En el fin del mundo encontré a Noah

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En el fin del mundo

encontrĂŠ a Noah


Kramer, Irmgard En el fin del mundo encontré a Noah / Irmgard Kramer ; traducción Carlos Soler. -- Edición Raquel Mireya Fonseca Leal. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2017. 388 páginas ; 22 cm. ISBN 978-958-30-5634-5 1. Novela alemana 2. Amor - Novela 3. Intriga - Novela 4. Historias de aventuras I. Soler, Carlos, traductor II. Fonseca Leal, Raquel Mireya, editora III. Tít. 833.91 cd 21 ed. A1581350 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., enero de 2018 Título original: Am ende der welt traf ich Noah © 2015 Loewe Verlag GmbH, Bindlach © Panamericana Editorial Ltda., de la versión en español. Calle 12 No. 34-30. Tel.: (57 1) 3649000 Fax: (57 1) 2373805 www.panamericanaeditorial.com Tienda virtual: www.panamericana.com.co Bogotá D. C., Colombia

Editor Panamericana Editorial Ltda. Edición Raquel Mireya Fonseca Leal Traducción del alemán Carlos Soler Imágenes Carátula: © Shutterstock-Masson-Ollyy Guardas: © Shutterstock-RYGER Diagramación Martha Cadena, Jeysson López

ISBN 978-958-30-5634-5 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor. Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A. Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008 Bogotá D. C., Colombia Quien solo actúa como impresor. Impreso en Colombia - Printed in Colombia


En el fin del mundo

encontrĂŠ a Noah

Irmgard Kramer TraducciĂłn Carlos Soler



Capítulo 1

Estaba enojada. El sol de julio quemaba mi cuello, y mis sandalias se adherían al asfalto con cada paso que daba. Una pareja de ancianos estaba frente a un quiosco y uno de ellos giraba la manija de un dispensador de tarjetas posta­ les. Parecía que buscaran con ansiedad una postal impresa en el nuevo milenio. Eran las únicas personas con las que me había encontrado desde que había abandonado el sa­ natorio para respirar un poco de aire y alejarme de mis padres, quienes me habían llevado a ese viaje sin sentido, a una tierra de nadie. ¿Qué estaba haciendo ahí? Podría haber navegado al día siguiente por el Medi­ terráneo junto con Kathy, mi mejor amiga, y su tío. Pero mis padres no estuvieron de acuerdo. Ese año sus planes eran llevarme a un recorrido por Italia —Venecia, Pisa, Florencia—. Podríamos pasar horas enteras mirando con detenimiento las fachadas góticas de algunas iglesias, tum­ bas y esculturas de hombres jóvenes junto con un millón de turistas más. —No sabemos qué puede pasar el próximo año —dijo mi madre—. Tal vez este sea nuestro último verano juntos. Estaba siendo melodramática, como de costumbre. Yo no estaba a punto de morir, después de todo estaba creciendo. Antes de embarcarnos en el “último verano juntos”, habían logrado meter ese plan con un calzador dentro del programa. Durante el viaje de cuatro horas que habíamos


6 realizado ese día por la mañana no había hablado una sola palabra y ya tenía entumecidos los dedos de tanto escribir mensajes en el celular; Kathy me entendía. Ella ya había empacado sus maletas y me dieron ganas de llorar. Desde los jardines del sanatorio, rodeados por una pared bastante alta, se sintieron los aplausos que dedica­ ban a mis padres. Se les hacía un homenaje por un proyecto social que habían puesto en marcha: un hogar para almas perdidas, una guardería para conejos con cáncer o un asilo para perros poodle albaneses sin hogar, no podía recordar­ lo ni me importaba. Estaban sentados en unos sillones blancos como la nieve en medio de médicos, periodistas y políticos acom­ pañados de sus engalanadas esposas, mientras se pronun­ ciaban grandes elogios por su diligente compromiso con las causas médicas y sociales. Cuando el director de la clínica empezó a dar su dis­ curso de bienvenida me colgué mi bolsa de tela al hombro, me deslicé detrás de un arbusto de lila y avancé de punti­ llas sobre un césped que habría sido perfecto para el torneo de Wimbledon. Los jardines del sanatorio estaban anexados a una clínica privada de cardiología, donde las personas que po­ dían pagar sus costos recibían tratamientos de cualquier tipo, desde terapias para el estrés hasta procedimientos para problemas del corazón; pero ahora que había echado un vistazo fuera de la clínica y sus alrededores, me imagi­ né que era bastante difícil reconstruir la vida en un lugar como ese: era tan siniestro que debía parecerse al infierno. Los altos muros que separaban el oasis verde de la lujosa clínica de los terrenos miserables no eran de mucha ayuda.


7 Justo al lado del quiosco estaba el edificio en ruinas de una estación de trenes. Me pregunté si alguna vez los trenes se detuvieron ahí. Los cristales estaban rotos. Sobre la desgastada fachada permanecían pegados algunos car­ teles de cantantes que posiblemente ya habían perdido sus dientes desde hacía un buen tiempo y ahora babeaban en un refugio para ancianos ubicado quién sabe en qué lugar. Daba la impresión de que los grafitis eran los únicos que estaban frescos. El aire titilaba por encima de la estación a consecuen­ cia del calor. Estaba sedienta. Tal vez debería regresar al sanatorio, tomar una copa de vino espumoso bien frío o un vaso de jugo de naranja de una de las bandejas y resig­ narme a mi destino. Pero justo cuando quise dar la vuelta, me cegó un destello. Puse mi mano delante de los ojos para protegerme y pude ver una vieja maleta roja al lado de una farola doblada. Me llamó la atención porque era diferente. No parecía un equipaje normal, parecía una maleta que, si pudiera hablar, nos contaría sus aventuras sobre viajes a lo desconocido en antiguos barcos de vapor, viajes hacia la li­ bertad. Al menos eso fue lo primero que se me pasó por la cabeza. Sus bordes curvos estaban recubiertos con acero re­ machado y reflejaban el sol, eso era lo que me había cegado. Me acerqué un poco más. La maleta estaba reforzada con listones de madera, pero todavía no me podía imagi­ nar si había sido arrojada desde la bodega de un jumbo o desde el portaequipajes del tren transiberiano. A pesar de no poderme narrar sus historias, tuve la sensación de que estaba llena de sueños agradables, como si solo yo pudiera abrirla para que todos mis sueños se hicieran realidad y todos los problemas de mi complicada vida se resolvieran.


8 Me enamoré de la maleta y supe que en cuanto la tuviera en mi poder me sentiría como uno de esos aventu­ reros que van rumbo a territorios desconocidos. Miré alre­ dedor. Además de la pareja de la postal no había nadie a la vista. Mi corazón latía con nerviosismo. “¡Tómala!”, gritó una voz en mi interior. La manija también estaba elabora­ da en acero reluciente y se sentía suave y lisa en mi mano. Tomé la maleta de la banca junto a la farola, manchada con excrementos de paloma. Los sueños eran más pesa­ dos de lo que pensaba. Puse mis dedos temblorosos en las cerraduras y estaba a punto de abrirla cuando me distrajo el ruido de un auto que se acercaba rápidamente. Un pol­ voriento jeep frenó de manera brusca justo detrás de mí. Estaba tan sorprendida que dejé caer la maleta junto a la banca. —¡Señorita Pavlova! —gritó el conductor desde la ventana—. ¿Irina Pavlova? El hombre me pareció familiar. ¿Lo había visto en al­ guna parte? Detuvo el motor, caminó alrededor del jeep y se me acercó con los brazos abiertos. No era precisamente un hombre mayor, pero tampoco era demasiado joven. —Llevo media hora buscándola, señorita Pavlova; bueno, a usted y a la maleta. ¿La puedo llamar Irina? Se ve mucho más joven. Yo soy Víctor. Conductor, jardinero, cazador, comprador, conserje, en fin, responsable de todos los trabajos pesados de Villa Morris. Se rio y me extendió la mano. Era grande y fuerte, y se podía ver que estaba dedicado al trabajo pesado por los callos y rasguños que tenía. Bien pudo haber estado luchan­ do con un gato o arrancando rosas. Me miraba con ojos brillantes y amigables, rodeados de un sinnúmero de líneas


9 de expresión muy finas. Hubiera sido perfecto para un co­ mercial de leche fresca en un prado alpino con una vaca al fondo. Su piel estaba bronceada, era ancho de hombros, alto y musculoso. Unos rizos rebeldes color trigo le caían sobre la frente. Vestía una gruesa camisa a cuadros, panta­ lones manchados de grasa y botas de granjero de montaña. —¿Cómo estuvo el viaje en tren? No esperó la respuesta, tomó la maleta de mis sueños y la puso en el asiento trasero del jeep. Un paquete de ci­ garrillos, cadenas para la nieve. Sobre el piso botas llenas de barro y un bidón de gasolina. En el maletero estaban amontonadas las compras: bebidas, harina, azúcar y otros víveres no perecederos en enormes cantidades. Abrió la puerta del pasajero. —¡Por favor, suba! Al principio no entendí. Miré a mi alrededor y no ha­ bía nadie. Él se dirigía a mí. —No quiero apurarla, pero nos están esperando en la villa. Y el viaje es, digámoslo así, un poco arriesgado. Es­ pero que no tenga miedo a las alturas. Sonriendo, le dio una vuelta al auto. Miré la maleta roja. Luego a Víctor. Luego una vez más la maleta roja. —¿Pasa algo? —me preguntó por encima del techo del jeep. Negué con la cabeza. Sentía como si tuviera encen­ dida una antorcha cada vez más caliente en el estómago. Víctor se subió al vehículo y metió la llave en el contacto. —¿Entonces? ¿Viene? —Se inclinó para verme mejor. La antorcha seguía ardiendo en mi interior y empe­ zaron a aparecer gotas de sudor en mi frente.


10 Fue solo una pregunta. Una pregunta que se podía responder con un “sí” o con un “no”. Nada más. En prin­ cipio, algo totalmente simple. Hasta ese momento había estado confundida con los “tal vez”. Las decisiones más importantes siempre las habían tomado mis padres antes de que tuviera la oportunidad de pensar en ellas. Esta vez habían decidido que iba a pasar el verano en Italia. Con ellos. Siempre en manos seguras. Y ahora el azar me había enviado una maleta. ¿No era eso una señal? Estaba en un estado de absoluta agitación. ¿Sí o no? No podía soportar la presión por mucho más tiempo. Debía tomar una decisión con rapidez. Víctor estaba tam­ borileando con los dedos sobre el volante. Ahí estaba la maleta. Allá estaban mis padres. Y ahí estaba yo en medio de una tierra de nadie. —¡Irina! Víctor giró la llave del encendido. El motor rugió. La antorcha parecía quemarme. Sí. No. Sí. No. Si Víc­ tor hubiera decidido por mí. Solo habría tenido que irse sin mí o empujarme dentro del auto. Ambas opciones en contra de mi voluntad. Decir sí significaba dejar atrás mi entorno familiar y seguir la maleta en un viaje con un re­ sultado incierto. Decir no era elegir la seguridad, el eterno aburrimiento y me habría llevado al programa materno de bienestar en medio de nubes de algodón. ¡NO! Ya había tenido suficiente de eso. Fue como si se hubiera acciona­ do un interruptor en mi cerebro. Me subí con resolución al vehículo. Cerré la puerta y obedecí a un hombre completa­ mente desconocido llamado Víctor, que estaba intentando secuestrar mis sueños de la maleta.


Capítulo 2

“Estás completamente loca. ¿Qué has hecho?”. Este pensamiento me vino casi de inmediato, pero no hice nada por aclarar el malentendido. Por el contrario, me senté en silencio mientras pasaba por los jardines del sanatorio. Mi padre estaba en el podio, detrás de un sauce llorón, de pie junto al atril. Mi madre estaba sentada en la primera fila mirando el asiento vacío a su lado. En el espejo retrovisor vi a una mujer joven salir del quiosco. Recorrió la zona como si estuviera buscando algo. Sentí una punzada en el vientre. El jeep dobló la esquina y ella se perdió de vista. —Estamos contentos de que al fin se hubiera arre­ glado el asunto —dijo el hombre llamado Víctor—. Toma mucho tiempo encontrar a alguien como usted, que esté dispuesta a sacrificar su tiempo. ¿Alguien como yo? ¿Renunciar a su tiempo? ¿Para qué? Me aferré a la manija de la puerta, tenía que salir, te­ nía que decirle que había cometido un error, que me había confundido con otra persona, que la maleta roja pertene­ cía a esa joven. Tenía que salir de esta extraña situación en que estaba metida. Pero no lo hice. Víctor pasó por una señal de carretera que anunciaba una ciudad y siguió por un camino que tenía poco tráfico. La amplia llanura se mostraba árida y desolada. El sol abrasador había secado el lecho del río y quemado la hierba. No había


12 animales. No había casas. No había vida hasta donde pude ver. Víctor sobrepasó a un tractor, del que salía abono y caía sobre la carretera, y luego a una caravana de ciclistas. Uno de ellos tenía un casco con rayas de color naranja. A medida que nos acercábamos pude ver que su casco estaba abollado. Tenía un vendaje blanco en el codo y raspaduras en las rodi­ llas. Pero aún así pedaleaba vigorosamente detrás del punte­ ro para protegerse del viento. A lo lejos, en el horizonte, una poderosa cordillera rozaba las nubes de verano. Víctor me entregó amablemente una botella de agua. —Vamos a estar cerca de dos horas en la carretera. Por si le da sed. Ese tema me tenía nerviosa. Le pedí que me tuteara y me pregunté adónde iríamos. Mis padres se morirían de pena, la propietaria de la maleta ya se habría comunicado con la Policía en ese momento, Víctor podría ser un asesi­ no en serie o podría darse cuenta de su error y enfadarse conmigo. Sin embargo, no hice nada. Había una voz inte­ rior que me susurraba que debía hacer ese viaje. Todo era una locura. Pero saberlo no silenciaba las voces de alarma de mis padres que resonaban en mi cabeza como cuando dos trenes pasan por un túnel. Todo hubiera sido más sen­ cillo si los odiara, pero no era así. Yo los amo y ellos lo sa­ ben. Pero ¿sabían cómo me sentí cuando estuve encerrada? Nunca me permitieron hacer algo divertido. No quería ir a Italia. Yo tenía otros sueños. Admiraba su trabajo, pero ese no era mi trabajo; esas eran sus vidas, y ellos no me permi­ tían vivir la mía. Yo quería emprender mi propio viaje. Y eso era justamente lo que estaba haciendo. Por una parte me sentía bien de poder hacerlo, pero por la otra tenía que admitir que estaba asustada de mi propio valor. ¿Qué me


13 esperaba? ¿Hacia dónde me llevaba Víctor? No sabía qué iba a hacer la mujer de la maleta y, por consiguiente, tam­ poco sabía qué iba a hacer yo en ese lugar. Bajé la ventanilla. Una cálida brisa acarició mi pelo. Respiré profundamente y de repente me recorrió una sen­ sación que no pude reconocer, pero que sentí hasta en los dedos de los pies. ¿Era la… libertad? —¿Está todo bien? —preguntó Víctor, mirándome de lado. —¡Sí, muy bien! Lo decía en serio. ¿Por qué estaba haciendo un dra­ ma de todo eso? ¿Qué sería lo peor que podría pasar? Por ahora seguiría el recorrido durante esas dos horas como lo haría cualquier otra persona. Me metería en la piel y en la vida de alguien más. Nada qué hacer. ¿Cómo había dicho Víctor que se llamaba nuestro destino? Villa Morris, me acordé. Podría ser el nombre de un hotel o de una pensión. Tal vez Irina Pavlova iría a esa villa con el fin de pa­ sar algunos días de vacaciones. Me gustaría tomarme una gaseosa bien helada en su nombre y luego decir que se me había presentado algo inesperado y que tenía que devolver­ me con urgencia. Esa aventura duraría solo el tiempo que yo quisiera. Sentí que la presión se reducía considerablemente. Abrí mi bolsa de tela hecha a mano y con diseños de colores, saqué mi celular y envié un mensaje de texto a mis padres: “Estoy bien. Estoy dando un corto paseo. No se preocupen. Los amo. Marlene”. Salimos de la carretera principal. La cordillera que se encontraba frente a nosotros cada vez se acercaba más y más, y pronto se inclinó serpenteando hacia arriba. El camino era angosto y nos llevaba hacia un desfiladero.


14 A nuestra izquierda, la carretera caía abruptamente a un abismo. En el fondo se observaba un río que, desde arriba, parecía un hilo de leche burbujeante en medio de las rocas. Ahora podía entender por qué Víctor me había pregunta­ do si tenía miedo a las alturas. A la derecha de la carretera había una pared casi perpendicular hasta la cima; al fren­ te, grandes caídas de agua por entre las rocas. Víctor era un excelente conductor, pero aun así me sentía un poco incómoda. Podrían suceder muchas cosas que yo no había considerado cuando tomé la decisión. Abandonamos el abismo después de cruzar por un puente. Luego llegamos a un bosque de abetos. Víctor re­ dujo la velocidad y se detuvo frente a una barrera, donde había un gran aviso que decía “PROPIEDAD PRIVADA”. No había ninguna señal que indicara la presencia de un hotel o algo parecido. Víctor activó el control remoto que estaba junto a la palanca de cambios. La puerta se abrió y continuamos el viaje. El asfalto no estaba en buen estado y pronto dio paso a un piso de grava. El vehículo se sacudió cuando pasó bajo un arco de coníferas y luego siguió a través de terrenos sil­ vestres cubiertos de hongos en descomposición y ramas entrelazadas al borde del camino; la civilización debió quedar muchos kilómetros atrás. Poco a poco empezó a atardecer. Llegamos a un prado que estaba rodeado de ver­ des colinas que se extendían como alfombras a los pies de las altas montañas. Todo era tan exuberante que miré al­ rededor esperando ver vacas o a los agricultores cortando el heno. Nada. Solo había unas cuantas cabañas de madera que tal vez no sobrevivirían la próxima tormenta, en me­ dio de un multicolor paisaje de ensueño que brillaba por


15 el calor. ¿Por qué la zona no estaba habitada? ¿Por qué no habría telesillas? ¿Habría algún peligro escondido detrás de este idílico paraje? De repente me imaginé que en la próxima piedra que nos encontráramos saltaríamos por el aire como los astronautas en la Luna. Como si la gravedad fuera menor que en otros lugares. Como si tuviéramos que movernos con mucho cuidado porque, de lo contrario, algo malo nos pasaría. No se debe saltar. En caso contrario vas a salir volando. Tampoco se veían pájaros en ninguna parte. Todo lo que vi estaba firmemente clavado en el suelo. Alejé las locas ideas que tenía y me reí de mí misma. Todo era maravilloso. Todo era genial. Hablamos muy poco, y eso me vino bien. Significa­ ba que no me podía implicar en preguntas o respuestas equivocadas. Mientras la maleta roja estuviera cerca de mí, sentí que nada me podía suceder. La naturaleza que nos rodeaba era cada vez más silvestre. Yo venía de la gran ciu­ dad. Todo esto era nuevo y emocionante, por lo que decidí no pensar más en la ausencia de personas en el lugar. Víc­ tor me preguntó tres veces si me molestaba que encendiera un cigarrillo y tres veces le contesté que no me importa­ ba, a pesar de que sí me molestaba. Fumó por fuera de la ventana abierta. Cuanto más avanzábamos, más fresco se sentía. Cuanto más subíamos la cuesta había más curvas y más baches. Nos detuvimos al frente de una cerca que tenía unas tablas horizontales. Víctor empujó algunas hacia un lado, hizo cruzar el vehículo por la brecha y puso de nuevo las tablas en su lugar. El camino nos seguía llevando cuesta arriba, pero ahora por un bosque más oscuro y más denso que aquellos por los que ya habíamos pasado.


16 En medio de la penumbra, entre árboles de troncos colosales, surgieron dos pilares de piedra que sostenían una vieja puerta de hierro forjado. Nos detuvimos. De la puerta colgaba un aviso de metal que con letras pasadas de moda decía: “¡CUIDADO, DISPOSITIVOS AUTOMÁ­ TICOS DE DISPARO!”. Las puertas estaban aseguradas con una pesada cadena de hierro. Las vacaciones en rea­ lidad no lucían muy bien y los malos presentimientos me invadieron. ¿Qué tenía que ver Irina Pavlova con esta misteriosa Villa Morris? Víctor se bajó del auto, soltó la cadena con una llave, abrió las puertas de hierro con un chirrido, se su­ bió al jeep, cruzó el paso y cerró todo otra vez. Introdujo la llave en el bolsillo de su pantalón y entonces fui conscien­ te de lo que estaba haciendo allí. Estaba con una persona completamente desconocida que pensaba que yo era otra persona, había viajado a una zona remota donde la única evidencia de civilización era un aviso que anunciaba dis­ positivos automáticos de disparo. ¿Qué estúpida decisión había tomado? Abrí la boca para confesarle a Víctor lo que había hecho y para explicarle la equivocación. Pero ya no pude hacerlo porque delante de nosotros se abrió la oscuridad del bosque y me encontré en el paraíso.


Capítulo 3

Delante de un desfiladero tan alto que parecía lle­ gar al cielo y sobre una planada rodeada por un prado florido apareció una verdadera joya. Esa fue mi primera impresión. Nunca había visto una construcción tan hermosa. Sin ninguna duda, la enorme casa había tenido días mejores y, lejos de ser perfecta, tuvo un efecto mágico sobre mí. Co­ lumnas esbeltas se levantaban hacia las alturas y gárgolas de estaño engalanaban los canales. En el primer piso, un balcón rodeaba la casa y lo adornaba delicadamente como si fuera un collar. Detrás de las altas ventanas se obser­ vaban unas ondulantes cortinas blancas. Las tejas de la fachada, que habían resistido durante décadas, eran de color marrón oscuro; algunas, casi negras. Una escalera de piedra conducía hasta el porche de la puerta principal. Numerosas plantas crecían a lo largo del camino, mientras que los rosales rodeaban las columnas de madera. El sonido de la puerta del vehículo me sacudió. —Bienvenida a Villa Morris —dijo Víctor, y se rio cuando vio la expresión atónita de mi cara. Cerré la boca y traté de calmarme. Sí, era una vis­ ta preciosa, pero cuando le di una segunda mirada vi que en realidad el edificio estaba en ruinas. El cuello de una gárgola estaba doblado y a punto de romperse, solo lo sos­ tenía una improvisada reparación con cinta adhesiva y los


18 peldaños de la escalera que conducían a la entrada princi­ pal se estaban desmoronando. De manera involuntaria pensé en los sanatorios que los pacientes con enfermedades pulmonares visitaban cien años atrás. Tal vez ese fue uno de esos sitios. Eso podría explicar por qué estaba tan aislado. No era un hotel ni una pensión, como lo había pensado antes, sino un sanatorio. Respiré profundamente y sentí como si una luz brillante con poderes curativos fluyera a través de mi cuerpo. Vi cuando Víctor abrió la puerta trasera y buscó la maleta roja en el asiento posterior. —No, déjame, yo la llevo —dije rápidamente y, para su sorpresa, le quité la maleta de las manos. —Es muy pesada. Puede que Víctor pensara que Irina tenía una enfer­ medad pulmonar y que había ido a recuperarse en ese lugar. —Voy a estar bien —sonreí, sintiéndome más fuerte que nunca. Por nada del mundo soltaría esa maleta. Dos mariposas revolotearon a mi alrededor. Por encima de las puertas de la entrada sobresalía de la pared la cabeza disecada de un alce que me miraba fijamente. “BUENA CAZA”, estaba escrito con letras de­ corativas encima de esta. La puerta de doble hoja se abrió y yo la atravesé. Me sorprendí cuando vi una monja: vestido negro largo, una cruz colgaba de una larga cadena alre­ dedor del cuello, cuello alto almidonado y un tocado. No se podía ver su pelo. La mujer era delgada y llevaba pues­ tas unas gafas que daban la impresión de ser demasiado grandes. No supe qué edad tenía. Al mismo tiempo era demasiado vieja y demasiado joven. Sin embargo no te­ nía arrugas; su piel parecía de cera y de alguna manera me


19 recordaba las imágenes de las monjas, a veces dormidas y a veces muertas, de las fotografías antiguas en blanco y ne­ gro, ya amarillentas por el paso del tiempo. En resumen, su aspecto coincidía perfectamente con mi teoría como la pieza esquinera de un rompecabezas: muchos sanatorios y hospitales, incluso hoy en día, son administrados por monjas. Era probable que hubiera un capellán, enfermeras, médicos y otros pacientes. Sin em­ bargo hasta el momento no había rastro de ellos. —Señorita Pavlova, ¡qué bueno verla! —dijo la monja sonriendo y se detuvo en el porche, debajo del balcón. Cuando subía la maleta por la escalera me dio la im­ presión de que un gran número de pies antes que los míos habían desgastado las piedras. Estas irradiaban calor a cau­ sa de la intensa luz del sol. A la derecha, sobre una base de madera, había una placa metálica donde se podía leer “1891”. —Víctor, ¿le podría ayudar a la señorita Pavlova con su equipaje? —Él… él… quería hacerlo, pero… prefiero llevar yo misma mi maleta —tartamudeé dejando la maleta en el piso, mientras creía percibir una sobredosis de un delicioso olor a madera que provenía de la casa y la monja estrecha­ ba mi mano con sus helados dedos en forma de araña. Con el ceño fruncido se detuvo por un momento y me miró fi­ jamente mientras sostenía mi mano entre las suyas. —Se ve muy joven… demasiado joven. ¿Qué edad debería tener según su opinión? Me reí con nerviosismo y quise responder algo que ya tenía en la punta de la lengua: que todo esto no era más que una equi­ vocación, que solo había sido un malentendido y que la


20 verdad no necesitaba internarme en el sanatorio, pero ella ya había empezado a hablar de nuevo. —Soy la hermana Mary Fidelia Steiner. Puede llamar­ me hermana Fidelia. Ya intercambiamos correspondencia. Pasé saliva. ¿Exactamente qué correspondencia inter­ cambiamos y por qué? A la última persona a quien le había escuchado esa palabra fue a mi abuela. Me solté de sus de­ dos y sujeté con ambas manos la maleta. —Me alegra mucho que finalmente hayamos encon­ trado a alguien que le enseñe a nadar a Noah. Mi teoría sobre el tratamiento empezaba a fisurarse y luego se derrumbó por sí sola. ¿Debería enseñar a na­ dar a un tal Noah? Inmediatamente me llegó a la mente la imagen de un fastidioso niño de cuatro años de edad, probablemente porque no había allí ningún adulto que se llamara Noah. Pero lo que más me preocupó fue la pala­ bra nadar. Todo lo que se relacionara con eso me producía miedo. No siempre había sido así. En otro tiempo me gus­ tó nadar e incluso pertenecí al club de natación. Hasta ese día terrible cuando algo salió mal. No podía recordar qué había sucedido exactamente, pero la simple evocación de una sensación de pánico al no poder respirar, lo acrecen­ taba aún más. Desde entonces he preferido mantenerme alejada del agua. En cualquier caso, ¿me daría lo mismo? ¿Durante cuánto tiempo podría mantener esa farsa? Aspiré el aroma de la madera y el dulce perfume de las rosas. El olor era tan intenso que me sentí marea­ da. Hacía calor, pero el aire era mucho más fresco que en otro lugar; más fresco que el aire que jamás había respira­ do. Una banca de madera ubicada junto a la pared y una


21 mecedora en la esquina me invitaban a acercarme con un libro o simplemente a mirar a la distancia la vegetación o el imponente peñasco, dependiendo de la dirección que es­ cogiera. El lugar era realmente paradisíaco. —¿Ha tenido un buen viaje? La hermana Fidelia sonrió y me condujo al interior de la casa. Me recordaba a los camareros de la película Titanic que, orgullosos de sus uniformes con botones dorados, da­ ban la bienvenida a los pasajeros de primera clase a bordo de la embarcación. Creí que estaba entrando a un salón de antigüedades. Una amplia escalera de madera cubierta con una alfom­ bra roja conducía al piso superior y le daba al vestíbulo un ambiente de realeza. Los balaustres estaban tallados de manera artística. Me llamaron la atención los techos altos y los revesti­ mientos de madera que estaban presentes por todas partes. La madera brillaba con un cálido color marrón. La vista de los rosales, del cielo azul profundo, de los abetos y de las montañas era increíblemente hermosa. ¿Sería un lago aquello que brillaba en la llanura por encima de la copa de los árboles? —Desde esta sala puede ir a cualquier sitio de la casa —dijo la hermana Fidelia—. Si se pierde solo tiene que bus­ car el camino hacia este sitio. La calefacción ubicada junto a la escalera alguna vez debió ser magnífica. Sin embargo ahora estaba vieja. Sin duda fue una gran villa, pero ahora había un aire de abandono en el edificio y en los objetos. Desconcertada respiré toda esa vida pasada y gloriosa, pero no supe qué hacer con eso.


22 Irina, ¿quién eres tú y quién es toda esta gente? ¿Por qué la cadena en la puerta principal? ¿Por qué el chofer? —La villa es muy bonita, ¿verdad? Asentí con la boca abierta y posé la mirada en una enorme ave de rapiña disecada que colgaba con las alas extendidas sobre la escalera. Tal vez había llegado el mo­ mento de activar mi cerebro y salir de allí antes de que fuera demasiado tarde. Todo por haber creído que era una estadía en el sanatorio. Sobresaltada quité bruscamente mi mirada del pico abierto del ave. —Venga. —La monja ya estaba subiendo por la am­ plia escalera—. Tenga cuidado, la alfombra está asegurada solo con estas delgadas barras doradas. Se puede resbalar con facilidad. Levanté la cabeza cuando pasé por debajo del águila dorada que estaba ligeramente más arriba de las enormes ventanas de madera que se extendían desde la altura de mis hombros casi hasta el techo. Afuera de las ventanas una enorme haya agitaba sus hojas, que ya habían dejado atrás el color verde del verano. Ese día todo parecía pinta­ do de dorado. En la planta superior me esperaba otro trofeo de caza: se trataba de un ciervo. Gracias a este, al águila dora­ da y al alce, la casa adquiría un ambiente mórbido. ¿Qué tan enfermo se debe estar para clavar cabezas de animales muertos en trozos de madera? —¡Tenga cuidado! No se pare debajo de ella, puede caerse. —La monja observó lo asustada que yo estaba y sonrió con timidez—. Es solamente una broma. Ya lleva cien años colgada. No debe tener miedo.


23 Sin embargo lo tenía. No de las astas sino de mí misma. ¿Cómo había terminado aquí? Esa mañana ha­ bía estado sentada en el auto con mis padres de camino a Italia y ahora estaba en un mundo completamente desco­ nocido. Una combinación del paraíso con una cámara de horror. Por un breve instante me pareció que el ciervo me estaba observando. Podría haber jurado que había movi­ do sus ojos. Probablemente me había asustado. Seguí con cierto nerviosismo a la hermana Fidelia hasta el final del pasillo, mientras ella continuaba representando su viejo papel de camarera. —Tengo reservada la suite principal para usted. Es una habitación esquinera. Tiene una vista fantástica y el cuarto de baño se remodeló hace poco. —Giró el pomo y me dejó pasar delante de ella—. Por favor, después de usted. Suite principal. Todo parecía sacado de una película. Y yo había asumido el papel protagónico sin haber leído el guion. Me llamó la atención un enorme espejo de pie. Pero yo no quería verme reflejada en este. Dejé la maleta a un lado y miré por la ventana, hacia la derecha. Desde aquí el desfiladero se veía mucho más cercano, impresionante, imponente y escarpado, pero, a pesar de todo, maravilloso. Tenía la superficie marcada por la caída de rocas y avalan­ chas. El sol de la tarde hacía ver todo tan claro como el cristal. Nunca había visto algo tan gigantesco y monumen­ tal. De un momento a otro no pude soportar mirar por más tiempo, había algo que me oprimía mentalmente. Me di la vuelta con rapidez. También había una calefacción alta, de cerámica, independiente, conectada por un simple tubo a la pared. Las baldosas de color blanco cremoso estaban


24 decoradas con un diseño de hojas de color azul pálido y con piedras ovaladas de plata. —Porcelana de Augarten original, procedente de Vie­ na. Algo muy raro. Empezaba a sentirme como una turista en una visita guiada. La monja continuó con la conversación. —Si pulsa el botón rojo que está ubicado al lado de la cama, Anselmo recibirá una señal en la cocina. Este siste­ ma está en servicio desde el año 1923. —Muy bien —murmuré, pero ¿quién era Anselmo? De alguna manera todo eso me recordaba un hotel. La hermana Fidelia sonrió. —La dejaré tranquila para que desempaque y se re­ fresque un poco. En dos horas la cena estará servida en el salón al lado de la entrada. Si necesita algo, me encontrará en mi oficina, la puerta a la izquierda, bajo la escalera. Ya tendrá oportunidad de conocer la villa. Y se retiró. La puerta se cerró detrás de ella y yo me quedé sola. Con cada minuto que pasaba tenía más claro que, desde que había entrado al automóvil de Víc­ tor, me había metido en la peor situación de mi vida. ¿Qué había estado tan mal en los “tal vez” con los que hasta ese momento había llevado mi vida? Sí, me sentí atrapada; sí, sentí que no podía respirar, pero esto fue un error. Debía ir abajo, ofrecer disculpas y solicitarles que me llevaran de vuelta. Debía… Pero no lo hice. No sabía exactamente qué era lo que me retenía allí, pero parecía como si una cuerda invisi­ ble me amarrara al lugar. Salí al balcón. Por debajo se


25 extendía una meseta exuberante, llena de colorido. Las al­ tas montañas estaban más allá. También podía ver el lago entre las montañas, brillando en el aire de la tarde. Se ali­ mentaba de varios arroyos pequeños. Respiré el aire más aromatizado de mi vida y fluyó por todo mi cuerpo, hasta mis dedos. Mucho más abajo pude ver a alguien correr alrededor del lago. A esa distancia no podía ver nada más en detalle. Me preguntaba cuántas personas vivían allí. El lugar era amplio. Y la otra pregunta era ¿qué estaba haciendo yo ahí? —¿Te gusta la habitación? —me preguntó Víctor des­ de abajo. El portaequipaje de su jeep permanecía abierto, y él llevaba todas las compras al interior: parecía que estuvieran acumulando provisiones para una guerra inminente. Antes de que pudiera responderle había desaparecido. Volví a entrar a la habitación y mis ojos se posaron en la maleta roja. Finalmente me había dado cuenta de cuál era esa cuerda invisible: una maleta roja, y el hecho era que aún no conocía los secretos que guardaba. La lancé sobre la cama. Como si tuviera miedo de descubrir algo terrible so­ bre ella, me quedé mirándola durante mucho tiempo. En­ tonces me incorporé y puse las manos sobre las cerraduras. Las abrí de golpe. El sonido estaba lleno de promesas. Las cerré y las volví a abrir. Levanté lentamente la tapa.

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