El libro de las tinieblas

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Narrativa contemporรกnea

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Narrativa contemporรกnea

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Dübell, Richard, 1962El libro de las tinieblas / Richard Dübell ; traductor Luis Carlos Henao de Brigard. -- Editor Alejandro Villate Uribe. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2016. 324 páginas ; 23 cm. -- (Narrativa Contemporánea) Título original : Das Buch der Finsternis. ISBN 978-958-30-5266-8 1. Novela alemana 2. Novela histórica 3 Tinieblas - Novela 4. Historias de aventuras I. Henao de Brigard, Luis Carlos, traductor II. Villate Uribe, Alejandro, editor III: Tít. IV. Serie. 833.91 cd 21 ed. A1541019 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., noviembre de 2016 Título original: Das Buch der Finsternis © 2014 Richard Dübell © 2014 Ravensburger Buchverlag Otto Maier GmbH, Ravensburg, Germany © 2015 Panamericana Editorial Ltda. de la versión en español Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000 Fax: (57 1) 2373805 www.panamericanaeditorial.com Tienda virtual: www.panamericana.com.co Bogotá D. C., Colombia

Editor Panamericana Editorial Ltda. Edición Alejandro Villate Uribe Traducción del alemán Luis Carlos Henao de Brigard Diagramación Diego Martínez Celis Fotografías © Carátula: Ruslan Solntsev y Sergey Nivens; guardas: McMaster Art Museum Diseño de carátula Rey Naranjo Editores

ISBN 978-958-30-5266-8 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor. Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A. Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008 Bogotá D. C., Colombia Quien solo actúa como impresor. Impreso en Colombia - Printed in Colombia

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Richard DĂźbell TraducciĂłn Luis Carlos H enao de Brigard

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A quienes siempre les han dicho: “No eres capaz de hacerlo�. No lo crean. Ustedes son capaces.

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Capítulo 1

El loco se lanzó a la calle y corrió gritando en dirección a Quirin. —¡¿Ha sido borrado?! —gritó con voz quebrada. Sus palabras retumbaban contra los muros de las casas en la tranquilidad de la madrugada. La antorcha que sostenía en la mano había dejado una estela de chispas tras de sí. Quirin retrocedió hasta que su espalda chocó contra el enorme carruaje de madera. Estaba tan asustado por la repentina aparición del hombre que su corazón comenzó a latir con violencia. Aunque no tenía idea de lo que sucedía, una cosa era cierta: quien corriese de madrugada dando gritos por las calles de Salzburgo, no podía estar en sano juicio. —¡¿Ha sido borrado?! —volvió a gritar el loco. Tras él aparecieron, exhaustos, dos guardias de la ciudad. Pero venían demasiado lejos. El hombre alcanzaría a Quirin antes de que pudieran atraparlo. —¡¿Ha sido borrado?! Quirin miró al maestro Lukas y a sus dos oficiales. Los tres hombres se encontraban junto a los caballos de tiro y observaban con atención, con las bocas abiertas, al hombre que corría hacia ellos desesperadamente. —¡Deténganlo! —bufó uno de los guardianes. Al parecer, él y su compañero eran ciudadanos que ayudaban a reforzar la vigilancia en el turno de la noche. Solo llevaban cascos y armas, pero no la vestimenta roja y blanca de

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8 las tropas regulares de vigilancia; y no parecían estar muy bien entrenados. —¡¿Ha sido borrado?! Entretanto, el loco ya había llegado muy cerca. Se trataba de un hombre alto y gordo, vestido de manera primorosa. La llama de la antorcha iluminaba su rostro; la piel algo manchada, la barba de pocos días. Tenía los ojos y la boca desmesuradamente abiertos. Las lágrimas le rodaban por las mejillas y de la comisura de sus labios corría saliva. Parecía volar. Era más rápido de lo que su rechoncho cuerpo hacía suponer. Uno de los guardianes se detuvo, respiró profundo, alistó la ballesta y apuntó tembloroso. —¡Deténgase o… El proyectil salió disparado haciendo un ruido que hizo encoger a Quirin. Algo pasó silbando junto a su oreja. Se dio vuelta. El proyectil se clavó en la madera del carruaje a solo un palmo de su cabeza. El loco, ileso, seguía corriendo. —¡… disparo! —jadeó el guardia, mirando de reojo la ballesta como si fuera la culpable de haber fallado el tiro. —¡Eh! —se quejó el maestro Lukas. El loco cambió de dirección cinco pasos antes de llegar donde Quirin, como si apenas se hubiese percatado del muchacho, el carruaje, los caballos y los tres hombres. Quirin podía escuchar con claridad su agitada respiración. El olor a sudor, aceite de pescado y humo subió hasta su nariz. —¡Deténganlo, por el amor de Dios! —gritó el primer guardián. Quirin estaba aturdido. Se vio a sí mismo dar un paso al frente y atravesar la pierna delante del loco.

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9 El hombre voló por los aires agitando los brazos. La antorcha daba vueltas junto a él. Se estrelló contra el adoquinado de la calle y siguió deslizándose unos cuantos metros más sobre la barriga. La antorcha chocó contra el suelo echando chispas, y siguió girando como una rueda de fuego por unos segundos. Cuando el loco se levantó, sin aliento, el primer guardia se arrojó sobre él. El loco volvió a quedar tendido en el piso, pero se levantó de inmediato, como si tuviese la fuerza de un gigante. El guardia colgaba de su espalda como un jinete sobre un caballo que corcoveaba. El otro guardián llegó corriendo, dejó caer la ballesta y también se abalanzó sobre el loco. Los tres cayeron al suelo. El hombre se agitaba y gemía: —¿Ha sido borrado? ¡Díganme si ha sido borrado! ¡Por amor a Dios!… ¿Ha sido borrado? Los guardias le estiraron fuertemente las piernas. El individuo forcejeaba con todas sus fuerzas. Era obvio que tenían dificultad para asegurarlo. Sus ojos miraban en todas direcciones. Finalmente, quedó a los pies de Quirin, quien todavía sentía un latido en su pierna, justo en el lugar donde el pie del hombre gordo lo había golpeado. —¿Ha sido borrado…? —suplicó. Su mirada atravesó el corazón de Quirin. —Sí —dijo Quirin. La angustia del loco era tan grande que no pudo menos que decirlo. —¡Santa María, Madre de Dios! —exclamó sollozando el hombre gordo, y dejó de forcejear—. ¡Santa María, Madre de Dios! —Y comenzó a llorar. El maestro Lukas se acercó e hizo a un lado a Quirin. Uno de los dos oficiales retiró el proyectil del carruaje

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10 y tocó la punta con el dedo. El otro lanzó un silbido. Quirin sintió que sus piernas se doblaban. ¡El proyectil había errado por un pelo! Juntó fuertemente las rodillas para que el temblor no se le notara. —¿Qué demonios significa esto? —rugió el maestro Lukas—. ¿Por qué le disparan a mi gente? El guardia que había disparado hizo un gesto para disculparse. —Yo le apunté a este tipo —dijo mientras trataba de recuperar el aliento. —No con mucho éxito —replicó el maestro. —¿Qué hizo? —preguntó Quirin. No podía apartar la mirada del individuo, que ahora se encontraba acurrucado en el piso, encogido y sollozando. El maestro Lukas le dio un golpe en la nuca. —¡Cierra la boca cuando los adultos estén hablando! El maestro era espigado y corpulento, tenía las manos como palas y una barba espesa y cuadrada que le daba la apariencia de un profeta. —Soy el maestro Lukas Guldenmund, el impresor, y quisiera saber qué delito cometió este infeliz. —Prendió fuego a la casa del holandés que comercia con aceite de pescado —respondió uno de los guardias de la ciudad. Quirin parpadeó confundido. El incendio había sido motivo de comentarios por todo Salzburgo. Aunque los vecinos habían logrado controlar rápidamente las llamas con la ayuda de los soldados del arzobispo, la angustia era grande: ¡el incendio pudo haberse extendido velozmente a otras casas y consumido muchas zonas de la ciudad! El fuego parecía haberse iniciado en la escalera de la casa del

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11 comerciante de aceite de pescado y no en la cocina o en el cuarto de la chimenea. Además, se encontraron zunchos de metal retorcidos por la acción del calor. Como si un pequeño barril de petróleo crudo hubiera sido encendido en la escalera de la casa —claro indicio de un incendio premeditado—. —¡Eso fue hace una semana! —dijo el maestro Lukas. —Así es, maestro Guldenmund —jadeó el guardián de la ciudad—. Solo que volvió a intentarlo esta noche. —¿Qué? ¿Otra vez en la casa del holandés? El guardián asintió con la cabeza. Intentó levantar al hombre, que aún sollozaba, pero este volvió a desplomarse. El maestro Lukas hizo un movimiento con la mano. Los oficiales se acercaron a ayudar. Quirin volvió a recibir un golpe del maestro. —¡No abras la boca! Finalmente, entre cuatro lograron poner de pie al malhechor. Su mirada cayó sobre Quirin. —¿En verdad ha sido borrado? —susurró. Quirin tragó saliva, y se apartó. —¿Qué casa quería incendiar hoy? —preguntó el maestro Lukas. —El palacio del arzobispo. El maestro miró con incredulidad al guardián. Quirin tampoco daba crédito a sus oídos. El arzobispo Johann III era quien gobernaba la ciudad de Salzburgo. No gozaba necesariamente del aprecio de los orgullosos patricios y comerciantes de Salzburgo, que tenían el derecho a elegir a su burgomaestre, pero las gentes sencillas lo respetaban. Nadie se hubiera atrevido a quebrarle un pelo. Ni siquiera si hubiera salido de noche a caminar por las calles. ¿Y ahora alguien había intentado prender fuego a su palacio?

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12 —El tipo está completamente loco —dijo el maestro Lukas. Con cierta satisfacción agregó—: ¡De seguro lo colgarán por ello! —¿Y usted, maestro Guldenmund? —preguntó el guardián de la ciudad, haciendo un evidente esfuerzo por recuperar su autoridad—. ¿Hacia dónde se dirige usted tan temprano con semejante carga? —Hacia el monasterio de Admont. —El maestro señaló con el pulgar el carruaje—. ¡Con mi imprenta! El guardián de la ciudad parecía impresionado. Todo Salzburgo conocía la misteriosa máquina del maestro impresor Guldenmund, que, a diferencia de las de los demás impresores, podía ser desmontada y transportada a cualquier parte. —El abad quiere hacer imprimir su colección de manuscritos —dijo el maestro Lukas, no sin orgullo—. Tenemos un largo camino por delante. Por eso partimos temprano. El guardián de la ciudad asintió. Sin siquiera dignarse a mirar a Quirin, dijo: —Gracias por su ayuda, maestro. —Con gusto —replicó el maestro Lukas, sin tampoco mirar a Quirin. Los guardianes de la ciudad se llevaron al loco. —Ya han visto suficiente —exclamó el maestro Lukas mirando con furia a los oficiales y a Quirin—. Nos vamos. Quirin se quedó mirando a los guardianes y al loco. Esperaba ver miedo u odio en los gestos del individuo. Pero se había equivocado. —¿Ha sido borrado? ¿Qué quería decir eso?

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13 El maestro Lukas le dio un tercer golpe en la nuca. —¿Acaso necesitas una invitación especial, gandul de siete suelas? Quirin subió rápidamente al pescante y se sentó entre los oficiales. Cuando el carruaje arrancó, miró hacia atrás, hasta que la siguiente bocacalle se tragó a los guardianes y al prisionero. —Me muero por saber lo que el Demonio estará escribiendo ahora en el libro de la vida acerca de ese loco —dijo sonriendo maliciosamente uno de los oficiales—. “Ahorcado, por idiota y por dejarse tumbar sobre el hocico por un mocoso luego de prender fuego…”. —Quirin sintió un codazo en el costado, aunque de todas maneras se había dado cuenta de que lo de mocoso se refería a él. —¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el otro oficial. —¿Nunca has escuchado hablar del libro de la vida? Todos tenemos uno. El Demonio registra allí tu vida, todos los desbarros que has cometido. En el Juicio final, serán puestos en la balanza como testimonio en tu contra. —Imagínate lo que estará escribiendo ahora en el libro de la vida de Quirin: “¡Por poco le vuelan el coco, pues un esbirro gordinflón y tonto no logró acertar!”. ¿Eh, Quirin? ¿O es que eres demasiado insignificante como para que el Demonio lleve cuenta de tu vida? —Probablemente la escribe en las hojas de tilo con las que se limpia el trasero. Ambos compañeros rieron a carcajadas, hasta que el maestro les ordenó hacer silencio. Y así fue como el carruaje que llevaba la misteriosa imprenta del maestro Lukas salió de Salzburgo en dirección

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14 al macizo montañoso de Dachstein y al valle del Enns, en el cual quedaba el famoso monasterio de Admont. En las cumbres de las montañas aún resplandecía nieve bajo el brillo de las estrellas. La primavera estaba comenzando. Era el año del Señor de 1486. Y era, hasta la fecha, el trabajo más importante al cual Quirin iba a acompañar a su maestro. Sin embargo, Quirin Klingseis, que tenía dieciséis años, solo pensaba en el incendiario. El individuo había sido atrapado en flagrante. Había intentado prender fuego al palacio del arzobispo. Sería condenado a muerte. Sería ahorcado. ¿Por qué, entonces, su rostro no reflejaba más que alivio?

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Capítulo 2

Quirin no había salido en toda su vida de Salzburgo, su ciudad natal, sino hasta los jardines del arzobispo —trayecto de ida y vuelta que se podía hacer en un solo día y a pie—. Su padre lo había llevado algunas veces, cuando tenía que negociar con el guardabosque sobre la tala de los abedules y los pinos. Él necesitaba la madera para su trabajo. Ya bien entrada la mañana Quirin se encontraba más lejos que nunca de su hogar. No sentía nada de nostalgia. En su lugar, notaba cierta melancolía, que ahora ya no era como antes. El padre de Quirin era tornero y fabricaba lo que le solicitaran: ruecas, mangos para herramientas, patas para sillas, platos, vasos, clavos de madera para los techos, piñas para las sillas de los coros, botones…, nada con lo que se pudiera hacer rico o famoso. Su taller era pequeño, y él no era tenido en cuenta en el gremio de torneros de Salzburgo. Cuando el hermano mayor de Quirin, el primogénito, manifestó el deseo de aprender el oficio aún muy novedoso de impresor —en lugar de asumir el taller paterno—, su padre no puso ninguna objeción. El taller era más que suficiente para Quirin, el segundón. Quirin no tuvo nada en contra. Le gustaba hacer girar un pedazo tosco y burdo de madera, y pulirlo y tornearlo hasta que surgiera algo hermoso, algo cuya belleza no radicara solo en su forma, sino también en su función.

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16 Un mango para herramienta que se ajustaba con toda suavidad a la ma­no poseía belleza; una rueca que giraba sin hacer ruido; un botón sobre el cual pasar una y otra vez la mano, pues era tan liso como una piedra preciosa. Las cosas sucedieron de forma diferente. Su vida no valía por sí misma. Él solo era útil como contrapeso a algo: para que su hermano pudiera ingresar como aprendiz. Su vida no era más que un pedazo de plomo, que casualmente poseía el peso justo para pesar el oro en el otro platillo. El hermano de Quirin había sido aceptado como aprendiz de impresor por el maestro Lukas Guldenmund. Pronto se demostró que el padre de Quirin no podría pagar el costoso aprendizaje, aun si hubiera fabricado gratuitamente los repuestos para la imprenta del maestro Lukas. Al final, este había propuesto acoger a los dos hermanos­ Klingseis. Al mayor, de aprendiz; y al más joven, de auxiliar, a modo de pago por el aprendizaje del mayor. El maes­tro Lukas les había hecho las cuentas de todo. Si se consideraba lo que el padre de Quirin podía pagar por el aprendizaje —incluidos los repuestos—, y en vista de la juventud e inexperiencia, y por ello inutilidad inicial del trabajo de Quirin, el contrato debía extenderse por veinte años. El padre de Quirin y el maestro Lukas se estrecharon las manos. Cuando se tiene doce años, veinte son mucho tiempo. Casi toda una vida. Desde entonces, solo había transcurrido un año. A Quirin le parecían cien. Recibió un fuerte golpe en el costado. —¿Qué, estás soñando?

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Capítulo 3

Uno de los oficiales —su nombre era Mertel— le sonrió maliciosamente. El otro oficial —Endres— ya había descendido. —Baja del carruaje —dijo Mertel—. Ahora viene un trecho empinado. Los caballos tienen suficiente con el carruaje y no tienen por qué soportar, además, el peso de tu trasero. —Aunque no hay mucho en su trasero —rio Endres. —No hay absolutamente nada en él —afirmó Mertel. El maestro Lukas apareció de entre los caballos. Había examinado la guarnición que unía los caballos con el pesado carruaje. —Silencio —bramó—. ¡Mertel, Endres, adelántense y aparten del camino los obstáculos que pueda haber! Los oficiales asintieron y se adelantaron. La pendiente del camino no era muy pronunciada, pero el peso del carruaje era enorme, y los caballos tenían que aguantar hasta Admont. Quirin podía entender que el maestro Lukas quisiera cuidarlos. Sintió cómo la mirada del maestro se posaba en ellos. —Si fueras tu hermano, te diría que empujes desde atrás —gruñó el impresor—. Pero tu hermano tiene hombros y músculos, y no solo huesos y piel, y cara de tonto. “Mi hermano también puede trabajar en la imprenta, empujar el carro de banco y halar la palanca”, pensó Quirin.

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18 Pero no dijo nada. Cualquiera podía sacar músculos con el pesado trabajo en la imprenta: los oficiales, el maestro impresor contratado por el maestro Lukas y el aprendiz. Los empleados tenían la misma constitución atlética del maestro —todos, menos Quirin, el inútil peón con un contrato por veinte años—. —Tal vez debí haber traído a tu hermano y dejarte en el taller —rezongó el maestro Lukas. —No lo sé, maestro —dijo Quirin. Lo sabía muy bien. Hacía varios meses que el scriptorium episcopal le había confiado un importante trabajo al maestro Lukas. Si no quería que los trabajos se retrasaran, tenía que dejar en Salzburgo el mayor número de especialistas en la segunda imprenta. El maestro impresor que el maestro Lukas había contratado conocía el oficio de la impresión tanto como el maestro mismo. Y junto con el hermano de Quirin y los otros tres oficiales terminarían los trabajos a tiempo. Quirin, en cambio, no hubiera podido aportar casi nada si se hubiera quedado en el taller de Salzburgo. Si la imprenta que llevaban en el carruaje tuviera que funcionar en algún momento, entonces se requerirían los servicios de un peón como Quirin. Este era el motivo por el cual Lukas Guldenmund lo había llevado consigo. El maestro Lukas se apartó. —¡Ten cuidado de no ir a parar bajo las ruedas! —dijo. —Sí, maestro. El maestro apoyó su cuerpo contra la pared trasera del carruaje en el momento en que los caballos comenzaron a tirar. Quirin trotaba junto a las bestias y miraba a su alrededor. Eran las primeras horas de la tarde. Las estribaciones de las montañas brillaban bajo los rayos del sol, y

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19 se erguían a sus pies sobre los verdes bosques y los pastos alpinos como las puntas de una poderosa corona. “O como dientes en una mandíbula completamente abierta”, pensó Quirin. Las gigantescas montañas rocosas le infundían un respeto cercano al miedo. Siempre habían estado allí y seguirían estando cuando todos los conocidos de Quirin se hubieran convertido en ceniza. El destino de un solo hombre les era completamente indiferente. Quien anduviera por sus senderos, no caminaba amparado por amigos. Quirin estaba contento de que hubiera calzada. Se imaginaba cómo sería tener que confiarse a los senderos montañosos, y sentía cómo un escalofrió le subía por la espalda.

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Capítulo 4

Tomaron el camino hacia el sur. Era una de las rutas de la sal que atravesaban el imperio, utilizada principalmente por los comerciantes de sal. Les decían saladores. Diez meses del año viajaban por el imperio con sus galeras. La sal era uno de los productos más importantes, y tan cara como el oro. Solo los ricos podían darse el lujo de utilizarla para condimentar su pan y sus comidas. Pero los pobres también la necesitaban urgentemente para conservar sus provisiones. La sal había convertido a Salzburgo en una ciudad bastante próspera. Varios caminos de sal la atravesaban. Y como la ciudad era rica, también lo era su arzobispo. Johann Beckenschlager, conocido como Johann III, era considerado uno de los arzobispos más ricos que hasta ahora había tenido la ciudad, aunque gastaba el dinero a manos llenas. Los patricios más devotos de Salzburgo lo consideraban demasiado mundano; los ricos, demasiado ostentoso; los no muy ricos, demasiado despilfarrador. “Pura envidia de una personalidad brillante”, había manifestado despectivamente el maestro Lukas, quien vivía bien gracias a los trabajos del scriptorium del arzobispo. Para Quirin, el arzobispo estaba tan lejano como el emperador en la lejana Graz —o el sultán turco o el soberano de la legendaria China—. Si el maestro Lukas opinaba que el arzobispo era un hombre honrado, y que todos los que hablaban mal

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21 de él eran unos envidiosos, es porque así era. Una cosa era cierta: en el gobierno del arzobispo Johann Beckenschlager, la ciudad había prosperado y aumentado su bienestar —y también, un poco más cada día, el del arzobispo—. La vía Salaria, la calzada que hacia el norte conducía de Salzburgo hasta Lübeck, y hacia el sur hasta Roma, se encontraba en buen estado. Era la más importante y más extensa ruta de la sal, razón por la cual recibía un buen mantenimiento. En cada población importante atravesada por esta vía, había sido apostada recientemente una patrulla de lansquenetes. Estos, junto con los caballeros de los castillos aledaños, se ocupaban de garantizar la distribución de la sal. Desde hacía varios años, los turcos provenientes de la conquistada Bosnia caían una y otra vez sobre las regiones de Carintia, Estiria y Carniola. Los muchos centinelas intimidaban a la gentuza, por lo que el viaje transcurrió sin ningún contratiempo. Los permanentes controles por parte de las patrullas de lansquenetes o de la soldadesca de un caballero era lo único emocionante. Las dificultades comenzaron a presentarse cuando abandonaron la vía Salaria y doblaron por un lugar llamado Taxen, en el valle del Enns. El camino ascendía desde el río Enns por las laderas de las colinas y continuaba a lo largo de ellas por prolongados trayectos expuestos al sol. Las montañas se erguían empinadas a su izquierda, y a la derecha, el terreno caía abruptamente. Para el gusto de Quirin, las ruedas del ancho carruaje traqueteaban demasiado fuerte al borde del camino. Al tomar las curvas, podía suceder que la rueda trasera del lado derecho quedara suspendida en el aire por unos instantes, antes de volver a pisar el camino. Cincuenta o más metros abajo de ellos, el río Enns corría

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22 echando espuma. Tenía un color entre verde y pardo, y el deshielo de la nieve había aumentado el volumen del agua. De vez en cuando, Quirin veía restos de carruajes diseminados entre las rocas de la orilla del río, y en medio de ello, los huesos blancos y pulidos de los caballos que habían sido arrastrados a la muerte por el peso de los carruajes. El camino conducía hacia abajo, hacia el río, pasando por pueblos, almadías, controles de aduana, vados y bodegas, para volver a subir después a las mismas alturas. La mayor parte del tiempo, el maestro, los oficiales y Quirin caminaban detrás o delante del carruaje subiendo por empinadas cuestas o bajando por pronunciadas pendientes. Iban sudando, resoplando y maldiciendo las delgadas suelas de sus zapatos, a través de las cuales sentían cada piedra del camino. Bebían la sosa agua de las bolsas de cuero, pues el Enns estaba aún muy sucio, y tres veces al día comían carne ahumada con papilla fría de avena, hasta que se aburrieron. El viaje duró nueve días, y estaban totalmente agotados cuando finalmente arribaron a Admont. Y allí comenzaron realmente a complicarse las cosas.

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Capítulo 5

A ntonius Gratiadei, el abad del monasterio de Admont, era un hombre muy alto y delgado, de pómulos salientes y ojos negros y ardientes. Hablaba con un acento entre suave y cantarín. Durante el viaje hacia Admont, Quirin había escuchado casualmente que el abad era originario de Venecia, y que su nombramiento —tres años atrás—, había sido impuesto por el emperador Friedrich III. En los años precedentes, Antonius Gratiadei había descollado como diplomático al servicio del emperador. El cargo de abad confería mucho poder, y oficialmente era casi equiparable al de un obispo. El poder, en definitiva, también se alimenta de riqueza. Y como el monasterio de Admont reclamaba como suyas muchas minas de sal —que le proporcionaban mucho dinero—, el abad Gratiadei era inmensamente poderoso, y no tenía que rendir cuentas a nadie que no fuera el emperador o el papa. A fin de que las cosas siguieran siendo así, gobernaba férreamente y controlaba personalmente los ingresos y egresos. En Salzburgo, el arzobispo Johann Beckenschlager no estaba muy contento de tener de vecino al veneciano, lo mismo que los monjes de tenerlo como su venerable padre. El abad Antonius Gratiadei había llevado su enorme colección de manuscritos a Admont y aumentado con esto la colección allí existente. Ahora, la biblioteca de Admont era la más valiosa y espléndida de toda la región. Le había

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24 encomendado entonces al maestro Lukas la tarea de hacer una copia impresa de todas las obras de la biblioteca. Los manuscritos eran irreemplazables y solo había un original de cada uno. Con las copias impresas, el abad quería asegurarse de que el contenido no se perdiera. Las obras más importantes sumaban cien manuscritos. El trabajo exigiría muchas semanas. El pago provendría del tesoro del monasterio. Esta era una de las razones por las que los monjes de Admont no estaban contentos con su superior. Tenían la sensación de que despilfarraba el dinero del monasterio para satisfacer su pasión personal y que pensaba de manera muy mundana. Quirin se había enterado de todo esto gracias a que había permanecido en silencio escuchando los comentarios de los tres adultos. Eran sorprendentes las cosas de que se enteraba cuando se dejaba hablar a los demás y se escuchaba con atención. Cuando el carruaje ingresó traqueteando por la puerta del monasterio, uno de los sirvientes corrió a dar aviso de su llegada. El abad se presentó en persona para saludarlos. Entretanto, el maestro Lukas había abierto la cubierta trasera del carruaje y trepado dentro. En el momento de salir, lanzó una maldición y volvió a cerrar la cubierta justo cuando vio que el abad se acercaba con otros dos monjes. Mertel y Endres se miraron con preocupación antes de que todos cuatro cayeran de rodillas delante del abad. Algo no estaba bien… Antonius Gratiadei hizo una señal al maestro Lukas para que se levantara nuevamente. Quirin y los oficiales permanecieron de rodillas. El patio interior del monasterio, en el que se levantaba la zona de clausura —los edificios a

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25 los cuales solo podían ingresar los hermanos y los sirvientes del abad— no estaba adoquinado. Quirin sentía cómo pequeñas piedras se le incrustaban en las rodillas y le causaban dolor. Sin hacerse notar, intentó equilibrar el peso a fin de que no dolieran siempre los mismos lugares. —Estoy ansioso de poder ver su imprenta con mis propios ojos —dijo el abad con voz gruesa y su acento veneciano. —Sí —dijo el maestro Lukas, y devolvió la mirada al abad como un conejo mira a una serpiente—. Eh… un gran honor, reverendo padre… eh… No dio ninguna señal de abrir la cubierta y mostrarle la imprenta al abad. Su frente estaba cubierta de gotas de sudor. Sonrió tan forzadamente como alguien cuya vida dependiera de ello. Quirin sabía, por propia experiencia, que por más que el maestro Lukas velaba celosamente por ocultar su imprenta de las miradas de los demás mortales, se ufanaba emocionado de su invento cuando se encontraba delante de los clientes o personas importantes. ¿Por qué no le permitió, precisamente al abad, que echara una mirada? El abad Antonius parecía hacerse la misma pregunta. Se quedó mirando por un instante la sonrisa congelada del maestro. Luego señaló hacia el carruaje. —¿Está ahí dentro? —Sí —respondió el maestro Lukas sin mover un solo pie en dirección a la cubierta del carruaje—. Es la imprenta, reverendo padre. —¿Y… ejem… está lista para funcionar? —Tan pronto la instalemos en la biblioteca, reverendo padre.

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26 El abad se movió, como si quiera pasar por el lado del maestro Lukas. Este se movió con él y le cerró el paso. Sonrió de una manera tan forzada que su barba comenzó a temblar. —Un gran honor, reverendo padre —repitió con desesperación el maestro. Quirin sintió cómo la mirada del abad se posaba sobre él y los dos oficiales, para volver sobre el pálido rostro del maestro. De nuevo, el superior del monasterio se quedó mirando por unos instantes al impresor. Finalmente, desistió de su propósito. Probablemente pensaba que el maestro Lukas, si era el genio que decía llamarse, tenía derecho a ser un poco raro. Quirin, en cambio, sabía muy bien que el maestro era justa y dolorosamente un hombre sobrio, bastante razonable y normalmente común. ¿Qué era lo que Lukas Guldenmund había descubierto en el carruaje? —Bien, estimado maestro. ¿Sabe cuánto tiempo ne­ce­­ sitará para terminar el trabajo? El maestro Lukas pareció relajarse. Sus palabras se hicieron más fluidas. —Reverendo padre, podré decirlo con seguridad cuando haya visto los manuscritos. En qué estado se encuentran, si la letra es legible, si el copista empleó abreviaturas que necesitan ser decodificadas, si están completos… Para imprimir una pe, primero hay que entenderla. —¿Eso significa que sus ayudantes saben leer? —Solo los oficiales —aclaró el maestro Lukas—. Este —y señaló con el pulgar a Quirin, que bajó rápidamente la cabeza— no ha aprendido aún. —¿Demasiado holgazán? —Quirin creyó percibir desprecio en la pregunta del abad.

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27 —Demasiado tonto. Es solo un auxiliar. Una vez más, hubo unos segundos de silencio entre el grupo. Al parecer, el abad esperaba que finalmente le mostraran la imprenta, y, evidentemente, el maestro Lukas también esperaba que al final el abad desapareciera. —Está bien —dijo al fin el abad—. ¿Necesita ayuda, maestro Lukas? —No, gracias, reverendo padre. Podemos hacerlo solos. Eh… les haré saber cuando la máquina esté lista. ¿No querrá usted aburrirse con los viles trabajos de instalación y alistamiento…? En conclusión, el abad y sus acompañantes se fueron de allí. El maestro Lukas miró a su alrededor, como si hubiera acabado de despertar de un sueño particularmente desagradable. Quirin y los oficiales aún se encontraban de rodillas. —¡Por todos los cielos! ¡Levántense ya! —dijo el maestro. Luego levantó la cubierta del carruaje. —¿Qué es lo que ocurre, maestro Lukas? —preguntó Mertel. Quirin echó una mirada al oscuro interior del carruaje, y se dio cuenta inmediatamente. Miró de reojo a Lukas Guldenmund. El maestro tenía los cinco dedos de una mano entre la boca y se mordía las uñas con desesperación. Las dos enormes columnas de madera entre las que estaba montada la imprenta estaban amarradas en el piso a ambos lados del carruaje. Este era uno de los secretos de la imprenta del maestro Lukas: podía desmontarse y ser transportada por cualquier camino imaginable. Debido a las poderosas fuerzas que actuaban en la estructura en el momento de imprimir, nadie había conseguido hasta

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28 ahora construir una imprenta desmontable. Pero el maestro Lukas lo había logrado. Todo eso, sin embargo, de nada le servía ahora. Una de las dos columnas de soporte, entre las que estaba montada la imprenta, se había rajado. Una grieta ancha atravesaba a lo largo la mitad de la columna. La madera debía haber estado muy fresca y algo usada. No aguantaría ninguna presión. Habían perdido el juego. El contrato de trabajo había terminado antes de que pudieran comenzar. Si no… —Estamos perdidos… —gimió el maestro—. ¡Mi taller jamás podrá recuperarse de esto! —Yo puedo arreglarlo —dijo una voz clara. Quirin mismo fue el más sorprendido cuando constató que era la suya propia.

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Capítulo 6

—¿Y eso sí aguantará? —preguntó el maestro Lukas. Vacilaba entre la esperanza y la desconfianza. —No para siempre —replicó Quirin. Apenas podía decir por qué su solución era la correcta. Pero lo sabía—. Con todo, aguantará hasta que puedan traer una nueva columna de Salzburgo. Quirin explicó sus planes a su maestro y a los oficiales, mientras iban descargando cada una de las piezas de la imprenta. La mayoría de las piezas estaban envueltas en gruesos pedazos de cuero para protegerlas de los golpes y las miradas curiosas. El abad Antonius deseaba ver funcionando la imprenta lo más pronto posible. Así, pues, tenía que funcionar. Un par de hojas pequeñas serían suficientes; lo mejor, aquellas en las que solo tuvieran que imprimirse pocas letras, a fin de que quedara mucho más espacio para las ilustraciones. Estas serían pintadas posteriormente por los iluminadores —los dibujantes de letras del monasterio— con plumas, tinta y colores. Luego de esta demostración, la imprenta quedaría fuera de servicio, pues el primer trabajo consistiría en decodificar los manuscritos. Si dedicaban tiempo a esto, y de vez en cuando le presentaban al abad un hoja más o menos llena, entonces podrían mantenerlo distraído y manejar el asunto de la imprenta dañada hasta que les llegaran los repuestos de Salzburgo. Entretanto, Mertel o Endres podrían regresar

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30 rápidamente en uno de los caballos, y vigilar la fabricación y el transporte de una nueva columna. Quirin calculó que solo necesitarían de tres a cuatro semanas. —Y la columna aguantará hasta entonces —resaltó. El maestro Lukas se pasó bruscamente la mano por la cabeza. Se veía que desconfiaba de las habilidades de Quirin. Finalmente, hizo de tripas corazón. Estiró el mentón, de manera que su barba se veía como una pala. —Si esto no funciona o si te atreves a revelar un solo detallito de todo esto —dijo amenazando a Quirin—, te envío a pie a tu casa y, además, pondré a tu hermano de patitas en la calle. Después, el maestro y los oficiales llevaron las partes de la imprenta a la biblioteca y comenzaron a armarla lo mejor que pudieron. Quirin, que normalmente era quien debía arrimar el hombro y ayudar, se puso, en cambio, a arreglar la columna rajada. Tomó una de las palancas suplementarias con la que se bajaba el husillo de la imprenta, y la escuadró. La palanca estaba hecha de sólida madera de roble y era muy resistente. Cuando Quirin terminó, las campanas del monasterio tocaban a vísperas. Sumergió su herramienta en uno de los largos abrevaderos que se encontraban en el atrio del monasterio y servían de bebedero para las bestias. Luego, dejó las manos por un rato en la fría y agradable agua. Tenía heridas en las palmas de las manos y ampollas en algunos lugares. No había sido fácil tallar la palanca. —¿Cuándo vas a lavar el resto? —le preguntó alguien a su lado. Quirin, sorprendido, levantó la vista. Una chica se había acercado al bebedero. A la espalda, llevaba una banasta llena de heno fresco. Quirin sintió el olor de la

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31 hierba del campo. El heno debía provenir de la primera siega de una pradera. Seguramente, la chica venía de un cortijo que los campesinos debían labrar para el monasterio. Parecía que el precioso y nutritivo heno era para los caballos del abad. —¿Cuál resto? —preguntó él. —La cara, los pies. Y todo lo que en ti huele mal. —Yo no huelo mal —dijo Quirin enfadado, y con la esperanza de que fuera verdad—. Y no me encuentro lavando; me estoy refrescando las manos. La chica resopló burlonamente. Su pelo era rubio, pero tan decolorado por el sol y la vida al aire libre que parecía casi blanco. En cambio, la piel de su rostro y la de sus brazos, de donde se había recogido las mangas de su sencilla blusa, estaban muy bronceadas. Inmediatamente, la muchacha le cayó mal a Quirin. Ella señaló hacia el carruaje, del cual solo quedaba el piso con ambos ejes y las enormes ruedas. Todo lo demás ya había sido desmontado por el maestro y los oficiales. —¿Eres del grupo de los impresores? Medio valle solo habla sobre ello desde hace varias semanas. —Sí —dijo Quirin, con la justa dosis de condescendencia que el miembro de un gremio tan misterioso como el de los impresores tenía que darle a una ignorante chica campesina bronceada por el sol. Aunque la chica no se veía tan fea mirándolo ahora con respeto y los ojos desmesuradamente abiertos. —¡Estupendo! —dijo ella. En realidad, si se miraba bien, era incluso muy hermosa. —No es un trabajo para cualquiera —explicó Quirin encogiendo los hombros con indolencia.

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32 —¿Entonces, seguramente sabrás… —Ella resaltó la siguiente palabra como si dijera: “¡Hablar con los animales! ¡Batir los brazos y volar hacia el cielo! ¡Recoger estrellas en el firmamento!”—. … leer? —Eh… —dijo Quirin. —Yo quiero un hombre que sepa leer. Quien no sabe leer, es un buey tonto —dijo ella. Después de todo, no era tan bella. Las muchas pecas… y esos labios rojos y gruesos… demasiado brusca, si se miraba detenidamente… —Claro que sé leer —mintió Quirin. —¿Me enseñas? —Apenas tendré tiempo… —explicó Quirin dignamente— … de cumplir con mi trabajo y, además, enseñar a leer a una chica. —¿Por qué no? ¡Tú no trabajas de día y de noche! —Claro que trabajo de día y de noche. —Entonces no puedes ser tan bueno como dices. Quien realmente es bueno, no necesita trabajar tanto. —Eh… —dijo por segunda vez, y se odió por ello. Ella le lanzó una sonrisa. —No te ufanes tanto —dijo ella—. ¡Por favor, enséñame a leer! Quirin volvió a acordarse de que la palanca tallada no debía permanecer por mucho tiempo en el agua. Debía cundir, pero solo en el momento de ser instalada. Si se humedecía demasiado, todo el trabajo sería en vano. —Tengo que continuar —le dijo a la chica. Tomó sus herramientas del abrevadero y comenzó a alejarse. Escuchó que ella le gritaba algo, pero la ignoró. Quirin tomó un taladro de mano y pasó la mayor parte de la

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33 noche abriendo pacientemente un orificio casi del tamaño de un puño a través de la columna dañada, a un palmo arriba del lugar en el que comenzaba la hendidura. Luego introdujo en el orificio la barra cuadrada de madera que había confeccionado, hasta que sobresalió por ambos lados. La que fuera una palanca, era ahora una almilla. —La almilla se humedecerá aún más —explicó luego—, y quedará tan sólidamente acuñada en el orificio que mantendrá bien unida la hendidura. Lo único importante es mantener todo permanentemente humedecido, ya que la madera de la columna también tiene que cundir. Así, pues, hay que mojar constantemente con agua. El maestro Lukas sacudió la cabeza. —¿Cómo le vamos a explicar al abad lo del cubo de agua junto a la imprenta, y en su valiosa biblioteca, que puede ser dañada tanto por el agua como por el fuego? —Le decimos que el cubo de agua es una medida de seguridad en caso de que la imprenta se incendie. —¡Mi imprenta no se incendia! —gimió el maestro. —Pero el abad no lo sabe. —Ya te lo dije —gruñó el maestro—. Si eso no funciona, tú serás el responsable. Cuando finalmente terminaron de armar la imprenta, la luz matutina ya se colaba por las estrechas y altas ventanas de la biblioteca. Ambas columnas estaban en posición vertical unidas en la parte superior por un travesaño, la “corona”. A la altura de la cintura se encontraba otro travesaño. Este soportaba los rieles sobre los que se deslizaba el carro. Se trataba de una caja que era transportada debajo de la imprenta con la ayuda de correas y una pesada palanca

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34 movible. La imprenta era una gruesa placa de madera, firmemente asegurada con un poderoso tornillo. Desde arriba, la placa presionaba el papel contra los tipos móviles cubiertos de color que se encontraban en la caja. El papel, a su vez, era extendido en un bastidor, que servía para ajustar con precisión el papel a la caja, antes de que se diera inicio al proceso de impresión. Parecía algo muy simple, pero para Quirin seguía siendo un milagro. Un milagro, pues al final de este proceso surgía una hoja de papel impresa con letras limpias y nítidamente cinceladas, que representaba todo lo que Quirin nunca había aprendido, y que, si se creía a la feísima muchacha con la banasta de heno fresco, identificaba a un buey tonto si no se le dominaba: la lectura. Ya no se veía mucho de la imprenta. La cubierta de madera del carruaje que la había transportado ocultaba casi todas las partes. Este era el segundo misterio con el cual el maestro Lukas rodeaba su trabajo. Un espectador solo veía cómo se extendía la hoja de papel en el bastidor; escuchaba el ruido del carro al deslizarse; veía a los oficiales manipular alternadamente la palanca y cómo sus músculos se hinchaban bajo las camisas por el esfuerzo realizado; oía el crujir de la madera; sentía temblar toda la imprenta…, y entonces, el carro se deslizaba nuevamente fuera de la cubierta, el maestro retiraba la hoja lista y se la entregaba a su asombrado cliente. Normalmente, Quirin no presenciaba el asombro del cliente. Durante el proceso de impresión, se encontraba dentro de la cubierta de la imprenta vigilando que nada se atorase o trabase. Tenía que detectar rajaduras incipientes en la madera y engrasar permanentemente el husillo

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35 de presión con aceite de pescado. Respecto de esto último, debía tener un cuidado tremendo y adaptarse al ritmo de la impresión. Si dejaba los dedos en el tornillo cuando la palanca lo hacía descender, le quedarían atorados y se los aplastaría. Ninguno de los oficiales —ni el maestro impresor cuando estaban en Salzburgo— se preocupaba por gritar “¡cuidado!” cuando activaban la imprenta. Quirin era el responsable de estar atento a sus dedos. Respecto del funcionamiento de la impresa, había un grueso libro —también impreso—, que, aunque Quirin no podía leer, estaba ilustrado con muchos dibujos. En cada una de las dos imprentas había un libro así. Se encontraba dentro de una bolsa de lino, que se colgaba en un clavo del travesaño inferior que unía las columnas. El maestro Lukas se frotó los ojos y bostezó. Luego dio a Quirin una palmada en la nuca, que, como cosa rara, no fue muy brusca. —Métete dentro de la máquina —rugió—. Miremos cuánto va a aguantar antes de llamar al abad.

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Capítulo 7

L a reparación de Quirin apenas aguantó el tiempo estimado. Luego de las primeras pruebas de impresión para el abad, aparecieron grietas en el clavo de madera que Quirin había tallado de la palanca. —¡Yo sabía que no funcionaría! —protestó el maestro Lukas—. ¡Cómo pude dar crédito a una propuesta tan estúpida! Pero antes de que pudiera darle uno de sus golpes a Quirin en la nuca, este exclamó: —¡Porque la madera de la palanca también estaba demasiado fresca, maestro! —¡Claro que estaba fresca! ¡Yo hice fabricar algo nuevo y especial para este trabajo! —Todavía tenemos dos palancas de repuesto. Déjeme instalar una de ellas en la máquina y tallar la vieja para obtener un clavo de madera. Su madera ya no está fresca, y aguantará. —¿Y si la palanca de repuesto se rompe? ¡Entonces, no tendremos nada! —Quien cabalgue de regreso a Salzburgo para encargar la nueva columna, podrá traer del taller un par de palancas de repuesto. El maestro Lukas accedió a regañadientes. Quirin pasó muchas horas más tallando la durísima madera de la vieja palanca. El alba lo sorprendió en el atrio, bostezando

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37 y junto al abrevadero de los caballos. Cansado por el esfuerzo, sumergió sus temblorosas manos y la madera en la gélida agua, y lanzó un suspiro de alivio. La sensación de alivio desapareció cuando vio entrar por la puerta del monasterio a la muchacha campesina, junto con otras mujeres y chicas. Traían cestas llenas de pan, y parecía que abastecían la despensa del monasterio. Al parecer, el suministro de heno no era lo único que tenían que entregar al monasterio como retribución por el cultivo y uso de sus campos y praderas. Los hombres, hijos y siervos debían prestar servicios adicionales al monasterio: arreglo de los techos, levantamiento de muros, vaciado de las letrinas, roturado de los jardines del monasterio y otras tareas semejantes. Las mujeres, hijas y siervas horneaban, salaban carne y verduras, hilaban y tejían. De esta manera, su mundo permanecía en armonía. El trabajo era tanto que los arrendatarios no tenían tiempo para rezar. De ahí que los monjes, por los que trabajaban tanto, rezaban por la salvación de sus almas. La muchacha de pelo rubio descubrió a Quirin. Una sonrisa se dibujó en su rostro y Quirin apartó rápidamente la mirada. Pero cuando escuchó zumbar una imperiosa voz masculina que decía “¡Apártate, mujer”, volvió a levantar la vista. Un caballero, que llevaba un segundo caballo tomado por las riendas, atravesó la puerta trotando. Vestía prendas de cuero con botas altas, y una capucha de cuero, de la cual colgaba una larga pluma de pavo. Los caballos, sin embargo, eran más llamativos que él. Dos enormes corceles negros, anchos y de cascos pesados, cuyas crines y colas estaban artísticamente trenzadas. Sus pieles brillaban como seda a

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38 la luz del alba. Alguien tenía que pasar horas cepillándolas diariamente. Las mujeres se hicieron rápidamente a un lado, y el caballero, que no había disminuido en nada el trote de los animales, entró en el atrio del monasterio. Debieron verlo desde lejos, pues un monje llegó al atrio acompañado de dos novicios y le recibió los caballos. Los dos neófitos llevaban hábitos grises, indicio de que aún no eran profesos. El monje era más alto y corpulento que el maestro Lukas y llevaba un delantal de cuero. El monje, los novicios, el caballero y los caballos desaparecieron en los establos. La muchacha campesina se había quedado en la puerta y estaba agachada atándose uno de sus sencillos zapatos. No eran más que pedazos de cuero escotados, los cuales se ataban con tiras de cuero que cubrían el empeine y el talón. Entonces se acercó a Quirin. —¿Ya lo pensaste? —preguntó con premura. Olía a panadería. Un aroma tan sabroso que el estómago de Quirin gruñó más fuerte que un furioso perro de guardia. —¿Pensado en qué? —En si me vas a enseñar a leer. —Eh… —dijo Quirin, y sospechó que esto se le estaba volviendo lentamente en hábito cuando hablaba con ella. —Pero no puedo pagar nada… Quirin, agradecido, aprovechó la oportunidad. —¡No puedo enseñarte este arte gratuitamente! —dijo con la mayor vanidad posible. —… pero te doy un par de panes, ¿sí? ¡Mira! Esto alcanzará para un par de letras, ¿o no? ¡Puedo hornear más, si logro robar del arcón la harina necesaria!

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39 Quirin, que había sacado instintivamente las manos del abrevadero y tomado las dos hogazas, estaba de pie con su paga, en busca de una excusa que no comenzase con eh… La chica movió la cabeza en dirección a los establos. —¿Viste? —susurró. —¿Al caballero con los dos caballos de batalla? —El burgrave de Gallenstein —dijo ella con fastidio, y se persignó velozmente—. Friedrich von Savrau. ¡El Demonio en figura de hombre! Quirin sabía qué era un burgrave —el ejecutor de la ley en representación del señor de una ciudad o comarca—. No necesitaba preguntar de quién era ejecutor el burgrave. Todas las tierras de la región pertenecían al monasterio y, por ello, al abad Antonius Gratiadei. —No tiene una apariencia tan desagradable —dijo Quirin, y recordó el rostro orgulloso y de incipiente barba bajo la capucha de cuero con la pluma de pavo. —¡Idiota! —dijo la muchacha—. Ese era solo su caballerizo. ¿Crees que el burgrave viene aquí en persona cada vez que sus caballos tienen que ser herrados por el hermano herrero? ¡El burgrave solo viene en persona… para ejecutar le ley! —Hizo un gesto como si una cuerda se enrollase bruscamente alrededor de su cuello, entornó los ojos e imitó los ruidos de los estertores—. Y él y el abad acomodan la ley… a su antojo. —La ley es la ley —manifestó Quirin, en un lamentable intento por no dejarse notar que estaba asustado—. En Salzburgo también hay alguacil y verdugo. —¿Son los sospechosos devorados vivos por las ratas en Salzburgo? ¡Pues qué! ¡En las mazmorras del castillo de Gallenstein sí!

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40 —¿Y entonces qué hace colgar el burgrave del patíbulo si las ratas se han comido todo? —preguntó Quirin con una mezcla de porfía y miedo supersticioso. —Los restos sangrantes y estertóreos… —dijo la muchacha dando forma de garras temblorosas a sus manos—. Aún se mueven cuando cuelgan de la cuerda… Quirin tragó saliva. —Tonterías —replicó sin mucho convencimiento. —Ya lo verás… o lo experimentarás si llegas a caerle mal al abad… —¡Anna! —exclamó alguien con tono de disgusto. Una de las mujeres miraba desde una puerta que parecía conducir a la panadería. La muchacha se dio vuelta, y tomó la cesta del pan que había dejado en el piso. —¡Ya voy, madre! —exclamó. Y dirigiéndose a Quirin—: No olvides que ahora tienes una deuda conmigo. ¡Dos panes! ¿Cuántas letras son eso? —Dos —dijo Quirin, aunque no sabía ninguna. —¡Sí que eres carero! Nos vemos, impresor de libros. La muchacha se dirigió corriendo adonde su madre, que la recibió con una palmada en la nuca y mirando con desagrado a Quirin. La puerta se cerró tras ellas. Quirin se metió el pan bajo el brazo y se frotó involuntariamente la cabeza, justo en el lugar donde Anna había recibido la palmada de su madre. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, dejó caer la mano. Tenía deudas: dos letras. ¿Lograría convencer al maestro Lukas, o a Mertel, o a Endres para que le enseñaran dos letras, y así poder, a su vez, instruir a Anna? ¿Y cómo habrían de continuar las cosas?

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41 Anna… Rubia, pecosa y hermosa, y con unos labios rojos que poseían la asombrosa capacidad de imitar perfectamente la mueca de un malhechor moribundo en la horca… Una sombra se cernió sobre el atrio del monasterio. Quirin miró con dificultad hacia arriba. Una nube había ocultado el sol matutino. Estaba temblando —no por causa de la nube, sino porque había pensado en el burgrave y en cómo sería ser devorado vivo por las ratas—.

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Capítulo 8

L a nube fue el anuncio de una serie de torrenciales aguaceros que atravesaron el valle del Enns y bañaron las faldas de las montañas, el valle y a sus habitantes durante los siguientes días. El clima era intempestivamente caluroso y sofocante. Quien tuviera tiempo para contemplar los campos de nieve de las montañas situadas al norte del monasterio, los denominados Haller Mauern, podría constatar que se hacían cada vez más pequeños. El agua de la nieve derretida alimentaba con cientos de afluentes el cauce del Enns, que ya estaba crecido cuando llegaron los impresores. Ahora era un torrente estrepitoso y de color marrón, que corría furioso junto al monasterio y las pequeñas poblaciones circundantes, mojaba constantemente el puente con su espuma e inundaba los campos más bajos con sus gélidas aguas. Quirin estaba lo suficientemente desocupado para contemplar todo esto. Habían enviado a Endres a Salzburgo para que mandara hacer la nueva columna. Luego de unas pruebas de impresión, el abad Antonius quedó satisfecho, y pronto los trabajos se suspendieron casi del todo. Probablemente, el maestro Lukas temía que la columna que Quirin había reparado por segunda vez pudiera volver a rajarse —aunque ya no cabía duda de que aguantaría—. El maestro, sin embargo, prefirió curiosear por la biblioteca en lugar de iniciar los trabajos de impresión.

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43 Le explicó al abad que ya había llegado el momento de conocer todas las obras que debían ser impresas y catalogarlas según su grado de dificultad. El abad pareció creerle. Quirin, sin embargo, sabía que en esa fase la imprenta no debía dejar de funcionar. Siempre había una que otra guarda para imprimir, las cuales se incluían en los libros antes del texto propiamente dicho y para las que no era necesario descifrar complicadas letras manuscritas. Evidentemente, el maestro Lukas procuraba retrasar aún más la impresión, y Quirin no tenía la más remota idea de cuáles eran los motivos. De todas formas, esto hizo que la mayor parte del tiempo Quirin no tuviera nada que hacer. Le preguntó al maestro Lukas si podía enseñarle algunas letras, y le mostró, con gesto suplicante, los tipos de plomo con las letras grabadas, que, dispuestas en el galerín, originaban una hoja impresa. El maestro, sin embargo, gruñó con gesto ausente y le quitó los tipos de la mano. Tampoco Mertel estaba dispuesto a introducir a Quirin en los misterios de la lectura. Quirin, entonces, decidió evitar, hasta donde le fuera posible, el atrio del monasterio. No quería encontrarse con Anna, que seguramente le recordaría su deuda de dos letras por dos panes… panes que hacía rato habían sido devorados por el maestro Lukas y los dos oficiales. Finalmente, Quirin pasaba el tiempo en el pequeño taller, que había estado vacío hasta su llegada. El taller estaba ubicado afuera del monasterio, pero muy cerca de sus muros, y el maestro Lukas lo había arrendado al hermano bodeguero para que sus oficiales tuvieran cobijo durante el tiempo que iban a permanecer allí. Quirin, sumamente aburrido, miraba por la ventana.

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44 De pronto vio que su maestro salía corriendo del monasterio en dirección al taller. Lukas Guldenmund abrió la puerta con tal violencia que casi la saca de los goznes. El taller solo poseía un espacio en el primer piso y un altillo con cuatro camastros. Quirin, que se había apartado de la ventana para abrirle la puerta al maestro Lukas, retrocedió asustado. —¿Estás solo? —jadeó el maestro. —¿Qué? —balbució Quirin. El maestro Lukas lo agarró del cuello con una mano, y lo sacudió. —¿Estás solo? Quirin se quedó mirándolo. No lograba pronunciar palabra. En su cabeza retumbaba la acuciante pregunta del incendiario de Salzburgo: “¿Ha sido borrado?”. El maestro Lukas no parecía menos aterrado que aquel hombre. El maestro impresor volvió a sacudir a Quirin. Su mirada parecía perdida. Algo cayó al piso y produjo un ruido sordo. Era un pequeño cofre que el maestro Lukas traía bajo el brazo. El maestro soltó a Quirin y se inclinó para recogerlo. Para mayor desconcierto de Quirin, se lo entregó con tal ímpetu que el muchacho estuvo a punto de caer. Instintivamente, Quirin lo agarró. El cofre estaba recubierto de muchos anillos de hierro y, a pesar de ser tan pequeño, era pesado. Algo se movía en su interior. —¡Tómalo! —jadeó el maestro impresor. —¿Qué es esto? —balbució Quirin. El maestro Lukas tenía ahora las dos manos libres. Volvió a agarrar a Quirin por el cuello y lo acercó a él. Gotas de saliva salían de su boca mientras decía:

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45 —Lleva esto al arzobispo Johann en Salzburgo. ¡Rápido! ¡Aún es de día! No te detengas por el camino. —¿Qué? ¿Ahora? Pero si casi es… —¡Corre, muchacho! —insistió el maestro—. Cada minuto cuenta. ¡Corre por tu vida! —¿Mi vida? Poco faltó para que Quirin dejara caer el cofre. El maestro lo agarró con sus enormes manos, frías como hielo. El corazón de Quirin comenzó a palpitar con violencia cuando sintió el pánico de su maestro. —¡El arzobispo tiene que recibir el cofre! ¡Es lo único que cuenta! ¿Lo has entendido, insensato? ¡Corre, por la Madre de Dios y todos los arcángeles! —Pero… El maestro Lukas empujó a Quirin hacia la puerta trasera del taller. —No se te ocurra salir por la puerta delantera —escuchó que le decía Lukas Guldenmund sin aliento—. ¡Se va a presentar de­lante de la puerta principal! Madre de Dios, asísteme en mi angustia… —¿Quién va a venir? —exclamó Quirin con voz chillona—. ¿Y qué hay en el cofre? ¿Cómo es que he de ir completamente solo a…? —Él —profirió el maestro Lukas—. Friedrich von Savrau. El burgrave. El Demonio. —¿Qué? —chilló Quirin aterrado. El impresor abrió violentamente la puerta trasera. Conducía a un jardín minúsculo y abandonado, rodeado por una cerca de mediana altura. Hasta un niño podría saltar por encima de ella. Quirin recibió un empujón por la espalda y salió al jardín dando tumbos.

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46 —¡Hazlo! —exclamó el maestro Lukas—. ¡Corre, Quirin, corre! La puerta se cerró con un golpe violento. Quirin miró a su alrededor. Inicialmente, quiso golpear la puerta, pero entonces vio el rostro aterrado del maestro Lukas a través de la pequeña ventana. —¡Corre! —rugió—. ¡Corre, insensato! Quirin se dio vuelta. Era como si el maestro le hubiera dado el último empujón para atravesar el umbral —umbral detrás del cual imperaba el puro pánico—. Brincó por encima de la cerca, se dirigió al río atravesando el puente bañado de espuma y huyó de la repentina locura de su maestro. Llevaba en las manos el misterioso cofre. Corrió hasta perder el aliento y tuvo que detenerse. Seguramente, el Demonio le estaría pisando los talones, extendiendo sus garras para atraparlo.

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