El clan de los Benasperi

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Jon López de Viñaspre El cl an de los Benasperi (seis rel atos nómadas)

colección

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El clan de los Benasperi (seis relatos nómadas) Autor: Jon López de Viñaspre ©2013 Palamedes Editorial C/ St. Josep, 13 - Vilobí d’Onyar (17185) www.palamedeseditorial.com Colección cción

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Ilustración de cubierta: Rocío Rodríguez Maquetación: Palamedes Editorial Impresión: Publidisa ISBN 10 : 84-616-3914-6 ISBN 13 : 978-84-616-3914-4 Depósito legal: GI 544-2013 Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios para aquellos que reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente la totalidad o una parte de una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicacada a través de cualquier medio sin la preceptiva autorización.


ÍNDICE Prólogo .............................................................. 7 La leyenda de Inverglass ................................ 13 Kantuta ............................................................ 37 El clan de los Benasperi ................................ 61 Balada del tirolés atípico ............................... 87 El increíble hombre bala ............................. 117 Los cuatro suicidios del poeta Otavio ....... 137


Prólogo

Palamedes Editorial publica dos libros de relatos de Jon López de Viñaspre, vasco afincado en Cataluña desde niño. El azar ha querido que pueda escribir en catalán y en castellano con las mismas excelentes condiciones. Incapaces como hemos sido de renunciar a una parte de su obra, hemos decidido editar un libro en cada lengua. Los dos diferentes, los dos perfectos a nivel literario y filosófico. Sus cuentos en castellano, parecen baladas, nanas, boleros, escritos con la jerga y la música de las lenguas boliviana, mexicana, argentina o vasca. En catalán, por los giros lingüísticos que utiliza, son relatos escritos de y para Barcelona, la Cerdanya, l’Hospitalet, Caldes de Montbui, Olot… Dos mundos, dos lenguas, dos selecciones diferentes para presentar el universo literario de Jon con un único relato en común: El increíble hombre bala. 7


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La mayor parte de sus temas son un encuentro entre culturas diferentes, territorios diversos en los cuales sus personajes se acaban encontrando porque como dice el narrador en El increíble hombre bala, describiendo la afinidad de sus protagonistas: «[…] habían nacido a una distancia de océano pero ambos eran de ciudad con puerto, de suburbio, de olor a pescado y de salitre enganchado a las paredes del barrio; ambos eran de sangre marinera, de partidas y llegadas, de encuentros y de ausencias, [...]así que les unían y hacían suyas las músicas del otro, esas letras de desarraigo y melancolía tan propias de los exiliados vascos y de los porteños.» Me es muy difícil escribir sobre los relatos aquí presentados sin hablar de las sensaciones que he tenido al leerlos. Impresiones de esperanza, tristeza pero también un canto a la vida, una libertad infinita y un humor inigualable. Una sonrisa perenne que a veces parece amarga pero no llega a herirte. «Así es la vida» es la frase que brota en mi cabeza cuando los leo y los recuerdo. Los personajes de Jon son puros, ingenuos, neuróticos, saludables o utópicos pero siempre intensamente humanos. El lenguaje y las tramas son amenas pero también de una gran profundidad y, justamente, esta voluntad, la de ser profundo sin ser ininteligible, la de ser transparente sin ser superficial, es uno de sus grandes méritos. Son relatos, por qué no decirlo, filosóficos, para pensar, para reflexionar pero su grandeza no está en la moralina típica de algunos cuentos que llamamos filosóficos, sino que cada cual tiene que encontrar y quedarse con lo que quiera. El autor nos ofrece diferentes puntos de vista como en las grandes historias de la literatura universal. 8


Prólogo

El lector no se sentirá inducido, ni presionado en ningún momento, tampoco parece que la intención del autor sea proporcionar claves para una existencia más plácida y más feliz. No obstante, su lectura nos puede complacer hasta la felicidad y en determinados momentos, veremos aparecer la risa en nuestros labios. Entre los caminos que los relatos de Jon nos invitan a pasar encontraremos vidas contrahechas por dos polos incesantes, la razón y la intuición. Usualmente, los protagonistas se debaten entre estos dos polos y a veces cambian su talante conforme va avanzando la historia. Un ideal recurrente en los relatos es la idea de hacer de la propia vida una obra de arte. Los antiguos lo tenían muy claro, existía una coherencia entre lo que se pensaba y cómo se actuaba. La falsedad o bien la incongruencia entre lo uno y lo otro no eran bien vistas, sobretodo si se era un filósofo o un sabio y así te podían nombrar. Los personajes de estos cuentos muestran una gran concordancia entre lo que piensan y lo que hacen incluso arriesgando su integridad. Por eso a primera vista pueden resultar simples o ingenuos, aunque no es el caso. Quizás el lector nunca actuaría así pero no puede menos que entenderlos, sentir cierta simpatía y reconocer que su carácter, su naturaleza, no les permite otro comportamiento. Y aquí establezco un vínculo con el Eterno Retorno nietzscheano, ya que los protagonistas llegan al límite y normalmente no se arrepienten de sus vidas aunque no sean muy felices. Nietzsche en La Gaya Ciencia lo expresa así: «¿Qué ocurriría si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: «Esta vida, tal y como tú ahora la vives y como la has vivido, deberás vivirla 9


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aún otra vez e innumerables veces, y no habrá en ella nada nuevo; sino que cada dolor y cada placer, y cada pensamiento, y cada suspiro, y cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retornar a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión: y así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas, y así también este instante y yo mismo. ¡El eterno reloj de arena de la existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito de polvo!?» Comparemos estas líneas vitalistas de Nietzsche con las del autor en El Clan de los Benasperi: «No miramos demasiado atrás porque los hombres de acción se hallan en perpetuo estado de creación, de amor ininterrumpido, de nacimientos constantes. [...] los sueños no son para soñarlos sino para conquistarlos, para lucharlos aunque sea, con la alegría de un juego, de una apuesta que se puede ganar o se puede perder pero que es necesario afrontar poniendo la vida, apostándose uno mismo.» Según Nietzsche, la mayoría de los mortales no aceptaría vivir la vida una y otra vez por su dureza y crueldad, pero los personajes de Jon aceptan la complejidad de su vida con sorprendente naturalidad. Incluso en casos tan extremos como el del protagonista de Los cuatro suicidios del poeta Otavio, que intenta matarse unas cuantas veces y queda mutilado. Entonces piensa que aún le quedan unas gotitas de esperanza y encuentra su felicidad porque «finalmente ha captado que hay tristeza porque hay belleza, que el esplendor de una flor contiene en sí misma una decadencia, un agostamiento, y que eso forma parte de su naturaleza.» La explicación que da el médico de su paciente es que no pudo desacostumbrarse a vivir: «La fuerza de la costumbre es tan fuerte en él (Otavio) 10


Prólogo

que incluso el médico cree que no logró el objetivo porque no pudo desacostumbrarse a respirar.» Los cuentos rebosan ingenio, un humor noble e irónico, pero también muy crítico con nuestra sociedad de consumo, sociedad de las prisas, de las propiedades, del “tener” como única aspiración más allá de las necesidades básicas que, tal y como nos muestra el autor, son poquitas. La sociedad representa la esclavitud física ligada al trabajo en forma de tiempo y la esclavitud mental como hipocresía y falsedad en forma de necesidades creadas y complejas. Y esto, según él, acontece por un exceso de racionalidad y de no hacer caso a la tan preciada intuición. La naturaleza para Jon, tiene dos sentidos muy marcados, primero como elemento primigenio casi sagrado porque es el medio natural donde deberíamos desarrollarnos. Así en El clan de los Benasperi nos dice: “Porque la naturaleza no es un medio sino un fin en ella misma, el bien más preciado que debe sostener y sostiene todo lo demás para que este invento más o menos aleatorio no se vaya a pique, se parta por la mitad o se salga del eje que le hace rodar”. Y segundo, la naturaleza del hombre concebida como aquél elemento dionisiaco nietzscheano: el baile, la desnudez, la música, el canto, el inconsciente que a veces aflora por el alcohol, la droga más accesible a los humanos de nuestra cultura. Con esta hybris, la desmesura y la irracionalidad traspasan el límite de la locura. Podríamos citar a Michel Foucault e investigar cuáles son los límites de la normalidad en nuestra sociedad y preguntarnos a qué criterios atendemos cuando discernimos entre lo que es normal y lo que no lo es porque las fronteras se encuentran tan desdibujadas que podemos perderlas de vista fácilmente. Miren lo que dice Kantuta: «Me dice el psiquiatra que fuerzas 11


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subterráneas me impulsan a la lectura. Y que estuve escindida. No sé. ¿Sólo porque hacía lo que sentía? [...], el que vive según le dictan, está más escindido de su natural camino que el que se realiza a su manera... [...]Me ven extraña, loca, ida... Me compadecen y no quisieran ser como yo, que sus hijas fueran como yo. Pero ¿qué soy en realidad? Tal vez, el reflejo distorsionado de todos ellos, la hipérbole en que un día pueden convertirse,...» Y con el vaivén de este preguntarse de los protagonistas y el narrador que a veces aparece como amigo que interpela, simplemente como el que explica la historia o bien como protagonista, nos vienen a la mente estas cuestiones filosóficas, existenciales, en definitiva, vitales. Me gustaría acabar este prólogo con una definición de progreso, crítica e irónica para una realidad que se nos aparece contraria y con la que tenemos que lidiar cotidianamente. La podéis encontrar en El clan de los Benasperi. A mí me seduce particularmente por lo que tiene de utópica, ingenua y deseable: «Pero el progreso como tal pasaría a calibrarse por la manera en que haya ido evolucionando la riqueza global de los hombres, sus relaciones y empatías, el respeto, las espontaneidades, las capacidades de observación, de asimilación y de creación, el ansia de aprender y, sobretodo, la capacidad de amar, esa que permite hacer absolutamente cualquier cosa.» Cristina Montiel Pérez Marzo de 2013

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El increíble hombre bala “Flying isn’t the hard part; landing in the net is” –sostuvo Mario Zacchini cuando recuperó el aliento. Aquella mañana de lluvia fina, cuando Iker Azpeitia dejó tras los pasos su calle de Portugalete y subió al autobús que horas más tarde se adentraría en Barcelona, ni los otros ni él mismo sospechaban hasta qué punto esa decisión cambiaría su vida. Sin ser consciente de lo impredecible de las cosas inciertas, pero con un gusanillo midiéndole las tripas, avanzó por entre las luces de Barcelona una noche sin luna. Le pareció todo muy grande y muy desconocido cuando puso pie en la estación de Sants. Cansado y oscuro, netamente superado por 117


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la enormidad de la urbe, masticó un frankfurt en un bar impersonal, se chupó una cerveza helada y prefirió encerrarse en la primera pensión que vio por la Gran Vía. Y como el día siguiente ya era otro día y había más luz, Iker descubrió que aquellas moles de hormigón no eran tan gigantes, que había un mar bonito y reposado y dos montañas, y que todo eso conformaba los límites naturales de la ciudad. Supo de un metro subterráneo, de las formas imposibles de Gaudí atravesando parques y edificios y también que había una rambla llena de estatuas humanas y de flores. Comprobó que el cielo era de un azul especial, que se hablaba en catalán y que convivían muchas razas. Anduvo calles y plazas, conversó con los viejos en los cafés y entendió que debía alojarse en el barrio del Raval, que es donde buscan integrarse los que acaban de llegar. Una luna nueva fue creciendo, noche tras noche, cuando Iker encontró trabajo en la barra de pintxos de una bonita taberna vasca. Durante el día se movía con desparpajo por la barra del Irati, le gustaba escanciar la sidra y el txakolí en los vasos anchos, cantar las excelencias de la chistorra y la tortilla de bacalao, del pimiento del piquillo relleno de rabo de buey o del chorizo cocido a la sidra. Era como un primer escenario, de alguna manera potenciaba cosas que llevaba dentro, desarrollaba el arte de servir. Por las noches recorría los bares, indagaba, se ofrecía, describía sus dotes con pelos y señales y se esforzaba por ser convincente. No 118


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tardó demasiado en llegar su primera oportunidad, que lo pusieran a prueba en un bar nocturno cercano al paseo del Born, en el mismo corazón del Casco Antiguo. Era un garito con una puerta de arco y ventanas grandes con vistas al interior, cinco mesas diferentes con sus sillas desiguales, como recopiladas de aquí y de allá, colocadas con cuidadosa desintencionalidad, dos sofás envejecidos, una barra larga, gastada, un botellero iluminado por un cable de neón, dos lámparas barrocas, con faldas de cristales, y un trapecio fijado al techo, suspendido unos metros sobre la barra. A ese trapecio se subió Iker Azpeitia a torso descubierto, vestido con unas mallas negras, la noche de su debut. Combatió el sudor de las manos de los primeros instantes con polvos de talco y pronto hizo suyo el aparejo, consiguió domarlo, hacerlo extremidad, que ese artefacto y él mismo pasaran a ser un mismo cuerpo, un mismo movimiento balanceado, una misma cosa. El número arrancó algunos aplausos e impactó las primeras noches, o mejor, los primeros instantes de las primeras noches, porque, antes o después, todos volvían a sus conversaciones, a sus tragos, a sus patéticas artimañas de seducción. Con el tiempo empezó a sentirse peor que un mono, como un funcionario del trapecio, poco más que el freakie de las noches fashion. Redondeó las actuaciones pactadas y no quiso renovar. Algo en su interior le insistía, le repiqueteaba como un martillo, que aquello no estaba a la altura de su arte, que de 119


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alguna u otra forma estaba llamado a hacer, o como mínimo a intentar, alguna hazaña mayor. Así que siguió trabajando de camarero y en sus ratos libres buscaba en su cabeza ideas grandes. Una noche de alcoholes fluidos conoció a un escultor con grandes tragaderas, con un taller muy espacioso y mucha generosidad, y le cedió definitivamente aquella nave como centro neurálgico, para que forjara un gran número y lo sacara al mundo. Ese fue su banco de pruebas, su lugar de equilibrios, de saltos mortales, de tirabuzones, piruetas y errores. Aprendió las mil formas de no caer después de caer de mil formas diferentes, arrinconó el miedo en algún lugar seguro y aprendió el arte de fluir, de dejarse llevar, cosas como que para volar hay que creerse pájaro que se mece en las corrientes del viento, que hay que ser tabla para dormir en un lecho de clavos, pelota de goma cuando se impacta contra el suelo o que hay que ser fuego cuando se juega con fuego. Sabiendo todo eso y teniendo las condiciones físicas y la determinación de artista, ya sólo le faltaba crear un número. Pensó en el monociclo, se vestiría con un chaleco clásico, un bigote engominado en las puntas y un sombrero de copa y amenizaría giros y piruetas con música frenética de trombón y clarinete. Pero enseguida lo descartó, por demasiado típico y por previsible. Luego pensó en los zancos, en la cuerda floja y en la cama elástica; en el mástil chino, en la palanca rusa, en el péndulo cubano… No quiso volver al trapecio ni a la barra fija y no contempló la magia del escapismo, 120


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cualquiera de las artes malabares y tampoco escupir fuego o cagar pelotas de ping pong. Hubiera lanzado cuchillos contra algún voluntario de no temblarle el pulso, su rigidez connatural le hizo descartar cualquier técnica contorsionista y tampoco se vio tragando espadas o comiendo cristales cual faquir. Pasaban los días. Iker no atinaba una forma con la que transmitir sus cosas profundas y la forma tampoco se le mostraba a él a modo de certeza, como una revelación poderosa. Una mañana soleada, paseando por la sombría calle de la Palla, entró a curiosear en una librería vetusta. Entre libros amarillentos de Calders, Ruyra o Verdaguer, entre mapas, enciclopedias, carteles modernistas y tratados de urbanidad de tiempos pretéritos, halló un libraco de fotos y dibujos circenses. Lo escogió. Lo tomó en sus manos y pasó las hojas con alguna curiosidad. Ese brillo en los ojos contrastaba con la dejadez con la que sus dedos pasaban las páginas. Y fue cosa de la suerte, o del destino, que ese rodar detuviera su curso en una fotografía en blanco y negro, en un cañón largo que apuntaba al cielo, que expelía a un hombre bala entre una nube de humo blanco, que captaba el instante justo del disparo, de la explosión, del despegue, de la admiración generalizada de un público bien vestido y boquiabierto, entregado. Leyó el pie de foto: “Mario Zacchini, único superviviente de una saga de nueve hermanos (siete de ellos hombres bala), en uno de sus últimos lanzamientos en el World’s Fair de New York. Año 1940.” Bajó los ojos por el papel y devoró 121


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la noticia. Hablaba el articulista de un tal Farini y de su cañón resorte, de que el primer hombre bala fue una muchacha de catorce años apodada “Zazel”, que fue lanzada en 1877 en un espectáculo creado por el Barnum Circus y que poco más se supo de ella después. Hablaba de los fabulosos Zacchini brothers, de aceleraciones que superaban a un avión a reacción, de parábolas escalofriantes y de hazañas imborrables en la memoria veleidosa de las multitudes. Iker cerró el libro, lo colocó en el hueco que había dejado en la estantería y salió a la calle con un paso más firme, con la clara determinación de darle alguna forma a su futuro. Barcelona inventó un Forum de las Culturas y éste finalmente llegó. Se habilitó un recinto amplio bajo el Poblenou, tocando al mar, y allí se levantaron un puñado de edificios que albergaran las oportunas conferencias, los talleres culturales y las sesudas mesas redondas de eruditos traídos de los cinco continentes. Afuera, una explanada infinita de ladrillo rojo salpicada de puestos de helados, perritos calientes y bebidas sin alcohol, se abrió para el paseo de la gente. Sobre esa llanura panóptica dio permisos el ayuntamiento para que músicos, acróbatas, artesanos, cómicos o exhibicionistas de cualquier otra índole se ganaran la vida. Las divertidas domesticaciones del perro oso en el puesto 35, el retratista que dibujaba el alma de las personas en el 12, el cantante que mejoraba las canciones de Elvis Presley sobre el 122


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recuadro número 88 y el increíble hombre bala en el 27, se erigieron rápidamente en las atracciones preferidas del populacho. Bajo un disfraz ajustado de azul eléctrico, Iker Azpeitia se atusó la capucha, ceñida también a la cabeza, se colocó el casco de motorista antiguo y esperó concentrado la voz de los bafles. La canícula de mediodía le caía a plomo y el sudor de agosto le corría por dentro, entre la piel humana de siempre y la nueva piel de héroe. Miraba de lejos al bulto, a esa multitud de turistas y autóctonos agolpada a su alrededor aquella mañana de domingo y ya sentía las arañas caminándole por el estómago. Notó un dolor intenso en las costillas cuando echó un vistazo a las bolas de hierro que adornaban la base del cañón, después un escozor de pus en las rodillas e instintivamente se recolocó las rodilleras. Miró al cielo, respiró, pronto volvería a hablar la voz… “Atención, damas y caballeros, último aviso, en el puesto 27, repito, en el puesto 27, está a punto de realizar el undécimo salto del día el único, el fantástico, el increíble hombre bala…” Iker extendió los brazos a modo de presentación, se venteó la capa azul para asegurar su fluidez y soltó un chorro de aire por la boca. De un salto se agarró a la boca del cañón, flexionó los brazos y en un pestañeo había pasado las piernas por arriba y ya estaba dentro. Giró el cuerpo, colocó los pies sobre la barra de metal y sacó los brazos al exterior en posición de vuelo. Miró adelante y vio un cielo muy cercano y muy azul. Más a lo lejos oteó las alpacas y apuntó hacia allí consigo mismo. De pronto no 123


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escuchó nada, más que un crujido de muelle y un bombazo terrible. Sintió una fuerte aceleración bajo los pies, como si todos los órganos del cuerpo se le acumularan en el bajo estómago, después un viento en la cara, una sensación de pájaro planeador y un punto álgido…, un hormigueo o sensación de descenso, un vértigo y una caída libre; un batacazo contra el pavimento y un disparo de adrenalina invadiéndole todo el cuerpo. Ya en el suelo escuchaba gritos y también unos aplausos, el chasquido agudo de alguna moneda cayendo al sombrero y finalmente el rumor de una masa alejándose hacia otra parte. Tres semanas después del primer salto, las alpacas que le hacían de colchoneta permanecían intactas. Un lunes que le tocaba descanso, Iker Azpeitia fue requerido a presentarse en el despacho de la organización. Allí, entre butacas de cuero negro, mesas de vidrio sin apenas papeles y objetos de un diseño incalificable, bajo las luces metálicas de los fluorescentes, recibió un buen regaño, por su temeridad, en primer término, y por su inconsciencia, finalmente. - Usted nos va a buscar un problema. ¿No se da cuenta? Usted solito puede enturbiar el buen nombre del Fórum si algo le llegara a suceder –le dijeron. Él alegó que si en las entrevistas previas se había comprometido a veinte saltos por día fue para que le contratasen. 124


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- Sí, pero no le dimos la plaza para que se matara ante miles de personas, ¡no sea bruto, hombre! Hubo un tira y afloja, una evidente tensión entre los tres encorbatados y el menudo Iker. Él se defendió como gato panza arriba y defendió su espectáculo, argumentó con vehemencia que ser un hombre bala era realmente lo suyo y que era un número tan antiguo que resultaba moderno, innovador. Finalmente llegaron a acuerdos. La organización no quiso vetarle el espectáculo porque sabían, aunque no lo dijeran, que atraía a mucha gente, pero le obligaron a que ampliara en dos metros más la colchoneta de aterrizaje y le limitaron a cuatro los saltos diarios. - Tenemos una bailarina en la lista de espera. Es argentina, buena chica. Entre salto y salto ella danzará y usted podrá recuperarse y descansar. Compartirán espacio, así que será mejor que se entiendan; nosotros ya tenemos suficientes problemas. Salió Iker Azpeitia de aquel edificio con las manos en los bolsillos y encogiéndose de hombros, pero con una sensación de victoria, aliviado por la nueva situación. Esa intensidad iba a acabar con él.

- Buenas. Soy Iker, Iker Azpeitia. - Esterencia. - ¿Cómo? - Esterencia, un nombre antiguo. Se quedaron un rato inmóviles el uno frente al otro, mirándose con extrañeza o admiración. Él, 125


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pequeño, chaparro, musculoso como un pedrusco. Ella, larga como un poste telefónico, desgarbada aunque femenina, puro hueso. Finalmente, ella se agachó y se dieron dos besos. Poco a poco fueron conociéndose, descubriendo todos los claros y también algunas sombras, fueron regalándose intimidades, pelando secretos del pasado y prestándose sueños del futuro. Les gustaba reencontrarse cada mañana en la gran planicie del Fórum, a esa hora temprana y fresca de silencio, cuando el olor a mar es más intenso y parece que la sal rastrilla los pulmones. Pedían unos cafés con leche y se los tomaban allí, sentados en el suelo, sobre cajas vacías de refrescos o sobre las bombas de hierro que adornaban la base del cañón. Jugaban a criticarse los números respectivos, enfatizaban los fallos del otro con comentarios agudos, a veces crueles, y ganaban confianza. No se lo confesaban, pero se profesaban una cierta admiración. A Iker le gustaba esa forma de moverse, tan estrambótica y tan sensual. Los movimientos sinuosos de sus brazos largos le recordaban las olas suaves del Cantábrico cuando está de buenas. Y ese cuerpo al ritmo de los fados parecía una marea efímera y constante, con la cresta espumosa de su pelo diluyéndose y resurgiendo al compás de un vaivén eterno. Esterencia admiraba esa valentía sin límites de quien apuesta a propulsión, de quien es capaz de ganarse el pan y la sal mediante lanzamientos inciertos y descabellados de casi veinte metros. Le causaba estupor esa forma de caer tan estrepitosa, de reventarse contra el suelo, y no 126


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conseguía clasificar esa resistencia, la capacidad de recuperación, esa fortaleza. Degustaban el café de la mañana, se burlaban de los errores o incapacidades del otro y se sentían muy a gusto ocultando sus respectivos sentimientos de admiración. Al rato, los artistas iban llegando cargados con sus bártulos, se saludaban amistosamente, se contaban las anécdotas más significativas del día anterior y reían fuerte; reinaba una gran camaradería. A las diez en punto se abrían las puertas y, nuevamente, comenzaba el espectáculo. Una tarde de luz mágica, cuando completaron con bastante éxito los saltos y las danzas, él la vio especialmente bella y luminosa y se lanzó a un salto sin red. - ¿Te hace una cena a la luz de los barcos y un dancing así agarraditos, porteña mía? - No me interesa tu oferta, mañana laburo. Además, sos demasiado chiquito para mí. - ¿Ves los proyectiles pequeños y rígidos que decoran la base de este cañón? Digamos que soy una especie de torpedo sexual. Pero tal vez tú seas demasiado larguda y flaca para mí. - ¿Ah, sí? ¿Y vos ves el contorneo, la elasticidad sin límites de esas banderas, allá en los mástiles? Qué tal si te cuento que soy capaz de posturas que no registra el kamasutra… Hubo un segundo de silencio y después una mirada. Hubo una sonrisa, un agarrarse de la mano y un paseo hacia las luces del puerto. Y vistos con una cierta distancia, él no era tan chiquito ni ella tan 127


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larguda, y seguramente él no era tan torpedo en la cama ni ella tan contorsionista. Y así, a una cierta distancia y en la lobreguez de la noche, guardados en las bolsas los disfraces de hombre bala y de danzarina neoclásica, vestidos ya para la calle, no resultaban una pareja tan desigual, parecían incluso, sin forzar en extremo la imaginación, hechos el uno para el otro, dos figuras igualmente plateadas por la luna, algo así como los seres más felices de este mundo. En los días siguientes no comieron perdices pero se dieron lujos. Gastaban todas las ganancias de la jornada y cenaban buenos vinos con ostras de Arcachon, con gambas de Palamós, con anchoas bermeanas… o alternaban la chuleta donostiarra con el bife argentino. Y hasta probaron un día las angulas. Unas semanas más tarde seguía intacto el amor, pero tuvieron que volver a la tortilla de patatas y al bocadillo de lata de atún para poder sobrevivir. Ella no quiso casarse y él tampoco. Renunciaron a una luna de miel porque ya sus vidas eran muy movidas e interesantes. Se compraron unas pulseras de chaquiras en el tenderete de un colombiano y se tatuaron el nombre del otro en sus nalgas izquierdas, en letras muy minúsculas. Ella quiso decirle: “Por qué las minúsculas, preguntás… Más bien habría que interpelarse por qué alguien, alguna vez, firmó con letras mayúsculas, si no somos nada, sólo sentimiento y los sentimientos son aire”, pero calló para no parecerle demasiado blanda. Él quiso 128


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decirle: “Tú me llenas aquí, aquí y aquí”, señalándose la cabeza, el corazón y los órganos genitales, pero no despegó los labios para que no se creciera. Así que remataron el compromiso sentados en la arena de la playa de la Barceloneta, mirando en silencio el vuelo de las gaviotas mientras el anaranjado del atardecer les teñía las espaldas. Ella nunca consiguió que él aprendiera a bailar el tango y él no pudo inculcarle algún gusto por sus grupos favoritos, Kortatu, Cicatriz, La Polla Records… Pero a ella le llegaban los sonidos de la trikitixa y las canciones en euskera y él disfrutaba con el compás fuerte del bandoneón y con esas letras tan tenaces. En definitiva, habían nacido a una distancia de océano pero ambos eran de ciudad con puerto, de suburbio, de olor a pescado y de salitre enganchado a las paredes del barrio; ambos eran de sangre marinera, de partidas y llegadas, de encuentros y de ausencias, y ahora ambos se hallaban lejos de sus casas y su tierra, de su gente, así que les unían y hacían suyas las músicas del otro, esas letras hondas de desarraigo y melancolía tan propias de los exiliados vascos y de los porteños. Cada mañana se despertaban mirándose a los ojos, se vestían, recogían los avíos que iban a necesitar y se decían “vamos para la oficina”, sin poder ocultar la risica cómplice. Seguían regalándose su trozo de mañana fresca en la explanada del Fórum, los aromas marinos, sus cafés con leche bien calientes y sus piques dialécticos. Después, 129


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uno volaba y la otra danzaba, él se burlaba de sus movimientos más arrítmicos o más sentidos y ella ironizaba con aquellos batacazos tan tremendos fuera de las alpacas. Y reían y se abrazaban, picaban cualquier cosa contra el hambre, cantaban canciones incompletas y se comían a besos. Y en las horas del preámbulo nocturno recogían los bártulos del oficio y se retiraban por el Passeig Marítim camino a los bares del trayecto, camino a su cuartucho de pensión, a descansar los cuerpos derrengados en la catrera. A su lado, ya no recordaba que de pequeña se burlaban de ella, por huesuda y por rara, por su nombre antiguo y por sus vestidos de corte extravagante, que un día sus padres le dijeron que se fuera un tiempo a la finca de un familiar en las afueras de Buenos Aires y de pronto se vio encerrada en un manicomio. Salió de allí con quince años y con la salud mermada, y ya no regresó a su casa. Cuando deshizo la telaraña de lágrimas deambuló por la ciudad, se ganó los primeros pesos con los malabares, con pelotas y mazas, y empezó a practicar la danza con una viejita frente al Río de la Plata, en lo que es hoy el Parque de la Memoria. Junto a ella, él ya no necesitaba mitificar los años 80 y más bien se le aparecían en el recuerdo como una lacra de bandas y peleas, de sintetizadores al límite, borracheras extenuantes y amigos muertos por la heroína. Y sentía que no había sido hasta ahora un ser viviente sino un sobreviviente. Y con esas sensaciones se dormían abrazaditos, cabeza con cabeza, como soñando juntos, y con sus pies él alcanzaba a calentarle las rodillas.

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Cuando un día acabó el maldito Fórum de las Culturas, él tenía la mitad de los huesos al borde del derrumbe y a ella le relampagueaban todos los ligamentos. Sintieron que su vida era demasiado buena para cambiarla y decidieron dar cuerda a su vocación de artistas. - ¡Quién quiere ordenar el caos! ¡Quién dijo miedo! –arremetió el de Portugalete sacando pecho, casi de puntillas. - ¿Me oíste verbalizar ese vocablo, querido? – respondió la otra desdeñosa, mientras frotaba calcetines en un lavadero cutre. Así que rellenaron sus mochilas, abandonaron la populosa pensión del Barrio Chino y, con la palabra vida grabada en sus memorias, dispuestos a amarse sin el tedio de las cosas domésticas, se fueron a la búsqueda de algún tren para alguna parte. Pasó el tiempo y recorrieron pueblos y lugares, fiestas de barrios, las plazas de muchas ciudades o los descampados de sus arrabales. A veces solos, a veces enrolados en un espectáculo mayor que contrataba su número por semanas o meses. Ya les gustaba de vez en cuando estar entre leones, fieras y elefantes, ese olor caliente de pesebre, compartir con otros su tiempo, su verbo y sus aprendizajes, gente de carretera y manta como ellos, nómadas de pulso frío y sangre caliente, chalados indomesticables, seres errantes y melancólicos obligados a vivir cargando todo su sueño a cuestas. Viajaron en circo desde las afueras de La Llagosta al centro de Bucarest, pasaron sin gloria pero con mucha cerveza 131


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por Plzen y descansaron tres días en una pensión bonita del puerto de Marsella. “Siempre nos quedará Marsella”, se decían entre risas. Jugaban a despedirse para siempre porque sabían que eso no sucedería nunca. Actuaron solos en las fiestas de Vitoria y de Santutxu, en espacios alternativos, deleitaron a las gentes de los pueblos maños y sintieron la incomprensión de los guardias en la plaza del Pilar de Zaragoza; una noche probaron las mieles rancias del calabozo municipal. Recorrían kilómetros y meses, tragaban espacios, devoraban el tiempo y seguían locos de amor como en los primeros días. Se querían inseparables, se buscaban por las esquinas y se abrazaban cual pulpos enamorados. - No te hagás ilusiones conmigo, chiquitín, soy demasiado hembra y demasiado libre para vos. - Tú sí eres una ilusa, flaca, llevas dentro mi veneno y eso es irreversible. No hay antídoto para eso. Y continuaban viajando, corriendo, actuando, lamiendo las mieles más dulces de este inmenso panal que es la vida. Y entre mieles, viajes, escaseces y música, un día desaparecieron del mapa y todos les perdimos la pista. Lo vi por última vez una tarde, inesperadamente, en la ciudad mexicana de Ocotlán, en el estado de Jalisco. Una multitud se agolpaba en la plaza principal, abarrotaba las graditas que suben al Templo del Señor de la Misericordia o se trepaba a los árboles y a las farolas de los aledaños. Allí colocados esperaban ansiosos. Se enredaron en un 132


El increíble hombre bala

mismo alboroto los alaridos de horror y los suspiros de admiración cuando él entró al angosto artefacto. Alguno reía y otros abandonaban el tumulto incapaces de soportar la tensión del espectáculo. Al acercarme, oí un estallido y lo vi volando sobre las cabezas de aquella muchedumbre. Con su disfraz azul metálico y su cara de susto se elevó un instante a una gran velocidad y desapareció tras la gente antes de que retumbara el suelo de toda la plaza. Hubo aplausos y silbidos de júbilo, una buena ovación. Hubo alguna moneda y muchas felicitaciones. Después, todos se dispersaron y volvieron las palomas a recuperar su espacio, a picotear los restos de tanta gente. Él se quedó recogiendo los trastos, dio varias vueltas de cadena al cañón y le colocó un candado. Ya no llevaba consigo las bolas de hierro que en el pasado decoraron el conjunto; pensé que en algún lugar de su andadura debió soltar ese lastre. Al levantar la cabeza me vio y se llevó una buena sorpresa. Tuvo que mirar a su alrededor para ahuyentar la repentina desubicación. Le conté que estaba unos días por trabajo en Guadalajara y le acompañé a una furgoneta destartalada a que dejara los bultos. Comprobé que dormía allá, en la parte de atrás, cuando vi el colchón y todas aquellas mantas desordenadas. No dije nada. Un sol oblicuo resbalaba ya por los callejones e inundaba la plaza de una luz azafranada. Entramos a una cantina, pedí una cerveza fría, él un café con leche, y nos sentamos en una mesita de mármol, junto a una ventana con vistas a la calle empedrada y vacía. Hablamos 133


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las cosas típicas, de mí y de él, de aquí y de allá, y desplegamos toda una colección de tópicos y frases hechas. Tras un silencio le pregunté por Esterencia y ahí se soltó el nudo, la densa atmósfera se licuó y todo empezó a fluir con melancólica naturalidad. - Se fue. Me pilló tonteando con una trapecista rusa y montó en cólera cuando bajamos del trapecio. Me dijo cosas como boludo, lanudo, cachudo y jodidoremamahuevos de mierda, me soltó un manotazo en la cara con ese brazo largo y delgado tipo látigo y se fue para siempre. Nunca más he vuelto a verla, no he vuelto a saber de ella –fijó los ojos más allá de la ventana, sobre el lomo azulado de un gato negro o en algún otro punto de la callejuela oscura, y siguió hablando-. Sabes, es una mierda la vida sin ella. Me siento perro vagabundo. No, mejor perro inmundo, me siento el corazón hueco como una casa vacía, siento dolor en el pecho, sudor en la espalda, pinchazo en los huevos. Siento desamparo, soledad… pero no de esa de estar solo sino de la otra, de la gorda. Creo que debería cambiar el espectáculo. Me recuerda mucho a ella y ya me lanzo a la mierda por automatismo. A veces, estando en el aire, antes de darme la ostia, pienso en ella y lloro. Todos creen que son lágrimas de velocidad, de adrenalina. No sé, supongo que son gente sin sentimientos, que sólo pretenden ver cómo me estrello, satisfacer sus morbos ocultos... Pienso en ella y la celo. Sueño que asesino a todo el que le toca sus huesos largos. Ya ves, si fuera yo alguien normal me tomaría una o dos botellas de tequila, pero la tristeza no me llama 134


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a beber –prendió un cigarrillo, le arrancó el filtro para que supiera más fuerte y pidió un agua de tamarindo-. Sabes, me duele mucho por dentro todo lo que no llegué a decirle. Porque si uno ha dicho todo lo que tenía que decir y después el amor se acaba está bien, son cosas que pasan y ya está. Pero podía amarla tanto todavía, decirle tantas cosas que aún siento, recorrer tanta vida juntos… Las cosas no pueden acabar así, de una forma tan jodida y cruel... Ya sé, la buscaré por Buenos Aires y por Argentina, seguiré su rastro por toda América y por la China mandarina, si es preciso. Una mujer así, tan larga y con ese nombre antiguo no debe ser difícil de encontrar en un mundo tan pequeño, ¡digo yo! O tal vez un día ella me encuentre mientras yo la busco… ¿Te imaginas? Sí, le hablaré, le diré que me perdone, que eso del trapecio fue una inconsciencia, que volvamos a la vida bella, a ser como éramos… Dirá que sí, ya lo verás, dirá que sí… Se levantó y fue saliendo de la cantina con su cuerpo maltrecho por la acumulación de golpes repetidos, evidenciando una cojera perfecta. Se giró en la puerta, “este será mi número más arriesgado, mi actuación más difícil”, me regaló un saludo con su mano izquierda y dibujó una sonrisa que me pareció algo estereotipada. Y mientras se alejaba por uno de los callejones de la plaza y yo tragaba suave un tequila fuerte, el disco de la vieja gramola escupía las primeras notas de esa famosa y tan antigua ranchera: “Será de otro”.

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