LA REPÚBLICA DE LOS FILÓSOFOS o HISTORIA DE LOS AJAOIANOS
Bernard le Bovier de Fontenelle
LA REPÚBLICA DE LOS FILÓSOFOS o HISTORIA DE LOS AJAOIANOS Obra póstuma del Señor de Fontenelle. A la que se añade una Carta sobre la desnudez de los salvajes.
Ginebra, 1768
Traducción del francés de Margarita Lafont Revisión, prólogo y notas de Ramon Alcoberro
La república de los filósofos o historia de los ajaoianos. Autor: Bernard le Bovier de Fontenelle Traducción: Margarita Lafont Revisión: Ramon Alcoberro
© de la edición: Palamedes Editorial, 2014 www.palamedeseditorial.com editorial@palamedeseditorial.com
ISBN 10 : 84-617-0244-1 ISBN 13 : 978-84-617-0244-2 Depósito legal: GI 1029-2014 Maquetación: Palamedes Editorial (www.palamedeseditorial.com) Impresión: Publidisa Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios apara aquellos que reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente la totalidad o una parte de una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicacada a través de cualquier medio sin la preceptiva autorización.
ÍNDICE Los ajaoianos
y la desnudez de los salvajes: utopía laica, spinozismo y celebración del cuerpo en el Siglo de las Luces
Introducción de ramon alcoberro . . . . . . . . . . .
I
La república de los filósofos o historia de los ajaoianos . . 1 ADVERTENCIA (que debe leerse) .
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CAPÍTULO I . . . . . . . . . . . . . . . . CAPÍTULO II .
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. 3 7 . 17
CAPÍTULO III . . . . . . . . . . . . . . . . 20 CAPÍTULO IV . . . . . . . . . . . . . . . . 27 CAPÍTULO V .
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CAPÍTULO VI . . . . . . . . . . . . . . . . 35 CAPÍTULO VII . . . . . . . . . . . . . . .
38
CAPÍTULO VIII . . . . . . . . . . . . . . .
43
CAPÍTULO IX . . . . . . . . . . . . . . . . 51 CAPÍTULO X. . . . . . . . . . . . . . . . . 54 CAPITULO XI . . . . . . . . . . . . . . . . 56 CAPITULO XII . . . . . . . . . . . . . . .
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Carta a la Sra. Marquesa de *** sobre la desnudez de los salvajes . . . . . . . . . . . . . . . . 69
La república de los filósofos
Los
ajaoianos y la desnudez de los salvajes: utopía
laica, spinozismo y celebración del cuerpo en el
Siglo de las Luces
Ramon Alcoberro*
Bernard le Bovier de Fontenelle nació el 11 de febrero de 1.657 en Rouen, Normandía, en un ambiente de sólida burguesía provincial. Era hijo de un importante abogado y fue abogado él mismo, aunque parece que sólo defendió un caso. Tuvo la suerte de ser, además, sobrino por parte materna del dramaturgo Pierre Corneille y del editor Thomas Corneille, que le asoció como redactor desde 1.677 a la edición de Le Mercure Galant, la revista literaria de la buena sociedad. Pero especialmente destacó como miembro de la Academia Francesa desde 1.691 y como secretario perpetuo de la misma desde 1.699. Como se verá, lo de la «perpetuidad» se lo tomó prácticamente al pie de la letra. A lo largo de una enormidad de años, Fontenelle, cuya actividad y amatoria en los Salones Literarios de las Preciosas puede describirse como frenética, fue un auténtico mandarín cultural, un personaje de absoluta referencia en el París de su siglo.1 Vivió como un escéptico discreto y feliz y falleció a los cien años menos diez días, longevidad que provocó estupor entre sus contemporáneos, dicho sea de paso, pues, dadas las circunstancias y la época, la desproporcionada tardanza del Altísimo en conducirlo a su seno –o tal vez en enviarle al Averno– no pareció augurar nada bueno a los intereses del partido devoto. De él se pudo decir (Faguet) que fue hombre de letras cuando todavía no existía ese concepto. Gracias a una * Profesor de Filosofía moral en la Universidad de Girona. 1.- Los Salones Literarios donde triunfan las mujeres sabias y educadas de la aristocracia (las Preciosas), constituyen el ámbito social y cultural que da eco a los primeros ilustrados. El preciosismo actúa en muchos frentes a lo largo del siglo XVII, pero tres resultan especialmente significativos: su huella sobre la construcción de criterios de distinción de las élites, su trabajo en el refinamiento del lenguaje (aunque ninguna Preciosa fue jamás académica, ni a Fontenelle se le ocurrió jamás proponer cosa tal), y su reivindicación de la sensibilidad femenina en un siglo de guerras brutales. Y eso es especialmente importante recalcarlo en el contexto claramente antifeminista de la utopía de los ajaoaianos. Véase el catálogo editado por Jean Adhémar: Les Salons Litteraires au XVIIe siècle: au temps des precieuses. París : Biblioteca Nacional, 1968.
I
Introducción
tupida red de contactos, amistades y favores mutuos, Fontenelle decidía sagazmente qué autores triunfaban en los teatros, orientaba a los poetas, recomendaba libros y autores a los editores y convertía en académicos a sus protegidos. Sin él habría faltado esprit en el formidable ambiente cultural de los Salones de su tiempo y gracias a él el spinozismo perdió ese punto de doctrina marginal para convertirse en un ingrediente básico de las Luces. Sin embargo su figura ha quedado muy difuminada y su obra pasa generalmente hoy con una nota a pie de página, obscurecida entre los grandes autores que le precedieron y los no menos significativos de la generación que le substituyó (Voltaire, que fue treinta y siete años más joven que él). Fontenelle es, incluso en Francia, un clásico olvidado, un famoso desconocido, como suele decirse en casos semejantes, que debiera empezar a recuperarse por multitud de buenos motivos. Sin su obra no se entienden algunos de los grandes temas de la Ilustración (el progreso, la laicidad, la reconsideración del cuerpo…) y él mismo es un excelente ejemplo del intelectual epicúreo, spinozista y materialista a escondidas, típico de la época. De hecho, fue un precursor de casi todo. Pero también vale la pena leerle porque su prosa resulta profunda sin resultar chispeante (Nietzsche admiraba su Diálogo de los muertos)2 y porque su ateísmo no ofrece solo una variante del anticlericalismo, sino que constituye una expresión filosóficamente muy coherente del mecanicismo racionalista asumido sin el punto de resentimiento tan obvio de muchos ilustrados. En la genealogía de las Luces, cuyo origen histórico hoy buena parte de los estudiosos sitúan, más que en París, en la Holanda de van den Enden y Spinoza, Fontenelle ocupa un lugar singular porque su obra permite enlazar el spinozismo del XVII, el mecanicismo cartesiano y el epicureísmo de los libertinos con los autores del siglo posterior. No es un autor que disponga de un sistema filosófico bien trabado, capaz de responder a todas las preguntas. Seguramente, cual buen escéptico, 2.- El 30 de marzo de 1879, Nietzsche escribió a Franz Oberveck: «El Diálogo de los muertos es de mi sangre.» Esa vinculación resultaba obvia para las primeras generaciones de estudiosos de Nietzsche. Ya en 1920, Charles Andler en el volumen primero de su: Nietzsche sa vie et sa penseé (hoy fácilmente accesible en la Red y durante años un libro de culto), dedicó un capítulo a la relación entre Fontenelle y el filósofo alemán. Para Fontenelle, como para Nietzsche, es el error y no la verdad la principal fuerza educadora de la vida. Nietzsche cita a Fontenelle en La Gaia Ciencia y en su biblioteca particular se encontraban el Dialógo de los muertos y la Historia de los oráculos.
II
La república de los filósofos
tampoco le interesaba demasiado ninguna filosofía que no contuviese alguna contradicción. Ni siquiera consideraba que ello fuese posible o deseable. Pero es un autor que plantea preguntas importantes, especialmente sobre el tema del poder en La historia de los ajaoianos, y sobre el cuerpo y sus usos en la Carta sobre la desnudez de los salvajes, un texto que hoy tópicamente denominaríamos biopolítico. Su texto sobre los habitantes de la isla de Ajaó tampoco es exactamente una utopía, en la medida en que el autor resultaba demasiado escéptico como para creer en un mundo feliz. El discreto Fontenelle (la expresión es de Voltaire) escribió mucho pero sermoneó muy poco, más allá de defender el tópico substine et abstine de los clásicos. Si algo resulta transparente en sus textos filosóficos es su profunda laicidad republicana a la vez que su escepticismo acerca del género humano y sobre el alcance mismo de la razón. Como académico de oficio y como longevo testimonio de su época, Fontenelle inventó prácticamente un curioso género literario, el del elogio fúnebre de sus compañeros académicos. Redactó ni más ni menos que ochenta Elogios de académicos, publicados en 1715, imprescindibles para entender la historia de la literatura y de la ciencia en su época, pero también para seguir la evolución de su pensamiento. Excepto algunos epigramas contra Racine, producidos en su juventud, parece que jamás disputó con nadie e incluso el dramaturgo Crébillon (1674-1762) dijo de Fontenelle que parecía tener miedo de tener razón... Tampoco quería ser, como le sucedió al desdichado Pierre Bayle (algo más de nueve años mayor que él), una especie de trágico mártir laico de la tolerancia moral. Fontenelle no habría aceptado jamás que la razón justificase el exilio ni la miseria. Una frase que se le atribuye y que incluso consta en su propio elogio póstumo como académico, dice exactamente: «Si tuviese el puño cerrado y lleno de verdades, me guardaría mucho de abrirlo, pues la mayoría de los hombres tienen necesidad de ser conducidos mediante prejuicios.3» Como buen escéptico estaba convencido de que «no tan solo no disponemos de los principios que nos llevan a la verdad, sino que 3.- Tomamos estas anécdotas de Fauteils de l’Académie Francaise par Pr. Vedrenne – études biographiques et littéraires. (s.d. circa 1855). 4.- Historia de los oráculos (1687), Primera disertación, capítulo IV.
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Introducción
disponemos de otros que se acomodan muy bien con lo falso,4» y buena parte de su obra consiste en una denuncia de la humana propensión a lo maravilloso, que nos lleva directamente a caer en la superstición. En la senda de Lucrecio y de Spinoza, Fontenelle opina que la naturaleza tiene sus razones (que la razón no conoce, obviamente) y que esas razones no son ni pueden ser malas, aunque resulten a veces extrañas. Para él, uno de los secretos de la felicidad consiste en la apatía, en el sentido griego de la palabra, es decir, en el de evitar el sufrimiento, especialmente cuando no conduce a nada. Siempre creyó –y lo teorizó incluso en un ensayo titulado precisamente Du Bonheur – que el común de los hombres se divide en dos clases: la de los seres larvarios que piensan lo mismo que su entorno y la de los obsesos, completamente dominados por sus miserias y sus odios. Entre unos y otros, y sometido al movimiento constante y al cambio de las circunstancias, el sabio procura algo tan complejo como reflexionar. Por eso no se irrita contra el mundo, como harán más tarde Voltaire o Rousseau, sino que, cual buen lector de Spinoza, procura comprender la necesidad, único medio de dominar la naturaleza al alcance de los humanos. La tolerancia y la libertad de conciencia son para cualquier espinozista armas más importantes que la indignación, finalmente estéril, contra un mundo que no nos gusta. La libertad del sabio proviene de la reflexión, pues, al cabo, ningún mito resiste a la lucidez. Según la baronesa Claudine de Tencin (1682-1749), interesantísima salonnière de la época, madre biológica de D’Alembert, y por cierto también muy olvidada, Fontenelle «tenía el cerebro en el lugar del corazón.5» Por eso le repugnaba la bondad de los tontos (para ser feliz – decía – hay que tener buen estómago y mal corazón) y no se dejó enredar nunca en polémicas públicas acerca de la religión, sino que defendió su opción personal sin alharacas y en privado –o cuanto menos en la relativa privacidad de los Salones. Contra Pascal y Locke, argumentó que no hay contradicción entre la mortalidad del alma y la felicidad humana, mientras que la opción religiosa puede ser perniciosa para la felicidad humana al 5.- Émile Faguet; Fontenelle. Plon: París, 1912, p. 108. 6.- Véanse sus Réflexions sur l’argument de M. Pascal et de M. Locke concernant la possibilité d’une vie à venir (1743). En resumen, y en un vocabulario todavía impreciso, Fontenelle propone una revisión del argumento de la apuesta de Pascal. Según Pascal y Locke en igualdad de condiciones habría que escoger la causa de Dios para no verse excluido de la vida eterna. Pero, si por un azar Dios no existiera, habríamos perdido lo único que realmente poseemos, nuestra vida terrenal ahora y aquí, nuestra felicidad presente, y no habríamos ganado nada.
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La república de los filósofos
producir temor.6 Pero su argumentación intelectualmente subversiva – nadie fue tan lejos como él en tiempos de Luís XIV sin conocer la cárcel– logró hacerla pasar como forma de esprit, como ocurrencia de Salón, siendo sin embargo perfectamente consciente de su doble juego. No hay un auténtico debate sobre fe y razón en la obra de Fontenelle. Más que ateo, Fontenelle es antireligioso. La religión le parece perfectamente explicable dado que lo único que hay que comprender es que no hay nada que comprender, pues todos los absurdos son incomprensibles y lo que no existe no puede dar vida a nada. Así que fácilmente podemos pasar a otra cosa, para evitar el ridículo de encontrar una causa de lo que no tiene causa. Si Fontenelle se puede presentar de alguna manera al lector actual es como un esprit fort de su siglo y como uno de los portaestandartes más significativos del spinozismo de su época. Poca gente sabe hoy todavía en qué consistía ser esprit fort o beau esprit en el siglo XVII. En resumen significaba pasar por un ateo, un epicúreo o un spinozista. Para decirlo con su piadoso enemigo visceral, el padre Garasse: «los espíritus fuertes solo creen en Dios por conveniencia y por máxima de Estado». Y defienden además que: «No hay otra divinidad ni potencia soberana en el mundo aparte de la Naturaleza, a la cual es preciso contentar en todo sin negar a nuestro cuerpo o a nuestros sentidos nada de lo que desean de nosotros en el ejercicio de sus potencias y facultades naturales7». Sin duda, Fontenelle encaja perfectamente en esta descripción, que cualquier filósofo etiquetaría como sensualista. Un beau esprit de la época se identificaba con las tesis del anónimo Tratado de los tres impostores, que en el Evangelio cristiano solo podía ver la expresión de la malicia y la estupidez de los hombres. Desde una posición atea, los cristianos resultan simplemente gentes incomprensibles que: «se pasan la vida trapaceando y persisten en el respeto a un libro en el que apenas hay más orden que en el Corán de Mahoma; a un libro, digo, que nadie entiende, tan obscuro es y tan mal concebido está; a un 7.- François Garasse (1623) ; De la doctrine curieuse des beux sprits de ce temps ou prétendus tels, pp. 226 y 268, que corresponde a las Tesis II y IV respectivamente. El libro del reverendo padre, hoy accesible en la web Gallica, constituye una summa imprescindible de las tesis del materialismo filosófico clásico. Una magnífica introducción al libertinaje filosófico se encuentra en el prólogo de Fernando Bahr en Los diálogos de un escéptico de François la Mothe Le Vayer. El Cuenco de Plata. Buenos Aires, 2005.
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Introducción
libro que solo sirve para fomentar divisiones. Los judíos y los cristianos prefieren consultar este galimatías que escuchar la ley natural que Dios, es decir la Naturaleza, en tanto que es el principio de todas las cosas, ha escrito en el corazón de los hombres.8» Como epicúreo erudito, Fontenelle consideraba que la vida del sabio solo es feliz cuando es retirada y por eso, su obra atea quedó manuscrita, solo al alcance de un público de Preciosas y de intelectuales de salón.9 Incluso a su muerte esta utopía tuvo una circulación más que restringida. Tanto que solo han llegado a nosotros tres ejemplares de la primera edición impresa de la obra (1768), que solo entró en el Índice de libros prohibidos el 14 de 1779.10 Si nos preguntamos por las fuentes de la Historia de los ajaoianos, un texto redactado por Fontenelle seguramente hacia 1682 pero con obvias revisiones posteriores, es evidente que además del eco del spinozismo habría que citar tres claras influencias. Pierre Bayle (1647-1706), autor del tópico del ateo virtuoso, se había preguntado si sería posible una república de ateos y este libro puede leerse como una respuesta a la cuestión. La respuesta de Fontenelle es que, innegablemente, lo sería. Estrictamente, Fontenelle sostiene que el ateísmo, o más estrictamente la laicidad y el patriotismo, constituyen la única garantía y la única fuente de 8.- Anónimo; Tratado de los tres impostores, cap. III, párrafo 11. Trad. de Pedro Lomba, Madrid: Tecnos, 2009, p. 174. En otro de los textos imprescindibles en la genealogía del materialismo ilustrado, La vida y el espíritu del señor de Spinoza, texto que evidentemente circulaba solo manuscrito, pero que fue muy conocido en la época, leemos otra de las tesis básica del materialismo: «Por lo que se refiere a la moral de Jesucristo, si se distingue la que le era particular de la que tenía en común con los filósofos, se hallará que la que le es particular adolece de dos defectos considerables. El primero, que exige de los hombres cosas absolutamente imposibles y contrarias a su naturaleza, como la obligación de odiarse a sí mismo, de amar a los enemigos, de no resistir ante los malvados, etc. El segundo, que parece haber sido imaginada en vista a hacer subsistir a una cuadrilla de mendigos y de vagabundos, como fueron sus apóstoles y discípulos.» (cap. IX, De la moral de Jesucristo, p.87 ed. cit.) 9.- Cabría reproducir, para entender la mentalidad desde la que escribe Fontenelle, las primeras frases del prefacio del Tractatus Theologico-politiucus de Spinoza (1670): «Si los hombres fuesen capaces de dirigir siempre su conducta por un deseo moderado y la fortuna siempre favorable, su alma estaría libre de toda superstición. Pero como a menudo se ven en tan miserable estado que no pueden tomar ninguna resolución racional; como flotan casi siempre entre la esperanza y el miedo, por bienes inciertos que no saben desear con medida, su espíritu se abre a la credulidad más extrema.» Spinoza, Introducción de Luciano Espinosa y trad. del Tractatus de Emilio Reus y Bahamonde. Editorial Gredos. Madrid, 2011 10.- solo se conocieron tres ejemplares de la primera edición, en la Biblioteca Nacional de París, la Biblioteca Real de Estocolmo y la Colección Luigi Firpo de Turín. La Voltaire Foundation (Oxford) publicó en 1998, en edición de Hans-Günter Funke, el texto de una copia manuscrita, no autógrafa y algo distinta, que se encontró en una biblioteca de Galatzi (Rumanía).
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posibilidad de un gobierno feliz. También se recoge en la obra el eco de las tesis de François de La Mothe Le Vayer (1588-1668) que en De la vertu des Payens (1642), había tomado sobre sí la ardua tarea de reivindicar la moralidad sin vínculo alguno a la religión cristiana de la tradición pagana. Finalmente, hay que recordar también a Jean de Léry (1536-1613), un marinero, pastor calvinista y explorador de extracción popular, que en su bellísima y muy leída Histoire d’un voyage fait en la terre de Brésil (1578) se atrevió a sostener que la supuesta inmoralidad del desnudo no residía en la desvergüenza de los indígenas sino en la mirada que sobre ellos tenían los europeos y especialmente la religión cristiana. Evidentemente esas tres influencias no son las únicas que recoge el texto. Ya Rabelais había criticado la piedad inútil y había propuesto, en su lugar, una vida sobria y laboriosa como la que propugna Fontenelle.11 Y cabría recordar aquí que Samuel de Sorbière (1615-1670) había traducido la Utopía de Moro al francés en 1643, que Gabriel de Foigny (16301692) había publicado una novela utópica, Terre Astrale Connue (1676), y que Denis Vairaise d’Allais (hacia 1635-40 - 1672) también había dado a conocer una Histoire des Séverambes (1677-1679), que sin duda Fontenelle conocía y adaptó; pero en lo fundamental sería un error incidir en una lectura demasiado literaria de la Historia de los ajaoianos. En la obra, el elemento geográfico y novelesco se encuentra reducido al mínimo y, de hecho, en el texto no hay prácticamente acción sino reflexión. Y específicamente reflexión sobre el poder desde una perspectiva que hoy denominaríamos republicana. Habría que ser muy ingenuo para creer que, como sostenía Michel Foucault: «la voluntad de no ser gobernado de este modo, es decir, mostrar la voluntad de oponerse al Absolutismo, convierte a alguien en un pensador ilustrado.»12 No basta situarse siempre «a la contra» para poder ser llamado revolucionario. Toda la filosofía política, en cualquier época, desde Platón hasta pasado mañana, hace referencia de una u otra 11.- François Rabelais; en Gargantúa y Pantagruel opone la sobriedad al fideísmo en textos como éste: «Ocupaos de vuestras familias, trabajad cada uno en vuestra vocación, instruid a vuestros hijos, y vivid como os enseña el buen apóstol San Pablo. Haciéndolo así, tendréis la protección de Dios, de los ángeles y de los santos con vosotros, y no habrá peste ni mal que os traiga perjuicio.» (cap. XLV: De cómo el monje llevó a los peregrinos, y de las buenas palabras que les dijo Grangaznate, p. 293). Trad. de Gabriel Hormaechea. Barcelona: Acantilado, 2011. 12.- Michel Foucault; Sobre la Ilustración. Madrid: Tecnos, 2003, p.44 y ss.
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Introducción
manera a la cuestión de cómo ser gobernado, y en general las filosofías políticas tienden a estar siempre en oposición a las prácticas realmente existentes. En este sentido es bueno ser escéptico ante teorías demasiado perfectas dirigidas a racionalizar actuaciones imperfectas. Por eso mismo es importante insistir en que lo decisivo en una filosofía política ilustrada no es estrictamente la crítica a la gobernanza o al gobierno. Ni siquiera basta para definir un pensamiento político como ilustrado el hecho de que nos proponga mundos posibles o alternativos, más o menos racionalizados. No es el carácter utópico de un texto lo que le convierte en ilustrado, sino la respuesta que sea capaz de ofrecer a la problemática política en términos de laicidad. Ilustración significa opción por la laicidad y conceptualmente se opone a magia como razón, se opone a superstición. Ya el bibliotecario de cámara de Mazzarino, el maquiavélico Gabriel Naudé (1600-1653), en su Apologie pour tous les grands personnages qui ont ésté faussement supçonnez de magie (1625), elaboró una crítica de lo que hoy denominaríamos esoterismo y del uso político de la manipulación histórica y, en ese sentido, su obra abrió un camino. Naudé teoriza que el Estado se sirve de la magia y de la credulidad humanas para usar de ellas en provecho propio. Ilustración es, a partir de entonces, en consecuencia, lo contrario a la magia. Nadie se convierte en ilustrado solo por oponerse a la autoridad, materia indispensable y primaria en cualquier Estado, sino que lo significativo es esforzarse en descifrar el secreto del poder. La Ilustración se caracteriza por proponer que esa autoridad sea racionalizada y por sugerir que la felicidad es inseparable de la virtud. La razón (que para todo ilustrado es artificio) es la negación de la magia, es decir, del naturalismo. Contra algunas interpretaciones materialistas pero ingenuas de la naturaleza, Spinoza había afirmado que en la naturaleza no hay ni libertad, ni magia, sino determinación. En su Ética (Proposición XXXV), «en cuanto los hombres viven según la guía de la razón, sólo entonces concuerdan siempre necesariamente con la naturaleza», y ese es el designio que mueve a los pensadores de las Luces. Ello no niega que la Ilustración contenga más o menos elementos utópicos. Incluso, para gran escándalo de nuestros epistemólogos
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contemporáneos, Fontenelle llegó a escribir que las quimeras forman parte de la ciencia.13 Fontenelle designa explícitamente tres de ellas: en química la piedra filosofal, en geometría la cuadratura del círculo y en moral la perfecta amistad, pero las concibe como el límite de la investigación científica y no como un término alcanzable. La quimera es el encuadre de la ciencia y tiene un papel positivo como motor de la investigación, y como horizonte remoto, pero lo científico en Fontenelle no es el fin que se procura sino los medios con los que trabaja. El simple hecho que Fontenelle defienda, en congruencia con lo ya afirmado por La Mothe Le Vayer, que en todas las ciencias hay inevitablemente algo de vago y de quimérico, le sirve para criticar las supuestas verdades de la fe pero no para negar lo que de acicate para el progreso de la ciencia puede haber en la persecución de lo que hoy llamaríamos una teoría unificada sobre el mundo. La Ilustración sabe que para vivir de una forma distinta primero hay que ser capaz de imaginar esa nueva forma, pero no permanece en la imaginación, ni en la utopía. Por eso no se propone tanto una refundación del Estado cuanto una reconsideración y una refundación de la sociedad, liberada de la apelación a lo mágico y a lo trascendentemente metafísico. En lo fundamental su propuesta es que, de una sociedad basada en el derecho divino, se pase a otra fundamentalmente laica. La laicidad de la sociedad no la convertiría en una entidad perfecta, sino en una herramienta perfectible, lo que es obviamente muy distinto. No debiera olvidarse, por ejemplo, que en la Utopía de Moro había esclavos, como también los hay en la isla de Ajaó que nos presenta Fontenelle. Los ajaoianos que resuelven sus litigios en asambleas y no alaban a los dioses son, a la vez, y de manera inseparable, brutalmente machistas y todos poseen dos mujeres perfectamente sumisas, educadas de forma específica para la reproducción y que aprenden a coser diligentemente. Sitúan espías en países extranjeros y no establecen, para nada, el reino de Dios en la tierra sino que se someten a un régimen de trabajo brutal y a un escrutinio mutuo donde nadie goza de libertad personal. Tres elementos (raza, sexo y trabajo) determinan profundas diferenciaciones sociales en la isla de Ajaó, por mucho que la isla sea 13.- Marie-Francoise Mortureux: La Vulgarisation scientifique aux XVIIIe siècle à travers de l’œuvre de Fontenelle. París : Didier, 1983.
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ubérrima y por muy filósofos que se nos presenten sus habitantes que – eso sí – no alaban a los dioses sino al Estado, son educados como espartanos, recitan himnos patrióticos y mueren sin lamentarse, haciendo apelaciones a la virtud y al sacrificio comunitario. Que Fontenelle critique: «el impertinente prejuicio que todavía se mantiene, según el cual los pueblos que no pertenecen a nuestro continente son bárbaros y brutos», no le convierte en un antiimperialista. Y que los ajaoianos vivan sin libro sagrado, ni ley escrita no les hace anarquistas. Nada es fabuloso en la utopía de Ajaó. Si no hay sacerdotes, encontraremos, en cambio, padres de familia que convierten el hogar en un foco de veneración hacia el Estado. Y es que, tal vez convendría asumir que ninguna teoría de la Ilustración propone la perfección humana. De hecho, para los ilustrados la felicidad tiene poco que ver con la generosidad y mucho con la lucidez porque, en definitiva, el espíritu de geometría gobierna el mundo; el razonamiento, incluso cuando no logra una respuesta, nos ofrece una respuesta clara y distinta, y puede transportarse a todo tipo de cuestiones. La Ilustración no consiste en propugnar ninguna opción ingenua por la verdad. La propuesta de las Luces es, más bien, la de atreverse a pensar sin esperar ninguna respuesta mágica, pues la magia supone la confusión y la manipulación de los humanos. En tal sentido, esta República de los filósofos significa una importante aportación a la teoría ilustrada, en la medida que aporta un elemento fundamental de la misma: la laicidad, como condición para construir sociedades más libres. Imperfectas, como es obvio, pero razonables y, por ello mismo, perfectibles. Algo similar podría decirse de la Carta a la Señora Marquesa de *** sobre la desnudez, de los salvajes, un texto que no habría que situar tan solo en la corriente del libertinaje erudito,14 sino que puede leerse hoy como un manifiesto por el derecho al propio cuerpo, o como un anuncio de lo que actualmente se denomina la biopolítica. Como el 14.- Es significativo que el concepto de libertino, que en origen designaba al liberto en el derecho romano, tomase con Calvino, que fue el primero en darle contenido moralizante y religioso, un sentido insultante. Libertino es quien tiene su propia opinión en materia religiosa y, finalmente, con el reverendo padre jesuita Dominique Bouhours (1628-1702), libertinos son «todos cuantos viven a su modo». Bossuet distinguió claramente entre libertinos y esprits forts y convendría no olvidar esta distinción. Muy en resumen, el libertino mantiene un cierto nivel de ironía en sus afirmaciones, más o menos atrevidas en materia de religión. El esprit fort es claramente un ateo, o alguien que se construye una religión particular. Si el libertinaje se refiere a las costumbres y al cuerpo, la fortaleza de espíritu refiere a la posición ante la trascendencia. Un trabajo absolutamente clásico y todavía útil es de F.T. Perrens; Les libertins en France au XVIIè Siècle (1896), hoy accesible en la web Gallica.
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mismo título indica, el texto no es otra cosa que una apología del derecho al propio cuerpo y a la desnudez, y una reflexión sobre el papel de la educación en la creación de tabús culturales. De la misma manera que para Fontenelle la religión es una especie de daño autoinfligido y que, en su opinión, los humanos tienden al masoquismo moral, el secreto de la felicidad (epicúrea, espinozista) consiste en no pedir demasiado a la vida y en asumir la realidad de lo que existe –y no sólo de lo que nos gustaría que existiese – evitando el autoengaño. La imaginación, la exaltación y los mitos arruinan la existencia, de ahí que el filósofo no deba nunca condenar el cuerpo. Alrededor de esa tesis se construye la Carta. Después de Foucault está de moda afirmar que con la Ilustración, el poder tiende a centrarse en el control de los cuerpos, pero desgraciadamente esa afirmación no se sostiene demasiado en los textos. O por, lo menos, no en los textos más significativos del periodo. De Fontenelle a Diderot, liberar el cuerpo es una condición necesaria para liberar la mente y, como nos dice el texto de Fontenelle, «La vergüenza no consiste en ir desnudo o vestido, sino en violar las leyes, los hábitos, las costumbres establecidas por las leyes particulares de cada país.» Si no dejamos la vida íntima y la privacidad en un reposo alegre y al margen del poder, no podremos ser felices. «¿Por qué sería vergonzoso mostrar ciertas partes de nuestro cuerpo mientras nos vanagloriamos mostrando desnudas otras? No puede ser más que por una prevención, una costumbre, el efecto de la educación, las ideas que nos marcan, que nos hacen ruborizar cuando mostramos el vientre, el pecho, las nalgas, en los países donde se usa la ropa; esas mismas razones hacen sentir vergüenza de mostrar la cara, la boca, los pies en los pueblos donde está prohibido dejar que se vean.» Tal vez esa convicción según la cual, finalmente, la libertad está vinculada a la felicidad personal y al cuerpo sea lo que nos permite seguir hablando hoy de la herencia de las Luces cuando ya no creemos demasiado en la idea de progreso. No es poco reivindicar una política laica y un cuerpo liberado, como nos propone en estos textos el viejo Fontenelle.
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LA REPÚBLICA DE LOS FILÓSOFOS O LA HISTORIA DE LOS AJAOIANOS A la que se añade una Carta sobre la desnudez de los salvajes
Traducción del francés de Margarita Lafont Revisión, prólogo y notas de Ramon Alcoberro
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ADVERTENCIA que debe leerse
Habitualmente suelen pasarse por encima las primeras páginas de un libro, y ello con razón, pues a menudo las opiniones, los prefacios y las advertencias no ofrecen otra cosa que un amasijo de elogios acerca de la obra y el autor. Esta Advertencia no pecará de tal; no se alabará al Autor que yace enterrado a más de 1.600 leguas de aquí, ni sus Memorias, que cada cual juzgará según le venga en gana, ni tan siquiera la traducción que no ha pretendido otra cosa que ser una fiel réplica de la obra. ¿Para qué, pues, esta advertencia? Para impedir que el lector juzgue temerariamente sobre el señor van Doelvelt.
Estas Memorias están escritas de manera que el autor toma partido a favor de los ajaoianos;1 ello podría dar una idea equivocada al lector que debe esperar a juzgarle al último capítulo de estas Memorias. Esa es la razón que me hace actuar de tal manera. Me parece que podría dar lugar a acusar a este hombre honesto de traicionar a la Religión, de sacrificarla ante gentes que no tiene ninguna. Debe, pues, leer este relato como si lo hubiesen escrito los mismos ajaoianos; pues, tal y como se verá en ese último capítulo, Mr. Van Doelvelt, al hacerse ciudadano de Ajaó, abrazó todas sus creencias de una manera tan sincera que de regreso a Europa puso todo su empeño en lograr prosélitos, y no resolvió volver a Ajaó hasta que se dio cuenta de que era imposible hacer que sus compatriotas, ni tan siquiera a sus mejores amigos, entendieran y abrazaran la manera de vivir de los ajaoianos.
1.- El nombre mismo de ajaoianos sugiere un juego lingüístico con la palabra ‘joie’, la alegría, el contento, y ofrece la primera información sobre el contexto de epicureismo libertino (en el sentido que la palabra ‘libertino’ podía tener en los primeros años del siglo XVIII) en que se inscribe el texto. 3
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He creído que era mi deber advertir al lector de tales circunstancias, para salvaguardar el honor del autor; y para satisfacción del lector le haré saber que Mr. Van Doelvelt decidió, finalmente, regresar a Ajaó, donde le esperaban sus mujeres y sus hijos, en 1682. Como al partir prometió a sus amigos hacerles saber el éxito de su viaje, se recibieron cartas suyas, fechadas en Laontung, Tartaria, en la frontera de China, a donde llegó sin contratiempos y desde donde esperaba volver a ver su querida patria y respirar antes de dos meses el aire limpio y puro de Ajaó. Ello permite suponer que alcanzó su destino sano y salvo.
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ÍNDICE DE LOS CAPÍTULOS Contenidos en esta obra
ADVERTENCIA (que debe leerse) CAPÍTULO I. Breve relación del viaje del Sr. Van Doelvelt. De su llegada al país de los ajaoianos y de cómo fue por ellos recibido. CAPÍTULO II. Descripción de la isla de los ajaoianos. CAPÍTULO III. Sobre la religión de los ajaoianos. CAPÍTULO IV. Sobre la educación de la juventud entre los ajaoianos. CAPÍTULO V. Sobre los diferentes magistrados de los ajaoianos. CAPÍTULO VI. La conducta de los ajaoianos. CAPÍTULO VII. Función de los Minchistos, de los Minchiskoa, de los Minchiskoa-Adoé y de los Adoé-Rezi. CAPÍTULO VIII. Sobre la guerra, el tesoro, los esclavos y la política de los ajaoianos. CAPÍTULO IX. Sobre el matrimonio y el nacimiento de los hijos. CAPÍTULO X. Sobre la muerte y los funerales. 5
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CAPITULO XI. Continuación de la historia de la estancia del autor y de sus compañeros en la Isla de Ajaó. CAPITULO XII. Discurso sobre la existencia de Dios, pronunciado en 1679 en la Asamblea general de los pueblos de Ajaó, cerca del Lago de Fu. De cómo el Autor regresó a Europa.
Carta a la Sra. Marquesa de *** sobre la desnudez de los salvajes…………….42
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HISTORIA DE LOS AJAOIANOS o Relación de un viaje del Señor S. van Doelvelt a oriente, en 1674, que contiene la descripción del gobierno, de la religión y las costumbres de la nación de los ajaoianos. Traducido del original holandés.
CAPÍTULO PRIMERO Breve relación de un viaje del Sr. Van Doelvelt. De su llegada a la isla de los ajaoianos y cómo fue por ellos recibido
Asqueado por los conflictos que destrozaban mi patria, causados por espíritus facciosos que, cualquiera que fuese su partido, no eran movidos más que por vergonzosos motivos de interés, de odio y de ambición, tomé la decisión de viajar, esperando que a mi retorno se hubieran disipado las facciones en que yo no podía tomar parte sin sentirme culpable, no solo de injusticia ante el tribunal de mi conciencia, sino también de traición hacia mi patria.2 2.- Referencia a la Guerra franco-holandesa o Guerra de Holanda (1672–1678), que tuvo lugar entre Francia, Münster, Colonia e Inglaterra contra las Provincias Unidas, a la que posteriormente se le unieron España, el Sacro Imperio Romano Germánico y el Elector de Brandeburgo para formar la Cuádruple Alianza.
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Un primo que tenía en Zelanda, cuyas grandes posesiones y su calidad de Bewindhebber [asesor] de la Compañía de las Indias Orientales3 le otorgaban cierto crédito, me facilitó los medios para llevar a cabo mi proyecto, procurándome una plaza segura en uno de los barcos que partieron hacia finales de 1673. Como mi deseo es contar la historia de la feliz nación de los ajaoianos, pasaré por alto todo lo que mi diario contiene referente a lo ocurrido durante el trayecto y todo cuanto me pareció remarcable. Muchos otros han hablado de ello antes de mi partida y después de mi regreso. Llegado a Batabia,4 entregué mis cartas de recomendación al General y al Director-General, quienes me ofrecieron sus mejores oficios, de tal manera que por consideración hacia mi primo me vi en otro mundo, por así decirlo, en situación de contentar ampliamente la pasión de descubrir, por la que siempre había estado poseído, resuelto a eternizar mi nombre, muy resuelto a bautizar como Doelveltlandia la primera costa deshabitada o desconocida a que arribara. Pero no eran esos descubrimientos pasajeros e imperfectos lo que buscaba. Deseaba, con todas mis fuerzas, descubrir en mí a un hombre capaz, diferente a esos atolondrados y perezosos que, contentos con saludar las costas que descubren, casi ni ponen un pie en el suelo para examinar la naturaleza del país. Mi resolución no disgustó en absoluto a los Sres. Directores. Gentes ávidas de grandes descubrimientos que contribuyen a la propagación de su imperio en aquel país. Por ello me permitieron ejecutar todos cuantos proyectos juzgase razonables y pusieron bajo mis órdenes cuatro de los pilotos más experimentados en las cartas náuticas de los mares donde pudiese haber tierras desconocidas. A mediados de 1675, después de haber llevado a cabo diversos intentos improductivos en tierras meridionales, se presentó una oportunidad demasiado favorable para que pudiese dejarla escapar. Se trataba de 3.- La Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales (Vereenigde Oostindische Compagnie o VOC en neerlandés, literalmente Compañía de las Indias Orientales Unidas) se estableció en 1602 y fue liquidada en 1800. 4.- Batavia fue el nombre colonial de la ciudad de Yakarta (Indonesia) entre 1619 y 1942.
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un descubrimiento, por así decirlo. El rumor de que algunos barcos moscovitas, o del Mar Blanco,5 tras de haber sido desviados de su rumbo por fuertes tormentas, habían encallado en las costas de Nifom, hizo concebir a algunos miembros de la Regencia la idea de descubrir una nueva ruta, para viajar de las Indias a Holanda, por el Norte de Tartaria y de Escandinavia. Fui consultado sobre este tan hermoso proyecto; no me quedé corto ensalzándolo y propuse, incluso, formar parte de la expedición. Todo fue rápidamente preparado para nuestro nuevo viaje; y tras las completas explicaciones que se brindaron a Su Majestad Japonesa, sobre las ventajas que alcanzarían sus súbditos con un descubrimiento de tal envergadura, se nos ofreció la garantía que en caso de que cualquier tormenta nos hiciera encallar en sus tierras, o que nos faltasen víveres en esa ruta desconocida, se nos otorgaba permiso para el avituallamiento en la costa de Nanhu, al Noreste de la isla de Nifom. Se pertrecharon con todo lo necesario los cuatro buques que debían alcanzar la gloria por ese descubrimiento. No se ahorraron las armas ofensivas ni las defensivas, ni los instrumentos para preservar nuestros bajeles de los hielos del norte; y por nuestra cuenta construimos media docena de balsas para poder usarlas en caso de sufrir algún ataque o de tener que acercarnos a las costas. No puedo dejar de consignar que fueron una invención mía, ni de trazar aquí una descripción de ellas. Eran de ese tipo de balsas de las que se sirven en las Indias para transportar mercancías entre las islas, pero yo las reforcé. ¡Reforzar unas balsas! ¡Que ocurrencia! Tanta ocurrencia como se quiera, pero yo lo hice; y he aquí cómo. Puesto que esas balsas estaban destinadas a usarse sólo en caso de ser atacados, imaginé que, si se podían abordar a estribor y a babor, se dispondría de toda la extensión de a bordo, para que los soldados pudieran alinearse de frente y cubrir mayor espacio de fuego, estando más a su aire, sin amontonarse, pudiendo ofrecer mayor resistencia a quienes se atreviesen a oponérsenos. Para facilitar los abordajes laterales, 5.- El Mar Blanco se extiende sobre 95.000 km2 al noroeste de Rusia, al sur del mar de Barents; es una parte del Océano Ártico.
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hice construir con unas fuertes pértigas, y unas velas recubiertas de brea, una especie de pico postizo que se metía en el agua contra el flanco del buque, con unas poleas que había colocado en la popa. Este pico hacía el mismo efecto que los ángulos que se sitúan en los arbotantes de los puentes para romper la corriente del agua; y dos timones que hice colocar en el lado opuesto a las poleas, servían para dirigir la balsa hacia las costas con gran facilidad; ya que ese pico postizo rompía el agua que hubiera golpeado el lateral con demasiada violencia. Después de haber solucionado este tema, busqué la manera de cubrir a los soldados, y no encontré otra que aportase más seguridad que la de hacer construir una especie de parapeto, a babor de la balsa; para mantenerla en equilibrio, hice poner en el lado de estribor un lastre igual a lo que pesaba la madera usada para construir el parapeto, que cubría a los soldados por encima de la altura de sus cabezas, por medio de una especie de medio arco que hice levantar sobre la cresta. Así se hallaban a salvo de los golpes en caso de acercarnos a alguna costa escarpada en la que los habitantes estuvieran situados a más altura que la balsa y el parapeto. Esa es, más o menos, la descripción de mi balsa reforzada, que fue muy útil pero no contra los ajaoianos, como pronto se verá. Partimos del puerto de Batavia y depositamos a lo largo de la travesía órdenes del General a algunas islas que se hallaban en nuestra ruta; como habíamos escogido la estación en que los vientos del sur reinan casi siempre en estos mares, dejamos atrás velozmente todas las islas de Japón; y habiendo superado el estrecho de los Oríes corrimos hacia el este, para intentar redescubrir tierras que habían sido ya descubiertas por algunos marineros japoneses. No habíamos navegado aún cien leguas hacia el noreste cuando descubrimos algo a lo lejos. Desplegamos de inmediato todo el velamen para dirigirnos hacia esa cosa, pero a pesar de que a la mañana siguiente creímos estar muy cerca, de pronto desapareció de nuestra vista, por lo que supusimos que se trataba de alguna espantosa ballena que habría pasado la noche allí; pero su huida nos procuró una alegría más auténtica, ya que tras del espacio que ésta ocupaba, descubrimos alguna cosa que conjeturamos con certeza que debía ser tierra. En efecto, empezamos 10
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a apreciar montes y valles; incluso nuestros catalejos nos ayudaron a observar vegetación. Así continuamos nuestro viaje. Nos encontrábamos a 48 grados 12 minutos de latitud, y sobre 197 de longitud. La noche se nos echó encima acompañada de una gran calma, que recibimos con satisfacción, ante el temor de encallar en costas desconocidas o contra algún escollo. Cuando la aurora nos permitió ver dónde nos hallábamos y a dónde nos dirigíamos, tomamos medidas para asegurarnos de que se trataba verdaderamente de tierra; y después de muchas especulaciones, vueltas y revueltas, nos convencimos de que lo era, e incluso de que bien podía tratarse de una isla de dimensiones considerables. Convencidos de ese extremo, tuvimos una pequeño consejo para decidir la manera de realizar la aproximación y tras escuchar diversas opiniones, propuestas y exámenes, convenimos que lo mejor era apostar nuestros cuatro buques durante la noche a una distancia razonable de la isla, de manera que cubrieran la visión de nuestras balsas reforzadas, que avanzarían hacia la costa a punta de día, para llevar a cabo el desembarco sin ser vistas, si tal era posible. El impertinente prejuicio que todavía se mantiene, según el cual los pueblos que no pertenecen a nuestro continente son bárbaros y brutos, nos hizo entonces suponer que esos desconocidos, si es que los hubiese, no serían lo suficientemente inteligentes como para tener centinelas apostados a lo largo de sus costas, cual tenemos nosotros en Europa; pero nos equivocamos estrepitosamente ya que, como explicaré, fuimos descubiertos incluso antes de descubrirles y se nos esperaba a la defensiva mucho antes de haber mantenido nuestro consejo de guerra. Pero, ¡quanta cadunt inter humana supremaque labra!6 Nuestro plan estaba a punto de ejecutarse, cuando cerca de las tres de la madrugada dio comienzo una tempestad tan terrible que nos resultó imposible mantener nuestros naves cerca unas de las otras. Nuestros cuatro buques se dispersaron, nuestras balsas se convirtieron en juguete de los vientos 6.- ¡Cuantas cosas humanas se hunden entre las aguas brutales!
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y las olas, y como descubrí tras mi regreso a Batavia, sólo tres balsas pudieron reencontrarse con los cuatro buques después de más de diez días de esa tempestad, con gran esfuerzo y muchas penalidades. Por lo que respecta a la balsa en la que me encontraba yo junto a 160 hombres, fue lanzada a la arena de esa tierra desconocida, donde naufragamos, tras haber estado 24 horas expuestos a los vientos y habernos visto en más de cien ocasiones a punto de ser arrastrados a las profundidades. No estuvimos mucho rato ahí; ni tiempo nos dieron a deliberar, ni a ponernos en guardia. La fatiga y el miedo que mis soldados habían pasado, les había dejado tan abatidos que habrían sido incapaces de defenderse, si los pueblos de esta tierra hubieran sido tan bárbaros como nos los imaginábamos. Pero cuál fue nuestra sorpresa, cuando en el momento en que menos nos lo esperábamos, al verlos acudir en tropel hacia los despojos de nuestra barca, creyendo estar a punto de ser despiadadamente masacrados, les vimos bajar sus armas y venir en nuestra ayuda al mismo tiempo que con gestos nos invitaban a seguirles y a no tener miedo. Quisimos preguntarnos qué debíamos hacer y mirábamos a todas partes con ojos desorbitados, sin descubrir señal de ayuda alguna. Pero no vimos otra cosa que olas encrespadas: así que nos juntamos a deliberar. Entonces uno de los más fuertes del grupo de nuestros captores se acercó a nosotros, acompañado de otro que semejaba estar a sus órdenes. Pareció que sólo se acercaban para ver qué hacíamos, de manera que cada uno de nosotros expuso su parecer libremente, pues estábamos harto convencidos de que no nos entendían. Pero pronto nos dimos cuenta del error, cuando uno de nuestros oficiales propuso dejarnos conducir por esos desconocidos, pero sin bajar la guardia, escondiendo nuestras pistolas y bayonetas debajo de los capotes para poder vender muy caras nuestras vidas si tal fuese menester; entonces el que acompañaba al jefe de los habitantes le dijo algunas palabras en la lengua del país, tras de lo que se acercó a mí, dándome golpecitos en la mano: «cristianos holandeses» me dijo en buen holandés, «no intentéis hacer trampas como los españoles o los portugueses, vuestras precauciones son inútiles; sabemos para qué 12
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sirven vuestras pistolas y vuestros fusiles y no vamos a permitir que las llevéis con vosotros a nuestro pueblo. Dejadlas en la orilla con algunos de vuestros hombres, para guardarlas, hasta que hayáis recibido órdenes de nuestra Magistratura Soberana». Podéis suponer cuál fue nuestra sorpresa al oír nuestra lengua en boca de uno de esos bárbaros, no hubo ya nada más que deliberar; yo no pensaba en otra cosa que en cómo disculpar los sospechosos sentimientos de mi compañero y en suplicar al intérprete para que intercediese con su buen hacer por unos desgraciados a quienes los vientos y la tempestad habían lanzado a tierras desconocidas; pues la Providencia nos había puesto en sus manos y podían hacer con nosotros todo cuanto quisieran, pues bien sabían que un centenar de desgraciados no podían resistirse a todo un pueblo. Él me interrumpió asegurándome que no teníamos nada que temer si nos sometíamos a las justas órdenes que la Magistratura Soberana nos daría, sin pretender que nos sometiéramos a ellas a disgusto que se me conduciría ante esa Soberana Magistratura, ya que parecía que yo era el jefe de esta infortunada tropa, que yo sería tratado con toda la delicadeza imaginable y que después de haberme interrogado, la Soberana Magistratura me daría, ella misma, sus órdenes. Le pregunté cómo debía comportarme en esa audiencia. «Vuestra gente», me dijo, «no tiene más que seguir a ese grupo que va hacia la izquierda; en cuanto a usted se le dará un caballo e irá con cuatro de nuestros principales oficiales por otro camino, por el que llegará al pueblo al mismo tiempo que su gente, que se alojarán en una gran casa fuera de la ciudad, donde los cuatro oficiales le conducirán para ponerse una ropa parecida a la nuestra. Después ellos le conducirán ante la Magistratura Soberana, a quien darán cuenta de vuestra desgracia. Yo estaré allí para serviros como traductor: compareced con la misma confianza, como si estuvierais en medio de un grupo de vuestros mejores amigos ya que, sin conoceros, todos nosotros lo somos y no hay nadie aquí que no derramara su sangre por usted o por cualquiera de vuestra tropa». Tanta humanidad me cautivó, dejé a disgusto a mi afable intérprete que debía acompañar a nuestra gente y seguí al oficial con el que me hallaba; 13
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se le unieron otros tres, me dieron un caballo y tomamos el camino del pueblo. Como deseo ofrecer una descripción de ese país, diré que no había visto jamás nada tan bello como los prados que atravesamos. La abundancia reinaba por todas partes, el orden y la simetría eran admirables, la campiña se veía repleta de ganado: vacas, bueyes, caballos, ovejas, cabras, todo eran rebaños y manadas, en cantidades extraordinarias a comparación con las nuestras. Los árboles se curvaban bajo el peso de frutos de todas las especies. En una palabra, nada más agradable que la visión de las riquezas de esa tierra fértil. Me hallaba a las puertas de una gran ciudad sin haberme percatado de la distancia que había recorrido. Vi a mi gente en otro camino y llegamos a la vez a una gran casa llamada Hotel de los extranjeros, donde nos dejaron alojados y dueños de nosotros mismos. Un hombre, a quien tomé por un esclavo, me mostró una tela verdosa, que no era ni sarga ni paño y que se me hizo comparable a nuestra ropa de precio. Como no era más que especie de camisón o de mantón largo con mangas lo tuve pronto colocado sobre mis espaldas y con ese equipaje seguí a mis cuatro guías o guardias, que me condujeron al pueblo de Ajaó que describiré en otro momento. Atravesamos diversas calles, todas parecidas, hasta que llegamos a una gran plaza y nos encontramos ante un gran palacio al que me di cuenta que me conducían e imaginé que podía ser la morada del soberano. Me coloqué mi nueva vestidura tal como veía que la llevaban quienes me conducían (ya que todos iban vestidos igual en ese país) y penetré en un amplio patio donde encontré a mi intérprete, con quien me dejaron mis guías. Tras de ello, subieron por una magnífica escalera y desaparecieron. Un cuarto de hora más tarde dos hombres vinieron a buscarnos y subimos por esa escalera desde donde accedimos a una gran sala, de la cual pasamos a otra un poco más pequeña, donde se hallaba la Magistratura Soberana que voy a describir.7 7.- Como corresponde a las reglas del género utópico, que invierte en la ficción las condiciones reales de las sociedades donde se escriben, Ajaó es una república asamblearia e igualitaria, es decir, todo lo contrario de la monarquía absoluta francesa.
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Veinticuatro hombres de unos cincuenta a sesenta años, sentados en redondel sobre una alfombra, sin distinción, ni por rango ni en su vestimenta, formaban ese Consejo Soberano que rige con una sabiduría sin igual todos los temas de un Estado bastante extenso. La habitación no se hallaba ni magníficamente amueblada ni engalanada con esculturas de oro o de mármol; las paredes, igual que el techo recubierto de un tipo de escayola brillante del país, eran de un blanco más limpio que todos los adornos de arte. No había ni secretaría, ni escribano que tomase nota de las decisiones de esta Corte Soberana. Cuatro grandes libros se hallaban en el centro del círculo, uno era el Registro de la Policía, el segundo el de los Juicios y Resoluciones, el tercero el de las Finanzas y el cuarto el de la Guerra y los Esclavos; encerraban todas las leyes del Estado y todos los secretos de esa sabia Magistratura de la que hablaré extensamente en otro lugar. Cuando me hicieron pasar con mi intérprete, nos quedamos de pie cerca del círculo y todos los Magistrados, incluso los que estaban dándonos la espalda, centraron su mirada en nosotros, y el más próximo a mí me dirigió la palabra en su lengua; mi intérprete me tradujo: «Extranjero, todo nuestro pueblo se compadece de su desgracia y estamos muy apenados por su naufragio pero como nosotros no comerciamos con ninguno de los pueblos de nuestro alrededor, no podemos encontrar la manera de ayudaros a regresar a vuestra patria. Si os diésemos materiales para reparar vuestra chalupa, tal vez, con la esperanza de poder regresar a vuestro país pese a los peligros, estaríais tentados de exponeros a perecer en medio del vasto mar. Pero, en conciencia, no podemos ocasionar la pérdida de tantos hombres útiles a la Naturaleza. Por eso creemos conveniente quemar todo cuanto la tempestad arrojó con vosotros a nuestras playas; que se os dé la casa donde ya están alojados vuestros hombres y que os quedéis allí durante catorce lunas para aprender las costumbres de nuestros pueblos. Se os facilitará comida y todo lo necesario, como a los otros ciudadanos. Pasado ese tiempo, aquellos de los vuestros que no quieran vivir con nosotros, podrán en su momento retornar a su patria. ¿Esta oferta os parece bien? Responded, sabio extranjero». 15
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Di las gracias al Magistrado y solicité permiso para poder contárselo a mis compañeros, pues no podía decidir por ellos. Accedieron a mi demanda y me retiré de la misma forma que había entrado, es decir, sin ninguna ceremonia. Encontré a mis hombres casi tan impacientes como temerosos, pero en cuanto hubieron oído mi resumen del discurso del Magistrado, bendijeron el momento en que naufragaron y fueron a parar a una tierra donde se les estaba dando la oportunidad de vivir con tranquilidad y a su gusto el resto de sus días. Es verdad que algunos expusieron su deseo de irse si quedarse significaba quedarse solteros el resto de sus vidas pero yo mismo les dije que el futuro respondería a su impaciente pregunta y volví al palacio, donde gracias a mi intérprete fui de nuevo recibido. Aseguré a la Magistratura Soberana la sumisión de toda mi gente a sus justas leyes y pedí que nombrase a alguien para hablar conmigo acerca de todo cuanto necesitábamos para establecernos. Mi demanda sorprendió muchísimo a esa venerable asamblea y uno de ellos, tomando la palabra, me dijo: «Amigo, nuestros asuntos se tratan aquí en público, por eso nos hallamos reunidos; hablad, se os responderá.» Me excusé por mi ignorancia sobre las leyes del país y me retiré pidiendo permiso para ser recibido una vez más y para poder tener cerca de mí a mi intérprete, de manera que fuese aprendiendo todo cuanto me iba a hacer falta, cosa que se me concedió inmediatamente. Así es como llegué a Ajaó y como me quedé. Pasemos a la historia del pueblo de esta isla, el más feliz que existe en nuestro globo terráqueo, tanto por la sabiduría de sus leyes, como por la rectitud con la que las practican.
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