Los muertos no comen comida rápida

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Narrativa contemporรกnea

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Narrativa contemporรกnea

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Baron, Karin Los muertos no comen comida rápida / Karin Baron ; traductora Olga Martín Maldonado. -- Editor Alejandro Villate Uribe. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2015. 268 páginas : ilustraciones ; 23 cm. -- (Narrativa contemporánea) Título original : Tote essen kein Fast Food ISBN 978-958-30-5001-5 1. Novela juvenil alemana 2. Adolescencia - Novela juvenil 3. Amor - Novela juvenil 4. Vacaciones - Novela juvenil I. Martín Maldonado, Olga, traductora II. Villate Uribe, Alejandro, editor. III. Tít. IV. Serie. 833.91 cd 21 ed. A1497738 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., octubre de 2015 Título original: Tote essen kein Fast Food © 2013 Franckh-Kosmos Verlags-GmbH & Co. KG, Stuttgart, Germany © 2013 Karin Baron © 2014 Panamericana Editorial Ltda. de la versión en español Calle 12 No. 34-30 Tel.: (57 1) 3649000 Fax: (57 1) 2373805 www.panamericanaeditorial.com Bogotá D. C., Colombia

Editor Panamericana Editorial Ltda. Edición Alejandro Villate Uribe Traducción Olga Martín Maldonado Diagramación Diego Martínez Celis Fotografías de carátula © Carátula: Patryk Sobczak, guardas: Forrest Cavale Diseño de carátula Rey Naranjo Editores

ISBN: 978-958-30-5001-5 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor. Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A. Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008 Bogotá D. C., Colombia Quien solo actúa como impresor. Impreso en Colombia - Printed in Colombia

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Karin Baron Traducción olga martín maldonado

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Para Brigitte, en el cielo sobre Sylt. Et pour Silvi, son ange gardien sur terre.

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Se busca a la adolescente M ia Sander , de diecisiete años, vecina de Friedrichstadt. Desaparecida desde las diez de la noche de ayer. Mide uno setenta y uno, tiene el pelo corto y teñido de negro, y viste pantalones verde oliva, camiseta negra con capucha y un pañuelo rojo. Lleva consigo una rata blanca, con la que fue vista por última vez en la estación de autobuses de Friedrichstadt. Es posible que esté perturbada y necesite medicinas urgentemente. Cualquier información será recibida en las comisarías, así como en la Policía Criminal de Hamburgo, en el teléfono… Estuve pensándolo mucho tiempo. Si debía escribirlo. Y si sí, cómo. ¿En primera persona del singular? ¿O en tercera? Como si no me hubiera sucedido a mí, sino a otra persona. A una llamada Kaja o Leonie. O Jasmin. Pero no fue así. No le sucedió a Kaja ni a Leonie. Tampoco a Jasmin, sino a mí: Helena Stefanie Filius, alias “Fanny”. Con residencia en Heidrege, pueblucho perdido al oeste de Hamburgo que hasta Google considera la madriguera de un topo. O un excremento de vaca, lo cual es mucho más acertado. A la derecha: una granja. A la izquierda: otra. Y en medio: tierra llana, mucho aire y algo que te quita la respiración apenas abres la ventana: los vapores del abono, que claramente relativizan el término aire y dejan en la piel

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8 la sensación de que no deberías salir nunca de la ducha. En otras palabras, un moridero. Lo único que puede pasar es que se caiga una escalera. O que una mosca se quede pegada en la Nutella reblandecida porque a Martin se le olvidó taparla. Él también tiene la culpa de lo que sucedió en el verano. Al menos en lo que tiene que ver conmigo. Pues, de no ser por él, yo no habría vivido tan de cerca la historia. Y probablemente esta habría tenido un final muy distinto. Peor. Mucho peor. Aunque algo bueno tuvo, en todo caso… Pero vamos en orden. Martin es arqueólogo y experto en joyas del antiguo Egipto. Y hasta hace poco pasaba la mayor parte del tiempo metido en alguna excavación en el desierto egipcio, donde tiene licencia para saquear sepulturas. Su profesión secundaria es ser mi papá, y aunque tiene también licencia para criarme, no la había utilizado mucho y le había confiado la tarea a mi mamá. Hasta que, después de quince años, ella se hartó de la crianza solitaria y de la vida campestre. Y entre Navidad y Año Nuevo, Britta, es decir, mi mamá, se largó a Berlín con Benno. Pero Benno no es su perro. Ese se llama Jasper, y lo dejó con nosotros. Benno es su amante, que tiene menos de la mitad de la edad de mi papá y el doble de tiempo para mi mamá, sobre todo ahora que no es mi profesor de esgrima. Así justificó Britta su éxodo a la ciudad y me preguntó si quería irme con ellos (señal de que no estaba harta de mí). “Berlín es una locura”, me dijo. Pero yo no tenía ganas de locuras. Y mucho menos de las que hace con su Benno, con quien retoza como si tuviera mi edad y no cuarenta y

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9 dos. Suficiente con que sus hormonas se enloquezcan en Berlín. Yo prefiero atormentarme con las mías aquí. Así no se da cuenta nadie. Yo acabo de cumplir dieciséis y de convertirme en toda una mujer, como dice Martin. ¡Que por fin se enteró! Y eso que, hasta hace poco, yo tenía la impresión de que no conocía muy bien la diferencia entre una mujer y una columna corintia. Dado que Britta se largó, Martin se vio obligado a abandonar el Cercano Oriente para asentarse en el Alto Norte, como llaman a nuestra región en los folletos turísticos. En Egipto siguieron excavando sin él, y él desenterró un puesto como director de la colección egipcia del Museo Etnológico de Hamburgo. Alguien tenía que ocuparse de mí. Y ya le tocaba el turno a Martin, como dice mi mamá. Ahora tiene que conducir una hora diaria hasta sus momias y vasijas y me lleva en su todoterreno hasta Blankenese (a las afueras de Hamburgo), donde está mi colegio y vive mi abuela. Él no quiere mudarse a la ciudad porque ya está acostumbrado a la soledad del desierto y no puede soportar el trajín urbano. Eso significa que puedo deleitarme con cualquier programa concurso de la televisión los fines de semana mientras mis compañeros de clase van de fiesta a la zona roja de Hamburgo hasta las cuatro de la mañana. En principio, podría quedarme a dormir donde mi abuela, pero entonces tendría que regresar a la una, a más tardar. Ella no puede soportar otro horario, y además esa zona es demasiado agitada para los adolescentes de dieciséis años, según dice. Sobre todo los que miden uno cincuenta y ocho centímetros con cinco milímetros y no llegan ni a los cincuenta kilos. ¿Qué rayos tiene que ver mi

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10 altura con la hora hasta la que puedo salir de noche? ¿La una de la mañana? Gracias, pero no, gracias. Desde la pantalla de dos pulgadas y media del televisor de Martin me saluda el presentador Markus Lanz, el yerno perfecto. Afuera sigue cayendo la maldita lluvia. Perdón: sigue lloviendo a cántaros. A mamá no le gusta que use ese “hablado callejero”. Pero la maldita lluvia no para desde hace tres meses, cuando empezó todo. Y el viento aúlla en las esquinas y arranca de los árboles las hojas otoñales que se pegan cual lapas amarillas a lo poco que queda del verano. Mejor dicho: el momento ideal para empezar con mi historia…

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Era principios de julio. Había llovido durante cuatro semanas seguidas y Martin estaba a punto de dejar su nuevo puesto en el museo para mudarse conmigo al desierto. Hasta que se le ocurrió una idea algo menos descabellada. Estaba listo para la isla, anunció con gran entusiasmo una noche mientras el agua que caía de su empapada gabardina formaba un charco en el piso de madera. —Nos vamos a Sylt. —¿Cuándo? —En dos semanas, cuando empiecen tus vacaciones. —No puedes estar hablando en serio. —Claro que estoy hablando en serio. Sylt es mi isla favorita, y lo sabes. —Pero no la mía. —Espera. Ya lo será. Y así quedó decidido el asunto. Para él, en todo caso. Tenía que ser Sylt. Yo estaba lista para una isla, pero no esa. No habría tenido nada en contra de una isla a unos dos mil kilómetros al sur, pero Sylt… Ese alargado garfio arenoso en el mar del Norte, que estaba a dos horas y media de casa y, por tanto, seguramente bajo otro frente de lluvia… Sylt era lo peor. Empezando por el hecho de que mis compañeros más pudientes, mejor dicho, sus padres, tenían ahí otra casa o apartamento. O barrio. Qué sé yo. En todo caso, eran los últimos con los que querría

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14 encontrarme en las vacaciones, con su ropa Tommy Hilfiger, sus palos de hockey y las docenas de suéteres de Abercrombie & Fitch que sus papis les traían de los viajes de negocios a los Estados Unidos. (Mi papá solo me había traído alguna vez una de esas camisetas que los turistas se ven obligados a comprar en los paseos por el Nilo. Pero el folclor no está bien visto entre mis compañeros, ni siquiera de pijama. Y la camiseta cuelga desde el verano antepasado, entre las arvejas, sobre el espantapájaros de Britta). Según Martin, todo solía ser muy distinto antes. “Éramos totalmente salvajes”, dice. Sylt es la isla de su infancia, en la que pasaba las vacaciones con su hermana Christina donde Hedi, su tía favorita, mi tía abuela que murió a finales de mayo. En la casita de List, justo en el extremo norte, donde la isla toma forma de codo. Luego, cuando yo era pequeña, él ya no tenía tiempo para ir de visita. De modo que habíamos ido solamente dos veces, y solo por el fin de semana, uno de los cuales había sido muy tormentoso, totalmente pasado por agua. Y, por supuesto, para el entierro de la tía abuela Hedi, aunque yo no la conocía casi en realidad. Que las vacaciones en Sylt fueran equivalentes a una gran libertad y vida al aire libre, como quería hacerme creer mi papá, era algo que me costaba tragar. Lo que sí podía creer era que Sylt fuera el origen de su amor por el desierto, que solo se diferenciaba de esta fría isla por la ausencia de gaviotas y gotas de lluvia. Y por el tamaño, desde luego. El aire es lo único gratis en Sylt actualmente, y solo detrás de las dunas. Ahí tienes que pagar hasta por pisar la arena de la playa, con su saludable aire yodado, incluso

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15 cuando hay mal tiempo. Es la “tasa de balneario”, y significa que todo lo que sea divertido está prohibido. Como correr por las dunas, construir castillos de arena o sacar a pasear el perro donde quieras. “Totalmente justificado”, opina Martin. “Yo conozco a una niña que vive quejándose del aire apestoso del campo. Además, la protección de la isla cuesta dinero”. Es curioso que en Rømø, la isla vecina, esa misma protección no cueste ni un peso. Pero es que Rømø es danesa, y Dinamarca tiene tantas islas que no necesita cercarlas con normas y reglamentos. Y tampoco se dañan porque la gente construya castillos de arena o se besuquee en las dunas. Pero es que Rømø es un mejor banco de arena, según Martin. —Tampoco tengo ganas de pasear por los pantanos con el impermeable amarillo y las botas de caucho. Y, además, el pelo se me pone como el de Whoopi Goldberg. ¿No puedo quedarme en la casa? —Esos pantanos se llaman marismas, como bien sabes. Quedarte sola en la casa no es una opción. Y tus rizos son tan hermosos como los de tu mamá. Incluso cuando llueve, Helena. H elena. Cuando Martin me dice Helena, la cosa es seria. Él fue quien le añadió Helena a mi nombre. Gracias a esa Miss Universo griega por la que se pelearon unos tipos hace montones de años y armaron la guerra de Troya, en la que quedó enredada media Grecia. ¿Será que yo también provocaré confrontaciones belicosas algún día? Sería muy halagador, sin duda, aunque a mí la historia me hacía pensar más bien en mi papá y mi mamá, pero entonces no podía saber cómo terminaría el asunto.

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16 —Pero no me quedaré sola. Tengo al bueno de Jasper —insistí. —Jasper no puede cuidarse ni siquiera a sí mismo. —Pero él odia la arena. Y yo odio tener que quitársela de las patas y las arrugas tres veces al día. Él no tiene botas de caucho. —Eso de que Jasper odie la arena me suena raro. Ayer lo vi en la pradera del vecino y estaba excavando como un loco en la madriguera de un conejo. Pero al conejo le resultó demasiado fastidioso, por supuesto, y se largó. —Jasper no es fastidioso. —En un ataque de lealtad hacia la herencia de cuatro patas de mi mamá, estaba decidida a defenderlo a capa y espada. Jasper era un alma canina bendita. Un bóxer absolutamente carente de estilo, a diferencia de los labradores rubios clonados que se pasean por la ribera del Elba con sus dueñas rubias clonadas. Britta lo escogió porque no hay ninguna otra clase de perro que se emocione como un bóxer, aunque en realidad parezca a punto de devorarte. Jasper es tan manso como un cordero, pese a su cara de perro de pelea, y jadea como si fuera un viejito. Pero debo reconocer que también es un poco torpe—. Y a diferencia de ti —añadí—, no me abandona nunca. Martin guardó silencio. Hasta que empezó a darme algo de lástima. —Primero —dijo finalmente—, el clima en las islas siempre es mejor que el del continente. Un corto aguacero y el sol vuelve a brillar normalmente. Segundo, a Jasper le encanta la arena. Y tercero… —Pausa prolongada—. Tengo que ver la casa de la tía Hedi para resolver lo de la renovación. —Se aclaró la garganta sonoramente—. Tú

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17 estuviste en su entierro hace seis semanas. Ayer recibí una carta de su albacea. La tía Hedi me heredó la casa. A mí y a tu tía Christina. ¿Una casa en la isla, en Sylt? Maldición. Yo no era mejor que los demás.

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… Es posible que esté perturbada y necesite medicinas urgentemente. Cualquier información será recibida en las comisarías, así como en la Policía Criminal de Hamburgo, en el teléfono… Y pasemos ahora al estado del tráfico en el Norte. Atención en la A7 de Hamburgo a Flensburgo. Entre Bad Bramstedt y Großenaspe hay unas vacas en la vía. En Niebüll, las horas de espera para los ferris a las islas y el tren de autos a Sylt ascienden a… —Gracias —dice Martin y apaga la radio—. Nosotros ya estamos del otro lado. Efectivamente, el todoterreno llevaba veinte minutos sacudiéndose en el rojísimo tren de autos que nos llevaría de Niebüll a Sylt por el dique de Hindenburg. Jasper iba en el asiento trasero, apretado entre el equipo de Martin para toda clase de climas, que incluía una bolsa de dormir ideal para el frío polar, una tienda de campaña para dos personas, su portátil y la colección completa de la National Geographic del año pasado, que no había tenido tiempo de leer todavía. Yo me había limitado a mi morral deportivo extragrande, las botas de caucho y el florete para poder practicar mientras tanto. —¿Por qué empacaste como si fueras a una expedición por la campiña neozelandesa? —pregunté mientras

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22 bajaba la ventanilla para entregarme a la realidad en forma de marisma homogénea que se extendía a mi derecha—. Como mucho, la mayoría de la gente normal lleva un telescopio, un encendedor y tal vez a su mujer a una isla desierta. —Me asomé para ver la cola del tren—. Pero Sylt no es una isla desierta. Todo lo contrario. El tren de dos pisos estaba completamente lleno. Parecía como si medio país hubiera decidido pasar las vacaciones ahí. —Ya veremos —respondió Martin con una mueca sospechosa—. Para empezar, basta probablemente con una hija y un perro. En ese momento, yo no tenía ni idea de que el “ya veremos” era en serio; y el “para empezar”, literal. —Hay que estar preparado para cualquier eventualidad. —La casa de la tía Hedi se veía bastante bien cuando fuimos al entierro. Y supongo que tendrá un par de sábanas, por lo menos. —Eso lo veremos muy pronto. Estaremos ahí en tres cuartos de hora. Jasper sacó el hocico por la ventanilla junto a mi cabeza y frunció aún más su cara arrugada. Parecía mareado. Sus orejas trataron de aletear en el viento, pero como eran tan pequeñas, simplemente se echaron hacia atrás como si estuvieran recién engominadas. Yo también estaba un poco mareada. Tres semanas con Martin en la casa de la tía Hedi… ¿Qué más podía esperar, aparte de polvo, olor a moho, espeluznantes papeles de colgadura y un aburrimiento elevado a la enésima potencia? Me equivocaba. Y mucho.

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23 La casa de la tía Hedi tenía el tejado cubierto de paja y estaba rodeada por un jardín simpático y desordenado, en el extremo norte de List, poco antes de donde empieza el paisaje de dunas. Y, como pudimos comprobar en el segundo día, tenía solo una filtración en el techo. Por lo demás, la herencia resultó ser toda una mina. La tía era una aficionada a la ornitología, con uno ochenta de estatura y un gusto muy particular por la decoración extravagante. La sala estaba llena de pájaros disecados que anidaban en las paredes y estanterías, y te hacían sentir observada por unos ojos perturbadores y carentes de pestañas en cualquier lugar de la habitación. Yo tenía la sensación de no estar sola aun cuando Martin estuviera, en ese momento, ocupado en el jardín. En las repisas de las ventanas reposaban unos patos de madera junto a unos huevos de aves de todos los colores. En los roperos, colgaban unos vestidos anticuados y demasiado largos. Y tanto en la mesa de la sala como en su inestable compañera del jardín, se encontraban algunos ceniceros de vidrio con unas cantidades de ceniza que habrían podido envenenar a medio jardín infantil. Cabe señalar que la tía Hedi no murió de cáncer de pulmón o de laringe, sino que se rompió la nuca al tratar, a la tierna edad de setenta y ocho años, de trepar a un árbol para salvar a tres pajaritos de las garras de una urraca asesina. Uno sobrevivió, otro se lo llevó la urraca, como nos contó una vecina alarmada por los gritos, y el tercero descansa ahora junto con la tía Hedi en el cementerio. En cuanto a los papeles de colgadura, la memoria no me fallaba. Nuestro favorito era el del baño: un diseño de florecitas rosadas y amarillas sobre un fondo verde oliva.

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24 En la pared había una especie de revistero que albergaba desde libretas de crucigramas hasta revistas de divulgación científica y todo lo que uno pueda necesitar para distraerse en dicho lugar. Yo dormía en el segundo piso, en la habitación de huéspedes, con un venado en un marco dorado sobre la cama y dos afiches del Instituto de Ornitología, que me instruían sobre las actuales especies en vías de extinción y las áreas de distribución de la gallineta y la agachadiza. Desde la ventana tenía una buena vista del pino que le había deparado la muerte a la tía. De una de las gruesas ramas inferiores colgaba una pera de boxeo, roja y muy brillante. A la altura perfecta para servirnos de sparring a mi florete y a mí. ¿Qué habría hecho con ella la tía Hedi? ¿Boxear? Martin se había acomodado en el sofá de la sala pajarera, entre las aves disecadas, porque le resultaba un poco irrespetuoso dormir en la cama de la tía, que estaba en el último piso, en la habitación más bonita y grande de la casa. El sol entraba en ella por dos ventanas blancas con travesaños y creaba sobre el papel de colgadura unos juegos de sombras con las clemátides que habían trepado hasta el caballete del tejado y se mecían en el viento. Había un escritorio grande frente a una de las ventanas y una mecedora blanca de mimbre frente a la otra. Las tablas de la biblioteca se arqueaban bajo el peso de las obras de consulta, las guías de viaje y las enciclopedias ornitológicas. La cama ocupaba el mínimo de espacio. Era más pequeña que la mía en nuestra casa. La tía Hedi no se había casado, y ya en sus años mozos se había interesado más por los pájaros que por los hombres, como demostraba el libro

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25 sobre su mesa de noche, de los que solo podían encontrarse en un anticuario (si acaso). Junto al libro, apoyado contra la pared detrás de la anticuada lámpara de caperuza, había un trozo de raíz desteñida por el viento que parecía sacado de un manglar suramericano y no de la arena de Sylt. Evocaba una cobra paralizada en pleno ataque y no combinaba del todo con la habitación. Muy seguramente era una especie de presagio de lo que se avecinaba, pero yo no podía saberlo en ese momento. Martin y yo nos remangamos y pusimos manos a la obra. Los primeros días nos dedicamos a limpiar, sacar y botar. Abrimos todas las ventanas, vaciamos todos los ceniceros, descongelamos el refrigerador y tratamos de ubicar la filtración en el tejado. El baño necesitaba una transformación inmediata. Las paredes amarillas por la nicotina, más las bombillas desnudas, resultaban insoportables incluso en las mañanas soleadas, por no hablar del cielo gris plomizo de los primeros días. ¿Cómo era que había dicho mi papá? ¿Un corto aguacero y el sol vuelve a brillar normalmente? Sí, cómo no. Martin pintó las paredes de un azul celeste y yo laqué los paneles de madera con un blanco reluciente. En una tienda de electrodomésticos, encontramos, además de una aspiradora nueva, una especie de lámpara de araña que colgamos en el rincón junto a la ventana, de manera que, en el quinto día de nuestras supuestas vacaciones, los rayos de sol proyectaban arcoíris diminutos a través de las lágrimas de cristal que bailaban con el viento. O con el aire caliente de mi secador de pelo.

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26 Para ser franca, aquel impulso trabajador de Martin me sorprendió un poco en ese momento, pues él suele hacer las cosas con parsimonia; pero lo que debería haberme hecho sospechar abiertamente fue el enorme mercado que hizo al final de esa primera semana. —¿Quién va a comerse todo eso? Trajiste provisiones para un asedio de dos semanas —comenté mientras descansaba en el desgastado sillón de playa de la tía Hedi en el jardín y lo observaba cargar estoicamente las cajas del mercado a la casa. Cuando terminó, preparó minuciosamente un café en la cafetera con cebollas pintadas y filtro de porcelana que parecía de la preguerra. Después salió al jardín con dos tazas llenas y dos enormes trozos de pastel de queso en una bandeja. —Te tengo una sorpresa —anunció al sentarse a mi lado en el sillón. Auxilio. Hasta entonces, las sorpresas de Martin solían significar que tenía que largarse varios meses a Egipto o Mesopotamia. Agarré la punta de mi pastel de queso con el tenedor y me la llevé directo a la boca para no tener que decir nada. —Viene visita. —¿Cuándo? —Mañana, al mediodía. —¿Mamá? ¿Con Benno? —No precisamente. Una amiga, con su hija. —Gracias por avisar —dije en medio de un ataque de tos, y un par de migajas del pastel aterrizaron junto a mis pies. —Quería dejar que te acomodaras con calma.

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27 —Con calma habría estado bien. He trabajado como una esclava desde que puse los pies en la puerta. Había subestimado a Martin, por lo visto. Y mucho. Mientras me quemaba la lengua con el café caliente, al tratar de sofocar el ataque de tos, mi papá me comunicó las verdaderas dimensiones de su sorpresa. A saber, que conocía muy bien la diferencia entre una mujer y una columna corintia. Esa diferencia se llamaba Svea y llegaría próximamente a la casa de la tía Hedi, con su hija Frida, para pasar el resto de las vacaciones con nosotros. —Svea está haciendo un doctorado en Arqueología y fue mi… eh… asistente de excavaciones en Bahariya. La asistente de excavaciones. ¡Claro! —Ya veo. Entonces no solo te ayudó a excavar… ¿Mamá ya sabe? —¿Y qué tiene que ver tu mamá? —No, nada… Junto con el aroma del café, un pensamiento desagradable se coló en mi conciencia y luego en mi sistema límbico, donde, según los descubrimientos de las investigaciones cerebrales, se desencadenan los sentimientos. Además de una mamá que no solo había tenido una aventura con mi exprofesor de esgrima, sino que se había largado con él a Berlín, tenía un papá que, en el desierto, se topaba con huesos y joyas antiquísimos, y hallazgos de fabricación más reciente. Mi sistema límbico encendió la alarma. Entonces me levanté de un brinco, tiré el café en la hierba y les dejé el resto del pastel a las dos gaviotas que esperaban ávidamente en el pino. La pera de boxeo de la tía Hedi recibió un golpazo de mi codo izquierdo, y salí disparada rumbo a las dunas.

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28 ¡Svea! No lo podía creer. Había pensado que Martin solo conocía a las mujeres de la televisión y ahora, de pronto, me servía a una tal Svea con el café. Seguramente podía darme por contenta de que la hubiera encontrado en vivo y en directo y no en Internet. Como el papá de Jana. Jana es mi mejor amiga, y desde que su papá había tenido que compartir a su esposa, hacía dos años, con un tal Andi (su entrenador personal), y ahora que ni siquiera podía compartirla, se la pasaba buscando a una acompañante tras otra en Internet. Y cada par de meses, Jana tenía que sentarse frente a una Susanne o una Jutta o una Gabi al desayuno, y su papá tenía ahora su propia entrenadora personal que le ayudaba a mantenerse en forma para la conquista del momento. Incluso trató de teletransportarse al siglo xx al transformar su menguante cabellera en una moderna calva brillante. Pero no le funcionó, si me lo preguntan, pues quedó idéntico al vampiro favorito de mi mamá, el tal Nosferatu ese de la vieja película muda. Y ahora me pasaba lo mismo a mí. Salvo que se llamaba Svea en vez de Jutta, y tenía treinta y cuatro en vez de cuarenta y tres. Y que mi papá seguía luciendo su melena a lo Einstein y, por lo visto, se mantenía en forma a punta de sexo y no con una entrenadora. Quizá, de ahora en adelante, en el sofá de la pajarera justo bajo mi cama, bajo los ojos del público alado. Genial. Exactamente así me había imaginado mis días de vacaciones.

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