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Los corderos de la salvación

Frank Lugones Cuenca

A todos los que luchan por la vida.

ACarlos Quevedo siempre le gustó mirar la ciudad. Mirarla desde su “Yo Interior”. Absorberla. Disfrutar con profundidad las cosas más sutiles que a la mayoría de las personas no les da tiempo a mirar. Su ciudad, como todas las grandes ciudades, siempre estaba envuelta en la batahola de eventos que la llenaban de vida. Para él no había nada más espiritual que pararse desde un punto no exacto a interiorizar en la urbanidad, el movimiento y gestión de la gente, en sus miedos.

El miedo es una emoción que está inherente en la personalidad de los seres humanos, conceptualizaba. No solo es perceptible en momentos de desequilibrio y frustración, hasta las cosas buenas tienen la tendencia a ser circundadas por el miedo. Por ello, además, es una emoción vergonzosa que siempre se trata de esconder. Carlos Quevedo, desde la adolescencia, miró al miedo más que como un factor sensitivo, como un pilar fundacional funcional de la conducta humana. Y miedo es lo que sintió en el momento que decidió ir a prestar sus servicios en el Centro de Aislamiento. Un tedio que no podía precisar con exactitud las sensaciones que le transmitía, mas tenía que hacerlo por el bien de la humanidad, para eso se había formado. «Todos, ¡atención! No volverán a usar sus ropas hasta que termine la rotación. Todas sus pertenencias se quedarán fuera, solo utilizarán las vestimentas y los accesorios destinados por el Centro. Desde aquí pasarán directo al área de descanso. Allí, un líder, ya escogido, orientará los turnos de trabajo, que seguirán rotativamente. Se bañarán cada vez que lo deseen si están en los dormitorios y, si trabajan, lo harán de manera obligatoria antes de entrar y salir de las áreas a las que han sido destinados. Tendrán seis comidas al día, reforzadas, para mejorar su rendimiento. Si

alguno se enferma quedará de manera permanente en el ala destinada a hospitalización. Desde este momento queda totalmente prohibido todo contacto físico con el exterior. En caso de algún cambio la Dirección les hará saber oportunamente como es nuestro deber. Cualquier incumplimiento de estas normativas será estrictamente sancionado. ¡Ah…, y gracias por estar aquí!». Les comunicó el director desde un podio que lo colocaba a cierta altura para facilitar que todos lo pudieran ver con claridad. Lo dijo con una voz aguda que retumbó en las paredes de la sala de reuniones.

Ya vestidos, caminaron como una manada de corderos blancos por la callejuela que llevaba al área de restricción. Usaban escafandras, botas y mascarillas níveas; gafas que por detrás de los cristales dejaban ver 53 pares de ojos con una mezcla de miedo y valentía que se hace imposible describir. Todo el perímetro estaba delimitado con cintas de polietileno amarillas que tenían escritas a intervalos: “ACCESO PROHIBIDO RIESGO BIOLÓGICO”. Dentro, las naves edificadas uniformemente y a un costado, una construcción aislada que se había destinado al área de descanso. Todos se detuvieron a la entrada justo cuando sus pies llegaron a la línea dibujada en el suelo que cerraba el perímetro. Se quedaron mirando el cartel grande que decía: "ZONA ROJA", y sintieron el pecho agigantárseles. Era como un cartel de bienvenida, pero no decía encima bienvenida. Todos tenían muy claro, desde antes, desde que decidieron ir, desde que renunciaron a sus convencionalidades para lanzarse al riesgo, desde que tuvieron la oportunidad de escoger entre hacerlo o no, que no se trataba de una bienvenida.

Dentro todo tenía una organización regia. Las literas, los útiles de aseo encima, el comedor, los baños. Uno de los líderes, también camuflajeado como los demás, dio los nombres y la ubicación de los que, en ese momento, entraban a las diferentes áreas de trabajo para relevar a los que salían de rotación. El nombre de Carlos Quevedo estaba entre los seleccionados. Él, junto a otros siete compañeros, de los que no tenía la más mínima idea de quiénes eran, entrarían, según indicación, a la sala H de Cuidados

Intensivos. Después de señalizar donde estaba, todo el grupo caminó hasta la sala, no era muy difícil encontrarla porque era la última nave. Fuera, esperaban los que serían relevados. Otra líder, de las que salían, les indicó que se escribieran en las escafandras la profesión y el nombre, y les entregó un marcador azul. Así lo hicieron. Después de la aclaración, los salientes se fueron, como apurados, por el pasillo exterior, hacia el área de descanso.

Entraron. La sala era espaciosa y poco amueblada, llena de cristales transparentes desde el punto medio hasta el techo de todas las paredes divisorias, lo que hacía ver con facilidad lo que ocurría en los diferentes departamentos. Los cubículos con pacientes eran semejantes a peceras que guardaban sobre camas los cuerpos carentes de vida propia, dependientes de los respiradores artificiales y los medicamentos que obligaban a los órganos vitales a mantenerse funcionales a pesar del desgaste fisiológico que provocaba el virus, sobre todo en los pulmones.

Carlos Quevedo se sentó tras el escritorio y miró pausadamente cada detalle, como lo hacía cuando disfrutaba de la ciudad, las pantallas de las máquinas y monitores, los estantes, la transparencia de los cristales, sus compañeros, todos de blanco, moviéndose de un lado a otro organizando las cosas, identificando cada rincón. Entró en un letargo que, irónicamente, se sintió paradisíaco a pesar de lo arriesgado de la situación.

Una compañera lo sacó del abotargamiento informándole que el paciente de la cama 26 había entrado en parada cardíaca. Sobresaltado miró, sin ponerse de pie, hacia el lugar donde había señalado la enfermera en jefe, como tenía escrito con letras azules a nivel del pecho. Evidentemente el monitor indicaba una parada. Fue hasta la puerta del cubículo. Sus compañeros caminaban de un lado a otro como ovejas descarriadas sin saber qué hacer, ciertamente ninguno se atrevía a entrar. Sabían que en el ambiente estaba el COVID-19, en el aire y las paredes, en todas partes, esperando por cuerpos sanos para infectarlos. Carlos Quevedo también tenía miedo, como los otros, un miedo terrible, mayor del que cualquier cobarde podría imaginar, mas

tenía la certeza que esa sensación podría conllevar a efectos buenos. Dio un golpe en el suelo con el pie que hizo un ruido estrepitoso y dijo muchas cosas, habló de los principios humanos, del valor, de que estaban allí para salvar vidas como excelentes profesionales que eran, y luego sonrió. Nadie pudo ver su sonrisa por los medios de protección, mas todos salieron del sopor y se pusieron en funciones.

Entraron. Al atravesar el dintel, las puertas se cerraron casi herméticamente de manera automática. Comenzaron a trabajar: encendieron el desfibrilador, los valores del respirador artificial se aumentaron, aplicaron nuevos medicamentos y aumentaron la dosis de otros que ya se suministraban. Cumplieron los protocolos con una omnisciencia y rapidez, prácticamente sin hablar. El paciente, cubierto por una manta hasta los hombros, continuaba inerte, atiborrado de cables y accesorios médicos. Los pomos de suero que pendían del techo se movieron con la manipulación haciendo que las mangueras que descendían hasta el paciente, se tambalearan. Los tubos del respirador artificial, conectados directamente a la boca, tenían un movimiento sincrónico en cada efecto de insuflación. Después de la quinta descarga eléctrica, la pantalla del monitor cardíaco dejó de ser una línea tensada para marcar una secuencia de desniveles que aumentaron progresivamente hasta crear una cadencia que denotaba el regreso de la vida. Acomodaron todo en su sitio y esperaron unos minutos hasta tener la absoluta certeza de la estabilidad del paciente. Sus compañeros, tras el cristal, observaban inquisidores.

Salir del cubículo con la sensación de victoria en el pecho, los de afuera, activaron los compresores y los fumigaron con agua clorada y alcoholes. Al terminar el procedimiento de desinfección, todos se miraron con los ojos grandes. Tenían ganas de felicitarse, abrazarse y besarse por el logro de haber salvado una vida, unas ganas inmensas de apretarse unos a otros en señal de celebración por haberle ganado una batalla a la pandemia de COVID-19 que estaba poniendo en peligro la existencia humana. Mas no hicieron nada. ¡Sabían que no podían hacerlo! Siguieron mirándose con profundidad y

en una secuencia progresiva, cada uno comenzó a palmear hasta que se convirtió un gran aplauso de ocho compañeros, cada uno para los otros, faustos por el espíritu de salvación que los hacía, a pesar del miedo al riesgo, estar allí. El doctor Carlos Quevedo sonrió de nuevo. Esa vez sonrieron todos tras el antifaz, aunque ninguno tenía la certeza de que los demás lo hacían. Carlos Quevedo caminó pausadamente por el largo pasillo hasta la salida trasera. Mientras caminaba escuchó los aplausos inundarle el cuerpo como si le estuvieran dando un regalo. Al cerrarse la puerta, todos los sonidos desaparecieron quedando el ambiente en una quietud enfermiza.

En el pasillo exterior de la nave, se recostó a la pared y se detuvo en las jardineras artificiales desprovistas de plantas. A unos cinco metros, estaba la cinta amarilla que alertaba sobre el acceso prohibido por riesgo biológico, tensadas por soportes metálicos. A tres metros más, la cerca de cemento pintada de verde que dejaba ver, tras ella, gran parte de la zona residencial. Desde ese punto no exacto miró los detalles de las construcciones, los grandes árboles enverdecidos, el tendido eléctrico, las calles desoladas. Detrás de las gafas de protección sus ojos se agigantaron, era la única parte de su cuerpo que no estaba camuflajeada por la escafandra extremadamente blanca, se agigantaron y mojaron como se mojan los ojos de un niño pequeño cuando el miedo le toma los sentidos. Las lágrimas descendieron hasta filtrar el tejido de la máscara. La ciudad ya no parecía la misma.

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