La chica espejo

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La chica espejo


Bronsky, Alina La chica espejo / Alina Bronsky ; traductora Olga Martín Maldonado. -- Editora Diana López de Mesa. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2016. 296 páginas ; 22 cm. -- (Narrativa contemporánea) ISBN 978-958-30-5088-6 1. Novela juvenil alemana 2. Novela fantástica 3. Misterio Novela juvenil I. Martín Maldonado, Olga, traductora II. López de Mesa O., Diana, editora III. Tít. IV. Serie. 833.91 cd 21 ed. A1551401 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., febrero de 2017 Título original: Spiegelkind © Alina Bronsky © 2012 Arena Verlag GmbH, Würzburg www.arena-verlag.de © 2017 Panamericana Editorial Ltda., de la versión en español Calle 12 No. 34-30. Tel.: (57 1) 3649000 Fax: (57 1) 2373805 www.panamericanaeditorial.com Tienda virtual: www.panamericana.com.co Bogotá D. C., Colombia

Editor Panamericana Editorial Ltda. Edición Diana López de Mesa O. Traducción del alemán Olga Martín Maldonado Fotografía de carátula © Shutterstock-Triff. FreddEP Fotografía de guardas © Shutterstock-iko Diseño de carátula y diagramación Martha Cadena

ISBN 978-958-30-5088-6 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor. Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A. Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008 Bogotá D. C., Colombia Quien solo actúa como impresor. Impreso en Colombia - Printed in Colombia


La chica espejo

Alina Bronsky Traducción Olga M artín M aldonado


Para Franka


Prólogo

—T ienes que ayudarme —dice él—. Sin ti, estoy perdido. Si lo haces, si te quedas conmigo, si me salvas, no te arrepentirás. No te abandonaré nunca, te lo prometo. Te protegeré. —Tú sabes lo que sucederá si rompes la promesa —dice ella—. No me lo inventé yo. Está en la ley. —He oído que ustedes hacen sus propias leyes. —Eso es falso. Silencio. —Pero tú también lo quieres así —dice él finalmente. Ella guarda silencio. Están sentados en la oscuridad y son más jóvenes que ahora. No puedo ver sus rostros. Pero por el modo en que ella inclina la cabeza y él alza los hombros, no los confundiría con nadie. Esa mujer joven es mi mamá. El hombre es mi papá. Abro los ojos, es de noche, estoy en mi cama, bajo las cobijas. Las dos cicatrices en mis omoplatos me pican. No fue un sueño. Acabo de estar en alguna parte y de ver algo que no debía ver. Algo que tiene que ver con mi identidad. Algo que no debo saber.


La desaparición

—M ejor no mires —dijo mi papá y me cerró el paso. —¿Por qué? —pregunté y traté de pasar por debajo de su brazo izquierdo, que estaba apoyado en el marco de la puerta. Casi lo había logrado cuando me agarró de la capucha. —Mejor no. —Pero ¿por qué? Sacudí la cabeza para liberarme. Él por lo general no solía tocarme. Entonces soltó mi capucha pero me puso las manos en los hombros. Se sentían pesadas. Papá era alto y delgado, nada robusto, más bien lánguido, como un sauce llorón. Se inclinó sobre mí para mirarme a los ojos. Yo le devolví la mirada. Él la apartó. —¿Qué está pasando? —Sacudí los hombros—. ¿Por qué estás aquí? —Juli —dijo, esta vez sin mirarme—, tengo que contarte algo. Era de esperarse, con ese modo tan extraño de comportarse. Además, él no tenía por qué estar allí ese día. Era la semana de mamá y él no debía aparecerse en la semana de ella y viceversa. Era el acuerdo que habían negociado sus abogados y que mis papás habían firmado en el juzgado. Solo podía incumplirse en caso de emergencia.


7 El corazón me golpeaba las costillas como si me hubiera tragado a nuestro canario Cero. Tuve que hacer un gran esfuerzo para disimular mi miedo creciente. —Juli, mi niña —papá me habló con una ternura inu­ sitada—. Tengo que decirte algo. Pasó algo terrible. Yo me liberé de sus manos e irrumpí en la casa. Corrí por el pasillo, que estaba oscuro porque todas las puertas estaban cerradas. Casi no podía ver nada. Afuera el sol brillaba con intensidad. Enceguecida, tropecé con los zapatos que mis hermanos Jaro y Kassie habían deja­do en medio del camino. En las semanas de mamá, las cosas siempre estaban regadas por ahí. En las de papá, todos los zapatos es­t aban en el armario, las tazas en la despensa (con las asas orientadas en la misma dirección) y los periódicos en el revistero, ordenados por fecha. Abrí la puerta de la sala. El caos que reinaba allí no podríamos haberlo ocasionado ni siquiera mi mamá junto con nosotros tres. El suelo estaba cubierto de periódicos. Las materas estaban en el suelo, rodeadas de tierra; los tallos de las plan­t as estaban quebrados y había algunos pétalos desperdigados alrededor, lo que le daba una solemnidad discordante al lu­gar. Alguien había tumbado los libros de las bibliotecas y sacado los cajones. La puerta de la jaula de Cero estaba abier­t a. La jaula estaba vacía, una sola pluma amarilla había quedado atrapada adentro y temblaba por la corriente de aire. Me recosté contra el marco de la puerta, me dejé caer despacio y me mordí la mano por la desesperación. Ladrones. Se habían entrado los ladrones. Papá entró y se sentó a mi lado.


8 —No deberías ver esto tan terrible —dijo. Yo lo miré fijamente, él apartó la mirada. No sabía con exactitud desde cuándo, pero nuestra relación ya no funcionaba tan bien como antes. Cuando era pequeña, lo había admirado mucho. Después solo lo ha­bía querido, y de pronto me había dado cuenta de que me compadecía de él. La decisión de mi mamá de abandonarlo lo había golpeado mucho. Después de la separación, a veces rompía en llanto durante el desayuno, de repente, mientras mis hermanos y yo clavábamos la mirada en nuestros panes. Incluso solía contarles a los vecinos, en la calle, lo mal que estábamos y lo mal que se había portado mi mamá al abandonar a su maravillosa familia de la noche a la mañana. Con eso adoptaba una actitud incomprensible que él mismo habría calificado de escandalosa en los otros. Aquello de “de la noche a la mañana” era falso. La tormenta se había avecinado desde hacía años, con rayos y centellas. Además, mamá había abandonado a papá, no a la familia. Jaro, Kassie y yo seguíamos allí, y mamá no tenía ninguna intención de cuidarnos menos que antes. Aun así, al principio estuve furiosa con ella porque papá sufría demasiado por su culpa. Pero en algún momento me había cansado de consolarlo. Entraba con demasiada frecuencia al dormitorio, cuando ya me había dormido, para despertarme y decirme lo solo que se sentía y lo mucho que yo, por ser su hija mayor, debía ocuparme de él. Lo cual era ilógico, pues hasta entonces había pregonado que debía disfrutar de los últimos años de mi infancia, antes de tener que enfrentar el lado serio de la vida. A diferencia de él, yo no debía preocuparme por nada aparte de ir


9 al liceo y obedecer ciertas normas. Él no lo había tenido tan fácil a mi edad, y yo debía sentirme afortunada. A lo mejor tenía razón: salvo la separación de mis papás, no había nada que me causara estrés. Iba al liceo en el autobús escolar, después regresaba a casa. Las labores domésticas se hacían, al parecer, por arte de magia. No tenía que cuidar a mis hermanitos nunca, de eso se encargaban mis abuelos o mis papás. Nunca tenía que hacer mercado y no había cocinado ni una sola vez en mi vida. Lo único que tenía que hacer de vez en cuando era ordenar mi habitación. A veces mi vida resultaba incluso un poco insulsa. Cuando papá había empezado a exigir cuidados de mi parte, al principio había intentado darle gusto. Me había ocupado de él lo mejor que podía. Había dejado que me acariciara la cabeza, que me llamara su mayor tesoro con voz quejumbrosa, y en las noches, hacia la una y media de la mañana, le había buscado los pañuelos perfumados que fabricaba la empresa donde trabajaba y que teníamos por cantidades y de todos los olores. Pero, poco a poco, fui dejando de creerle, pues yo sabía muy bien que él podía ser distinto, más fuerte. Papá trabajaba en la gerencia de la fábrica de artículos de higiene Hydragón, y de pequeña me había impresionado muchísimo cuando podía ir a visitarlo a su oficina. Allí había descubierto cómo podía cambiar su voz, dependiendo de la persona con la que hablara. Con la secretaria, su voz era fría o autoritaria. Con algunos colegas era muy afectuosa, como si pertenecieran a la familia. Alguna vez había presenciado incluso algo de verdad increíble: al hablar con un hombre bajito y rechoncho, había logrado


10 achicarse con disimulo, cruzando las piernas y encorvándose. Aquel hombre era el dueño de la empresa. Había empezado a alejarme de él en cierto momento, cuando empezaba su semana y regresaba a casa con su maleta y discutía cosas importantes en la cocina con mamá, antes de que ella se marchara con su maleta. A ese momento le llamaban la “entrega”, como si fuéramos cajas con la inscripción de “delicado”. —Tu mamá desapareció —dijo papá, y lo dijeron también los policías que fotografiaban el caos. Un auto de policía se estacionó frente a la casa, y un hombre se sentó con nosotros en la cocina. Me dijeron que debía permanecer sentada y dejar que los agentes hicieran su trabajo. Entonces me quedé sentada y uno de los policías me contó algo sobre su sobrino, que tenía casi la misma edad que yo, es decir trece, y era un gran tenista. —¡Tengo quince! —dije furiosa—. Y mi mamá no desapareció así como así. Aquí sucedió algo terrible. Hasta un ciego podría verlo. Claro que tampoco habría comentado los éxitos tenísticos del sobrino en mejores circunstancias. Odiaba el tenis. Y, por desgracia, no había ningún otro deporte en el que fuera buena. Pero el policía actuó todo el tiempo como si no me oyera. Quizá le habían dado una capacitación acerca de cómo entretener a los jóvenes después de un asalto para que no molestaran durante la investigación. Pero yo quería ayudar. Quería que se pusieran manos a la obra y encontraran a mi mamá. La gente no podía desaparecer así nomás, en pleno día, de su propia casa. No en nuestro tiempo… El tiempo de la normalidad absoluta.


11 De modo que me levanté y perseguí a los policías, que caminaban por toda la casa alzando tapetes y mirando detrás de los espejos, como si mi mamá pudiera estar escondida detrás de alguno de ellos. —Esta mañana estaba todo bien. Mamá nos hizo el desayuno, estaba de buen ánimo e iba a pintar todo el día —dije. Cualquier dato podía ser importante, y mi cerebro se esforzaba en busca de detalles que pudieran ayudar a aclarar todo. Pero no me escuchaban. En absoluto. Me ignoraban, como si yo no estuviera allí. Se reunieron en la sala, intercambiaron miradas. ¿Y qué hicieron a continuación? Yo no podía dar crédito a mis ojos. Empezaron a recoger todo. Alzaron los libros y los pusieron en las bibliotecas. Papá hizo una mueca porque a él le gustaba ordenarlos alfabéticamente, pero los policías no lo sabían. Uno de ellos trajo una escoba, a mí me resultó gracioso ver a aquel hombre enorme agacharse para barrer la tierra de las plantas. Otro recogió los periódicos del suelo y los amontonó en el alféizar de la ventana. Otro observó la jaula desconcertado, como si no pudiera creer que en verdad estuviera vacía. Después cerró la puerta con determinación. Yo irrumpí en la sala y volví a abrir la puerta de la jaula. —Tenemos que dejarla abierta por si regresa Cero —dije con fuerza. Cero salía con frecuencia, mamá le abría la ventana y él siempre volvía a encontrar el camino a casa. Papá me miró sacudiendo la cabeza. —Te dije que te quedaras en tu habitación.


12 —Creí que habías dicho que en la cocina. —¿Qué ra­yos importaba dónde estuviera yo, si mi mamá había desaparecido y alguien había dejado patas arriba nuestra casa?—. Además, tenía entendido que se debían conservar las evidencias tal como quedaban después de un asalto. Lo dije en voz baja, pero de todos modos me oyeron. Fue como si la habitación se hubiera congelado de golpe. Todos dejaron de barrer y de organizar los periódicos y me miraron fijamente. —¿Quién ha hablado de un asalto, pequeña? —preguntó uno de los policías, un tipo regordete, de calva rosada y tres estrellas en la manga. Traté de recordar la clase sobre leyes en el liceo. Pero en ese momento me resultaron mucho más útiles las pe­ lículas de detectives que a veces veía papá por la noche en televisión. Desde que había cumplido catorce años me dejaban quedar en el cuarto de la televisión. —Cuando secuestran a alguien, es un asalto —dije, desconcertada. —¿Y quién ha hablado de un secuestro, mi niña? Paseé la mirada entre los policías. Sus rostros brillaban. Nadie me había tratado así nunca. —Yo —respondí—. Yo estoy hablando de un secues­ tro. Alguien secuestró a mi mamá y dejó la sala patas arriba. Más claro, imposible. Los policías se miraron y rieron. No era una risa maliciosa, pero había algo en ella que resultaba atemorizante. El regordete calvo se acercó. Ahora estaba muy cerca, lo cual no era muy estratégico de su parte. Era bastante bajo y yo era más alta que la mayoría de mis compañeros del liceo. Por eso, buena parte de su soberbia se perdió


13 cuando me acarició el hombro y me dijo con un tono muy, muy bondadoso: —No hay ningún indicio, en realidad ni uno solo, de que tu mamita haya sido víctima de un asalto, mi pequeña. —Pero sí es muy evidente que desapareció sin dejar rastro, ¿no? Traté de sonar serena y razonable, lo que no fue fácil, porque era un mar de nervios. El hombre sonrió y me acarició de nuevo. Yo sentí un picor en el hombro. Me preocupaba que sus dedos bajaran y me tocaran la cicatriz cerca del omoplato izquierdo, pues entonces lo habría golpeado por instinto. Ninguna otra parte de mi cuerpo era tan sensible como esa. Pero eso no podía suceder, por nada del mundo. En realidad, me había pasado de la raya. Solo quería que los policías dejaran de burlarse de mí y empezaran a buscar a mi mamá. De modo que tenía que controlarme y ser lo más amable posible. En el liceo había una materia que se llamaba Prevención de Conflictos. Aunque no era obligatoria, papá había insistido en que la tomara. La clase consistía básicamente en formular asuntos sencillos de la manera más retorcida posible, hasta que el interlocutor olvidara de qué estaba hablando. Papá aseguraba que era una de las habilidades más importantes en los tiempos actuales. Pero yo en reali­ dad nunca solía buscar pelea, ni en el liceo ni en la casa. Quizá había sido la materia favorita de mi papá en el colegio, pues nunca le habí ido bien en las discusiones con mi mamá. Ella, en cambio, podía ponerse en verdad furiosa. A veces caían platos en la alfombra mientras papá se protegía la cabeza con los manos y le recordaba lo delgadas que


14 eran las paredes de nuestra casa. Como si ella pudiera pensar con claridad en esos momentos. —Tu mamá no está, ¿y qué? —dijo el policía—. En ocasiones las mujeres se cansan y se marchan. Lo entenderás mejor cuando seas grande, mi niña. Se rio. —¿Y quién luchó aquí entonces? —pregunté. —¿Dónde? El uniformado miró a su alrededor. Yo seguí su mirada y tuve la sensación de que me estaban tomando el pelo. La sala estaba casi como siempre, solo faltaban los gorjeos de Cero. —Yo lo vi con mis propios ojos —dije—. La sala estaba por completo patas arriba. El policía le quitó importancia a mis palabras con un gesto. —Eso fue un ladronzuelo. Un pobre freak que se metió por la ventana en busca de dinero y electrodomésticos. Seguro se enfureció al no encontrar tanto como esperaba y decidió dejar su firma. Casos como este hemos visto de sobra. Los freaks drogadictos se están volviendo un problema serio. El policía suspiró y recogió un libro roto que no habían visto sus colegas. Yo guardé silencio. ¿Qué más podía decir? Me sentía impotente. No podía creer lo que estaba pasando. ¿Un ladrón que entra a una casa de nuestro barrio, en un momento del día en que todas las mujeres están cocinando y pendientes hasta de las placas de cualquier auto desconocido? Tendría que haber sido un ladrón muy estúpido o muy drogado.


15 —Ahora solo hay que cambiar las guardas y todo volverá a la normalidad —dijo el policía, y los dientes de oro brillaron con tanta intensidad en su sonrisa que tuve que cerrar los ojos. —¿Y mi mamá? —pregunté. —Pues sí, las mamás vienen y se van. El policía soltó una carcajada tan estridente que molestó incluso a mi papá. —Ve a tu habitación y haz tus tareas —me dijo con brusquedad, como si yo tuviera la culpa de todo. Y yo obedecí, pues no quería que ninguno de ellos viera mis lágrimas.


Una ada

Yo quería creer que mi mamá había desaparecido por voluntad propia y que regresaría pronto. Pero por más que trataba, la situación me resultaba demasiado absurda. Yo no tenía llaves de la casa y mi mamá lo sabía. Ella no salía nunca, y esa mañana se disponía a pintar todo el día, hasta que regresáramos del colegio. Primero llegaría Kassie y Jaro, porque yo tenía clase por la tarde, pero ese día la cancelaron. Mamá era confiable, aunque papá insistiera en describirla como alguien que en la noche ya no sabía lo que había dicho por la mañana. —¡Deja de hablar así de ella! —grité esa noche después de la desaparición de mamá, cuando papá les contó a mis hermanitos que lo más probable era que a mamá se le había ocurrido irse de viaje de repente. —Ella solía tener ideas raras —dijo—, a lo mejor conoció a alguien, nunca supe lo que pasaba por su cabeza. Mi propia cabeza hervía de la ira. Mi papá y mis hermanos estaban sentados en la me­ sa de la cocina: Jaro con los ojos abiertos de par en par, muerto de curiosidad; Kassie recostada y con los ojos entrecerrados. Papá les contó lo que había pasado. Su versión de los hechos. Lo intentó, en todo caso. Pero yo lo interrum­pí porque no podía oír aquello. —¡Mentira! ¡Mamá nunca desaparecería así, sin más! ¡Ella siempre se alegraba cuando le tocaba la semana con


17 nosotros y nos extrañaba cuando estábamos contigo! ¡Además, ella no se la pasaba llorando como tú! Papá me miró con una mezcla de furia y asombro. Mis hermanos guardaron silencio, asustados, y yo misma me sorprendí por la manera como le había hablado. Nunca lo había increpado en ese tono, al fin y al cabo yo era una liceísta de élite, una niña bien educada. Jaro y Kassie no se despegaron de papá desde que lle­ garon a la casa. Pese a su insistencia, poco convincente, de que lo tenía todo bajo control, ellos podían darse cuen­ta de que algo terrible había pasado. A diferencia de mí, ellos todavía le creían todo, pero esto no parecía consolarlos. En realidad me había propuesto quedarme callada, no quería revelar mis sospechas de que a mamá posiblemente le había pasado algo terrible, no quería llorar ni ponerme furiosa, para no asustar aún más a los pequeños. No había necesidad de que se sintieran tan miserables y abandonados como yo. Sin embargo, no logré quedarme callada al escuchar a papá decir semejantes mentiras sobre mamá. —Si vuelves a decir algo así, no volveré a hablarte nunca —bufé antes de que él alzara a Kassie en sus brazos. Le encantaba cargarla. Y cuando él estaba en casa, ella se comportaba como una bebé, aunque de bebé no tenía nada. No sé cómo pero logré sobrevivir a aquel día, me comí un sándwich, me cepillé los dientes y me acosté. Me metí debajo de mis cobijas y me enrollé en ellas después de echarle llave a la puerta. Era la primera vez que me encerraba con llave. Sentí que Jaro lloraba en el corredor. Tocó a mi puerta, pero yo me había puesto la almohada encima de la cabeza


18 para tratar de dormir. Me quedé acostada mientras mi hermanito seguía golpeando. No podía ocuparme de él, me sentía demasiado mal como para poder consolar a otros. Y entonces pasé toda la noche despierta, pensando. Dejé de tratar de dormir. No podía dejar de pensar en lo que había vivido ese día, desde el instante en que supe con certeza que algo andaba mal. Tal vez había sido justo cuando vi a mi papá en la puerta, al mediodía. No me había alegrado de verlo porque esa no era su semana. De inmediato me había preparado para presenciar una pelea entre mis papás, pues lo primero que supuse fue que papá había incumplido el acuerdo. Él se aparecía de vez en cuando en las semanas de mamá, “solo para saludar”, merodeaba por la cocina, trataba de hablar con nosotros y nos ponía nerviosos. Todos nos sentíamos aliviados cuando por fin se iba. En todo caso, había un acuerdo, y por lo general, papá era un gran admirador de los acuerdos, sobre todo los escritos. Cuanto más tiempo pasaba despierta pensando, menos quería creer que a mi mamá le había sucedido algo malo. No quería, y entonces di por sentado que era solo un malentendido, un pequeño accidente, por así decirlo. ¿Que un ladrón estúpido se la había… qué? ¿Llevado consigo? Las cosas se aclararían tarde o temprano, mamá regresaría a casa, papá se marcharía y retomaría su semana un día después de lo planeado, para compensar el tiempo extra con nosotros. Eso también hacía parte del acuerdo: cada uno podía reponer el tiempo perdido por razones de fuerza mayor. Por ejemplo, papá había enfermado mucho en los últimos meses, entonces mamá nos había cuidado en días que le


19 correspondían a él, y él había pasado después dos semanas seguidas con nosotros en compensación. Seguía debajo de las cobijas, pensando, y todavía no tenía ni idea de que aquel día, en el instante en que había llegado a casa y había encontrado a mi papá en lugar de a mi mamá, de que justo en ese momento mi mundo había empezado a dar un vuelco. Era apenas una sensación vaga de que mi vida hasta entonces tal vez no había sido mi verdadera vida. La idea me asustó y me cubrí la cabeza con la cobija, una cortina sobre los pensamientos que me perturbaban. No quería que nada cambiara. Estaba preparada para esperar hasta la mañana, y a más tardar entonces todo debería haber vuelto a la normalidad. No quería otra vida. La mía estaba bien, no era emocionante, pero era mía. Quizá empecé a cambiar desde esa misma noche. Sin darme cuenta, pues no quería cambiarme a mí misma. Siempre había sido Juliane Rettemi, estudiante estrella del noveno grado del liceo, la segunda más alta del curso, que parecía más joven por la cara mofletuda y permanecía apenas debajo del promedio en lo relativo a las invitaciones a los cumpleaños. Tenía un peinado normal (pelo castaño hasta los hom­­ bros, en ligeras capas), había recibido las mismas vacunas que los demás liceístas de mi edad, no tenía caries y mi mo­rral escolar provenía de una fábrica de artículos de cuero muy popular. Yo misma me distinguía solo por mi altura entre la masa de compañeras cuando nos alineábamos fren­te al espejo en la clase de deporte. Lo único que me diferenciaba eran las dos cicatrices simétricas en mis omoplatos, cada una de unos tres


20 centímetros. Me había caído cuando era bebé y me había herido. Pero no me acordaba de eso. Las cicatrices me pi­ caban a veces. Y para la clase de natación usaba un vestido de baño de tirantes anchos para que nadie pudiera verlas. Las cicatrices eran cosa de freaks, a quienes les parecían especiales esas cosas. Papá me había contado que los freaks se laceraban con cuchillos y otros objetos para llamar la atención. Por eso no era de extrañar que vivieran en busca de drogas, para poder soportar el dolor que esto les causaba. A mí no me gustaba que él me hablara de esa “secta”, me ponía mal. Desde que mis papás habían decidido separarse y turnarse las semanas para vivir en nuestra casa, mi vida se había relajado bastante. Las cosas no habían cambiado mucho en las semanas de mamá; en realidad, solo habían desaparecido las peleas y los silencios cortantes. En las semanas de papá, en cambio, yo me moría de lástima al principio, pero eso era más soportable que el ambiente de todos los años en que habían tratado de seguir juntos por el bien de nosotros, sus hijos. Mis hermanos también estaban mejor después de la separación, al menos eso creía. Eran mellizos, tenían siete años y estaban en primero. Iban a la primaria porque el liceo, como todas las secundarias, empezaba en sexto. Ellos podían usar su ropa todavía, mientras que yo tenía dos uniformes que colgaban en el armario: uno negro para todos los días y uno elegante que consistía en una falda a cuadros rojos y azules y una chaqueta. Tenía varias blusas blancas. La falda llegaba justo hasta las rodillas, y con el uniforme negro parecía un cuervo. Casi a ninguna chica le quedaba bien ese uniforme, pero el rector


21 repetía en sus alocuciones matutinas que debíamos estar orgullosos de nuestros uniformes, por los cuales se podía reconocer la institución educativa de élite a la que asistíamos y la certeza de que el futuro de la normalidad estaba en nuestras manos. A mí en ese momento el futuro no me importaba más allá de la pregunta de cuándo volvería a ver a mi mamá. Poco antes de que sonara el despertador, acababa de caer en un primer duermevela intranquilo. El estruendo del reloj me despertó al amanecer, con las sienes palpitantes y los pensamientos correosos como un chicle seco. Aunque estaba cansada, salté de la cama de inmediato. La noche había terminado, y eso me daba esperanzas. Quería creer con vehemencia que, con el día anterior y la noche de insomnio, había superado lo peor. Las cosas solo podían mejorar en adelante. Me incliné sobre la baranda y desde el segundo piso pude ver que había una luz encendida en la cocina y oí el ruido de los platos y cubiertos. Estuve a punto de rodar por las escaleras al resbalar sobre las esterillas antideslizantes de los escalones, atravesé la puerta de la cocina a toda velo­ cidad y encontré a mi papá enfundado en su albornoz. Estaba cortando unas tajadas de pan y bostezaba; tenía la cara gris y surcada de arrugas. También era demasiado temprano para él, que amanecía siempre de mal humor. —¿Has tenido noticias? —pregunté. Él me miró. —¿No puedes decir ni buenos días? —Buenos días. ¿Has tenido noticias?


22 —¿De quién? Papá me miró como si no supiera de quién estaba hablando. Era un pésimo actor, y yo hervía de la ira. —DE MI MAMÁ QUE FUE SECUESTRADA. —Ya nos habíamos puesto de acuerdo en que no fue secuestrada —dijo papá y bebió un sorbo de su taza de café. —No nos hemos puesto de acuerdo —dije—. Podrás decirles eso a mis hermanos, pero a mí no. ¡Ella no está echada en una hamaca en una playa quién sabe dónde! —¡No grites! Es muy temprano y tengo dolor de cabeza. —Iré a la comisaría a preguntar —dije. Él me miró. —¿Por qué? —Porque ayer tuve la sensación de que no querían ocu­­parse del caso. Necesito saber qué están haciendo para encontrar a mi mamá. Ayer sentí que nos creen tontos. —¡Qué va! Nadie te cree tonta. Los policías solo hicieron su trabajo. No hay ninguna razón para preocuparse. Ellos son los expertos. Y seguro sabrán mejor que tú qué es lo que hay que hacer en estos casos. —¡Sí, claro! Si destruyeron todas las pruebas. —¿De dónde sacas esas conclusiones? Me encogí de hombros. Él dejó la taza en la mesa. —Lees demasiado —dijo—. Sobre todo lo que no deberías leer. Papá siempre había opinado que yo leía demasiada basura. Él leía cosas muy distintas, y decía que mis novelas favoritas eran lecturas de freaks. Es decir: pura pérdida de


23 tiempo, que resultaba peligrosa. Estaba convencido de que mis libros me hacían creer en una realidad que me desviaba de la normalidad. Él, en cambio, leía periódicos y libros de di­v ulgación que tenían que ver con su trabajo, además de ciertos tratados filosóficos sobre el principio de la normalidad y novelas negras. También tenía una preferencia por las novelas de catástrofes. Para mí era un misterio que calificara de espantosas las portadas fantasiosas de mis libros cuando a mí me daban náuseas las cubiertas sangrientas y terriblemente realistas que reposaban en su mesa de noche. La mayoría de las novelas de la casa eran de mamá. Casi todos eran libros muy viejos, provocadores por lo anticuado de su tamaño y presentación. De vez en cuando hojeaba alguno, pero no entendía mucho. La tipografía era extraña y me daba dolor de cabeza al cabo de unos segundos. Y no solo a mí. Después de la separación, cuando empezó la primera semana de papá, mi abuela paterna vino para hacer limpieza, de una buena vez, según dijo. Primero pasó montones de libros de la sala al sótano, los metió en cajas, les pidió a algunas bibliotecas que pasaran a recogerlas y colgó tapices y espejos enormes en los espacios que habían quedado libres. Por eso tuve mi primera pelea con ella. Entre aquellos libros se habían ido, por casualidad, algunos míos y no quería tener que bajar al oscuro y frío sótano a buscarlos. Jamás hubiera reconocido que, a mis quince años, todavía me daba miedo bajar sola al sótano y que prefería mandar a la pequeña Kassie primero. Ella solo se asustaba por algo cuando papá estaba cerca. Así él podía rescatarla y sentirse un gran papá, mientras que mi hermanita se reía para sus adentros porque en realidad no le tenía miedo a nada.


24 —Voy a preguntar en el liceo si es normal que la policía actúe así —murmuré antes de ponerle mermelada a mi pan—. A lo mejor alguien me entienda. —¡Juli! —Papá acababa de abrir el termo para mirar con un ojo si todavía había café y casi dejó caer la tapa—. No puedes contarle a nadie lo que sucedió aquí, ¿entiendes? —¡Papá! El grito de Kassie no había salido del segundo piso sino del primero. Del dormitorio de papá. Había vuelto a dormir en su cama. Y, por alguna razón, eso me molestaba. Tal vez estaba celosa. Al menos eso fue lo que me había reprochado cuando le había dicho que no debía consentirla tanto porque ya estaba muy grande, me había dicho que estaba celosa porque yo ya estaba demasiado grande para sentarme en su regazo. Aunque en realidad le encantaba decirme que era demasiado joven para la mayoría de las cosas de esta vida, como si el único distintivo de mi edad fuera que ya no podía caber con mi trasero en su regazo. Respiré profundo. —Les contaré a todos lo que yo quiera —dije lenta y claramente, aunque me había propuesto no abrir la boca por aquello de la prevención del conflicto—. Y no puedes prohibírmelo. El párpado inferior del ojo derecho de papá empezó a temblar de inmediato. —¡Ni una palabra a nadie, Juli! ¡No quiero que el cole­ gio entero te señale con el índice! —¿Señalarme?, ¿con el índice? ¿Desde cuándo hay que avergonzarse de las desgracias propias? —¡No entiendes nada! —se quejó. —¡Pues entonces explícame!


25 La puerta del dormitorio crujió en ese momento, y los pies ágiles de Kassie se deslizaron sobre los baldosines de mármol. Quizá papá no había oído aún sus pasos, pero en todo caso se inclinó sobre mí y me dijo con una voz que me hizo estremecer: —Contrólate, Juliane. No te reconozco. Tú sabes que tu mamá… —se interrumpió, se mordió el labio—. Es una… una… —¿Qué? —mi miedo había regresado de repente, más grande y fuerte que la noche anterior—. ¿Qué? ¿Enferma? —Peor, Juli. Mucho peor. No te hagas la tonta. Ella… —¿Qué? —pregunté casi gritando. Papá cerró los ojos. Y solo entonces logró pronun­ ciarlo, aunque con mucho esfuerzo: —Tu mamá, Juli, es una ada.

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