El mar en Casablanca

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El mar en Casablanca


Viegas, Francisco José, 1962 El mar en Casablanca / Francisco José Viegas ; traductor Nicolás Barbosa López. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2015. 276 páginas ; 23 cm. ISBN 978-958-30-5090-9 1. Novela portuguesa 2. Novela policíaca 3. Suspenso - Novela I. Barbosa López, Nicolás, traductor II. Tít. 869.3 cd 21 ed. A1515233 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., marzo de 2016 Título original: O mar em Casablanca © 2009 Porto Editora © Francisco José Viegas © 2016 Panamericana Editorial Ltda., de la versión en español Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000 Fax: (57 1) 2373805 www.panamericanaeditorial.com Bogotá D. C., Colombia

Editor Panamericana Editorial Ltda. Edición Luisa Noguera Arrieta Traducción del portugués Nicolás Barbosa López Diseño de carátula Rui Rodrigues Fotografías Carátula: © Targn Pleiades Guardas: © Zacarias Pereira da Mata Foto autor: © Pedro Loureiro Diagramación Martha Cadena

ISBN 978-958-30-5090-9 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor. Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A. Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008 Bogotá D. C., Colombia Quien solo actúa como impresor. Impreso en Colombia - Printed in Colombia


El mar en Casablanca

Francisco José Viegas Traducción Nicolás Barbosa López



Veles e vents han mos desigs cumplir faent camins dubtosos per la mar1. Ausiàs M arch Las únicas autobiografías interesantes son las de los grandes policías o las de los grandes asesinos, porque de alguna manera rompen ese molde deprimente y real de que el destino de los seres humanos es respirar y un día dejar de hacerlo. Roberto Bolaño Las cosas de la vida y de la muerte son las mismas, solo que unas suceden a las siete y las otras a las siete y media. Élmer M endoza

1. “Que velas y vientos mis deseos cumplan / siguiendo los inciertos caminos del mar”.



ÂżDĂłnde se esconden las personas que no quieren ser vistas?



Capítulo 1

Boca abajo sobre el vacío, el hombre parecía una estatua en una noche de lluvia. Noches como estas eran frecuentes cuando llegaban las primeras neblinas de noviembre y las manchas de la bruma pasaban entre los haces de luz amarillenta de los faroles del puente. Nubes bajas, podría ser. Nubes que habían bajado hasta la ciudad y la mojaban. Primero la dejaban pegajosa, manchada de polvo. Luego, con el tiempo, tan solo mojada, resbaladiza, obligando a que el tránsito circulara con lentitud y a que las puertas de los cafés se cerraran. Aún no llegaba el frío del invierno, riguroso, silencioso; a lo lejos, el rumor en las calles, despidiéndose del día. Hojas de árboles arrastradas por el viento, junto con la basura y los periódicos abandonados en los parques. Desde ese lugar se veía el mar, justo enfrente. Un oleaje bajo, permanente. La cresta de las olas, muy blanca, fría, rayando el cuerpo negro de las aguas. Había una carretera, al fondo y a la izquierda, que contorneaba las rocas y se dirigía hacia los antiguos barrios de pescadores, que luego habían sido vendidos a bajo precio a gente que quería vivir frente al mar, transformando la curva del río en zona de lujo, un planisferio de nuevas burguesías; pero tan solo un lujo intermedio, asaltado por noches de tempestad cuando el mar subía por las rocas y llegaba a la carretera; un lujo que ya no era romántico, como lo había


10 sido hacía diez o veinte años, antes de que hubiera agentes inmobiliarios quebrados y de que la ciudad se separara, de nuevo, de los suburbios; pero la carretera estaba allí, menos solitaria, menos sucia. Y también estaba el pequeño embarcadero, debajo de la curva que escondía los peñascos, el último punto en que el río dejaba de ser río y era absorbido por el agua salada del océano, oscura y opaca. Y había otra carretera, también iluminada de naranja, que seguía por la margen derecha del río por entre retratos de lo que la ciudad había sido a comienzos del siglo pasado: muros de cemento erguidos contra las inundaciones y el olor del mar, contra la neblina y la curiosidad, decorados con palmeras y tilos, jacarandás que apenas florecían, palmeras que fueron la atracción de los pasajeros del tranvía, pequeñas calles que subían hasta una ermita solitaria donde un parque abrigaba carros que estacionaban al atardecer o en medio de la noche. Restaurantes de paredes de cristal se habían multiplicado a lo largo de la margen del río para darle un aire más cosmopolita, pequeños parques nacieron para albergar gente que pasea los domingos por la mañana, ciclistas por la madrugada, hombres solitarios que corren a horas insospechadas, sudados, sacrificados, felices. Y, en medio, por la mitad, el monstruo negro de las aguas del río. No exactamente el monstruo, sino en últimas solo ese cuerpo negro que estaba más allá de la bruma, sobre el cual bailaban aves nocturnas (sí, con algo de concentración podían oírse) y que se preparaba para su disputa con el mar. Por eso, la figura del hombre boca abajo sobre el vacío parecía la de una estatua, una de esas que se instalan por dos o tres meses en un punto de paso de tránsito, arte móvil, como dirían. Había varias repartidas por la ciudad. Pero


11 ninguna como aquella, vestida, el pelo despeinado de un hombre de mediana edad, el cuello de una chaqueta estirado hacia arriba, una estatua viva, inmóvil pero viva frente al cuerpo negro y profundo del río que corría abajo. Luego, todo sucedió como en una secuencia preparada con rigor y antelación: al verlo desde la carretera, boca abajo sobre el río, el hombre parecía abandonado a merced del ventarrón bajo la luz anaranjada de los faroles del puente. Y gotas de lluvia ligera, finalmente. Polvo de agua, deshaciéndose, bailando en el aire frío de la noche. Un carro se detuvo en la mitad del puente, a veinte metros. Detrás se detuvo otro, con las pequeñas luces intermitentes. Del primero salió un hombre que cerró la puerta con cuidado antes de subirse al pequeño andén que casi nunca se usaba, como si calculara el tiempo que le llevaría recorrer los veinte metros que lo separaban del otro hombre, el que parecía una estatua. Comenzó a caminar, las manos colgándole a lo largo del cuerpo, de gabardina oscura levantada por el viento. Veinte pasos, treinta pasos; a dos metros, el hombre se detuvo, se recostó en la barandilla del puente, metió la mano izquierda en el bolsillo de los pantalones y se pasó la derecha por el pelo despeinado. Dos pasos más. —Andaba buscándolo —dijo, dando el paso final que pondría al otro al alcance de su brazo; aunque no lo extendiera—. La noche está buena para venir a pasear, entiendo. ¿Está aquí esperando el invierno? Un pequeño paso más y quedaron lado a lado, los dos mirando al frente, ligeramente hacia abajo, enfrentando el vacío oscuro que los separaba del río, el cuerpo negro del río. Se recostó en la barandilla y comenzó a hablar de nuevo:


12 —Allá a la derecha. Vea bien. Yo jugaba pelota allá, hace treinta y tantos años. El Campo de la Grulla, allá encima, rodeado de árboles. Bajábamos hasta el muelle corriendo. Mi padre pasaba el atardecer en una de esas tabernas que de vez en cuando eran absorbidas por las inundaciones del río, alrededor del Muelle de las Piedras. Hacíamos lo que todos los jóvenes hacían: íbamos hasta el Paseo Alegre colgados de los tranvías, lanzábamos piedras contra las ventanas de la Aduana, aprendíamos a hacer caballitos en bicicleta allá junto al Mareógrafo. Todo ha cambiado. Me parece bien, ¿sabe? Todo estaba podrido, todo sucio, todo necesitaba un arreglo, un cambio. Pero cuando paso por ahí, veinte años después, todavía siento el olor de las sardinas fritas en las tabernas de la Cantarera. Bacalao frito. Estoy hablándole de comida porque sé que es un asunto que le interesa. Estoy haciendo un esfuerzo, me demoré mucho para encontrarlo. Llevo cuatro o cinco horas en esas y me gustaría irme, pero también tengo que llevármelo conmigo. Lo prometí. Por primera vez miró bien el rostro del otro, que permanecía en silencio, siempre mirando el mismo punto en la oscuridad. Le notó un estremecimiento. No en el rostro; en los hombros. Una especie de escalofrío. ¿Hace cuánto tiempo lo conocía? ¿Veinte años? Quizá menos. —¿Quiere fumar? Le traje un cigarro. Y fósforos. Está bien, quedémonos aquí ambos suspendidos sobre el río, callados, esperando a que sea de día. Me gustaría irme, pero tengo tiempo. Se quedaron ahí. Ninguno de los dos habló durante un buen rato. Observaron las luces de los barcos, entre la lluvia ligera y la bruma que se había espesado sobre el río;


13 las luces de los carros que seguían para Foz; el oleaje blanco del mar en ese punto en que el río deja de ser río; los peñascos; la lengua de arena que se extiende hasta el espigón, y donde los barcos de los pescadores habían sido guardados. Luego, ya con voz más impaciente, cuando él se preparaba para recordarle que tenían que irse, el otro se anticipó y preguntó sin desviar los ojos: —¿Qué tabaco es ese? —Montecristo, Edmundo. Fui a comprarlo antes de venir aquí. —Y enseguida—: Extrañaba su voz, jefe. Y dígame, ¿qué hace aquí? Ninguna tontería, espero. El otro finalmente se movió. Se apoyó en el pasamanos del puente y lo miró de frente como si confirmara que ya no estaba solo: —Vine a dar aquí, Isaltino. Vine a dar aquí y debe haber sido por alguna razón. —Se distrajo, anduvo por ahí. —¿A dónde me llevas? —A la casa, jefe. —Vine a dar aquí sin saber cómo, y no pude salir. —Está lloviendo, vámonos. Le agarró el brazo y lo jaló. Comenzaron a salir del puente, hacia el carro, el uno protegiendo al otro, el más joven protegiendo al mayor, amparándolo en medio de la lluvia. El otro carro seguía detenido, detrás, con las luces intermitentes. Luego, el más joven de ellos abrió la puerta y el mayor entró al carro, la chaqueta mojada, los zapatos mojados, el pelo mojado. —¿Cuántos meses llevaba yo aquí, Isaltino?, —preguntó el hombre, ya sentado, mirando el cielo a través de la ventana del carro.


14 —Unas horas, creo. —Me pareció mucho tiempo. Todo esto ha llevado mucho tiempo —dijo aceptando el cigarro que Isaltino le ofrecía.


Capítulo 2

Los sueños de Jaime Ramos: el violonchelo H abía una neblina extraña, la imagen era esta: una neblina extraña, una niebla que oscilaba de un lado al otro del escenario: un bosque. En el centro del bosque, un lago. En el centro del lago, un barco. En el barco, alguien toca violonchelo. Jaime Ramos no oye nada, al principio. Luego escucha los primeros acordes de una melodía desconocida. Pero solo eso “los primeros acordes”, porque, como se sabe, los sueños son mudos. Una neblina sin color, una melodía que no se oye, un cielo que no existe, un río que no corre. Más tarde, luego de despertarse, mientras encendía el primer cigarro del día, junto a la ventana, apoyó los dedos en el vidrio y presintió el ruido de la calle pero temió salir de casa. Era algo singular, tener miedo; era algo nuevo, tener miedo de salir de casa.


Capítulo 3

Semanas antes. Había relámpagos en la mitad de la noche. Destellos entre la arboleda, todos recordaban los destellos entre la arboleda. Los carros iluminados y salpicados de agua, los relámpagos reflejados en el lago frente al hotel, casi todas las ventanas iluminadas en la noche de noviembre con una remembranza de gloria y romance. El hotel, que albergó a los refugiados de la Monarquía y los primeros lujos de la República, se despedía del siglo seis años después de que este hubiera pasado, casi cien años después de haber sido inaugurado a escondidas. La pareja abrió el baile, un hombre y una mujer de mediana edad, él de esmoquin, ella de vestido negro; había una orquesta que tocó por primera vez esa noche luego de que todos aplaudieran al cocinero, un hombre de cuarenta años y barba ligera que les fue presentado a los invitados en medio del postre. Una sala llena de admiradores; él siempre había soñado con que lo aplaudieran de esa manera. —Él es uno de los artistas de esta noche —dijo entonces la mujer, sonriendo de pie en medio de la sala, junto al micrófono que luego se usaría para los demás discursos de la noche, bajo las arañas reflejadas en los espejos de las paredes, ligeramente inclinados. Ella: pelo negro que caía sobre los hombros, un mechón en el rostro, la perfección de una actriz que actuaba al comienzo de un espectáculo en el que nada falla, en el que las miradas se concentran en


17 ese círculo de luz en medio de la sala y de donde sobresalía aquel vestido negro y largo. Él: dos pasos adelante. Una venia ligera, genuflexión aprendida, estudiada, milimétricamente ensayada, repetida durante la tarde, ahora con el traje blanco de chef, con esa sonrisa que había cautivado a los invitados, el nombre y el monograma azul perla, un mechón que caía sobe el lado izquierdo de la frente. —Mejor la coreografía que el postre —sonrió él, casi susurrando, paseando la mirada entre las mesas, de mesa en mesa, posándola aquí y allí, empujada por los aplausos. Luego se supo que él había dicho la frase guiñando el ojo. Sobrevolando la sala con ironía. —No es la mejor parte de la fiesta —dijo la mujer en voz baja, solo para él, dejándolo entre los aplausos de los invitados y alejando el micrófono. —¿Y qué tiene el postre? —preguntó ella muy bajo, sin dejar de sonreír. —Un vino equivocado. Otra venia. Hay fotografías colgadas en la pared, antiguos huéspedes que autografiaron los retratos, visitantes del restaurante, familias de hace cincuenta años, setenta, ochenta. Hay un óleo en formato gigante: arboleda de otoño, hojas sueltas en un camino que atraviesa la montaña, una luz parduzca, febril; la mujer y el chef retroceden ante los aplausos, cada uno toma su camino mientras las palmas languidecen y los invitados vuelven a sus mesas, homenaje cumplido. Ella regresa a su lugar, un hombre se levanta y aparta la silla para que ella se siente, el esmoquin un poco más pequeño que la talla indicada, pero nadie lo notaría. Él, rodeado por los cocineros, el jefe de mesa, el escanciador, el gerente general, regresa como un bailarín hasta la puerta que lleva al viejo


18 salón del desayuno, apenas iluminado por una lámpara de museo. El escanciador lo saluda, apretándole el brazo en el instante en que la música vuelve a la sala. Eran las diez y media de la noche. Todos también recordarían el momento en que comenzó a tronar, hacia el ocaso, con un relámpago que iluminaba la larga terraza donde había llovido a medida que el hotel recibía a los huéspedes más retrasados para la noche triunfal, carros estacionados, mensajeros recogiendo las llaves de los carros, dos recepcionistas dando la bienvenida. “Bienvenidos”, ellas vestidas de sastre rojo muy vivo y maquilladas esa mañana, profesionales, de pie detrás del mostrador, entregando llaves, señalando el camino hasta el ascensor. La mayoría de las veces, parejas que venían para un último fin de semana en ese hotel escondido en medio de los bosques. Maletas en los ascensores. Salas de juegos, una mesa de billar inglés, otras mesas cubiertas de gamuza verde, candiles de piso, lámparas amarillas, luz mortecina, tenue, filtrada, el final de un sábado en la tarde, las nubes sobre la copa de los árboles más altos. Cedros, abetos, pinos, robles, castaños, abedules gigantescos que rodeaban el canal donde un barco de remos había sido amarrado en conmemoración de los viajes antiguos, de los veranos antiguos. Antes de la inauguración, hace cien años, el pequeño rey se había alojado en el cuarto, justo ese, frente al lago, las puertas abiertas hacia un pequeño balcón. Cien años antes, el personal bien dispuesto e impecable y bien vestido en la escalinata aguardaba el desfile de carros y carruajes que subía por la carretera destapada que venía desde la colina de viñedos y olivos; estaba previsto que, cien años después, a medida que los invitados abandonaran el


19 hotel, despidiéndose, dejando atrás esa gran edificación rosa, el toldo de rayas, los faroles de hierro forjado, los dos torreones laterales, bajo la luz tardía de un domingo de noviembre, cada carro daría dos vueltas enteras alrededor del lago y sería aplaudido por los criados y el personal del hotel: el gerente general, el gerente, dos administradores, camareras, porteros, recepcionistas, escribientes, contadores, meseros, un escanciador, dos botones, uno de los cocineros, el director del campo de golf, dos jardineros, la jefe de lavandería, incluso un médico, el médico privado del hotel. Ensayaron los aplausos durante una semana, midieron el compás, calcularon el tiempo que le tomaría a cada carro completar dos vueltas al lago. El pequeño rey subió esta escalinata, oyó los aplausos cien años antes entre el rugido de los truenos, el viento atravesó el bosque, el primer frío del año, que le sería fatal. Y luego, en un instante, la tormenta regresó y el primer relámpago de la noche iluminó la terraza y los sillones abandonados bajo la lluvia, afuera. Arboleda. Destellos entre la arboleda. Pequeños charcos que escurrían por el sablón. Las luces de un carro que subía la alameda y enseguida se alejaba. En ese momento la orquesta ya tocaba, el chef se había retirado a la cocina después de haber sido felicitado por el salón entero, el grupo siguió en fila india, disciplinado y entrenado, el escanciador había quedado un poco más atrás, había dos botellas de oporto desalineadas sobre una de las mesas de apoyo, a la entrada del restaurante. —¿Qué tipo de oporto? —No sé bien. Quizá los añejos, requerían más cuidado. —Me gustaría saber.


20 —¿Es importante? —Si eran añejos, sí, es importante. —Puedo averiguar. —Gracias. —Después de cenar, las botellas de oporto añejo quedaron guardadas en los armarios del restaurante. No en el mostrador. Siempre quedan guardadas ahí, un añejo debe beberse esa misma semana. Esas con seguridad quedaron allí. El director del hotel miró de nuevo a aquel hombre que no se había afeitado esa mañana y que, sentado en uno de los bancos altos del mostrador del bar, sin moverse, miraba el escenario donde todo había sucedido: las mesas usadas la noche anterior, los sofás ocupados por los retrasados, los sillones de la terraza, el salón de restaurante, el hall de madera rojiza, la escalinata con sus dos grandes columnas de mármol, la claraboya en el cuarto piso, por donde penetraba una luz gris que escondía el cielo de la primera hora de la mañana. Él se dio cuenta de que solamente se le movían los ojos. Como si estuviera en medio de un ejercicio, entrenando la memoria para después enumerar objetos, sombras, colores, los ascensores de la década de los años 1970 que desentonaban en ese ambiente de comienzos del siglo pasado, los tapetes ligeramente desgastados, los olores leves de tabaco y de comida que se entremezclaban en la entrada del bar, las agujas de los pinos o las hojas de los plátanos que se amarillecían al fondo de la alameda que daba al enorme portón verde del hotel. Y los restos de la noche. Pequeñas migajas acumuladas en las moquetas, después de la cena, un banquete para ciento veintiséis personas escogidas a dedo, invitadas personalmente, elegidas


21 para asistir a la última noche de vida del hotel que después sería casi desmantelado y reconstruido. —Estaban bien vestidos —dijo el hombre de traje oscuro, corbata gris, satén plateado brillante, el pelo como si nunca hubiera sido necesario peinarlo—. Y todo el mundo vestía de negro. O de blanco. —¿Solo de negro y blanco? —Siempre hay gente que desobedece —convino con tristeza—. Una fiesta así merece cierta consideración. Clase, concentración, esfuerzo. Dedicación. Las personas se visten, se preparan, tiene que haber alguna ceremonia en conmemoración de los tiempos más antiguos, los días de gloria, si me hago entender. —Un recuerdo de gloria y de romance. —¿Perdón? —Un recuerdo de gloria y de romance. Está escrito en la invitación a la cena. —Así es. —¿Había cigarros? El hombre de traje miró al otro, de frente, y lo vio mal afeitado, de bluyines, zapatos desgastados y de goma, la camiseta gris, la chaqueta oscura, los dedos entrecruzados sobre las rodillas, tamborileando sin ruido. Había olvidado ese movimiento hacía poco: los dedos tamborileando, el resto del cuerpo inmóvil. Lo vio fuera de lugar en ese salón de tonos oscuros y tranquilos desde donde se veía llover a través de los vidrios, unas ventanas altas y limpias, los velos corridos, cortinas enrolladas, las mesas limpias, flores envasadas esa mañana en pequeños floreros de porcelana blanca. Y, de repente, sintió pena por sí mismo, obligado a atender a ese sujeto, a responderle, a mirarlo:


22 —Sí. Siempre. Tenemos dos humidificadores. Por lo general, los cigarros vienen de España y el jefe de mesa los guarda. Es su responsabilidad. —¿Cubanos? —Más del cincuenta por ciento. Los demás, dominicanos, jamaiquinos, hondureños. Y me parece que también de las Azores. No fumo, lo sé de oídas. ¿También es importante? —No. Solo curiosidad. Una cuestión personal. Puede ser necesario. —A la orden. Ambos quedaron suspendidos en el silencio de aquel bar abandonado a la primera hora de la mañana. Hacia las cuatro había, cálculo superficial, quince o veinte invitados por todo el salón, bailando, parejas que se arrastraban un instante más, ellos ya sin la chaqueta del esmoquin, una nube de humo junto a las mesas donde la orquesta iba colocando los instrumentos que no necesitaba, reduciendo el número de doce a diez y de diez a ocho elementos, luego el pianista solo, con el pelo cogido en una cola (el contrabajo fue el penúltimo en abandonar el escenario), inclinado sobre el teclado, mirando la única pareja que le sonreía y que ya no bailaba; a ambos les sirvieron champaña, un criado apareció de entre las cortinas oscuras, de terciopelo granate, agarrando una botella que había sacado de un balde con hielo. El pianista escogió una melodía conocida para concluir la noche mientras la pareja salía y atravesaba el hall en dirección a los ascensores. Una venia más de los criados que aguardaban el final. Un recuerdo de gloria y de romance, el último antes de que el ascensor subiera hasta el cuarto piso transportando a la pareja, cada uno de ellos


23 con su copa casi vacía. Durante la media hora siguiente, el silencio absoluto fue interrumpido solamente por los ruidos irregulares que venían de la cocina, donde —por última vez— había entrado el equipo de la mañana, que venía a preparar el brunch. Servicio a partir de las once, como se había impreso en la invitación. Otro salón estaría disponible a partir de las diez para el desayuno de los madrugadores. Habría canastas con meriendas si alguien salía más temprano, pero nadie las pidió. —Nadie salió más temprano. Todos están durmiendo. Mejor dicho, nadie se ha levantado —confirmó el hombre de traje oscuro, dándole una mirada al reloj—. Diez menos cuarto. Entonces, el otro, al confirmar la hora en su reloj, bajó del banco alto y le preguntó, mientras buscaba algo en los bolsillos del blusón: —¿Y quién encontró el cuerpo? —No lo sabemos. La llamada fue después de las cinco y media. Y antes de las cinco y cuarenta y cinco. —Y cuarenta y cinco. —Seis menos cuarto. —Sé hacer cuentas.


Capítulo 4

I maginémoslo visto desde el cielo. En su momento, alguien sugirió que intentaran traerlo de vuelta al agua, pero todos oyeron esa frase y quedaron paralizados: —Imaginémoslo visto desde el cielo. Él dijo la frase mientras, con el ojo derecho entreabierto, encendía un cigarro oscuro que había sacado del bolsillo de la chaqueta: —Imaginémoslo visto desde el cielo —y guardó el encendedor, mirando alrededor, hacia aquel claro en el corazón del parque, protegido por la copa de los grandes cedros y abetos, como si buscara algo específico, o nada en particular: una señal en la vegetación, entre los bojes, en los parterres de tulipanes trasplantados, entre los rosales. O huellas, probablemente, porque se demoró unos minutos inspeccionando el piso de sablón y los caminos que iban a dar al campo de golf —por un lado— o a las canchas de tenis —al bajar la colina—. Algo. Una nube de humo, azulada, que contrastaba con el verde y castaño del parque, el olor del tabaco entre el musgo. Y entonces miró el cielo, levantando el rostro hacia la luz gris de la mañana. En unos minutos comenzaría a llover, esa lluvia ligera que apenas se oía caer. Los cuatro hombres que rodeaban el cadáver formaban un semicírculo de fantasmas vestidos de oscuro, tres de ellos vestían impermeables largos, hasta los tobillos, azules, con capucha y monograma del hotel;


25 solamente el policía permanecía indiferente a la lluvia, el cigarro sostenido de la comisura de los labios, como si no prestara atención al cuerpo abandonado en el piso. Veinte metros a la derecha, el jeep que los guardias habían pedido, con una de las ruedas enterradas en la arena. —Vinimos enseguida —informó uno de ellos cuando uno de los hombres de la Policía —el más viejo— salió del carro azul oscuro dejando las ventanas abiertas, a pesar de la lluvia—. Lo arrastramos a la orilla, pero nos pareció que era mejor dejarlo ahí. Quien sepa hacer las cosas, que las haga ahora. Zapatero a tus zapatos. ¿Hicimos lo correcto? —¿Quién es él? —El director del hotel ya fue a ver. Uno de los invitados a la fiesta. Gran fiesta, bestial, una fiesta de clausura del hotel. Va a estar cerrado dos años. —¿Y dónde está el director del hotel? —preguntó el hombre. —Entró hace unos minutos. Dice que es una pesadez, todo esto. Hay ciento veinte invitados durmiendo. —Ciento veintiséis —corrigió, apuntando el cigarro hacia el cuerpo extendido en la orilla—. Lo cual no cambia mucho las cosas. Veámoslo. —No se asuste. —Aún me asustan muchas cosas —murmuró, volviéndose hacia el policía más joven, que ya se acercaba desde el agua mientras hablaba por teléfono. —¿Así que hicimos lo correcto? —insistió el guardia. Él lo miró, serio. El guardia tenía un bigote de otro siglo, como el hotel, y —al lado— se le veían dos gotitas de agua de lluvia en una de las comisuras. —Sí. Hicieron lo correcto. ¿Cuál es su nombre?


26 —Rodrigues. Sargento Rodrigues. Es muy extraño que esto suceda en Vidago, inspector. No estamos acostumbrados, pero se ve mucho en las películas. Y en los reglamentos. —Es el progreso, amigo Rodrigues. Algún día tenía que llegar a Vidago. Háganos un favor: no permita que nadie camine por aquí, prohiba el paso desde el lago hasta el camino allá al fondo. Tendremos mucho que hacer por aquí. —Solo una pregunta. ¿Enviaron de inmediato a un inspector así, como usted, por alguna razón? —El médico dijo que necesito ejercitarme de vez en cuando. —Ya veo. Pero venir de Oporto a Vidago es como si no hubiera gimnasios en Oporto. —Están cerrados los domingos, sargento. Los guardias se reunieron cerca del jeep, de espaldas al pequeño lago que se estrechaba bajo los dos tejos y los rododendros que sobrevivían debajo de la capa de musgo de los troncos. Se quedó de pie, con las manos en la espal­da, el cigarro colgando de la boca, mirando primero las ramas de los árboles y, luego, el cuerpo que habían sacado del agua, cubierto por una especie de espuma verdosa, la misma que flotaba en el canal. Él recordaba el canal, pero era una imagen que solo existía en su memoria y durante el verano, cuando había ruido en todo el parque, ruido y voces de niños que venían de la piscina monumental, de azul claro, ese murmullo de las mesas y el tintinear de vasos en la terraza. Un chapuzón en el agua transparente de la piscina, sobre un azul de azulejos. ¿Cuántas veces había estado allí? Tres, cuatro. Quizá cuatro. Solamente una


27 vez en pleno invierno, luego de un viaje extenuante por las viejas carreteras que desde entonces habían sido abandonadas, entre bosques que ardieron y campos que fueron conquistados por los pueblos del altiplano. Había una chimenea en el viejo albergue en la parte trasera del hotel. Servían aguardientes antiguos, silenciosos, en copas calientes. Había sofás. Tapetes junto a la chimenea. Cuartos con grandes ventanas de vidrio desde donde se veían los pinares, la vegetación que se había apoderado de las colinas, el cielo gris de la mañana siguiente. A Rosa le había gustado ese cuarto caliente, de cara a las montañas, las cumbres cubiertas de granitos disformes, rocas oscuras recortadas en el horizonte. Y le había gustado el atardecer en el salón del viejo restaurante donde los criados se movían en silencio, en la cena, al almuerzo, en la hora del té. Él se había limitado a servir de guía por las carreteras que llevaban a intersecciones perdidas en las colinas de las sierras, y en su memoria todo eso había sucedido en un invierno cualquiera, aunque hubiera ocurrido durante el verano. Esa geografía venía de otro mundo, y ese era el mundo de su infancia, con el cual no tenía una buena relación, ni siquiera una relación. Se limitaba a reconocer el panorama: humo levantándose sobre las aldeas al ocaso, en crepúsculos densos y fríos, o la neblina de calor que tarda en desaparecer de las faldas de las montañas durante el mes de agosto; los ríos, los animales, las nubes, los muros de los campos, los chopos, los castaños, los viñedos, la historia de su familia, los padres que habían muerto hacía mucho tiempo, los cementerios en ruinas, el acento, el pan, el vino. Él no estaba hecho para esas cosas ni esos recuerdos. Rosa solía decir que había una incompatibilidad


28 entre él y el mundo de la naturaleza, pero no era eso exactamente sino que no tenía relación con ese mundo. —¿Y cuál es tu mundo? —No sé. Esta casa. Un día tras otro. Él comprendía la pregunta, pero le gustaba no pensar en su tierra; lo cual podía ser poco común en alguien natural de Trás-os-Montes de comienzos de la década de los años 1950, educado por el amor a las neblinas y el temor a las insolaciones. Y por la idea de que había nobleza en la piel muy blanca de las mujeres de las montañas, donde se notaban más las señales rosadas de la buena salud o de la abundancia de heladas y de viento frío del nordeste. Últimamente pensaba mucho en el paisaje de las montañas, en los valles oscuros del río que lo remitían a su adolescencia, antes del servicio militar y de la fuga a la ciudad. —¿Eres feliz aquí o quieres regresar a tu tierra luego de la reforma? —le había preguntado Rosa después. O una noche de estas. O hacía unos años, tanto hace. No recordaba cuándo había sido, pero la pregunta tenía un eco desde ese momento, sobre todo cuando esa ola de nostalgia regresaba para inquietarlo y él proponía un viaje por las sierras, subiendo y bajando por carreteras sinuosas, oscuras, recorriendo bosques ocultos y húmedos. —Mi olor preferido —decía. Pero no lo era. Era solo un paisaje; un negror en el límite del cielo, al crepúsculo. Un retrato de una belleza de otrora, uno que podía verse desde lo alto de los miradores y de las ermitas abandonadas, en ruinas. Su olor preferido no era ese, indefinido y cargado de árboles. Ni se acordaba de ese olor; solamente lo reconocía si el paisaje le recordaba su infancia: el humo de los crepúsculos, en su aldea, el ruido de los valles. En realidad


29 él no tenía olor. Necesitaba uno, como todo el mundo, pero todo en su vida dependía de las horas del día; y, por eso, él sabía que no regresaría a su tierra luego de la reforma, porque su tierra se había acabado, un vendaval había eliminado su memoria para impedirle volverse un viejo nostálgico. Junto al embarcadero había una caneca y allí aplastó el resto del cigarro, mientras se volvía hacia el otro policía, que se había puesto de pie y se sacudía las piernas luego de haberse arrodillado junto al cadáver. —¿Ya está? —Por mí, sí. —¿Quién es? —El director del hotel ya fue a ver. Todavía están todos durmiendo. —Sería bueno que se quedaran todo el día durmiendo. Necesitamos una o dos horas más. Vamos a encontrarnos con el tal director del hotel. —¿Y esto, jefe? —preguntó el otro, señalando el cuerpo—. ¿Usted no quiere verlo? ¿Se va a quedar aquí? —A ver, Isaltino, a ver, no hay muerto que se te aparezca sin que quieras convertirlo en la estrella de la compañía —dijo encogiendo los hombros, dirigiéndose a la orilla del lago y preparándose para arrodillarse al pie del muerto. El hombre estaba vestido de esmoquin y seguía calzado, la piel se había oscurecido, estaba sucia y manchada de líquenes, hojas de árbol que habían caído en el agua del lago, sablón amarillento de la orilla a donde fue arrastrado. La camisa con el cuello suelto, el corbatín deshecho pero agarrado debajo del cuello por un alfiler, anillo de bodas en el dedo anular izquierdo, un reloj negro de esfera en la


30 muñeca izquierda, mancuernas, naturalmente, uno de los zapatos deformado, y esas dos manchas de rojo y negro, a la altura del estómago, por donde la sangre había escurrido en abundancia, ensuciando la camisa y diseminándose por el agua del lago. —El celular estaba en el bolsillo de los pantalones, jefe. Aquí está —dijo Isaltino asegurando una bolsa de plástico donde había guardado el celular, un minúsculo objeto negro del tamaño de una cajetilla de cigarrillos. —¿Y los documentos? —Nada, jefe. Nada. Ni billetera, ni encendedor, ni llaves, ni ningún papel. Busqué en todos los bolsillos. No se guarda gran cosa en un esmoquin. Digamos que no es un traje que la gente vista todos los días. —¿Tú tienes esmoquin, Isaltino? —No. ¿Para qué? —Nunca se sabe. Hay cosas que me escondes. —Nunca escondería eso. Un esmoquin, nunca. En fin. ¿Usted tiene? —Tampoco, pero tú sabes más de esmóquines que yo. —Por los libros. Y las películas. James Bond siempre trae puesto un esmoquin. —Pero este no era James Bond. —A primera vista, no, pero los muertos engañan mucho. Si no le importa, me gustaría ir andando. El médico ya llega y tenemos un hotel entero bajo nuestra responsabilidad. Quién nos manda a llegar tan temprano, a las seis de la mañana. —Ando con insomnio, Isaltino.

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