Vlašić trató de explicarle a Jef Levee lo difícil que era conseguir uno de sus discos en la Rumanía comunista. Al oír aquel acento extraterrestre, Jef supuso que Zoltán aceptaría el trabajo de esclavo que pensaba ofrecerle, y eso que no llegó a ver su reverencia de rata complaciente con el pelo aún cubierto de vómito. Fue la primera de muchas humillaciones que no convenía reprocharle en voz alta ahora que la justicia buscaba

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un móvil para su asesinato. La investigación del asunto de Levee había sido un desastre hasta ahora. Sin evidencias físicas del criminal, sin arma cómplice. Parece que la noche de autos, verano de 1994, alguien golpeó a Levee con un objeto contundente y arrastró su cuerpo hasta el dormitorio. Allí lo elevó con una soga utilizando la lámpara como polea, quizá en un torpe intento de simular un suicidio, quizá como acto ritual. Aunque no conociera bien a Flavio Boidman, el comisario decidió que el recién llegado sería el único agente que pondría interés en el caso... y acertó razonablemente. Para compensar un previsible exceso de entusiasmo, el comisario escogió también al detective Calógero. Mientras no tuviera que hacer horas extra, a Calógero le daba lo mismo ordenar las multas de tráfco que reabrir el caso Kennedy. A la vista de las fotografías, enseguida aseguró que relataban “un perfl criminal concreto; un asesino desorganizado que había cometido el crimen sin premeditación”; en fn, Calógero siempre decía lo mismo. Flavio Boidman recordó lo que acababa de contarle el forense: El cadáver del ahora infame Jef Levee llevaba tantos meses frío que en el depósito le habían prendido en el pie una etiqueta de “Cold Turkey”, que era el mote que ponían a los fambres que permanecían sine díe en el congelador, como las sobras de Acción de Gracias. El apodo no podía considerarse una falta de respeto si consideramos que durante las guardias nocturnas pinchaban la canción homónima de John Lennon a todo volumen, apostando a que tarde o temprano se levantaría. De vez en

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cuando, al bedel le hacía gracia escribir en la puerta de la nevera con el dedo: “Aquí yace Walt Disney”. Desde luego, no era como descansar en el Père-Lachaise rodeado de pétalos y poemas. Boidman terminó su guardia en el Clarksdale. Apenas se encontró de nuevo bajo aquel cielo de asfalto, el policía se sintió como un ahorcado bajo la tormenta, temiendo que, una vez agotada su suerte, el más allá fuera aún peor. A través de los cristales blanquecinos de ese garito de mala muerte se podían distinguir las almas de los invisibles ciudadanos de Quebradero y Flavio Boidman sonrío con amargura desde la otra acera, ignorando que pronto sería una más entre aquellas sombras opacas y difusas que parecían huir de algún pecado inconfesable.

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